El
psicoanálisis
Es aquí, en su
historia psicoanalítica, en la cual aparece el verdadero «individuo
psicológico» que era mi padre y que se revela, desde su primera hasta la última
experiencia, como un sujeto complejo, contradictorio, sufrido y atormentado por
temores internos, escondidos tras «el tupido velo» sobre sí mismo.
Su
historia psicoanalítica era de vital importancia, especialmente sus
experiencias iniciales y cómo éstas determinaron muchas de sus decisiones y
afectos, así como también mucho de sus personajes. Era, en alguna medida, un
adicto al psicoanálisis; siempre dijo que si no fuera por un asunto netamente económico,
se hubiera hecho terapia toda su vida. Tan convencido de ello estaba que obligó
a mi madre, al poco tiempo de casados, a hacerse una
también, de la cual ella sí que no saldrá nunca, ni podrá estar sin ayuda
psicológica por el resto de su vida. En resumen, dos adictos al psicoanálisis o
dos seres necesitados de estructura o contención de sus mundos desbordados por
las emociones.
Su primera
experiencia psicoanalítica fue en Chile, en 1960, con alguien a quien sólo
menciona como Bernardo. Un hombre joven, inteligente,
sin cuya dirección sensible quizás nunca hubiera dado el paso definitivo del
matrimonio, por su falta de enraizamiento, de identidad y de capacidad de
decisión. Escribe en un cuaderno sobre sus elaboraciones de ese entonces,
vistas desde el horizonte del tiempo:
Mi largo
prontuario de solterón había dejado huellas en mí, huellas grandes y dolorosas,
que aún ahora no termino de borrar completamente, y
durante y antes y después de mi matrimonio estuve en psicoanálisis. En todo
caso, con Bernardo hablaba yo de una especie de embotellamiento literario, de
vivir una vida que no me gustaba. Y siempre me encontraba con la figura de un clochard,
de un ser totalmente destituido y sin nada, figura que me acosaba, con la que
soñaba, por la que sentía un atractivo feroz y un
terror espantoso. Era la disyuntiva entre el clochardy el matrimonio. Fue el
análisis de la tentación entre la disolución y el clochardismo, una larga y
terrible cadena de tentaciones que fui resolviendo gracias a mi incurable inmoralidad
o amoralidad y a mi temor. Prefiero no ser auténtico y ser un escritor.
Prefiero que esas zonas de mi ser, que son las más oscuras, queden
incompletamente exploradas, a condición de que pueda
salvar algo de coherencia, algo de no disolución para tener energía y poder
seguir escribiendo.
También logró
externalizar todos sus temores a través de sus diarios, otro modo de
«salvación». En éstos plasmó sus más profundos y ocultos pensamientos; sus
dudas y tormentos, todos sus fantasmas acosadores.
En su eterna
dicotomía entre la disolución y la definición,
mientras está en la casa de El Canelo, en agosto de 1957, ensayando el guión de
una obra de teatro basada en una experiencia de su infancia, que alguna vez
quiso llamar Casa en la calle Ejército, se desahoga,
con la misma fuerza que una tormenta, de lo que le acontece en ese momento:
Tengo, tengo
que encontrar amor si quiero que mi vida no sea una alcachofa, yéndose de hoja en hoja hasta dejarme sin nada en la mano. Tengo que
hacerlo porque esa y no otra es mi forma de conocimiento, saltar la flecha
desde la cuerda distendida, permitirle que me atraviese la angustia y quedar,
sin embargo, vivo e invulnerable y crecido.
No hay
compromisos en mi amor. Y eso es, sobre todo y desesperadamente, lo que necesito
para darle altura a mi vida y mi obra. Necesito dar,
saber dar amor...
La terapia le
permitió elaborar la posibilidad de la fuga, de la seducción por no ser nada y
de dar, finalmente, el paso hacia el matrimonio. Estaba contento de poder
exorcizar esa inclinación durante sus sesiones psicoanalíticas; quería dejar
atrás ese impulso hacia el abismo.
Cuando su
psicólogo emigró a Argentina, debido a una oferta de trabajo, dejó a mi padre en manos de su colega Ruth Risenberg. Con ella fue
quizás con quien mayor tiempo se mantuvo: tres veces por semana durante casi
dos años.
Pienso en mi
primer análisis con Bernardo y que la figura que primó en ese análisis, la del clochard desposeído, fue, en realidad, una proyección de su
propio terror que se encarnaba en él, en Bernardo, para destruirlo,
clochardizarlo, y quedarme yo dueño de su poder. Con
Ruth Risenberg, en cambio, el personaje que primó en el análisis era el de la
«mujer destruida», el de la vieja, de la mujer abyecta de El obsceno pájaro de la noche, relacionado con toda la
desesperación que yo sentía en ese momento frente a la esterilidad de María
Pilar y de nuestros esfuerzos por tener hijos, o quizás tenía que ver con la
figura de mi propia Nana, que ocupaba una posición
tan central e importante en mi vida. En todo caso,
sirviente-explotaciónvieja-esterilidad, todo era una sola cosa para mí, que
recurría en mi análisis y en las figuras que poblaban mi imaginación.
Relacionada de
manera central con la creación de El obsceno pájaro de la
noche está la Nana, figura vital en la vida de mi padre. Ella fue quien
lo crió, quien lo cuidó, lavó y alimentó. Hay en su
literatura un oído muy atento a lo que ella era. Le dio acceso a un mundo
totalmente desconocido y prohibido para él, al mundo del inquilino, de la
pobreza en el campo, de las leyendas y cuentos populares, de su vocabulario. A
través de ella se abrió para mi padre la puerta del mundo mestizo de Chile.
También la Nana fue tema central en sus terapias.
Con su
analista Ruth Risenberg —con la que mantuvo una
relación relativamente buena, o menos dolorosa en cuanto experiencia
consciente—, las cosas terminaron de la misma manera que con Bernardo: ella
tuvo que partir a Londres. Mi padre entonces albergó una horrible sensación de
orfandad, de que siempre lo iban a dejar solo, que nada sacaría con continuar
su análisis que había seguido durante tantos años y con la natural impresión de que no llegaba a nada concluyente.
¿Qué quería
del análisis? Ni él mismo lo sabía. Liberarse de la angustia, supongo, en esa
época prefarmacológica; concebir un contacto más fuerte con la vida que no
estaba sintiendo; la romántica noción de una «entrega total», de decir
definitivamente «soy esto» o «soy lo otro»; como si para los seres humanos
fuera posible hacer esa escisión, como si el mundo
emocional tuviera, claramente, un signo positivo y otro negativo... y esto
menos aún con una personalidad como la suya.
Mi padre
quería, entonces, refugiarse claramente dentro de una tipología, pero no le fue
posible, ni esa búsqueda nunca le fue dada completamente. Pero en ese entonces,
y a lo largo de su vida, le causaba una angustia que lo hacía revolverse,
buscar su destino como si hubiera uno sólo posible, y
como si ése fuera definido, definitivo y unívoco.
Luego, con los
años, trató de esconder esa parte, de dejarla viva, oculta bajo el manto de la
escritura, e incluso como su motor. La literatura fue el medio que usó para
parchar esa fisura y otras tantas. Estos temores fueron su temática hasta que
murió, el análisis de las diferentes aristas que lo conformaban, pero que lo hacían sentirse destinado a la
no-pertenencia, a la soledad.
Mientras
escribía dificultosamente El obsceno pájaro de la noche,
siguió con su terapia y anotó:
Yo insistía en
llevar capítulo tras capítulo a mi analista, y claro, como pertenecía a la
escuela kleiniana más estricta, fue alumna en Londres de la propia Melanie
Klein, no me daba consejos ni apoyo ni comentarios,
que yo ansiaba desesperadamente.
Por otro lado,
fue la época más feroz de nuestros tratamientos ginecológicos contra la
esterilidad. En manos del doctor Juan Zañartu, que como un demiurgo gobernaba
las relaciones eróticas entre María Pilar y yo, la libertad en ese sentido era
imposible. Como vivíamos en los alrededores de Santiago, pensamos seriamente en
tomar un piso cerca del médico para hacer el amor y
correr donde Zañartu para que examinara a María Pilar recién poseída.
En septiembre
de 1965, entre intensos tratamientos de fertilidad y una etapa creativa
compleja, mi padre decidió comenzar una terapia con un nuevo psicoanalista, de
apellido Castillo. Nuevamente regresó al infierno. Castillo era un muchacho
relativamente joven, muy serio, kleiniano a ultranza, al cual estuvo sometido en forma horrible durante muchos meses.
Creo que jamás
he sufrido tormentos más horribles, más sin salida que con Castillo. Jamás he
jugado un juego en que yo tuviera menos cartas, menos fuerza. Sentía
horriblemente que Castillo me manipulaba, hacía lo que quería conmigo, que se
burlaba y, de hecho, supongo que metódicamente se burlaba de que yo escribiera,
me remedaba, se reía de mí, me hacía reaccionar
violentamente, me tenía en un estado de perpetua ebullición, de perpetua
zozobra, que no me dejaban vivir. Yo odiaba a Castillo. Y a pesar de que hoy me
doy cuenta de que fue el que más me dio en términos de vida, no puedo guardarle
simpatía, aunque sí un reconocimiento. Como lo veo ahora, y aquí se plantea el
problema de la condenación y la salvación, Castillo estimó que mis problemas eran insolubles por métodos psicoanalíticos,
y que, por otro lado, yo estaba enviciado con el psicoanálisis y se me había
producido una dependencia de él, que él me traería la salvación o la redención.
Lo que era verdad. Yo, en realidad, vivía para el psicoanálisis en esa época,
gastaba una fortuna que no tenía. Vivía miserablemente, sin ningún placer, ni
una expansión, todo para pagar el psicoanalista.
Esto, naturalmente, fue considerado por Castillo como un horror, y se planteó,
creo yo, el problema de «hacerme reaccionar».
He sido
siempre un hombre más dado al afecto y al cariño que al odio, he sido siempre
incapaz de violencia alguna, le tengo terror. Y creo que esta suavidad mía, que
sepultaba odios y envidias que yo mismo apenas divisaba en la superficie y si
los divisaba, inmediatamente sumergía, era y sigue
siendo uno de mis mayores síntomas neuróticos. Creo, incluso, que mi terror a
los hombres y al mundo de los hombres, en el sentido de una definición
política, de un abanderamiento con una idea cualquiera, mi imposibilidad de
vivir y conocer una experiencia colectiva en ningún sentido, mi incapacidad de
lucha, de pronunciamientos, está toda relacionada con
esta falta de violencia que Castillo evidentemente vio en mí, y que trató de
sacar a flote. Lo malo es que, durante un tiempo, viví en forma total con
Castillo una especie de abyección, me sentí despreciado y pisoteado por mi
propia incapacidad de defenderme, de aceptar humillaciones, de mi incapacidad
de forjar mi propio salvamento.
Mi padre sabía
muy bien que estaba viviendo un experimento, uno en
el cual se veía a sí mismo reducido a un mínimo factor, despreciable y
humillado, y se sentía incapaz de dar la pelea. Siempre le fue difícil
enfrentarse, tanto física como verbalmente. Evitaba, como se ha mencionado
anteriormente, toda posibilidad de polémica. Ejemplo de ello fue cuando muchos
años después debió enfrentar un serio conflicto por la publicación de Conjeturas sobre la memoria de mi tribu
y el capítulo que enfureció a parte de la familia Yáñez.
Su sensación
de inferioridad lo persiguió siempre, pero esta misma cobardía, la sensación de
estar condenado a lo que él creía su propio infierno de inferioridad moral,
creo que lo marcó de forma definitiva. Estas ideas sobre sí mismo, unidas
naturalmente con su idea del clochard, y su terror al
mundo de los hombres, y al hombre en sí, se
transformaron literariamente en la abyección del mudito de El
obsceno pájaro de la noche.
En ese
entonces se hizo muy amigo de Ignacio Matte Blanco. Imaginativo, freudiano,
pero básicamente heterodoxo, era como «el papa» de los psicoanalistas en Chile.
Fue él quien lo ayudó a liberarse de Castillo. Le dijo que cada escritor tenía
la necesidad de su propio mundo y que sería
peligrosísimo si consentía en que se lo alteraran. Apoyándose en estas palabras,
se enfrentó con Castillo y lo abandonó después de una violenta escena en que le
tiró un cheque en blanco encima de su escritorio.
Con ese acto
mi padre creyó que era el fin del clochard-hombre,
enfrentándose ahora con el hombre poderoso. Pero luego concluyó que Castillo
simplemente había tomado el toro por las astas y,
considerando que mi padre ya no iba a estar nunca «mejor» de sus males y que
tenía que vivir con ellos, quiso demostrarle que sí era capaz de ser violento,
de encarar, de insultar, y así lo condujo a esta escena final.
Este ser que
no se atreve a nada, que lo único que quiere es disminuir y disminuir para no
tener miedo a que lo mutilen y lo roben, ese ser, Humberto (El obsceno pájaro de la noche), era yo, y veo ahora,
gracias a mis análisis, y sin saberlo entonces, que estaba planeando un ser que
era una forma curiosa de autobiografía: puramente fantástico, urdido con las
fantasías que desde siempre me acosaron, de alguna manera resultó ser como un
calco de alguna cosa en mi interior, de toda mi impotencia latente, de mi
impotencia frente a la creación sobre todo y su
resultado la esterilidad (imaginariamente mía) en mi incapacidad de producir un
hijo; en mi impotencia frente al mundo de la acción y de los hombres, mis
hermanos, mis compañeros de trabajo, mis amigos metidos hasta las narices en la
acción política; mi impotencia para darle una estructura coherente a mi vida.
Era un impotente, un estéril. Mi única actividad era escribir y volver a
escribir lo que ya estaba escrito. Todos mis
psicoanálisis, es verdad, ahora lo veo, han venido a dar un resultado y una
posibilidad de enfrentarme a mí mismo y de tener la posibilidad de escribir.
Este paralelo
personal con Humberto Peñaloza logró, de algún modo, teñir nuestra relación.
Mezcló conmigo —y en su propia autoidentificación— este aspecto del Mudito, del
ser marginal; lo mezcló con mi falta de origen, la
cual lo atraía y lo hacía sentirse mi «par». Es en esta atracción hacia lo
desconocido que me cría haciéndome sentir también un ser «distinto». Me
convierte en un imbunche y en una extrañeza del destino. Aparecen manchas en mi
cara por una enfermedad, al igual que las manchas de Humberto Peñaloza que
crecen según la marginalidad, el silencio, lo diferente; manchas que ponen en él el signo eminente de lo distinto, al igual que me
hicieron sentir a mí. La pregunta es si esto fue una ironía del destino o una
internalización tal de mi personaje asignado que logra llegar hasta ese punto.
La imagen de clochard nunca lo abandonará. Una vez, ya de vuelta en
Chile, alrededor de 1984, cuando viajábamos hacia el balneario de Cachagua, en
un lugar del camino —una cuesta rocosa llamada Las
Chilcas— donde siempre veíamos a un vagabundo, mi padre lo bautizó como «el clochard verde», fascinado con la estética de sus harapos,
que hacían juego con el campo que lo rodeaba.
Mi madre, en
un ensayo sobre la obra de mi padre titulado La ruina
inconclusa, hace referencia a esta imagen que lo cautivó.
No es raro que
Pepe alhaje a sus personajes con cualidades pictóricas.
La visión de Rembrandt de un grupo de mendigos en El
obsceno pájaro de la noche bajo
los puentes de Santiago. En Los
habitantes de una ruina inconclusa escribe sobre «los mendigos
suntuosamente andrajosos...» que «habían invadido la noche ciudadana».
Es cierto que
los andrajos del «clochard verde» del camino son
verdes, quizás teñidos por la hiedra que le sirve de lecho. Violeta y plata su barba, el conjunto visto a través de los ojos de
Pepe compone un personaje lujoso, vibrante como un figurín de Bakst o más como
un figurín de Pepe Caballero para una obra de Valle-Inclán o de algún bailarín
que interpreta a un vagabundo medieval. Recuerda también a los peregrinos rusos
del libro de fotografía de El Imperio
ruso, de
Chloe Obolensky, que compró en Nueva York y que tanto lo motiva y moviliza sus obsesiones.
También en El jardín de al lado hay un análisis bastante profundo de
los temores, de las envidias que motivan sus obsesiones, y que en esa obra
llegan a ser una tentación para el personaje principal. En Los
habitantes de una ruina inconclusa, en tanto, se refleja una especie de
psicodrama con los harapos, a veces suntuosos, como la bufanda de seda plateada
que encuentra el personaje de Blanca dentro de un
paquete (que guarda para el vagabundo, pero que finalmente le servirá para
ahorcarse).
¿Morirá con
los esposos Castillo la obsesión «clochardesca» de mi padre? ¿Morirá cada vez
que exorciza a través de algún personaje este lado tan oscuro? No será así,
nunca cesará esta obsesión recurrente, esta tentación que lo lleva ante el
abismo, ante la fuerza de la otra cara del poder, de
la negación, de no poseer nada, de no hacer ni codiciar nada.
La tentación
del cambio de piel, de pertenecer a ese mundo autónomo, que no obliga a nada,
donde nada premia ni castiga ni censura. Era su tema, su centro hasta su
muerte, el lugar donde toda frontera se traspasa.
¿Fui realmente
un niño dolorido en mi infancia? No sé, quisiera más que
nada en el mundo saberlo. Lo más fuerte que siento de mi infancia fue una
especie de abandono. Mis padres, centrados en ellos en pos de sus propios
problemas, me daban la impresión de que a mí me ignoraban, que no me tomaban en
cuenta. Ellos y lo que ellos vivían eran lo importante, no yo; por lo tanto,
debía salvarme y cobrar importancia de alguna manera, en una casa siempre
repleta de gente que entraba y salía, se alojaba y se
iba.
Mi padre
siente una carga dolorosa, determinante desde su infancia: la sensación de
haber heredado una fisura. Ese dolor se dio, desde muy pequeño, como conciencia
de una «fisura social», de una ambigüedad con respecto a quién era y quiénes
eran sus padres. Fue un niño desconcertado por no saber a qué grupo social
pertenecía, si era aristócrata, rico o pobre; sin
saber a qué grupo debía acercarse, se sentía descolocado en el mundo que lo
rodeaba, un paria.
Esta es una de
las heridas que reconoce como vital y que lo llevó a no adaptarse, a no tener
un grupo de pertenencia. Su origen lo inquietaba de manera obsesiva,
especialmente a raíz de las inseguridades sociales de la familia materna. En un
cuaderno escribe sobre los orígenes:
Yo desciendo,
tanto por la familia de mi padre, que es reprobablemente provinciana, como por
la familia de mi madre, que es de origen oscuro, de tribus muy distintas, pero
que, hasta cierto punto, comparten parecidas fallas geológicas, pese a estar
colocadas en las antípodas de la sensibilidad, de la cultura y del poder.
Mi padre
pertenece a una vieja raza de latifundistas originada en
la Conquista de Chile. La familia de mi madre, los Yáñez, es harina de otro
costal. Tempranos advenedizos muy ricos, constituyeron una tribu brillante pero
improvisada, culta y francófana gracias a sus largas peregrinaciones por Europa...
En relación
con sus padres tenía la sensación de no haber sido ni deseado, ni esperado, ni
querido. En una de las conversaciones que grabó con su sobrina Claudia, le dice:
—Siento que la
mirada de mi padre pasaba a través de mí. Pienso que mi padre sentía como
negativo, como un pecado, aquello que ha sido la base de mi vida, de lo que me
marcó. Desde esa visión de él vivo entonces en pecado, vivo en falla. Después
me apoyó, pero era tarde. Mi mamá, en cambio, alimentó mi imaginación. Me
enseñó a mirar. Mi madre era una mujer inculta, inteligente, muy imaginativa. Su mirada me cubría. Lo de mi mamá era
la comida, una cosa animal de darle a otros de comer. Cuando vieja dejó de
comer y ahí está lo poético de su figura: se puso a comerse a ella misma,
cuando ya nadie la necesitó se empezó a consumir. Lo que ella quería era
seguridad económica y social. Era una mujer terriblemente insegura. El dolor de
la posición social ambigua permaneció siempre en
ella.
Para él, la
relación con su progenitor era la más difícil. Sintió el peso de no ser lo que
su padre quería que fuera. Le echaba en cara su falta de voluntad y pereza en
los estudios. No es que se opusiera a que fuese escritor, pero nunca se
interesó en lo que él escribía. Sólo muchos años después, cuando se hizo un
nombre como autor, sintió que su padre lo miraba con respeto, porque cuando estaba haciendo sus primeras incursiones
en las letras le dijo:
—¿Por qué
escribes estas acuarelitas, estos apuntes que no significan nada? Voy a creer
en tu capacidad cuando hayas escrito una novela con toda la barba.
Cuando por fin
logró terminar Coronación, mi padre tuvo que recurrir
a amigos para financiar su edición, pues mi abuelo no quiso ayudarlo. El
aprecio literario paterno llegó sólo con la
publicación de El obsceno pájaro de la noche.
Muchos años
después, durante su psicoanálisis con Hugo Rojas, anota la siguiente
observación en sus diarios de 1992:
Leyendo La odisea traducida por T. E. Lawrence y en sesión con Hugo
Rojas: recuerdo afectuoso de mi padre, por primera vez en la terapia,
concediéndole lo que me dio y le debo el recuerdo cariñoso.
Relacionando todo mi posible viaje a Chiloé con mi viaje juvenil a Magallanes,
y Bruce Chatwin, y las cartas de mi padre, dondequiera que yo estuviera,
siempre serenas y afectuosas: la primera salida de Don Quijote era el viaje a
Magallanes.
La vida lo
hará ir reconciliándose poco a poco con la imagen paterna; es un proceso de
recuperación gracias al psicoanálisis y a la distancia que impone la muerte, de modo que el recuerdo permite mirar en
forma diferente.
Rara esta
emoción, sentirla tan hondo, como si recuperara a mi padre perdido en una selva
de prejuicios y de incomprensión y de incompatibilidades que no tenían, en
realidad, nada que ver con él y conmigo.
Reflejo de su
complejo mundo interno fueron sus máscaras o la necesidad de tenerlas. Sus
propias autoacusaciones, su autoenjuiciamiento sobre
su sensación de ineficacia y de su gran inseguridad sobre su aspecto físico. Se
sentía poco agraciado, el «patito feo» de la familia al lado de Gonzalo y
Pablo, sus hermanos notablemente buenos mozos. Esto lo hacía evitar «las
conquistas», aunque tuvo varias, pues siempre estaba el temor al ridículo. Hay
un relato que demuestra todas esas inseguridades.
Recuerdo ver de joven La sinfonía
inconclusa,
una película de Martha Eggerth basada en la vida de Schubert. Nunca he sentido
tal grado de identificación como con aquella escena de esa película en que
Schubert, enamoradísimo de la condesita de Esteráis, ve su inspiración
interrumpida por una carcajada de la noble. La madre de la señorita Esteráis
ofrece un gran baile para toda la nobleza austriaca e invita a Schubert para que lo oigan tocar el piano. La condesa
se sentó en un taburete al pie de una estatua de Venus que tiene una mano y un
dedo estirados. Cuando llega Schubert, que ha alquilado un frac para la
ocasión, y se inclina para besarle la mano a la condesa madre, enreda la
etiqueta de su frac en el dedo de la estatua y con su inclinación la arroja al
suelo y la hace mil pedazos. La condesita amada por
Schubert lanza entonces una carcajada que contagia a toda la concurrencia.
Schubert sale huyendo, humillado, a la carrera, imposibilitado para continuar
su creación: sería esta la razón para que la sinfonía haya quedado sin
terminar. La carcajada de su amada se transformó en mi música predilecta y
desde entonces me identifiqué con el desgraciado Schubert.
En un diario
de 1991, mientras está en México, escribe:
Me llamó la
Raquel Parot. Recuerdo doloroso del desdén que de ella sufrí en mi juventud:
invitaban a Fernando Balmaceda como pareja de la Paz Risopatrón y a la María
Olga Ortúzar de pareja de Armando Parot a sus fiestas, and I was left out.
Nunca me olvidaré. No hay rencor —creo—, sino sólo dolor. ¡Cómo sufría con
estas cosas yo cuando era muchacho! La Marisa
Jaramillo escondiéndose en medio de un ramillete de muchachos con frac en el
baile de estreno de la Margarita Donoso Larraín, para que yo no la viera y no
la sacara a bailar el baile que me había prometido y que yo estaba esperando.
Schubert en el baile de esa baronesa austriaca cuando todo el mundo se ríe de
él, en la película que vi en mi niñez y que me quedó tan dolorosamente grabado
durante toda la vida.
Otro episodio
relacionado con esta misma inseguridad se deja entrever al recordar que, cuando
era un poco más que un niño, Bernardo Edwards le dijo que cuando él llamaba
para ir a la casa de Patricio Garcés a jugar, entre todos se armaba una
discusión:
—¡Que venga!
—decían unos.
—¡No!
—respondían otros—. ¡Que no venga!
Esto le deja
la sensación de que su personalidad siempre ha sido
conflictiva y de que entre a quienes les agrada su presencia y a los que no,
los segundos son mayoría. Definitivamente, lo que salvó a mi padre de la
autodestrucción fue escribir y a través de la escritura, como él decía, «poder
ser lo que uno no se atreve a ser».
En otra de las
conversaciones que mantuvo con Claudia Donoso, le dice:
—Todo
personaje interesante tiene una fisura. Es algo que
se debe reducir, aunque probablemente nunca se resuelva. Uno sabe que ciertos
problemas no se arreglan, pero persisten ahí como una fuerza eréctica muy
fuerte que anima lo que uno está diciendo. Es lo que uno no controla. Esa es la
parte excitante de la literatura. Y yo diría lo que Faulkner: la novela es el
oscuro gemelo del hombre, «The writer’s secret life, the dark twin of a man».
Lo importante,
creía él, era estructurarse alrededor de esa falla, sacarle partido, no huir de
ella; es así como la escritura le permite ser todo lo que uno es y todo lo que
uno no ha sido.
Huir de Chile
durante tantos años fue una manera de evitar ciertos fantasmas que lo
perseguían. Al decidir volver al país, éstos reaparecen y lo atormentan: «Temor
a los odios y a las revelaciones públicas que me
aterrorizan y me inmovilizan», confiesa, y aun años después de su regreso, el
temor persiste, especialmente representado en las personas de Marta Rivas, de
Armando Uribe, de Federico Schopf y de Enrique Lafourcade.
Escribe en
1991:
Temor de
volver a Chile. Quisiera perderme en el interior de Argentina, pero
probablemente iré a Chiloé, o a Lota, a Temuco, temo
la persecución para castigarme, despreciarme, destruirme. Temor a los ecos de
mi vida en la Pilarcita, que es lo que más me puede doler (si lo supieran...)
¿Se habrá robado el cuaderno anterior a éste mi sobrina Claudia? Es probable.
El peligro me acecha de todos lados. Debo esconderme para que no me
descuarticen.
Esta misma
inseguridad se despierta nuevamente con motivo de una extensa entrevista que quiere realizarle el vespertino La Segunda:
No creo en
absoluto que esta entrevista vaya a ser desde el punto de vista de mis libros.
Lo que quiere son detalles de «mi vida», es decir, se quiere meter a intrusear
donde no tiene por qué meterse. Usaré la palabra «amigo» y alegaré que
cualquiera aclaración de eso no es más que una parte de mi vida privada, que no
estoy dispuesto a compartir con el público. Ahora, si
me pregunta sobre El lugar sin límites voy a tener que
inventar un modo de evadirme, que no sé todavía cuál va a ser ni cómo, pero sé
que va a resultar difícil. O tal vez no tan difícil.
Cuando mi
padre volvió a Chile, en 1981, sintió la necesidad de iniciar nuevamente una
terapia para enfrenar la angustia que le generó el retorno «del nativo» a su
Ítaca. Es una terapia que lo ayudará a mantener sus
monstruos internos bajo revisión o en remisión. Le recomendarán a Hugo Rojas,
por quien mi padre, con el tiempo, sentirá gran respeto y afecto.
Muchas veces
lo llevé en mi auto a sus citas con su terapeuta, lo dejaba en la calle Los
Leones y lo veía caminar, ya encorvado y un poco lento —con esa actitud de
viejo desde siempre—, hacia el umbral de la puerta de
la consulta, pero en su mente iba elaborando los posibles temas para la sesión,
o quizás temiendo el resultado de esos cincuenta minutos en que se enfrentaba a
su mundo interior, tan complejo y cambiante. Yo, como una madre con su hijo,
esperaba a que entrara, a que cumpliera. Luego, me quedaba pensando en lo
interesante que debían ser esas sesiones.
Pese a la
estima, con Hugo Rojas la relación, como con sus
anteriores terapeutas, es ambivalente. Pasa de considerar su gran calidad y
calor humano a la sospecha absoluta de su inutilidad. Siente que no ha resuelto
ninguno de sus problemas, que la terapia sin un fin preciso no le acomoda.
No veo con
placer mi visita donde Hugo Rojas mañana. No sé qué me va a poder aliviar. Lo
que gasto en terapia y la plata que le «debo» a Hugo,
que no estoy tan seguro de «deberle». Tampoco creo con ecuanimidad mi
«desobediencia» cuando le proponga y le fuerce la mano, para irme, por lo menos
por un mes a Chiloé. Estoy seguro de que lo verá como una rebeldía. No sé cómo
voy a poder salirme de estos molestos compromisos.
En otra
sesión, a raíz de la apasionada lectura de La odisea,
habla con Rojas de la visión masculina de la vida.
Escribe:
Las mujeres
son apenas nombres, filiaciones, un continuar genético sobre el cual se
suscribe el hecho de ser hombre. ¿Cuál es la diferencia exacta entre ser
«macho» y ser «hombre»? Se me ocurre que en La
odisea la
voy a encontrar y hacer mía.
Este temor al
juicio y a ser señalado con el dedo aparece desde muy joven; es una inseguridad
con respecto a sí mismo, a definirse como algo y como
alguien, por temor al desprecio, al rechazo; un temor que lo perseguirá
siempre, torturándolo interiormente, convirtiéndolo en un ser adolorido.
Haber sido
distinto o haber tomado una opción distinta en la vida le coarta su propia
libertad. Dice sin decir, sólo insinúa lo que teme aceptar, no hay palabras
explícitas, no las habrá nunca.
Su sexualidad,
en tanto, es un tema que no menciona como parte de
sus terapias, pero evidentemente se deja entrever en todas sus inseguridades.
Existe sólo una «confesión», también sólo deducible en una carta a su amigo
Fernando Balmaceda en febrero de 1951, mientras era estudiante en Princeton.
Yo tengo tanto
de mí que contarte que no lo voy a hacer. Tendría que contarte mi vida desde
los cuatro años para que pudieras entender, aunque sé
desde ya que entiendes. No es que haya cambiado en nada, siempre he sido lo que
ahora soy y me siento con capacidad para contarte en palabras lo que siempre te
he querido contar y que jamás he podido, aunque tú te habrás dado cuenta de que
más de una vez he estado a punto de hacerlo. Pero no voy a hacerlo, aunque
estoy en un estado espiritual sin precedentes de angustia
y agonía, me siento débil y amarrado y bruto.
Porque habrás
de saber que hasta nuestros mejores amigos se enamoran, y es el caso mío. Sí,
Fernando, estoy enamorado de veras, por primera vez en mi vida, sin dejar la
menor partícula de mi ser fuera de este amor, sin dar vuelta la espalda ni al
más escondido y escandaloso rincón de mí mismo. Era algo que yo temía que
sucediera, pero que ansiaba para poder completarme:
ha sucedido y estoy completamente desorganizado y por el suelo. Creo que quizás
no me conocerías. Y temo pensar que quizás ya no me querrás conocer. Sí,
Fernando, todas las dudas. Ha llegado el momento de sacar las cuentas, el
juicio final, la balanza y todo el terror de lo desconocido dentro de uno
mismo, dentro del ser amado, dentro de todas las personas amadas que a uno lo rodean. Inseguridad. Yo que he sido siempre lo
más seguro —superficialmente— de las personas. Lo terrible es que me gustaría
poder hablarte, pues son cosas que no se pueden escribir. Explicaciones que no
existen y que no tienen el menor valor si no existe eso de ternura de parte del
interlocutor que da todas las excusas de antemano para que uno pueda vestirse
completamente, sin temores, sin angustia. Fernando,
daría mi vida porque estuvieras aquí ahora, con todos los reproches y las
preguntas y las excusas escritas en tu cara. Pues habrás de saber que, además
de ser tu amigo, soy tu hermano.
Luego, le pide
a su amigo que destruya esta última página de la carta, ya que las páginas
anteriores habían sido sólo para tomar el aliento necesario para esta última
parte. Este «amigo», sin embargo, la conservará como
la primera de otras traiciones que vendrán con el tiempo.
La idea de
volver a su terapia lo tiene intranquilo. Luego de varios meses de ausencia por
su viaje a Washington, y ya de vuelta en Chile, anota:
En la mañana,
primera sesión con Hugo Rojas, que no me cobró por los cuatro meses pasados sin
él. Buena actitud sobre mi nueva falta de hipocondría:
supone que esa parte, por lo menos, parece haber sanado.
La paranoia de
la que es víctima también alcanza a su propio terapeuta. Le parece que Hugo
Rojas es, en muchas ocasiones, poco receptivo, que está distraído con sus
propios problemas. Se siente bastante abandonado por él, ya que no se ha
interesado en leer la novela que está escribiendo en ese momento, Los gorriones cantan en griego.
Piensa que puede que sea injusto de parte de él juzgarlo así, pero así lo ve y
no puede cambiar. Al fin y al cabo, la novela que está escribiendo en ese
momento representa prácticamente toda su vida, y verse o imaginarse que está
abandonado por su propio terapeuta lo tortura.
Los delirios
de persecución lo hacían sufrir horriblemente, aunque de alguna forma logra
ocultarlos y canalizarlos a través de la escritura.
Julio de 1992:
Tengo la
imagen del vendedor de periódicos de la calle Los Leones con Pocuro. Todo lo
que sabe de mí. Yo voy dos veces a la semana a hacer psicoterapia. El hombre
contamina de información acerca de mí a toda la gente, poco a poco, y pasan los
días amenazantes, y el tipo es demasiado inteligente para ser un simple
vendedor de diarios. ¿Está plantado ahí para
conseguir información sobre mí? ¿O para difundir la que sabe? ¿O para conseguir
más información? ¿Quién puede requerirla? Un día lo veo pasar, después de mucho
tiempo de no verlo, en un Mercedes, y ya no lo veo nunca más. Hasta que de
pronto, a pesar de mí mismo, me siento en mi escritorio y escribo este cuento
que divulgará toda la información que él recaudó: cuento premiado, traducido, antologizado, y los críticos divulgan en los periódicos
y en las revistas doctos fragmentos de mi vida que ni siquiera yo conocía,
porque al interpretar lo que he escrito divulgarán cosas de mí mismo que yo no
conocía.
Otra muestra
de su paranoia la encontramos algunos años antes, cuando fue víctima de un
«lanzazo» en plena Alameda. En compañía de unos amigos fue al cine y luego al
Café Torres. Caminaron unas cuadras y de pronto,
desde la oscuridad, apareció una sombra que con gran agilidad le metió la mano
en un bolsillo y luego corrió a perderse.
Creo recordar,
que a la salida del Café Torres mi mirada captó dos figuras, un hombre
ensombrerado hablando con una mujer, que clavaron en mí su vista. ¿Pero por qué
en mí, qué signo llevo que me hace tan fácilmente detectable como enemigo, como víctima, como culpable, como
vulnerable? ¿Cómo adivinó esa pareja protegida en su portal, que me siguió,
creo, con sus ojos y mandaron a que me atacaran justamente a mí?
No deja de
haber ciertas curiosidades que permiten descubrir a un ser que elucubra sobre
sí mismo continuamente; atento a su «yo» interno y que aflorará, por supuesto,
a lo largo de sus psicoanálisis. El 14 de agosto de
1991 apunta:
Acabo de
volver de donde Hugo Rojas. Parece que hoy estuve mejor, estoy mejor, menos deprimido.
En parte porque anoche agarré firmemente —me parece— la posibilidad de una
novela. Debo releer a NOSTROMO.
Le hablé mucho
de mi letra a Hugo. Tal vez demasiado y me está costando, ahora, un esfuerzo de
voluntad retener esta letra grande y más bien redondeada
comparada con mi letra de hormigueo de los otros volúmenes de diarios.
Durante dos o
tres diarios mantiene este gran esfuerzo para no tener su clásica letra de
hormiga, lo que permite leerlo sin necesidad de recurrir constantemente —como
yo ahora al revisarlos— a una lupa, o pasar una media hora descifrando una sola
palabra.
Amo esta nueva
caligrafía mía. Es como si hubiera encontrado otro
yo, y no sé cómo lo encontré. ¿Qué me hizo cambiar tan radicalmente? ¿Me
plantea algún problema del ser? No sé cuál de las dos caligrafías es la real de
José Donoso, esta caligrafía ventilada y abierta, o la otra, la anterior,
cerrada, secreta, como una colonia de arañas minúsculas escondiéndose por mis
amados renglones de papel lineado.
En otra
oportunidad, hace mucho tiempo, cuando mi padre iba a
salir de Chile con un destino que no recuerdo, fue detenido mientras timbraba
su pasaporte y luego llevado a Policía Internacional. Pasó mucho rato dentro.
Mi madre y yo nos preguntábamos qué pasaba, pero no había respuesta alguna.
Luego de una
larga espera, apareció acompañado por dos policías y nos enteramos de que el
problema era que había un estafador muy buscado que se
llamaba José Manuel Donoso Yáñez. Esta coincidencia lo obligó a tener que ir a
juzgados de policía a certificar que él era una persona distinta a ese
delincuente y a viajar siempre con un documento notarial que acreditaba su
verdadera identidad.
Esto no fue
sólo un dato anecdótico, sino más bien algo que a él lo perturbó y fascinó a la
vez; una posible doble identidad, un ser paralelo y
marginal con su mismo nombre.
El espectro de
otra persona con mi nombre. El José Donoso estafador, que me persigue y me hace
la vida imposible, con el que me identifico e inmediatamente que me identifico,
me hace daño, el que tiene todo lo bueno, lo benéfico y dañino mío, que tengo
separado en dos, pero que finalmente es —soy, es— uno sólo.
Cómo me roba
cosas, cómo me destruye la vida, cómo lo necesito.
Desarrollar este tema de «doble» en un cuento, no da para novela.
El tema del
doble, el espectro de otra persona con mi nombre. El José Donoso estafador de
poca monta, que me persigue y me hace la vida imposible. Cómo me roba cosas,
cómo me destruye la vida, cómo lo necesito para seguir viviendo. ¿Tiene algo que
ver con los gemelos de la mitología maya, con Cástor y Pólux?
Tema
recurrente de terapia es la relación con mi madre. Su amor-odio, su gran
dependencia, a pesar de querer liberarse de ella, una dualidad constante de
opuestos que debe manejar. Analiza qué lo llevó a casarse, cómo mantiene esa
relación y las crisis por las que han pasado.
El viaje a
Europa por el Premio Chile-Italia, allá por el año 1959-1960. El viaje que me
impulsó, en buenas cuentas, a casarme con María
Pilar, y dar lo que hubiera sido el más terrible de todos los wrongturns que he
dado en mi vida, si no hubiera sido por la Pilarcita. Pero también debo dejarlo
en claro, sin la Pilarcita, tal vez, María Pilar y yo nos hubiéramos separado,
y no sé qué resultado bueno u horroroso hubiera tenido esa separación. Pero
claro, todo un mundo de experiencias paternales y viriles
necesarias para mí me hubieran faltado y yo no soy completo sin ellas. Mala
cosa.
Unas páginas
más adelante escribe:
María Pilar
estuvo desagradable. No tomó las cosas que yo le tiré. Todo lo da vuelta en
contra de mí. No acepta ninguna falla personal, ninguna falla en nuestro
matrimonio, salvo aquella producida por mis estados de depresión.
Se queja de
que mi madre frente a cualquier problema es trágica,
que todo lo centra en ella too dramatically, que ante
todo conflicto sobre dinero saca a relucir lo que heredó de su padre y que ella
tiene todo el derecho a tomar decisiones sobre su administración. Siente que si
bien él se lo reconoce, ese dinero no existiría si él no hubiera, durante
tantos años, mantenido todos los gastos: vivienda, comida, vestido,
psicoanálisis y demás. Este resentimiento sale a la
luz en pequeños detalles cotidianos, pero también se refleja en su fuerte
dependencia para con ella, en una dualidad misteriosa que los unía más allá de
toda lógica y que finalmente era amor.
Son las 22.45
y María Pilar aún no llega. ¿Por qué? La estoy esperando para comer. Es
increíble el enviciamiento que siente una mujer por otras mujeres cuando ha descubierto que su compañía compensa. ¿Compensar qué?
¿La soledad? Las mujeres entre mujeres saben no sentirse solas. Los hombres
entre hombres, en cambio, sí.
Acostados
leemos, cada uno en su luz. María Pilar quiere anotar algo y me pregunta si
tengo un lápiz. Yo le contesto que no, sabiendo que mi lápiz marca una página
en una libreta, junto a mi cama. ¿Es mi venganza?
Un tiempo después le preocupa que mi mamá esté nuevamente tomando
alcohol en exceso, aunque él trata de evitar todo enfrentamiento con el tema,
tanto en la cotidianidad como en su psicoterapia, en algunas ocasiones se
desespera y escribe sobre este tema tabú luego de una sesión de su terapia.
María Pilar
estaba borracha esta mañana a la hora de almuerzo. Me dijo después que era
porque había tomado un Amparax y luego una cerveza.
Yo creo más bien que había tomado trago. Pero puede ser, los borrachos mienten
mucho, aunque yo no creo que el trago sea peor que el Amparax.
A pesar de sus
quejas, mi padre tiende a protegerla. Es un tema que, en el fondo, lo entristece;
ver en ella su deterioro, su desaliento; como si la vida se le hubiera
terminado, la incapacidad de enfrentar los problemas,
las pastillas, el trago. Decide, entonces, hablar con el doctor Labarca, el
psiquiatra de mi madre, para que la interne durante unos días.
Los conflictos
en ese entonces eran bastante violentos y lo confiesa a su psicoanalista:
Después de la
borrachera de María Pilar, después de almuerzo, le pegué, pero muy, muy fuerte
en la cara. Estoy horrorizado de culpabilidad. Ahora quiere ir mañana conduciendo ella donde la Carmen Ávalos en
Pirque, lo que es de todas maneras una locura, y se enfureció porque no quiero,
me niego a acompañarla. Llamé al Dr. Labarca para tener una conferencia conmigo
y la Pilarcita, para saber qué sucede, en qué estado están las cosas y qué se
puede esperar.
¡Qué horror de
día! ¡Qué culpabilidad! Cómo siento el odio de M. Pilar, porque no puedo aceptar que se cuente el cuento. Yo seguramente tengo
parte de la culpa, pero seguro que es lo menos, en todo caso la asumo. Me echó
en cara, por primera vez en nuestro matrimonio, mi juvenil homosexualidad, y
eso me hace sentirme más culpable todavía porque siento que no me debía haber
casado con ella y que le he hecho daño.
Cree que mi
madre lo culpa de todo, pero reconoce que, en realidad,
este proceso de autodestrucción en ella es anterior a su relación con él; que
estaba enclavado de antes y que jamás ha podido liberarse de esa sensación de
inferioridad, sobre todo como mujer.
Yo, claro,
mirando de cierta manera, es verdad que la censuro, pero la censuro cuidándola,
ayudándola, guiándola —no puedo olvidarme que es como una niña chica tiranizada
por su súper-ego, que supongo que lo ha encarnado en
mí—, y sobre todo soportándola. Tengo, no puedo negarlo, bastante temor por
ella. Pero alejarla un poco, o bastante, de las fuentes de sus angustias en
cuanto a la Pilarcita, Natalia, la casa, el dinero, puede ayudarla un poco.
En mi padre se
nota la desesperación e impotencia por las reiteradas depresiones de mi madre.
No le ve salida a este problema y eso le quita el
ánimo. Recuerda con su terapeuta:
Con razón me
advirtieron antes de casarme que era muy necesario ser verdaderamente valiente
para casarme con M. Pilar. ¿Qué hacer? ¿Qué pensar? El dolor por ella y por mí.
La sensación de ruina de todo tipo, incluso económica, porque todo esto me está
resultando carísimo, la destrucción de toda la familia, lo imposible que
resulta comprender nada de lo que está sucediendo, al
mirar en torno y no encontrar consuelo, ni satisfacción en ningún otro campo,
en ningún otro sentido. Cómo no pensar que su necesidad de alcohol no es parte
de un síndrome mayor, de su exigencia, de su dependencia de todo y todos, su
personalidad de niña mimada, de su falta de realización, pese a todo lo que
diga al contrario de realización sexual que venía inscrita en sus genes (ver a su madre, por ejemplo), pero ella no lo
acepta, en muchos casos lo niega.
Lograr la
anhelada estabilidad financiera es otro tema dentro de su terapia. Las
necesidades económicas siempre lo ponen tenso: saca cuentas una y otra vez. Le
teme de manera desmedida a la pobreza, reconoce que esto se arrastra desde
siempre en él y busca el origen de este temor.
La
incertidumbre económica ha sido una de las cosas en
mi vida con la cual he tenido que luchar a brazo partido. Desde niño, desde mi
padre incapaz de trabajar para mantenernos debidamente, incapaz de ayudarnos en
nuestras profesiones, especialmente a mí, al que abandonaron muy temprano,
dejándome que peleara con mis propias uñas. Es un rencor muy grande que le
tengo a mi padre. Y a mi madre, la pobre, pelando el
ajo para que él se fuera el sábado y el domingo a jugar golf en las tardes,
luego, al Club de la Unión a jugar rocambor. ¿Será verdad lo que he oído
murmurar que sus amigos le arreglaban mesas de rocambor o bridge a mi papá para
que ganara plata y tuviera algo con que vivir además de su miserable jubilación
de profesor universitario? Lo creo muy probable. Mi papá era encantador, sus
amigos lo adoraban, pero era incapaz de afrontar la
vida. Era totalmente blando e ineficaz, y en cierto sentido, yo me identifico
con él en ese sentido de la blandura. Debo confesar que la blandura heredada se
me ha ido y ha quedado un ser mucho más duro, muchísimo más enfrentador en todo
lo que sea competencia (mi padre sublimaba eso en el juego), en mi ambición
literaria, por ejemplo, que corre a parejas con mi
talento, o que toma más bien esa forma. Pero literariamente no puedo ignorar
que soy competitivo y hasta envidioso (aunque no destructivamente), que son
características totalmente ajenas a mi padre, e incluso desconocidas para él,
como el arribismo, por ejemplo, cuya ausencia total era parte de esa blandura
(no de la mía, porque en ciertos sentidos sí siento en mí cierto arribismo). En
fin, creo que va siendo hora de prepararme para irme.
Habla de lo
que significa la fama para él, que es una especie de descuartizamiento; de
mierda y gloria a la vez, y en la que todo el mundo tiene derecho a llevarse
una parte. Según Hugo Rojas, es transformar al «famoso» en fetiche, en objeto.
Ante estas conclusiones mi padre escribe:
Bastante dura
la sesión, pero es probable que me haya deshecho de
algunos de mis miedos en ella. Todavía no comprendo nada, pero ya comprenderé.
La enfermedad
tampoco queda fuera de sus pensamientos. En su mente mantiene una teoría sobre
la historia de su cuerpo, pero su psiquiatra discrepa con él y le dice que se
trata de una fantasía suya y que más bien su cuerpo manifiesta sus emociones
enfermándose y en otras ocasiones simplemente creando enfermedades imaginarias. Mi padre, sin embargo, anota:
Lo importante
que es mi cuerpo, mi fragilidad, cómo me ha servido tan poco el cuerpo y cómo
se me está quebrando.
Su relación
con Hugo Rojas en este aspecto es conflictiva, pues no quiere que vea que el
deterioro real va en aumento, la lentitud en las ideas que se va haciendo cada
vez más evidente.
Me escuecen
los ojos y siento muy áspera la lengua, todo,
probablemente, producto de la misma enfermedad, que puede no ser tal. Temo más
que nada que esto sea otra forma de la autodestrucción que me aquejó al
comienzo de mi tratamiento psiquiátrico, cuando me creía afectado por un
sinnúmero de enfermedades, todas más o menos mortales. Ahora puedo estar
haciendo otro episodio más de la misma tendencia autodestructiva, y lo curioso
es que mi primera opción es no contárselo a Hugo
Rojas, sino ocultárselo, no sé por qué. Pero es curioso, sobre todo, que hace
dos días —los mismos días que me ha durado la picazón— que no voy al baño, es
como si mis propias heces me estuvieran envenenando y matando.
Cree que Hugo
Rojas no respeta ni toma en serio la autonomía de su cuerpo; que tampoco cree
en sus dolores, ni en sus enfermedades, y que reduce
todo a un síntoma de autodestrucción psicológica.
Las terapias a
lo largo de su vida lo ayudaron, sin duda, a vislumbrar mejor quién era y a qué
le temía; a aceptar sus varias caretas y a definir sus fisuras internas; a
poder escribir como un modo de canalizar a través de su literatura, ya que para
él la literatura y la locura iban de la mano y creía con firmeza que había que exponerse a esa locura abiertamente. Sólo así pudo
lograr estructurarse alrededor de su «falla».
Así como Lord
Byron, que fue uno de los hombres más guapos de su tiempo y un total desajustado,
tenía el pie equino. El pie equino te separa de la gente, eres como una pieza
única, entonces tú puedes transformar esa falla en algo creativo o negativo.
Puedes ser un lisiado o puedes ser Lord Byron...
Fuente:
Formato
Libro físico
Autor
Editorial
Categoría
Biografía
Tema
Chileno
Colección
Hispánica
Año
Sin información
Idioma
Español
N° páginas
440
Encuadernación
Tapa blanda
Peso
Sin información
Isbn
9562397165
Isbn13
9789562397162
No hay comentarios:
Publicar un comentario