II.
El retorno
Santiago
de Chile, 1981
El retorno de
cualquiera a su país luego de cerca de veinte años de ausencia es una situación
límite; debe «adaptarse» o «readaptarse» a un mundo que creía conocido, pero
que, sin embargo, ya no es tal.
En este primer
reencuentro, a mi padre le resulta dificilísimo recuperar la ligazón afectiva
con Santiago, ciudad que tenía metida adentro, pero
que ahora no existe. Se siente ajeno; los paseos que da en estos meses
iniciales arrojan un resultado negativo. Las huellas de su modesto pasado —que
por lo menos es suyo— parecen haber desaparecido, o están dentro de un contexto
político, económico y social que las ahoga, las aplasta.
El progreso y
el cambio en la ciudad son necesarios; pero no a costa
de la destrucción o anulación de nuestro pasado. Sólo quiero dejar constancia
de mi perplejidad de recién llegado ante este espacio real que por mis
circunstancias particulares debo transformar en espacio emotivo y novelístico.
Thomas Hardy,
en The Return of the Native, presenta al nativo que
regresa despedazado por dos fuerzas, dos emociones, que ese novelista simboliza
en dos mujeres: una es la fuerza que quiere alejarlo
de nuevo y para siempre de su tierra, y la otra, la fuerza que lo haría
permanecer anclado allí. En este momento yo me siento agobiado por la
complejidad de esta ambivalencia.
La vuelta a
Chile es más compleja de lo esperado. ¡Si hasta la lengua le parece ajena! La
patria de un escritor es, inevitablemente, su idioma, y aquí se siente
exiliado, como en Madrid o como en Cataluña. No tiene
nada que ver con el «vai», «estái», «tierno», ni con los diminutivos ni con el
«súper». Ese lenguaje, que él creía tan suyo, no expresaba lo que él era.
Su retorno
también está marcado por el fantasma de la falta de reconocimiento. Si bien en
el extranjero sus obras son bien consideradas, se siente inseguro debido a que
Chile sigue siendo catalogado como un país que no
tiene novelistas, sino que es tierra de poetas. Mi padre quería que lo
reconocieran como novelista y, ojalá, como «el» novelista chileno.
Pasarán los
años y no dejará nunca de preguntarse qué lo hizo volver realmente. No fue esa
nostalgia primaria, ni la idealización de lo que se ha dejado.
Es más bien lo
contrario a la idealización: lo recordado con más ansia
suele ser lo negativo, lo doloroso, lo que da rabia, ese universo doloroso que
dejó perpetuas llagas limitadoras, y por lo tanto formativas de la visión
parcial de su país que tiene cada escritor.
El escritor no
vuelve a su país natal después de veinte años de ausencia en busca de la misma
parte de sí mismo cuyo conflicto creyó haber superado y eliminado, si no
resuelto, con los libros escritos desde el
extranjero. Una parte considerable de la novela contemporánea trata la
recuperación desde el extranjero de los espacios nativos.
Cuando salí,
Chile era un país democrático que mi imaginación percibía como envenenado por
los fantasmas de mis tres novelas escritas en el extranjero —fantasmas que
sentí me impedían escribir dentro de Chile—, rematando en las ruinas y las
viejas de El obsceno
pájaro de la noche.
No volví para
enfrentarme nostálgicamente con «la pesadumbre de los barrios que han
cambiado», que canta Susana Rinaldi en el tango Sur. Sin embargo, me
encontré aquí con la repetición, idéntica pero con otra clave, de las miserias
de las que hui. Creo decir algo que no está lejos de la verdad si afirmo que
volví a mi país porque estaba cansado de ser extranjero,
quizás en busca de lo fructífero que literariamente sería dejar de serlo.
Ser extranjero
es tener que identificarse, explicarse a sí mismo a cada persona y volver a
definirse ante cada situación. En el país propio no hay necesidad de hacerlo
porque se reconocen todas las claves, yo identifico inmediatamente las señas de
identidad de los otros, y los otros reconocen las escritas en mí: habla, vestir, casa, costumbres, dirección, color, forma de la
barba y los bigotes, anteojos, modismos, todo instantáneamente descifrable.
Desde allá uno pensaba con deleite que volvía, justamente, a eso. Pero con el
tiempo uno llega a comprender que ese deleite es pasajero, además de
esterilizante. Si uno exhibe señas de identidad inmediatamente reconocibles es
prisionero de ellas, una terrible máscara de hierro
que le impide cambiar constantemente de máscara y uno está condenado a una
sola. Se echa de menos la variedad de máscaras que uno podía conjugar allá, y
uno se da cuenta de que la identidad es más rica si es una suma de máscaras
diversas, no una sola «persona» esclavizadora.
En varias de
sus inseguridades más profundas reconozco su temor a que, una vez aquí, vuelva
a ser catalogado de alguna manera dolorosa, tal como
en su juventud; ese temor a ser incomprendido nuevamente, mirado con extrañeza
en un mundo tan pequeño como Chile.
La vuelta
también tenía relación con un sentimiento de culpa muy fuerte. El gran dolor de
haber perdido un pedazo suyo por no haber vivido parte de la historia de su
generación. Eso significaba, para él, la sensación de que le faltaba un brazo y una pierna, de ser un lisiado. Retornar significó un
esfuerzo por recuperar esas partes y expiar culpas.
Mi padre
vuelve a este sitio que creía tan suyo, pero los espacios creados por el
novelista, que son collages de experiencias vividas y lugares conocidos, son
inlocalizables en un mapa que no sea el de la imaginación y, por lo tanto, debe
enfrentarse a esto, a esta nueva realidad, donde no
logra encontrar ese espacio.
A mi madre, en
cambio, se le abrió todo un mundo. En los primeros años en Chile organizó un
taller de «toma de conciencia feminista». Venía con el bagaje del grupo al que
pertenecía en Madrid y creía que podía aportar mucho al que se estaba formando
en Chile. Se comprometió políticamente a través de la Iglesia. Comenzó también
a escribir un capítulo sobre su visión de la época
del Boom, titulado «El Boom doméstico», para ser incluido en una nueva edición
del libro de mi padre Historia personal del Boom y que
luego la llevará a atreverse a escribir Los de entonces,
sus memorias.
Es una nueva
oportunidad para ella y escribe en su diario a los pocos días de llegada al
país:
Quisiera que
esta nueva etapa de mi vida estuviera marcada, además
de la realización gratificante de algo mío, lo más importante también, de
gracia y belleza... personal y del entorno.
Mi padre
sentía una gran inseguridad, un temor enorme ante «los otros». Trató de no
demostrármelo, pero yo intuía esa fisura en él, aunque todavía no conocía el
verdadero motivo. Hoy se sabe, por la revelación de parte de sus diarios
guardados en las universidades de Iowa y de Princeton, que tenía una tendencia homosexual. Podría pensar que ese
era su temor, pero no era eso realmente, era el ser catalogado de «algo» que no
le permitiera ser nada más que eso. Siempre planteó que uno era muchas cosas a
la vez, y ese regalo de la complejidad es lo que para él distinguía a las
personas interesantes de las que no lo eran.
Estaba,
además, la constante sensación de fracaso, tal vez
inherente a todo gran artista, y la conciencia siempre presente y dolorosa de
no ser un novelista popular, como otros del Boom. En una de esas largas
conversaciones que grabamos al final, me confiesa:
—Aun ahora me
siento fracasado, hay una parte de uno que es un fracaso, que no logra
realizarse. Me atormenta. Siendo una persona que tengo un renombre, aún siento
el temor al fracaso, el temor a que no me quieran, el
temor de hacer las cosas mal, al rechazo de la gente es a lo que le he tenido
un gran temor toda la vida. Pero, a pesar de estos temores, soy auténtico. Creo
que uno siempre elige ser algo o no serlo, elige a partir de uno mismo y los
demás.
»En mis obras
hay mucho de mí. El niño de Coronación soy yo, es una
parte de mí, uno entrega una parte de uno mismo en la
literatura. El obsceno pájaro de la noche tiene mucho
de mí: el temor a no ser nadie, a la fealdad, a vivir en un mundo feo.
»Casa de campo tiene también mucho de mí, no reflejado en un
personaje, sino en el ambiente, en ese mundo que yo quise haber conocido pero
que no conocí. Es un mundo que no tiene fallas y mi mundo es un mundo fallado.
Entrego un mundo sin fallas que finalmente se cae.
»Me gustaría
tener más fuerza de la que tengo, pero por otro lado tengo una fuerza que la
gente no tiene, mi escritura».
Sus miedos
nacen de amenazas muy básicas. Uno de sus primeros temores fue pensar en la
inmensidad; le causaba pavor, tanto, que durmió durante años con la luz de su
habitación encendida. La conciencia del infinito, de lo inasible.
La conciencia de la muerte fue otro temor infantil. Su
primer contacto con ella fue la de su perro, el Chico, atropellado por un auto
cuando él tenía unos cinco años. Luego, su inseguridad física: sentirse feo,
sin ningún atractivo, su sensación de ser rechazado por su padre frente a dos
hermanos buenos mozos, a los cuales, confiesa, les tenía cierta envidia, sobre
todo a Gonzalo, porque era sociable y tenía mucho
éxito.
Yo tenía
muchos amigos y conseguía por ellos que me convidaran a fiestas, porque yo no
tenía ninguna gracia, las mujeres no me hacían ningún caso. Un día en el baile
de la Margarita Donoso Larraín, le pedí un baile y me dijo que bueno, «el
quinto baile es para ti», y cuando llegó el momento la fui a buscar y ella se
trataba de esconder y la vi; me dolió tanto que me
fui. Yo sufría mucho con esto, me quedaba despierto en la noche, pensando y
pensando en eso.
A poco de
llegar a Chile mi padre publica Poemas de un novelista
sin ninguna repercusión. La verdad es que él mismo sabe que son bastante malos,
pero del prólogo se rescatan sus preferencias poéticas, que son reflejo también
de su gran mundo interior, crítico, tajante. Escribe:
No me gusta la solemnidad de Milton con toda su escenografía
clásica y bíblica.
Quizás sea una
limitación de mi gusto considerar que la escenografía pertenece por derecho
propio a la novela, no a la poesía.
No he sido
jamás un gran consumidor de poesía. Tengo por lo tanto pocos patrones. Si se
encuentran huellas de otros escritores será más bien de novelistas.
Es verdad que
en la adolescencia y en la primera juventud, yo y mis
amigos leíamos a Neruda, Neruda y nada más que Neruda. Y a García Lorca y a la
Generación española del 27.
Después vino
la época de los grandes rechazos y los grandes descubrimientos.
Todavía leo
con placer al Rilke. Tal vez fue en la Universidad de Princeton donde conocí de
veras la poesía inglesa que aún consumo, uso, y con la que vivo: Donne, T. S. Eliot, Wallace Stevens, Gerard Manley Hopkins, Emily
Dickinson, George Herbert. Estas novedades determinaron mi empacho con la
Generación del 27, que todavía me dura, y mi rechazo por Whitman, que sigue
vigente, y mi aburrimiento con Rimbaud y con Blake, a quienes recién vuelvo a descubrir.
Después se insertaron otras lecturas, otros amores poéticos: Baudelaire, a
quien leí demasiado tarde; Sylvia Plath, que fue como
una enfermedad que a todos nos afectó, y Constantino Cavafis.
Entre 1981 y
1984, debido a la dictadura militar, la actividad cultural en Santiago de Chile
no era demasiado excitante; más bien no existía. Entonces, los viajes anuales a
la Feria del Libro en Argentina se volvieron inolvidables. Argentina es un país
culto donde mi padre se encontraba muy a gusto, y asistir
a la feria era para él casi una obligación; llegaba muy temprano y se iba de
los últimos. Se sentaba en el stand de su editorial a firmar libros y a esperar
los elogios. Luego, paseaba por la feria; le encantaba la animación, el
constante ir y venir de los asistentes, deteniéndose a observar libros y, por
sobre todo, hablar de literatura.
La versión de
1984 fue especial: era la primera desde el regreso a
la democracia en ese país. La vuelta del exilio de muchos significó el
renacimiento de las artes. La feria estuvo muy concurrida; un público masivo,
conferencias, mesas redondas y los invitados: Ernesto Sábato, Juan Rulfo, Italo
Calvino, Jorge Amado, María Elena Walsh, Jorge Asís, Evgeni Evtuchenko.
Un día,
mientras la agitación de la gente atiborraba los distintos stands de las editoriales, se anunció por los altoparlantes que
Manuel Mujica Láinez, gran escritor argentino, autor de Bomarzo,
había muerto pocas horas antes. Un silencio emocionado recorrió el gran
recinto; pocos días antes había asistido a la feria a firmar libros y le habían
tomado una fotografía junto a Silvina Bullrich, su gran amiga. Se le veía
cansado pero sonriente.
Esto trae a mi
memoria la coincidencia con el día de la muerte de mi
padre, el 7 de diciembre de 1996. Él asistió, aquí en Chile, a la que sería su
última Feria del Libro. Unos días antes de su deceso quiso estar presente y no
hubo modo de convencerlo de lo contrario, pues la feria de Santiago tampoco se
la perdía por nada del mundo. Finalmente, tuvimos que llevarlo y acompañarlo
todo el trayecto, desde el auto hasta el stand de la
editorial, con un brazo en su bastón y el otro apoyado en mi marido. Apenas si
le quedaba aliento. Estaba muy pálido y cansado, pero sin dejar de sonreír a
quien se acercara a pedirle que firmara alguno de sus libros. Con su pulso
tiritón, mi padre nunca dejaba de hacerlo.
—Me encanta el
constante sobajeo del ego —decía, como siempre.
Días después
de esta visita, mientras la feria continuaba, se
anunció por los altavoces que José Donoso había muerto. Se hizo un silencio
denso y conmovido.
El gran
ausente en aquella feria de 1984, en Buenos Aires, fue Jorge Luis Borges, pues
estaba de viaje, acompañado de María Kodama. Mi padre conoció a Borges mientras
vivió de soltero en Buenos Aires en 1959.
Me lo
presentaron en una mesa de café en la calle Lavalle,
un café que quedaba, me parece, frente a la Facultad de Letras. Entonces ya lo
había leído, lo admiraba y su inteligencia despertaba la mía, produciéndose la
mayor perturbación. En esa mesa de café un grupo grande de estudiantes lo
rodeaba, discutiendo de los más variados temas. Dos muchachas junto a mí
discutían un tema sobre literatura india, no sé a propósito de qué. Borges
estaba en el otro extremo de la mesa. De pronto, en
desacuerdo sobre un vocablo, una de las muchachas se inclinó sobre la mesa y le
preguntó casi a gritos: «Borges... Borges... ¿usted sabe sánscrito...?». Borges
se quedó pensando un segundo antes de responder, la mesa en silencio, hasta que
él contestó con su pequeña voz tentativa y balbuciente, oscilando entre la
hondura y la ironía: «Bueno, che, no... en fin, nada
más que el sánscrito que sabe todo el mundo...», y la mesa estalló en
carcajadas.
Recuerdo
también otro encuentro con Borges. Con una amiga común pasamos a buscarlo a su
biblioteca para llevarlo en taxi a visitar a unas señoritas Hernández, sobrinas
nietas, o bisnietas del autor de Martín Fierro, que Borges admiraba.
Se decía en Buenos Aires por entonces que estas señoritas Hernández, profesoras y solteras, si mal no recuerdo, practicaban con mucho
éxito el espiritismo, y que con frecuencia convocaban a su mesa a su pariente
José Hernández, que gustoso las visitaba. Recuerdo la penumbra del pequeño
departamento. Los ojos ciegos de Borges se fueron encendiendo en la penumbra.
El poeta, nos contaron nuestras anfitrionas, solía recitar desde el otro mundo
estrofas de Martín Fierro que no fueron recogidas
en el poema publicado. Bajaron aún más la luz y nos sentamos, colocamos
nuestras manos sobre la mesita y las damas invocaron al ausente. Esperamos
mucho rato, pero ninguna voz llegó desde ultratumba. Sin embargo, un poco
después escuchamos la voz de Borges muy vibrante que recitaba en la penumbra. Y
recitaba no el Martín Fierro por todos conocido sino páginas inéditas del poema, estrofas pérdidas, que él, en su amor por esta obra,
había almacenado en su prodigiosa memoria; ya que ahora el vate no se hizo
presente, las ofrecía él, transformado en Hernández.
Fuimos a dejar
a Borges a su casa. Mi amiga y yo partimos a comer. Ella opinó que no eran de
veras estrofas de Hernández las que Borges recitó, sino estrofas compuestas por
él a la manera de Hernández, lo que no sería extraño
en este cultor del pastiche, e hizo más interesante aún haberlo escuchado.
Para mi madre,
las ferias de libro en Buenos Aires también eran excitantes. Había vivido en
esa ciudad cuando joven y se reencontraba con antiguas amistades. Pero ese año
era especial, pues se presentó la nueva edición de Historia
personal del Boom con el capítulo escrito por ella. Anota en su diario:
Estamos
felices. Feliz con la buena acogida de mi capítulo en el libro de Pepe, fotos
de los dos en la feria, entrevistas a los dos, los dos en la televisión. Pepe,
contento de compartir esto conmigo. Esto me sirve, me impulsa, para seguir
adelante con mi libro.
Pero
retrocedamos un momento a 1982. Aquel año viajamos en
familia a Bolivia. Queríamos pasar unos días de las vacaciones de verano con mi abuela materna, Graciela Mendieta, que
por ese entonces vivía en La Paz.
A mi padre, el
ambiente boliviano lo decepcionaba. La personalidad del politicastro hueco,
como tantos que se ven también en las reuniones sociales en Chile, en las que
se habla sólo de la pequeña política y el chisme, le parece brutalizante. Y
entre las mujeres es también una convención necesaria la
de las «visitas». Claro, que de toda esta crítica a ese mundo da para que la
imaginación de mi padre empiece a dar rienda suelta a una nueva idea.
La idea de
proponer y contrastar, o igualar a ambos en un sketch en que socialmente los
hombres se separan de las mujeres, y al sentarse a cenar, ionescamente, se
entrecruzan las conversaciones incoherentes y vacías. ¿Cómo transformar esto en una «situación», en lo que Delfina Guzmán llamaría una
«peripecia»? No lo sé todavía, pero las dos figuras contrastantes e
idénticamente vacías, la del político que no es político más que socialmente y
no sabe nada de política auténtica, y la de la señora de sociedad que no sabe
nada más que hacer visitas. Ambos tendrán que mirarse a la cara algún día,
porque nuestros países, o nuestras clases medias
dirigentes, están constituidas así, con gente carente de otra referencia que
sus propios pequeños mundos.
A la vuelta de
Bolivia fuimos a pasar el resto de nuestro segundo verano en Chile al balneario
de Cachagua. Mi padre había arrendado una casa simpática, pero muy pequeña; su
gran ventaja era que quedaba en primera línea sobre la playa. Como no había
espacio al interior de la casa, hizo construir en el
jardín una ramada de eucaliptos fragantes, mirando hacia el Pacífico, bajo la
cual puso un mesón. Ahí se sentaba a escribir vestido con su tradicional
chilaba, espectáculo que llamaba la atención de quien pasaba por adelante, ya
que ese camino era uno de los obligados para acceder a la playa. Desde ese
puesto privilegiado, como el de un vigía, un día me ve alejarme caminando hacia la orilla.
Hoy sólo mi
hija y María Pilar ocupan mi afectividad. Sin embargo, no siento por María
Pilar algo que siento por mi hija: temor, cuidado, la sensación de que «me
puede», y que en último término es el único ser en el mundo frente al que yo
soy totalmente vulnerable... Mirándome así, pienso que mi mundo afectivo es muy
pobre... y siento que podría dar tanto más, y con estos grandes espacios en blanco afectivos soy tan poca cosa. ¿Por
qué no alguien más, una amiga, una compañera, un discípulo? Pero no sé nada. Es
como si ellas, especialmente mi hija, tuvieran escondida la llave de mi
corazón. No sé por qué estoy escribiendo esto ahora. Asumir la estrechez de mi
mundo pasional —en la que no dudo que hay mucho de miedo— no es novedad para
mí. No es descubrimiento ni sorpresa. Lo tengo
metabolizado hace mucho tiempo... Es de ese vacío, supongo —y prefiero pensar
que es así—, de donde nacen mis libros, donde se encuentra la raíz de mi
fantasía, que al fin y al cabo es mi compañera eterna. A veces me parece que
todo ha muerto, salvo mi fantasía, y siento cómo se empobrece y se descompone y
se desintegra mi inteligencia y qué pobre y limitada es mi cultura —sé que no hay creador que no nazca justamente de estas limitaciones—,
qué difícil soy en sociedad, y siento que me estoy limitando demasiado, y
secando, y ya no soy ni rico ni jugoso. ¿También imaginación? Puede ser.
De pronto,
entre medio de estas líneas, confiesa que tiene la fantasía de encontrarse
pasionalmente con su amiga Delfina Guzmán, pero se da cuenta de que es incapaz,
a la vez, de llevar algún impulso hasta el final.
Decide que durante ese verano va a tratar de escribir y de desnudarse lo más
posible ante sí mismo. Mientras el tecleo de la máquina en el jardín se deja
oír, desde la casa de al lado siente la presencia del catalejo de su vecina y
que es observado. Escribe en su diario:
Pienso que si
María Teresa Eyzaguirre, de vez en cuando, no me mirara desde su balcón —soy
esa extraña figura vestida de chilaba blanca
refugiada bajo un toldo de eucaliptos—, yo no existiría: bendita María Teresa.
Es invitado a
Estados Unidos a dar una serie de conferencias: Washington, Atlanta, Princeton.
Luego, viajará a Madrid para la Feria del Libro. Está cansado, se siente solo,
pero todas las universidades quieren que dé conferencias y pagan muy bien, de
modo que ve esto como un trabajo por un mes o dos,
que le dará un ingreso para lograr una buena renta y así poder escribir
tranquilo el resto del año.
Una vez en
Estados Unidos, mi padre recupera energías y su espíritu de viajero errante le
da fuerza para cumplir con todas sus obligaciones y además para disfrutar.
Nueva York, en aventón, nunca deja de impresionarlo.
Es primavera
otra vez, y esto está precioso: una primavera larga
sin calor ni lluvia. Hoy es el primer día de calor y las calles están repletas,
muy locas y alegres, las librerías abiertas y la gente vestida de la manera más
extravagante, se usa la moda corsario o la moda safari, o color camuflaje.
Los agasajos y
elogios no lo dejan indiferente. Confiesa en una carta:
Parece que me
van a hacer Doctor Honoris Causa en Princeton, dentro
de dos años; no se lo cuentes a nadie, porque se puede echar todo a perder. El pájaro en inglés, me dicen, se ha transformado en un
«cult book».
Este galardón
será otro reconocimiento que nunca llegará, al igual que varios premios a los
que fue eterno candidato.
Desde Estados
Unidos viaja a Madrid para ver los detalles de la publicación de El jardín de al lado. Siente todo
tipo de dudas acerca de la novela; está confuso y aterrado, sus paranoias se
desatan en todas direcciones en un entramado emocional en el que se enreda. Le
escribe a mi madre:
¿Cómo va a
caer esta terrible novela que he escrito? ¿No ha sido una imprudencia revelar
tanto de nosotros en ella, tanto de mí? En estos días aquí me ha acometido el
terror de que este monstruo nos destruya la vida. Los
que aquí la han leído dicen que, absolutamente, es lo mejor que he escrito. Eso
debía ser consuelo suficiente. Pero la quieren «autobiográfica» ¡y no lo es!
¡No lo es, les insisto! Es parcialmente autobiográfica, es la autobiografía de
una «parte» de mi vida, de nuestro pasado, cuando el temor al fracaso, en mí,
por lo menos, determinó fantasías y conductas terribles. Pero escribí El obsceno
pájaro de la noche y
no fracasé y me salvé. Tú pagaste, en muchos sentidos, las consecuencias, pero
es esa parte, la parte del temor, del fantasma del fracaso literario, lo que,
unido a otras cosas, he escrito en El jardín de
al lado.
Esa sensación de que todo estaba perdido, el resentimiento que lo deformaba
todo. Pasó. Pasó. Y aquí, ahora, me acomete el temor de sobre todo herirte, e hiriéndote, herirnos.
Me haces tanta
falta para paliar este temor, para hablar, para que me consueles, para
consolarte. ¿Qué van a decir de esta novela en Chile?, sobre todo en Chile, que
todo es cotilleo. ¿No te van a herir, amor mío?
Sé que las
cosas no son tan graves, tal vez lo estoy viendo todo aumentado, magnificado,
deformado. Por favor, escríbeme y dime que me perdonas y
que nada va a cambiar.
La novela es
un éxito. Viaja desde Madrid a París a promocionarla; las editoriales francesas
se la pelean. Viaja luego a Calaceite para estar unos días con Mauricio
Wacquez. La calma retorna y ve las cosas más claras: quiere volver pronto a
Chile para escribir otra novela. A pesar de la belleza de París y de su
fascinación con la ciudad, quiere regresar.
La forma excita, pero no suplanta nada. Ni los lugares bellos ni
la fiesta: somos nosotros tres lo importante, hasta que seamos más dentro de
unos años, ya que en el corazón caben muchas personas. También Martín y la
Claudia. Y Pablo y la Lucha, y así todos los que nos rodean.
Cuando regresa
a Chile, José Donoso continúa con un proyecto de libro de cuentos que ha dejado
inconcluso. Trabaja horas en su estudio, sin
descanso, totalmente imbuido en ese mundo propio donde nadie ni nada tenía
acceso. Está trabajando en el volumen que se publicará posteriormente como Cuatro para Delfina, dedicados a su gran amiga Delfina
Guzmán. En un libro sobre las memorias de Delfina Guzmán, escrito por Esther
Edwards; ella recuerda esa amistad:
Un día confesó
a su amigo José Donoso que se sentía muy sola. José,
a pesar de su naturaleza cariñosa, podía ser muy tajante: «Toda la gente es
sola. Por favor, no te hagas la guagua, Delfina», replicó. Acostumbrada a
aceptar ciegamente los dictums de su amigo, no se quejó más, terminó por
sentirse cómoda en su nueva situación.
Uno de los
cuentos que componen el libro, «Sueños de mala muerte», se llevará al teatro.
El montaje estará a cargo del grupo teatral Ictus,
del cual Delfina Guzmán forma parte. Esta misma obra fue transformada por el
cineasta Silvio Caiozzi en Historia de un roble solo,
para hacer un cortometraje en combinación con el Ictus.
La experiencia
del teatro para mi padre fue fascinante, lo cautivó por completo, se dejó
encantar por este mundo a pesar de que tenía que atenerse a los límites que
implica el trabajo en equipo, cosa a la que no estaba
acostumbrado. Se pasaba días enteros viendo los ensayos, opinando hasta donde
se lo permitían sobre cada detalle, de cómo debía vestir un personaje, de la
escenografía. Disfrutaba viendo las transformaciones que sufría su obra producto
del trabajo colectivo. Se sentía muy feliz experimentando esta sensación de
grupo, de creación en un plano tan distinto al
individual.
Es verdad que
yo sentía mi soledad (del trabajo como escritor) impuesta como una carencia, ya
que jamás he sabido pertenecer a un grupo humano. Con el egoísmo de todo
artista sentía, por otra parte, que un trabajo en equipo terminaría por anular
esa absurda quimera de todo creador, que es su propia individualidad.
Cuando Delfina
Guzmán me llamó para proponerme trabajar con el Ictus
sentí que era la posibilidad de probar algo distinto, ver si era capaz de
cambiar mi propia piel, ver si me quedaba algún resto de capacidad de ser yo
mismo en otros y permitir que otros sean sí mismos en mí.
Finalmente,
después de toda esa experiencia, lejos de sentir que mi individualidad es
desperdigada en ellos, los siento a ellos ligados a la mía.
En este
volumen de cuentos hay uno en especial, «Los
habitantes de una ruina inconclusa», que refleja el mundo que lo rodeaba
entonces. Existieron tres elementos para la creación que mi madre analizó
brillantemente en un ensayo sobre su génesis. El primero, que desde el altillo
de la casa de Galvarino Gallardo, donde estaba su estudio, se veía un edificio
en construcción suspendido por un largo tiempo debido a una
crisis económica, quedando la ruina, un esqueleto de cemento y alambres.
Otro elemento:
los mendigos que se reunían alrededor de la casa que estaba frente a la
nuestra, que pertenecía a una familia de vieja raigambre criolla histórica y de
grandes terratenientes. El hijo de la dueña de casa, «don Jorgecito», era
diácono y se llenaba de mendigos que recurrían a la caridad de este hombre. Se instalaban en la calle, sentándose en el pasto, en
los bordes de las jardineras, y a veces en los vanos de las ventanas de la
casa. Esta especie de «corte de los milagros», con sus trajes desteñidos y sus
quejas, esperaba largas horas la llegada de su benefactor. Eran casi siempre
los mismos, semana tras semana, y sus sombras se dibujaban en el asfalto de las
tardes. Estos personajes reiteran una vieja obsesión
de mi padre, los clochards.
El último
elemento para este relato ficción-realidad fue que mis padres, al desaparecer
los últimos rayos de sol, cuando las ramas del ilang ilang se bamboleaban con
la suave brisa y desde las flores del jazmín emanaba su dulce aroma, salían a
pasear a sus dos perros, el Bacán y el Cirilo. Una tarde les llamó
inmediatamente la atención la figura de un muchacho
alto que caminaba dando grandes zancadas por el medio de la calzada. Parecía
extranjero, o al menos tenía algo que marcaba en él un sello foráneo. El chico
de pronto adelantó a mis padres y desapareció. Minutos después volvieron a
encontrarlo a la vuelta de la esquina. Se le veía angustiado. Mi padre se le acercó
y le preguntó:
—¿Busca algo?
Él contestó
con un gesto que demostraba muy claro que no entendía
nada. Mi padre insistió:
—English?
El muchacho,
aliviado, le respondió:
—Telephone.
Ya en la casa
lo escuchó hablar en un idioma extrañísimo, ninguno reconocible, mientras mi
padre lo observaba desde el umbral de la puerta, pensativo, silencioso. El
joven mostró un papel con la dirección de un club israelita, dio las gracias y
se fue.
Cuando mi
madre me contó este episodio, los recriminé por meter a un extraño así a la
casa, pero me di cuenta inmediatamente, por los comentarios de mi padre, sus
divagaciones y luego esa peculiar presencia-ausencia de su mente, de que de ahí
nacería un cuento. Mi madre y yo nos miramos, reímos y ella dijo:
—Habemus cuento.
Mi padre subió
a su estudio y días más tarde nos leería esta nouvelle, lo que demuestra cómo sus obsesiones salían a la
superficie y se convertían en materia poética ante algún estímulo externo. En
el relato de «Los habitantes de una ruina inconclusa», la pareja hojea un libro
del Imperio ruso que les remueve sensaciones y sentimientos. Emparenta al
muchacho de la mochila con los andariegos rusos del siglo pasado y escribe que vivían en la orilla misma del no
vivir, pensamiento clave en su propia preocupación vital.
Mis padres
estaban felices con el retorno. Para mí, en realidad, no significaba un retorno
a nada. Adaptarme a esta nueva vida en Chile, como la adolescente que era
entonces, no fue fácil. Entré a un colegio donde me sentía totalmente ajena,
con un vacío inmenso. España había quedado atrás y no sabía cómo enfrentarlo. Me hice muchos amigos, pero la vida familiar era un
constante conflicto. Mi madre, por momentos bien y, en otros, con serias
depresiones de las que yo debía hacerme cargo, pues mi padre era bastante
negador en ese sentido o, quizás, le era más cómodo que yo asumiera ese rol.
Siempre fui práctica, por lo que descansaba en ese aspecto mucho de mí. Pero la
situación no era fácil. Escribe mi madre en sus
diarios:
Qué peligro el
alcohol. No aguanto las presiones de la agresividad a mi alrededor, incluso mi
perro el Bacán casi me mordió. ¡Y bebí anoche, creí que podría un trago, pero
no, fueron varios, compulsivamente! ¡Peligroso!
¡Qué pena que
tenga un problema alcohólico! Me siento tan bien cuando logro tomar sólo dos
copas de vino, que no me emborrachan, pero anestesian los
problemas de momento y me hace sentir bien. ¡Pecatto!, ¡e come!
En un
principio, Chile para mí representó puro dolor. Mis padres me enfrentaban
diariamente. En un acto de rebeldía no quise ir más al colegio y me encerré en
el baño de la casa, trasladando colchón, televisor, comida y cuanto fuera
necesario. Me negaba y quería volver a España, donde sentía que realmente
pertenecía. Mi padre, desesperado, me escribe varias
cartas, medio que solía usar después de una pelea, para lograr así un
acercamiento. En ellas se evidencian sus esfuerzos por educarme y hacerme
fuerte. El 15 de marzo de 1982 me escribe:
Unas cuantas
palabras que quiero leas con atención y creyendo en todo mi cariño.
La persona
fuerte no es la persona «que se sale con la suya», ni tampoco la que «gana». La persona fuerte es la que comprende, la que sabe
dejar pasar las cosas que no tienen importancia, la que sabe dialogar: sobre
todo es verdaderamente fuerte y humana la persona que sabe arrepentirse,
reconocer sus errores, la que sabe perdonar, ceder y pedir perdón. La persona
que se atrinchera detrás de una fachada hostil e imponente y monolítica, que
sólo sabe pelear y dar órdenes —como Pinochet—, es
esencialmente frágil porque es rígida, y terriblemente vulnerable. También te
quiero decir que es fuerte el que dice «no sé», para así aprender.
En otra
ocasión, el 31 de julio de 1984, debido a las fuertes discusiones entre mi
madre y yo, me escribe:
Es verdad que
me hace sufrir tu mala relación con tu madre, que por suerte no es siempre
mala, sino sólo a veces.
También haces sufrir a tu madre, como ella te hace sufrir a ti, y
probablemente, yo también a ti y a ella, sucede siempre entre la gente que se
quiere mucho y tiene relaciones muy profundas. Lo que no puedo aceptar es que
le faltes el respeto como lo hiciste.
Te quiero
mucho, cada día más. Pienso que con el tiempo podremos hablar muchas cosas,
quizás todas. Siempre estaré contigo mi amor, y comprende
que te exija esto.
Hay también
una pequeña nota que me escribió en un tarjetón de cárdex que dejó sobre mi
almohada:
Amor mío:
Acabo de
encontrar esta frase de Freud, que me parece tan inteligente (carta de Freud a
Ferenczi).
«La lucha por la
independencia no tiene por qué tomar la forma de alternativa entre rebelión y
sumisión».
Un beso, Papá
Otra carta, un año después, refleja la relación de entonces, en plena
adolescencia y con la consiguiente búsqueda de mi propia identidad:
Siento toda la
absurda pelea de anoche, y tu llanto, qué pena nos dio a tu mamá y a mí.
Quisiera, eso
sí, que cuidaras tu irracionalidad... Yo debo hacer lo mismo con la mía. Eres
extremadamente inteligente, dueña de una capacidad de razonar espectacular...
pero como todo ser que posee esa cualidad, tienes
también el demonio de lo irracional con igual potencia. Hay una fuerza en los
que son como tú y yo, que a veces se arranca con nosotros y les hace daño a los
otros. La inteligencia consiste en hacer que esa capacidad de raciocinar, de
alegar, de discutir, no haga daño, no nos destruya, que nos enseñe a perdonar,
a pasar por alto mil cosas, a ver el brillo de lo
bueno en el barro de lo malo. Tenemos fuerza, hija adorada, hay que emplearla
para unirnos con los demás, y no permitir que nos separe de ellos. Me siento
muy unido y te acompaño y te quiero mucho.
Un beso, Papá
En 1986, está
en Washington, invitado a pasar una temporada de escritura en el Smithsonian
Institution Center. Manda una carta para mí y mi marido, usando el plural
siempre, como en una especie de tratado educativo.
En ese momento
tengo diecinueve años y estoy embarazada de mi primera hija, Natalia. Mi padre
me hace ver su preocupación e inquietudes, no sin su ironía tan característica.
Cada momento
que pasa pienso que es más y más urgente que estudien inglés. No se puede vivir
en el mundo contemporáneo sin saber inglés, por las oportunidades que ofrece para educarse, instruirse, mejorar de posición real y
económica, e incluso divertirse.
Quisiera tanto
que no fueran unos intelectuales como tú a veces crees que yo quiero, sino que
sean capaces de entender y fascinarse y comprometerse con el mundo
contemporáneo, y todo lo que lo rodea.
Estoy feliz
que te hayas casado y con alguien tan excelente como el Toby. PERO, insisto, no
olviden que existe el espíritu, la tradición, la
historia, el pensamiento, la emoción y el sentimiento y sus manifestaciones, y
la necesidad, desde cualquier ángulo que sea, de pelear por la justicia y la
verdad y por el derecho a tener una vida armoniosa. Pero no se puede tener una
vida armoniosa a costa de los demás, hay que hacer algo para que ellos también
la tengan, no dar limosna, sino comprometerse con un
quehacer que los haga salirse de sí mismos, sólo así vale el espíritu, sólo así
vale la felicidad. Y hay que comenzar por los que están más cerca.
La educación
para mi padre era un tema primordial. Nunca dejó de preocuparle mi instrucción,
era intransigente al respecto; severo a veces; irónico otras y, por lo mismo,
me rebelé y nunca terminé ninguna carrera. Obviamente, eso me perjudicó, y fue una lucha interminable entre los dos. Yo no
quería ser «una intelectual» y lo malentendí, porque podría haber sido otra
cosa, muy diferente a él. Creo que lo hubiera aceptado de igual forma, aunque
siempre teniendo un tono de crítica.
Cuando a los
diecinueve años le conté a mi padre que estaba embarazada, reaccionó
sorprendentemente violento y furioso.
—Children having children... —dijo,
y me castigó con su indiferencia durante varios días. Mi madre, en cambio,
lloraba entre emocionada y triste, pues, como característica de su
personalidad, centró el hecho en ella, en su no maternidad, diciéndome cuánto
lo había anhelado y ahora yo iba a tener ese privilegio. Fue una escena bastante
ionesca. A pesar de la primera impresión que le causó la noticia de mi
embarazo, luego lo aceptó y me apoyó incondicional y
económicamente.
Durante todo
mi embarazo mis padres vivieron en Washington. Sus cartas siempre eran
cariñosas respecto de la idea de ser abuelos, pero mi padre insistía en mi
educación una y otra vez.
Me preocupa
mucho lo que vas a hacer una vez que nazca la guagua y vayas a tomar una
actitud ante la vida y decidir tu futuro, tus estudios y todo eso, y es algo que me interesa mucho. No por razones
feministas, sino porque, te lo repito, es criminal poseer un equipo cerebral
como el tuyo y una buena sensibilidad y no usarla, no darla a los que quedan
fuera del círculo de tu familia, no utilizarla para que el mundo sea un poco
mejor de alguna manera: un cliché, si quieres, pero es verdad. Sabes que
siempre he pensado en historia para ti, aunque sé que
no estás de acuerdo. Y la filosofía, y sobre todo, ahora, periodismo: parece
que se nos viene encima una época interesante, de la que será apasionante
formar parte, ser espectador desde cerca, cronista, comentador. No pienses en
hacer algo directamente útil —aunque no hay nada de malo en ser parvularia o
visitadora social o abogado; todo depende de la proyección que le des al ser
parvularia—, porque esa no es la única manera de dar,
ni de estar presente en la historia, también hay otras. Acuérdate que Milton
dijo: «También sirven aquellos que sólo parecen quedarse parados, esperando».
No es que quiera que te quedes ahí parada, esperando. Pero no hay nada más
terrible que las buenas máquinas que no se alimentan, nada que produzca tantos
monstruos, y tu buena maquinita (no te quiero decir
que seas un genio, pero tienes una cabecita que no está mal), si no se la
alimenta, si no se la hace funcionar, bueno, simplemente se pudre. Acuérdate de
lo que dijo Goya: «El sueño de la razón produce monstruos». Cualquier cosa que
estudies, aun lo más fácil, me parecería bueno. Algo, la idea de ampliarte,
agrandarte, sin dejar de lado tu muy válida vocación de madre. Cómo coordinar
este agrandarte (no es que la maternidad no agrande,
al contrario, me dicen que tú estás enorme) con ser dueña de casa, esposa,
madre, es un arte que la vida te tiene que dar a medida que se van armonizando
las piezas de tu vida con la vida exterior, con el mundo, con tu pareja,
contigo misma, con tu trabajo. Pero, te repito, no hay nada más triste que la
mujer burguesa que no hace nada con su vida más que
ser burguesa. Burguesa y otra cosa, muy bien. Pero sólo burguesa, una lata, un desperdicio.
Bueno, linda,
te vamos a amar a ti, al Toby, a los tuyos, sea como sea, aunque engordes,
aunque seas como seas.
La relación de
mi padre con mi marido no fue para nada armónica; pese a los esfuerzos de ambos
por acercarse, mantenían cierta distancia. Creo que la barrera se estableció no
por falta de cariño, sino más bien por un poco de
celos entre ambos, y el sentimiento de pertenecer a mundos distintos.
Yo he pensando
mucho en el Toby, en cómo me gustaría que se soltara un poco, que fuera más
comunicativo y se entregara más a nuestro cariño, y contara más de él, y de su
vida, y de sus cosas, que nos interesan a tu madre y a mí apasionadamente. No
para tragarnos al Toby, lo que, claro, puede ser un
peligro. Pero es un peligro del que yo tengo plena conciencia, y haría lo
posible por no tragármelo, aunque debo confesar que sé que tengo tendencia a
hacerlo. No para tragármelo, te digo, sino para vivir, compartir, crecer y
envejecer y madurar juntos, juntos pero no revueltos.
Cada vez que
mi padre viajaba, desde que yo era muy pequeña, volvía cargado de regalos. Regalar era un verdadero placer para él y
siempre acertaba. El obsequio llenaba un espacio que sólo él había notado que
faltaba. Tenía ese don, tanto con la familia como con los amigos. Abrir las
maletas del recién llegado era una verdadera ceremonia; la caja de Pandora
podía contener cualquier cosa y todos nos reuníamos en su habitación aguardando
esa sorpresa que, sabíamos, íbamos a recibir.
En este
aspecto, sin embargo, aparecía otra contradicción de su personalidad. Era
generoso, sí, pero bastaba que uno le pidiera algo para que se molestara y se
negara; le gustaba dar sólo cuando le nacía. Como hija, varias veces tuve que
recurrir a él para que me ayudara económicamente, pero se negaba, haciéndome
sentir culpable. En cambio, podía darme un cheque por una suma que para mí era importante sólo porque él encontraba que la fachada
de mi casa necesitaba una mano de pintura. Si yo le pedía, la respuesta era
«hasta cuándo tengo que ayudarte», o «te he dado mucho últimamente».
Yo quedaba
perpleja, pues muchas veces realmente necesitaba su ayuda, y otras, en cambio,
su generosidad me pillaba por sorpresa.
Con la vejez
se puso cada vez más avaro, característica que, lo
sabemos, siempre acompaña a esta etapa de la vida. Para una Navidad me regaló
un sobre con unos cheques. Uno a treinta, otro a sesenta y otro a noventa días,
ninguno al día y por una suma ridícula. No me quedó otra que reírme y
preguntarle si me consideraba una casa comercial.
Aunque, por
otro lado, era tan inmensamente cariñoso...
Para mí, lo
estético siempre ha tenido mucha importancia. Mi casa
está llena de objetos y me preocupo de pensar en el lugar adecuado para cada
cosa. Martín Donoso, mi primo diplomático, además de experto en antigüedades,
al que yo adoro y que es, en realidad, lo más cercano a un hermano que he
tenido, vivió varios años con nosotros. Cuando fue a su primer destino me
prestó un cuadro maravilloso de un gato de Henriette Petit que coronaba la chimenea de mi casa.
Cuando volvió
me lo pidió y yo quedé bastante triste, pues sentía que faltaba algo en ese
espacio vacío sobre la chimenea.
Un día, al
volver a mi casa, había un paquete junto con una carta de mi padre.
Tu mamá y yo
pensamos que este cuadro de Fortunato San Martín te gustaría para reemplazar el
gato de H. Petit. Lo hablamos con tu mamá anoche y pensamos que realmente estas flores se te verían muy bonitas encima
de la chimenea (el Chupito Cruz tiene sobre la chimenea de él un cuadro de don
Fortunato complementario de éste). Si encuentras un lindo marco antiguo podrías
cambiarlo por el que tiene.
Tu mamá y yo
estamos felices de que te quedes con este cuadro, cuya historia te contaré
algún día, cuando me la preguntes. Un beso muy grande de tu
papá y de tu mamá.
Hasta hoy ese
cuadro está sobre mi chimenea y me ha seguido en mi trashumancia. Por supuesto,
no pudo dejar de contarme la historia de esta pintura y de su creador.
La historia es
novelesca: don Fortunato San Martín era un maestro carpintero que trabajaba en
un pequeño sucucho de una calle del centro, y mi padre, siempre en busca de
objetos raros, entró al local. Nada le llamó
especialmente la atención, salvo una pintura al fondo del local que había hecho
el maestro. Interesado, mi padre le preguntó si había más y así resultó tener
unos cuatro o cinco más. Inmediatamente, mi padre le ofreció comprárselos y
conseguir vender los otros. El gran coleccionista chileno Chupo Cruz (Carlos
Alberto Cruz) se interesó. Mi padre, al volver al taller de don Fortunato a contarle la buena nueva, se encontró con la noticia
de que había muerto. Nunca supo del reconocimiento y de la gloria que podría
haber obtenido.
Ni la
dictadura ni la represión dejan indiferente a mi padre durante estos primeros
años en Chile. A pesar de la crítica que se le hace de no haber tomado una
posición política a su regreso, sus diarios reflejan su fiel compromiso con la democracia y su rechazo absoluto al régimen de
Pinochet.
¿Qué puede
hacer un escritor en esta atmósfera? ¿Cómo librarse del paralizante peso de la
noche que mantiene a los burgueses neuróticos y a los pobres, neuróticos
también y además hambrientos? ¿Cuál es el papel del escritor?
Esta inquietud
se le hace más y más urgente con cada noticia que logra filtrarse en la prensa
o en la radio. Mi padre, contrariamente a la mayoría
de los escritores latinoamericanos, no era un apasionado de la política, pero
sí tenía una posición clara. En un artículo puntualiza:
Me debo
confesar ajeno a las ideologías en todo, ya que soy incapaz de creer que un
único ideario sirva de solución para problemas variados. Sin embargo,
enfrentado con el Chile actual, no puedo dejar de politizarme para clamar con los otros por el regreso de la
democracia que desde siempre fue nuestra tradición, y que con todos sus
defectos es una maquinaria que por lo menos conocemos y sabemos manejar.
En medio del
ambiente agitado de entonces trata de escribir, de concentrarse en su
escritura, para ello viaja a Chiloé a investigar para un proyecto. Tiene en
mente un cuento, «El Trauco», relacionado con las
leyendas populares de esa zona, pero vuelve decepcionado. En su diario en 1983
escribe:
Ayer, día de
manifestación multitudinaria en el Parque Cousiño. Trescientas mil personas por
lo menos, pese a que el diario El Mercurio dice que no fueron más
de ochenta mil.
Aterrador,
pero sin embargo, por el entusiasmo, muy emocionante.
Anteayer di
una conferencia en el Aula Magna de la Universidad
Católica. Lleno total.
Aplausos, y
creo que estuve bien aunque bastante superficial. Toda esta semana ha sido de
inquietud, dispersión y falta de tiempo para trabajar. Después de haber
descartado definitivamente «El Trauco» y todo lo que tenga que ver con el
regreso y con Chiloé, no se me ocurre nada. No voy a permitir que esto vuelva a
sucederme. He estado de un malhumor espantoso.
Oí hablar a
Jorge Edwards sobre su nueva novela, me temo que demasiado coyuntural, quizás
periodística. ¿Pero quién sabe? Me dijo (ayer en la manifestación en el parque)
que su heroína oligarca, ya vieja, va a terminar en la concentración justamente
de ayer. ¿No será imposible, literariamente hablando? Quizás no. Quién sabe.
Todo es posible. En todo caso, me señala la necesidad,
frente a lo real y conyuntural, de crear un microcosmos. De pronto he recordado
que ha estado hirviendo a un nivel muy oscuro dentro de mí la imagen del niñito
que vio a la Virgen en Villa Alemana, de las peregrinaciones, de la histeria
creada en torno a eso y que dicen fueron organizadas por la CNI (Servicio de
Inteligencia) para distraer la atención de la gente preocupada con el estado de
las cosas políticas en el país.
¿Cómo abordar
este tema? Difícil. Desde luego, no en Villa Alemana. ¿En Lo Gallardo? No,
demasiado familiar. San Antonio o Llo-Lleo: posibilidad por los hoteles viejos,
las pensiones abarrotadas de camas húmedas, vacías, la soledad y el
aburrimiento del invierno en un balneario de tercera clase. ¿Por qué no
Cartagena? Podría ser. ¿Qué otro sitio? Vuelvo a pensar
en Chiloé. El hecho es que siento que tiene que ser una novela rural o cerca,
volver a algo como el ínfimo y miserable pueblo que toqué en El lugar sin límites. Ya sé: Lota. Hacer otro
viaje, volver. Tiene infinitos ingredientes seductores: parque, clase alta,
detritus mineral, población minera, violencia política en la población minera,
mar, maravilloso muelle viejo y ferruginoso de embarque,
desempleo, violencia de la represión del aparato represivo.
¿Cómo es el
niño?
No quiero que
sea un retrasado mental, al contrario, que sea el más inteligente del curso.
Catorce años. No ve solución para su vida. Canijo. Mal alimentado por
generaciones.
Conforma
entonces, como solía hacer cada vez que empezaba una novela, toda una
estructura, un argumento con personajes bastante
definidos, situaciones y conflictos, biografías de cada cual, pautas o
acontecimientos a seguir con un orden minucioso. Es un primer esquema, todavía
no muy claro, pero que dará como resultado El Mocho,
obra póstuma publicada en 1997, que coincidió mágicamente, como siempre, con el
cierre definitivo de las minas de Lota y con el consiguiente desmoronamiento de
ese pueblo que vivía de la explotación del carbón.
Una coincidencia que pasó inadvertida para muchos.
En un diario
de aquel entonces continúa:
Intensificada
mi hambre de escribir luego de leer de Roger Poole sobre Virginia Woolf. Llegó La historia personal del Boom, la traen incluyendo el
capítulo de María Pilar, con linda foto de ambos en la contraportada. Muero por
ver cómo reaccionará María Pilar: estará feliz. Hablé
esta mañana con Concepción para ir a pasar una semana a Lota y ver cómo están
las cosas de la realidad por allá, para mi novela. Estoy convencido de que la
voy a «ver», literariamente, entera, una vez que vea, de noche, el cerro de
Tosca, que es lo que me interesa. Los cuentos que me contarán irán a ser sin
duda lo que va a definir la novela.
¿De dónde
diablos arrancar el hilo narrativo? ¿Cuáles son mis
personajes? Los que he delineado no me sirven para nada como están. Quizás, sin
embargo, surja algo de sus cadáveres.
Es decir, me
faltan muchos, muchísimos eslabones para llegar a definir la novela.
Acabo de leer La casa de los espíritus y no me gusta completamente. Un
poco primaria: tiene buen destino. Sobre todo porque la escritura es
periodística, rápida. Sin embargo, pese a lo que la
gente está diciendo, me parece que el relato de la tortura, la persecución y la
prisión son excelentes, quizás lo mejor del libro, aunque me temo que adolezca
de un poquito de mal gusto literario.
Estoy
sintiendo muchas desazones y escribiendo todo esto para no tener que pensar en
mi propia novela, para huir de ella porque me aterroriza. Tengo que pensar en
todo hasta el fondo. Pero es un hecho que desde que
el tinnitus me molesta, me resulta muy difícil «pensar», así en abstracto, cuando
estoy solo, por ejemplo, o en ese rato maravilloso justo antes de quedarme
dormido. Por lo tanto, mi única esperanza y salvación se reduce a escribir aquí
en este cuaderno, porque es cuando puedo pensar con cierta hilación. A veces me
pregunto si me voy a volver loco con todos estos
ruidos dentro de la cabeza, o mi inconsciente los inventa con el fin de no
pensar porque no me atrevo a pensar. O si es el comienzo de un Alzheimer’s
desease. No sé. El hecho es que la concentración se hace cada día más difícil,
y sólo este cuaderno me sirve de hilo de Ariadna para no perderme en la
vaguedad vaporosa y falta de fuerza de mi pensamiento, permitiéndole que vaya
sin dirección de un lado para otro.
Está cansado.
Son los primeros síntomas reales, pero aún desconocidos, de su enfermedad que
lo acecha solapada. Veo a mi padre deteriorarse día a día, pero no quiero
aceptarlo. Mi madre, tampoco; y los amigos atribuyen todo a una hipocondría
excesiva. Así todos nos negamos a enfrentar la realidad dolorosa de la enfermedad.
Le falta un
año para cumplir setenta y siente que es una
tragedia. Aunque sabe que, en parte, esa tragedia la está fabricando él mismo.
Pero no todo es fantasía y eso lo hace sentirse desapacible. Poca comunicación
con mi madre de este tema, la vejez. Para ella también debe ser inquietante,
tiene sólo un año menos; debe sentir el mismo miedo. A mi padre entonces lo
tortura el sentimiento de soledad.
Viendo sólo la
gran soledad que va a venir de todas maneras, que
será total y eterna. ¿Quizás María Pilar, proporcionándome esta soledad de
pareja, es lo que se interpone entre yo y la soledad eterna? Hemingway se mató
a los sesenta y dos años porque sintió sobrevenir ese deterioro, viendo sólo
esa soledad total. Yo, supongo, no me suicidaré, aceptando la imbecilificación
gradual de los años pasivamente, humildemente, humanamente.
¿Quién soy yo, al fin y al cabo, para ir a quitarles la vida a los leones en
África con el fin de divertirme?
Quizás debido
a mi formación y entrenamiento, la conciencia de mi deterioro será gradual, más
y más lúcida. ¡Peccato, esta lucidez! Pienso con terror en la carga que seré
para mi pobre hija. Y a María Pilar, sin que ella se dé cuenta, le está pasando
lo mismo, pero no lo ve, porque es optimista y el
optimismo es una forma de ceguera. Y si uno de nosotros muere, seremos una
carga para Pilarcita, una sombra para su joven vida. No deseo morir. Me queda
demasiada vida. Quiero ver a mi hija realizándose como mujer y como
profesional, quiero ver la vuelta de la democracia en Chile, y pese a estos
períodos de angustia por los que con tanta frecuencia paso, cuando la figura de
la muerte es lo único válido en que pensar porque
siento que no estoy escribiendo y no podré volver a escribir nunca más en mi
vida —esta novela de mierda, por ejemplo, es pura mentira y la odio—, quiero
seguir adelante porque amo a mi hija, amo a mi mujer, amo a mi Olivetti, todas
tal como son, incompletas, insuficientes, pero horrorosamente necesarias para
mí porque me amarran a la vida y me dan vida, como espero
dársela en algún sentido yo a ellas. Cuando mi hija sea mayor hablaremos de
todo esto si yo no estoy convertido en una cosa, y eso será mi consuelo.
Hablaré con ella de todas las cosas que no pude hablar con mi mujer, como mi
mujer habló de todas las cosas que no puedo hablar con Pilarcita.
Mi hermano
Gonzalo (médico) dice que no puedo ceder frente a estas placas de la memoria ilocalizables dentro de la masa encefálica, y agrega
que para mantenerse hay que hacer cosas, seguir, trabajar, crear. En este
momento, frente al deterioro, la pregunta es cómo. Lo he intentado tanto, y por
lo que llevo escrito veo que no puedo. Quizás mi viaje a Lota sea en parte para
aceitar esas placas, revivir esas neuronas.
En medio de
este proceso creativo estancado, de pronto viene a su
mente la visión de la mujer de cabellera negra llena de murciélagos. Pasaje
poético tremendo, esa figura de madre-mujer, del carbón de su cabellera, hará
que todo tome coherencia. Se siente entusiasmado, quiere escribir como un loco,
frenéticamente; está todo dado. Viaja a Lota finalmente por un par de semanas.
Escribe gran parte de esta novela en ese entonces, pero luego la historia lo desmotivará y quedará en el olvido hasta que la
rescate, años más tarde, de debajo de un montón de manuscritos. La retomará, ya
muy enfermo, para darle un punto final como un último adiós a su creación.
Mi padre se
mantiene como el lector insaciable y crítico que fue desde siempre. En ese
entonces ha terminado el cuento «Aballay», de Antonio di Benedetto; también una
novela de Germán Marín, le parece brillante,
parcialmente genial, lo mejor y más radiante de su generación, pero asimismo
opina que se repite mucho y es muy monótona hacia el final.
El proceso
creativo nunca fue fácil para él. Siempre estuvo acompañado de las famosas
«secas» literarias y del terror a no poder escribir nunca más.
Supongo que
todo escritor que merezca ese nombre conoce lo que es un período de seca: esa agobiante sensación de vacío cuando las
imágenes no cuajan, esa tremenda aridez que la fantasía plantea como eterna,
son enemigos con los que todo escritor aprende a vivir porque no hay alcohol,
ni amor, ni viajes, que remedien esta mudez; sólo cabe esperar.
Mi padre no
dudaba de que escribir era sobrevivir. ¿Cómo era entonces este proceso creativo
tan vital para él? Quizás un erudito en literatura
pueda hacer un análisis de todo este proceso, yo me he limitado al escribir
estas páginas a lo que vi, escuché, intuí y a veces comprendí.
Antes de
empezar cualquiera de sus obras, lo tortura el solo hecho de emprenderla. Pasa
semanas dándole vueltas a una idea, desvelándose sin poder dar tregua a su
imaginación. En un principio no anota nada. Según él, cuando la idea surge hay que confiar ciegamente en el filtro
inconsciente de la memoria. Es un filtro porque si luego se recuerda esa idea,
entonces conviene o es importante; si se olvida, es que no tuvo ninguna
relación con él, no le servía. Aquella es una de sus teorías principales.
Luego, comienza a anotar, a estructurar, a conformar planos distintos para la
creación.
Muchos años
atrás, siendo joven, su primo Cuco Yáñez, que tenía
en su poder un libro sobre cómo ser escritor, y andaba con él todo el tiempo
debajo del brazo, se lo prestó por unos días. Allí decía lo importante que era
no acabar nunca una frase al terminar un día de trabajo, para que ésta se
pudiera retomar al día siguiente, consejo que siguió siempre y transmitió a sus
alumnos.
Otro hito eran
las palabras clave. Iba anotando las que le parecían
raras en su lectura, las subrayaba o las anotaba al final del libro en una
especie de lista fónica. Eran palabras que él comúnmente no usaba y quería
incluirlas. Cuando entregué su biblioteca particular, que había donado al
colegio The Grange, Arturo Fontaine, escritor y amigo fiel de mi padre, y
Carlos Cousiño, revisando el contenido de esta donación, encontraron, por ejemplo, una edición de Bestiario,
de Julio Cortázar, en la que al margen se leen notas como modo
borgiano de usar los verbos o gran tema: los planes no
se cumplen, un Foucault intacto, pero que en la contratapa tenía anotada
sumas y restas de sus cuentas domésticas; en Cartas a Milena,
de Kafka, está subrayada la siguiente frase: Your dress,
strangely enough, was from the same material as my
suit; en The Waves anota: Todos
igual idioma. No verosímil, y en la contratapa enumera una lista de
novelas; Out of the Past, de Alexandra Tolstoi, tiene
en la página 355 un papel donde se lee, en trazos grandes, Albertini.
Se podría pensar que es una clave para identificar a Albertine, la heroína de
Proust, pero no, se trata de un señor que le regaló a Tolstoi una vaca.
Las palabras se le presentaban mágicas desde niño; le gustaba el
sonido de algunas de ellas; le llamaban la atención y las retenía en su
memoria. Se fijaba mucho en que no hubiera repeticiones, asonancias, que la
frase fuera bonita, envolvente. En uno de nuestros encuentros en su estudio
para las grabaciones de su biografía me cuenta:
—Si algo me
queda lo uso, si no quiere decir que no valía, que no
tiene relación conmigo; «importante» es una palabra que no me gusta, porque la
cosa «importante» no me parece para nada «importante». Yo voy descubriendo en
el proceso la cosa importante o lo que sea importante, o más bien lo que sea de
mi importancia en lo que escribo.
»Es curioso
pero, por ejemplo, cosas que me dice tu mamá, ella tiene mucho sentido del
humor, es muy chispeante, muchas cosas de ella están
en mis libros, las uso, pero no como las dijo, sino a mi modo».
Un punto
central era lo que él llamaba la memoria involuntaria o, más que involuntaria,
inconsciente; aquella que uno no sabe que es memoria; la memoria trucada, que
es mitad memoria y mitad fantasía. Mi padre sentía que sus novelas ya estaban
en su ADN, que simplemente fluían cuando le daba la apertura a esas ideas para salir a flote.
Planteaba que
también existe una memoria ancestral, que uno carga y que te guía. Ésta era de
vital importancia para él, pues de ahí vienen sus grandes obras. A raíz de esta
memoria tuvimos una conversación bastante dolorosa para ambos. Mi padre me
pregunta:
—¿Tú has
sentido esa memoria?
—No, la verdad
es que no —contesto.
Entonces
siento que se entristece. Le explico que la causa es
mi adopción, sentir que no tengo una línea de ascendencia y que si bien también
en mi ADN podría estar esa memoria, la he bloqueado.
Me mira con
esos ojos casi transparentes de lo azules, cambiantes; a veces deslavados en
las mañanas nubladas, verdes pálido cuando hay tormenta, celestes con los rayos
del sol, y con cierta ternura me dice:
—¿Y
lo que nosotros te damos como memoria no te sirve?
Yo le digo la
verdad, que se trata de un problema mío, interno, de un bloqueo; que me cuesta
mucho recordar, que cierro la puerta de cada etapa de mi vida y trato de no
abrirla más.
Por un
momento, mi padre me observa en silencio y luego vuelve a preguntar:
—¿Las cosas
que te cuento no te abren recuerdos? Todo lo que te cuento,
¿no despierta en ti imágenes, olores, lugares?
—No —le digo
con franqueza—. Es tu historia, no la mía; aunque de alguna manera se relaciona
con mis hijas, pero no la siento parte mía.
Me mira sin
decir nada, pero sé que entiende.
Por momentos
mi padre siente no haber encontrado en Chile las amistades reales que esperaba,
vínculos que le sean de importancia, algo que, en la
realidad «objetiva» (si es que la hay), no es así: vive rodeado de gente con la
que yo noto que se siente a gusto, que quiere realmente, sin dejar de lado, por
supuesto, su ojo crítico e irónico. En uno de sus diarios se ve reflejada esta
dualidad tan constante en él en todos los aspectos.
Agradable Año
Nuevo, con todo, plácido y maduro. No se puede penetrar ni quebrar a Tere y a
Lucho, aunque creo que estamos encaminados a una
buena amistad futura muy «conversada» y deliciosa. Dudo —aunque ¿quién sabe, o
quién sabe si logre algo distinto?— poder repetir la amistad apasionada que
logré en Sitges con Kuky Lovisolo y con Ana María y Miguel Beraudi. Somehow,
Lucho y la Tere son demasiado perfectos, círculos cerrados, autosuficientes. Su
idioma, sus símbolos ya plasmados, sus referencias
establecidas. Pero el patio de La Estacada, que al fin y al cabo es pura obra
de la Tere, y esos espacios, y esos muros de adobe, y la flor de la pluma y el
agua que cae, son parte de ella, inconsciente, su idioma más rico y más íntimo,
que es su estilo y que no es cerrado porque como símbolos quedan abiertos. Y en
Lucho, su verdadera pasión por la música, y su inteligencia desnuda como un hueso, todo como parte de un todo, una coherencia,
menos cuando asoma esa ansia de poder escondida que con frecuencia veo asomarse
en la mente de la mejor gente chilena de ahora, aunque nada tengan que ver
directamente con el poder.
A
continuación, el día 3 de enero. Todavía en La Estacada:
Me gusta este
cuaderno. Las páginas son gruesas y de un bonito blanco. Menos enorme que el
que acabo de terminar. A María Pilar le fascina la
casa de la Tere, como me lo imaginé: es la parte embrujadora, no perfecta, no
práctica de la Tere. Estuvieron a almorzar Juan Pablo y Gonzalo Izquierdo con
sus respectivas cónyuges. Yo estaba leyendo Sonya,
de
Anne Edwards, y Lucho a Tolstoi. Había mucho de qué hablar, pero sólo tocamos
tangencialmente el tema. Por un extraño motivo, la conversación nunca realmente se estableció, se organizó. El perfume
de la Tere es increíble: qué mujer bella es, y cómo se sabe rodear de belleza,
y cómo sabe ser bella. Mañana llega la Pilarcita de Zapallar, ¿cómo estará?
Continuar ahora con mi novela. Es tan tenue lo que hasta ahora tengo que temo
que aun estas interrupciones positivas puedan hacerle daño, y reinstaurar mi
seca. Para reavivar la novela, viajar a Lota.
Continúa el
jueves 8 de enero:
Bueno. Regreso
a mi novela después de una temporada corta, que sin embargo puede haberla
detenido definitivamente. Estuve atendiendo a Peter Johnson, de la Universidad
de Princeton, terminando mi artículo sobre Sonya Tolstoi, y trabajando con
Silvio Caiozzi para lo que será mi película, trabajando a mata caballo, porque
comienza a filmar el martes La
luna en el espejo.
No he olvidado mi novela. ¿Cómo volver a mi novela sin nombre? Tengo que
cumplir con estos tres requisitos: (1) dejar mi tiempo completamente limpio y
deshabitado, un limbo maravilloso: se debe escribir maravillosamente en el
limbo acerca de todo lo que ocurre en el cielo y en el infierno y en el
purgatorio; (2) viaje a Lota a entrevistarme con los mineros comunistas y
sindicalistas; (3) estudiar toda la porquería que hay
metida en el caso del niño-santo-místico de Villa Alemana, que es, al parecer,
siniestro. Si llego a cumplir con todos estos requisitos la novela puede
avanzar. En todo caso, por ahora, voy a seguir adelante como pueda.
El asco es que
todo se detuvo por la frivolidad de ir a la despedida de Claire Duhamel para
Ana María Vergara, donde estaban todas mis amigas:
Marta Rivas, Angélica Edwards, Delfina Guzmán, pero la fiesta «no me hizo
nada». It was not fun, supongo que porque yo estoy con muy poco «fun». ¿Volveré
a tenerlo algún día, como antes, hace algunos años, en tiempos de la Marta
Rivas y de la Inés Figueroa y de las Orrego, por ejemplo? Lo dudo. A veces
siento que me invade, crece, sube por mis piernas, algo como un verdín que sale
del suelo húmedo y sube por las paredes de las casas,
y se ha establecido allí. No es sensación de fracaso, que no la tengo. Pero ahí
está, esa melancolía definitiva cuando uno pasa los sesenta y comienza a contar
los años, y todos los días son un arqueo de lo que uno no es.
Efectivamente,
avanza en su novela. El primer capítulo está completo. Le falta, eso sí, la
escena de la mujer con los murciélagos que, piensa,
debe ser la más brillante de la novela. La ve, aunque no sabe cómo la definirá.
Quiere hacerla cuanto antes. Arístides, uno de los personajes principales, le
presenta el mayor problema. Esboza una serie de posibilidades, pero finalmente
encuentra que es una confusión enorme y no le gusta nada. Son ideas sueltas,
pero sabe que de ahí puede rescatar mucho. Viaja nuevamente a Lota, quiere hablar con los dirigentes de la mina para
ver qué estímulo puede obtener su imaginación, pero a la vuelta de este viaje
la novela quedará definitivamente postergada.
Durante la
mayoría de los años que vivimos en Chile mis padres alquilaban una casa en el
balneario de Zapallar durante el invierno. Les encantaba ir, pasaban ahí casi
todos los fines de semana. Era un momento de
encuentro entre ellos, de acompañarse, de escucharse o de permanecer
simplemente en silencio con el sonido de la música inundando el espacio,
reconociendo el lazo que los mantenía unidos, la mutua dependencia. Algunos
veranos pasábamos también ahí nuestras vacaciones familiares todos juntos. Mi
madre, en su diario, registra esos momentos.
La brisa
marina se cuela por la ventana. Los Nocturnos de
Chopin, los versos de Zurita, La muerte de
Iván Ilich que
me espera en el velador, lo poco que escribí esta mañana. Esto es lo que me
gusta, me gratifica, es lo mío, y debo aislarme para que nada lo estropee.
Pepe sigue
sumergido y maravillado con la relectura de Los
hermanos Karamazov,
y siento cada vez más el deseo de escribir algún día un libro significativo
sobre el Boom y su gente... Pepe... y los otros.
Sólo soy feliz
en cama, leyendo, con Pepe en la otra cama leyendo también, y la música, en
este momento Beethoven.
Pepe ahora
duerme. ¿Qué significa el sueño de Pepe durante el proceso de escribir?
Qué agrado ver
una buena película, leer un buen libro, escuchar linda música y poder
comentarlo todo, compartirlo todo con Pepe, tan inteligente y tan culto.
Gracias, Dios, por enviarme esta felicidad... este
goce.
Pero mi padre
ya se ve cansado, lento, y la preocupación de mi madre al ver su deterioro
físico le causa verdadera angustia y temor. El futuro se le presenta incierto.
Me preocupa
Pepe. Está desvitalizado a un punto increíble y me preocupa. Me pregunto si
escribirá otro Pájaro alguna
vez... u otro Casa de campo. El hecho de no poder agarrar
la novela que está escribiendo y cumplir pronto sesenta años lo tienen muy
desgastado.
Son días
agitados políticamente. La ciudad está inquieta, amenazante, perturbadora. Se
anuncia por radio que extremistas de derecha han reconocido públicamente el
atentado que pudo haber matado al demócrata cristiano Jorge Lavandero. Es
tiempo de constantes protestas y movilizaciones con la consabida represión. Mi padre está preocupado.
Todo es espantoso.
La gente tiene miedo, aun la más «blanca», políticamente hablando, y este pobre
país, en estos días, es un infierno. Cualquier día lo vienen a buscar a uno
porque sí. ¡Increíble! La histeria de las sirenas que ocupan el horizonte
entero, y el plano intermedio. Pero mientras escribo parece que han amainado un
poco; a alguien en alguna parte se lo llevaron a una
cárcel o a un hospital y pasó el peligro. Ya pasó ese incidente que debe haber
sido monstruoso —y que seguramente mañana no aparecerá en los periódicos y
seguiremos viviendo en las tinieblas que las autoridades nos proporcionan—; sin
embargo, breve «operativo». En fin, silencio. Es de noche. Puedo seguir
pensando en mi novela balsámica que lo cura todo.
Ante la
situación política, la Iglesia ha convocado a los
chilenos a una «jornada por la vida», a la cual tanto mi madre como yo
asistiremos. Mi padre tiene miedo y quisiera no ir. Pero piensa en las palabras
del segundo de a bordo en Moby Dick, Starbuck, quien
dice: «Jamás embarcaría en mi lancha a un arponero que no sintiera miedo ante
los peligros de una ballena blanca. Los mejores son los que sienten miedo. No hay nada más peligroso que un hombre que no siente
miedo».
Y sobre su
propio temor escribe:
Me parece
lícito el miedo, mi deseo de no ir, cuando se sabe, como sé yo, que todo esto
no es más que un bienintencionado movimiento, retórico frente a las
metralletas. Pero María Pilar me convenció y fuimos. Del brazo. Nunca me
hubiera atrevido sin sentir su brazo en el mío, desde el comienzo mismo hasta el fin: parece que sí, que hay actitudes y
pensamientos y sentimientos que pueden derrotar a las armas.
A esa altura
mi padre siente que quizás la vida no durará demasiado. Piensa en las cosas que
jamás hará, que jamás le sucederán.
Quisiera ver crecer
a mi hija, contenta, serena, no dolorida como la vi hoy y sentir que moralmente
está al lado de las cosas grandes. ¿Qué será de
Pilarcita? No pude contenerme a bajar una vez más a ver qué está haciendo mi
pobre hija solitaria y aislada por su amor por el Toby. Pero es más que eso. Es
una soledad radical, de identidad, la que siento en ella —como la de esa mujer
en el retrato de Diane Arbus—, y no me gusta verla sufrir. Quisiera que
sufriera un poquito menos. Que fuera capaz de abrirse y entregarse, no como un
problema, sino como una fruta.
La idea de
escribir los cuentos sigue en su mente. Cree que deben ser cuentos sobre
situaciones humanas burguesas, tenuemente teñidos —e incluso definidos— por la
situación política y social de ese momento en Chile. Piensa que deben ser
coyunturales, ásperos. Piensa en un título: Cuentos del
barrio alto. Para ello quiere releer a Hemingway y a Moravia para tratar
de ponerse en el camino del realismo. También tiene
en su mente, desde ese entonces, Conjeturas sobre la memoria
de mi tribu, titulada en ese tiempo Conjeturas acerca
de una vocación. Pero se llena de dudas sobre todo lo que está haciendo.
¡Qué ingenuo
soy! Ni un proyecto ni el otro. No sé muy bien qué voy a escribir ahora... o
jamás. Un proyecto cancela al otro. No serán ni los cuentos, ni las Conjeturas. Peccato. Tengo, hoy,
la certeza de que pasaré un largo período vacío. En todo caso, es temporada de
ir almacenando ideas para cuentos y novelas, que con suerte, y transformadas
quizás en otras cosas, usaré más tarde. Cuando llegue la temporada de las
cosechas.
Ese verano de
1985 será memorable. Como una excepción a nuestro clásico veraneo, en vez de ir
a Zapallar, mi padre arrendó por febrero una casa en
Castro, ciudad principal de la isla de Chiloé, frente al mar impasible de los
archipiélagos del sur de Chile; un paisaje melancólico, verde, normalmente
llovido y pintado de cielos grises. Cuando le preguntaron por qué Chiloé, dijo:
—Es igual a
Irlanda pero está más cerca.
En un
principio, mi madre parecía contenta estando ahí... el paisaje, la
tranquilidad, pero luego se deprimió profundamente.
Los días pasaban lentos y todos iguales, todos grises. El cambio anímico que se
produjo en ella con el pasar de los días se evidencia en las anotaciones en su
diario:
Solos, Pepe y
yo en esta casa luminosa frente al plácido mar interior, él leyendo Balzac y
ambos escuchando música, en este momento Danzas
húngaras, de
Brahms.
Unos días
después, todo cambia para ella.
Despierto
angustiada, demasiada tranquilidad, demasiado distinta la gente y faltan cuatro
semanas para volver a Santiago.
Pepe está tan
feliz, justamente por la tranquilidad y falta de tensiones. Pepe está
escribiendo maravillosamente bien y está feliz. Está nublado y llueve.
Sin embargo,
hubo un acontecimiento importante, aunque casual, que rompió con la rutina de mis padres: los tomaron presos.
Aquello
ocurrió mientras participaban en un acto organizado por un colectivo feminista
en apoyo de un grupo de profesores despedidos arbitrariamente de sus cargos. En
su libro de memorias Los de entonces, mi madre relata
así este episodio:
De pronto,
mientras un grupo folclórico cantaba aires andinos, irrumpió la policía. Miré
asustada al teniente de bigotes recortados y piel muy
blanca que se plantó ante el grupo de mujeres que ocupábamos los asientos
delanteros. «Usted...», me señaló el teniente. Mi marido lo vio desde las
sombras del fondo de la estancia, donde se había sentado junto a un grupo de
poetas jóvenes. Se adelantó y fijó su mirada en el policía, que al captarla lo
llamó también. «Y usted...».
Pudimos así
subir juntos al carro celular y hacer con los otros,
unos veinte asistentes escogidos al azar, el trayecto hasta la cárcel. Nos
cogimos de la mano y reconocimos que teníamos miedo, luego de oír tantos
relatos de peripecias dolorosas en las prisiones de Chile.
Pepe tuvo
tiempo de citar a Melville para consolarme y animarme. Llegamos a la comisaría.
De pronto irrumpió el teniente, era capitán en
realidad, y nos dijo unas palabras airadas, entre las que con especial énfasis
manifestó: «Yo me contuve para no ser más violento...». Sonreímos
solapadamente, pues de veras teníamos miedo. El primero en ser llamado y
encerrado fue Pepe. Debió dejar, como todos, sus documentos y objetos
personales en el escritorio que quedaba junto a la entrada de las celdas.
También sus anteojos, lo que lo desesperó. Dice que
se sintió vejado, impotente a merced de sus ojillos grises y miopes. Se recostó
en el suelo de madera tratando de serenarse. No estaba bien de salud y a veces
la presión le subía peligrosamente. Poco a poco se fue llenando la celda. En la
celda de enfrente, yo junto a otras cuatro mujeres. Pepe se acercó a los
barrotes de su celda, irreconocible sin sus anteojos.
«No te
veo...», me dijo, «pero oigo tu voz y estoy bien».
Nos fueron
llamando, uno a uno, para tomarnos declaraciones y fotografiarnos para el
prontuario policial. El médico de la cárcel nos exigió firmar un documento en
el que declarábamos no haber sufrido ningún apremio físico o moral.
Una compañera
me dijo:
«Después que
firmas, te dejan salir, ya verás...».
Nada. Pasó más
de una hora. Ya eran las diez de la noche y se cerró
la gran puerta de entrada.
De pronto una
voz llamó:
«José
Donoso...». Corrí a la ventanilla y lo vi salir escoltado por un policía gordo.
Pensé que me
llamarían inmediatamente. Pasó otra media hora. Empezaba a asustarme. ¿Dónde
llevarían a Pepe? Otra voz:
«María Pilar
Serrano...». Salí aliviada. Vi a mi marido sentado en un banco pequeño, sonriendo porque le habían devuelto sus gafas.
Me senté a su lado.
«¿Qué pasa?»,
pregunté. «Nada, no sé...». «Estoy sentado aquí desde que me llamaron y aún no
me han dicho nada...».
«Señor Donoso,
señora...», el mismo teniente y nos dijo que deberíamos dormir en la comisaría
porque no nos podían soltar sin una orden expresa del intendente, que en esos
momentos no se encontraba en la ciudad. Que nos
llevarían al casino para que estemos más cómodos. ¿Se nos ofrece algo? Pepe le
dijo que sí, que sus remedios, sin los que teme pasar esta noche. Por suerte,
en la casa que habíamos alquilado por ese mes de febrero estaba nuestro sobrino
Toby con sus amigos. El teniente nos ofreció mandar un jeep con una nota
nuestra a buscar lo que nos hiciera falta. Pedimos los remedios, unas frazadas y los libros a medio leer.
¿Por qué ese
extraño cambio de actitud? Lo que pasó fue que un amigo alertó de la detención
a Radio Cooperativa, entonces la radio de la oposición, que lanzó la noticia
haciendo eco en otras emisoras internacionales. La noticia llegó al mundo
entero. Yo, en cambio, estaba a unos cuantos kilómetros en la ciudad de Puerto
Montt, en un albergue repleto de estudiantes que se movían con mochilas
recorriendo el sur de Chile. Varios de mis amigos se
enteraron y no me dijeron nada, seguros de que todo se solucionaría pronto. Yo
estaba totalmente ajena a los acontecimientos mientras por el mundo entero se
daba la noticia de que «José Donoso había sido víctima de la dictadura».
Los cables no
dejaban de llegar al Ministerio del Interior, en apoyo a mi padre. Ante esto,
el entonces ministro Sergio Onofre Jarpa se molestó
por el encarcelamiento casual de mis padres, que había tomado ribetes
inesperados, y ordenó que los soltaran inmediatamente.
Empieza ahí,
en Chiloé, a gestarse su próxima novela, La desesperanza.
La paz y tranquilidad que le brinda la ciudad de Castro le permite concentrarse
y trabajar de sol a sol ante el paisaje de canales, bahías plácidas y verdes
costas bajas, de aspecto más celta que americano.
La desesperanza, que es como definitivamente se
llamará la novela que estoy escribiendo. Quiero darle una vasta estructura (no,
me retracto, no quiero una novela panorámica ni totalizadora, quiero una novela
proporcionada y clásica) y quiero incorporar el gran tema del «argumento» como
esencia de la primera parte, en la muerte de Matilde Neruda. Parece increíble que ocurrió hace apenas un mes. Pocas cosas
me interesan más en una novela que yo escribo que la creación de un espacio
significativo, que es lo contrario del espacio realista en que todo el mundo
reconoce lo que ya conocía en la realidad, y cree dar una opinión literaria
diciendo que en realidad es igual a la ficción, y que está muy bien
reproducida. A mí me parece que lo contrario es lo
importante: que la ficción tome elementos de la realidad, pero que la agigante,
que le dé una dimensión y un significado posiblemente simbólico, o metafórico
más bien, de modo que el espacio literario tenga una autonomía literaria y no
sea necesario compararlo con el espacio natural para apreciarlo.
Ese mismo año
1985, junto con el trabajo teatral, aparece en la vida de mi padre un amigo que tendrá mucha importancia en los años
venideros: Carlos Cerda, escritor chileno que venía llegando de Berlín. Largas
conversaciones, atardeceres en la terraza, discusiones literarias. Trabajaron
juntos, años después, en una versión teatral de la novela Este
domingo, para el teatro Ictus. Recuerdo bien que Carlos pasaba tanto
tiempo en la casa de mi padre, que mi hija Natalia le decía: «Hola, Carlitos... ¿Quieres ver esto, Carlitos?», y
todos reíamos.
Este gran
amigo, ahora también muerto, dejó un libro sobre la obra de mi padre: Donoso sin límites, testimonio de la amistad y admiración
que le tenía.
Luego, vendrá
el trabajo incesante, doloroso y largo de la creación de La
desesperanza. Será la primera novela que escriba en Chile. Ésta se
inicia en el velatorio y posterior funeral de Matilde
Urrutia, mujer de Pablo Neruda, en La Chascona. Es una novela de ciudad.
Tratará de temas que se acercan a la contingencia nacional, el retorno del
exilio, de la identidad, la represión, la desesperación, la fealdad. Mi padre
narra el mundo chileno de los años ochenta con dolor, desgarro e impotencia.
Mis padres
empiezan a vivir entonces una nueva etapa, la del
nido vacío. En 1986 yo me he casado y me he ido a formar mi propio hogar. Mi
primo Martín, quien vivió durante varios años en la casa de mis padres, viaja a
India como tercer secretario a la Embajada de Chile, y Gonzalo, su hermano, que
vivió igualmente una temporada con ellos, también se va. Quedan solos en una
casa excesivamente grande y fría. Quedaron así como la pareja de sus primeros
tiempos: uno frente al otro.
Mi madre,
después de años de esfuerzo, publica finalmente sus memorias, Los de entonces. Debe ahora plantearse también una nueva
vida, una nueva etapa para ella. ¿Qué hacer? Quiere emprender otros proyectos y
piensa en la posibilidad de escribir una biografía sobre alguna mujer de la
historia de Chile. En el epílogo de su libro escribe:
El futuro será
lo que yo haga de él. El compromiso conmigo misma es
duro y estimulante. Soy yo quien debe marcar mis días y llenar mis horas,
compartiendo algunas cosas con mi compañero que cumple su historia.
Es larga la
vida, aunque a veces parece tan corta, y el mundo ya no es ancho y ajeno como
lo proclamara Ciro Alegría.
Quizás dentro
de veinte años, los ochenta son a veces activos y así auguro los míos, me sentaré en una máquina, computadora sin duda, y a la
vuelta del año 2000 escribiré sobre los de ahora, que serán los de entonces.
Mientras, observo, conozco, leo, participo, a veces también bailo, y espero,
espero sobre todo, contra toda esperanza.
La vida no le
dio oportunidad, murió a los setenta y un años, como he dicho, dos meses
después que mi padre. Si hubiera escrito sobre «los
de ahora» habría sido un libro lleno de anécdotas y recuerdos que sólo ella
sabía retener con una capacidad asombrosa, reproduciendo exactamente hasta los
más mínimos detalles de situaciones, lugares o cuentos, pues si mi padre era un
gran escritor de historias, mi madre era una gran contadora de historias.
En 1986 viajan
a Washington por seis meses. Mi padre es invitado por The Woodrow Wilson Foundation perteneciente a The Smithsonian
Institution. Desde allí me manda una carta impresionado con el ambiente
americano.
Aquí, la
historia está tan cerca: aquí en el Smithsonian, donde trabajo, está la piedra
que los astronautas trajeron de la Luna. Uno la puede tocar. Poner la mano
sobre ella. Eso es emocionante. Y una experiencia que no se olvida.
Es muy linda
esta ciudad, muy romana, en el sentido imperial,
capital del mundo como Roma lo fue del mundo antiguo, y claro, uno no puede no
pensar en su eventual destrucción. ¿Cuándo será la caída del Imperio americano?
No parece que caerá. Es inmensamente rico y poderoso, por eso también injusto y
odioso, además de admirable y contradictorio. Ninguna ciudad es tan lujosa como
Washington, es arquitectónicamente la más
espectacular, parques y lagunas y ríos y monumentos de mármol blanco y rosa.
Pero también es la ciudad con más porcentaje de población negra de todo el
país, lo que significa incultura y miseria (miseria a la americana: con auto,
televisor, casa propia, etc.). Es apasionante. No te diré cómo son las tiendas,
los supermercados, los barrios elegantes, los restaurantes más variados, de
todos los países del mundo, y la población
cosmopolita. ¡Cómo me gustaría que estuvieras aquí, que pudieras disfrutar de
todo esto!
Amigos de
todos los países del mundo, reencontrados aquí después de tantos años.
Mucha
preocupación por lo que me dices que mi libro no está en librerías. Dile a
Ricardo Sabanes, de Planeta, que me escriba para saber cómo le va a La desesperanza en Chile y Argentina.
¿No has oído
más comentarios sobre La desesperanza? Me encantaría saberlo
todo. Este es el país de la abundancia, hay TANTO de todo, tan fantástica
variedad, que uno llega a no saber qué hacer. ¿Qué llevar?, ¿qué quieres?, ¿qué
te gustará? El tiempo ha estado gris y frío e invernal. Pasaron las grandes nevadas
y de pronto cae un poco de agua-nieve y está desagradable.
Sabes que aquí me cambié de editorial, de Knopf a Weidenfeld and
Nicholson. Creo que será para ventaja mía pese a que Knopf es la editorial de
mayor prestigio. El viernes voy a Nueva York a firmar cosas con ellos, me
hospedaré donde John Elliott. Valentín Pimstein nos invita a México, nos manda
los pasajes, nos aloja en el mejor hotel por una semana, y no sé qué cosas más.
Algo está tramando. He escrito poco. Me hace falta mi
casa, mi máquina, mi ambiente. Hace siete meses que ando moviéndome y siento
que tengo todas las barras agitadas, adentro, enturbiándome: no sé con qué voy
a salir. Pienso que en cierta medida la venida a USA ha sido una pérdida de
tiempo. Este no es ambiente para mí, el del Wilson Center te quiero decir,
aunque Washington es muy estimulante en todo sentido, los museos son fabulosos, se conoce gente extraordinaria, pero no hay eso que hay
en Nueva York, esa sensación de gente-en-la-calle, como parte de la ciudad, que
es tan maravillosa. Aquí, todo el mundo es de otra parte, nadie tiene raíces,
no hay tradición, ni se está creando una como en Nueva York, esa palpitación,
esa inquietud, que es excitante y revitalizadora. Y matadora, supongo, a la
larga. Aquí hay un ambiente obsesivo, la gordura, la
comida, el sida que tiene vueltos locos a los americanos y no hablan de otra
cosa. Pero la Biblioteca del Congreso es una maravilla, y en el Capitolio se
puede asistir a las sesiones del cuerpo legislativo discutiendo las leyes que regirán
al país y, en último término, al mundo. Lo que, claro, después de Chile, es
fabuloso.
Durante su
estadía en Washington, mis padres se reencuentran con
Kurt Vonnegut y su mujer, Jane, gran amiga de mi madre, desde los tiempos en
que ambas parejas vivían en Iowa. Ella está muy enferma. Mi madre la visita en
el hospital casi a diario. Eso la tiene muy afectada y me escribe en una carta:
La tía Jane
está en estado de semicoma y su muerte es cuestión de días, lo que es muy
terrible, pues la quiero mucho y era tan buena y generosa. Aquí están sus hijos, la Eddie y Mark con su mujer, Pat, los
que te prestaron la cama de agua y te llevaron a pasear en lancha en Cape Cod.
Y fíjate que justo una editorial muy importante quiere publicar el libro que
ella escribió sobre su experiencia con sus hijos y sobrinos-hijos... Recuerdas
que a Tiger, el que se celebró su cumpleaños con el tuyo, y sus dos hermanos,
se les murieron sus papás y Jane y Kurt los
recogieron y los criaron como a sus hijos... Pues escribió un libro sobre eso y
su ilusión más grande era publicarlo. Me lo contó una tarde, la última que
estuvo más o menos bien. Ahora despierta a ratos cuando la acompaño y cuando me
reconoce se echa a llorar, pero luego se queda dormida. Pobre. Por un lado, me
alegra acompañarla en estos momentos después de tantos años de amistad.
Pocos días
después escribe anunciándome la muerte de su amiga Jane expresándome su gran
dolor y la importancia para ella de esta pérdida.
Al revisar los
escritos de mi padre me parece curioso que el balance de su estadía en
Washington, más que de ideas o conocimientos, trate de gente que quiso y por la
que se sintió querido, gente que lo estimuló y lo entendió, gente que recreó su
vista y su imaginación. En él se da poco lo
abstracto. Pero está seguro de que esa gente con la que se relacionó, como
Gonzalo Biggs y su mujer y Jay Tolson y otros, tampoco muchos, le reconocieron
más «ideas» que todos los sistemas racionales, y todo ese tributo alteró
inconscientemente un poco de lo que él era. Este aspecto no se le manifestaba
habitualmente e intuyo que se debe a la cercanía de un
posible fin.
Ya de vuelta
en Chile le escribe a Gonzalo Biggs y a su mujer, Regina Santa Cruz, los que
continúan viviendo en Washington. Con ellos pasó mucho tiempo durante su
estadía ahí y sintió una verdadera amistad, cálida, correspondida y vívida. A
ellos les describe el ambiente en Chile en ese momento; se ve claramente, una
vez más, su gran capacidad visionaria en cuanto a los futuros acontecimientos nacionales y personales:
Queridos Chalo
y Regina:
Hace tiempo
que quería escribirles esta carta, pero la situación familiar no mejora, María
Pilar está muy afectada y el bolsillo casi más. Mi suegra está en un beginning
of the end. Por otro lado, Pilarcita con su guata a punto. Pero en fin, pese a
las muertes, hay también nacimientos en perspectiva, aunque el país se ha convertido en una especie de sanatorio de ilusiones
perdidas, y todos los políticos, y las ideas políticas, y las esperanzas
políticas andan con parches curita y magulladuras. Realmente no hay una estirpe
más idiota que la de los políticos inutilizados por la fuerza bruta de los
militares que lo controlan todo.
Estoy
contratado por John Hopkins para ir en marzo del año próximo, iré nuevamente para estar antes de la salida de La desesperanza en inglés, para manipular y
poner en movimiento toda mi red de amistades y conocidos para que hablen del
libro. Como dicen los españoles, «me hace mucha ilusión». Decididamente, la
única manera de vivir en este país-clínica es saliendo por tiempo más o menos
prolongado todos los años. Voy también a Princeton —no es seguro— para compilar
en mis cuadernos de diario un libro que se llamaría Diario de un escritor. Esto siempre que tenga un
buen funding de alguna parte, pero mis papeles están en Princeton y quiero
meter mano yo antes de que los curiosos se pongan a destapar cosas que mejor
quedan tranquilas. Creo que el proceso de creación seguido paso a paso no deja
de tener un interés para el público en general. De modo que en un año más,
seguramente, como le decía Gepetto a Pinocho, «nos
estaremos viendo las narices».
Te cuento de
Chile. El Papa, que se esperó —y se creyó— que iba a tener un efecto benéfico,
ha sido una desilusión. Si bien tuvo momentos grandiosos, en el estadio, por
ejemplo, besando la tierra «donde tanto se ha sufrido», ha dejado una huella de
profundo descontento y se siente, en general, que su presencia en el país ha hecho girar la Iglesia un poquito —o mucho— hacia la
derecha.
Pero lo que
fue curioso para mí, y en mi ignorancia laica, fue algo que jamás computé, fue
darme cuenta de que el pueblo chileno es profundamente católico, profundamente
fervoroso, que la religión le importa, que cree en la vida del más allá, y que
la Virgen del Carmen y toda esta farándula de Santa Teresita de los Andes es algo real dentro de la estructura de nuestra sociedad.
Perteneciendo a una familia tan devotamente laica, me resulta difícil
metabolizar este nuevo conocimiento, y todavía no sé qué hacer con él.
Jorge Edwards
ha llegado, luminoso con el reflejo del Mercado Común en Alemania y con una
novela casi terminada. Pero Jorge es como los chinos, uno nunca sabe lo que les
pasa por dentro, o si en realidad les pasa algo.
Pero se ha
salido del diario El Mercurio, que por un lado me
parece bien, pero por otro quizás no tanto, porque el diario La Época,
que le da todo el espacio que quiere, es un diario pálido, agónico, sin
proyecto ni carácter, y me temo que no tenga para una vida muy larga, por
desgracia, porque nada necesitamos tanto como un diario verdaderamente serio,
informativo y combativo. Mañana, con los
«intelectuales» (such as they are in this country), voy a almorzar con Harry
Barnes (embajador) a la Embajada de USA, lo que me postra de aburrimiento
porque me parece que todo es una mentira tan grande y yo no sirvo para estas
cosas.
Bueno, mis
queridos, añorados Biggs, por favor escriban. Un abrazo,
Pepe
La vuelta a
Chile los conecta nuevamente con una realidad
dolorosa. Mi abuela materna, después de haber vivido una temporada en nuestra
casa, se hunde en el marasmo de la senilidad y de una muerte inminente en un
hogar de ancianos. Mi madre, afectada, cae nuevamente en una depresión
profunda; le es muy difícil aceptar la muerte de su madre, con quien siempre ha
tenido una relación conflictiva. Al mismo tiempo, se aproxima el nacimiento de mi hija. Esto despierta en ella el tema no resuelto
de su maternidad frustrada y la de su relación amor-odio con su propia madre.
Esta dualidad muerte-nacimiento la hunde en los infiernos de la tristeza y de
la angustia. Mi abuela morirá dos días antes del nacimiento de mi hija Natalia.
La muerte de
su madre y mi maternidad la obligan a enfrentarse con todo el dolor a su propia
esterilidad. Ahoga su depresión en el alcohol.
Me encanta
esta sensación de embriaguez. Ahora me enfrento con el hecho de que tengo «un
drinking problem», pero siento que AA no es la respuesta total. Me acabo de
tomar dos sorbos de gin y me siento bien y no culpable.
Dos sorbos de
vino, secretos, y ahora un café para borrar la culpa... y quizás el bienestar,
pero... me siento bien ahora. Gracias a Dios que
tengo a la Ana María Noé (terapeuta), hablaré con ella, porque de veras
quisiera la abstinencia total, ya que siempre he fracasado con la parcial.
Tomé vino,
pero es «la caricia» que tanto me falta. Si me gustaría tener sexo, no es en sí
sino por la autoafirmación que significan las caricias.
A pesar del
gran amor que sé que me tenía, yo le significaba enfrentarse a su sensación de ser incompleta. Escribe dolorida:
No pude dar
vida, amo a la Pilarcita, que quizás me amará algún día... amo a Pepe, que es
un amigo encantador y casi tierno. ¿Qué pasará? ¿Qué puede pasar a mis sesenta
años?
Desgraciadamente,
la Pilarcita no es para mí lo que yo soñaba.
Qué distinto
hubiera sido todo si la Pilarcita hubiera sido más tierna. El Gabo, al verla
grande (Gabriel García Márquez), dijo: «Qué bella es,
pero qué dura...».
La envidia que
debo enfrentar en ese sentido hacia Pepe, el hecho de que la Natalia, nuestra
nieta, sea de su sangre y la Pilarcita lo quiere más a él.
¡Qué terrible
tener que ser perfecta para que me quieran! Un mendrugo de amor gratuito me
ayudaría tanto... los perros y los gatos... son los únicos. El corazón se me
rompe. Luego, vino Pepe y me besó, y si tengo su amor
todo cambia. ¡Ayúdame, Dios mío!
Por el
contrario, mi padre está pasando por una buena etapa, se siente feliz, pues
cree haber encontrado su próxima novela. Quiere que su nueva idea tenga la
misma forma de sus diarios, más bien una transcripción de sus diarios, con
todas las tentativas, autocríticas, estudios de personajes, apuntes, versiones
distintas, cómo los personajes nacen, mutan, se
desarrollan, se desvanecen y vuelven a aparecer en otra cosa, hasta llegar a un
fin. En junio de 1987 escribe:
Incluiré
también los comentarios familiares del diario como diario, mis quejas, mi risa,
las personas que viven en mi casa o que vienen por aquí (se me hace una fiesta
hablar, por ejemplo, de Diamela Eltit, que, definitivamente, es personaje novelesco, con su belleza y con los jirones con que
viste, y su fuerza y su inteligencia y su origen. Pero no, ahora no, me reservo
a Diamela para después), y terminaré la novela no donde terminan mis novelas,
que no sé dónde terminaré el argumento, sino con la transcripción de este
diario y las cosas de mi vida que me suceden cuando trato de terminar una
novela.
La vida en la
casa de Galvarino Gallardo era siempre agitada.
Mientras mi padre en su estudio divaga, crea, imagina, el timbre de la puerta
sonaba al mismo tiempo que el del teléfono, el perro ladraba desesperado al
cartero y mi madre gritaba por la escalera del altillo avisándole que tenía una
llamada; luego, trataba de conectar el fax, pues estaban mandando uno, y era
incapaz de hacer funcionar la máquina que sonaba y
sonaba, mientras mi hija, de meses, lloraba en otra habitación porque he pasado
un rato a saludarlos y las empleadas de la casa peleaban por cualquier tontera.
Las comidas
también eran un acontecimiento, sobre todo a la hora de almuerzo. Mis padres se
sentaban a la mesa, con invitados o no, y pedían el teléfono que se traía con
un alargador desde la cocina y se dejaba sobre el comedor. Pero lo más importante era la espera del cartero, que solía
aparecer en ese momento. Las cartas y paquetes también se colocaban sobre la
mesa, en el ritual de abrir las esperadas noticias, en especial las de la
agente literaria Carmen Balcells, por alguna nueva edición de un libro, o
alguna invitación. Mientras, se hablaba por teléfono y en eso transcurría el
almuerzo, entre bocado y bocado, hasta que la siesta
obligada los hacía retirarse de la mesa.
En medio de su
desesperación creativa, mi padre por primera vez ve la forma necesaria y única
para esta novela en la que está embarcado y, mientras, se pregunta si todos los
escritores serán tan locos como él o, por lo menos, tan maniáticos como él, y
en algunas cosas tan mágicos como él. Pero cree que en la vida normal es la
persona menos maniática y neurótica posible, ni con
su ropa, ni con su dinero, ni con sus exigencias, ni con el orden, ni las
horas, ni la comida; nada le importa mucho y cree poder prescindir de casi
todo. Sin embargo, cuando se trata de escribir, todo cambia. No le gusta el
ruido. No le gusta la luz, ni la vista al frente, sino de lado, le gusta tener
un tiempo largo sin interrupciones ni eventualidades.
Por ejemplo, los cuadernos donde escribe sus diarios tienen que ser de cierta
forma, tamaño, los encabezamientos deben llevar cierto orden, la escritura con
bolígrafos Bic de tinta negra y punta fina, la letra muy chica. En las copias
limpias a máquina, las hojas tienen que ser de tamaño carta, del papel más
pesado que encuentra; la máquina así, los encabezamientos asá. Odia los
borrones, las correcciones, aunque pocas veces puede
evitarlos.
También tenía
la manía de mandar a hacer cajas especiales para guardar las distintas
versiones de sus novelas. Debían estar forradas en papel jaspe, como los
cuadernos antiguos, y en colores distintos según la novela. Alguna vez fueron
azules, negras y verdes.
En junio de
ese año escribe en su diario:
Anoche, con
las manos detrás de la cabeza y escuchando La fantasía, de Schumann, me quedé pensando en mi novela y cómo
ordenarla. ¿Cómo verla? Verla como desde el aire, entera y sin detalles, una
sola vez y después lanzarme en picado sobre ella.
Divaga sobre
posibles títulos y, de pronto, a raíz de las cajas que manda a hacer, cree que
el mejor título es Las cajas azules. No podían ser Las cajas verdes porque las verdes eran de La desesperanza y Las cajas rojas tenían algo de público y hasta de Edgar
Allan Poe. Sí, Las cajas azules. En un acto impulsivo
manda a hacer seis cajas azules de inmediato para guardar ahí las versiones.
Siento que no
podré escribir una línea hasta tener las seis cajas azules. Las cajas azules.
The blue boxes. Les boîtes blues. Gli Scattole blule (¿O será azzurri? Nunca me
acuerdo). Queda perfecto como título en todos los
idiomas. Creo que esta vez dividiré la novela no en partes con nombre, como es
mi costumbre, sino en cajas: caja uno, caja dos, caja tres, en fin... Esta
idea, claro, es tremendamente ordenadora, y ahora entiendo una serie de cosas
sobre mi novela aún no escrita que no había entendido antes. ¡Hoorray! Y tal
vez cada caja dividirla no en capítulos, sino en cuadernos
numerados. Pero no comenzando desde un supuesto cuaderno nº 1.
Por desgracia,
hoy no voy a poder hacer nada de todo esto. Y no puedo seguir, aquí, donde
estaba perfectamente cuerdo y feliz. Tengo verdadera urgencia de corregir la
versión inglesa de La desesperanza, maldición, gritó
Chupete; que es muchísimo trabajo y muy lento. Y, sobre todo, no voy a poder
escribir —¡ni siquiera leer!— hasta que me lleguen
las cajas azules maravillosas, que adentro traen mi novela completa.
La mirada
sintética, que no se desparrama, le dura poco a mi padre; su imaginación salta
continuamente a otras cosas. De ahí su necesidad imperiosa, urgente, de
recogerla dentro del pensamiento organizado de una novela, para así retenerla
durante un tiempo prolongado.
Decide leerles
a los alumnos de su taller algunos trozos de Las cajas azules, donde, según él, fueron bien recibidos,
pero con algunas críticas e ideas para mejorar el texto.
Como en otras
tantas ocasiones, esta novela será postergada por nuevas ideas que invaden su
imaginación, y quedará el esbozo de este material registrado en sus diarios.
En 1987,
España le confiere la Encomienda de la Orden Civil de
Alfonso X el Sabio. La Embajada en Chile le organiza una gran fiesta. A mi
padre lo emocionan los reconocimientos, siempre ansioso y necesitado de ellos.
Decide preparar un discurso para la ocasión, pues siempre decía: «I’m a poor
public speaker», cosa no cierta del todo. Solía arrastrar un poco las palabras,
con la lentitud que tienen los ingleses, pero eso le encantaba y lo hacía a
propósito.
Aunque para mí
se está inaugurando la edad un poco melancólica de los honores —diferentes a
los premios, a los que, como es de público conocimiento, parece que no tengo
acceso—, las palabras siempre quedan cortas.
La ciudad, el
idioma, la palabra entrañable, insistentemente, obsesivamente, persiguen al
viajero. En mis años de vagancia, España y su idioma me acogieron. Un idioma
del que el mío era tributario y me sentí en mi casa
allí, en su idioma y su cultura, donde fue tierra nutrida donde pude madurar.
Este homenaje
lo hace reflexionar sobre su obra: después de haber publicado quince libros y
ser traducido a veinticuatro idiomas, se pregunta por qué su palabra y su
visión de mundo pueden proyectarse hasta China y Turquía, hasta Dinamarca y la
Unión Soviética, asunto que nunca dejó de
sorprenderlo. Se preguntaba por qué, quién era en realidad, cuál era su aporte,
su perfil característico, cuál era la grieta personal en el muro por donde
atisba el paisaje que adquiere su forma y limitaciones específicas.
Este misterio
a veces lo ve como un logro, aunque nunca llega a comprender cómo se produjo;
para él, la creación de una novela compromete, sobre todo,
al inconsciente, que crea imágenes y metáforas, nunca explicaciones.
¿Por qué en
Checoslovaquia interesa la suerte de una criada de la casa de su abuela, una
serie de brujas encerradas en un convento, unos seres incoloros que habitan una
casa de pensión?
Cada vez que
piensa en este misterio, le parece más inexplicable y prodigioso... y lo hace
cada vez más feliz.
Sus
hipocondrías lo rondan, tiene un dolor en el pie
izquierdo que le preocupa. Apoyar la planta le produce una gran molestia en el
arco del pie.
¿Qué me pasa?
¿Es una enfermedad terrible? ¿Quedaré rengo para toda la vida? No. Qué
tontería. Probablemente no sea más que un comienzo de gota, por ejemplo, algo
muy inglés, alguna forma dolorosa de depósito de ácido úrico. Acabo de llamar
al doctor para saber si puedo verlo hoy mismo,
porque, además, hace tres o cuatro días siento no un dolor, sino una opresión
en el corazón que es bastante alarmante. Puede no ser más que «nervios», como
se decía antes, algún mal «psicosomático», como se dice ahora, dolencias
generalmente miradas en menos, aunque son las que producen los ataques al
corazón y las úlceras duodenales. Miedo. Sí, a veces tengo miedo, miedo de todo, sobre todo de la venganza de mi propio cuerpo.
¿Pero por qué? Preocupaciones muy grandes no tengo.
En abril de
1988, pese al temor a la enfermedad, mi padre está escribiendo una novela que
lleva bastante adelantada, pero ha pasado unos días estancado, no ha podido
afrontar un problema que se le presenta con uno de los capítulos y lo evita,
por lo que se dedica a escribir cartas que tiene
pendientes y así, de alguna manera, quitarle el cuerpo a la escritura que
siente como su mayor enemiga.
Todo, hasta el
vuelo de una mosca, me parece un asalto a mi sensibilidad, una agresión, y el
trabajo es una tarea imposible de encarar. Ganas de quedarme en cama, tantas
ganas que me llegan a doler las piernas y es como si se me inmovilizaran para
que de este modo mi familia se vea obligada a
solucionarme todo sin intervención. Es terrible. No estoy tan viejo.
No quiero
escribir. Me prendo de este cuaderno como de una tabla de salvación, como
tantas y tantas veces lo he hecho. No quiero nada. No quiero hacer nada, ni
escribir ni leer nada. Es probable que lo que me duele en el pie sea un cáncer.
¡Qué risa después de tanta aspirina que he tomado! Pero sé que no es. Sin embargo, ese pensamiento horrible me
descansa y el hecho de poder formular terror justifica mi estado
letárgico-deprimido de hoy. La muerte viene por todos lados —espero que no
mañana— como una gran amenaza, como una bandada voraz que me envuelve. Por
ejemplo, tengo terror de irme a Buenos Aires en avión dentro de unos días. No
estoy listo para morir, sólo para usar la muerte para no escribir, que es lo que más quiero.
En esta época
mi padre se siente absolutamente amenazado por la mayoría de las personas,
sobre todo por las más cercanas, aunque en especial conmigo. Cree que le robo,
que lo engaño constantemente, que me llevo cosas de su casa, y su obsesión es
evidente; yo lleno todos sus pensamientos y me culpa por no poder escribir, no
puede pensar en nada más. Incluso mi madre, a raíz de
este delirio, comenta en su diario:
Pepe dice que
hace dos meses que no escribe por la Pilarcita... porque tanto la ha amado.
Quiere
escribir y tratará alejándose, tiene razón, que lo haga si puede.
Él dice que
dejará de querer a la Pilarcita y lo hará si con ello escribe.
En ese
entonces da forma una novela corta titulada Naturaleza muerta
con cachimba. La escritura de esta nouvelle le ha sido muy satisfactoria y ha tenido otro tipo
de beneficios personales: le sirvió de una manera muy curiosa para refugiarse
durante el mes anterior al plebiscito. Se encerró lo más que pudo en ella, fue
su protección, la concha donde se replegó y protegió de los cientos de
entrevistas que le pedían periodistas nacionales e internacionales respecto a
su posición antes del plebiscito. Puede así,
entonces, estar ausente de todo el acontecer político.
El mundo
imaginario en el que yo estaba metido, en cambio, la ficción de Naturaleza muerta con cachimba, me servía de contrapeso para
mantenerme a flote y poder respirar mi propio aire, no el de los otros, tantas
veces me sentía a punto de naufragar y con los nervios deshechos y sin sueño o
con pesadillas o con palpitaciones al corazón,
gracias a las barbaridades que oía a cada rato de los políticos de extrema
izquierda y de extrema derecha, y así permanecer dentro del círculo de la
cordura.
Después de
enviar su novela ya corregida una y otra vez a Carmen Balcells, vuelve a irse
junto a mi madre, esta vez a Davis, Estados Unidos, a dictar un curso por un
semestre. Es ahí donde comenzará a escribir otra nouvelle, Taratuta, a partir de la
llegada de una carta que nunca se supo si era ficción o no, firmada por un
señor de apellido Taratuta.
En Davis se
instalan en un departamento agradable. A mi padre le parece falsa la
cordialidad de los californianos. Mi madre inmediatamente se consiguió un gato,
ante su necesidad de afecto «animal»; uno colorín como un escocés, según ella.
Mi padre encuentra al gato totalmente idiota o
disléxico, y ella se irrita mucho cuando se lo dice.
Se siente
contento, sobre todo por haberse alejado de la pesadilla en que se había
transformado Chile en ese último tiempo. La irritación general, el miedo, la
rabia, la agresividad, la sospecha, los hermanos y las parejas separadas por el
plebiscito del Sí o No.
Con María
Pilar nos dijimos que nos parecía increíble que
hiciera cuarenta y ocho horas que no pronunciábamos, ni oíamos, ni leíamos el
nombre de Pinochet. Yo, sin duda, tengo una sensación de más aire, de vida
nueva, de poder existir en mis propios términos y no según las normas dictadas
por el general. ¿Qué vendrá ahora? No todo, seguramente, será bueno. Pero será
distinto. Distintas las limitaciones, más amplia la elección de lealtades y de lo que aquí en Estados Unidos llaman
«lifestyles», sin esa horrible sensación de castigo que nos amenazaba
tácitamente —a algunos abiertamente— en todas nuestras acciones y en todos
nuestros pensamientos durante el régimen de Pinochet: castigo esencial, puro,
abstracto, que caería sobre nosotros con la inevitabilidad del pecado original,
simplemente porque pensábamos en una forma distinta o
éramos distintos a lo que ellos exigían.
Cuando a los
hombres se le solucionan los problemas básicos como el hambre y la salud, y la
justicia, y los demás derechos humanos —y el problema básico para nosotros era
Pinochet—, uno recién puede comenzar a ser civilizado, y las llagas vuelven a
ser literarias, sin que esto signifique falta de realidad, sino otra forma
aceptable y riquísima de realidad.
Mi padre
trabaja todo el día. Sale únicamente a dar las clases, con las que debe cumplir
como obligación. Por suerte son pocas y le dejan tiempo para escribir. El
campus es precioso, lleno de árboles, flores y laureles enormes, floridos de
todos colores. Eso lo llena de placer. Lo que lo inquieta es lo que está
pasando en Chile con la política. Casi no hay noticias sobre este asunto allá y siente que nuevamente se está perdiendo
cambios históricos de su país.
Pero esa no es
su única preocupación. En una carta fechada en octubre de 1988, me escribe:
Te quiero
pedir dos favores: (1) que llames al maestro Salazar, que es el tapicero. Su
número sale en la guía café de tu mamá. Lo llamas por teléfono y conciertas con
él un día para que vaya a la casa, y me diga cuántos
metros de chintz tengo que comprar para el sofá del living y el sillón, y un
poco más para cojines, carpetas; en fin, lo que se necesite. Aparte, que te
diga cuántos metros van a entrar en el sillón —en el bergere— nuevo, ese con
tapiz que no te gusta. Lo apuntas con cuidado y me lo mandas lo más pronto
posible.
(2) Y esto es
lo más delicado: en ese mueble mal hecho pintado blanco,
donde pongo mis cartas y archivadores que tengo en mi escritorio, te pido que
busques en todas las carpetas que diga Cartas. Ahí buscas en la letra T en cada
archivador, y buscas una carta firmada por un señor Mario Ricardo Taratuta
Barenboim. Con cuidado, saca esta carta, la pones en un sobre y me la mandas
con suma urgencia. Haz esto en cuanto recibas esta carta, mira que es un asunto
que me apura. Espero que la encuentres, esa carta
significa mucho para mí. En otro sobre ponme las cartas que me hayan llegado y
que parezcan importantes y me las mandas separadas de la carta de Taratuta.
Esta
misteriosa carta nunca aparecerá, pero servirá para la nouvelle
del mismo nombre. ¿Habrá existido realmente este señor Mario Ricardo Taratuta?
Lo que sí existe es un libro, una biografía sobre
Lenin de Gerard Walter, en la que mi padre subraya todo lo referente al legado
Schmidt. Nicolás Schmidt, que era uno de los mayores fabricantes de muebles de
Moscú y que al morir legó su fortuna a los bolcheviques. La herencia pasó a
manos de las hermanas de éste, quienes debían entregar cada una su parte. Una
de ellas, por lo demás, era amante de un bolchevique activo, muy bien
considerado en los círculos dirigentes, Víctor
Lodzinski, alias «Taratuta».
Todo esto —la
fantasía, la teoría y la historia— tomará forma y se mezclará en la cabeza de
mi padre hasta lograr darle forma. En un artículo confiesa:
Como soy
incurablemente novelista, fue más bien un detalle curioso, quizás frívolo, algo
que no pasa de ser una nota a pie de página en la biografía de este ser
monumental, Lenin, lo que me estimuló a perseguirlo a
él y a su formidable esposa, Krupskaya. Fue el legado Schmidt.
En la misma
carta, desde Davis, me describe su vida allá y una vez más se conjugan estos
dos mundos tan opuestos dentro suyo: el poder creativo, la locura y la
imaginación combinado con lo cotidiano e incluso frívolo.
Yo he estado
con un resfrío horrible estos últimos tres días que
me pesqué a la salida de la tienda, exageradamente refrigerada, Macy’s. Tu mamá
acaba de salir a una fiesta en la casa de aquí al lado. Yo vivo dentro de una
nube de mentolatum, que es lo único que me hace bien.
Dentro de una
semana vamos a Los Ángeles. Hablamos por teléfono con John Wideman y la Judy.
También he hablado varias veces con la Isabel Allende, que también vive en San
Francisco, y nos veremos cualquier día, incluso
piensa venir a Davis la semana que viene. Siguen saliendo críticas favorables
de La desesperanza, pero las ventas no suben demasiado, lo único que
realmente vende es la reseña en el New York
Times,
que sí vende, pero eso ya salió hace mucho tiempo. El
obsceno pájaro de la noche,
la segunda edición de bolsillo, hace un mes que está por salir y todavía no
sale. ¡Editores de mierda! Todo el mundo lo pide y no
sale. No sé qué pasa.
La gran
novedad es una película de la Shirley MacLaine,
Madame Sousatzka,
que fue basada en un libro de una amiga mía, la Bernice Rubens, que es
sensacional. La veremos esta semana.
Tu mamá se ha
hecho amiga de un gato colorín que parece que es disléxico, pero come jamón con
la mano, se sienta y con la mano saca el jamón del
plato y se lo echa a la boca. Pero es bastante pesado te diré.
Mi hija tan
querida... ayayayayaay, que se me está acabando el papel y me voy a caer, un
beso.
Papá
A mi padre lo
invitan de varias universidades a dar conferencias. Esto lo mantiene activo y
feliz. Mi madre también está pasando por un buen momento. Toma un curso sobre
la literatura en el exilio de distintos autores; lee
particularmente a escritores magrebíes, del norte de África, y se siente
deslumbrada con algunos de esos libros. Ella siempre buscaba su espacio dentro
de estos períodos de vida universitaria que debía compartir o asumir junto a mi
padre, y tenía una gran capacidad para relacionarse muy bien con la gente
joven, de una manera espontánea y afectuosa, por lo que naturalmente dejó muchas huellas afectivas por donde pasó.
Fernando
Alegría lo convida, junto a mi madre, a Stanford, para el homenaje que le
brinda la universidad por su jubilación, hecho que resulta desastroso y
frustrante, pues en el programa figuraba como huésped de honor Isabel Allende,
lo que pone a mi padre en una situación incómoda. Se molesta mucho con Fernando
Alegría y desata un conflicto interno de envidias,
inseguridades y falta de reconocimiento. Su ego se ve seriamente afectado. El
11 de noviembre de 1988 escribe al respecto:
No porque la Isabel
Allende tenga nada de malo, yo no tengo nada contra ella, sino porque soy tan
claramente el escritor «Señor», no sólo en edad sino universalmente reconocido.
La Isabel sufre mucho —porque es una mujer inteligente, compleja y sensible— porque siente la ambigüedad de ser, querer ser,
reconocer ser y apuntar a ser una escritora de masas, de ventas masivas, por un
lado, y por otro, ser una mujer que sufre por la mala crítica del Times a
Eva Luna, que pese a eso tiene un éxito de ventas increíble.
Esta ambigüedad —fuera de su talento mal empleado, que pese a ser mal empleado
es talento—, su gran fluidez y alegría narrativa incomparables, aclara el hecho de que es cualquier cosa menos
mediocre. ¿Pero Fernando Alegría? Nada. Nunca ha sido nada. Nunca ha escrito ni
una palabra que valga la pena. ¿Por qué me duele todo este asunto tan mediocre?
Creo que por incómodo, más que nada. ¿Qué hacer? ¿Irnos mañana mismo sin
despedirnos y crear un escándalo y que se diga que me fui como una persona
ofendida porque se puso a otro como más importante
que yo? ¿Recordarle a Fernando Alegría que en su ponencia en Davis no nombró La desesperanza como novela contemporánea
política, ni El jardín de al lado como novela del exilio?
Sórdido, la envidia.
What to do? Lo
hablaremos largo con María Pilar esta noche.
Mi madre,
consciente de ello, también lo registra en su diario:
Pepe tiene un
ego como una casa, un ego de artista: «Pepe vive su
locura y María Pilar queda enganchada un mes», frase de nuestra terapia de
pareja de hace años. Difícil, muy descalificador. Por otro lado, nos queremos y
somos felices... somos pareja, somos muy amigos.
Quizás la
limitación de Pepe como escritor sea su absoluto egocentrismo artístico, su
imposibilidad de trascender en un ideal político, religioso o filosófico más que con sus creaciones de artista.
Quizás... o
quizás sea su fuerza, su don, no sé. El ego omnipotente de escritor y allí se
encuentra su no grandeza literaria.
Últimamente mi
padre había tomado varias decisiones drásticas y hecho supuestas aclaraciones
sobre su futuro, con no muy buenos resultados: la pelea con la Editorial Knopf,
su pelea y salida del Lloyds Bank, su banco, y cierta
aclaración que hizo a Carmen Balcells, por sentir que no estaba manejando bien
sus asuntos y de lo que luego se arrepintió. «Esto puede resultar trágico para
mí», comenta.
Por lo tanto,
decide ser sutil, dejar que los vientos se calmen y permanecer en Stanford un
tiempo más.
No asistir al
simposio en la mañana, asistir un ratito en la tarde, para mostrarme y hacer
como «si aquí no ha pasado nada», y en la noche
asistir a la cena, pero advirtiendo que no voy a hablar. ¡Quién fuera Jorge
Edwards, que sabría exactamente y sin duda qué hacer! En fin. Se acabó el
asunto. A no ser que mañana despierte con la idea de hacer otra cosa.
Mi padre me
escribe una postal anunciando su pronto regreso, está finalizando sus clases en
Davis. Viaja por un fin de semana a San Francisco y
le fascina; le gusta todo, el paisaje, la diversidad. Mi padre, ávido viajero y
observador, me describe todo con detalle, como el caso de una comida en un
restorán camboyano, y luego, la de uno chino:
Pilarcita,
fantástico, tú sabes que a mí no me gusta demasiado la comida china, pero tengo
que reconocer que la de anoche es la comida más rara y exquisita que he comido
en mi vida: unas gambas gigantes con una salsa
especial sobre una verdura no muy fácil de identificar, con una salsa de
almendras. Alguien comió pato asado. Otro comió un guiso estupendo con salsa de
jengibre —pollo, creo que era— con cantidades de nueces acarameladas. Todo raro
y exquisito, y los chinos y sus familias gritando como locos en las mesas de al
lado, con niños, guaguas, abuelos, igual a las familias de
los italianos cuando salen a comer afuera.
Las librerías
y las galerías de arte son una maravilla, aunque no así la música y la ópera
(que, contrario a lo esperado, es mala), ni el teatro; la tele, en cambio,
tiene cosas estupendas, y aunque no lo creas, yo me paso las tardes enteras
tirado mirándola, un programa sobre la reconstrucción del asesinato de Kennedy,
otro programa de lo mejor que he visto en mi vida,
que es un repaso de los cinco últimos presidentes de México (por cierto, que
Carlos Fuentes salió a hablar), y de las cosas buenas y malas que han hecho y
de las elecciones y los chanchullos que han hecho, los pobres... Y claro, Bill
Moyers, que es un entrevistador genial. Mi próxima novela va a estar armada
sobre la idea (formal) de cómo hacen el programa de noticias televisivas.
Durante la
estadía en Davis la salud de mi padre de pronto empeora y debe ser llevado de
urgencia al hospital; él cree tener un ataque al corazón, cosa que no es así,
pero esto lo afecta anímicamente: la sensación de vejez lo atormenta, las
palabras en su diario denotan su angustia.
¿Cómo se
prepara uno para la muerte? Siento temor, temor del no ser. Parece que no he
amado jamás, porque los placeres que la vida me dio
jamás estuvieron desprovistos de culpa ni de competitividad. Es mi conciencia
de mí mismo y del mundo y no quiero desaparecer.
Lo realmente
terrible es el caso de Pilarcita, que depende tanto de mi amor como yo del de
ella y quien tantas veces me ha pedido que no me muera porque va a quedarse muy
sola; su marido, su hija, su madre son importantes, pero
en mí encuentra algo, un amor absoluto y sin limitaciones. Quisiera que tuviera
más hijos para que cuando yo falte —y falte María Pilar— tenga algo tan propio,
tan suyo, con que identificar un pasado y un origen y que genéticamente le sean
reconocibles. Me está rondando la muerte con la forma de un infarto.
El temor
aumenta en él la necesidad de escribir sobre su familia, dejar un testimonio; escribir sobre quién es, de dónde viene. Esboza los
temas para incluir en lo que serán las futuras Conjeturas
sobre la memoria de mi tribu.
Entre esas
páginas de sus diarios, que señalan esquemas e ideas a incluir, de pronto
aparece destacada una frase escrita por él para justificar este proyecto. La
leo con especial detenimiento:
La falta de
identidad llama a la atención, a la invención de una
identidad, la autobiografía es ficción.
En tanto, mi
madre comienza con ciertos síntomas inespecíficos. Está muy cansada, delgada y
débil. Mi padre se inquieta al verla así.
Es de noche,
preocupado por una tosecita tonta pero persistente de María Pilar. Preocupado
con su falta de apetito, siempre tan bueno y terrenal, y su vitalidad
disminuida. Le palpé el abdomen y me pareció que
tiene hinchado un sector. El médico señaló pequeños desperfectos en su corazón
que podrían explicar sus palpitaciones.
Luego de unos
días enferma gravemente, es llevada de urgencia al hospital y las constantes
taquicardias terminan en una hospitalización prolongada. El médico a cargo
resulta ser japonés y mi padre comenta al respecto con ironía:
Tenso samurái
a punto de suicidarse, estoy seguro, joven y guapo,
que no «entraba» a la pieza, sino que en silencio se materializaba, aparecía
allí todo vestido de blanco y con un aire de saber todo lo que decíamos de él.
Máscara de personaje de Kurosawa medieval, guerrero, incomunicable, racista (se
me antoja suponer), arrogante, cruel, totalmente desprovisto de humor —o con un
incomprensible humor de antenas de coleóptero— que
aparecía a exigirte suicidio, como Mishima.
Fue este
doctor japonés quien finalmente le diagnosticó una miocardiopatía dilatada, de
la cual se recuperaría relativamente por un tiempo, pero que, años después,
sería la causa de su muerte. Tanto mi padre como mi madre pasan unos días
hospitalizados durante su estadía en Davis. Esto solía suceder con frecuencia,
con cada viaje, una hospitalización; luego, se
recuperaban y seguían como si nada hubiera pasado. Tras las crisis de salud, mi
padre, como siempre, renace. Está lleno de ideas y proyectos. Le entusiasma la
invitación que recibe para ir a Alaska, en marzo del año entrante, para ver una
adaptación teatral de El obsceno pájaro de la noche.
Justamente, después de quince años o más, acaba de releerlo para un seminario
que dictó en la Universidad de California y le gustó;
piensa que puede durar vigente aún unos años más todavía. «Before
the ice cap reigns...», según la frase de T. S. Eliot.
Excitadísimo
con la perspectiva de un viaje a Alaska. ¡Qué frío, eso sí! ¿No voy a quedar
bloqueado por el hielo, como las ballenas que tuvieron enloquecidas a las
noticias de todo USA el mes pasado? La buena prensa es una de las ventajas que tienen las especies en extinción: las cuidan, se
preocupan los periódicos. Voy a intentar optar a ese «estatus» privilegiado de
especie en vías de extinción. ¿Y en Alaska qué le va a pasar a mi pobre
próstata, tan sensible al frío? Que en Alaska hayan decidido hacer una
adaptación de El obsceno pájaro de la noche y me inviten al estreno me
parece increíble.
Luego del
viaje a Alaska, que no deja mayor huella en él,
vuelve a lo que realmente le interesa, la escritura. Taratuta
está tomando cada vez más fuerza y esboza toda la historia una y otra vez. En
1988 anota:
Terminada
(definitivamente) la versión total de Naturaleza
muerta con cachimba.
Estoy contento con este cuento, quién sabe por cuánto tiempo. Estoy leyendo The Golden Notebook, que es un libro en muchos
sentidos magistral, pero la prosa presenta algunos
problemas.
Mi padre se
pasa el día angustiado con la idea del regreso a Chile y la prisión que
significa no poder hablar de otra cosa que de política.
No rechazo el
mando político: lo rechazo como mantra, como conversación de salón, como
arribismo.
Mis padres
vuelven a Santiago en el verano de 1989. Ambos han logrado salir del túnel de las enfermedades. Al menos por el momento. Mi madre
dice estar dispuesta a cambiar su personalidad para transformarse en «señora
con perrito, diván y novela». A mi padre le entusiasma esta imagen, la
encuentra muy poética; ha comenzado por regalarle una perrita de bolsillo, una
yorkshire terrier bautizada como Clarisa.
Le pondré a
María Pilar el diván junto a la chimenea que estoy construyendo en el salón de mi casa, como preparación para el
invierno, o para nuestro otoño más bien, cuando la glicinia de afuera se ponga
amarilla, y no sea una aberración entregarse al lujo de la melancolía, la
soledad y la lectura. ¡Poco moderno pero qué le vamos a hacer! ¡A ver si
podemos incluir esta etapa en la posmodernidad, donde parece caber casi todo si
uno lo empaqueta bien!
En ese verano, la soledad de un Santiago desierto por la huida de la
gente al litoral, aletargado por el calor y con la ausencia de la vida social
impuesta, le dan la paz necesaria para volver a su estudio y encerrarse a
tratar de terminar Ta ra - tuta.
Aunque el proceso se alargará bastante más tiempo. Los cuadernos de la época
contienen muchos esquemas que ordenan personajes, acontecimientos, lugares,
para lograr darle forma a la novela. Anota:
Mañana tengo
que hacer este esquema que está vago. Quiero que sea preciso, a lo T. S. Eliot.
Pasa por
momentos de crisis. Su salud vuelve a decaer, le falta la fuerza que requiere
escribir ocho horas diarias. Por períodos largos no escribe, su enfermedad al
hígado parece estar empeorando. Anota en julio de 1989:
Terminado y
mandado Taratuta, el martes le llegará
por correo a Carmen Balcells (espero que esté en Barcelona).
¿Ahora qué?
Desde luego mi trabajo, por lo demás duro, de la adaptación teatral de Este domingo para el Ictus, con Carlos Cerda. Pero no es
suficiente. Tengo que saber guardar mis mañanas para ser yo mismo y sentir que
estoy viviendo. ¿Qué hacer? (1) Tengo cerca de cien páginas de «Conjeturas
acerca de una vocación». (2) Tengo ciento cincuenta
páginas de «El pez en la ventana». Pero resulta que ninguna de las dos me
impulsa a seguir adelante. Quisiera hacer algo nuevo. Y distinto. Por eso he
pensado tanto en estos días en «La anciana cara».
Lo importante
aquí es el prólogo explicativo de por qué este libro no es un desnudamiento
total, y una justificación de mi... Esto es clave. Un hombre es también sus máscaras desde las cuales es posible
inferir la identidad, la unidad de un ser, y son como metáforas de ese ser,
objetos traslúcidos, no transparentes, que dejan pasar la luz y entrever lo que
hay al otro lado, pero sobre todo que retienen la luz y son, en esencia,
cuerpos que se interponen entre el ojo del espectador y el objeto real, que
queda al otro lado.
Describe
alguna de las partes que incluirá en este proyecto:
La casa vieja,
ser provinciano, la rama nueva, ser escritor, el exilio, mis casas, escribir Coronación, escribir El obsceno
pájaro de la noche,
escribir La marquesita de Loria, escribir El jardín de al lado, escribir La desesperanza, los finales de mis novelas. Y finalmente se propone «escribir una novela grande, realista,
mucho paisaje, mucha ciudad, algo entre Lampedusa y La hoguera de las vanidades. ¿Cómo?
Las casas,
siempre tan centrales para él. Decía que son el espacio donde ocurre la fábula,
donde sucede la novela, el lugar de la acción y la pasión, el orden y las
reglas..., y también del advenimiento del caos.
Insisto en el
tema porque soy, esencialmente, un hombre de casas, tal vez también de
ciudades, rara vez un hombre de paisajes y campo. He
sido un hombre condenado a las ciudades y amante de las ciudades. Y dentro de
las ciudades, de las casas, y dentro de las casas, de las habitaciones y las
familias. Tengo que contar las riquezas de esas habitaciones. He derivado: una
sensibilidad para captar las estructuras humanas que produjeron esas
habitaciones. No puedo permanecer ciego a cómo se inscribe en una habitación toda una historia, toda la antropología de
un grupo humano. O de la persona que produjo ese ambiente físico. Cómo están
presentes en él su cultura, su clase social, sus pretensiones y fracasos, todo
visible en la disposición de sillas y mesas y cuadros, en la selección de
colores y texturas. Allí está inscrito lo que la gente es, o quiso ser, o
intentó ser, o se sacrificó por ser. Estas
habitaciones tienen una voz, y hablan, y uno puede reconstruir a los habitantes
a partir de astillas y trapos. Uno recrea relaciones y estructuras, inventa
armamentos y sensibilidades y emociones.
Sigue pensando
en Conjeturas..., pero quiere darle un vuelco para que
se llame Los ruiseñores cantan en griego. Le preocupa
cuánto tiempo le tomará escribir. Imagina que bastante y sabe que el tiempo se le va haciendo cada vez menos.
Mi madre
quiere escribir un libro sobre la génesis de las novelas de mi padre. Empieza a
grabar conversaciones con él sobre las primeras obras, entre ellas Coronación, y se siente feliz con este proyecto, que junto a
su trabajo en el diario La Época le han devuelto la
confianza en sí misma. Anota recuerdos que se le vienen a la mente en relación
a comentarios sobre las novelas de mi padre. Destaca
uno en especial: la reacción de Carmen Balcells al leerle las líneas que Luis
Buñuel le había escrito sobre El obsceno pájaro de la noche.
Carmen Balcells había dicho: «Por fin comprendo por qué me entusiasma (o
emociona) esta novela que no me gusta nada».
Mi padre
continúa trabajando, pero el miedo no lo abandona. En 1989 cumple sesenta y cinco años y escribe:
Mala cosa, la
peor época de mi vida, estoy alrededor de mi sesenta y cinco cumpleaños, la más
enferma, la más angustiada, la más inestable, la más paranoica. No quiero
seguir hablando de esto porque me voy a enfermar más aún y puedo quebrarme
porque no puedo tolerarlo. Entre otras cosas, me agotó Conjeturas y no me interesa volver a él, ni escribirlo.
El tema que me ocuparía, que quiero que me ocupe, es el
siguiente: el hombre, el escritor, que se siente abandonado, por un lado, el
mundo contemporáneo, y, por otro lado, que ve claramente que la literatura,
como él la ve y la entiende, ya no tiene un lugar en el mundo contemporáneo.
Pero esto es sólo una idea y un sentir, y las novelas no se hacen ni con ideas
ni con sentir.
Podría
llamarse Preludio, fuga y final o de nuevo y más
apropiadamente Los ruiseñores cantan en griego. ¡Qué obsesión este título!
Finalmente
decide retomar la novela sobre Lota que tenía abandonada, pero sigue
conservando el título Los ruiseñores cantan en griego
o Los zorzales cantan en ruso, pero se pregunta si
habrá zorzales en Concepción o en Lota.
Pasa tres
meses ininterrumpidos trabajando, pero no logra
terminar y siente que el proyecto se le marchita entre las manos; es tan
distinto a lo que él quisiera escribir, tan distinto todo lo que siente y
piensa a lo que escribe de verdad. Encuentra el tema tan remoto, tan pasado de
moda, sin relación alguna con el mundo contemporáneo. ¿Cómo seguir adelante?
No sé. ¡Qué
difícil es juzgarme a mí mismo!; y de mi juicio depende lo que debo hacer
enseguida. Por un lado, me rehúso a lo que «está de
moda», a «lo que venderá». Por otro lado, mi conciencia de que una de las
características más conmovedoras de la creación artística es la continuidad de
su contemporaneidad. Mostrar mi juicio, una visión, una mirada que sea
esencialmente contemporánea.
Su amistad con
Teresa del Río es muy importante. Pasa del encantamiento al desencantamiento constante; le gusta su compañía, se hablan casi todos
los días por teléfono, se juntan a comentar alguna de las comidas en las que
han coincidido. Mi madre no la quiere mucho, pero no son celos precisamente,
sino más bien molestia por sus duras críticas; es implacable y fría con sus
juicios hacia ella.
Mi padre
decide dejar la novela sobre Lota a un lado, le tienta la idea de retomar Conjeturas, pero algo lo detiene,
siente una incapacidad de escribir, como de hablar, de leer, lo que lo tiene
aterrorizado, condenado. Ni los antidepresivos que está tomando, ni su trabajo,
ni su psicólogo Hugo Rojas han logrado aliviar esta sensación que lo tiene
paralizado.
«Encefalopatía»,
palabra aterradora que le vaticinó el doctor Silva en Davis unos años antes.
Pero no se quiere detener y trata de sobreponerse.
¿Cómo seguir? Con Los ruiseñores..., con Conjeturas..., con La anciana cara...
Al parecer,
por una anotación que encuentro entre sus diarios de ese entonces, el rumbo ya
está definido: sus memorias es la elección, aunque no está claro cuándo cerrará
el círculo.
Encima de mi
velador tengo la ampliación de una fotografía color sepia (el original, más
pequeño, que también guardo y también es color sepia)
de un gran grupo de personas, caballeros de bigote y patillas, señoras de
mangas de encajes y peinados complicados, reunidos para tomarse una fotografía
por un profesional llamado para ese propósito, en el año 1890, es decir hace
justo un siglo. La fotografía está centrada sobre un grupo de cuatro señoras sentadas.
La central, alta, imponente con una capa hasta el
codo, con una mirada senil y soslayada, pero inflexible. Es mi bisabuela María
de la Luz Henríquez de Donoso. La fotografía fue tomada con ocasión de un
almuerzo que esta señora le ofreció al Pesidente Federico Errázuriz Echaurren
durante su campaña presidencial contra Vicente Reyes. Mi bisabuela, dicen, era
muy errazurista. Politiquera, aficionada al poder, empeñada en sacar a su
provincia del atraso y amante de los naipes.
La fotografía
está tomada en una parte a plena luz —probablemente antes del almuerzo, porque
las tenidas están todavía muy cuidadas— y los caballeros están de abrigo y las
señoras de manteleta, los cuatro niños que juegan entre las rodillas de las
señoras (es la parte mejor de la fotografía) son graciosos y no están con
señales de mucha algarabía. El Presidente y su
comitiva tienen cara de aburrimiento, de corderos llevados al matadero.
La economía
familiar es un tema que lo agobia. No deja de sacar cuentas, hace anotaciones
al margen de sus cuadernos. La única entrada segura son los artículos que
escribe para la Agencia EFE y los intereses de lo que tiene invertido en
dólares, pero los gastos de una casa grande y los gastos médicos consumen todo muy rápido.
Por momentos
se siente en la ruina y cree que si no logra escribir nunca más no podrá
sobrevivir. El caos imperante en la casa de mis padres en el sentido práctico
es parte del escenario y los abruma. No saben ver las cartolas del banco, ni
llevar la cuenta en la chequera, ni manejar el dinero de manera coherente o
hacer algún tipo de presupuesto. Si hay dinero se gasta
rápido y a veces absurdamente, y luego viene la escasez y se deprime con la
idea de no tener dinero. Pero también en ello hay una cierta ironía.
—Hay que ahorrar
en lo necesario para gastar en lujos —dice entre risas.
Mi padre viaja
ese año nuevamente a la feria de Buenos Aires. En esta ocasión quiere visitar a
Ernesto Sábato, a su amiga Pepita Delgado y a Elena Ovando. Quiere rememorar, pues tiene la sensación de que tal vez no
haya más oportunidades para hacerlo.
Por esa época
está leyendo Ada o el ardor, de Nabokov. Le parece
maravilloso, imposible de alcanzar. Lo compara con lo que él está escribiendo
en ese momento, y se desalienta. Anota:
No, no sirve.
Y Ada, de
Nabokov, que me está fascinando, más allá de todo lo descriptible. Pero es
inaccesible. Tiene una sensualidad —de experiencia y
de lenguaje— realmente impresionante, que me maravilla, pero me deja muy inútil
y muy solo. ¿Cómo escribir ahora? Mi modo tradicional de escribir ya no sirve
para nada, ni mis temas.
Hay millones
de cosas que le preocupan y que apenas lo dejan respirar: desde el misterio de
su alta sedimentación en la sangre y su situación económica, hasta la falta de importancia que va adquiriendo ser escritor a medida
que termina el milenio. Pero no quiere sentirse derrotado y se plantea, en
cambio, usar todas las preocupaciones para retomar una novela. Y esa novela no
puede ser la que tuvo pensada sobre un personaje que lo tenía fascinado, sir
Richard Burton, el traductor de Las mil y una noches,
explorador de las fuentes del Nilo y uno de los grandes
lingüistas de todo el mundo que, supuestamente, había estado en Chile una
temporada, lo cual era un verdadero misterio. Cuando investigaba y escribía
sobre Burton se encontró con que al llegar a Chile exclamó: «What a black
hole!». Y dio media vuelta y se fue.
Ante eso mi
padre decidió también darle la espalda indignado y no retomó esa biografía
novelada sobre él. Sí, porque mi padre, a pesar de
todo, era un nativo de vuelta en su tierra, con la cual finalmente se sentía
ligado. Prefiere un sano retorno hacia lo que él conoce y ya tiene comenzado: Conjeturas acerca de una vocación. De manera que empieza por
hacer un esqueleto dividido en distintas conjeturas. Aquí van apareciendo en su
mente las historias familiares, tanto por el lado Donoso como por el Yáñez.
Comienza la gestación realidad-ficción de toda su
historia familiar, que será luego la causante de serios conflictos y rupturas
con parte de su parentela.
Anota en su
diario:
Tengo que
construir personajes, darles vida y pasión. No tengo que tener miedo de
introducir episodios y personajes extraños a la parte central del relato, ni
episodios aparentemente desligados del tema central del relato.
Rasgo esencial de algún personaje: la increíble avaricia de
la Tere del Río.
Importante tal
vez no comenzar con la evocación romántica con que comienzo. Dejar eso para una
«parte dos». La novela debe comenzar con un retrato del bisabuelo joven.
Yo, mis
recuerdos, mis vivencias de chico, el terremoto. La calle, la vecindad, la
escasez de cosas.
Leo —estoy
terminando— la vida de Dickens. Veo el dolor con que
Dickens veía aproximarse la muerte, pero ¡cómo trabajaba, cómo se divertía,
cómo amaba, cómo Dickens escribía, escribía mal, pero escribía! Edwin Drood está incompleto. Pero, igual que a mí, se le
terminaron las energías para un trabajo continuado, entre una obra y otra de él
hay siete años sin publicar una novela.
Me gustaría
recoger el Santiago de entonces, y también el
Santiago de ahora, algo de lo que recoge Dickens en las calles de Londres.
Granted: Santiago NO es Londres.
Para mi madre,
la presencia de la muerte también es aterradora y se da cuenta de su posible
cercanía. Su enfermedad al corazón ha dejado en ella secuelas evidentes. Se
cansa con facilidad, está más flaca, se siente débil, pero a la vez le ha dado
cierta conformidad consigo misma y paz.
En el fondo,
la idea de la posibilidad de la muerte no muy lejana me ha dado una gran
libertad, como la enfermedad; derechos y, por ende, gran alegría... ¡Extraño!
En algún momento de estos últimos justificados meses del «aprovechamiento» de
mi enfermedad al corazón, algo cedió y no me duele, no me siento estéril, soy
madre y abuela efectivamente y madre esencialmente.
Mi padre sigue trabajando incansablemente en su proyecto. En sus
notas se evidencia la evolución de los personajes, desde sus bisabuelos en
adelante, en los lugares a los que quiere hacer referencia: la calle Ejército,
Talca, las plazas de su niñez, la avenida Holanda.
Pero por
momentos duda del curso que está tomando todo este material, titubea y escribe
en su diario:
¿Qué hacer? No
puedo plantearla como el caballero maduro que busca
las pistas de algo, porque sería igual a Taratuta. Y la esencia de esta
novela está en esa búsqueda. ¿Qué otra manera puedo tener de hacer las tres
conjeturas? ¿A quién le interesa Talca? ¿Y a quién una monja? Sin embargo, esa
primera escena del entierro no deja de tener posibilidades una vez
desarrollada. ¿O no? No sé.
Tengo que
comenzar con un ambiento oscuro, de gran misterio. No
sé si oscuro. Tiene que haber al comienzo misterio sin oscuridad. ¿Cómo? No
puedo comenzar por el final, que sería tan fácil.
Veo muy
difícil realizar esta novela, la veo con poca popularidad, y que no va a hacer
nada por mi prestigio, que tanto necesito remontar. Recuerdo las palabras al
otro lado del teléfono desde Barcelona:
«Escribe una novela grande», me dijo por teléfono hace casi un año
la Carmen Balcells. «Lo necesitas». ¿Cómo no saber que tiene razón? ¿Cómo no
despreciarla porque tiene razón? ¿Cómo no despreciarme por encontrarle razón y
que me importe la falla que su recomendación me señala?
En fin, todo
es muy caótico, no sé para dónde tirar las dos novelas viejas (El pez en la ventana y Conjeturas). Tengo que inventar algo que sea fresco, nuevo, esas dos novelas las tengo
demasiado manoseadas y las siento añejas, que pertenecen a un mundo que no es
mi mundo de hoy.
Las
preocupaciones lo siguen invadiendo, en especial la depresión de mi madre, de
la cual ella no ha podido recuperarse. Es tan profunda que debe pasar unos días
internada en una clínica. Se siente sola, incomprendida, abandonada. Escribe en su diario mientras está hospitalizada:
Días enteros
de soledad, dos o tres. Leo a Sylvia Plath y encuentro tantos puntos comunes.
Relación con
Pepe simbiótica, ¿canibalística?, ¿canibalística?
En la cabeza
de mi padre siguen superponiéndose ideas, posibilidades de nuevos proyectos,
pero, en el intertanto, debe escribir sus artículos que son el pan de cada día.
Esta tarea cada vez se le hace más cuesta arriba;
quiere tener tiempo para escribir lo que a él realmente le interesa, y cree que
por ahora no puede volver a escribir una novela. Pero, como es cambiante,
tiempo después escribe en su cuaderno:
Vuelvo a la
idea de las tres conjeturas leyendo a Kazuo Ishiguro (The
Remains of the Day),
me doy cuenta de que la novela sobre una monja talquina puede tener un similar exotismo. Pero para esta novela tengo tantos comienzos
posibles, que no sé muy bien cuál es cuál, ni cuál es el más atrayente y me
abre mayores posibilidades.
En 1990 sufre
una nueva crisis de salud, esta vez muy grave. Se le produce una hemorragia
masiva de las várices esofágicas, producto de su problema hepático, que lo
lleva a un estado casi de coma. Pasó cerca de cuarenta días hospitalizado, debatiéndose entre la vida y la muerte. La sala de
espera siempre estaba llena de gente. Se hizo hasta un llamado por televisión
pidiendo dadores de sangre, hecho que originó en poco rato una fila de
personas: amigos, estudiantes de literatura, admiradores, desconocidos (que
dejaban incluso pequeñas notas para que se entregaran a mi padre diciéndole el
honor que era para ellos donarle sangre). Pero aun
semiinconsciente, conectado a todo tipo de máquinas y de tubos, estaba atento,
preguntaba quién había venido o quién había llamado. Su eterno ego, una parte
tan suya.
Me gusta saber
que soy querido, que los demás sufren pensando que me voy a morir.
Logra superar
esta crisis, pero queda muy débil y aún más envejecido. A mi madre esta nueva
realidad le despierta una serie de inseguridades
respecto al futuro.
Temo la
convalecencia de Pepe en casa. De algún modo le tengo envidia a Pepe, al clamor
que ha producido su enfermedad, al amor que lo rodea. Han sido largos los días
de clínica y preocupación y entrega.
Dolor de
enfrentarse con los años que vienen, su enfermedad y temprana muerte. ¿Cómo
será después de la muerte de un ser indispensable? Comer, ir al baño, respirar, dormir.
El trabajo de
las Conjeturas quedó, entonces, postergado por mucho
tiempo, no sólo debido a su larga estadía en la clínica, sino que una vez
recuperado, en septiembre de 1991, nuevamente viajó junto a mi madre a Estados
Unidos. Va primero a Iowa, donde se siente muy decepcionado del lugar y del
ambiente, pero ahí, sin embargo, comienza nuevamente a trabajar y aparece de manera casual una idea que luego tomará fuerza para
una futura novela y que será muy importante: el mundo universitario de Iowa,
con los exóticos gordos que le obsesionaban tanto. Deja esta idea archivada
pensando en un futuro artículo, pero más adelante escribe en su diario sobre la
posibilidad de una novela divertida.
A very fat
Iowa girl and a very intelligent Latin American professor.
How happy she is, how she becomes fat-fatty foods, popcorn, etc.
Atlanta,
octubre 1991.
Sigo con la
idea de la gorda.
El amor del
chileno por la montaña y, según cree, un amor por la iowana gorda, crece un
amor por el paisaje de ríos... No, no hacerlo ridículo, ni a él ni a ella,
hacerlos humanos.
Él-ella,
pareja que añora Chile. La gorda iowana que lo hace olvidar a su pareja y a Chile. Suicidio de la gorda. Regreso a Chile (¿).
Where the
Elephants go to Die. Title of a novel?
Debe ser
cómica, ¿Pero cómo a mis alturas se es cómico? No creo que pueda, ni siquiera
ser witty. Todo se resuelve en lo solemne, por desgracia, en lo anti Nabokov.
Importante:
incluir la experiencia terrible de que no es posible engendrar. La mujer estéril,
muere esa relación. Todos los métodos conceptivos de
hoy, María Pilar en su batalla, Pilarcita en la suya. ¿Para quién? Pérdida del
sentido del placer, del juego en el amor. Seriedad de toda actividad sexual.
Para mi madre,
en tanto, esta nueva estadía en Estados Unidos no ha sido tan beneficiosa; se
siente postergada y sin nada que hacer.
Estoy tan
deprimida de nuevo y tan angustiada. Ojalá me ayude
el Dr. Labarca cuando volvamos. Incluso peligro de muerte si no dejo mis
traguitos... dice el cardiólogo que me puedo matar.
Debo aceptarme
positivamente como soy... poco a poco... elaborando. Pepe, con las
contradicciones de nuestra relación... y suyas profundas también... contra lo
que tuve que luchar, larga y dolorosamente, psicoterapia... feminismo.
Comprendo vida
y vivencias compartidas, Pepe y yo con sus flames, la
Pepita, Tere del Río, Ágata.
La crueldad de
Pepe es inmensa, se está quizás agudizando y transformando en una forma de
locura.
La cabeza de
mi padre es invadida por sus paranoias con la gente. Mientras está de viaje se
entera de que a su vuelta a Chile estará aquí Carlos Fuentes y quiere hacer
algo para evadirlo; siente que no puede enfrentarlo,
está aterrado ante la idea; se siente, de algún modo, disminuido ante esta
figura tan poderosa.
También siente
temor ante el grupo que se reunirá a escucharlo en la Universidad de Princeton.
Es un miedo a todo, a Peter Johnson, aunque no tiene muy claro por qué. Anota
en su diario:
Tengo una
invitación para el Premio Extremadura y otra a París, que creo voy a rechazar.
En todo caso, los viajes a España me apetecen para
ver a Carmen Balcells y para ir a Calaceite. No para ver a Mauricio Wacquez,
que se ha portado de hecho como un canalla conmigo. Pienso en mi hija, en mi
nieta. Toda mi vida es una tensión entre el deseo de verlas pronto de nuevo y
mi voluntad de no volver nunca más a Chile, lo que es imposible.
¿Adónde me
voy? ¿A Salta? ¿A Santiago?, que sería lo más lógico,
pero lo más terrible de todas las posibilidades, por lo que tendría que
enfrentar. No, imposible. No puedo ahora enfrentarlo. ¿A Lota? ¿A Temuco?
Divaga sobre
las distintas posibilidades de huir. Huir también puede ser la oportunidad para
él de un nuevo proyecto, de una novela de viajes. No sabe muy bien qué lugar
escoger, si Lota o Temuco —en relación con los mapuches— u otra idea.
Temuco puede
ser más un trabajo de investigación; Lota le parece más enigmático; Chiloé le
atrae, lo seduce más que ninguna otra parte. Pero deja abierta la posibilidad
de que mañana puede cambiar de opinión, muy típico en él.
La idea del
viaje persiste. Buscar un lugar. Viajar siempre tuvo para él un atractivo
especial, algo de mágico había en el descubrimiento de nuevos mundos, nuevas caras, nuevas calles.
Se propone
comenzar a investigar a Bruce Chatwin y a un par de autores más. Éstos tenían
varios detalles que les eran favorables: eran jóvenes, fuertes, con buenas
relaciones con la tecnología. Mi padre, en cambio, siente que ya es un viejo de
sesenta y siete años, que no sabe manejar un auto, con pésima salud, y la
necesidad de cuidados y dieta constantes.
Sabe bien que su hermano Gonzalo y su amigo Alberto Pérez
han hecho cosas similares; esfuerzos físicos comparativamente equivalentes al
que él quiere hacer. Pero se siente también contrario a lo que Héctor Orrego le
propuso en Toronto y a lo que él inmediatamente se negó: que el hijo de Orrego,
Felipe, lo acompañara. Siente que debe emprender esta aventura solo, sin
escudero. Esta exploración de los límites de la
sensibilidad propia, utilizando un paisaje, una región, un pueblo como reflejo
exterior o como objeto en el cual se refleja su personalidad, es algo muy
distinto a lo que ha hecho. Quiere que sea un gran canto a la vida (canto
tácito, reprimido, como en Chatwin), un largo adiós, o quizás cree que no tiene
para qué ser tan largo, pero con los pedales a fondo y echando humo.
El
tono de la narración quiere que sea a lo Chatwin. No debe imitarlo, lo que
sería relativamente fácil, sino buscar un equivalente propio, de esa sensación
de adiós a la vida.
Su permanencia
en Estados Unidos ha sido fructífera, a pesar de las dificultades que se le
presentaron. Han surgido estas nuevas ideas, el libro sobre «la gorda», el
libro sobre los viajes, sus conferencias..., pero
está cansado, su cuerpo no lo acompaña para todo lo que quiere o desearía
hacer. Mi madre también es una preocupación constante.
Estoy
extremadamente enervado y nervioso. María Pilar, debido a las tensiones con los
Raskin, está comenzando a beber de nuevo, un poco. Pero es terrible pensar que
con el menor traspié le da por beber. Me aterroriza.
Dice Orrego
que Rafael Parada ha aprendido en Canadá una técnica
nueva. Hablaré con él llegando.
Mi madre debe
volver a Chile; él se quedará, evitando por unos meses el retorno tan temido.
A pesar de las
preocupaciones, Nueva York sigue cautivándolo. Sale con sus amigos Gene y
Francesca Raskin, come con su antiguo compañero John Elliot. Entra a las
librerías, pregunta por sus libros en Strand Bookstore y le dicen que sus
libros son muy buscados y lo invitan a ir a firmar al
final de la semana. Compra por fin los dos libros de Bruce Chatwin que buscaba,
le gustan bastante y, ciertamente, quiere tomar ese camino en su futuro libro
de viajes. Va a ver una obra de teatro que encuentra horrible, piensa en la
posibilidad de escribir una. Sobre la página en blanco de su diario, después de
un largo día, escribe:
La llamaría Eminent
Victorians,
y el personaje central sería Florence Nightingale, y ya inválida y de regreso
de Crimea, en un sofá dialogando con sir Richard Burton, sir Eduard Lear,
general Gordon, Darwin, Jowett o alguien así, Charles Swinburne.
Una escena
sadomasoquista entre Swinburne y Burton. Releer The Other Victorians, también Eminent Victorians. Me parece una idea genial.
Debo investigar.
Parte rumbo a
México antes de retornar a Chile. Le parece fea la raza mexicana. Sentado en el
aeropuerto escribe en su cuaderno de notas:
Respecto a la
fealdad, una vez le comenté la fealdad de los mayas a Gabriela Mistral y me
dijo, once and for all: «¡Sí, pero son tan raciales!». La frase, dicha en
Xalapa en 1950, se ha quedado conmigo como una descripción válida del otro lado
de la belleza fácil.
En México se
aloja en la casa de Valentín Pimstein, que lo recibe con la mayor generosidad.
Habla con sus amigos: Tito Monterroso, Sergio Pitol, Rafael Ramírez Heredia,
Margo Glantz. Asiste a una comida en la casa de Diamela Eltit, su amiga
escritora, que está viviendo ahí en ese momento. Ella ha invitado a un grupo de
amigos para recibir a mi padre y él, con su mirada crítica,
comenta en su diario:
Embajador
chileno igual a todos los embajadores chilenos. Estaba Tito Monterroso,
completamente un enano monstruoficado, perdida la liviandad, la ligereza de
otros tiempos (los tiempos de la loca maravillosa Milena, su primera mujer,
ahora es casado con una especie de niñera que le consiente todo), envidioso,
selfcentered, totalmente second rate. No hay más que mirarle las manos. Sergio Pitol, entero y encantador. Diamela,
encantadora e igual a sí misma. Y algunos más.
No dejo de
lamentarme de lo poco que contribuye Tito al mundo actual, y qué poco toma de
él. Hace una cultura de su pequeñez y de su temor (a María Félix, por ejemplo).
Sergio, en cambio, sordo y todo, es lo contrario, útil, conectado al mundo. Sin
embargo, me parece que lo mejor de Tito es mucho
mejor que lo mejor de Sergio.
Está
maravillado con la riqueza de ese país, con las casas lujosas, embriagado con
los paisajes exóticos, con las frutas, con los aromas. Esto lo motiva, quiere
irse de Ciudad de México solo, por unos días, para enseñarse a sí mismo a ver,
a observar; ve mucha gente, pero poco mundo exterior, y eso que siempre ha sido
su percepción del mundo aquello que más lo define.
Siente que esa cualidad se le quedó en pana en alguna parte del camino y ahora
quiere una real compenetración con el mundo que ve.
Pero nadie le
parece lo suficientemente atractivo o interesante. Disfruta de la compañía de
Sergio Pitol, con quien recorre caminando la parte antigua de la ciudad.
Me agoté. De
caminar y de hablar, aunque hay pocos sitios que me gusten
más para caminar que México, y pocas personas con quien sea menos ostentoso ser
inteligente e informado que con Sergio Pitol.
La mirada de
odio de la diminuta indiecita que me pidió limosna. La única mirada de toda esa
multitud.
Tengo las
manos olorosas a tortillas de maíz y recuerdo el aroma de las rosas rosadas que
compré ayer en la calle para llevarle a Soledad. En USA nada tenía aroma, ni
sabor. ¡Pero aquí los pepinos y los tomates y las rosas!
Fea y sombría
la casa de Sergio Pitol, sin ambiente, con algo de pensión desordenada. Una
leve sospecha de que sea mezquino con él. La conversación fluyó. Muchos
recuerdos de Barcelona, de México hace veinticinco
años, de encuentros en Hamburgo, en París, en otras partes, que no recuerdo muy
bien.
A Sergio no le
gustó el título La voz de la vieja, me propuso otro que a mí no
me gustó absolutamente nada. Supongo que una de las fallas literarias de Sergio
es cierta «vulgaridad de gusto». A pesar de todo lo que he escrito aquí sobre
él, es un escritor de prosa muchísimo más interesante
que Jorge Edwards, por ejemplo, que es de su misma edad y generación.
Visita el
Museo Antropológico Nacional de México; las piezas olmecas lo tienen
trastornado por la fuerza y la imaginación que demuestran, el baile olmeca
parecido a una multitud de Giacometti. Podría pasar días y días ahí. Es el
museo que más ama en el mundo, casi tanto como amaba el Moma cuando era estudiante en Princeton, no se sentía tan feliz en
ninguna parte como en el Moma (recuerda sobre todo los nenúfares de Monet y dos
esculturas de Lehmbruck, el hombre y la mujer desnudos). Allí pasaba días
enteros consolándose de todos sus males.
Ahora tiene la
misma sensación en el Museo Antropológico, que cura todas sus aflicciones,
incluso la de tener que volver a Chile. Lleva consigo
también el recuerdo cercano de Nueva York al escuchar las Variaciones
Goldberg, de Bach, en la Frick Collection. La experiencia musical
respaldada por la experiencia pictórica de los tres maravillosos Vermeer que,
de algún modo, lo retrotraen a su amistad adolescente con George Beecke, que
vivía en la esquina de la cuadra de su casa en avenida Holanda, cuando él tenía
doce o quince años, y ambos subían a comer guindas
que caían del árbol sobre el techo del gallinero de su casa, y como George le
enseñaba de pintura, se pregunta ahora cómo este amigo sabía tanto si entonces
tenían la misma edad.
Aprovecha ese
último día para ir al museo, pero la muestra de pintura mexicana permanente le
parece desilusionante. Tamayo se le cayó en forma definitiva. Frida Kahlo es
interesante como tema, no como lectura, y a María
Izquierdo la encuentra insignificante. Concluye entonces que, de algún modo,
los gigantes aún permanecen: Orozco, Diego Rivera.
Llama a
Santiago para saludar y para que le den noticias sobre los acontecimientos
familiares. Luego, escribe desilusionado:
Hablé por
teléfono con María Pilar y Pilarcita. Deprimente: cócteles y operaciones. ¿Por
qué será la angustia de Pilarcita por tener niña/o?
No lo comprendo. ¿No fue tan espantosa su niñez sola? Tengo miedo que esto se
refleje en cierta desvalorización de Natalia con muy malos resultados
posteriores. En realidad, Chile y mi casa y mi familia me producen una cantidad
de angustia o depresión que no sé cómo manejar. Todo en Chile es sombrío, sin
libertad ni progresión, todo es regresión. Agregarle a eso
mis temores de kidnapping y tenemos un cuadro verdaderamente desastroso.
Parece que la
Carmen Ballcels me escribió que (1) no vendiera la casa, (2) no me divorciara.
What the hell does she know about my life? Me muero de ganas de hablar con
ella. Tengo los pantalones pasados a pipí. Mañana debo mandarlos a la
tintorería. Y ya comencé a hacer las maletas. Parece que me van a caber más
cosas de las que yo creía posible.
María Pilar
habló con Hugo Rojas (su terapeuta) y me reservará una
hora. No sé cómo va a ser mi reencuentro con él. Puede ser el fin de algo.
Desde luego, si él no cree que puedo hacer mi viaje al sur habrá pelea. ¿Y qué
va a pasar si me tienen que operar de la próstata, que creo que más que posible
es necesario? Esto me tiene bastante deprimido, y también el hecho de que no haya invitado la María Pilar a la
Marialyse al cóctel para Carlos Fuentes. La Marialyse es una enemiga temible y
formidable.
El cóctel es
el jueves de la semana próxima. Y eso también me tiene bastante inseguro.
Estupidez mía, mi inseguridad por un asunto así, pero es la cosa y no hay nada
que hacerle.
La inseguridad
de mi padre se refleja hasta en los más mínimos detalles.
Mientras prepara sus maletas y el chofer de Valentín Pimstein lo espera en la
puerta para llevarlo al aeropuerto, piensa cuándo, cómo y cuánta propina debe
darle, ya que lo ha atendido tan cuidadosamente, lavándole la ropa, doblando
suéters... Las propinas le parecen siempre aterrorizantes y en su titubeo al
darlas se refleja su tremenda inseguridad social, además de económica. Mientras
se decide, divaga pensando en que duda mucho que
Jorge Edwards, o la Tere del Río, titubeen con el asunto de las propinas.
Llega de
vuelta a Chile con una sensación bastante negativa, desalentadora, deprimente.
La visión de
mi casa y mi ciudad, y de nuevo, no quiero a ninguna de las dos, hoy por lo
menos. Me encuentro como El extranjero, sin vínculos, sin
afectos, viendo sólo lo negativo de todo. Veo mi casa
como el sitio más depresivo del mundo, en la calle más depresiva, y en el mundo
más depresivo. Pienso en el infierno invernal de la salita de la televisión,
con su calefacción fétida a parafina. Y en verano veo nuestra terraza bajo el
ojo escrutador que nos mira por el boquete cuadrado desde la calle, no hay paz
para mí en ninguna de las dos situaciones.
Ese año pasamos la Navidad todos juntos en la casa de mis
suegros, rompiendo la tradición de la gran cena familiar en Galvarino Gallardo.
Angustiado por problemas económicos, de salud y familiares, mi padre se siente
sobrepasado. Ese 25 de diciembre llueve como nunca en Santiago. Desde su
estudio describe la preocupación que le produce la idea de que yo le robe
dinero y que no logra entender. Se pregunta si su
amiga, alumna y escritora Ágata Gligo se va a morir. De algún modo no puede
creerlo, pero la gente muere cuando uno menos lo imagina. Preocupado también
por los problemas de su amigo Alberto Pérez, viejo el pobre, sin muchas
esperanzas, pero con el apoyo de su hijo. Y en cambio, él siente que se deja
explotar por mí. ¿Qué hacer? Esa tarde lluviosa de Navidad, que le pesa tan
terriblemente, le pesan también sus miedos, sus
paranoias, y se pregunta:
¿Se robaría
otro de mis cuadernos mi sobrina Claudia? Lo creo muy posible.
Todo se ve
negro en este momento, sin salida posible.
Va a ver la
película chilena La frontera; le parece buena hasta
cierto punto, pero siente que invalida de alguna manera su proyecto del libro
de viajes. Al respecto anota en su diario:
Más
que nada porque los temas y los paisajes se pisan la cola. Es muy lo que yo
quería-quiero ver en mi viaje, que ahora no sé si voy a hacer o no.
No sabe qué
hacer. Llena su tiempo con las visitas que aparecen en su casa. Gonzalo, su
hermano, almuerza seguido con él. Mi padre lo quiere y le gusta su compañía,
pero no lo siente ni íntimo ni próximo, aunque, contrariamente, es la persona que siente más cercana de las que lo rodean.
También lo
visitan escritores. Uno de ellos es Alberto Fuguet. Mi padre lo encuentra
nervioso y neurótico en esa oportunidad.
Menos mal que
está con su psicoanalista. Sus perplejidades literarias me hacen comprenderlo.
Y hay tantas cosas que en él y en mí son por lo menos paralelas. ¿Habrá más
paralelismos además de los paralelismos literarios?
Es probable, aunque en él no están plenamente cocinados. Es un buen muchacho,
inteligente y sensible y respetuoso, que me gusta mucho tener —haber tenido—
como estudiante, aunque ahora no es más que un relativo vecino.
En cambio,
días más tarde, una visita de Gonzalo Contreras con su pareja no le deja la
misma impresión.
Un poco de
lata. Demasiado jóvenes. Gonzalo, demasiado poco admirativo, muy egoísta con sus contemporáneos literarios.
Finalmente, mi
padre decide retomar su trabajo y sube a su estudio, por primera vez desde su
llegada, para escribir aunque sea algunas cartas. Quiere hablar con Edward
Rojas, su amigo arquitecto que vive en Castro, para organizar su viaje a
Chiloé. Mientras divaga se siente desconectado de la gente, siente que nadie le
importa verdaderamente.
¿Qué es esta
dificultad mía para relacionarme? Es como si estuviera definitivamente solo,
para siempre. En todo caso, en este momento me siento definitivamente
abandonado por todos y yo tengo la culpa. Ya no veo a Nemesio Antúnez, es de la
gente que para mí se ha terminado, sin que haya ninguna causa para que así sea,
pero es un poco como la Inesita Figueroa, y como Fernando Balmaceda, también sin ninguna razón para que así sea, ni valga alguna
explicación (hay más explicación en el caso de Fernando, sobre todo porque
hemos sido tan íntimos, tan completamente hermanos) para ello. Quiero ver a la
Tere del Río, y a la Ágata no quiero llamarla porque me da un poco de lata o
tal vez siento que es porque creo que se va a morir, pero luego pienso que lo
más probable es que no vaya a ser así. Hablé largo
rato con Carmen Orrego por teléfono, comenzó ridícula y pesada, pero terminó
encantadora y bien. Hablé también con Jorge Comandari, una lata feroz. No me
interesa nada que me pueda decir. Very gagá.
Mis padres
están invitados a pasar el Año Nuevo de 1992 en La Sebastiana, la casa que era
de Pablo Neruda en Valparaíso. Pero a mi padre le preocupa sentirse en alien ground.
Valparaíso se
ve bien con tiempo nublado. Los cerros estaban magníficos y vimos rincones
conmovedores cubiertos de geranios floridos y suspiros morados, y la calamina
teñida en distintos tonos con que cercan algunos predios, entre casas endebles
como pájaros viejos y llovidos y una vegetación lujuriante. Me gusta muchísimo
estar aquí.
La fiesta
donde Pablo Neruda (sin Neruda) fue curiosa, no
aburrida, dos grandes viejos amigos, los Edwards y los Antúnez, cariñosísimos
todos. Y la Carmencita Rojas y su marido, y Cucho Figueroa. Los fuegos
artificiales sobre la bahía fueron una maravilla, pero claro, una maravilla es
lo único que pueden ser unos fuegos artificiales. La comida, francamente de
segunda, y la casa de Pablo Neruda, muy Neruda, muy divertida, llena de
objetos, pero incómoda y finalmente fea como todas
las casas de Neruda. La vista mágica, sobre todo la bahía iluminada, y los
cerros, y los barcos, y los ruidos que subían hasta la casa nerudiana y duró
todo una media hora y no había nada muy interesante ni nadie muy interesante y,
sin embargo, estábamos todos allí como hermanos, que en cierto modo lo soy con
Jorge y con Nemesio. Y Jorgecito Edwards, cariñoso con
María Pilar, y ella, elegante con la blusa que le compré en Nueva York, y
contenta de estar allí y juntos a pesar de todo, otro año más, menos bueno,
siempre menos bueno que el anterior, pero allí estaba naciendo con fuegos
artificiales y todos juntos a pesar de todo. Así es que nada malo realmente ha
sucedido y no tengo por qué tener miedo a la vida, como tengo, porque por un
tiempo aún, creo, habrá otro año, para mí y para los
míos, a quienes bendiga quienquiera que sea que tiene el poder de bendecir.
Una vez
pasadas las fiestas de fin de año, mi padre decide que debe ir a Chiloé. Su
necesidad ya no se debe al delirio de persecución que lo tenía preso, sino a
una real voluntad de buscar un mundo que descubrir. No es una huida de los
fantasmas en los que cree que ha dejado de creer,
sino el encuentro con una realidad seductora; la búsqueda voluntaria de esa
realidad.
Todavía se le
hace difícil subir a su estudio y escribir. No puede; redactar las cartas
pendientes aún se le hace un trabajo mayor, tiene un largo listado, y es algo
que no mira con demasiado placer.
En realidad,
tengo que disfrazarme un poco, para que cada interlocutor se sienta único en mi mundo.
Siente que
está dejando muchos libros a medio camino. Para él, eso es una muy mala señal.
Habla con su hermano Gonzalo, gran expedicionario que hace largos viajes a pie,
sobre su viaje a Chiloé; de algún modo quiere imitarlo, pero teme que sea
demasiado tarde, que estará sin fuerza y viejo.
Después de una
larga tertulia familiar finalizando el clásico almuerzo dominical, sentados en la terraza de Galvarino Gallardo, mi padre escribe
esa tarde en su diario:
Comenzamos
hablando de cambiarnos de casa y terminamos hablando de las razones que nos
hacen desear lo que no tenemos y sentirnos desgraciados si no lo obtenemos.
Pilarcita es buena, inteligente y vivaz interlocutora, y también lo es Gonzalo.
María Pilar, como siempre, demasiado autorreferida; el Toby, mudo, y yo hice algunas acotaciones que valieron la pena.
Con su hermano
Pablo la relación no es tan cercana. Se ven poco, cada vez menos, siente que no
tienen nada en común, aunque quisiera. Lo encuentra: frío,
hermético, desconectado y un mal suegro con la Pilarcita.
Mi padre
acepta hacer una cita, de la que luego se arrepiente, con Luis Alberto
Ganderats, un periodista de renombre, para una serie
de cinco artículos sobre él para el diario La Segunda.
Esto lo tiene bastante perturbado, ya que es íntimo de la Totó Romero y es un
tipo, a su parecer, tremendamente intruso en la vida privada de la gente. No
sabe por qué aceptó y este encuentro tan temido lo hará sentirse perseguido y
acorralado, desatando en él un nuevo brote de paranoia total.
La vida
continúa su curso natural, llena de contradicciones.
Decide retomar la escritura regular de artículos para la Agencia EFE y el
diario Abc. Así tendrá nuevamente una entrada de
dinero fija. Quiere arreglar la casa, le ha llegado un cheque que no esperaba y
con ese dinero decide tapizar sillones y comprar colchas; quiere todo azul
oscuro, con ramilletes chicos, de esos que apenas se notan, a lo inglés. Tiene
muchas ganas de tener el dormitorio bien arreglado y
poco a poco ir haciendo lo mismo con el resto de la casa, a medida que entre
dinero. No está conforme con su casa ni con su jardín.
¿Por qué no
puedo relacionarme con mi jardín? ¿Es porque es demasiado civilizado, demasiado
hecho? Puede ser. Puede ser también que ahora los jardines ya no me interesan,
como no me interesa la ropa. ¡Qué le voy a hacer!
Está fascinado
leyendo La odisea, de T. E. Lawrence, arrebatado por
ella, y no tiene ganas de leer nada más. Está sorprendido con la materialidad,
lo específico que es todo en La odisea: los brazos
blancos y los peinados de Nausícaa, la fascinación con la ropa, los objetos y
las casas, la magia del lujo (curiosamente unido a la comodidad, no separado de
ella); de la majestad (no separada de la sensualidad
y a veces —como en el caso de algunos dioses— de la mezquindad); del orden, de
las jerarquías y el derecho del cuerpo a su satisfacción: comida y bebida en
abundancia, sexo, ropa lujuriosa, tanto que a veces tiene un carácter
sobrenatural, mágico. Sobre todo le parece admirable cómo se va reuniendo el
relato, cómo los muchos relatos se transforman en uno sólo. Pero lo más
sorprendente para él es la presencia de las emociones
y de los apetitos que tienen importancia en la configuración de todos los
personajes. También la terrible presencia de la sangre —ritual o de venganza—
que forma una especie de cortina frente a la cual, como frente a la lámina de
oro bizantina, se conjugan estas vidas y estas muertes.
Todo es absolutamente
vivo y no hay una palabra suelta que no pertenezca a
una situación ritual, a su transgresión de él. La importancia de la
transgresión de los destinos diseñados por los dioses para cada uno de sus
hombres, significa que la rebelión o la transgresión es el enfrentarse con los
dioses e incurrir en su furia. La transgresión de la Manuela en El lugar sin límites acarrea su fin, no obedece al
destino dibujado para ella, y transgredí, y los cuatro perros negros infernales se lanzan a devorarla. Es importante
haber encontrado esta transgresión crítica, de la Manuela, a la vida normal
—transgredió de ser nómade a ser sedentaria, transgredió de ser hombre a ser
mujer, transgredió de tantas y tantas cosas, que es el modo mismo de la
transgresión, la transgresión de la baja clase media a la media clase media,
etc., etc—. Sobre todo, es la transgresión de la
vida, el conocimiento humano, el conocimiento de los animales encarnados en los
cuatro perros negros de don Alejandro ya viejo.
Mi padre se
reúne con Silvio Caiozzi, con quien unos años antes realizó el guión de La luna en el espejo, film muy premiado y reconocido. Hablan
sobre la posibilidad de una nueva película; le gustaría, pero siente que no
tiene tema en este momento. Al parecer, Caiozzi le
propuso hacer una película basada en Casa de campo,
aunque por las personas que le nombró que intervendrían y por el bajo
presupuesto, no le apasiona para nada el proyecto y amablemente se desentiende.
Está abatido.
Es un período curioso de su vida: siente que ninguno de sus pensamientos deja
huella en su recuerdo, ni en su vida, y todo se lo lleva el viento. Sus
preocupaciones respecto del dinero no cesan; tampoco
sus paranoias con que yo posiblemente le robo. No sabe si es una realidad o es
parte de sus delirios.
Pero en todo
caso está su presencia en mi mente, taponeando, insistiendo, no dejándome mirar
para otro lado ni a otras cosas que necesito urgentemente mirar.
Mis finanzas
me preocupan. Ayer fui a ver a mi contador Carlos Cerda y hoy voy a ver al Cholo Valenzuela (Jorge,
su abogado) who
is the only one I trust.
De pronto, el
viaje a Chiloé empieza a perder su atractivo. Mi padre está muy dudoso,
aterrado de no tener nada que escribir allá. Analiza la posibilidad de un libro
sobre la familia en vez del libro de viajes. Mientras piensa cómo
estructurarla, la perrita yorkshire ladra constantemente y no lo deja
concentrarse. Escribe en medio de sus notas:
La pesada de
la Clarisa no deja de ladrar histérica y chillonamente. ¡Qué perrita más
antipática! En fin, culpa mía es, yo se la regalé a la María Pilar, para
consolarla por una enfermedad que en realidad jamás tuvo.
Tiene que
viajar a Concepción a dar una conferencia y lleva con él el libro de Carlos
Fuentes La campaña. Abrió la primera página, la leyó y
cree que no le va a gustar nada, no le atrae, le
parece una novela demasiado «macho».
Mientras está
en Concepción asiste a un coloquio con profesores y estudiantes de posgrado,
pero se le abren viejas y dolorosas heridas al tener que hablar de su obra,
especialmente porque lleva un año completo sin escribir absolutamente nada en
serio. Taratuta es su última obra y se publicó en
1990, por lo que en realidad sólo han pasado dos
años. De todas formas, esto lo angustia mucho.
A raíz de esta
frustración vuelve a pensar en retomar el libro sobre la historia de su
familia. Cree que puede ser un libro bellísimo, en el cual dar cuenta de toda
una franja de la sociedad chilena y su desarrollo.
De vuelta en
Santiago se siente ahogado, atormentado por la realidad circundante,
especialmente en el aspecto político. Anota en su
diario:
El periódico
está aterrorizante. Tengo un miedo generalizado, del que no sé cómo deshacerme.
Yéndome de Chile, supongo, a un sitio donde nadie me conozca ni me reconozca.
Pero quién sabe qué frustraciones pueden producir estos sitios desconocidos.
Piensa en la
posibilidad de terminar la novela El pez en la ventana,
que está bastante avanzada. Idealmente sería en
junio, cuando se cierra el Concurso de Novela Extremadura, del cual es jurado,
pero al que planea presentarse, lo que implica dar aviso a tiempo. Aunque
siempre ha tenido muy mala suerte con los premios. Ante esto reflexiona con
ironía y en su letra minúscula escribe:
Si no me
dedico a ganar premio tras premio (¿por qué no hago un poco de lobby para que
me den el Premio Cervantes?) me voy a morir de
hambre. Si me ganara el Premio Extremadura y el Cervantes creo que podría vivir
tranquilo y sin mayores preocupaciones. Mañana voy a releer El pez,
pero tiene que cambiar de nombre forzosamente, porque el que tiene es realmente
pésimo. En todo caso, hoy todos los marcadores indican mi deseo de tener más
dinero. Tengo que releer toda la novela y trabajarla. Mañana quiero llamar a Rojas Mix para preguntarle hasta cuándo
tengo plazo. En realidad, en este momento lo que más quiero es ganarme el
Premio Extremadura, aun más que el Premio Cervantes, creo yo, o esto puede ser
sólo una fantasía.
En el verano
de 1992, mi padre está realmente desesperado; no sabe qué actitud tomar frente
a la embriaguez de mi madre. El alcoholismo de mi madre, aunque parezca increíble que yo lo diga hoy, tenía, en cierto
sentido, bastante justificación. Veo ahora su necesidad de huir, de
desconectarse del dolor; siempre vivía en un segundo plano frente a este ser
que era mi padre, sintiéndose poco querida, poco valorada, poco deseada. Lo que
ella buscaba en el alcohol era, más bien, estar al filo de la incoherencia; se
notaba en la inseguridad de sus movimientos, en su
lentitud con las palabras. No eran, en algunos casos, borracheras propiamente
tales, pero sí lo suficiente para que la convivencia se transformara en algo
difícil.
Yo soy otra
persona, con otras necesidades y problemas, pero la realidad en la forma que la
sufre María Pilar, y el seguro deterioro que ya se le está notando no puedo
dejarlo pasar de largo sin tomar una actitud, aunque
ella sea otra persona.
Un aspecto
desconocido de mi padre es que estaba lleno de manías, que en realidad no eran
manías, sino más bien supersticiones. Por ejemplo, terminar en la página número
doce del diario que está escribiendo, porque le da miedo permanecer en la
trece, número que infaliblemente trae mala suerte. Esta temida página señala lo
«urgente para mañana»: un listado de personas a las
que les tiene que escribir, después anota que debe llamar a Jorge Edwards para
ir a tomar algo al Hotel Carrera, ir a cobrar un dinero al diario El Mercurio y luego comenta en su cuaderno:
Vino Marcos
Solís a hacerme una visita en la tarde. Lo creíamos genio y parece que es
idiota, esa división invisible.
Debo contestar
a Gonzalo Contreras su invitación a cenar el viernes. Tengo
ganas de ver a la Celia y a Tony Cussen. Y a la Ana María Larraín, en sociedad
y con un marido que se la puede... tiene que ser un gran marido: le ha hecho
siete hijos y ella sale a hacer jogging a las seis de la mañana —admirable, o
tal vez horrible—. La Ana María es simpática, pero decididamente too much of a
good thing.
Fui a El Mercurio a cobrar mis platas. Mundo increíble, la María Elena Aguirre no ha tenido la menor amabilidad conmigo,
y supongo que será la actitud Opus Dei respecto a mi persona. Vino el maestro
Salazar para tapizar nuestras camas y hacernos los cubrecamas, que traerá
terminados el sábado, qué felicidad. ¿Por qué me interesa tanto esta tontería?
Es una parte muy mía, que he tenido casi olvidada hace dos o tres años, y que
en éste parece revivir mi (pequeñísima) posibilidad
de placer.
Desde Bogotá
lo llaman para pedirle un artículo en homenaje a Gabriel García Márquez. Mi
padre teme la reacción de Cabrera Infante y de Mario Vargas Llosa. Está dudoso,
ya que ha escrito una página y media sobre el incidente de La Font dels Ocells
en Barcelona, hace muchos años, y esto puede acarrearle malos entendidos.
Le llegan
noticias a través de Jorge Edwards sobre su gran
amigo Mauricio Wacquez, diciéndole que éste había abandonado todos sus
trabajos, liquidado su casa en Barcelona y se había ido a encerrar a Calaceite.
Además de que tenía un herpes terrible, y mi padre piensa lo peor: sida. Esto
le despierta la añoranza por Calaceite y de pasar un tiempo ahí. Entonces se
acuerda de una idea dejada de lado hace tiempo. Empieza a soñar con la
posibilidad de otra novela basada en la historia que
escuchó hace mucho tiempo, mientras vivíamos en Calaceite, que le contó Pepe
Ferrer, sobre la vida de una tía suya. La idea lo entusiasma y quiere viajar
cuanto antes a Calaceite para hablar lo más posible con Pepe Ferrer sobre esta
historia que considera muy interesante como set-up.
Nada de raro
que le dedique el libro a Pepe Ferrer y a la Tina, lo
que no dejaría de ser divertido. Mauricio Wacquez se podría matar de rabia, que
lo parangone a él, a quien le dediqué —creo— El
jardín de al lado,
con Pepe Ferrer, a quien desprecia y a quien yo le dedicaría un libro tan o más
importante que el que le dediqué a él.
Lee El invierno en Lisboa, de Antonio Muñoz Molina. Comenta en
su diario:
Me parece que
esta novela es mediocrota: bar, jazz, mujeres,
capitales, todo lo «modernette», pero veré qué pasa más adelante. Este libro ha
vendido más de veinte ediciones. Claro que los españoles ponen el número de
ediciones cuando se trata de ellos, no cuando se trata de alguien como yo, que
hace mil años que estoy vendiendo y no ponen ni el número de ediciones ni el
número de ejemplares.
Dejé de leer Fumée, de
Turguéniev, básicamente porque está en francés y mi
francés se pone peor y peor con los años que pasan. Encontré aburrido a
Turguéniev, más interesante leer sobre él que leerlo a él.
Mi padre
vuelve a su novela y recomienza Los ruiseñores cantan en
griego. No sabe si va a podérsela, pero quiere que le resulte rápido,
tiene tanto material listo. Lo más difícil, le parece, será el comienzo. Busca
desesperadamente su desvencijado libro Mrs. Dalloway, para chequear el título, ya que es una cita
que corresponde a esta novela. Elabora una lista de palabras importantes en su
diario: «dicha» (decir felicidad); «anunciar» (anunciación, ángel negro, señor
Corales, del circo, y la mujer malabarista, contorsionista: La Bambina);
«pista» (tener una pista de algo, pista del circo desde donde la anuncia el
señor Corales). Luego, la lista de personajes: Toño,
Antonio, Elba, don Iván, La Bambina, don Blas Urízar, la María Paine Guala,
Arístides Olea, el cabo Olea. A continuación enumera las partes: 1) El
Chambeque, 2) La María Paine Guala, 3) El pique grande, 4) Los Jureles, 5) La
Bambina.
Tiene escrita
una versión más o menos terminada, pero quiere cambiarla completamente. Uno de
los mayores problemas que le ve no es tanto la forma
narrativa, sino la posición política de don Iván. No sabe cómo manejar este
lado del asunto, que ha perdido increíblemente su importancia. Desde 1984,
cuando comenzó la novela, hasta 1992, cuando la quiere terminar, todo ese mundo
político ha cambiado.
El título
todavía le merece dudas, al parecer ruiseñores sólo hay en la cuenca del
Mediterráneo y en Asia Menor, y jamás alguien ha
podido alimentar un ruiseñor en América. Baraja varias posibilidades.
Pienso, ¿y si
utilizara para Los ruiseñores una cueva paleolítica (sacando cosas de Campbell,
por ejemplo) en que se reconstruye un pasado de treinta mil años, y las
leyendas que han llegado hasta nosotros? Not a bad idea. Tengo que estudiarlo y
pensarlo más. Hablar con Sonia Montecino sobre las leyendas
y la arqueología de la gente de la costa en esa región.
Leo Cakes & Ale con bastante placer. Leyendo
esto. ¿Por qué no tomar el tono «urbane» de Maugham, para hacer una caricatura
de un «gran» escritor viejo latinoamericano, completamente swamped por su edad
y su fama? ¿Por qué no tomar el punto de vista urbano y jocoso para hacer el yo
narrador, el del narrador espejo de Cakes &
Ale,
con su origen «proper» y su capacidad para
ridiculizar a los escritores totémicos y las luchas políticas, estéticas y
sociales de una época? Excelente idea. Pero una vez que termine con lo que
estoy escribiendo. Ya no puedo sujetar esta novela más tiempo, debo parirla,
debo cerrarla, debo entregarla. Pero también debo conservar Cakes & Ale como modelo, junto a mi
almohada, pese a que en muchos sentidos creo que es
un libro latoso, pretencioso y ridículo. Debo hacer caricaturas de Enrique
Lafourcade, Jorge Edwards, Carlos Fuentes, etc. Pero que no se me note
demasiado quiénes y de dónde son... Me parece una idea de primera, este sí que
sería un «best-seller», seguro, con sketches de las profesiones de crítica
literaria en las universidades norteamericanas y, sobre el posmodernismo, lo
kitsch, etc. Sleep on it. Despiadada caricatura sobre
Ganderats y la Totó Romero. Todo en la forma de memorias; para escribirlas he
recibido un grant de una universidad americana y un adelanto fenomenal, mucho
mayor que el que he recibido por cualquiera de mis libros, por pasar un
semestre, digamos, en una universidad (Iowa se impone) escribiendo estas
memorias. Tiene que ser algo muy urbano y muy cómico.
Lo entusiasma
la perspectiva de un nuevo viaje y de recibir un homenaje como el que le acaba
de conferir el gobierno francés. Tiene que ir a París a recibir el Premio Roger
Caillois, que también le servirá para pasar a España e ir a Calaceite, donde
Pepe Ferrer, por el asunto de la novela que tiene en mente; para ver a Yves
Zimmerman por la muerte de Vigna, su mujer, y a José Ramón Monreal, por una infinidad de razones; y, si es posible, llegar
hasta Zaragoza a ver a los Buñuel. Pero la parte más difícil le parece el
encuentro con Mauricio Wacquez, lo cual se refleja nuevamente en su paranoia.
Llegando de
improviso a Calaceite, estoy seguro de sorprender en la casa de Mauricio el
cuadro que me debe haber robado, del cura Larraín. Me encantaría recobrarlo.
¿Estarán la Elsa Arana y la Isabel de Tramontana en Calaceite y
será verdad lo que creo que quieren, vale decir, echar mano de la casa de mi
sobrino el Pocho? No sería nada de raro, ya que la Elsa es tan definitivamente
manipuladora como su álter ego, Mauricio Wacquez y toda su terrible tribu.
¡Fantástico que Jorge Edwards permita que su hija Ximena sea tan amiga y
frecuente ese ambiente! Pero hay profundidades
insondables en el alma —en lo que tiene de alma, lo poco que su buen cerebro le
dejó— de
Jorge Edwards.
Mi padre
continúa trabajando en la novela, aunque siente que no representa para nada lo
mejor que ha producido. Esto lo hace dudar bastante y tiene muchas preguntas:
¿Interesará un tema como el que ha tomado? ¿La forma no será demasiado lírica,
demasiado rellena? ¿Demasiado poco moderna? ¿Es un
mundo contemporáneo lo que está escribiendo; estará dentro, o puede afectar a
la sensibilidad de hoy? Lo curioso es que se siente detrás de la realidad y
desfasado de la «sensibilidad de hoy». Siente que no puede escribir. Toda esta
angustia se ve reflejada en algunas anotaciones en su diario:
No puedo
seguir. Estoy desesperado. Esta novela es pésima. No le veo ningún futuro.
Estoy destrozado. Ya no puedo escribir. Siento la
muerte. No creo que vuelva a escribir nunca más en mi vida.
Mientras,
termina de leer La campaña, de Carlos Fuentes, que lo
tiene muy desilusionado y no la encuentra una buena novela; su lenguaje es
pretenciosamente lírico, terriblemente adornado. Sin embargo, cree que es un
libro escrito con un brillo envidiable, y con una soltura y una andadura que, según dice, lo ponen verde de
envidia.
Además se
siente solo.
¿Por qué no me
escribe Mary Lursky Friedman, por qué no me escribe Naomi Wallace, por qué no
me escribe la Diamela Eltit? ¿Qué pasa? ¿Por qué este coronel ya no tiene quien
le escriba? ¿Por qué no me ha contestado Valentín Pimstein? ¿Es algo nuevo, en
mí, de mí inalienable, que sea tan humillado y abandonado y no querido y descuartizado? ¿Por qué mi sobrina Claudia no me
quiere? ¿Por qué pongo obstáculos, como sin duda pongo, para que la gente me
quiera y se acerque de manera interesada a mí? ¿Por qué la Malú del Río, según
dijo la Tere, «no entiende nada» de nuestra relación? ¿Tan despreciable soy que
a la Malú le parezco absolutamente imposible? ¿O es que la Malú, simplemente,
no entiende nuestra relación porque no hay nada de
sexo en ella, por lo menos abierta y explícitamente? ¿Qué me pasa? ¿Por qué no
puedo escribir?
Ante todas
estas angustias y temores decide no participar en el Premio Extremadura ni
tampoco ser jurado, pues le representa mucho trabajo. Quiere únicamente
dedicarse a trabajar en su novela.
Le alivia, sin
embargo, una conversación que mantiene con Luis Alberto Ganderats. Le parece amable, amistoso e inofensivo, y quizás las
entrevistas con él no salgan del todo mal, siempre que se omitan los malos
entendidos y malas interpretaciones que cree posible que pasen.
Continúa así
con su proyecto de novela, aunque no lo convenza:
Todavía no
tengo ninguna fe en esta novela, pero voy a forzarme a escribirla hasta el
final, aunque sea a azotes. Pero es un trabajo de
muchos meses y me da temor contemplarlo como mi futuro. Releyendo Conjeturas tengo una versión en que comienzo bien, y formalmente
es más emprendedora que Los
gorriones.
Esta noche voy
a terminar La campaña, de Carlos Fuentes, que no me entusiasma, pero me
entretiene bastante.
Al terminarla
me pareció pésima, pasada la primera mitad de la primera parte, pero después se
descompone y se deshace, pedante, grandilocuente,
retórica, repleta de datos no digeridos, de personajes que no funcionan como
tales, pedagógica, pretende ser un bosquejo del romanticismo que abarca toda
América Latina, y en todos los grandes acontecimientos está él. Ve a toda
Latinoamérica como algo mucho más exótico —desde otra perspectiva— que Gabriel
García Márquez, y es totalmente hueco. Me apesadumbra
bastante comprobar esto tan claramente.
Ahora, a Mrs. Dalloway y seré feliz.
En este
cuaderno he escrito cien páginas en poco más de un mes. Not bad! Así debo
seguir. Pero veo que si escribo el original aquí, como este comienzo de
capítulo, la cosa se va a agrandar demasiado. Trabajar sobre algo ya hecho,
como debo hacerlo mañana, es un trabajo interesante, alerta, y no pesado y
desgarrador, como lo es sin duda escribir esto a
máquina, como el que he escrito en estas páginas el día de hoy, cuando el ser
consciente apenas se asoma, y casi no sirve para absolutamente nada más que
como señales camineras para no perderse.
Vuelve a tomar
su rutina habitual: sube temprano a su estudio, no sin dificultad, arrastra las
piernas y usa una faja que lo ayuda a mantener su espalda derecha mientras trabaja; las antiguas chilabas han quedado en
el olvido, pero no se viste, sube en pijama a escribir. Al verlo frente a su
largo mesón de trabajo y a pesar de la faja, aún se encorva. En un gesto muy
característico suyo, saca la punta de la lengua hacia un lado, dejando que se
asome entre sus finos labios. Siempre lo hace cuando está concentrado, a veces
a tal punto que no se da cuenta de que yo he entrado
hace rato y que lo observo esperando que note mi presencia para entonces
hablarle.
Cuando escribe
es de una exigencia extraordinaria. En la mañana, cuatro horas, y luego de almorzar
y una pequeña siesta, otras cuatro o cinco horas sin levantarse de su silla.
Sus diarios de ese entonces reflejan un nuevo entusiasmo revitalizante para él.
Es increíble
cómo trabaja uno cuando se es luneta, y todo lo demás
se hunde en la oscuridad de las cosas sin importancia.
No soy un
personaje público, épico, heroico, sino un ser privado, oscuro, pero nadie
puede mezquinarme el derecho a la complejidad, que sé que tengo pese a que no
poseo el lenguaje para él.
Está
trabajando y siente que su vida empieza a ordenarse. Sus preocupaciones, tanto
intelectuales como domésticas, se van aclarando: el
Woodrow Wilson Fellowship, el viaje a París, la compra del departamento en la
calle Galvarino Gallardo para tener una renta. Está leyendo un libro que le interesa
y para él no hay nada más motivador que ese placer. Las buenas perspectivas
desde el punto de vista económico. El dinero que recibe mensualmente por el
Premio Nacional de Literatura con el que fue galardonado,
la renta por el departamento que están comprando y la renta que le da su
capital. También me ha perdido el miedo, que según él lo tenía paralizado.
Pero, por sobre todo, tiene la sensación de estar avanzando hasta completar un
nuevo libro, una nueva novela. De modo que no deja de inquietarlo, como
siempre, la recepción que ésta tendrá de Carmen Balcells, lo que le significa
dinero; ni del cura Ibáñez como crítico literario,
que tiene que ver con su prestigio como escritor chileno; ni la de las
universidades norteamericanas, donde tiene su público más exigente.
Cada día está
más sordo, o cree estarlo; a veces usa su audífono (cuando se acuerda de
ponérselo), pero es, en realidad, una sordera relativa, que le da la excusa
perfecta para aislarse, para participar o no de una
conversación o para escuchar sólo lo que quiere y a quien quiere. Se diría que
es una sordera social, parte del reflejo de las puertas de la vejez como tal.
Viejo = sordo = aislado.
Decide,
entonces, tomar clases de yoga con una profesora particular. Espera que el
ejercicio le permita recuperar las riendas de su cuerpo, conocerlo, cuidarlo,
pero este entusiasmo le durará muy poco. La vejez
también le hace plantearse ciertas evaluaciones de su vida, de su yo más
íntimo.
Self-indulgent
of the mind. Pienso, cada vez con más certeza, que necesito un juego, lo que me
ha faltado tanto en la vida no es la sensualidad, sino un juego. Al leer a
Hesse encuentro una clave: ¿Por qué, por ejemplo, no tomar clases de latín y
hacer del latín mi «juego»? Un código y un vocabulario, una gramática y una semántica, las piezas distintas manipuladas en
formas distintas que hacen finalmente la literatura. Lo importante es la
práctica de esas reglas, que es la gramática. Juego lúdico. Amor. Todo es uno.
¿Pienso que tal vez estoy demasiado viejo para absorber un código que en buenas
cuentas es casi completamente nuevo para mí? Puede ser. Pero también puede no
ser, aunque necesito un «juego» con el cuerpo, porque
no voy a necesitar un «juego» con la mente (the mind no tiene traducción
adecuada al castellano), algo gratuito, una cantidad de claves aprendidas de
antemano, para después entrar, si así lo quiero, a la literatura.
Sus temores
vuelven ante la idea de viajar a París, pues implica salirse de su espacio
acotado. Es el miedo al avión, miedo a salir a la calle, miedo a que Faride Zerán le haga una entrevista, miedo al
«pushiness» de ella y a su falta de sensibilidad, miedo a encontrar a Mauricio
Wacquez en París, miedo a su propia fragilidad, a su falta de salud, a que el
tiempo se le termine antes de ser capaz de completar la novela; miedo a Raúl
Hameau y su rapacidad. Todo es una amenaza para él en ese momento.
Pese a todo,
recupera su centro verdadero, lo más importante para
él. ¿Cómo continuar la novela? Antes de quedarse dormido esa noche y olvidar a
todos estos fantasmas, decide leer sobre Richard Burton. Anota:
Porque sin
leer quedo como si estuviera completamente vacío, y me da algo muy parecido
—pero que no es— al miedo.
Finalmente, el
4 de abril de 1992 parte rumbo a París. Viaja al lado de una mujer que le
parece igual a la que le robó el anillo que le
llevaba de regalo a mi madre, entre Río y Sâo Paulo, hace cinco años; igual de
muda y elegante y fría. Le tiene miedo, la cree capaz de todo.
En París se
aloja en la casa de su primo Gonzalo Figueroa, entonces embajador de la Unesco
y muy querido para él, pero con quien, a raíz de Conjeturas
acerca de mi tribu, tendrá un muy desagradable desencuentro que los enemistará para siempre.
Nada más
llegar se arrepiente de haber aceptado la invitación; le parece todo siniestro,
todo malo.
He tenido que
hablar demasiado. Todo el mundo exigiendo mártires del golpe, todo da vuelta
imbécilmente alrededor de la política, mártires sacrificados, realmente la
única persona civilizada es Jorge Edwards. Diamela Eltit, insoportablemente
pedante. Martínez, furioso (le dio una especie de
ataque) porque dije que la poesía tiene menos vigencia (y es, sobre todo, menos
leída) que la prosa. Poli Délano, derechamente un cretino. Uribe no es mal
poeta. Luis Mizón, en cambio (el más heroicamente mártir de todos e
insoportable), es pésimo poeta, francamente anticuado y no veo por qué está
invitado en este grupo que se supone que es gente más bien artísticamente distinguida. Gonzalo Figueroa, muy embajador,
inteligente, arbitrario. Roberto Matta, un payaso autorreferido. No me gusta su
pintura. Talks too much. Mauricio Wacquez no es interesante, pero bastante
amigo. Luz María Edwards, inteligente y encantadora. La quiero mucho. Pero el
pensamiento literario del grupo es francamente malo. Skármeta, muy inferior de
calidad, pero tiene buena acogida en el mundo
internacional. Por lo menos is something. Fuera de la Luz María Edwards, nadie
entiende realmente nada de literatura. Uribe, especialmente, totalmente perdido
pese a ser un poeta interesante. No he saludado a Nicanor Parra. Esta tarde lo
haré.
Aunque este
ambiente no lo entusiasma para nada, da una muy buena conferencia en la
Sorbonne y otra en la Unesco, que lo dejan autocomplacido.
Aprovecha, entonces, de dar largos paseos por París, maravillándose como
siempre con su belleza.
Viaja luego a
España para ir a Calaceite. Mientras hace el recorrido en auto desde Barcelona,
se emociona; le parece haber olvidado lo imponente del paisaje que lo rodeó
mientras vivió ahí. Escribe al llegar:
El camino más
bello, en el día de sol más bello de mi vida, mucho más bello que el campo de Aix y la Provenza, que acabo de ver con la
misma luz y con mucha menos emoción, pese a que entonces creí que se trataba de
la luz definitiva y de la emoción definitiva. Viaje maravilloso desde Benisanet
y Mora del Ebro por el campo, realmente me dejó con la boca abierta, no lo
recordaba así, con las eremitas verdes desde las viñas negras a ras del suelo
rojo, los almendros de verde, reciente, comestible.
No creo que vuelva a sentir la emoción de belleza que sentí esta tarde en el
campo del Bajo Aragón. Pienso en la emoción de Hemingway frente a este campo,
que no debe haber cambiado mucho desde el campo descrito por Hemingway.
Mi padre se
reencuentra con antiguos amigos, como Pepe Ferrer y su mujer, Tina, Pilar
Soler, Montsé Vallés, Ángel Crespo, la familia Gili. Lo
primero que hace al llegar es ir a abrazar a la gente de la fonda: don Enrique
y sus hijos, Enriquito y Miguelito, ahora casados y con hijos; visita a Emilio,
el sastre, y su mujer, Julia; a Lourdes, nuestra fiel ayudante cuando vivíamos
ahí. Pero a quien realmente echa de menos es a Vigna, la más amiga, la más
cercana e inolvidable; su ausencia se hace notar, dejó un gran vacío.
Visitó nuestra casa y no le importó tanto verla como había
pensado; creyó que se emocionaría, pero no fue así.
Luego de pasar
unos días, abandona Calaceite rumbo a Ginebra, guardando la belleza del paisaje
dentro de él con esa profunda emoción que brinda el reencuentro.
En Suiza se
siente cansado y solo. Pasa dos días y nuevamente debe estar en París. Este
viaje, en general, lo ha dejado frustrado.
Mucho esfuerzo
de mi parte ante la necesidad de desempeñarme con cierto brillo, y cierto brío
del que carezco totalmente. Mucha gente que ver, muchas entrevistas, muchas
explicaciones a preguntas inútiles, terminé agotado.
Luego, retoma
en sus diarios los esquemas para su libro sobre la historia de su familia. La
idea vuelve a entusiasmarlo.
El 23 de abril
de 1992 anota en su diario sobre su estadía en París:
Última noche
en París, no muy romántica. Mi aventura: fui a Shakespeare & Co., donde me
compré el libro de Bruce Chatwin. Fui a la Galería La Fayette y compré todo, o
casi. Volví a pie y un taxista intentó estafarme, un africano semiborracho me
topeteó, me manoseó buscando mi cartera, en medio segundo en la Place Vendome,
pero no encontró nada y pude zafarme de él, y otro
sinvergüenza, desde un auto, diciéndome que era italiano, trató de «regalarme»
una chaqueta de cuero, otro estafador. De nuevo pude zafarme. En el restaurante
peleé con el mozo, o el mozo peleó conmigo, porque le pedí algo que no era
exactamente lo que decía en la carta.
Pero estoy de
buen ánimo y mañana después de bañarme y cortarme las uñas de los pies, y
comprar los pocos regalos que me faltan, voy a ir al
Musée de Marmottan para despedirme de París.
Pero a medida
que escribo aquí siento que me duele el estómago y me arde el esófago. ¿Será la
soupe a l’ognion que comí tan cuidadosamente esta noche? Voy a tomar otra
pastilla de Gastrocol, a ver si me hace mover el vientre, como decía mi pobre
madre. ¡Qué pobre y maldita vida tuvieron! ¡Qué poco gozaron! Todo por culpa del simpático egoísmo de mi padre, que
rehusaba definitivamente trabajar más que lo muy poco que hacía, y lo muy poco
que estudiaba y enseñaba, y se dejaba querer por su simpatía y su facilidad
—tan pueblerina, por lo demás— con los más variados juegos de naipes. Estoy
realmente pésimo del estómago esta noche.
De regreso en
Chile siente su falta de energía e interés por el
trabajo creativo. Cree que éste no va hacia ninguna parte y que quizás ya no
escribirá nada más que valga la pena. Pocas ganas, poco impulso, poca esperanza
con Los gorriones cantan en griego (futuro El Mocho). La falta de fuerza narrativa lo tiene atrapado.
No le gusta lo que ha escrito, pero le ha dedicado tantas horas de trabajo a
este proyecto, que no puede sino terminarlo, para así pasar
a otra cosa con la mirada limpia.
Mi madre está
mejor. Sigue con sus artículos para la revista Reseña
y a veces para otras, pero ahora quiere emprender un nuevo desafío. A raíz del
proyecto de mi padre de escribir sobre Richard Burton, que luego abandonó, se
despertó en ella el interés por el personaje que era su mujer, Isabelle Arundel
Burton. Quiere hacer una biografía sobre ella.
Quisiera
incluir también mucho de la increíble vida de su marido, sir Richard Burton,
quiero, y esta noche pienso que lo haré, lo intentaré... aunque Pepe está en
contra.
Estoy leyendo
a Rilke. ¡Cuánto se parece Pepe a Rilke! ¿Será tan grande?
Mi padre viaja
a Buenos Aires por una semana. Es una ciudad que lo motiva y lo revitaliza. Sin
embargo, siente que por su problema de audición —que
cree se ha agudizado— entendió poco en las conferencias y no alcanzaba a tomar
el hilo. Pese a que participó escasamente, conoció gente interesante.
Conocí al
inefable Juan Forn, dictadorcillo literario de Buenos Aires. Hizo algo
positivo, me regaló London Fields, de Martin Amis, una
novela muy «trendy» que, sin embargo, me ha servido, me está sirviendo, puesto
que no la termino de leer todavía, para tomar
contacto con lo que puede parecer contemporáneo.
Mi padre se da
cuenta de que definitivamente no puede seguir con la escritura de Los gorriones. Según él, estaba tomando un giro demasiado garciamarquiano y muy Fellini. Decide, entonces, retomar la
idea de la gorda americana y del profesor chileno, que vuelven a atrapar su
imaginación y a ponerla a prueba. Para esta novela
quiere un tono irónico, levemente jocoso, y con este tema puede lograrlo.
La gorda me
parece estupenda como personaje, y claro, el profesorcillo chileno también es
un personaje estrafalario y estupendo. Tengo que empezar por un desbrozamiento
de lo que ya tengo y una ordenación del material, desarrollándolo un poco a
medida que avanzo.
A poco andar,
como es habitual, le surgen todo tipo de dudas. ¿Será
realmente contemporánea? Pero aquello no lo detiene. En sus cuadernos se
suceden estructuras tras estructuras, teniendo así el proyecto casi completo
hasta el final, con la secuencia narrativa, los personajes y el desenlace.
En junio de
ese año anota:
Uno escribe
una novela no porque uno tenga una vida novelesca, sino porque quiere hacer una
novela con su vida. Trato de convertir el asesinato
múltiple de un estudiante chino en una universidad del Medio Oeste
norteamericano, incorporando mi vida, tan apacible, tan remota a esos
acontecimientos, y relacionar mi vida con la NASA, y con el futuro de la
sobrevivencia de la raza humana, pero me doy cuenta de que carezco de vocación,
no para novelar, sino que para participar en acontecimientos, cualesquiera que sean. No vi la sangre de las cuatro personas, por
las balas del estudiante de física chino de la universidad X, pero estuve
cerca, muy cerca, tan cerca que cuando pienso en ello me encojo como un animal
que se apronta para invernar en su agujero, para evitar, para desconocer todo
contacto, y tampoco puedo reflexionar doctamente, diciéndome que el futuro del
mundo va a estar en manos de seres desequilibrados,
como ese chino que asesinó a su contrincante en el examen que debía admitirlo
en la NASA, al profesor que lo descalificó, y a la inocente secretaria del
departamento, porque no lo premiaron a él en ese examen. Tampoco puedo
presumir, como tanto latinoamericano que enseña durante un par de semestres en
una universidad americana, de conocer ese mundo tan distinto al mío, ni analizar con cualquier certidumbre que sea el espíritu
de los habitantes de ese país, por muy involucrado que uno haya estado brevemente
con personas y fenómenos que pertenecen a esa esfera.
La seca
literaria parece haber acabado y ese gran fantasma se aleja a medida que las
páginas de este nuevo proyecto se van acumulando. De pronto se le vienen
títulos a la mente: Vidas paralelas o Novelas paralelas, quiere probar
con una doble narración que le dé un carácter experimental con una parte
narrada en primera persona, donde podría incluir anotaciones de su diario y
reflexiones sobre la novela, paralelamente al desarrollo de la historia en sí.
El planteamiento es, en realidad, dos novelas entrelazadas, pero que en el
fondo son la misma, pues una es una meditación sobre la otra.
Su
técnica es la misma que ha usado siempre: en su diario perfila personajes,
verdaderos currículums vitae de cada uno de ellos; ideas, listados de palabras
que le llaman la atención, estructuras de capítulos posibles. Hace, rehace y
vuelve a rehacer una y mil veces, llenando las páginas de su diario.
Van a pasar
unos días a Lo Gallardo, la casa de campo de su amigo Fernando Balmaceda y de su mujer, Carmen Borrowman, lugar mágico, con un jardín
maravilloso en el que mi padre siempre encontró inspiración.
De regreso
después de dos días en Lo Gallardo. Allí escribí la primera mitad de Coronación. Reviví mi amistad con doña Momo y con Fernando,
y me sentí realmente, por primera vez, escritor y poeta. El lugar está lleno de
mis marcas, de la vida solitaria, de las semanas y semanas
pasadas allí, y Fernando o la Momo viniendo de vez en cuando para visitarme.
Su vida social
continúa, pero es más un deber que un placer para él; quizás de modo
autoimpuesto se da cuenta de que le es difícil estar en contacto con otros.
Anota al respecto:
Antenoche,
gran cóctel chez Techy Edwards. Nada extraordinario.
Anoche,
melancólica (de parte mía, por viejo, por out of place,
por esencialmente solitario) fiesta donde Arturo Navarro y Patricia Politzer.
Políticos: Viera-Gallo, Lagos, Altamirano, etc., y mundo de los medios, es
decir, nada que ver conmigo. Antonio Skármeta, Ágata Gligo, Fernando Sáez y yo
los únicos del mundo literario; mucho periodista y sensibilidad periodística.
Muy solo, de otro mundo, de otra sensibilidad, de otra clase social. Mucho más
at home en la fiesta anterior, en casa de la Techy.
Esta sensación
en él también es fluctuante, como tantos otros aspectos de su personalidad.
Unos meses más adelante escribe:
Muy buen
almuerzo con los Orrego y los Edwards, buena la comida, bien servida, bonita y
sabrosa, y fácil y no exigente la conversación. Muy agradable, y la casa y el
jardín estaban bonitos. Estoy contento con una función
social por primera vez en mucho tiempo.
La vida
retoma, por un tiempo, su curso habitual. Su salud por ahora es estable, sin
crisis que hagan que su entusiasta proceso creativo se detenga.
Mi madre
también está escribiendo, sigue con la biografía de Isabel Arundell, idea que,
por lo demás, no deja de molestar a mi padre. Encuentra detestable al personaje
de Isabel Arundell, y no es de extrañar, pues de
algún modo debe haberse visto reflejado, ya que la relación de pareja que
mantenían estos dos personajes históricos tiene ciertas similitudes bastante
curiosas con la de mis padres.
Por ese
tiempo, mi madre y yo sostuvimos, por primera vez como adultas, una
conversación sobre mi adopción. La visión que tuvo mi padre al escuchar esta
conversación es descrita en su diario:
Hoy en la
mañana gran escena. Pilarcita está demasiado joven para ser compasiva. M.
Pilar, demasiado mal para resistir el embate; yo, demasiado débil para poner
los puntos sobre las íes. Ver a María Pilar y Pilarcita hablando sobre su
adopción. Bastante desgarrador. Yo mismo no sé lo que siento en todo esto,
odio-amor por M. Pilar entera y deshecha, pero igualmente siento compasión por
ambas. Siento a la Pilarcita más frágil de lo que
creía: no es de fierro (¡qué descubrimiento!). María Pilar confirma su
fragilidad, y yo, roto en mil pedazos.
Pero
curiosamente distinto a otras veces de lo mismo, no estoy destrozado, puedo
recogerme, juntar mis pedazos y el resultado sigo siendo yo.
La tormenta
pasó y la calma retornó a nuestra relación de madre e hija. Al menos por unos meses... Mi cumpleaños de 1992 sería muy especial, pues
coincidía con la fecha anunciada para el nacimiento de mi segunda hija, hecho
que finalmente ocurrió dos días después. Pero hoy recuerdo muy bien ese día por
otro motivo: mi madre bebió demasiado alcohol durante la celebración, lo cual
me llenó de rabia y frustración. Mi padre también lo notó.
María Pilar se
emborrachó hoy, en el cumpleaños de mi hija, del que
tanto esperaban ambas. Estaba pésimo, idiota. Yo lo pasé por alto creyendo que
los demás no se percatarían. Llanto. Arrepentimiento, escena, dolor de mi hija,
dolor de M. Pilar, dolor mío. Llamé a Rafael Parada para internarla mañana en
la Clínica Santa María, para unos días de aislamiento y limpieza de fármacos.
No estará para el nacimiento de Clara, como Pilarcita y
M. Pilar tanto lo deseaban. Yo me tendré que hacer cargo de toda la maroma
mañana.
Efectivamente
no estuvo al lado mío cuando nació Clarita. Ella siempre tenía la forma de
encontrar su propio protagonismo y robárselo a los otros. Cuando nació mi
primera hija, Natalia, ella estaba mal, es cierto, pues acababa de morir su
madre tres días antes. Aquello no me dejó disfrutar mi felicidad, pues me sentía culpable de estar contenta y, en cambio,
verla a ella sufriendo. Fue una verdadera tortura y mi primer enfrentamiento
con el ciclo inevitable del nacimiento, la vida y la muerte.
Hablar con
ella sobre temas dolorosos era difícil. Tendía a la autocompasión, a enfocar
todo en sí misma como víctima y a no escuchar aquello que le hacía daño. Hoy,
con la distancia, habiendo leído los diarios de mi
padre y conociendo el abandono en todo sentido del que ella fue víctima, debo
reconocer el gran tributo que tengo que rendirle. Como pasa comúnmente, no
aprecié lo suficiente a quien tenía al lado hasta que no la tuve más. He leído
también sus diarios y encontré ahí a una mujer adolorida, insegura y triste,
que dejó de lado su propia vida para vivir en función de mi padre, perdiéndose en ese laberinto y perdiendo sus grandes
potencialidades en el campo de la pintura y del periodismo. Lo que no logró
perder nunca, sin embargo, fue su fe en Dios, su gran corazón y generosidad
que, lo sé, muchas personas echamos de menos.
La vida
continúa centrada en mi padre. A las preocupaciones por su nuevo libro se le
suma también la incertidumbre sobre si ganará el Premio Cervantes de 1992. Nicanor Parra y Jorge Edwards le han insinuado
que lo más probable es que sea así, e inmediatamente empieza a elucubrar sobre
esta posibilidad.
Lo
aterrorizador es, no el premio, sino la necesidad de escribir un discurso de
cuarenta y cinco minutos sobre un tema libre, para leerlo en la ceremonia del
premio, delante de los Reyes de España y del who’s who literario de España y
Latinoamérica. Me muero de temor, pero lo voy a tener
que hacer porque el Cervantes es el premio más importante de la literatura de
lengua castellana. Voy a bajar —son las 11.30 de la noche y estoy en mi
estudio— y leer el pésimo libro de Marco Antonio de la Parra, en el que voy por
la mitad más o menos.
Convencido de
la posibilidad de obtener este premio, mi padre escribe una idea tentativa para
el discurso de aceptación.
Tiempo atrás,
mis padres habían viajado nuevamente a Estados Unidos, a Washington D.C. Se
había comprometido con el Wilson Center a escribir el proyecto que tenía sobre
sir Richard Burton, pero aprovecha su tiempo ahí para seguir trabajando en su
novela, que ya tiene mayor estructura, nuevos capítulos; el personaje de la
gorda, la Ruby, está totalmente perfilado y definido.
Quiere que sea una novela esencialmente jocosa. Al reflexionar sobre lo que
lleva escrito, anota ciertos puntos que debe incluir: más personalidad a Ruby;
Rolando Viveros, más activo y real con más conflicto. Quiere mantener el
ejemplo de The Eustace Diamonds y la vitalidad en su
caracterización y de su dinámica tan suelta a los ojos de mi padre. La lectura
de esta novela de Anthony Trollope lo mantiene
fascinado. En realidad, esto le pasa cada vez que la lee: le asombra la forma
como la ley interviene en la estructura de la familia y de la novela, y la
psicología de los personajes lo cautiva y admira.
Se plantea,
entonces, la posibilidad de ir a la Universidad de Princeton para ver todos sus
papeles; le parecen extremadamente importantes los cuadernos, sobre todo por la
forma que, en su conjunto, narran el nacimiento de
una obra, de sus obras. Su ego se refleja en el siguiente comentario en el
diario de esa fecha:
Nada me gustaría
más que Jay Tolson se metiera —de modo total— en mis cuadernos e
hiciera un exhaustivo estudio de cómo nace una obra de arte, todo esto,
después, comentado conmigo a través de un running interview, que sería la
espina dorsal de donde estarían colgados los
fragmentos del diario y los manuscritos que hay en Princeton.
Sigue con la
idea de escribir una obra de teatro, muy inglesa, muy victoriana. Sería una
obra pornográfica y se llamaría House Party. Las ideas
se suceden unas a otras llenando las páginas de sus cuadernos con ansiedad
creativa. Está plagado de proyectos, pero sin orden alguno.
Lo invitan a
dar una conferencia a Harvard ante cincuenta
invitados de todos los ámbitos de la universidad; son los maestros más
importantes del mundo, en buenas cuentas, a quienes debe hablar por cuarenta
minutos en inglés sobre el tema que él elija. Este desafío, naturalmente, le
causa cierto temor.
Mario Vargas
Llosa, Carlos Fuentes, entre miles de otros (Brodsky, etc.), han dado
conferencias allí, y yo, claro, no me puedo negar,
por la simple razón de que si lo hago quedo totalmente imposibilitado para que
me invite, o se interese por mí, otra universidad. Estoy francamente
aterrorizado. Voy a tener que comenzar a tomar tranquilizantes ahora mismo.
Comienza
entonces a pensar en algún tema posible para esta conferencia; «The writer as
exile» es una posibilidad, o usar de nuevo «Ithaca»,
de Cavafis. Mientras sigue divagando sobre su conferencia, compra calcetines en
Brooks Bros. y dos cuadernos estupendos en Time.
Es invitado a
dar una conferencia en Nueva York y aprovecha la ocasión para ir a todas las
exposiciones. Le interesó especialmente Henry Moore, el supremo reposo
—¿maternal?— de sus figuras, como tiradas en la arena mirando el mar u
observando, desde su suprema indiferencia, a las
personas que lo ven. En su visita concluyó que, en general, no le gustó
Modigliani, pero sí le pareció impresionante el gran espacio con diez obras de
Picasso, que muestra sus diferentes períodos creativos. Mi padre queda
conmovido ante esta magnificencia.
Vuelve a
Washington a recibir a mi madre, que llega desde Chile para acompañarlo. Debe
trabajar en su proyecto sobre Richard Burton. Está
muy entusiasmado, las ideas fluyen y las versiones se van superponiendo...,
pero los miedos también.
Me tengo que
apurar con esta novela, la idea es demasiado buena, no la vaya a aprovechar
alguien antes que yo, como Kurt Vonnegut o Carlos Fuentes.
Luego, anota:
Al escribir
debo recordar que es importante incluir el atractivo como en The Secret History, de Donna Tartt, del
placer de vivir, de ser jóvenes. Encuentro ese libro tan parecido en el tono
del relato, aunque no en el contenido, a Brideshead
Revisited,
que en el fondo es un romance, y quiero que mi novela, aunque es sobre un
crimen, sea también un romance.
Le llega una
mala noticia que lo deprime un poco, aunque en el fondo la esperaba.
Decepcionado, escribe en su diario:
Hoy
NO me saqué el Premio Cervantes. Muy doloroso y muy confundidor. ¿Quién diablos
es esta mujer que se lo sacó y que nunca nadie oyó mencionar? Es absurdo a
estas alturas decidir desengañarme de los premio. Ya sé desde hace años que son
mentiras y desde el punto de vista de valorización de mí mismo no cuentan para
nada. En dos sentidos sí cuentan: uno, en lo que significa como dinero, y dos,
en lo que significa como publicidad, y en esos dos
sentidos me duele muchísimo. Julio Ortega, que me dio la noticia, es un
terrible mediocre y resentido. No creo que me invite a hacer el curso de Spring
1994, como yo quisiera. No sé si entonces —tendré setenta años— tendré fuerzas.
Hay una
anécdota tragicómica en una de esas intervenciones como conferencista. La
invitación de una de ellas contenía una pequeña
biografía suya, nombrando sus obras y los diferentes premios y honores recibidos
durante su vida. Entre ellos aparecen el Príncipe de Asturias y el Cervantes.
Ante esto su discurso (el original en inglés) comienza así:
Déjenme
empezar corrigiendo un error que parece haberse producido en esta elegante
invitación. Se menciona, entre los honores de los que he sido objeto, haber recibido el Príncipe de Asturias y el Cervantes, dos de
los más prestigiosos premios literarios de habla hispana, para los cuales he
sido nominado. Desafortunadamente, nunca los he obtenido. Espero este error en
la invitación me traiga suerte, así en los años venideros pueda ser honrado con
estos premios, lo que, para susurrar la verdad, los deseo no tan secretamente.
La vida en
Washington es placentera. Han sido unos de los
mejores meses de sus últimos años desde el punto de vista del trabajo,
tranquilidad personal y económica. Esta permanencia, no obstante, tiene una
parte más frívola y entretenida: largas caminatas por los parques, teatro,
cine, exposiciones, comidas e idas a comprar ropa, sobre lo que hay una
anotación curiosa en su diario, la cual refleja una faceta que mantenía oculta, pero que era muy suya.
Hoy salí de
compras con M. Pilar, sin que ella me lo pidiera, y gasté una gran cantidad de
dinero, compulsivamente, que no tengo, en comprarle cosas en Jaeger. ¿Saks? De
repente me parece que sí. ¿Por qué lo hago? Es algo que tiene más que ver con
la ropa misma que con ella, lo que significa para mí la simbología de la ropa,
no sólo porque estoy leyendo The Fashion System, de Roland Barthes —que entiendo
sólo muy por encima—, ni porque voy a escribir sobre el problema en Vidas paralelas, sino que desde antes, desde los disfraces de la
niñez y la adolescencia y todos los problemas y las culpas que con relación a
todo eso he tenido. Ahora, y quizás siempre, pero ahora estoy más consciente de
ello, hay un gran elemento de placer no ajeno a la culpa
que expío gastando lo que no puedo y no debo en ropa para M. Pilar. Son muchos
los cables enredados en esto, y si bien comencé a hablar de ellos con mi analista,
no agoté para nada el tema. En todo caso, ya estoy demasiado viejo para
agotarlo y agotarme en el acto de agotarlo.
En una comida
en la Embajada de Chile conoce a Ricardo Lagos, quien le parece muy inteligente
y de palabra arrolladora. Le gustó especialmente, ya
que le pareció ciertamente el primer hombre político que hace referencia al
peligro que entraña el triunfalismo chileno. Dos años después, cuando mi padre
logra terminar su novela, le pedirá a Ricardo Lagos que la presente. En esa
misma comida hay muchos otros chilenos, pero ese ambiente, como de costumbre,
no le gusta nada.
Me sentí
incómodo, sin un lugar adecuado, como privado de
identidad, básicamente porque no puedo —ni sé cómo— funcionar socialmente con
ellos y entre ellos. No pertenezco, no me reconozco, me siento profundamente
incómodo, y además no me gustan para nada.
Mi padre
comienza a leer The Volcano Lover, de Susan Sontag, y
descubre ahí unas líneas que le parecen fantásticas, aunque con cierta ironía
hace una anotación:
Estupendo como
epígrafe de Vidas paralelas, y, creo yo, un robo directo de la Susan de El obsceno pájaro, que ella me ha dicho admira
tanto (chez Kurt Vonnegut, frente a varias personas) en la comida en que
condenó mi script con Jenny Sharader de Rimbaud en Somalia.
Por momentos
vuelve a él la desesperación y se pregunta una y otra vez cómo continuar la
novela. Se pregunta para qué escribe, para quién
escribe noche tras noche —what is the good of it all?—,
y qué otro placer, fuera de la tortura de luchar consigo mismo, saca de todo
esto. Pero reconoce que es verdad, que en etapas más avanzadas del proceso de
escritura, cuando todo es materia de precisión y virtuosismo, al ir apagando
esplendores innecesarios, simplificando, es que siente un gozo que le sube como
una enredadera por las piernas y los brazos, y que
está llegando al lado cuya belleza o perfección —o incluso utilidad— no tiene
nada que ver con los juicios exteriores; que puede existir solo, por sí mismo,
y que él lo hace bailar y hace bailar
las cosas.
Pero otros
hechos lo angustiarán en ese momento:
Decepción y
dolor al ver que mis libros no se venden ni se leen en Estados Unidos. Me
pregunto por qué los traducen y los publican. No
entiendo. Pero me siento totalmente deprimido y me dan ganas de no volver a
escribir nunca más en mi vida. Pero está visto que no puedo dejar de hacerlo.
De vuelta de Olson’s (como de vuelta de Kramer’s el otro día) venía suicida.
Sin embargo, en el camino, mi único pensamiento fue el de volver a escribir,
continuar con mi novela.
Vuelve al
trabajo y las ideas se van ordenando en capítulos y
escenas totalmente definidas; el personaje de la Ruby, en consecuencia, es su
mayor obsesión, debe ser gozoso, encantador, enamorable, frágil, delicado,
divertido, loco. No va a descansar hasta terminar la primera parte
completamente, pero le aparece una pregunta:
¿Quién se
puede ofender con esta novela?
Por la gordura
hace una lista en la que nombra a Carmen Balcells,
Lela Hameau, Regina Santa Cruz, Verónica Serrano y, por el profesor, a Óscar
Hahn y Renato Martínez.
Anota este
comentario con un asterisco destacado en su diario:
Importante:
evadir toda mención deshonrosa de la gordura, porque debo temer a Carmen
Balcells. Es de primera importancia jamás ironizar sobre Ruby, a costillas
suyas, sino que hacerla siempre una heroína trágica,
maravillosa, imaginativa y sensible, que en ningún sentido pueda herir a Carmen
Balcells. Mis simpatías deben estar todas visiblemente con Ruby.
Mis padres
pasan la noche de Año Nuevo con Gonzalo Biggs y su mujer. Comienza 1993 y se da
cuenta de que cumplirá sesenta y nueve años, que le falta sólo uno para los
setenta y definirse como «viejo».
De este año quiero: (1) Que M. Pilar no vuelva a tomar. (2)
Terminar Vidas paralelas. (3) Que mi hija me quiera. (4) Hacer un viaje. Y
en 1994 volver a USA.
Está leyendo
sobre los últimos días de Flaubert (la biografía de Henri Troyat le parece
mediocre y para el gran público) y se encuentra financiera y anímicamente
parecido a él. Empieza a inquietarse nuevamente por su subsistencia económica.
Le han fallado varias conferencias y gasta demasiado
dinero en remedios y doctores, bien por la depresión de mi madre o por los
chequeos médicos mensuales a los cuales él debe someterse. Esto lo tiene muy
nervioso. Saca cuentas, sumas, restas, posibles presupuestos que anota al
margen de las páginas de su diario. Quiere volver a Chile con algunos ahorros,
pero lo ve difícil y se angustia. Sus preocupaciones,
en parte, se basan en hechos objetivos: se les viene encima la vejez y, con
ello, importantes gastos médicos; sabe que no va a escribir muchos años más y
que lo que ha logrado ahorrar será con lo que tendrá que vivir. La visión de mi
padre en ese momento es catastrófica.
La situación
económica se pone pésima. Las cuentas de los doctores, lo caro que es vivir en
nuestra casa en Santiago, y no hay quien haga
comprender a M. Pilar que «we can’t afford it» y que nos estamos autodevorando
con esa casa, sus gastos son enormes y me «va a salir más cara la vaina que el
sable». De modo que estoy totalmente paralizado económicamente. Ella dice: «Me
niego a vivir en un departamento, no quiero vivir en una casa sin jardín, no
puedo vivir sin perros», y no entiende que al paso que vamos nos queda dinero para vivir muy pocos años más.
Unos días
después, cuando le llega su estado de cuentas con un resumen financiero de sus
ahorros, concluye:
Estoy entero
dolorido y angustiado con el asunto del dinero. Nunca he tenido más dinero y
nunca he tenido tanto miedo a que me falte. Sobre todo pensando en la vejez,
cuya sombra (en la forma de múltiples enfermedades) ya estoy empezando a sentir como una especie de frío al que voy
ingresando. ¿Qué hacer? No lo sé francamente. Trabajar. Terminar mi novela. En
este momento de mi vida lo único que quiero es tener tranquilidad suficiente
como para escribir, cosa que no voy a tener jamás, hasta que me muera. Y eso
francamente lo veo acercándose, y que me estoy matando poco a poco con tanto
trabajo.
De repente
veo, considero, que he publicado poco en mi vida, que
he trabajado poco. ¿Qué he hecho estos últimos años? Poco y nada desde Taratuta,
y entre eso y La desesperanza, también nada.
Viaja invitado
a Boulder, Colorado, a dar una conferencia. Le parece pésimo el alojamiento y
surge su parte paranoica. Duda de que a Carlos Fuentes o Mario Vargas Llosa los
hayan alojado en un lugar así.
Está leyendo Dreyfus, de Michael Burns, que le
parece bueno e interesante. Va a Fort Collins y le viene a la mente la tragedia
de la operación de su úlcera en 1969 y todos sus episodios de locura que se
desataron, pero que, finalmente, dieron forma a El obsceno
pájaro de la noche. Por otro lado, se siente orgulloso debido a la
publicación de dos libros sobre su obra: Understanding José
Donoso y The Tension of Paradox.
Va a ver la
película The Crying Game y anota sobre ella:
Leyendo las
sensacionales críticas de esta película, con su parecido a El lugar sin límites, me entran las ganas violentas
de nuevo de hacer una película. ¿Pero cómo, con quién? Silvio Caiozzi no me sirve,
según creo, porque tiene una sensibilidad demasiado distinta y contraria a la
mía. Pienso en un film (¿pehuenche?). Sobre la
historia medieval de la princesa que se queda muda. La mudez de la hija de
alguien (el padre la promete en matrimonio a un amigo antes de que aprenda a
hablar y no aprende nunca y queda muda para toda la vida. Ver a quién le sucede
esto en el sigo XIV). La maldición divina por jugar con la identidad y la
integridad de otro ser. El poder de Dios para ver y juzgar lo que nosotros no
vemos ni juzgamos. Un personaje es un poeta, el que
le enseña a la niña a reconocer los sonidos en las palabras escritas. La niña.
El padre que es pura codicia, y la salvación por la letra escrita, por la
imagen. Me gusta mucho esta idea.
Pero mi padre
vuelve a su realidad de ese momento, a lo que verdaderamente le importa: su
novela que está en pleno proceso. Ha estado releyendo lo que lleva escrito, se
da cuenta de que quiere cambiarlo, no puede dejarla
ser simplemente una novela realista del montón, witty
y divertida, eso sí, pero no del montón, y para ello se le ocurren varias
ideas. Pero otra vez se paraliza.
No soy capaz
de retomar mi novela. A veces dudo de si la completaré alguna vez. ¿O sólo lo
pienso hoy por mis preocupaciones de salud? ¿Y puede ser que mañana piense
distinto? El hecho es que, por lo menos hoy, siento
que mi carrera literaria está clausurada, terminada, que no puedo seguir
adelante. Quisiera dejar la novela y escribir mi ensayo autobiográfico, que me
parece tanto más fácil, tanto menos trabajo o por lo menos tanto más un trabajo
para un hombre viejo como yo.
Se pregunta
cómo es posible que después de tantos años haciendo lo mismo, todavía sienta tanto miedo; ese vértigo, ese vacío frente al vano de
la escalera. Piensa en El jardín de al lado. El jardín
secreto es su metáfora para la escritura, nunca totalmente realizada, nunca
totalmente perfecta, nunca accesible, que mantiene su unidad como «objeto» fuera de uno mismo, de la propia psicología, y es un «todo
ajeno» que lo deja a él mismo como un marginal.
Está leyendo,
por décima vez, Portrait of a Lady,
de Henry James, y lo encuentra aún más genial que otras veces. Se pregunta a sí
mismo si eso es posible.
En su diario
de entonces, entre medio de ideas para la novela, diálogos, notas para rehacer
ciertas páginas, hay un ensayo sobre su propia literatura. Al final deja una
anotación que demuestra, una vez más, el gran ego de todo artista. Hay una nota
dirigida a los que han estudiado su obra. Cito:
Para Marie
Murphy, Sharon Magnarelli, Pamela Finnegan, Lucille Kerr, Alicia Borinsky,
Ricardo Gutiérrez Mouat, Mary L. Friedman, Hugo Achurar, Adriana Valdés,
Antonio Cornejo Polar, George MacMurray, Phillipe Swanson, Hernán Vidal,
Hortensia Morell, Myrna Solotorevsky y para todos los que han escrito sobre mi
obra. José Donoso.
Carta de mi
padre desde Washington. Se advierte un poco cansado
con su estadía, agotado por el esfuerzo que le demanda viajar de un lugar a
otro para ofrecer conferencias; se siente viejo y le resulta difícil hacer otra
cosa que no sea escribir.
Viaja, a pesar
del cansancio, otra vez a la Universidad de Columbia. Fea y
fome, le parece, especialmente la gente. En Boston, a los profesores los
juzgó mejor y la gente es menos fea. Luego, va a
Missouri. Ahí su sensación de haber dado una buena conferencia lo alegra y se
siente admirado y celebrado por todos. Eso lo reconforta.
Se le ocurre
nuevamente una idea para una posible película, a partir de su paranoia con el
robo, entremezclada con la fantasía.
La María y Juan
(empleados reales de la casa de mis padres) encerrados en la casa, nosotros de veraneo. Se visten con la ropa de sus dueños, pero
no se atreven a salir a la calle por temor a que reconozcan los vecinos la
ropa, no de ellos. Los vecinos hablan de la ropa, de la elegancia de la señora.
La ropa se hace cosa sagrada, que sólo pueden tocar ellos en la noche, jamás
salir con ella. Van necesitando más y más que la ropa los autorice (el marido y
mujer empleados tienen una relación impotente) para
hacer el amor, y sin ella quedan impotentes. La ropa «es» ellos y al regreso de
la pareja de los dueños de casa, los asesinan para ser «ellos». No, no tanto
para eso como para apoderarse de la posibilidad gramática de las prendas para
transformarse ellos en nosotros. No en ellos, los asesinos, sino en lo que
ellos quieran improvisar con la ropa, ser y dejar de ser, nuevamente, según lo que ellos puedan crear.
A continuación
sigue divagando sobre esta nueva idea:
¿Obra de
teatro? ¿Para hacerla con Carlos Cerda? ¿Por qué no? Más que guión de cine. ¿O
no? Creo que es algo que podría comprender Silvio Caiozzi o Gustavo Meza. Pero
con Silvio Caiozzi se puede hacer algo de proyección universal.
Otra idea para
una película con Silvio, como un aparato primitivo de
tecnología, una radio al llegar a un pueblo primitivo transforma
definitivamente la vida y las relaciones de la gente. Hacer de esto un símbolo
de la nueva tecnología en comunicaciones.
Con sus
conferencias ha logrado juntar suficiente dinero para la deuda que tiene por su
casa en Santiago. Me envía el dinero para hacer todos los trámites y finalmente
pagarla. Con todo, por alguna razón no puede dejar de
pensar en el dinero, en el deterioro y en la muerte que lo acecha. También en
las obligaciones de la vida social.
Debemos ir,
horrible e innecesariamente, a una comida. ¿Para qué? No sé, pero exactamente
en situaciones como esta consiste la idiotez de la vida social. No debo dejarme
arrastrar a ella, a no ser que me interese de alguna manera.
Mañana no voy
a dejar que nadie en el mundo me moleste, ni yo
mismo, y voy a avanzar en mi novela.
Luego de pasar
casi diez meses en Washington, no contempla este nuevo retorno con ningún grado
de placer ni de tranquilidad.
Al llegar
siente horror ante lo feo que está Santiago bajo la nube negra de esmog, y
recuerda que Titi (María Teresa Cortés) una vez dijo: «¿América Latina? Un
continente imposible. ¿Por qué no la vendemos y
compramos algo más chico y más cerca de París?».
Ante esta
visión de Santiago, en mi padre surge la añoranza por el sur de Chile y su
paisaje.
De pronto, el
ansia por volver a encontrar esa extraña playita, al norte de Puerto Saavedra,
que descubrimos en nuestra exploración a caballo con mi baqueano y amigo
Domingo Leal. Esa playa totalmente constituida por
cantos rodeados de obsidiana, del porte o menores que medio puño, o hasta el
porte de una nuez, todos negros, perfectos, maravillosos, de una pureza
perfecta, inimaginable, sonando con la subida y el repliegue del mar, como un
polifónico ábaco, tan vasto, tan hondo, tan abundante, que ya no servía para
calcular, sino que nacía allí, informe, impenetrable, con su rumor negro e
incuestionablemente sólido y sus millones y millones
de globos nítidos y prístinos. Recuerdo mi deleite (uno de los grandes de mi
vida): tenía una talega que llené de guijarros y durante muchos años conservé,
siempre en disminución hasta que se dispersaron y me dispersé yo, y ya no quedó
ningún guijarro. Es en este período post Washington cuando me siento tan
acometido por mi hambruna de paisaje, desolado por la total
falta de él en mi regreso a Chile, por haber leído tanto a Bruce Chatwin y Paul
Theroux, etc.
Pero el
regreso también da sus frutos. La novela tiene ya una forma definitiva y sólo
queda compaginarla y corregirla. Entonces, nuevamente la idea de escribir sobre
las memorias y después de eso morir con toda tranquilidad. Aunque siente que le
restarían algunas cosas por terminar, pero, si no pudiera lograrlo, cree que
con sus memorias el ciclo de su vida quedaría bien cerrado.
Siempre está fabulando, aun con la historia más simple. Esto se
evidencia con el siguiente encuentro y que narra así:
Conversación
fascinante, ayer toda la tarde, con mi sobrina Claudia, sobre mi hermano
Gonzalo y sobre lo que es y está siendo su vida en el campo. Todo lo que sucede
es increíble, su relación con Hernán (cuidador), la Carmencita (mujer del
cuidador), la Gaby; la relación de Hernán con Claudia
y con el Pocho, es un intríngulis tan increíble y tan bello, Lampedusa y
Giolanza di Mazarino, un poco en chileno y cincuenta años después. Pero todo el
asunto me huele más que todo a novela de Faulkner. Si la Claudia no fuera tan
neurótica y autodestructiva, con su talento innato (y si no estuviera cercada
por todo el mundo del feminismo y el estructuralismo absorbente y voraz que
cerca lo poco que le va quedando de ingenuidad o de
frescura) podría sobre todo escribir esa novela, tal como me la contó ayer. Y
si a mí me quedaran más energías vitales, para mí sería el gran tema del
futuro, de mi futuro.
Mi padre pasa
por momentos de asomos a una locura que siempre ha estado ahí, solapada,
tomando curso en sus escritos, pero la de ese momento tiene ya atisbos de
senilidad. Mi madre se preocupa. Anota en su diario:
Pepe está tan
lleno de sí mismo, «and he can afford it». Sin embargo, me quiere y yo a él.
Está... es,
bastante loco. Dice que se va a dedicar la novela que terminó a sí mismo. Se la
pedí yo, que tanto me rompo por ella. Pensaba dedicársela a la Tere del Río,
pero luego dijo que ella es demasiado fría, luego pensó en dedicársela a las
mujeres que han escrito sobre él... luego dijo que «a
nadie, para mí mismo». Mala señal.
Deja de
escribir su diario, tan necesario para él, por casi un año. La razón, en parte,
está en las tres hospitalizaciones largas y de difícil recuperación entre estos
períodos. También porque luego estuvo absorbido en la corrección de Donde van a morir los elefantes, de la cual logra terminar y
cerrar toda su primera parte para enviarla a Carmen
Balcells. Ella parece estar encantada con el material. Luego, lo retoma en
julio de 1994.
Ese año va a
cumplir setenta y lo tiene muy entusiasmado el homenaje organizado por la
División de Cultura del Ministerio de Educación para celebrarlo.
Se festejará
mi cumpleaños a nivel nacional, con mesas redondas, exposición de cuadros con
temas donosianos, condecoración del Presidente de la
República (Medalla Gabriela Mistral), exposiciones fotográficas, concurso de
cuentos, de tesis doctorales, obras de teatro, recepción en el Palacio Cousiño,
etc. Me siento orgulloso y feliz de este reconocimiento público, a pesar de que
creía «better form» decir que no me importa nada.
Fue una gran
fiesta, memorable; mi padre rejuveneció por esa época,
pues no hay nada como el reconocimiento para una artista y que el deseo de
gloria se vea satisfecho. Todo esto lo llena de una gran lucidez y avidez, a
pesar de su estado físico. Escribió dos discursos brillantes e inolvidables. El
primero, para la Ilustre Municipalidad de Santiago, cuando fue condecorado con
la Medalla de la Ciudad de Santiago, que comienza con la idea de la ceguera, la
miopía real y, luego, mientras el discurso avanza,
esta ceguera queda denunciada como un mal que lo cubre todo, la ciudad de
Santiago, la política...
Su
intervención causó polémica, pues emitió juicios severos contra la destrucción
de la ciudad de Santiago en la propia municipalidad, y ante el alcalde. Mi
padre, sintiéndose libre ya para decir lo que quería a esa altura de la vida,
también hizo en esta ocasión una fuerte crítica a los
políticos y a su discurso de «reconciliación nacional». Dijo, en parte, lo
siguiente:
Pero al
caminar por el Santiago de hoy me resulta una ciudad desconocida que pugno por
encontrar empleando la nostalgia. ¡Ha sido, para mí, tan querida, tan dolida,
tan odiada! Pero en Chile estamos perdiendo nuestra facultad de sufrir porque
todo se perdona, hemos hecho lo posible por borrar
nuestra memoria, nos hemos empeñado en perder la nostalgia y el dolor por lo
que los políticos llaman el «perdón», pero el perdón no es posible si se
eliminan los ángulos doloridos de la nostalgia, y se cubre el dolor —que se
debe incluir en todo perdón verdadero, junto con la memoria— con un manto cuyo
modelo hemos encontrado en Disneylandia.
En Santiago
hemos ido perdiendo los hitos materiales de la
memoria: a los setenta años uno vaga casi ciego por las calles cuyos pavimentos
uno conocía de sobra. A veces, en el centro de este Santiago que tan bien
conocen mis antiguos pasos, me detengo para preguntar —porque a veces mi
brújula urbana no funciona— dónde queda la Plaza de Armas. Me contestan con una
sonrisa amable, señalándome el camino con el dedo porque
seguramente se dieron cuenta de que estoy quedando sordo. Entonces me alejo,
simulando una renguera para que por lo menos me crean minusválido, no idiota.
Pero en fin, por lo menos mi dolor por la otra ciudad es verdadero. Como el
perdón, que es una palabra subterráneamente ligada al dolor. Pero el perdón del
que se está hablando es legal, oficial. El dolor y la rabia de los que les han
escamoteado lo que les pertenece, padre o hijos
desaparecidos mientras la justicia silva Over
the Rainbow sin
castigar a nadie, sin exigir nada. El verdadero perdón, el doloroso, que
conserva la rabia, es «denso», no «light», no «divertido».
Se ha hecho
mucho por Santiago. Pero no lo central. No hemos recobrado nuestra identidad
desde dentro, ya que esto sólo es posible mediante la cultura y la educación. En este país nos hace falta que los economistas e
ingenieros lean algo tan aparentemente inútil como Rilke. Que los poetas se
conmuevan con algo tan elegante como Euclides.
Unos días
después debe dar un segundo discurso, esta vez por la condecoración Orden al
Mérito Docente y Cultural Gabriela Mistral. Esta intervención sí sacará ronchas
entre los políticos y mi padre quedará, por decirlo
de alguna manera, en la lista negra de La Moneda (de hecho, la Casa de Gobierno
nunca más lo invitará a ningún acto oficial).
Aquel día
asistimos todos a este importante evento, incluida la nieta, la Nana, los
amigos, los alumnos del taller y los parientes lejanos.
En una parte
de su discurso decía:
Ni la economía
ni la sociología ni la política son áreas en que entiendo nada. Debo agregar que mi sentido acerca de ellas es bastante
negativo, sintiendo que jamás entenderán nada estos señores, porque un
político, para ser bueno, debe antes que nada leer a Rilke, a Cavafis, a Yeats.
Silencio
sepulcral en la sala. Al recibir la medalla dijo, como otro broche de oro, que
le gustaba mucho y la agradecía porque su nieta Natalia las usaba para
disfrazarse.
Ante la presión de la opinión de mi madre y de ciertos
amigos que le hicieron ver lo poco acertado de su discurso, decidió escribir
una carta de disculpas al Presidente Eduardo Frei Ruiz-Tagle, quien concedía
este honor, pero creo que resultó aún más anecdótica que el mismo discurso.
Fechada en Santiago de Chile el 11 de octubre de 1994, empieza la carta
agradeciendo la condecoración y el honor que con ella
se le confería, elogiando la iniciativa de honrar a «un trabajador de la
cultura». Pero en el segundo párrafo toma otro giro, y con un tono de
sinceridad se dirige al Presidente diciéndole:
Todos sabemos
que la cultura es el único bien que permanece y que tiene voz propia,
independiente de los avatares de la economía y de la contingencia política,
capaz de unir a un continente entero con una sola
voz. Quiero felicitarlo de nuevo por esta iniciativa que tiene contentos a los
trabajadores de la cultura, hasta ahora considerados ciudadanos de segunda
categoría, que sólo se puede elevar, no con dinero que también es útil, sino
que con honores significativos, con becas, con impulsos serios hacia la
creación, con el mejoramiento de nuestras bibliotecas, que por desgracia en
nuestro país están hechas un desastre. Son pocos los
que comprenden su eventual «utilidad» o la proyección de su poder en la
definición de un ethos no sólo de nuestro tiempo, sino que frente a la
eternidad, tan sigilosa y elusiva que en nuestros tiempos de apremios y
urgencias inmediatas ya casi no le queda lugar, pero que es un lugar que urge
restituirle.
La Fundación
Guggenheim otorga cerca de cuatrocientas becas al
año, algunas para investigaciones científicas, otras en el campo de las
ciencias sociales, pero sobre todo en campos que en Chile serían considerados
formidablemente inútiles. Así, al voleo, le transcribo algunos títulos de los
últimos años: beca para un estudio sobre la naturaleza de la ironía; beca para
un estudio literario del género pastoril; beca para el estudio del concepto de «centralidad» en la poesía de Wallace Stevens; beca
para el estudio del cine chino contemporáneo; beca para un estudio sobre
Moisés, la masculinidad y el monoteísmo... etc., etc., etc. Además de becas
para fotografía, para la escritura de novelas, para danza, para pintura y
escultura, para actuación y disciplinas teatrales.
Fue esa la
sensación y mi malestar que va en aumento, de que
estas disciplinas, y la «alta cultura» que ellas señalan, son desdeñadas por
inútiles por empresarios y economistas que gobiernan este país, fue lo que me
impulsó, con la ceguera del toro enfurecido ante la capa y las banderillas y su
dolor, a embestir en un momento en que no debí haberlo hecho, el momento en que
usted me estaba distinguiendo. Le ruego que excuse esta torpeza mía.
Increíblemente, luego prosigue diciendo que quiere aprovechar esa
ocasión para tocar dos puntos: el primero referido a que si entonces en el país
se está haciendo lo posible para frenar la fuga de capitales chilenos al
extranjero, existe también una descomunal fuga de capitales intelectuales
chilenos hacia Europa y Estados Unidos. Para evitar esta fuga de «materia gris»
sería muy conveniente que, por lo menos, alguien
estudiara este problema y buscara la forma de remediarlo. El segundo, la falta
de aportación de capital privado del país a las áreas de la creación y del
conocimiento puro. Mi padre le señala que es lamentable leer la sección
«Opciones académicas» del diario El Mercurio («que es
otra vergüenza de la que padece el país»): todas las carreras prácticas, pero
ninguna referente a lo que podría ser el
engrandecimiento cultural de nuestra nación.
Por último,
nuevamente le pide que perdone su «metida de pata» en un momento en que no
debía haber sucedido, pero, al parecer, las disculpas después de esta carta —en
que aprovechó para hacer notar la falta de importancia de la cultura para los
políticos— no fue aceptada, al menos formalmente.
Para mi madre,
estos reconocimientos acentúan su sensación de
aislamiento. En su diario se desahoga:
Le tengo también
envidia a Pepe por el amor que despierta, siento que poca gente me quiere a mí.
Debo dejarme de mendigar... quisiera tantos más cariños... los perros, gran
solución, parece mentira lo que significa el amor de la Clarisa (su perra yorkshire), ayer estaba desesperada
porque ella prefirió estar abajo que estar conmigo.
El Myshkin (gato siamés) es el más tierno, pero el amor de la Clarisa
significa demasiado para mí.
La biografía
de Isabel Arundell es el centro de mi vida en esta época. Mis mejores momentos
son cuando escribo y cuando asisto a misa. Mi compromiso es con Dios.
Ella se hizo
querer, pero sentía siempre que era poco lo que recibía de vuelta. Tenía una
amiga a quien adoraba, Lita Riesenberg, «la más
importante», decía. En cambio, de Mónica Bordeau, su inseparable de juventud,
estaba decepcionada, pues la sentía enjuiciadora e incomprensiva con sus
depresiones. Otra amiga querida es su prima Marialyse Serrano, quien, a pesar
de ser dura, la apoya y escucha.
Pasaron estas
fiestas de los setenta años y la salud de mi padre empeoró vertiginosamente.
Ante el fin, su mirada intenta descifrar el momento
por el que pasa la literatura.
Es un momento
de gran desconcierto, aunque no por eso pobre. Ya no se siente esa gran unidad
de resultado (aunque no unidad de proyecto) de la gran novela latinoamericana
que se sintió en los años sesenta y setenta, y parece haber estallado,
dejándonos con esquirlas. Esos eran los tiempos de la novela moderna en su
momento de apogeo, pero ha llegado el momento de la deconstrucción.
Ya no se siente la existencia de una gran novela latinoamericana moderna, sino
que con el posmodernismo ha llegado el momento de la deconstrucción, hay novela
chilena, argentina, mexicana, peruana, etc., pero algo como defensivo la
mantiene dentro de los límites de sus países y ya no es una experiencia
compartida. Ya no existen los centros que eran
Barcelona, París, ni la política del castrismo o incluso del marxismo
arreglado, ni el coro de los indudables maestros y los resabios del existencialismo,
sino que fragmentos, algunos de ellos de gran calidad. Sobre todo, diría yo,
los novelistas ya no tienden a pontificar ni a profetizar ni a creer que pueden
explicarlo todo, sino que han vuelto a sus cometidos más o menos modestos, y sin ver el mundo y la sociedad como un gran todo, se
conforman con sus literaturas personales, que iluminan las piedras y los
matorrales más cercanos como para conocerlos y definirlos, pero con la
conciencia de que hay, más allá, el gran universo oscuro del que la literatura
puede definir sólo una parte, lo más cercano, reconociendo, sin embargo, que es
parte de la noche general circundante.
Páginas más
adelante retoma la idea:
La literatura
es el olvido y la recuperación de la imagen a través de la palabra desde más
allá del olvido. El olvido es lo que practicó toda mi generación de novelistas
en el exilio, efectuando la recuperación, la reconstrucción mediante el
lenguaje.
Mi generación
fue la de la construcción de la recuperación de la imagen y la palabra desde el olvido del exilio. No podíamos vivir sin escribir,
no podíamos escribir sobre los mundos extraños donde éramos marginales,
teníamos que vivir con alguna parte y vivimos en la reconstrucción de mundos
ahora inaccesibles. La memoria es la palabra. Era cuestión de reconstruir con
la palabra.
La generación
nueva de novelistas es la de la deconstrucción, del regreso. Los enormes
edificios de palabra/memoria se hunden para los
nuevos narradores y se hace necesario reconstruir las teorías políticas y
económicas, que nos dan una semblanza de estabilidad.
A finales de
1994 viajan a España para asistir, en Madrid, a la «Semana del autor»,
organizada por el Instituto de Cooperación Internacional. Van a la zona
Villanueva de la Serena en busca de los Donoso españoles, pues descubrió que en un pueblo llamado El Campanario había una
familia con el apellido. Este hecho despertó en él una gran curiosidad, estaba
emocionado por la posibilidad de saber más de sus ancestros para su libro de
memorias. En el trayecto hacia ese pueblo, conociendo bien las fantasías de mi
padre, mi madre le advirtió riéndose un poco de él:
—No esperes
encontrarte con marqueses de Valdegamas. Figúrate
cómo estarían de muertos de hambre tus antepasados si tuvieron que irse a Chile
en el siglo XVI. A lo más serán peones.
Estos Donoso
resultaron ser grandes señores y terratenientes. Vivían en una casa de sillería
con escudo sobre la puerta y capilla propia en la calle principal. Los
recibieron muy amablemente. Sus ojos celestes y un poco saltones eran iguales,
según mi padre, a los de sus numerosos parientes en
Chile, además de la tez blanquísima y sonrosada característica también muy
Donoso.
La primera
edición de Donde van a morir los elefantes se agota
rápidamente y mi padre le escribe a Carmen Balcells:
Me entero de
que ya se ha cubierto la totalidad de mi adelanto de Los
elefantes.
Es muy urgente, en primer lugar, ponerse de acuerdo sobre una agenda de
publicaciones de mis títulos para el resto del año,
ya que me consta que mi ausencia en los escaparates de librerías me está
causando un profundo perjuicio editorial, y la pérdida de una oportunidad como
pocas.
Necesito,
sobre todo, que me hagas con suma urgencia los depósitos pertinentes.
Te ruego,
entonces, me digas algo sobre mis cuentas. Espero ansioso, como mi banco espera
que te pronuncies a este respecto, mira que con
clínicas y médicos se me ha ido toda mi cuenta al hoyo y estoy en cero y me van
a meter a la cárcel.
Ante el
soprendente éxito de ventas de Donde van a morir los
elefantes, mi padre se embarca rápidamente, sin pensarlo más, en sus
anheladas memorias, que tendrán un costo emocional que nunca imaginó. Retoma
los esbozos comenzados en cuadernos anteriores. Los
temas a incluir: la novela decimonónica; la Feria del Libro en Buenos Aires,
con el posible judaísmo de los Donoso; el origen campesino del padre; el origen
intelectual afrancesado de la madre; la tensión y lucha entre ambos lados... En
una de sus páginas afirma:
No existe
cultura si no hay memoria, y no hay cultura nacional si no hay cultura familiar
y personal, si no hay códigos y modelos ni
resonancias de otros en uno.
Va ese año,
por última vez, a la Feria del Libro en Buenos Aires como invitado oficial,
pues se hará el lanzamiento de Donde van a morir los
elefantes. Viaja acompañado por su sobrina Claudia Donoso y su
secretario de entonces.
Estaba
evidentemente cansado y debilitado (en plena feria sufrió un desmayo). A pesar
de las dificultades físicas, no perdía el ánimo ni el
humor, en una lucha en contra de su propio cuerpo, aferrándose a la vida.
Esther
Edwards, en su libro Voces de la memoria, recuerda esa
última feria:
... era
evidente para cuantos lo veían que le costaba trabajo valerse solo. No se
quejaba, pero hacía esfuerzos para estar alerta y seguir las conversaciones a
pesar de la sordera de la que hacía gala en el último tiempo, manipulando su audífono muy obviamente. Analizamos la
idea de que usara una cometilla, como los generales retirados en las piezas de
Chejov.
—¿Te
parece que en los anticuarios de San Telmo podríamos encontrar algo así?
Una mañana
salimos a buscar ese artefacto que le permitiría exhibir su minusvalidez y
quizás concederse la impertinencia de dejarlo de lado, dando por terminada
cualquier conversación. Desgraciadamente, ya no existían
las cometillas...
Mi padre
necesitaba del mayor apoyo posible: su bastón, su audífono..., y por ello había
contratado a un secretario que, no obstante, se transformó en una especie de
lazarillo y resultó, finalmente, un fiasco.
La idea de
tener un secretario era, en principio, para dictarle cartas, recibir los fax,
ir al correo o al banco. Si bien debía cumplir con un
horario en las mañanas, se pasaba todo el día ahí, imponiendo su presencia de
manera bastante invasiva. Mi padre confiaba en él ciegamente y lo había
acompañado a Estados Unidos cuando lo nombraron Doctor Honoris Causa de la
Universidad de Southern California.
Luego, por una
casualidad, al encontrar una hoja con imitaciones de la firma de mi padre,
sospeché lo peor y comencé una cacería de brujas que
terminó con el descubrimiento de que este personaje había girado varios cheques
en dólares desde la cuenta de su jefe. Naturalmente, se desató el escándalo y
él quedó abatido ante esta traición.
Este conflicto
lo paralizó. A decir verdad, cualquier conflicto paralizaba a mi padre. La
única vez que lo vi enfrentarse a alguien y encararlo con verdadera rabia fue en el lanzamiento de un libro de un alumno de
su taller. Durante el cóctel un señor se nos acercó y, cuando mi madre habló,
éste le dijo:
—Pareces un
macho —pues ella tenía la voz bastante ronca.
Mi padre, al
escucharlo, lo increpó furioso, le preguntó quién era él para decirle eso a mi
madre; que qué se creía, y finalmente le gritó:
—¡Y tú pareces
un imbécil!
Quedé
muy sorprendida, pues nunca había visto pelear a mi padre con nadie en público.
En agosto de
1995, en las últimas cinco páginas de su diario, cuando su capacidad para
mantener sus anotaciones se acababa y el silencio llegaba a invadir las páginas
en blanco, en su último cuaderno, el número sesenta y cuatro, escribe:
Estoy
terminando las Conjeturas. Anoche releí las ciento diez
primeras páginas y no me gustan nada. No sé qué hacer. Les falta fuerza, no hay
una escena fuerte.
La inminencia
del fin despertó en él la necesidad de escribir sobre su familia, su historia,
rescatar todo un pasado y volver a hacerlo suyo. El proyecto se perfila con el
título de Carta genealógica a mi hija, como para darme
o regalarme una historia, producto de un tema que desde hace muchísimo lo persigue y quiere concluir.
En un primer
momento plantea así esta necesidad:
Quiero
relacionar, por una parte, el mundo de mi sensibilidad particular y mi
historia, y por otra parte, con ciertos rasgos de la historia de mi país y
América Latina. Quisiera que fuera, en un sentido, una novela, una evocación,
un análisis personal, y en otro, historia y biografía de personajes que conozco a través de la historia escrita o la tradición oral
familiar, o personalmente, y con esto crear un cuadro de cierta clase media
chilena.
El proyecto
es, en esencia, este: un ensayo-novela escrito en la forma de una carta
dirigida a mi hija adoptiva de dieciocho años, comparando su identidad social,
frágil por razones naturales, con la mía. Esta fragilidad, con sus angustias, posturas
y rebeldías, para un novelista es una fuente de
creatividad. No creo que existan muchos novelistas, fuera de Tolstoi, que
pertenezcan a una clase social que no tiene dudas sobre sí misma. En este
sentido me gustaría discutir a Proust, Balzac, Stendhal, Virginia Woolf, Victor
Hugo, etc.
Estos
novelistas tuvieron que inventar, de cierta manera, un pasado, y un origen
porque el propio no les satisfacía, y este origen
creado, sobre todo en sus novelas, les proporcionaba cierta seguridad. Esta
carta no pretenderá ser un estudio académico. Tengo la intención de recrear,
como en una novela, la historia de mi propia familia, y analizar sus bajos y
altos históricos y sociales, con especial atención en los personajes, períodos
y situaciones de crisis y ruptura de su identidad social. Narraré esto en
primera persona, reflejando en mi propia dolorosa
experiencia de estas dudas de mí mismo que me vienen desde mi niñez, y de qué
manera esta aparente falla, o debilidad, parece haber sido, en mi caso, una
parte importante en la formación de mi vida imaginativa, y mi creación
literaria.
Tiempo
después, cuando mi padre estaba metido de lleno en la escritura de Conjeturas sobre la memoria de mi tribu, hablamos
sobre el problema de la identidad y buscamos un punto de encuentro entre ese
mundo tan propio de él y el mío, nuestras historias, nuestras raíces.
—Ahora estoy
escribiendo una novela, historias de mi familia, y me sorprenden las cosas que
estoy escribiendo. Me sorprende la forma en que voy encontrando cosas o en que
las imágenes me asaltan. Voy uniendo pedazos pero inconscientemente. Vienen, llegan, aparecen. La memoria es un pozo sin
fondo en el que de repente metes la mano y sales con un fajo y lo usas. Fluye
desde el fondo de uno mismo, desde lo más profundo, pero que después uno sea
capaz de armarlo bien es otra cosa, y se puede convertir o no en una novela.
»Quiero con
esta novela exhumar ciertos recuerdos, referirme a ciertos personajes clave, a
ciertos lugares y acontecimientos, pintar un cuadro
de mi propia sensación de ambigüedad social y de mi familia, que ahora me
parece un fenómeno interesante desde el punto de vista literario. Por otra
parte, este salvataje del pasado familiar te lo quiero ofrecer a ti, hija mía,
que no lo tienes, como regalo, ya que serás libre de asumirlo como pasado que
te pertenece o para rechazarlo completamente. Será en el
momento de ejercer esa opción que adquirirás una identidad social fuerte».
Creo que la
única vez que le mentí respecto de mis emociones fue a raíz de estas conversaciones
sobre las Conjeturas, cuando mi padre me planteó este
libro como un regalo a mi propia memoria, para que esa historia la hiciera
parte mía, mi historia.
Me preguntó si
lo sentía propio y no quise decepcionarlo, de modo
que le contesté que sí, cosa totalmente falsa, pues nada más ajeno a mí que ese
mundo familiar casi decimonónico del que él habla en esas memorias; nada más
ajeno a mí que el concepto de familia ancestral, pero sé que mi respuesta lo
hizo feliz. Además, no era una mentira del todo, pues de algún modo directo sí
llego a tener relación con ella. Sí, es la historia de la familia, la de mis
tres hijos que son Donoso Donoso, emparentados
sanguíneamente con mi padre por las vueltas de la vida y el misterio del
destino, y ellos sí forman parte de esta tribu, de la que yo estaba y estaré
siempre excluida.
Las Conjeturas dieron mucho de que hablar en otro ámbito. Mi
padre no pensó que es imposible escribir la historia de una familia sin herir
algunas susceptibilidades, y no se esperaba que parte
de esa tribu se molestara. Ingenuamente, para saber su opinión, le envió el
manuscrito de la novela a su primo Gonzalo Figueroa Yáñez, quien se sintió muy
ofendido con uno de los capítulos. Él, a su vez, se la entregó a otros miembros
de la familia Yáñez para que la leyeran y también reaccionaron desmesurada y
ridículamente.
José Donoso
recibió amenazas de todo tipo: cárcel, disparos e
incluso asesinato por parte de algunos miembros de esta «tribu». Mi padre quedó
desalentado, cayó en una tristeza profunda, acompañada de un hermetismo que lo
llevó a tomar la decisión de sacar ese conflictivo capítulo completo del libro,
dejándolo medio trunco y reducido en cien páginas.
Todo el
escándalo nació a raíz de la insinuación, por supuesto teñida con la fantasía
—cosa que esa parte de la familia no pudo entender—,
de que la madre de don Eliodoro Yáñez, doña María Josefa Ponce de León, ya
viuda de Yáñez y apodada, según la leyenda, como la Peta Ponce, había educado a
sus seis hijos gracias a una carreta con alegres mujeres que guiaba a distintos
pueblos. En esa carreta también iban sus dos hijos, que vendrían siendo el
abuelo y el tío abuelo de mi padre. Esto fue lo que
desató la furia en varios familiares, quienes, indignados ante semejantes
«calumnias» sobre su santa abuela, tía abuela, tía o cualquier otro posible
parentesco, impidieron la publicación de esta parte del relato.
Qué pena, pues
el relato —que al parecer decididamente era ficción, según su hermano Gonzalo—
era mágico. De ser cierto, esta mujer que se paseaba en carreta por todo Chile
logró educar tan bien a sus hijos, que uno fue dueño
del que llegó a ser el diario más importante en Chile, La
Nación, y luego candidato a la presidencia.
La reacción
más exagerada fue la de Gonzalo Figueroa Yáñez, quien violentamente envió a mi
padre una carta, con copia a todos los primos Yáñez, llena de ofensas y
amenazas, junto con la devolución del regalo de matrimonio que mi padre le
había mandado a su hija, que se casaba por esos días.
Esa carta llegó, misteriosamente, a las manos de un periodista que la publicó
íntegra en una revista nacional. Espero que al señor Figueroa verse expuesto de
esa manera le haya causado algún tipo de incomodidad, pues para mi padre este
fue unos de los episodios más dolorosos de su vida.
Traté de
convencerlo de que publicara el libro completo, pero
se negó una y otra vez. Incluso, por momentos, pensé que era la primera vez que
lo veía acobardarse y lo incitaba a enfrentar a la familia.
—Simplemente
no —dijo, cansado de mi insistencia—. Me molesta la hostilidad, la mala
voluntad. Me estoy echando para atrás para evitar la pelea, le tengo temor a la
pelea.
Hoy me han
preguntado si yo publicaría la versión completa de Conjeturas sobre la memoria de mi tribu y, la verdad, es
que no lo haría. Si mi padre no quiso hacerlo y consideró que eso era para él
lo correcto, no soy quién para no mantener su decisión.
A mi madre, la
vida social le era muy fácil de llevar; mucho más que a mi padre. Ella
compartía su mismo círculo de amigos, como también mantenía los propios. Entre
esas amistades, por lo demás, aparecieron los
«amores» de mi padre, centrados principalmente en tres figuras femeninas muy
disímiles entre sí. Ágata Gligo: joven, bella, inteligente, escritora; Teresa
del Río: madura, sofisticada, fría, culta, y Josefina Delgado —que vive en
Argentina—: profesora, intelectual, estudiosa, de aspecto amable y simple.
Estos amores,
platónicos o no, por momentos tomaban mucha fuerza y en otros se desdibujaban completamente. Pero eran, desde luego, centrales para
él. Así al menos escribió, años antes, mientras estaba en Estados Unidos:
Curioso, veo a
Tere del Río como una enemiga, una contrincante, en cambio veo a Ágata Gligo
como una amiga, a pesar de que ambas se han «interesado» por mí, pero con Ágata
he llegado más lejos, hasta la orilla misma, y la siento mucho más entregada,
mucho más mujer, mucho más interesante que la Tere.
La Tere representa todo lo que una parte mía adora en una mujer: no sólo la
belleza, sino la elegancia, finura, distinción, buen gusto. En un momento dado,
porque las cosas habían llegado a ese punto, hubiera podido enamorarla, pero la
desenamoré. Con Ágata, en cambio, pese a todas dificultades e inconvenientes,
permanece palpitantemente verdadera y unida a mí, físicamente
incluso, cosa que no sucede de ninguna manera con la Tere. A la Tere espero
verla con ganas pero con miedo; a la Ágata, con calor y ternura.
En este ámbito
hay, también, terribles contradicciones que pasan del más absoluto amor y
admiración a la decepción:
Salí con la
Ágata en la tarde. Estuvo muy aburrida. Me pregunto si es el hecho de ser
chilena solamente, o también su enfermedad, de la que
está grave, o su natural falta de inteligencia. Es muy del cotilleo literario y
nada más. Tomamos helados en el Parque Arauco (mall). Hablamos de puras
tonteras y nada de joie-de-vivre, como dice Jorge Edwards, porque la
joie-de-vivre es una cualidad europea, no americana, y menos latinoamericana.
Su amistad con
Tere del Río causa cierto grado de conflicto con mi
madre, y no sin razón. Mi padre es bastante dependiente de esta mujer, a quien
admira, y está siempre alerta de su opinión; si llama o no lo llama, si fue
atenta con él o no. Incluso, en una ocasión le pide que lo lleve al aeropuerto
cuando debe viajar a Concepción.
Llegó la Tere
a la casa. María Pilar se había ofrecido a traerme al aeropuerto, pero se
ofreció la Tere e invitó a María Pilar. María Pilar
le dio las gracias y no vino. Nos vinimos solos, y la Tere y yo tuvimos como
una hora de conversación solos, en que hablamos de todo. Entre las mujeres que
conozco es sin duda la más inteligente, fina y culta. Le falta afectividad,
pero debo decir que en general conmigo la tiene. Pero, como a todo el mundo, de
repente se le van los puntos.
Cuando anuncian
el aterrizaje en Concepción, viendo el mar desde lo
alto, mi padre medita por un momento en la escena de dejar a mi madre e irse
junto a Teresa de Río. Siente cierta culpabilidad.
Esta noche
llamaré por teléfono a María Pilar. Al despedirme y meterme en el auto de la
Tere, no la besé y ella me dijo: «No me has dado un beso de despedida». A lo
que la Tere replicó: «¿Va a ser muy larga la separación?», o algo así, no sin una ironía bastante mordaz. Tengo la horrible
sensación de que se quedó emborrachándose. ¿Será posible, o habrá reaccionado
de una forma más o menos sana?
Su amor es
cambiante. Como en todo, mi padre amaodia o enaltece-envilece y esto se aplica
a todas sus relaciones, pero en especial a sus amores en el amplio sentido de
la palabra. De manera que he podido concluir que su ego nunca le permitió amar realmente a nadie; él lo sabía y, en
parte, negaba esta faceta, refugiándose en la idea de que él no era objeto de
amor.
Tere del Río
siempre estuvo presente en su ambivalencia:
La quiero mucho.
La Tere fue a ver a J. F. K. con Julio Pérez Cotapos, pero no puedo dejar de
anotar aquí mi ambivalencia ante el hecho de que la Tere salga con un «pololo»
tan pololo. Estoy, me parece, sufriendo de celos, o
de envidia, no sé.
Y otro día no
la quería nada, la consideraba una mujer fría, inmutable, y así pasaba enredado
en estos «amores».
Finalmente,
estas relaciones se le hicieron inaguantables a mi madre, y a pesar de que
generalmente callaba y dejaba que mi padre hiciera su vida, llegó un momento en
que no lo toleró más y lo enfrentó en relación a Teresa
del Río.
En su diario
escribe:
Hoy —desde
ayer— hemos tenido la pelea más feroz que hemos tenido con María Pilar en
nuestra vida conyugal. Todo a propósito de mis relaciones con la Tere del Río,
que ella dice que es por celos, pero yo creo más bien que tiene un origen en la
envidia.
Los celos de
mi madre no son antojadizos. La admiración de mi padre por esta mujer es
notoria, y a pesar de tener seguridad del amor de su
esposo, mi madre no deja de inquietarse. Esto se confirma con una anotación que
escribe mi padre en 1992, mientras está en Washington:
He pensado en
Tere del Río, bastante obsesivamente, sin eso que la gente sabe, o cree saber,
llamar amor, pero sí con persistencia.
En un momento
dado, mientras escribe Donde van a morir los elefantes,
es tanta su admiración por la Tere, que piensa en
dedicarle el libro. Entonces explica por qué desiste:
No estoy
seguro de dedicársela a la Tere del Río. I am having second thoughts about it.
De alguna forma pienso que el gesto mío lo interpretaría equivocadamente, or
not at all, como niña rica que es, ella cree, me parece, que se lo merece todo,
y ni siquiera se sorprendería demasiado. Creo que la
verdadera emoción le faltaría.
A Ágata Gligo,
en cambio, la quiso siempre, y mucho, se preocupaba por ella, por la lucha que
mantenía contra un cáncer de mama que se apoderó de ella muy joven y que la
mantuvo en una larga e incesante batalla por su vida. Mientras Ágata vivía este
proceso, plasmó su experiencia con la escritura de un libro que se publicó,
póstumamente, titulado Diario de
una pasajera. Ágata Gligo murió en julio de 1997.
Para mí fue
otra pérdida importante. A pesar de lo débil que estaba, se preocupó por mí, me
acogió en su casa y juntas nos sentábamos a hacer las últimas correcciones de
la novela El Mocho, para entregarlo a la editorial.
Eran tardes muy agradables y luego del trabajo compartido tomábamos el té y
simplemente hablábamos, recordando juntas a mis
padres.
Cuando Ágata
murió quise hacerle un pequeño homenaje y escribí unas líneas tituladas El honor de los adioses, que, por pudor, no me atreví a
publicar, aunque sí las llevé a su marido, Luis Brahm.
El otro gran
amor de mi padre, anterior a estas dos mujeres, fue Josefina (Pepita) Delgado,
a quien mi padre visitaba cada vez que iba a Buenos Aires. Mezcla de admiración
mutua, lo que más le gustaba a mi padre era que se
sentía endiosado por esta mujer y sus pleitesías.
Muy
inteligente ella; pequeña, de ojos vivos, amistosos y cordiales, profesora de
literatura, investigadora y crítica literaria, que indagó mucho sobre la obra
de mi padre. Hablaban largamente de literatura, analizaban y criticaban juntos,
tanto así que Josefina Delgado es un personaje central en Ta - ratuta, con quien mantiene un
diálogo personal y directo en la narración de la novela.
Diría que es a
ella a quien mi madre le tuvo más celos. No sé ahora el motivo, porque no era
la mujer elegante y sofisticada al estilo de Tere del Río, ni tenía la belleza
enigmática de Ágata Gligo. A decir verdad, no es que fuera fea; sin embargo, su
capacidad intelectual era un arma poderosa que hacía
a mi madre sentirse muy insegura. Creo que mi madre se sentía excluida de este
círculo tan intelectual y quizás un poco despreciada por ellos.
Escribe en su
diario al respecto:
Ahora, luego
de un tiempo de enfriamiento, el total rechazo a la Pepita porque no soporta lo
malo que es su libro (lo que, claro, en parte me alegra) y la Tere, cuya
amistad impulso porque le da algo fuera de mí, lo
empieza a cansar también (lo cual también me alegra).
Su otra
amistad era con Fernando Balmaceda, a quien volvió a acercarse en un principio,
pero más por un recuerdo de la juventud perdida que por otra cosa. Sobre esto
mi padre escribe:
Vamos saliendo
a tomar el té donde los Balmaceda (Fernando y Carmen Borrowman). Hace tanto
tiempo que no los veo. ¡Qué amigos míos han sido los
dos! Amigos de corazón, tanto ella como él, cada uno en su medida, y tan poco
que nos vemos ahora. A veces pienso que se debe a lo complicada que es María
Pilar, lo poco acogedora que es, siendo como es tan gregaria... Quizás no sea
esta la razón. Razón uno es, según yo, que yo me he desarrollado
intelectualmente y Fernando ha quedado infantil. Y dos, creo, porque hay algo
en mí que no me perdona el uso que él y su madre le
dan a los escritores, bufones, gente desclasada que necesita de mecenas, aunque
todo esto sea inconsciente en ellos y lo negarían totalmente si se les
planteara la cuestión. Y a la Carmen, creo yo, se le han ido los humos
aristocráticos de sus dos matrimonios, García-Huidobro y Balmaceda, a la
cabeza, lo cual también puede ser nada más que una apreciación. Y ella no se acuerda de los orígenes tan cuestionables de ella
misma, que pasó su juventud con su madre pobrísima y sus dos hermanas —las tres
bonitas y encantadoras— «viviendo en pecado» (su madre) con Pito Ossa, que
ahora ha pasado a ser padrastro en segundas nupcias con su madre, que tenía
facha de verdulera. Cuando el 11 de septiembre sacó la cabeza a la ventana para
mirar lo que estaba sucediendo en la calle afuera de
su departamento del centro, una bala perdida le atravesó la cabeza, cosa que
nunca hemos hablado.
Mi padre deja
de lado las nostalgias románticas con estos amigos por un instante y anota en su
diario concluyendo que no los encuentra ni demasiado inteligentes, ni demasiado
cultos. Pero, de todas maneras, le gustó estar con ellos, caminar después del
té por las calles de Los Dominicos, aunque los
encuentra bastante discutibles como personas y como amigos.
Al mirar hacia
atrás y acudiendo a la nostalgia, la que advertía dejar de lado para conservar
la objetividad, recuerda a una Carmen Borrowman adolescente, linda, pobre y
emotiva, totalmente vulnerable.
Pienso en la
Carmen y creo que con ella podría ser la única mujer (u hombre) por la cual,
with a little push, podría fabricarme una relación
romántica, que fue con la Ágata, y que casi fuéramos con la Tere, pero esta
curiosa sensación, muy Mrs. Dalloway, un poco etérea, y sin embargo puedo pensarme
besándola, es sólo con la Carmen. Luminosa sensación que no tenía por la Carmen
desde que era muchacho.
Leyendo todas
las cartas de mi padre descubrí una en especial, que explica, de algún modo, de dónde viene el rencor que le tenía Fernando
Balmaceda, al que mi padre consideraba su gran amigo de juventud, y que lo
llevó a una extraña y cobarde venganza al publicar, años después de su muerte,
un artículo que fue portada de la revista de un diario muy importante: A José Donoso ser homosexual le distorsionó la vida, se leía
en el encabezado.
Decía que
encontré una carta clave de mi padre. Ésta iba
dirigida a doña Momo, madre de este supuesto amigo. Está fechada el 3 de agosto
de 1970.
Querida doña
Momo:
Mucho le
extrañará recibir carta mía después de tantos años de silencio y de distancia,
aunque jamás de olvido. Vengo llegando de almorzar con Lucho Oyarzún. Fue muy
importante para mí esta conversación con Lucho porque me explicó muchas cosas
que me tenían confundido y apenado porque no las
comprendía y sólo ahora vengo a comprender. Pero sobre todo me dice Lucho que
usted nunca ha dejado de quererme y de acordarse de mí, lo que me dejó lleno de
emoción y orgullo. Le aseguro que es lo mismo de parte mía. Que Lucho me
confirme que usted me recuerda con cariño a pesar de todo me emociona.
En cuanto a
ese «a pesar de todo», me entero por Lucho que lo que
creí era la alusión más cariñosa, la más halagadora —ya que por muy
acostumbrada que esté una mujer al halago de la admiración, saber que en
secreto y ambiguamente alguien más estaba un poquito enamorado de usted siempre
es agradable—, ha sido interpretada en la forma más crasa y más burda y más
malintencionada —además de más falta de ironía— que es posible. ¿Qué puedo
decirle, doña Momo querida? Lo más simple: perdóneme,
lo que más lejos estuvo de mi mente fue molestarla. Quisiera que no hubiera
sucedido. Reconozco que fui ingenuo y que no se me ocurrió que se pudiera
interpretar mal. Al fin y al cabo, colocándola a usted como la figura femenina
primera, que iniciaba inocentemente mi hombría tormentosa, no creí ofender a
nadie. Perdón, perdón de nuevo, cien mil perdones, fui
atarantado, fui ingenuo, fui torpe, fui desatinado, pero le aseguro que mi
intención tan lamentablemente fallida fue buena y que no faltó cariño, sino que
al contrario, quizás para algunos sobró. Pienso que ya no saco nada con pedir
perdones. El mal está hecho.
Fernando está
ofendido. Fue grosero con mis suegros y mis padres. Yo estaba furioso porque no
podía comprender por qué, y muy dolido, pero ahora
comprendo, y aunque no le perdono la grosería con mi familia —se la hubiera
perdonado dirigida a mí— entiendo que su sensibilidad ofendida tuvo que actuar
en esa forma, que hubo causa, que no era todo un juego diabólico de odios
reprimidos y retorcidos. Dígale de mi parte que, aunque ya es inútil, siento
mucho si el dolor que le causé fue auténtico al no ser capaz de entender la
ironía y la sutileza, la alusión que en mi novela
hice. Que de su grosería para con mis padres y mis suegros ya hablaremos cuando
la vida nos junte, que por el momento la paso por alto. La vida da muchas
vueltas.
Efectivamente,
dio muchas vueltas y la venganza llegó... treinta y tres años después.
En su cuaderno
de noviembre de 1995 está la descripción de una serie de ideas para una nueva novela titulada Los pequeños
acertijos. Quiere que sea una novela de amor, tema raro en él. Enumera
lo siguiente:
(1) Buenos
Aires, casa venida a menos en el centro. Probablemente en la calle Chile,
México, donde estaba la biblioteca de Borges.
(2) Mujer
borracha, histérica y joven arrienda una de las piezas de atrás de la casa.
(3) Habitada
por dos familias y media (la media es un estudiante,
que nada tiene que ver a quien le alquilan una habitación).
(4) No son tan
jóvenes. Alrededor de treinta y cinco, cuarenta años.
(5) Una
familia tiene una hija, muy niñita.
... y así una
interminable enumeración de escenas, emociones que debe incluir.
Tengo que
profundizar todos estos personajes y todos estos temas. Difícil hacerlo. Desarrollar
los personajes que no pueden ser en ningún sentido
típicos, ni cliché.
Elenco: Los
pequeños acertijos.
Verónica
Pardo, cuarenta años, casada. Ex niña ricachona, que vive su juventud en Buenos
Aires en un ambiente de pitucas. Hace la caridad con los locos. Casada con Luis
Enrique Cuevas. Luis Enrique Cuevas, chileno, de origen clase media... Jamás
tuvo dinero. Pintor de segunda pero con cierto público
(se mantiene haciendo retratos). Él está viviendo —desde hace dos semanas— con
una polaca recién llegada, polaca que no sabe hablar castellano, no sabe contar
su propia historia: Mia.
Chileno pobre:
Hugo Chávez, ex minero (Lota). Hace artesanías y las vende en la plaza de San
Telmo, con poca suerte. La mujer debe salir a trabajar.
Zulema
Castillo (veinticuatro años). Morena, ojos, dientes,
pelo maravillosos. Gran suavidad. Leve exigencia. Profundo amor por Hugo
Chávez. Trabajadora, casi muda. Soltera. Gran cocinera. Tiene una niñita de
ocho años, a la que adora y dedica su vida.
Continúa con
una larga lista de posibles personajes. Luego, más ideas que quedarán ahí,
esperando para ser materializadas, pero lo único que seguirá serán páginas en
blanco. Esas son las últimas líneas de su diario, el
último registro.
Este proyecto
quedará en el olvido, pues no habrá tiempo para llevarlo a cabo. Debido a las
pocas energías que le quedan, decide rescatar la novela Los
ruiseñores cantan en griego, en un último esfuerzo por conectarse con el
lenguaje, con la palabra. Después ya no habrá nada. Este libro será publicado
póstumamente y luego de un minucioso trabajo de
edición, pues hay dos finales posibles. Mi padre lo ha abandonado a la suerte
del destino, como una forma de no ponerle final para no tentar al suyo propio,
dejando abierta la posibilidad del desenlace, dejándolo inconcluso para no
morir. Las siguientes palabras describen su sensación interna:
Cuando puedo
escribir, mi enfermedad, más que reducirse se domina, pero conserva toda su
fuerza destructiva. Mi cuerpo me obedece cuando
escribo y escribo para que mi cuerpo no me mate. Es el enemigo que te va a
aniquilar y que para aniquilarte te mantiene vivo. A estas alturas, para mí se
trata de durar. Mi gran terror, por un lado, es querer terminar un libro y, por
el otro, no querer terminarlo. Es la sensación de que terminarlo puede
significar mi muerte y que no terminarlo significa mi
mudez.
Otro proyecto
en el cual está involucrado con entusiasmo es la recopilación que realiza
Cecilia García-Huidobro de los artículos periodísticos escritos por él, tanto
en los tiempos cuando trabajó para la revista Ercilla
como de otros tantos, muchos años después, entregados a la Agencia EFE. Este
libro llevará por título Artículos de incierta necesidad
y será publicado también de manera póstuma.
En el otoño de
1996 se inaugura en el colegio The Grange el edificio José Donoso’s Resource
Center. Frente a semejante honor, mi padre decidió, ante la sorpresa de mi
madre y mía, donar su biblioteca privada a este centro.
La ceremonia
se llevó a cabo en el exterior del edificio, en un día extrañamente frío para
esa época del año. Naturalmente, mi padre se resfrió y
a causa de su débil salud, rápidamente hizo una neumonía. Era el principio del
fin. Cayó gravemente enfermo, lograba recuperarse por unas semanas, pero luego
recaía y debían sacarle líquido de los pulmones constantemente. El desgaste era
demasiado, su cuerpo no era capaz de luchar, le costaba respirar.
Pese a estas
complicaciones, en el último año de su vida se entusiasma con un proyecto de telenovela para la cadena Televisa. Incentivado por
su gran amigo Valentín Pimstein, aquello tiene una evidente significación por
sobre el atractivo económico. Mi padre lo asume como desafío a sí mismo, a
mantenerse, a seguir escribiendo, a no darse por vencido. Pero entonces apenas
si puede teclear la máquina, de modo que le dicta a Felipe del Solar, un joven
periodista amante de la literatura, que oficia como
secretario personal durante esa época.
La telenovela
tiene por título Los primos y las primas, y el trabajo
que ésta implica lo toma en serio. Así avanza hasta completar casi noventa
páginas. Plantea el proyecto justificando que la literatura es parte esencial
de la telenovela, y aunque los buenos escritores han estado alejados de este
medio de comunicación —y que en esa distancia del
escritor «literario» con el de televisión, algo se podía estar perdiendo—, se
trata de una forma legítima para que sus obras lleguen a mucha gente.
Quiere cambiar
el estilo que hasta ahora han tenido —un poco mediocre y hasta con cierto mal
gusto— y proponer una nueva fórmula que aumente su calidad. De modo que este es
un proyecto «libro-telenovela». Primero quiere escribir
la novela, publicarla como libro y que a partir de éste se desarrollen los
guiones. Pero luego le exigen que la escritura sea en paralelo, libro y
guiones, y no ve forma posible de hacerlo.
Una vez
iniciado el trabajo, éste se le hace titánico. Le escribe a Valentín Pimstein
en julio de 1996:
Por cierto,
que el resumen de doscientas páginas que se recomienda hacer y que encabeza los pies forzados de la teleserie no los haría, como
tampoco los bosquejos de los personajes. Dime qué hago y cómo me meto en esto,
o si comienzo a escribir como cualquier hijo de vecino.
Dos meses
después le escribe otra carta:
Querido
Valentín:
Estimo que la
entrega del libro se efectuaría en un plazo de cuatro a ocho meses, pero te
recuerdo que la «creación literaria» no es un proceso
industrial.
Asimismo, te
reitero lo que ya he manifestado en una reunión en mi casa, que sólo empezaría
a trabajar sobre los guiones una vez entregado el libro. Naturalmente trataré
de que los plazos de entrega sean lo más breves posibles.
Con respecto a
esto mismo, le escribe a Carmen Balcells:
No te voy a
decir la cantidad de trabajo y esfuerzo que me costará la escritura de la telenovela, pero la verdad es que necesito ese
dinero con cierta urgencia. Sé que mi salud está en juego, pero con una dieta
razonable y tranquilidad extrema estoy convencido de que podré realizarlo. Es
cuestión de que desde allá —tu oficina, tú misma, Valentín, toda la gente que
está envuelta en el proyecto— me echen carbón y me ayuden con el estímulo y la
«admiración» debida.
Quedo pues en tus manos, como tantas veces, y en las de Dios,
que no puedo decir que este año se haya portado demasiado bien.
En sus últimas
apariciones en público se veía pálido, flaco, titubeante al hablar y al
caminar. Aun así, con mucha dificultad va a Talca, en octubre de 1996, donde se
le hace entrega de la condecoración al mérito Abate Juan Ignacio Molina. Luego de
su muerte, esta universidad creó el Premio
Iberoamericano de Letras José Donoso, con el cual han sido galardonadas
destacadas personalidades del ámbito literario.
Increíblemente,
un mes antes de morir, mis padres viajan a Mendoza. Lo estimulaba la idea de
ser declarado Ciudadano Ilustre de Mendoza y Doctor Honoris Causa de la
Universidad de Cuyo. Logra mantenerse bien e ir a todas las ceremonias
correspondientes, pero se sentía a las puertas de la
muerte. Era el saberse apreciado y admirado lo que le daba esa fuerza.
A esa altura
sabíamos que el tiempo que nos quedaba para hablar no era mucho, y las largas
conversaciones en su estudio eran un momento mágico. Como siempre, él las
guiaba y yo nunca me permití obligarlo a revisar episodios de su vida. Eso claramente
lo mantenía alerta. En uno de estos diálogos me dijo:
—Los mejores
regalos al evaluar el fin de la vida los trae el recuerdo.
Esta larga
mirada retrospectiva de su vida, por momentos parecía entristecerlo; a ratos se
quedaba en silencio, aunque en otros su rostro se iluminaba como un niño que
saborea una golosina; deambulando por los mundos internos que copaban su vida.
Hay algo
infantil en la vejez. Uno vuelve atrás, a las
necesidades más básicas de protección, de amparo y cobijo; lo veo ahí sentado
como un niño relatándome todas estas historias con la esperanza de que escriba
su biografía, proyecto en que tenía involucradas a muchas otras personas: a
Fernando Sáez, su gran amigo y escritor que había sido parte de su taller; a
Esther Edwards y a su sobrina Claudia Donoso. A cada uno hacía sentir que era
el biógrafo de su vida y no supimos sino hasta
después de su muerte cuántos éramos los que estábamos convencidos de este rol
que nos daba en exclusiva como «privilegio».
He mencionado
que su última aparición en público —y su último esfuerzo— fue asistir a la
Feria del Libro de Santiago. Mi marido lo llevó apoyándolo con su brazo,
mientras mi padre se afirmaba en su bastón. Luego, se sentó en el stand de su editorial, Alfaguara, a firmar libros con mano
temblorosa y la piel muy pálida, pero siempre amable con las personas que se le
acercaban, preguntándoles el nombre, sonriendo y recibiendo a cambio su mejor
pago, el reconocimiento.
Dos días
después tuvo otra crisis respiratoria. Esta vez el doctor Reyes recomendó no
hospitalizarlo. No había nada que hacer, sólo aliviarlo en su casa con oxígeno, sedantes y nuestra compañía.
Entonces
volvimos a hablar, ahora sabiendo que estas sí eran las últimas conversaciones.
Hablamos de su madre y, al recordar a la Titi, sus ojos se le iluminaban en
busca de los recuerdos de la casa de avenida Holanda:
—Mi mamá era
una mujer muy fantasiosa, llena de fantasías, de mentirijillas, de relatos
fantásticos, contaba las cosas más increíbles sobre
su niñez y adolescencia, no supe nunca si eran verdad. Mi mamá me cantaba: «Soy
el farolero de la Puerta del Sol». Yo era muy chico y no sabía lo que esas
palabras significaban, pero me fascinaban. Me atraen mucho las palabras, soy un
enamorado de las palabras, de las primeras palabras que me acuerdo son
«renacuajo farolero», que son de esas canciones. Al pensar en ella pienso en el
mundo de la fantasía. Era muy humana, daba mucho
cariño, tenía una humanidad tremenda.
»Eso sí, no me
gustaba nada cómo se vestía. Tenía un sombrero con dos pájaros horrorosos,
tenía muy mal gusto. Era una mujer muy bonita y muy encantadora, de mente
abierta, acogedora. A nuestra casa llegaba mucha gente y ella siempre los
recibía a todos. Era una casa muy llena de vida y eso lo permitía la Titi. Hacían una comida criolla, estupenda, el charquicán era
maravilloso..., y los niños envueltos extraordinarios.
»Mi mamá hacía
muchas obras benéficas: fundó la población Los Nogales, consiguió que les
pusieran agua potable, la gente que vive en Los Nogales es un poco mi mamá. Era
cachurera; compraba cosas raras por muy poco dinero, pero siempre eran objetos
sorprendentes.
»Creo que entre mis padres hubo un gran amor de jóvenes, y luego
ya no hubo mucho más, pero siempre había un ambiente muy amable. Mi papá no le
dio nada, no le dio dinero, ni posición, ni apoyo, no le dio nada y tampoco le
fue fiel. Para compensar esta soledad se rodeó de mucha gente, buscaba que las
personas la quisieran. Yo sospecho que ella tuvo un amor escondido, son sólo
sospechas. Mi mamá siempre me decía que a ella le
gustaban los hombres altos, flacos, con cara de resfriados, todo lo contrario a
mi papá...».
No hay comentarios:
Publicar un comentario