Madrid,
1978-1980
Llegamos a
esta ciudad, la capital por excelencia, inmensa para mis ojos de pueblerina, en
noviembre de 1978. Mientras mi padre y yo buscamos departamento, mi madre se
queda en Sitges desarmando la casa para luego viajar a Chile debido a la
enfermedad y el abrupto deterioro de sus padres.
Mi padre le
escribe desde Madrid:
No sé lo que
en tu interior estarás pensando y sintiendo con respecto a tus pobres padres.
Pero no les tengas rencor. El deterioro, y quién lo sabe mejor que yo, es algo
horrible, y el miedo a la muerte también, y la gente a veces comete locuras.
¡Pobres seres! Si bien tú no has tenido la suerte de tener ciertas cosas que
ellos tuvieron, ellos no tuvieron la suerte de tener
ciertas cosas que tú has tenido, experimentado y gozado. El manejar ideas y
conceptos, al fin y al cabo, como lo haces tú, como jamás lo han hecho ellos,
es, entre todos, el mayor de los privilegios. Tenles compasión y arréglatelas
para que queden lo mejor posible, pero que no erosionen tu sensibilidad, y
estar libre de esa erosión sólo se puede si no hay rencor, si el rencor se
reemplaza por la compasión no autodestructiva ni
autoinmolatoria. Es fácil, tú dirás, dar opiniones desde esta distancia y que
las realidades emocionales son otras.
En esta misma
carta, luego de consejos y divagaciones, se vuelca a la realidad frívola y
divertida, combinación que lo hacía tan único.
Te quiero
pedir que traigas de Chile cuantas cosas BELLAS Y RARAS PUEDAS y este es un
encargo que la Mónica Bordeau te ayudará a cumplir,
cosas para la casa, alfileres y cucharas de plata para la Virgen y adornos
araucanos para la misma (distintos, si es posible, a los que tenemos),
alfombras, alguna antigüedad (mira algún florero de lalique o de Gallé, de los
que no es imposible conseguir allá). Ponte al habla con la Helena Cortés, y
pídele si me puede conseguir la fotografía de mi abuela, no, la de mi bisabuela Julia Gana, esa en que está joven,
con sus boucles a l’anglaise negros y su vestido de muaré y sus joyas, ese
chiquitito, que me muero de ganas de tener. Trae mi retrato de Alberto Pérez,
el cuadrito bretón de Camilo Mori que hay en el comedor y que mi papá me
regaló; en fin, ya hablaremos. Te dejo, mi amor, me caigo de fatiga y de sueño,
y pensando en usted y esperando de todo corazón que
no esté destruyéndose, ni lo hagan otros.
Primero nos
instalamos en un aparthotel junto a nuestro infaltable perro salchicha, el
Bacán, que vino a reemplazar al tan querido Peregrine. Mientras mi padre
buscaba alquiler, me matriculó en un colegio bastante extravagante; era de
centro-izquierda española, muy de moda por ese entonces, pero académicamente
dejaba mucho que desear.
Las primeras
semanas fueron muy difíciles: caí enferma y él no sabía qué hacer ni cómo
buscar médico en una ciudad aún extraña. Me cuidó, me hacía fricciones con
alcohol, me envolvía en toallas tibias para bajarme la fiebre; finalmente
encontró a un doctor que le dio las indicaciones del caso.
A mi madre le
cuenta:
Vino un médico
de una especie de asistencia pública, siniestro,
idiota, ignorante, que me dio una lista interminable de antibióticos, que no
fui a comprar, y la mantuve una noche más con antitérmicos. Ahora está mejor,
ya sin fiebre, enorme (cómo crecen los niños durante las enfermedades), y me
pidió, por primera vez en dos días, algo de comer. Yo me he portado muy mujercita,
he hecho de comer, he lavado, he hecho la casa, he hecho mis cosas, todo, y he
cuidado, sobre todo a la niña, a la que sólo abandoné
hoy durante hora y media para ir al asunto de Vostell, cuya descripción me
reservo para otra ocasión, y que fue increíble.
Además de mi
enfermedad, el Bacán se vuelve su verdadera cruz. Si no lo saca a pasear, lo
tiene que dejar en la terraza porque adentro se come todo: cortinas, sofás,
alfombras..., pero en cuanto lo encierra en la terraza se
pone a chillar y no para. La gente de otros departamentos ha protestado, y no
sin razón. No le queda otra que llevar al perro consigo a todas partes, hasta a
la Agencia EFE, donde ya lo conocen y cuidan mientras él sube a las oficinas.
Mi madre, en
tanto, está pasando momentos duros en Chile. El estado de sus padres es
bastante terrible y debe tomar decisiones que se le hacen difíciles, pero a la vez logra mantenerse fuerte y busca refugio
desahogándose con mi padre en cartas llenas de tristeza, ante la conciencia del
fin cercano de su mundo familiar. Mis padres pasan por una época de estabilidad
en su relación, la posibilidad de una nueva vida en Madrid para los dos les da
esperanzas y perspectivas más alentadoras. Mi padre le escribe a Chile:
Estar juntos,
juntísimos, cada día más juntos, tú y yo, yo y tú, lo
más importante del mundo. También la niña, pero el túyo, yo-tú es lo
importante, lo que con la separación y la desilusión siento reforzarse,
comprobar cómo somos fuente de vida el uno para el otro (esto no debemos olvidarlo),
y cómo somos tú y yo, pese a feminismos, pese a familia, pese a patria, pese a
genio literario o no, toda nuestra historia. Me siento
tan unido a ti en estos momentos, tan uno contigo, que lo que te pasa a ti me
pasa a mí, y es como si te viera en Viña del Mar con tus padres y tus primas y
mis hermanos. Me imagino que te pasará lo mismo a ti, pensando en la salida de
mi libro. Debo confesarte que parte del placer se desvanece porque tú no estás
aquí. No por eso dejo de entregarme de lleno a lo que sucede.
El cambio a
Madrid significa mayores gastos, pero mi padre se
siente tranquilo respecto a su nueva situación y escribe a mi madre muy
graciosamente, fantaseando sobre sus planes económicos para el futuro.
Te quiero
decir sobre todo una cosa: que siendo las cosas como son, nosotros estamos
excepcionalmente bien, como poca gente, muy poca gente tiene una liquidez de
ciento treinta y cinco mil dólares en una cuenta en
Suiza, ninguna deuda, y una casa en el campo que podría estar avaluada en cinco
millones de pesetas. De modo que no hay para qué lamentarse, no hay nada
terrible, nada terrible nos ha sucedido, y con el dinero suizo y lo que yo gano
podemos vivir bastante bien, si no muy bien, en Madrid. Además, hay la
expectativa de lo que vendrá, por tu parte y por la mía (no tanto, pero según
parece no es moco de pavo), fuera de lo que me
preparo para recibir por mi libro, que tampoco será peanuts. Te incluyo plan
económico, relativo sólo a lo que tenemos en Suiza, para que lo veas claro de
una vez. Aun suponiendo que yo no ganara nada, lo que no puede ser, tú podrías
mantenerme a mí y a la niña. ¿Te das cuenta, mi amor? Este plan económico, que
no es ninguna locura puesto que lo he conversado con
mucha gente, en fin, no con mucha, pero sí con varios, es el siguiente, que te
detallaré en página aparte para que lo tengas muy claro.
Casa
de campo
ya está impresa. Mi padre recibe los primeros ejemplares y los pósters
promocionales del libro, ilustrados con la portada que él eligió: una foto
tomada por Julia Margaret Cameron. Lo presentará Rosa Chacel, la primera
persona que escribió sobre él en el extranjero, en la
revista Sur, además de un friso de mancebos
literarios: Guillermo Carnero, José María Guelbenzu y Félix de Azúa. El cóctel
será en el Princesa Palace para quinientos invitados y, como se verá más
adelante, es todo un triunfo.
Da entrevistas
y asiste a una rueda de prensa, con setenta periodistas, incluidos de radio y
televisión, pero ésta lo decepciona y aburre. A pesar
de su terror por el tema político, no le preguntan nada de interés y, a pesar
de la fuerte gripe con que estaba, calificó sus respuestas de «brillantes».
Yo, sudando la
gota gorda, con tantos remedios... Me levanté a hacer pipí, sonó el teléfono, y
no ha parado de sonar, y todavía no puedo hacer pipí, una hora después...
Carlos Saura, la Beatriz para hablarme de unas acciones
de la bolsa (esta mujer es increíble), Fernando Rey, la Virginia Careaga, una y
otra y otra persona porque ya están saliendo y saliendo cosas en los
periódicos, y yo entre enfermedades, teléfonos y el Bacán, y todo, ya no tengo
tiempo para nada.
Ve por ese
entonces a sus amigos Toño Fernández Muro y su mujer, Sara Gligo; a Gastón
Orellana, a Teresa del Rey, Olga Arana, Pablo Burchard, Mireya Kulchewsky y Alfredo Portales, Isabel de Tramontana...
Siente, por fin, que ha encontrado el lugar definitivo para vivir, donde estar
cómodo, en paz y a gusto.
Entre tanta
vida social se dejaba el tiempo para estar conmigo. Fue una época deliciosa,
los dos solos. Yo lo acompañaba a todas partes y él trataba de ser padre y
madre a la vez. Recuerdo que incluso me llevó al cine a ver la película Grease, que debe haber sido
una verdadera tortura para él.
Le cuenta a mi
madre:
La niña me
hace el desayuno todas las mañanas. Esta vez no está nada de competitiva con mi
vedettismo y mis triunfos, sino que se los ha incorporado totalmente. Hay niños
en su colegio que están leyendo mis libros. Mañana en la tarde iremos con
Beatriz a comprarle un vestido para la recepción, que será
sencillo, para que lo pueda usar. Hoy me propuso (después de Grease)
pantalones negros, pero yo le paré el carro y le dije que no, con lo que se fue
un poco enfurruñada, diciéndome «mi mamá me hubiera comprendido». Creo que por
primera vez se está enamorando de veras, es el hermano mayor de su amiga María
José Pérez, que esta en primero de BUP. Ayer se lo sonsaqué y me confesó que
creía que sí, que sentía algo que no había sentido
nunca antes, que... en fin, para qué te cuento. Esto es top secret.
Mi madre prepara
su vuelta de Chile. Ha dejado todo lo más organizado posible tras ver
desvanecerse la mente lúcida de su padre y presenciar la decrepitud de la
belleza de su madre. Asume verlos flotando en una suerte de crepúsculo mental.
Mi padre la consuela:
Te compadezco
tener que enfrentarte con todo esto, ya que es la
primera vez que lo haces. Yo, en cambio, lo conozco desde hace tanto tiempo, y
tan bien, esta decadencia de la burguesía. ¿En manos de quién en buenas cuentas
van a quedar tus padres cuando tú te vengas? ¿Quién los va a cuidar? Espero que
dejes todo eso bien atado, y todo controlado, directamente por tus manos. ¿Cómo
está la Verónica Serrano? Dale millones de cariños,
sobre todo a ella y a la Marta Echegoyen, que mucho las recuerdo como uno de
los mejores productos nacionales, que sin duda merecen ser de exportación. ¿Y
la Mónica Bordeau, con su extraño destino de sequedad, de esterilidad, de no
entrega, tan contrario y contrapuesto a tu destino? También dale todo mi
cariño, siempre, dile que no esté demasiado revolucionaria. También a la
Maryalise. ¿Cuántas víctimas lleva...?
De alguna
manera envidia a mi madre por estar en Chile, por ver a la familia. Piensa en
su padre, en su Nana, en la Claudia, en sus hermanos y el poder admirar la
belleza del paisaje, la calidad humana de la gente chilena que él echa tanto de
menos. Cuando piensa en todo eso, no puede ocultar que se le llenan los ojos de
lágrimas y se dice a sí mismo:
Sí, sí quiero volver, ahora, ahora mismo. Pero no, la vida
por ahora esta aquí, en España, y es aquí donde tengo que planteármela por
ahora y desde aquí debo vivirla. Debo dejar atrás la nostalgia por algo que no
existe, un mirage, será, supongo, parte de los elementos importantes que
configurarán mi madurez, la de mi mujer, y tal vez la de mi hija.
El lanzamiento
de Casa de campo fue el 2 de
diciembre de 1978 y se convirtió en un acontecimiento. No puedo dejar de
reproducir una carta suya a mi madre en la cual relata, con gran triunfalismo,
los detalles de la ceremonia.
Fue todo muy
bien, brillante, elegante, controversial, bien preparado, lujoso y rangoso. El
gerente del hotel me dijo: «Ni Suárez hubiera convocado a tanta gente».
Jasanada, muy cariñoso, comenzó la presentación
hablando de lo mucho que se te echaba de menos, y de tu gran ausencia, por lo
que le agradecí, como detalle de sensibilidad insospechada en alguien como él.
Estaba todo el mundo (no Simeón, ni los Semprún, no me explico por qué después
de haber hablado con Cordelia el día anterior y haberme asegurado la asistencia
en masa de la familia), y aunque la mesa no se pudo llamar brillante (jamás lo son), fue por lo menos breve. La parte social,
Piluca San Luis, Ana Spiritu Santo, Elena Sartorius (estupenda), Sweetie
Larrañaga, y todas esas. Los pintores Pepe y MariFer Caballero, Amadeo Gabino,
Gastón Orellana (smoking de terciopelo negro y camisa color damasco), Rafael
Canogar en papel protagónico, los Fernández Muro, etc.
El Chile
«bien»: los Grisar (Beatriz de smoking negro y blusa
de volantes roja), Gerardito y familia, Pablo Burchard y su bella mujer, etc.
La izquierda: innumerables médicos chilenos, argentinos sensibles y
psicoanalizados con mujeres que prometen para la amistad, la Bisagra González
Vera (viuda de Carmelo Soria), etc., etc. Los escritores españoles García
Hortelano y Caballero Bonald y Félix Grande, y toda la plana mayor (menos Benet
que no estaba), es decir, «todo el mundo», y todo el
mundo feliz. Total, un éxito. La prensa: generosa, excitada, deslumbrada.
Los
escaparates de las librerías de Madrid están repletos de libros míos y de
pósters, y la propaganda en los periódicos, también con la foto, que se ha
hecho famosísima, es muy llamativa. Las ventas son de excelente pronóstico.
Y... SURPRISE, SURPRISE, Carmen Balcells me trajo,
como regalo, la siguiente noticia: que Calmann-Lévy y Editions du Seuil, en
tiempo récord, han puesto cable que quieren el libro, ambas, con lo que Carmen
va a, según me dijo, pedir una fortuna. Le dije a Carmen:
—Ah,
entonces me compro un piso inmediatamente. Ella, aterrada, me contestó:
—Alto,
no es para tanto, para una máquina de escribir eléctrica sí... pero piso, no.
En todo caso, no puedo negarte que tengo mucha ilusión.
Mañana voy a
Barcelona a dar entrevistas y a un programa de televisión y radio y a firmar ejemplares.
Me hicieron un
reportaje para la revista Lui. Dicen que todas las
revistas francesas están hablando de Este domingo,
que
está teniendo mucho éxito, y Calmann-Lévy acaba de comprarme Coronación. La verdad es que estoy ansioso. Con tanta cosa, no he tenido tiempo de ir ni una sola vez
al cine (tanta cosa being enfermedades, publicación, piso), y me muero de ganas
de hacerlo, ni al teatro, ni salir con nadie, ni a un café.
Cuando mi
padre tenía que viajar para publicitar el libro o dar conferencias, yo me
quedaba con Olga Arana, siempre muy cariñosa, o con la familia de los Del Rey,
o con Gastón Orellana. Nunca me gustó quedarme sola;
esta peregrinación me provocaba mucha angustia. La situación se repetía
bastante seguido y me entristecía, me alteraba, sentía desarraigo y desamparo,
sentimientos que me han perseguido toda mi vida y, en cierto modo, incluso
esclavizado. Eran demasiados los viajes y demasiada gente. Necesitábamos
instalarnos, recuperar nuestro carácter de núcleo, con raíces y permanencia
cuanto antes.
Su éxito sigue
y es realmente en este momento cuando creo que se «consagra», no en un sentido
de calidad literaria propiamente tal, sino de darse a conocer masivamente; una
popularidad menor al lado de la de otros escritores del Boom, pero
transformándose claramente en un personaje público. Pese a ello, siempre estaba
lleno de inseguridades.
Pero esta es
una época muy competitiva: Marsé acaba de publicar un
libro (Premio Planeta) que se llama La chica de
las bragas de oro.
Te imaginas el éxito popular que está teniendo, y yo verde de envidia... claro
que es fruto de temporada, porque después de la venta salvaje inicial, después
son novelas que se olvidan y no venden nunca más nada. Mañana me entrevistan
para la televisión. Hoy para la radio y luego, en la tarde, una larga entrevista con Rosa Pereda, un monstruo, pero muy
poderosa, que me hará la gran entrevista para El
País,
y después de esta entrevista se espera también una crítica, la editorial espera
que sea la crítica la que le dé el mayor empujón al libro, cuyo valor más
grande es su calidad en contraposición a la ordinariez de La chica de las bragas de oro... y comienza el baile. Acabo
de dar una entrevista por teléfono, en la que me he
peleado a gritos con el entrevistador. Según él, anoche en una discoteca se
armó una polémica entre Bárbara Rey y no sé quién, que yo estaba criticando al
gobierno de Suárez y al Rey, y ellos no permitían, y que la novela era una
novela en clave sobre el gobierno español actual... ça commence. Muy desagradable...
y terminó gritándome:
—Yo
no estoy aquí para hacerle publicidad a Casa de campo.
Y yo le grité
(todo esto en directo):
—Y
yo no estoy aquí para hacerle publicidad a Luis del Olmo... —en fin.
Como ves, la
cosa se calienta desde ya... veremos cuando llegue a su boiling point si no
perecemos en la cazuela nosotros también.
Por entonces
sigue buscando incansablemente un departamento para alquilar. Es muy exigente
en este aspecto y, como de costumbre, finalmente
encontró el sitio adecuado donde viviríamos durante nuestra permanencia en
Madrid. Es grande, palaciego, luminoso; está en el segundo piso de un edificio
muy elegante en la calle Castellón de la Plana, entre las calles Velázquez y
Serrano, y mira a los jardines de la casa de los condes de Romanones (lo que
dará origen al título de su próxima novela, El jardín de al lado). Una casa más que marca no
sólo un hito, una novela, sino su vida, su espacio cerrado, su mundo.
Mi madre
regresa de Chile menos afectada de lo que se pudiera pensar. Empieza una nueva
etapa de esta trashumancia, una vida familiar plácida y tranquila como en pocas
épocas, en este departamento donde la luz y el verde de los jardines lo invaden
todo.
El Príncipe
Myshkin, nuestro gato siamés, regresa después de una
noche de lujuria en el parque de los Romanones. Sus pasos de terciopelo crujen
con levísimo cálculo felino sobre el parqué flexible de tan viejo que es. En
unos momentos más, el sonido del mismo parqué le anunciará a mi padre mi
llegada para darle un beso de despedida y pedirle dinero antes de irme al
colegio.
—En mi
pantalón... —susurra sin sacar la nariz de entre las
sábanas, sin abrir los ojos. Pero adivina que a través del pentagrama de la
celosía, la luz verde iluminará pronto la habitación, inundando su cuarto con
una claridad en la que su conciencia aún podrá flotar sin tener que apoyarse en
nada.
El piso vuelve
a crujir, esta vez son los pasos agitados de nuestro perro el Bacán, que salta
a la cama y se acomoda a sus pies como si fuera una
estatua yaciente, destinado a no levantarse más. Pero no, está vivo. Desde la
cocina siente el aroma del té preparándose: Earl Grey, Darjeeling, no adivina
cuál aún, por el aroma puede que sea Lapsang-Souchong. El parqué cruje,
elocuente ahora con los pasos inconfundiblemente precisos de mi madre que le
trae el té. Lo colocará entre los libros de su velador y recién entonces,
mientras mi madre con su habitual gesto apaciguador
alza sus brazos para abrir la persiana, sabrá qué té va a tomar esa mañana.
Poco después, el departamento resuena con el entretejido de los pasos de cada
uno sobre esas tablas humanizadas que hablan.
Hacía tantos
años que mi padre estaba habituado a los suelos mudos, de ladrillo, de piedra o
de moqueta del Mediterráneo, que cuando despertó en este
departamento por primera vez, se dio cuenta de lo mucho que le había faltado
una parte de su experiencia desde que salió de Chile, hacía ya catorce años:
Cada uno tiene
derecho a sus «madeleines» particulares. Hay muchas otras «madeleines» con las
que me he encontrado últimamente. Hace pocos días, almorzando con Leandro Silva
en el jardín de Rafael Canogar, hablábamos de los jardines de Buhrle-Marx, de quien Leandro es un discípulo un poco
disidente. Le expresé mi escepticismo respecto a la obra de tan distinguido
paisajista, alegando que me parecía que sus jardines no provocaban resonancias
de ninguna especie para mí, a mí me gustan los jardines poblados de evocaciones
literarias, vitales, musicales, históricas, sociológicas, filosóficas. Los
jardines de Buhrle-Marx son, me parece a mí, forma
pura, intelectuales, sobre todo estáticos, separados de la casualidad,
excluyentes de la emoción y asociación que el espectador pueda aportarles,
ajenos a las manipulaciones del tiempo: terminados, en fin, al nacer. Tan distinto
al jardín de la casa de mis padres, donde nací, en avenida Holanda; ha tenido
en el tiempo, tan diversos aspectos, su sinuosidad en el tiempo es tal que es, como son tan a menudo las cosas a que estamos apegados,
un collage o compuesto de muchas casas y muchos jardines. Odette fue tantas
personas antes y después de ser madame Swann, que es como la recordamos, pero
la recordaremos así porque sabemos su pasado y su futuro y su apogeo.
El jardín
vecino, que vemos todas las mañanas cuando mi madre levanta la persiana, tiene
castaños, olmos y tilos, muy distinto al jardín de
paltos, araucarias y naranjos de la casa de su infancia en Chile, en el otro
hemisferio. Sin embargo, de algún modo, es el mismo: hay zorzales (él no sabía
que existían en Europa) que saltan en el césped algo descuidado, los lirios
crecen alineados a lo largo de las paredes apenas entrevistas y, en la sombra
generosa de las ramas, una semana hubo junquillos y narcisos, como en la casa de sus padres.
En las tardes
calurosas alguien riega el césped. El sonido del agua cayendo sobre el pasto en
la penumbra y las fragancias que desata son, por excelencia, la «madeleine» de
la seguridad y de la paz de otros tiempos, y que mi padre encuentra
sorpresivamente en este microclima en el centro de Madrid que ha elegido para
vivir. Vuelve a caer en la nostalgia, pues sabe que
el jardín vecino no es suyo más que por reverbero de su imaginación, y que los
pasos que hacen crujir el parqué de ese piso alquilado constituyen un ambiente
ecológicamente amenazado.
El Chile, el
microclima que habitábamos sin saber que era microclima, ha sido destruido,
destruido por sí mismo, por los que creyeron preservarlo. La casa de mis
padres, donde está solo mi padre, mi madre murió hace
ya cuatro años, ahora está rodeada de edificios de pisos. Me imagino a mi
padre, pobre viejo enternecedor que jamás se enfrentó ni con la tragedia ni con
la disipación, pero al que tanto le debo pese a que nuestras relaciones fueron
insatisfactorias porque uno encontraba en el otro cualidades que no admiraba...
Sí, me lo imagino sentado en su sillón de mimbre bajo la sombra del palto, con un chal a cuadros sobre las rodillas, el
bastón caído en el pasto, la cabeza ya perdida despertando, quizás, al fijarse
en algún zorzal que salta entre las vincapervincas que yo planté y que ahora
son un colchón inmenso bajo la araucaria. Sus ojos borrosos estarán pesados de
recuerdos. Pero no, tal vez no. Ya debe ser incapaz de recordar, de sentir
dolor, todo lo que ve debe haberse transformado en
acontecer estático, desligado de la emoción, sin pasado y sin futuro, sólo la
pobreza de lo presente.
Pronto
derribarán la casa ahogada en hiedra, en la que yo nací, pero recuerdo cuando
era aún desnuda, con un allée de acacias lilas que crecían a lo largo de la
entrada, que luego talaron porque ya no se usaban, y rosales altos, sostenidos
por tutores pintados de blanco abajo y rojo en la
punta, que ahora tampoco se usan. Construirán edificios en ese solar del cual
cortarán los grandes árboles y ese trozo de suelo comenzará a tener otra
historia en que ni yo ni los míos participaremos.
Al mirar al
jardín de al lado, una señora de voz ronca y de aspecto elegante, de vez en
cuando da órdenes, y niños cuidados por criadas de delantal blanco, como fue él
con sus hermanos, juegan en el césped. Entonces su
memoria se transporta nuevamente a su niñez.
Mi cuarto,
cuando era pequeño, daba hacia la parte posterior de la casa de avenida
Holanda, sobre un nogal bonito, pero que todos los años daba una abundante
cosecha de nueces, absolutamente todas vanas. De ese nogal se colgaban las
jaulas con tordos que hablaban, el famoso tordo de una criada que tuvimos que
se llamaba la Ema Cortés, los jilgueros, alguna
tenca, alguna loica de pechuga escarlata, y en mi cuarto daba el sol de la
mañana. Las barras de luz se inscribían temprano en mi sueño. Oía moverse a la
gente, prepararse para comenzar el día. Pero el día comenzaba cuando sentía
subir por la escalera de servicio, sobre la cual daba mi cuarto, a alguien con
mi desayuno: los lentos pasos de mi Nana, los de mi
madre, los de la Paulina... tantos pasos, tan distintos todos, tan elocuentes,
en ese microclima metido en el interior de otro microclima, que era esa casa
donde nací, donde pasé mi adolescencia y parte de mi juventud. Casa poblada por
infinitas criadas donde se riegan los prados al atardecer, como mi Nana que
regaba, durante horas y horas, pensando quién sabe en qué, recordando quién
sabe qué.
El que lea
esto pensará que estoy hablando de una especie de jauja. Pero no es así. El
escenario burgués que describo estaba lleno de dolores y tensiones, dependiente
y definido por el afuera y sus relaciones con él, escuálido y egoísta, poblado
de seres maravillosos en parte y destruidos en otro sentido, y, finalmente,
como siempre, por lo demás sucede, sólo en apariencia un microclima.
La posibilidad
de volver a Chile, sin embargo, se hace cada día más remota y, cuanto más
remota, más y más deseada. En sus dos brevísimas visitas a Chile, durante los
últimos catorce años, comprendió la diferencia de experiencias fundamentales
que habían formado y deformado al país: la vana esperanza del Presidente
Eduardo Frei, el caos de Salvador Allende y el terror de Pinochet lo separaban de una manera desgarradoramente definitiva de los contemporáneos
por quienes tanto afecto tuvo y tiene; el marco de referencias y alusiones era
distinto, y se sintió extraño en Chile, como se siente también extraño en
Europa.
El complemento
siniestro y necesario de la «madeleine» benigna es la otra «madeleine», que en
mi caso es sólo referencial, ya que salí de mi país antes de que se
precipitaran los hechos políticos que condujeron a la
presente barbarie cuyo terror sólo en visitas fugaces he experimentado, pero
que modestamente he sufrido como para sentir que participo yo también de él.
Hoy no
comprendo cómo pude querer a la gente que tanto quise. Cuando regresé a Chile
para la muerte de mi madre, lo encontré todo pequeñísimo, la casa, los sitios,
las mentes, todo irreconocible, todo definido por
parámetros que, más allá del terror implantado por el general Pinochet, ahora
un poco insostenibles y ciertamente incomprensibles. Y, sin embargo, esos
parámetros insostenibles e incomprensibles son proyecciones de cosas e ideas
que me formaron: son, en suma, yo mismo. En este mundo, que habito ahora desde
hace años, el pasado, lleno de imperfecciones, me sale al encuentro y se apodera de mí. Son perfiles, sensaciones, lugares,
personas, siluetas, una que otra idea que tanto entonces como ahora era fácil
contradecir, pasos, algunas casas, algunos jardines, una que otra amistad, que,
de pronto, han resurgido, ese microclima del que he hablado. Me pregunto si en
realidad existen los microclimas en el sentido social en que estoy usando la
palabra. Creo que no. Son siempre definidos por y
dependientes del afuera, y el afuera, a su vez, es a menudo determinado por
éstos.
Mi padre
siente que su infancia está ligada a enormes habitaciones de una casa de muros
de adobe en las cuales, junto a ineficaces braseros de carbón de espino, se
hacinaban gatos, viejas, niños leyendo El Peneca,
algún caballero leyendo el periódico o La montaña mágica
con su abrigo puesto, y otros jugando brisca con el
sombrero puesto. También recuerda a legiones de criadas, lavanderas,
planchadoras, hombrecitos que habitaban el tercer patio de esa casa; a gente
que tomaba mate donde se tostaba azúcar sobre las brasas, personas que se
ocupaban de cosas que hoy ya ni siquiera existen en la memoria: almidonaban
cuellos, hacían chuño, alfeñiques, arrope, mercocha, bordaban monogramas,
pelaban mote con la ceniza muerta de los braseros,
molían chuchoca y cuidaban sus gallinas trintres y a las tencas que hablaban;
rezaban novenas, transmitían chismes familiares y adivinanzas, procesaban la
cera de abeja, el ulpo; costumbres y palabras que ya en su tiempo eran
antiguas.
Era como si el
feudalismo estuviera muy cerca de su infancia y la rodeara, pero esto también
lo hacía sentirse ajeno, distinto. A propósito me
contó:
—Recuerdo que
una vez, en el colegio inglés que había en el barrio alto al que me mandaban,
le comenté a mi gran amigo de la niñez, Charlie Elsesser, que una criada de mi
casa se había quemado la mano al revolver el pote en que estaba fundiendo la
cera de abejas para limpiar los muebles. Charlie se rió de mí, preguntándome si
no teníamos suficiente dinero para comprar cera ya
preparada. Charlie vivía en el barrio alto, sus padres eran extranjeros, era
adinerado, atlético. Inmediatamente sentí, con su pregunta, su desprecio y la
desvalorización de todo mi mundo, él tenía acceso a algo más moderno y más
caro, simbolizado en la cera envasada. Desde entonces sentí que el mundo y la
forma en que a mí me estaban educando en casa era pobre, inferior, y comenzó a producirme cierta vergüenza.
Es justamente
todo ese mundo, el de su niñez, el que alimentó el primer suelo de su
imaginación, pero entonces también surgieron muchas de sus inseguridades
sociales que, en parte, se las había transmitido su madre por sus propios
temores al respecto.
Mi padre
siempre se preguntó por qué decidieron educarlos en el colegio inglés The
Grange, pues significaba un sacrificio económico para
la familia. Era un colegio caro y, además, bastante elitista. Creía que su
madre lo había decidido al verlos con el precioso uniforme de franela gris
ribeteada con una cinta azul marino, con el escudo del colegio en medio de la
gorra, también gris con azul; al verlos con una «hallulla» y un canotier de paja rubia con una cinta azul y gris, que era el uniforme de verano.
Fue feliz los
primeros años en ese colegio de educación inglesa, aunque sería expulsado por
mala conducta y malas calificaciones, de modo que tuvo que irse a un internado,
el Patrocinio de San José. Cuando relata sus primeros años en el The Grange uno
descubre, sin embargo, que gran parte de su interés por la literatura nació
ahí, pese a que una vez más sus recuerdos funden
realidad y fantasía.
En el Grange,
en ese momento de total anglicanismo, no se impartían más clases de religión
que una vez por semana, una hora con Mr. Curie, que enseñaba la Biblia desde el
punto de vista protestante. Mi padre, que era ateo practicante, si eso puede
existir, nos prohibió ir a clase de religión, a cualquier religión que fuera,
así que durante esa hora nos quedábamos vagando con
mi hermano por el jardín junto a un muchacho, Claudio Spies, que era judío.
Luego, se instauró un curso de religión católica. Pero nosotros, junto a
Claudio Spies, nos quedábamos afuera, exiliados de todos los paraísos, del
católico y del protestante, éramos los «raros», los marginales, los rechazados,
los sospechosos, carentes de toda filiación. Le rogaba a mi padre, ya que lo
que yo deseaba tanto era pertenecer, que nos dejara
asistir a alguna clase de religión, a cualquiera. La verdad es que yo sufría
porque en el recreo los muchachos nos perseguían lanzándonos piedras e
insultándonos: «Get out, you dirty Jews», nos gritaban.
Pero entre
todo esto cómo olvidar a miss Blake, que fue mi profesora de inglés, era una
británica que Mr. Jackson, el director, había importado
para que nos enseñara un poco de literatura. Era más bien un ser bizarro, alta
y desgarbada y con zapatos de tacones gruesos vestida con trajes que estimé
raros por lo incomprensibles —ahora adivino que sería el equivalente de lo
artesanal, lo «onda lana», como lo llaman mis sobrinos—, un ser de todo punto
de vista atrabiliario con sus gruesos lentes que le magnificaban los ojos
saltones, como dos peces hambrientos en sus redomas.
Al llegar mis compañeros empezaron inmediatamente a reírse de ella porque no
era igual, definitivamente, a ninguna de sus madres. Nos leía, desde el
comienzo mismo y sin explicar nada al principio, una versión en prosa de La odisea. Muy pronto, en el recreo, estábamos jugando a
los griegos y a los troyanos. Yo era troyano y participaba en la defensa de una ciudad noble que encerraba a una mujer hermosa. Este
juego continuó durante bastante tiempo. Le contábamos a miss Blake las
peripecias de nuestras batallas, y ella se reía de nosotros; sí, era de
nosotros, no con nosotros, lo que nos pareció una afectación arrogante que nos
rechazaba, que nos repetía cada vez que cruzábamos una palabra con ella, que
éramos demasiado jóvenes, demasiado incivilizados y
demasiado tontos. Al poco tiempo ya nadie la quería. Yo, en cambio, soñaba con
poder llegar a no ser el blanco de sus sarcasmos como los demás, lo que
significaría mi conquista de miss Blake. Pero siempre permaneció distante.
Al final del
año escolar me fui a despedir de miss Blake, cosa que yo fui el único de mi
curso en emprender. Le dije cuánto la admiraba por habernos leído La odisea, de lo cual no sólo yo
estaba contento, sino que también mi padre había sido de la opinión de que esa
era la verdadera manera de impregnar de cultura a los niños. Ella en vez de
darme las gracias y enviárselas a mi padre, me miró como mofándose de mí y de
mi padre, por lo pobre del cumplido, viniendo de quienes venía. Le estiré mi
mano porque quería tocar la suya, pero como dándose cuenta guardó su mano y se volvió hacia otro lado para saludar a un
grupo de profesores, dejándome la mano estirada con la ausencia del tacto de su
persona vacante, desolado.
Esta profesora
dejó una huella imborrable en mi padre, quien construyó un halo de fantasía en
torno a ella. No podía aceptar que simplemente había sido una profesora de paso
por un país extraño, por lo que le construyó una biografía
propia e individual, quizás cierta o quizás únicamente cargada de su
imaginación sin límites.
Miss Blake
partió a Europa en el mismo barco al que mi padre fue a despedir a su abuela
Herminia, madre de su madre, que regresaba a Alemania. Allí la divisó entre la
gente, ajena a todo, como si ya estuviera al otro lado del mar, yéndose sin dar
una sola mirada hacia atrás.
Nunca más se
supo de miss Blake, aunque muchos años después mi
padre le preguntó al capitán Balfour, entonces su profesor, si sabía algo de su
vida.
El capitán
Balfour era un hombre duro, nuestro capitán, que había peleado en la batalla de
Gallipoli, de la que siempre estaba hablando, y, según la leyenda escolar,
habría caído tan mal herido en el campo de batalla que habían tenido que
cambiarle sus intestinos por otros, artificiales, de
platino, según decían. Me dijo que nada sabía de ella, que nadie en el colegio
había recibido una nota o una carta de ella con alguna explicación por su
partida. Pero era evidente, dijo el capitán, que este no era un ambiente en el
que calzaba.
Mi padre
escuchó entonces las mágicas sílabas emitidas por el capitán Balfour de la
palabra «Bloomsbury», el círculo literario inglés al
que miss Blake había pertenecido. Luego, lo llamarían el Grupo de Bloomsbury.
Sus cabecillas eran un historiador muy raro, Lytton Strachey; un gran
economista, Maynard Keynes, y una novelista que recién se estaba dando a
conocer y que acababa de suicidarse, Virginia Woolf. Estamos hablando del año
1940 y de un grupo que lograría fama una vez disuelto.
En el colegio
se rezaba por los soldados británicos casi a diario.
La mañana terrible en que comenzaron los bombardeos sobre Londres, los
reunieron en el aula magna y les leyeron detallada la noticia. Entre las
secciones destruidas escuchó nuevamente el nombre de «Bloomsbury» y mi padre
sintió que todo le temblaba bajo los pies. Ese día el director, Mr. Jackson, en
vez de la usual plegaria e himno, hizo que un muchacho
inglés, llamado Laing, leyera un poema de Shakespeare extraído de Ricardo II. Todo el colegio quedó conmovido. Estaban
sucediendo cosas demasiado terribles. Pero mi padre no podía dejar de pensar en
miss Blake, quien podía estar muerta entre las ruinas humeantes de los
bombardeos, y la idea no lo dejaba tranquilo.
Muchos años
después, aun después de finalizada la Segunda Guerra Mundial, he recapitulado sobre estas conversaciones con el
capitán Balfour. En la época de la que ahora estoy hablando, ya había leído a
Virginia Woolf, y a Lytton Strachey, y algún ensayo de Keynes. Mi fascinación
con Virginia Woolf, de entrada, fue completa. Comprendí que nadie escribía como
ella, apelando a la sensibilidad más que a la razón, pese a su poderosa
inteligencia. Había leído sobre ella cuando me
escapaba del colegio y hacía la «cimarra» en la Biblioteca Nacional. Leí
también mucho material sobre el grupo de Bloomsbury imaginándome perteneciendo
a él y a miss Blake como una de las tantas mujeres de la comparsa en
Bloomsbury. Posteriormente he buscado por cielo y tierra huellas de miss Blake,
sin encontrarlas. Miss Blake desapareció, tragada por la tierra en algún
colegio de tercera categoría en las islas Británicas,
o con más seguridad en una de sus colonias, donde habrá envejecido, sin saber
seguramente que un soldado de la corona y un niño chileno la concibieron por
muchos años como participante de ese fantástico cenáculo de Bloomsbury, lo
cual, probablemente, la escandalice, porque esa gente —la crítica del capitán
Balfour traía esta implicación— no tenía la moralidad bien
controlada.
Entretanto, al
colegio seguían llegando profesores y profesoras ingleses, como Mr. O’Neil, el
inolvidable Mr. Dagg, con su cultura y su ironía incomparables. En la clase de
composición mi padre le había entregado un trabajo llamado «Diálogo entre
Petrushka y Pinocho», y él declaró, en plena sala, que era demasiado
sofisticado, literariamente hablando, para que él se atreviera a juzgarlo, y le puso la nota máxima.
También lo
marcó profundamente la sensible e inolvidable mujer del capitán Balfour, Ethel
Balfour, desde luego la mejor profesora que tuvo en ese colegio. Ella le
enseñaba con especial afecto y le explicaba las distintas comedias y tragedias
de Shakespeare. Hablaban, además, de la misteriosa miss Blake.
En mis
conversaciones con Mrs. Balfour la recordábamos
constantemente, fue ella quien me dijo que el texto de La odisea que miss Blake había usado era el de la traducción
en prosa del coronel T. E. Lawrence de Arabia, publicado justamente el año
anterior a aquel en que miss Blake le enseñara La
odisea a
mi curso. Al día siguiente me lo trajo para que lo examináramos juntos. Traía
un prólogo de Lawrence mismo, y quizás fue ese prólogo,
más que la lectura misma del texto en la clase de miss Blake, lo que me enseñó
a apreciar y a meterme dentro de La odisea.
A pesar de
estar entonces al otro lado del mundo, mi padre tuvo otra experiencia en
relación con la Segunda Guerra Mundial.
Su abuela
Herminia regresó de Europa y se instaló a vivir con ellos. Por esos años
comenzó a mostrar las características de la anciana que
más tarde inspiraría su primera novela, Coronación. La
abuela Herminia, madre de mi abuelo, le hacía la vida imposible a mi abuela
Titi, gritándole las cosas más horrorosas, insultándola, escupiéndola en sus
malos momentos y persiguiéndola con un bastón para azotarla. Eran los años
finales de la guerra y mi padre, con los ojos cuadrados de terror y rechazo,
veía a su abuela, recién regresada de la Alemania
nazi, leer el diario muy detenidamente, para luego trepar a un pequeño taburete
hasta donde tenía un mapa con alfileres con banderitas nazis. Ella empezaba a
mover los alfileres en el mapa, adelantándolos hacia el enemigo, que por cierto
eran ellos: su madre y él y todos los de la casa, además de los profesores y
directores ingleses del Grange, del cual mi padre sentía que formaba parte.
Su hermano
Gonzalo, simpatizante y admirador de Hitler en ese entonces, seguía las
batallas con la abuela Herminia en el mapa. De hecho, él le ayudaba a mover las
pequeñas suásticas. Mi padre, en cambio, sentía que no tenía ningún compromiso
político mayor, como tampoco mucho vínculo con este mundo inglés.
Me sentí
tremendamente menoscabado por mi incapacidad para abrazar y serle fiel a una ideología. Porque para mí lo que había importado
el día del bombardeo de Londres en la ceremonia en el colegio, había sido mi
conciencia de que cambiando el habitual servicio religioso e himno, por
silencio respetuoso y por poesía, Mr. Jackson me había abierto una puerta para
comprender lo abarcadora que era la imaginación poética, cómo pude sustituirlo
todo con un ritmo y un adjetivo, e iluminar con otra
luz la historia.
Mucha gente
criticó a mi padre su poco compromiso político, tanto mientras vivió en el
extranjero como cuando volvió a Chile. Hasta cierto punto era cierto, y aunque
mi padre no lo creía así, su negativa a pertenecer a partidos políticos,
clubes, asociaciones, grupos de toda índole, fue un reflejo invertido de la
sociabilidad de mi abuelo.
Es
de noche y suena el teléfono del departamento de Castellón de la Plana número
17. Llaman desde Chile. Es la voz de su hermano Pablo al otro lado de la línea,
anunciándole que al día siguiente se hará entrega de la casa de avenida
Holanda. El 4 de julio de 1979 escribe en su diario:
Me dijo
también, y es curioso que me pareciera una tragedia menor que la anterior, que
mi padre, desde hacía un mes, estaba internado en una
clínica, oscilando entre la vida y la muerte, perforado por sondas y agujas,
inconsciente, pura función, puro organismo descompuesto, deshumanizado, ya
muerto. La muerte, al fin y al cabo, no es un hecho físico en muchos casos,
sino un acontecimiento psicológico. Esta muerte no la presenciaré, sólo mi
hermano Pablo, mi cuñada Lucha, que ha sido como el pilar de la familia, mi vieja Nana que amortajará a mi padre y
que se ha inclinado sobre tantas muertes familiares, que ha lavado a tantos
recién nacidos de mi familia para que entren limpios en la vida y les ha puesto
pañales para que entren adecuadamente vestidos, y que ha lavado y vestido a
tantos muertos para que salgan de ella también en forma pulcra y decente. Mi
Nana es como la continuidad del amor: lo que no
muere, la contradicción total, lo que sobrevive a la gente y a las cosas y a
toda contingencia. Bruja y hada, ser humano, manipuladora del tiempo y de las
vidas, consoladora, normativa en las cosas más simples, como la limpieza y la
decencia y el respeto a otros seres humanos. Pura continuidad de lo humano,
representa para mí algo tan extraordinario y misterioso, me parece la
encarnación de la sobrevivencia y sabiduría.
Quizás como
parte de su peculiar forma de amar, formó en torno a su Nana Teresa una
historia fantástica, mezclando realidad y fantasía, confundiendo hasta al más
plantado con la posibilidad de coincidencias de un mundo paralelo, no
necesariamente imaginario, sino simplemente mágico y donde encontramos el
porqué de muchos de los intereses, tendencias y gustos
que lo marcaron en la vida, los cuales designaba como «esas cosas mágicas que a
veces me pasan a mí».
Según él, la
Nana Teresa llegó a trabajar a la casa de mis abuelos a los quince años. Venía
desde Mariposas, el fundo donde había nacido a orillas del río Maule. Allí su
padre era nochero o jornalero, y su madre ayudante en la cocina. El objeto de
los juegos infantiles de la Nana en el fundo
Mariposas era perseguir a las lagartijas, la cacería de arañas, de grillos y de
sapos verdes.
Por algunos
meses vino a formar parte de ese mundo una muchachita rubia, de su edad, que no
hablaba nada de castellano y vestía ropas muy elegantes, adornadas con blondas
y cintas, y usaba sombreros de terciopelo con flores y frutas artificiales.
Pese a su elegancia, ambas niñas se divertían juntas.
La francesita se llamaba Laure. Había llegado con su madre y su padre, un
ingeniero que debía hacerse cargo del diseño del regadío del fundo.
A los padres
de Teresa no les gustaba que su hija alternara con la exótica francesita. Le
tenían temor. Era demasiado distinta. Pero ambas continuaron su amistad
corriendo detrás de las gallinetas y los pavos reales.
Luego, la niña
francesa se fue.
Antes de
entrar a trabajar a la casa de mis abuelos, la Nana, Teresa Vergara, quien
nunca supo leer ni escribir, viajó a Europa con una familia a modo de doncella.
El viaje en barco la llenó de angustia y debió quedarse en cama por varios
días. Ya en Roma mejoró casi totalmente, al punto de que en Milán pudieron
mandarla a La Scala, de la que se hizo habitué.
Escuchaba a Beniamino Gigli y otras luminarias
líricas.
Las primeras
historias que mi padre oyó, cuando la Nana hubo regresado y entró a servir en
la casa de avenida Holanda, fueron sus narraciones sobre Tosca,
Madame Butterfly y Rigoletto.
No siempre la Nana contaba el mismo cuento y le daba varias versiones al final
de Madame Butterfly, pero eso despertaba aún más el
interés de mi padre por escucharla, aunque confiesa
que lo que más le gustaba oír era la descripción que hacía del circo romano,
donde el perverso Nerón hacía quemar a los cristianos y las fieras se los
comían.
Cuando mi
padre y su hermano Gonzalo eran más grandes, la Nana, en vez de llevarlos a la
plaza, lo hacía al vecino Teatro Iris, y sin decir una palabra a nadie. Toda
una ilustración basada en esas películas quedó plasmada en él como parte esencial de su cultura, como primer eslabón de su
curiosidad por los demás y la posibilidad de otro mundo, el de la imaginación.
Es aquí, posiblemente, cuando comienza su ambición de escritor, o bien, lo que
lo condujo a su literatura.
Uno de los
placeres preferidos de mi padre durante toda su vida fue la relectura constante
de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust. Y
aquí viene el relato, o su construcción imaginaria
más asombrosa; un esfuerzo por lograr el nexo entre Proust y la Nana, teoría
que cree posible y, por lo demás, construye.
Sucede que
hace un tiempo yo estaba leyendo una biografía de las mujeres en la obra
proustiana, y me fijé especialmente en una amiga suya llamada Laure Heyman. Su
fotografía es espectacular: un rostro dulce pero al mismo tiempo irónico, sombreado por párpados soñadores.
Marcel Proust,
como todo el mundo sabe, era un reconocido homosexual del mundo parisino, un
homosexual de los aficionados a las señoras elegantes y que saben los últimos
chismes de sociedad, lo que está de moda y lo que no. Proust jamás tuvo un
affaire con una mujer, sólo con hombres. Sin embargo, hubo una extraña
excepción en su vida. ¿Es posible que la belleza de
Laure Heyman lo haya atraído? Quedan algunas cartas de Laure Heyman dirigidas a
Proust, y de él a ella; son cartas de un alto contenido erótico que,
evidentemente, involucran a Laure.
Pensando un
poquito más atrás, no puedo dejar de recordar que la amiga de la infancia de la
Nana Teresa en Mariposas se llamaba también Laure. Me interesó de nuevo la
biografía de Marcel Proust: consulté tanto su lugar
de nacimiento como la fecha en que todo esto sucedió. Mi sorpresa fue grande, o
quizás no tanto, cuando comprobé que los datos coincidían para las dos mujeres.
Es posible conjeturar
entonces que la Nana Teresa, gris, humilde, servicial como fue, haya jugado
cuando era niña pequeña con la que fue una de las mujeres más cultas, elegantes
y admiradas de la Europa de su tiempo. Aunque más
tarde ambas hayan sido arrastradas por las circunstancias a hacer vidas tan
distintas. Probablemente la vida de la ficción y la de la realidad tengan la
misma raíz y se entremezclen, y tal vez la Nana Teresa y Laure Heyman, de
hecho, fueron amigas y jugaron juntas al diábolo y al aro cuando niñas, en un
olvidado parque en el sur de Chile.
La Nana Teresa
está enterrada con todos sus secretos, conocimientos
y misterios sobre la familia en la tumba en Zapallar, bajo la misma piedra
inscrita con el nombre de mis abuelos y ahora junto a la que lleva los de mis
padres.
Ese verano,
mientras mi madre vuelve a viajar a Chile, mi padre se embarca en un novedoso
proyecto para él: emprende la filmación de un cortometraje documental sobre la
estadía de Picasso en Horta de San Juan, donde pinta
su cuadro Fábrica en 1909. Mi padre quedó fascinado
con la historia de la permanencia de Picasso un verano en ese pueblo cercano a
Calaceite. En una ocasión, Picasso había dicho: «Todo lo que sé lo he aprendido
en el pueblo de Pallarés». El pueblo de Pallarés era Horta, y Manuel Pallarés,
su gran amigo y compañero de estudios.
Para esta
nueva aventura, que lo tenía feliz, se trasladará
todo el equipo de filmación a Calaceite por unos diez días. Le entusiasma la
idea y tiene pensado otros cortos más: La huella de los Antoninos
en España (dónde nacieron, qué dejaron Adriano, Trajano, Marco Aurelio y
Antonino Pío); otro, algo más popular, sobre Manuel de Falla y Granada; uno del
retrato de Goya del duque de Osuna; otro de Rilke en Ronda, sobre Hemingway y los toros; sobre Gerald Brennan en La Alpujarra,
sobre los teatros del Siglo de Oro en Madrid. En fin, el sueño de convertirse
de repente en businessman. En este proyecto lo
acompañan Luis Morales, Lorenzo Cebrián y Juan Ramón Silva, cineastas jóvenes
que están formando una productora independiente.
Ante esta
nueva pasión le escribe a mi madre a Chile:
Me aburrí
definitivamente de ser pobre. Me aburrí
definitivamente de depender de la casa y la familia. Me aburrí definitivamente
de pasarme el día entero frente a la máquina de escribir, solo.
Lo terrible es
que Sara Castro me pide mi ponencia escrita ya y terminada, para imprimirla y
poder discutirla. Dime tú cuándo voy a poder escribir ocho mil palabras entre
película, Calaceite, Moscú, etc. Supongo que a bordo de
Aeroflot.
Estuvo la
Elizabeth Reitman de Rivas chez Villavecchia, pesadita, pero no tanto como
antes, cadavérica de tanto estirarse la piel, which didn’t help much.
El otro día
gran dîner chez Canogar. Se durmieron las siguientes personas: Miguel Ángel
Aguilar (Paco Umbral, lo habían llamado en El
País de
ese día «el que acompaña a los cócteles a Juby Bustamante»), Juana Mordó y
Frances Coughlin.
En la euforia
con Luis Morales, el cineasta, consentí una noche salir a bares con él y sus
amigos y se me desmoronó todo: muchachos inteligentes —unos veintiocho años— y
chicas idiotas y sin interés ni clase, ni belleza, just pieces of ass, y todas
sus referencias, todo su humor, todo, no entendí nada. I slipped away at one
o’clock y volví a casa a leer Mountolive, que me consoló
algo. Pero estoy viejo. Un abismo gigantesco me separa de todos ellos. ¿Hasta
qué punto es válido lo que literariamente hago? ¿Hasta qué punto no estoy
trabajando y escribiendo para una generación que absolutamente no me leerá? No
leen, no leen nada, ni les interesa. ¿Qué hago yo? Días muy críticos, muy
duros, muy llenos de dudas. Deseos de nuevo, de Tetuán, de borrar las huellas,
de dejarlo todo, de semisuicidio: todo es inútil, mi
vocabulario ya no tiene objeto.
La generación
de Luis Morales no tiene el Humanitas. Es terrible la distancia que hay entre
ellos y yo. Da miedo. Fumamos porros, no me pasó nada, la noche caliente y
madrileña del barrio de Malasaña, por donde andábamos, hedía a hachís,
ensordecía el ritmo «disco», en la vía todo el mundo, y yo, como ocurre tantas
veces, me cerré, no pude abrir la boca, y me fui
quedando atrás. Veremos qué pasa con la película. Quizás no la haga después de
todo. Estoy agotado, nuestra vida ha sido demasiado agotadora y no me quedan
fuerzas, y no hay silencio, y tantas cosas que hacer, y sin posibilidad de
descanso, de tiempo para mirar las mariposas, y sólo una angustia tras otra, en
forma de obligaciones sucesivas que se sobreimponen
unas a otras tiránicamente hasta que uno está como en una cárcel.
Amor, pienso
en usted y en la gente de allá. Tenemos que reencontrarnos aquí a la vuelta. If
you are a wonderful complex woman, I’m a wonderful complex man, lo que hace la
vida difícil. Quisiera comprarme una casa en Marrakech, para huir allá, un
sitio lejos, nada más que para huir, para encerrarme.
Pienso todo el
tiempo en usted. Todo mi amor.
La película sí
se lleva acabo. Todo el equipo de cineastas está instalado en nuestra casa en
Calaceite. Mi padre tiene ahora otra visión de las cosas y, como solía ocurrir,
hay un vuelco en su estado de ánimo. Le hace bien la vida al aire libre, el
contacto con la gente joven, a pesar de que no los entiende demasiado bien, los
quiere mucho, se interesan por el mismo trabajo y mi
padre lo encuentra fascinante.
—De ahora en
adelante me dedico al cine, y lo digo en serio —afirmaba.
Escribir
alguna novela por ahora está postergado; la película le quita tiempo y, además,
no tiene ganas de hacerlo. Está feliz con su nuevo juguete: el cine. Es un
mundo desconocido para él.
La cantidad de
gente joven extrañísima que he conocido, suelta, sin reglas, sin piedades, ni respeto, y ya que no sin fórmulas, por
lo menos con fórmulas y vicios (marihuana: he fumado bastante, pero no lo
volveré a hacer porque no me produce más que ansiedad) distintos a los nuestros
—meteorólogos, hostess de Iberia, iluminadores de televisión—. Por lo menos
hablan de cosas distintas a las que me tenían sofocado en Madrid, y distintos a
los Carlos Fuentes que le dedican cuentos a Louise
Rainer y hacen artículos para hacerle la pata a Bill Styron. By the way llamó
Carlos, muy cariñoso, para anunciar visita a Madrid a vernos in mid-september.
No sé si me hace demasiado feliz, pero en fin, podría ser si no se transforma
todo en una loca algarabía social llena de cosas que «hay» que hacer.
Esta gente
nueva, apenas la conozco, he salido por ahí con el grupo
un par de veces (ni saben quién soy) y me he aburrido un poco, pero por lo
menos es un cambio. Y me hacen sentirme cómodo, querido.
Pero este
mundo no logra desconectarlo totalmente de Chile. Sabe lo que está pasando allí
con su familia; sabe que su hermano Pablo se está haciendo cargo de toda la
responsabilidad moral y afectiva de la agonía de su padre.
Tienen la
bondad y la nobleza para hacerlo, y él y la Lucha nos
han quitado a Gonzalo y a mí una parte del peso más doloroso de la vida. No
saben cuánto se los agradezco.
Mi recuerdo
del verano de 1979 es fantástico, lleno de libertad y de amigos; la casa de
Calaceite repleta de gente joven, los cineastas, asistentes de cámara,
fotógrafos, y mi padre vital, animado, además de toda la plana mayor de los
calaceitanos: Mauricio Wacquez, Elsa Arana, los
Gutiérrez, los Soler Díaz de Quijano, los Zimmermann, como también todas mis
antiguas amigas del pueblo. Mi padre me dejó adelantar mi cumpleaños número
doce y hacer una pequeña fiesta con todos. Fue una noche memorable. Le cuenta a
mi madre:
Ella con sus
amigas lo han arreglado todo, y no han gastado nada, técnica de Carmen
Balcells: «Haga lo que quiera y gaste lo que quiera».
La modestia de sus pretensiones es conmovedora. Espero que no indique la
limitación de su imaginación.
Es invitado a
la Unión Soviética para dar conferencias; sin embargo, pocos días antes de
partir recibe la noticia de la muerte de su padre.
La muerte de
mi papá ha significado mucho más que lo que creí que me importaría: sensación,
al fin, de cosa que se termina, y todo un verdadero
pasar a otra generación. También, con su muerte, la apreciación en él de sus
cualidades positivas, que eran grandes: tolerancia, una buena relación con el
placer a un nivel muy suyo, que iba desde el bistec a lo pobre hasta su amor
por el Fedro de
Platón (amor que jamás comprendí), la maravillosa facultad de correr el tupido
velo para que la vida pudiera continuar y una gran
modestia y caballerosidad. Mi papá, en esencia, me «dio permiso para ser
escritor» porque siempre lo toleró y lo comprendió; ahora, por fin, puedo ser
escritor sin permiso de nadie. No puedo decir que le perdono su falta de
ambición y de voluntad, ni su pereza, pero creo que sin esos ejemplos negativos
no hubieran sido esas las características que me dan mi dureza.
Como mi madre
continúa en Chile, trata de organizar todos los temas
prácticos de la mejor manera para poder viajar tranquilo a Rusia: me deja en
Sitges, en casa de mi amiga Ana Beraudi, donde me reciben con mis hámsters y
todos mis bártulos de adolescente. Nuestro perro, el Bacán, y nuestro gato, el
Myshkin, se quedan en la casa de su amigo Pepe Ferrer en Calaceite y él parte
en tren desde Caspe a Madrid para tomar su vuelo a
Rusia. Mi madre estará de regreso antes de su vuelta, yo viajaré
Barcelona-Madrid y nos reuniremos después de una larga separación.
En agosto
viaja finalmente a la URSS, junto a Sergio Pitol, Miguel Littin, Elly Kerim,
Jaime Barrios, Volodia Teitelboim, Yogui Rouge y José Miguel Varas. Un viaje
fascinante para él.
Amor por
Moscú, Leningrado, Souzdal, Armenia. No me enviaron a
Tashkent y Alma-Ata, como me prometieron. Me di cuenta de que por asuntos
fronterizos con Afganistán, no por falta de notas. Pero lo pasé divinamente:
Yasnaia Polyana (la casa de campo de Tolstoi) bajo la lluvia y mi papá en ese
túmulo, muerto de repente, ahí, de veras, por primera vez, en el medio de
Rusia. Amistades nuevas, gente insólita, la inagotable calle llena de miradas.
Me sentí joven, entusiasta, libre.
Luego, regresé
a Madrid esperando encontrar a María Pilar después de su vuelta de Chile pésimo
y está estupendamente, como nunca.
En Moscú,
García Márquez —uno nuevo, distinto, difícil, difícil de otra manera, menos
simpático que el difícil Gabo de antes—, Coppola, Littin, Evtuchenko, etc.
Terror y pasión por la URSS. Estado policial absoluto. Todavía, de cierta manera, puro Nadezdha Mandelstam. Sin embargo, la gente
vive. Y plenamente. Y existe, a veces más que en Occidente a pesar de la
policía, o con su permiso. Me gustó José Miguel Varas, me gustó Volodia. Gran
parte de los otros, incapaces de ser ellos mismos ante la derrota y tener que
contarse el cuento para sobrevivir.
La muerte de
mi padre no me significa mucho —fuera de Yasnaia Polyana—,
porque había muerto hacía tanto tiempo. Pero la demolición de la casa de Av.
Holanda brought everything home: papá y mamá muertos y ya no soy hijo de nadie.
Ahora me va a tocar a mí. Ya no tengo un sitio «mío» donde llegar a Chile. Lo
dice Pushkin: «Mi patria es Tsarkoie-Selo».
Es como si yo
ya no tuviera Tsarkoie-Selo. Quedan, claro, mi Nana y la Claudia, que prolongan
Tsarkoie-Selo sur Mapocho. Los últimos puntos fijos
de mi entonces, de mi siempre, de lo no construido por mí, de lo no elegido. Lo
que era y sucedió, no lo que hice.
Conmovedora
carta de la Claudia, larguísima, maravillosa, puro Tsarkoie-Selo, Yasnaia
Polyana esencial. Vergonzosa llantina mía, solitaria y mocos.
Imposible que
vaya a Chile. Me postra, por ahora, esta alternativa tan desesperada del regreso. Las pérdidas. Dolor. Ausencia. Cambios
constantes de ciudad, estado, país. Un dolor muy norteamericano, muy
contemporáneo. ¿El dolor de mi hija?
Vuelve a
Madrid absolutamente hipnotizado por el mundo ruso, antes tan lejano para él y
conocido o intuido sólo a través de la lectura de sus clásicos. Pero la vida en
Madrid también tiene sus compensaciones. Es una buena época familiar, de unión, de paz. Mi madre renace en Madrid. La
depresión parece haber quedado atrás. Tener con quién hablar, qué hacer y dónde
ir la conectan nuevamente con la mujer sensible y sociable que era.
Me encanta la
variedad y el equilibrio que ofrece Madrid y voy bien.
Nada, nada me
conmueve y me moviliza como el arte. Esto me recuerda que puedo ser feliz y de
lo que la belleza significa para Pepe y para mí, y
con nuestro amor como parte tan importante de nuestras vidas.
Entonces se
presenta la posibilidad de que le publiquen Casa de campo
en la URSS. Están muy interesados, pero a mi padre le preocupa que puedan
entresacar alguna parte de la novela, la sexual, especialmente.
En todo caso,
está obsesionado con la URSS. Lee y relee incansablemente a los rusos, pero
sobre todo se apasiona con la figura de Lenin. Lee
todas las biografías sobre él.
A pesar de
toda mi lectura sobre Lenin, no logro más que comprenderlo menos y menos, y me
desagrade más y más: su gran sentido de lo colectivo le impide lo individual.
Su sentido de misión le impide el regocijo. Compara el idílico destierro de
Lenin y Krupskaya en Asia con el horrible destierro de los Mandelstam, a pocas millas de Moscú, durante Stalin.
Le cuesta
mucho volver a adaptarse al trabajo luego del viaje. No tiene ganas, ni
impulso. Su cabeza está llena de gente de la Unión Soviética, de muertes, y
también de miedo por la película sobre Picasso, la sensación de haberse lanzado
a una aventura loca sin una red de cautela que atenúe la caída. No ha visto el
material filmado, siente curiosidad y temor del resultado
final.
El 8 de
octubre de 1979 escribe en su diario:
Hace tres días
cumplí cincuenta y cinco años. Leo a Cavafis, sobrecogido, sobre todo por su
última época.
1) ¿Escribir
un poema relacionado con «Viaje nocturno de Príamo»? ¿Quién reclamará mi
cadáver? ¿Quién se hará cargo de mis viejas piedades? ¿Soledad, aridez, no
amor, no recuerdo? Muerte de mis padres. Poema muy
largo, elaborado, prosístico, autobiográfico... serie de poemas sobre esta
aridez que siento al cumplir los cincuenta y cinco años —y que puede ser otra
cosa—, y lo que pudo haber sido, pero, claro, no pudo.
2) Importante
para la novela de los exiliados o expatriados o lo que sea. Calixto se pierde.
Pierde su identidad disolviéndola en otra cultura justamente porque «puede»
volver a Chile, y porque sabe que no podría tolerar
que nada, ahora, sea igual, no desde el punto de vista político, sino humano...
qué ganas de seguir, pero esta pluma esta pésima y tengo sueño y no me voy a
levantar a buscar otra.
El sol entra
iluminando el living y el calor se filtra por las ventanas entreabiertas. Ojalá
llegue alguna brisa que refresque este inclemente agosto en Madrid. Sentados en el living veo conversar, después de un almuerzo
dominical en famille, a los Vargas Llosa con mis
padres. No son famille ahora como lo fuimos en
Barcelona. Ese tiempo quedó atrás; no la amistad, pero sí la sensación de que
éramos parte de una sola tribu.
En Madrid,
José Donoso tiene amigos como Sara Gligo, Ian Gibson y su mujer, Carol. Mi
padre pasa por un momento de insatisfacción, de
dolor. ¿Echarle la culpa a Madrid? Le pesa la falta de ironía en la gente
española: todo es blanco o negro. Quizás es verdad, como dicen los españoles,
que por culpa de Franco no hay grises en las relaciones humanas y en las
conversaciones. Todo el mundo tiene opiniones, eso sí. No hay duda, los
españoles siempre están seguros de algo, aunque no sea más que de una tontera.
Mi padre siente una gran envidia de ellos y a la vez
cierto rechazo.
En cierto
sentido, el acontecer político español, afectivamente, «me la trae floja», como
dicen ellos, no puedo ni debo ocultar mi deleite con algunos de estos modismos
del vernáculo de España, como «la puso a parir», o «hay que mojarse el culo»,
«el rollo», y tantos otros, que no son para nada correspondientes a los míos y,
sin embargo, son notables.
Pero no se
desconecta de Chile. Le llega la revista Hoy y
entiende parcialmente lo que lee. No conoce todos los hechos ni los nombres ni
las siglas, y eso lo conmueve. La contingencia es tanto menos próxima que la
española, que poco le importa. Townley, Yumbel, Vicaría, tienen un poder que no
tienen sobre él ETA, ni «Monarquía Sí», escrito sobre los muros de nuestro
barrio en Madrid. ¡El anhelado regreso!
¿A
qué volver?,
se pregunta en su diario el 19 de octubre de 1979, y luego continúa:
¿Qué haría en
Chile? Por un lado me emociona, por el otro, el lado negativo, me aterra y me
ahoga. Regresar me produce la mayor claustrofobia posible: A) por la limitación
de los chilenos a lo chileno, su aislamiento, el énfasis en lo nacional, que
deteriora y quita imaginación y vuelo y libertad; B)
fantasmas del pasado que me acosarían y quizás ahogarían, gente y recuerdos y
hechos y reputaciones; C) imposibilidad de elegir una máscara de anonimato,
como en el extranjero, cualquier máscara que me guste y que hago cursar como
válida y que me resulta... Allá, no, no, las señas de identidad de toda clase
me atarían a una sola posibilidad de ser, y no hay lifestyle, más que uno, que elegir; D) María Pilar tiene pocas raíces
chilenas, ha vivido más en España y el extranjero que en Chile, pero ha vuelto
de otro modo... y ve lo que nuestra hija necesita: un entorno. Pero ¿y ella,
ella misma? Resumen. Actitud contradictoria, dolorida y ambivalente, comme
d’habitude? ¿Qué hacer? Nada. Aguantar la mecha. Ver cómo se van solucionando
las cosas, buscando paliativos para este dolor.
¿Quién, aquí,
reclamará mi cuerpo cuando yo muera? Nadie. El aterrorizante poema de Cavafis.
En Chile, en cambio, mi gente se disputará el mío. En unos años más, el regreso
sería posible. Pero el dolor en este sentido, como tónica general, permanece y
es constante y no sé qué hacer con él. Claro que se puede vivir dolorido toda
la vida y morir dolorido. El dolor no es incompatible
con la vida, que es demasiado fuerte. ¿Tendré que resignarme también a esta
otra humillación, a la de saberme demasiado cobarde y frágil como para
atreverme a enfrentarme con un regreso? Inacción. Veremos qué puedo hacer, qué
pasa, cómo salir de este letargo analítico, este estancamiento de pereza y de
miedo en que estoy metido. Ciertamente, hoy no he escrito nada que me vaya a
ayudar a salir de nada ni a comprender nada.
Comprender es inútil. Estoy estancado, pudriéndome.
Se embarca en
un nuevo trabajo creativo; tiene ganas de escribir, quizás una novela corta, un
cuento largo de corte erótico. Entonces empieza a gestarse La
misteriosa desaparición de la marquesita de Loria.
Siente que es
un buen tiempo familiar, plácido, sin grandes tormentas entre mi madre y yo. Mi
padre tiene menos inquietudes que otras veces;
estamos unidos y es un momento propicio para iniciar un trabajo. Relee
anotaciones que encuentra en un diario anterior. Hay apuntes para un relato
erótico y empieza a desarrollar las primeras ideas.
¿Razones para
hacerlo? Necesitaba escribir. Esta novela podría ser rápida y darle el estímulo
necesario. Se sentía inseguro, debía escribir algo importante, pero ¿por qué? Ese súper ego monumental no se conforma
con escribir una artificiosa novelita erótica. Por momentos cree que es poco
importante pero, nuevamente, ¿por qué importante? Por qué todo tenía que ser
«importante». Se resiste por momentos, no quiere escribirla, pero la novela ya
está metida dentro suyo y continuará con ella a pesar de todas las dudas.
Tiene listo el
esquema para el relato. Le gusta mucho. No sabe bien
en qué tono, ni en qué libro encajará, pero le parece atractivo escribirlo,
quizás más que otras veces. Anota:
¿Por qué?
Podría analizar hasta el infinito. Pero no, porque tengo más ganas de escribir
que de analizar motivos hoy: excelente síntoma. Novela corta, manejable,
contemporánea. Y sin embargo, manierística. ¿Eso es lo contemporáneo? (¿Puig, Vargas Llosa en sus últimas novelas?), lo que me gusta
mucho. Algo de dimensión jamesiana. Hacerlo rápidamente. Desarrollo aquí mi
primera idea:
1) Ambiente
Hoyos y Vinent, marquesas morfinómanas, Paul Poiret, «La Esfera», etc., de
Madrid, 1920.
2) La
marquesita de tal era viuda. Había estado casada dos meses, probado apenas las
delicias del amor, pero no quedó satisfecha; era ella
quien, recién salida del convento y puesta de largo, con todo su fuego había
ravagé a su joven marido, pasivo, pero bien dotado, ella lo hacía,
deliciosamente, todo. Su muerte la había dejado no sólo con la miel en la boca
y cargada con el peso de su imborrable título, sino con la certeza de que había
algo que no conocía.
3) En el
boudoir des roses fanées (Marcela Vicuña, autora de esa absurda frase de entonces) con una amiga le confía todo y ella
le dice que todo es posible, etc. And so on. Divertido, pero no sé. No sé
siquiera si tengo ganas de escribir esto, ni qué futuro tendría
Y sin
embargo... sin embargo, insatisfecho estoy, porque ni esto, ni aquello, ni lo
que vendrá, será lo definitivo, literariamente. Recuerdo lo que dice Stendhal
al comienzo de La Cartuja de Parma: «Se puso de moda
arriesgar la vida...». Quisiera que así fuera para mí, y aquí, en esta
novelita, no lo estoy haciendo, a no ser que lo esté haciendo sin darme cuenta.
¿Chi lo sá...?
Unos días
después vuelve al asunto:
Tengo
totalmente terminada y en limpio, y corregida, la primera parte. ¡Oh,
maravilla! ¡Qué feliz soy! ¡Qué bien funciono, qué bien funciona todo! Hasta
desarmarme, claro, pero escribir, escribir, hasta que
se rompa el motor. A seguir. Gran fiesta de disfraces para carnaval, escena,
set piece. Será bellísima.
La vida
continúa en Madrid. Los fines de semana los pasábamos en El Escorial; en las
vacaciones más largas volvíamos a Calaceite para reencontrarnos con los amigos.
Ya no soy una
carga, tengo doce años y no hay necesidad de que me cuiden. Aunque nunca lo hicieron mucho. Siempre fui independiente y,
de alguna manera, muy práctica. Por lo demás, ninguno de mis padres lo era y
alguien tenía que serlo, asunto que dejó en mí un rasgo de carácter bastante
insoportable: el orden en contraposición al miedo al caos que muchas veces
reinaba en mi casa. Eso fue lo que me hizo crecer y ser hoy quien soy.
Mis padres
decidieron, entonces, que el paso de una década a
otra merecía algo especial, algo exótico... Marruecos.
El viaje fue
organizado en conjunto con Toño Fernández Muro y Sara Grilo, quienes tenían una
nieta de mi edad, Carolina Head, que además era amiga mía. El viaje fue una
odisea, llegamos en auto a Algeciras, para cruzar en un ferry el estrecho de
Gibraltar. Por primera vez, tanto mi padre como yo, no así mi madre, que vivió muchos años en Alejandría, salíamos del mundo
occidental clásico judeo-cristiano de Europa y América, para asomarnos a otra
cosa.
Recorrimos
Tánger, Chefchaouen, Fez, Meknes, Marrakech, Rabat. Un mundo desconocido y
nuevo, lleno de sensaciones e imágenes deslumbrantes. El paisaje, los colores,
los sabores... Tengo los más increíbles recuerdos de ese viaje, mi padre me
llevaba a la plaza en Marrakech, todo teñido de rojo,
a ver a los encantadores de serpientes, a los contadores de cuentos, comíamos
cous-cous en cualquier puestecillo, mirábamos a la gente en silencio, tomados
de la mano. También me acuerdo de que el día en que llegamos a Marrakech no
podíamos conseguir alojamiento, así que, desesperados, no nos quedó otra que
pasar la noche en el Mamunia, el hotel más elegante y
lujoso de la ciudad. Recuerdo los grandes salones, la tapicería de brocatos de
colores combinados con los pisos de mosaicos, las lámparas de lágrimas.
De vuelta en
Tánger —era Nochevieja— salimos a recorrer las calles atestadas de gente. De
todas las ciudades que visitamos, Tánger era la menos bella, quizás por ser, a
primera vista, la más europea. Aunque para mi padre, Tánger fue la más perturbadora, la más extraña. Paramos en un café
cualquiera, en una animada esquina. Mientras yo y mi amiga jugábamos, todos
evocaron, en relación a sus propios intereses, su vínculo con Tánger. Toño
Fernández Muro y Sara, pintores, recordaron el oriente romántico de Delacroix,
que pasaba largas temporadas allí, y el balcón del Hotel Villa de France, con
la palmera inmortalizada por Matisse. A mi padre le
hubiera gustado comprobar la veracidad de la leyenda de que Oscar Wilde y André
Gide se encontraron en el Café de Khafita, en lo alto de la ciudad. Mi madre
recordó a William Burroughs y la Generación Beat, todos ligados a Tánger. En un
artículo sobre esta ciudad misteriosa y esa noche en el café, mi padre
recuerda:
El café se iba
poniendo cada vez más y más silencioso. Frente a una
mesa del rincón, observando la calle con un aire de melancólica ironía, estaba
lánguidamente sentado un marroquí flaco y de gafas, ya maduro, quizás un poco
enfermo por la palidez de su rostro, cuya sabiduría, dije, me recordaba a alguien.
Baltasar...
acertó Sara Grilo.
Claro que sí.
Esa era la clave que había andado buscando en Tánger: El
cuarteto de Alejandría, de
Durrell, leído con tan inmenso deleite hacía veinte
años, ahora totalmente olvidado, pero tal vez no tanto. El fugaz entusiasmo de
mi generación por ese libro había dejado demasiados sedimentos en nosotros para
poder olvidarlo totalmente. El fervor de la primera lectura dejó a ciertos
personajes tan vivos en mí. Sí, Baltasar, el de Alejandría, en un extremo del
África mediterránea, era también este Baltasar de
Tánger en el otro extremo.
Y detrás del
discutible valor del Baltasar durrelliano, lo indiscutible de su modelo: el
poeta alejandrino Constantino Cavafis.
En ese rincón
del Mediterráneo donde pasé esa hora mágica, frente a este Cavafis durrelliano
redivivo, pensé en la lejanía de las raíces de todos los que tomábamos té de
menta alrededor de esa mesa. ¿Dónde colocarnos, después
de tantos años en el extranjero, cuál era nuestro ámbito, a qué pintura, a qué
literatura adscribirnos? Esto me hizo pensar, en ese café, frente al Baltasar
de Durrell sentado a su mesa, en el final de un poema de Cavafis, el
alejandrino.
Creo que de
vuelta de este mágico viaje, mi padre decidió su retorno definitivo a su Ítaca,
Chile.
1980 es el año
de los grandes cambios y decisiones. Volveremos en
diciembre, a mis quince años. ¿Cómo se gestó todo? Bastante inexplicable ¿En
Marruecos? La excusa final fui yo; la necesidad de que «la niña tenga raíces».
Pero realmente quien quería reencontrar las suyas, y con derecho, era mi padre.
Todo comienza
cuando recibe una invitación para dar una serie de conferencias: Nueva York,
México, Colombia, Bolivia y Chile. Decide ir, a pesar
de la larga separación, tres meses de intensa actividad, pero se trata ganar
dinero, y ganar dinero da tranquilidad para escribir.
Los viajes
para mi padre siempre eran no sólo un prolongado trottoir literario: entrevistas, conferencias,
cursillos, televisión, amigos viejos y nuevos, además del constante agasajo al
ego pese a algunas vicisitudes menores, sino también el placer de ser espectador apasionado; ver, escuchar, absorber
y, a su vez, ser receptor de estos mundos con sus paisajes y sus personas.
Viajar, sin duda, fue una de sus grandes pasiones.
En su estadía
en México se reencuentra con viejos amigos que lo invitan constantemente a los
más lujosos restaurantes. México le trae recuerdos, piensa en todo lo que
pasaron con mi madre cuando vivieron años atrás ahí:
las flores, los olores, los ruidos, los insufribles mexicanos; pero, sobre
todo, recuerda lo bello y lo agradable durante su vida ahí: los elotes de
sabores y las guanábanas, los mangos y algunos amigos.
Quiere que mi
madre viaje a México para encontrarse con él después de toda la gira, con la
que está comprometido. Le cuenta:
Al principio
no la echaba nada de menos, estaba, in fact, feliz de
haberme evadido del círculo familiar y ser YO, nada más que YO durante un
tiempo, pero ahora he comenzado a desesperarme de nostalgia por ti, de pensar
en ti todo el tiempo, de pensar en lo maravillosa que hubiera sido esta
experiencia compartida, lo mismo que con la niña, a quien tan desesperadamente
echo de menos.
Esta venida a
México ha sido realmente providencial. Tú y yo
tenemos que viajar más y gozar más. Mañana, Valentín Pimstein da un cóctel
gigante para mí, con María Félix incluida. Almorcé con Carlos Fuentes y Buñuel
y la Poniatowska. Después pasé toda la tarde chez Buñuel (casa increíblemente
fea, idéntica a la de Zaragoza) con Alcoriza.
El agotamiento
y la maravillosa actividad, y comprobar que hago las cosas bien, no
neuróticamente, y que tengo una voluntad creativa y
productiva fuera de serie. Estoy realmente feliz, en «mis plenos poderes». Te
digo que lo único que me hace falta son ustedes para compartir este goce.
Ciudad fea y apasionante. Gente HORRIBLE. Pero todo con una dimensión, positiva
y negativa, que realmente emociona y te deja con la boca abierta.
Tenemos que
viajar y gozar más ahora que podemos. El mundo está fascinante, pleno, terrible. Son nuestros años de plenitud.
¡Aprovechémoslos! Si mi plenitud le sirve a la tuya, tómala, te la regalo, es
toda para ti.
Se siente
abrumado con todas las posibilidades que se le han abierto, primero en Nueva
York y ahora en México. Incluso piensa en la eventualidad de vivir un tiempo en
esta ciudad para dirigir él mismo una película de alguno de sus libros. ¿Gaspard de la Nuit? A lo mejor.
Es un proyecto que reconoce como«no realista, pero
posible».
La carta a mi
madre continúa explicando todas estas vivencias:
No sabes cómo
se ha portado Valentín Pimstein y su mujer, me tratan a cuerpo de rey. Fui a
Cuernavaca ayer con Álvaro Covacevic y sus dos mujeres. Vi a Bob Brady y es un
ridículo increíble pero muy pintoresco. Todos te recuerdan.
Pero los
mexicanos son muy particulares. Tito Monterroso me dio una gran comida —cómo
vas a gozar con la comida mexicana— y estaban Leñero y su mujer. Con Leñero tuvimos una discusión, amable, divertida, literaria,
algo violenta, no se despidió de mí, se puso furioso, no me publicó en su
revista la entrevista que me hicieron larguísima para ella, y cuando lo llamo
para concertar una cita para ir a cenar o algo, nunca puede. A un periodista le
dije que La cabeza de la hidra, de Carlos Fuentes, no me
gustaba mucho como novela, y aparecieron los titulares
«Donoso habla contra Fuentes». Por suerte, la entrevista misma no contiene nada
que sustente eso. En fin, un mundo difícil si uno viviera aquí, pero fascinante
para unas semanas. Todo es bello (la ciudad es horrible), pero qué casas, qué
interiores, las casa de Cuernavaca, los hoteles... My God y qué restaurantes
increíbles... Covacevic me llevó ayer a Cuernavaca a un restaurante que se
llama La hacienda de Cortés, recién inaugurado, que
es el fundo de Hernán Cortés, remodelled... qué maravilla increíble... un
comedor junto a una cascada, bajo un techo sólo de lianas muy altas de
filodendros gigantescos, de mariposas azules volando entre las mesas y las
marimbas, no tienes una idea, y las paredes rojas casi como Marrakech. Te hubiera
encantado después de la sobriedad castellana y del frío
general de Europa y su medida, todo este desmesuramiento.
Dominante como
era con mi madre, le envía en la misma carta todo tipo de instrucciones de qué
ropa llevar: las blusas que le ha regalado y sus vestidos de verano, la capa
negra. Nunca dejó de dirigirla en cómo debía vestir, pero esto no era por dudar
de la capacidad de mi madre, elegante por naturaleza, sino más bien porque él
estaba orgulloso de su belleza y le gustaba que la
resaltara. También era porque mi padre tenía un sentido bastante frívolo, el
cual reconocía en el buen vestir, además de ser una manera oculta de
disfrazarse él mismo mediante ella.
Mi padre debe
ir a Estados Unidos y luego volver a México, a la Feria Internacional del Libro,
donde se lanzaría, para toda Latinoamérica, La misteriosa
desaparición de la marquesita de Loria. Le
ofrecen varias posibilidades de llevar al cine alguno de sus libros. Le
entusiasma sobre todo la seguridad económica que ello le aportaría. Álvaro Covacevic
quiere hacer Casa de campo; Alcoriza quiere comprar el
cuento «Átomo verde número cinco»; Ripstein está interesado en «El Güero»;
Werner Herzog también quiere Casa de campo.
Me escribe
desde México para hacerme partícipe de sus planes.
Con todo lo
que me está pasando podríamos hasta quizás comprarnos una casa... ¿En Chile?
¿En Madrid? No lo sé. En todo caso, mi linda, ahora que tu mamá está dispuesta,
nada me gustaría tanto como volver a Chile si es que es social y políticamente
posible, y si a mí, después de verlo, también me gusta. El retraso en volver a
España, entonces, se debe en muchos sentidos a mi
esfuerzo para consolidar una seguridad para los tres, que nunca debemos
separarnos, y para poder darte a ti una buena educación. En el mundo futuro,
que bien lo sabes se presenta como problemático y difícil, y las herencias no
son ninguna seguridad puesto que el dinero pierde su valor día a día, lo único
que da seguridad es una buena educación. Dentro de esta buena educación, una cosa básica es el aprendizaje del inglés: yo no sería
quien soy sin saberlo.
Quisiera
instalarme en Chile, si fuera posible, definitivamente, y ahí veremos.
Pienso todo el
tiempo en ustedes. Te mando un gran beso, amor mío, y no olvides a tu padre que
piensa en ti todo el tiempo.
Llega a Chile
en abril de 1980, agotado después de México, pero entusiasmado con el
reconocimiento que le brindan. Irónicamente le dice a
mi madre que «en Chile falta muy, pero muy poco para el recibimiento
multitudinario en el Estadio Nacional que usted me exige como condición para el
regreso».
Todo el mundo
lo conoce y reconoce su mérito como escritor, algo tan anhelado internamente
por él. Es ahora conocido como the major literary figure
de Chile. Eso, curiosamente, después de Casa de campo.
Inmediatamente
busca dónde podríamos vivir. Primero se entusiasma con un departamento, pero
desiste cuando encuentra la casa de Galvarino Gallardo, que será nuestra
residencia definitiva. La decisión está tomada, el regreso es un hecho.
A mi madre le
da sus razones:
La vida sería
tan, tan fácil. No fascinante, no excitante. ¿Pero lo es en Madrid? Para mí,
ciertamente, no. Lo es sólo durante los viajes, Unión
Soviética, New York, Marruecos. No hay razones por las cuales estos halagos y
excitaciones no puedan seguir existiendo si vivimos en Chile, y aún más. Aquí
soy el Rey. Tú serás la Reina total, y la Pilarcita estará rodeada de seguridad
y cariño.
Regresó a
vivir aquí la Techy Edwards, están los Castedo, Jorge y Pilar Edwards, la Lily
Garafulic, y algunas luminarias más. Existe un grupo
elegante y sofisticado, del cual sin duda seríamos centro.
Está muy
entusiasmado con volver; todo está dado. Encuentra que la gente ya no friega
tanto con la política, y es un momento de mucha seguridad económica en el país
(caerá luego y abruptamente). Con lo que mi padre gasta en el alquiler del
departamento en Madrid, en Chile puede vivir muy bien e incluso ahorrar. Por otra parte, está la familia, el calor, el
cuidado.
Siente,
entonces, que en Madrid nada ni nadie realmente lo compensa. En cambio, en
Chile están los amigos: Cristián Huneeus, Julio Fabres, la Mariga Rojas, la
Pauline Barros, Jorge Astaburuaga, Jorge Swinburn. En la misma carta describe
su emoción.
La gente
admira mi sencillez, mi vitalidad, mi calidez, que me gusta proyectar como imagen, y aquí es recogida junto con mi sentido de
humor, allá incomprendido. Todo el mundo saludándome, felicitándome, y nada,
esta vez, de paranoia política. I feel at peace, at home. Fuera de que, ya lo
sabemos, nada es «para siempre». También el no tener miedo a ser quien soy y a
mis iguales. Reconocerme en grupo humano del cual soy diferente pero del cual
vengo. Y la visión de la Pilarcita creciendo aquí,
entre sus primos un poco mayores que se enamorarán de ella... No te lo niego,
me hace feliz, me da paz.
Quiero
ofrecerte la facilidad de una nueva vida, cómoda, y más lujosa. Posibilidad de
tener una casa de weekend en Cachagua. De pronto, todo es posible. Todo para
ustedes dos, que son lo que más quiero, lo único que realmente me importa en la
vida. Y si aquí reina en este momento esta bonanza
económica, por qué no aprovecharla. Why should we feel guilty, when we didn’t
when we lived under Franco? Aquí hay mucho que hacer. No me veo haciendo una
gran «vida pública», pero sí una tranquila vida de utilidad pública, if you can
tell the difference. Lo mismo veo para ti.
La familia, la
Nana, el olor a mar, las falenas en la noche en torno al farol costero, el olor a hilang-hilang, a peumo, a prado recién
regado. La sensación de que mis canas tienen eco en las canas de otros que son
mis iguales y a los cuales ya no temo. Amores... pensad... pensad... tenemos
que decidirlo pronto.
Va a pasar
unos días al balneario de Cachagua, a la casa de Pablo y la Lucha. Son días de
descanso, la placidez de Zapallar, los paseos a la orilla del mar, las visitas al cementerio donde están enterrados sus padres entre
las rocas que el mar golpea. Ve a su hermano Pablo en el deleite de ser abuelo,
paseando a su nieto a caballo; por la tardes, sentado junto a él, escucha en
silencio el Réquiem; su cuñada toca el piano en una
habitación lejana y luego baja a sentarse frente al fuego. Mi padre quiere un
pedazo de ese mundo para sí, quiere recuperarlo; la vida
se le plantea finita y le escribe a mi madre el Viernes Santo de 1980.
Amor querido:
Pienso que
estuve en la tumba de mis padres, donde probablemente me entierren a mí y a ti
y a la niña, donde están debajo de la tierra los restos de mi papá, mi mamá,
tan queridos y tan recordados, en un montículo alto, en un cementerio de campo
frente al mar. Curiosamente, sentí poca emoción: murieron,
supongo, cuando debían morir y como debían morir. Junto, exactamente al lado,
hay dos tumbas que separan las tumbas de la fila nuestra del mar. En una está
Eduardo Sánchez, el más brillante y más encantador de los amigos del grupo de
mi hermano Pablo, que murió idiotamente con la Carmen Reyes en un accidente de
auto hace —parece increíble— casi diez años. Sobre su tumba crece una gran
macrocarpa achaparrada por el viento y abajo truena
el Pacífico en las rocas. Esta tumba sí me conmovió: Sanchula era como hermano
nuestro, un poco, el mejor, el más encantador, y está ahí, junto a mis padres,
a quienes precedió por diez años a la tumba. La otra tumba es muy reciente: un
cuadrado de piedras enterradas en la tierra, el cuadrado cubierto con conchilla
molida, una cruz de palo, un tarrito de Nescafé con
agua tierrosa y una sola flor completamente seca, quebrada y caída. Es la tumba
de la pobre Christiane Cassel, que se suicidó hace unos meses. La mujer más
bella, más encantadora, más inteligente, más rica, más glamour, más buena
tipa... ¿Te acuerdas qué luz era? La estoy viendo, en una de esas exposiciones
que organizaba Thiago de Mello en la Embajada de Brasil, una gloria de mujer, la recuerdo con dos pendientes largos que eran como
lágrimas de azabache. ¿Te acuerdas de ella? Y estaba allí, bajo la tierra, al
lado de mis padres, al lado de Sanchula. Un poco terrible, y sin embargo no tan
terrible: tiene algo de benigno, de familiar este cementerio, tan tranquilo,
tan remoto, con Mario Matta, rey de Zapallar, a quien mi mamá tuvo en sus
brazos de niño, enterrado en una especie de avanzada,
de roca majestuosa. Y don Sergio Larraín, a quien sorprendimos unos pasos más
allá rezando, o contemplando la tumba de su hijo Santiaguito, muerto hace
treinta años cuando era un niño y se cayó del caballo y le cambió para siempre
la vida a don Sergio y a la Pin. Todo tan conocido. Sentí las voces de Juan
Rulfo, una especie de Pedro Páramo, los muertos hablando
y discutiendo, y el sol abrasador arriba, y el mar
rugiente abajo, y toda esa paz, y mis padres que murieron cuando debieron
morir, y la roca, pequeña, con su modesta inscripción y modestos nombres y
modestas fechas en ese cementerio benigno, este increíble Viernes Santo que
tanto en mí ha santificado y aclarado. Dios mío, y de vuelta en casa, sin nada
que hacer más que tratar de traspasarte esta emoción tan válida, tan primaria que he sentido por primera vez, la certeza
de dónde quiero que mis restos reposen.
Qué distinta
es hoy mi emoción al pararme frente a esa misma tumba, donde ahora están ellos.
No veo ni nombres ni fechas modestas en la inscripción de la piedra, siempre
inmutable, silenciosa como la muerte.
Nuevamente mi
padre nos escribe desde Chile, esta vez anunciando que la casa que eligió está comprada. La carta va acompañada de dibujos
hechos por él para explicarnos cómo es. La describe como una casa de estuco
amarillento claro, estilo francés, con una enredadera que cubre la fachada; se
llama empelopsis y en otoño se pone colorada. El techo
es de teja plana, con ventanas y puertas francesas, y las ventanas del segundo
piso tienen una baranda de hierro forjado. El primer
piso tiene tres ventanales iguales que dan a una terraza elegante, donde quiere
hacer una pérgola en la que cuelguen glicinias. La terraza mira a un jardín no
muy grande, pero arbolado. El segundo piso tiene cuatro habitaciones, dos baños
y un hall de distribución. El tercer piso es una buhardilla, y quiere convertirla
en su estudio, levantando el techo y haciendo un gran ventanal a todo lo largo. Más tarde pasará largas horas ahí, en la tarea
solitaria de inventar un mundo, encerrándose en la soledad de su locura
creativa.
Una vez más mi
padre ha encontrado un lugar fantástico para vivir. Si bien era potencialmente
bello, logró transformarlo en un espacio único. Las casas de toda nuestra
historia de trashumancia familiar, al igual que ésta, debían cumplir ciertos
requisitos, sobre todo que el mundo exterior no viniera
a invadirla, que no pudiese devorarla y que, en su interior, se desarrollara
una vida sin paralelo alguno con el exterior.
Logra dejar
todo arreglado en Chile, las obras necesarias para la casa a cargo de Jorge
Swinburn; la parte legal a su gran amigo y abogado Jorge Valenzuela, el Cholo;
a la Lucha, su cuñada, la parte de los pagos, y a su sobrino Martín, la misión de mantener el jardín. Mi padre sigue su gira
por Latinoamérica: primero pasará por Bolivia a visitar a mi abuela materna,
luego a Colombia, Venezuela, Panamá y México. Lo hace para ganar dinero y así
arreglar la casa recién comprada, además de costear el traslado.
Bueno, amores
míos, comienza otra etapa. Quizás la definitiva, la más verdadera: el círculo
del peregrino se cierra y Donoso vuelve a Ítaca. Hay
una armonía en todo esto. Estoy feliz.
Después de
esta larga travesía, de la locura de viajes tras viajes, de los reencuentros y
desencuentros, llega a Madrid a preparar la vuelta a Chile.
Viaja a
Barcelona para definir con Carmen Balcells cómo se hará todo desde la
distancia, y a Calaceite para ver la posibilidad de arrendar la casa; por
ningún motivo quiere deshacerse de ella.
A mi madre
también le entusiasma la idea de volver a Chile. Pese a que su vida en Madrid
ha sido buena por momentos, su tendencia a la depresión y al alcohol ha vuelto.
Cuándo llegará
el día en que al despertar no me angustie ante la idea de abandonar mi
cama-útero y enfrentarme con el día. Hay ratos en que estoy muy contenta de mi
vida aquí... pero igual...
Tengo la
esperanza de que en Chile estaré mejor. Qué ganas de desahogarme, no puedo con
Pepe, está tan feliz escribiendo que no quiero perturbarlo. Calmo mis ansias
orales... agua del Carmen, café, cerveza.
Mi padre le
escribe a Jorge Swinburn y en sus exigencias se advierte la importancia que
tiene para él la estética:
Querido Jorge:
Por fin carta
tuya, cuando ya desesperaba. Menos mal que salgo en
los diarios para que te acuerdes de mí. Y dime, ¿por qué salgo ahora en los
diarios de Chile? ¿Qué he hecho?
En todo caso,
tu carta apaciguó mi corazón atormentado, y espero que salga todo
estupendamente. El presupuesto es más elevado de lo que quería gastar, ¿hay
alguna forma de bajarlo? Y dime, el presupuesto incluye: a) arreglo y muebles
de cocina; b) pinturas; c) placard; d) ¿pérgola?
Los colores:
sabes el color que digo, rosa-salmón-beige no demasiado tenue, el color de
algunos mármoles. Espero, antes de terminar esta carta, convencer a mi mujer de
que el comedor debe ser amarillo-Lisboa.
Estudio: perfecto,
sin reparos. No se te vaya a olvidar un fuerte aislamiento contra calor y frío
en el techo.
Ahora, la
pérgola: me parece fabulosa tal como está. ¿Pero una
estructura tan grande no se comerá a la casa? ¿No habrá una desproporción? ¿No
resultará una casita a una pérgola pegada? Tu dibujo es delicioso, ¿pero es
realista?
Llama ahora
mismo a la Lucha, por favor, y dile que le pida a Martín, mi sobrino, que
plante desde ya las enredaderas de flores de la pluma más largas que encuentre
exactamente donde tú le indiques, de modo que cuando
lleguemos ya haya una especie de parrón con hojas. Por favor, lo de la pérgola
cuanto antes. Y que a lo largo de la pared del sol plante lirios, muchos
lirios, azules y amarillos mezclados (no morados, o sólo alguno, y alguno
blanco).
Es muy
importante sobreplantar (es decir, plantar demás, dos glicinias donde debía
haber una, consejo que me dio Vita Sackville West en un
absurdo almuerzo chez Paz Larraín en Santiago hace siglos).
Vuelvo a los
colores. Comedor: insisto en rosa-veneciano, es decir, un coral bajo pero no
tan bajo como para que parezca «sobrio». Toda la entrada, toda la escalera,
todo el hallcito arriba, amarillo claro. Amarillo flor, amarillo sol, amarillo
narciso, acuarelado, como en Lisboa, limón, tú sabes, el que se ve tan bonito
con los dinteles blancos. Sin nada de beige, sobre
todo. Pura acuarela, pura transparencia, lo mismo que en el dormitorio
principal, sólo que allí más pálido. El living blanco.
En el living
una biblioteca en obra, algo regular, con estanterías, que todo sea muy regular
tanto en lo horizontal como vertical.
Manos a la
obra.
Esta carta
retrata fielmente su impulso de crear, al igual que
en una novela, un entorno en el deleite ante lo bello. Para mí, esto también es
vital y él me lo enseñó: el espacio donde uno vive debe ser un ambiente
característico; más allá del gusto personal de la casa, debe ser un mundo en sí
mismo, aislado del resto.
Tomada la
decisión de retornar a Chile, sus paranoias salen a flote. Siente que todo es
un verdadero caos, que el traslado a Chile le va a
costar millones, que va a quedar arruinado. El departamento de Castellón de la
Plana, inspirador de El jardín de al lado, está
desarmado y vacío.
Vienen a
llevarse la casa. Fingiendo interesarse por el departamento, nuestro vecino, el
condesito de Romanotes (o algo así, que debe haber oído que un «escritor» vive
en ese piso y los mira desde su ventana) vino con una amiga y con su mujer (nada que ver con mi personaje, ni él tampoco: sí el
jardín, el verano, la juventud, el privilegio, la belleza) a ver nuestro piso y
lo encontraron «muy mono».
Ahora, elegía.
No quiero permitir que este caos la interrumpa. He estado escribiendo demasiado
de corrido y con demasiado placer..., por lo menos el principio.
Aunque mi
escritura de hoy no sea brillante, no quiero suspenderla
ni cortarla, quiero que avance. En todo caso, como vivo en el desorden de esta
casa desmantelándose, prefiero contrarrestar ordenando, analizando, que
utilizando la simple redacción.
Luego, cambia de
opinión y siente que es mejor escribir más y redactar, que ordenar y analizar.
Debe tener claro el time sequence correcto, perfecto,
conforma la novela: MadridSitges-Madrid-Tánger.
He terminado la versión definitiva del handel-agarradera,
o verso de oro, o página de oro, o párrafo de oro, o lo que sea, de donde
siento surgirá, como al destapar una olla, toda la fragancia y la forma de
todos los monstruos que inventa el brujo. Buena presentación de personajes y
ambientes, liviana y como al trasluz.
El
jardín de al lado,
sin saberlo aún, ya está en plena gestación y su
escritura avanza.
Desde la
ventana de mi estudio veo, en la tarde tórrida, a la princesa alemana (hija del
Rey de Alemania, según chismes de portería), con encrespadores y gritándoles a
sus hijitos que juegan con conejos de felpa. Está leyendo un libro. Desde esta
distancia y con el temblor de las hojas de los árboles inmensos, parece ser un
libro de mi editorial. ¿Quizás un libro mío? Ella
consume, yo produzco. Tengo que terminar este libro mío sobre ella antes que
ella termine de leer mi libro. Gestos íntimos porque no sabe que alguien
durante todo el día la mira y la ve y queda la crónica. La criada le lleva el
té en una bandeja que deja sobre el pasto. Le pregunto más sobre ella al portero
y fantaseo...
De hecho, es
reconocible ya en estas palabras. Pero el terror se apodera
de mi padre. Le llega la noticia del atentado y muerte de Roger Vergara en
Chile, director de la Escuela de Inteligencia Militar. Si un día antes su
regreso a Chile le parecía traumático, complicado, agotador, ahora simplemente
es aterrador. Pero sabe que ya no puede echar pie atrás.
Estoy
francamente aterrorizado. ¿Por qué no atreverse a tener miedo, a confesarlo?
Sueño que no se atreverán a tocarnos. ¿O me estoy haciendo
ilusiones pretenciosas de que siquiera piensan que vale la pena tocarme? Tal
vez el silencio en torno a mí vaya a ser completo y eso sea difícil de tolerar.
¿O no? No sé. La policía secreta crecerá. Habrá toques de queda, razzias,
vigilancia, listas negras. Los pobres se harán miserables y la nueva clase de
ricos propiciada por el régimen tendrá la sartén por el
mango. No creo que yo corra peligro personal. Pero, ¿y lo que escribo? ¿No
sería este justamente el momento indicado para quedarme afuera y usando mi
prestigio despotricar contra el régimen? Puede ser. Pero ya es demasiado tarde...
Mi padre sabe
que tiene razones importantes para volver: sus padres han muerto y quiere tomar
su lugar en la delgada historia de su familia. Además, estarán los tres hermanos juntos. Tal vez tampoco sea esta la razón
por la que vuelve, tal vez sea porque no le falta tanto para cumplir sesenta
años y quiere, de una vez por todas, quedarse en su tierra, morir ahí, entre
los suyos. Quiere, finalmente, ir a participar en la historia de su gente. Ya
no más cambios; éste será el definitivo, el arraigo. Pero de todos modos está
lleno de dudas.
No otro viaje. Odio las maletas, el olor a maletas, a
naftalina, y los perros y los gatos, como si supieran, se ponen histéricos cuando
uno comienza a ordenar la ropa adentro y la vuelven a revolver.
Imposible
trabajar en un día trágico como hoy, trágico para Chile otra vez. ¿Cuántos días
trágicos para Chile tendré que enfrentar viviendo allá, y cómo aprenderé a ir
capeando, si es posible, el temporal? Y si lo capeo
—que es probable puesto que no soy persona de alto riesgo, supongo, espero—,
¿qué fuerza me va a quedar para hacer qué, para decir qué? ¿Terminaré, por fin,
convencido de que ya no vale la pena decir ni hacer nada, que, supongo, será lo
que ellos quieren que suceda? Falta tan poco para la partida. Para el regreso.
Y cada día se hace más difícil ese viaje, y de alguna forma —quizás sólo para dejar allá mis huesos— más necesario y más
doloroso.
Se cierra
definitivamente el departamento de Madrid. Nos vamos a pasar los últimos dos
meses que faltan primero a Calaceite, luego a Sitges y, finalmente, haremos un
viaje por Italia a modo de despedida de Europa.
En Calaceite
escribe el final de El jardín de al lado. Siente
terror de terminarla; se agarra desesperadamente a la
novela; sabe todo lo que implica; el desgaste físico que se apodera de su
cuerpo luego de cada final; la angustia de qué hacer después, el miedo a la
«seca» literaria.
A lo lejos
suenan las campanas de la iglesia de Calaceite. Seguramente en Chile pensará en
los paseos diarios por el campo en los alrededores de Calaceite que hizo
durante los cuatro años que vivimos ahí. Se llena de
pronto de tristeza al pensar que abandona estos paisajes de olivos.
A veces he odiado
este pueblo que tanto amo, porque se autodestroza y se vulgariza —¿dónde no
sucede, por otra parte?—. Yo lo que menos querría sería un pueblo-museo, y a
veces ha habido hasta mal olor, a cerdos, en las calles. Pero de alguna manera
todo forma parte de un todo significativo, y al fin, armonioso. El paisaje sigue bello, casi intocable, el río Mataraña, los
ancianos olivares en torno a Calaceite y sus cipreses, y los de Horta
picassiana, y el Castillo de Valderrobres, ahora cerrado por reparaciones, y los
palacios de piedra rosa-dorada que van quedando perdidos por ahí en los
pueblos, si no los derriban para construir mamarrachos. Y pensar que estoy tan
cerca del fin. Lo más terrible de todo es tener que
elegir: uno inevitablemente yerra, por lo menos en algún sentido. Y cerca del
fin de dieciséis años fuera de Chile, temo... temo todo, errar con el regreso,
que algo suceda y que no pueda llegar a disfrutar todo lo que quizás sea
posible disfrutar allá, y tanto, tanto que está cayendo en mis manos. ¡Es un período
tan pleno! Pese al tinnitus que algo muy inconsciente me está diciendo. No me importan nada las pequeñas tragedias del diario vivir,
como se dice, y soy capaz de sobrellevarlas pese a que sé que algunas pueden
llegar a ser grandes tragedias, andando el tiempo. Pero gozo demasiado
escribiendo, paseando, con el pueblo y la niña y María Pilar..., aunque no
siempre es, o ha sido así.
Mi padre
trabaja en la segunda versión de la novela. Mientras, divaga a quién
dedicársela, posiblemente a Mauricio Wacquez, a quien
encuentra «como siempre tan maravilloso, insoportable, intransigente, siempre
renovador y cariñoso». También podría ser a su sobrina Claudia o a uno de sus
hermanos. Ante el inminente término de la novela, lo asaltan dudas sobre su
propio fin, su miedo a la muerte, siempre presente en estos momentos de cierre
creativo.
Curiosas
fantasías de muerte, de repente. Moriré esta noche,
no lograré terminar esta novela (recordar el ataque al terminar Casa de campo; la hemorragia al terminar El obsceno pájaro), que moriré en el viaje a
Italia en el avión o que caerá nuestro avión que nos lleve a Chile o que allá
nos pasarán cosas peores. Es aterrador. Y a medida que se acerca el final de la
novela y el viaje a Chile aumenta mi terror.
He trabajado
como bestia de carga. Hoy me toca el final. ¡Sí, puedo!
¡Fin! ¡Fin!
Increíble. Fin de mi sorprendente Jardín de doscientas treinta
páginas.
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