domingo, 21 de febrero de 2021

Sitges, 1976-1978. CORRER EL TUPIDO VELO. PILAR DONOSO.

 

 

 


Sitges, 1976-1978

 

Sitges se convierte en nuestra siguiente escala vital gracias a que mi padre conoce a algunos extranjeros radicados allí: los pintores chilenos Nemesio Antúnez con su familia; Iván Vial con dos de sus hijos y su mujer, Angélica; Fernando Krahn con María de la Luz Uribe y sus hijos; el pintor mexicano Miguel Conde con Carola y sus hijos, Pilar y Amadeo; la gran amiga y personaje de siempre Elsa Arana; por épocas también Mauricio Wacquez, y otros que irán tomando importancia a lo largo de nuestra estadía.

Sin embargo, a dos meses de su llegada de Nueva York debe partir rumbo a Chile, pues recibe la noticia del inminente fin de la Titi, su madre.

Alcanza a llegar dos días antes de su muerte, pero la familia le reclama no haber venido antes. Su hermano Gonzalo tampoco está, de manera que su hermano Pablo y su cuñada Luisa se han encargado de todo. Nos escribe contándonos la experiencia:

Lo terrible de la muerte de mi mamá, y supongo que será igual con la muerte de todos nosotros, es que a la semana es como si nada, como si ninguna tragedia hubiera ocurrido. La vida sigue: la muerte es como el agua... la piedra cae en ella, se altera un minuto y el agua se cierra sobre ella sin dejar rastros de ninguna clase. Dos, tres días quizás, y el recuerdo y el vacío y la pena, pero pronto, demasiado pronto, todo esto se va desvaneciendo. Recuerdo su carita, su enorme sonrisa cuando me reconoció. ¿Pero me reconoció realmente? ¿O creería que fue una alucinación suya? No lo sé. Me arrepiento horriblemente de no haber venido antes. Pero ya sucedió. Y no hay «si hubiera...». Mi Nana, increíble, la vida tiene una fuerza tremenda, y la necesidad de seguirla. La muerte carece de importancia. Es un gran hueco negro en que todos caeremos y nadie nos recordará mucho tiempo después... yo ya ni recuerdo. No por eso estoy menos conmovido. Pero el estar conmovido con su muerte altera mucho menos mi vida de lo que yo hubiera creído.

El viaje significa, además, el reencuentro con sus raíces. Se despierta en él la certeza, quizás olvidada por un tiempo, de que realmente pertenece a este mundo del cual ha estado alejado —quizás huyendo— por tantos años.

Su fama como escritor ha sido reconocida en Chile. Es entrevistado y requerido de todas partes, con lo que su ego se colma y apacigua.

Un cineasta joven, Carlos Flores, le propone hacer un documental recorriendo los barrios que le sirvieron de inspiración para sus novelas: su casa de la infancia en la calle Ejército, la de avenida Holanda, la de recién casados en Los Dominicos y todos aquellos lugares que se guardaron en su memoria.

Decide embarcarse en este proyecto.

La experiencia de filmar la película ha sido sencillamente fabulosa. Mañana parte todo el equipo a Puerto Saavedra, a filmar los sitios donde por primera vez escribí cuentos —y donde Neruda escribió sus primeros poemas de paso—; iremos a Talca a filmar las casas patronales de mi familia, iremos a Valparaíso, al Canelo, a Isla Negra y posiblemente a Magallanes. Esto significa mucho en el sentido de un reconocimiento de mi propio país. No puedo desperdiciar esta oportunidad, ni emocional ni profesionalmente.

Dentro de ese mismo documental se filmó un coloquio con los miembros de la Generación del 50: Guillermo Blanco, María Elena Gertner y Enrique Lihn. La excepción es Enrique Lafourcade, quien por cierto se excusó por escrito: No asistiré porque se me avisó con un solo día de antelación, y porque me parece que no debo formar parte del número de tus «extras» como los demás que aparecerán. Esto desata la ira en mi padre, aunque seré testigo del modo como constantemente lo defenderá, a pesar de las reiteradas agresiones que recibía de su parte y que se mantuvieron a lo largo del tiempo.

Se acabó con Enrique Lafourcade. Es un hijo de puta. Al cóctel que me dio la Marta Alessandri se excusó también porque le mandaron a avisar por interpósitas personas en lugar de que la Marta lo llamara directamente. Un cretino, un envidioso e innoble personaje.

Santiago está lindo y verde. Mi padre pasea por las calles, percibe un mundo protegido, unitario, reconocible, no como en España, donde se siente solo. Ve a sus antiguos amigos: Alberto Pérez, Jorge Swinburn, Inés Figueroa, Gabriela Matte, Ignacio Domeyko, María Luisa Lyon, Manolo Montt, Jorge Valdivieso y Maribel Tocornal. Con mucha pasión habla de algunos como «seres maravillosos» y de quienes, sin duda, volvería a ser muy cercano. En cambio otros, como Fernando Balmaceda, han sido una amarga desilusión, desilusión que años más tarde confirmaré yo también. En su diario anota:

He visto al who’s who. Divertido y deprimente: tanta arruga después de tantos años, tan poca comunicación.

José Donoso experimenta momentos emocionantes, como las conversaciones con su padre en la casa de avenida Holanda mientras divisa a través de la ventana a la Nana regando el jardín mientras los perros ladran... Ella ocupa en su vida una posición central y fue a quien dedicó su primer libro. En un ensayo cuenta sobre esta relación tan vital:

Yo soy un hombre que llora muy poco. Tanto, que si miro hacia atrás en mi vida, simplemente no recuerdo, ni siquiera en mi infancia, ninguna vez que lloré, absolutamente ninguna, ni de amor, ni de terror, ni de frustración, ni de nada. Recuerdo claramente momentos en que estuve destrozado por estas cosas y muchas otras, pero llanto, lágrimas, no recuerdo. Sólo una vez, cuando me puse a hablar de mi vieja Nana en una comida, siendo ya un viejo, de la injusticia cometida con ella en mi familia que la ha ido utilizando y utilizando a través de tres generaciones, hasta que la pobre mujer ya no tenía vida propia. Ya era inútil tratar de hacerla salir a veranear. No quería. Pero la cara se le iluminaba cuando pensaba que, años antes, no muchos, había salido de veraneo sola, con un grupo de viejas sirvientas de buenas casa y un sacerdote, no recuerdo a qué sitio de la costa, y se acordaba feliz de entonces, pero aunque se le ofrecía ir, no quería. De pronto, sentí como si me abrieran una compuerta, y comencé a llorar de compasión, de terror de haber destruido y explotado a mi Nana como nosotros lo hacíamos, lo habíamos hecho y seguíamos haciéndolo, cómo le habíamos robado la vida suplantando la nuestra a sus afectos y su vida, cómo habíamos destruido su identidad —en una casa como la nuestra, con una vieja tradición universitaria, nadie se había preocupado jamás de enseñarle a leer, pese a su inteligencia natural y muy elevada— convenciéndola de que, al quitarle todos sus derechos, nos bastaba colocar nuestro afecto —real, tremendamente real, tanto en la generación de mis padres como en la nuestra como en la de los hijos de mis hermanos— como sustituto a sus derechos de ser humano. Ese es el único llanto de mi vida que recuerdo: siento las lágrimas calientes, el deshacerme, el verme impotente para reaccionar.

Se deja envolver por la hiedra de la nostalgia de la casa de avenida Holanda, casa centro, casa madre. Había jugado tantos años en ese jardín con sus palmeras simétricas a la entrada y su breve camino de acacias rosa. No podía soportar el vértigo de imaginarse que no sobrevivirían, ni siquiera en su memoria. Caminando por Providencia, cuando volvió a vivir en Santiago, algunas veces divisó un par de palmeras al fondo de algún jardín, pero jamás volvió a ver acacias rosadas, salvo en la imaginación de otros.

El 3 de diciembre de 1975 le escribe a mi madre:

Hay experiencias notables: el reencuentro con Pablo y la Lucha, que a un nivel son gente de insospechada calidad, ciegos, es verdad, en muchos sentidos, pero aun eso es posible perdonarles. Luego, mis adorados sobrinos, especialmente Martín y la Claudia. Luego del primer shock por la muerte de mi madre que le produjo una actitud agresiva, Martín ha mejorado mucho y ha sido muy cariñoso. La Claudia es la gran revelación: inteligente, madura, irónica, sabia, estructurada, cariñosa. Un poco regalona, es verdad, pero así ha sido criada, y criada en un mundo en que eso es la regla. Es una niña que se está preparando para ser mujer, y ser mujer contemporánea. Macanuda.

Vuelvo a España y quiero empezar a trabajar inmediatamente, voy repleto de ideas y emociones que no quiero inutilizar.

 

Por entonces mis padres pasan momentos muy difíciles, de los peores en su vida conyugal. Mi padre está con una fuerte depresión por el regreso de Chile y la angustia que le produjo plantearse si volver o no. Siente que las envidias en Chile son siniestras cuando se destaca en el extranjero. Y en la corta temporada que pasó las notó incluso en sus mejores amigos. Está muy afectado y piensa que, quizás, la vuelta sea cuando esté un poco más viejo y más fuerte.

La vida trashumante que ha tenido hace que los lazos parezcan terriblemente frágiles; vive en un mundo en el que casi no encuentra a qué ni a quién aferrarse y, si lo encuentra, dura poco. Hace años que se casó y en ese tiempo ha vivido en trece lugares distintos, ha tenido diecinueve casas, seis refrigeradores propios —fuera de los arrendados, prestados y robados— y vive con lo que le pertenece dentro de una maleta. Los amigos, los lazos, van quedándose atrás, en los distintos sitios... Mallorca, Portugal, Iowa, Nueva York, Guanajuato.

Se pregunta para qué volver, y anota en su diario:

A Chile no creo que regrese nunca más. Por lo menos eso parece por ahora. ¿A qué? ¿A morirme de hambre con cuatro puestos distintos y escribiendo para alguna revista? ¿A ser juguete del chisme de los que no tienen vida propia porque jamás han sido capaces de tenerla, o porque están demasiado viejos para vivir de otra manera más que vicariamente? ¿A que me clasifiquen, me encajonen, me obliguen a tomar formas que no sean mías? Ya estamos demasiado acostumbrados María Pilar y yo a la soledad, aunque duela, a la independencia, a ser nosotros mismos, deformes y contrahechos, sufrientes y bellos e inclasificables como somos. Que se paga caro por eso, se paga.

Su padre, en tanto, no está bien y vive solo en la casa de avenida Holanda. La familia piensa que lo mejor es venderla. Al respecto, le escribe a su cuñada:

Me parece sencillamente espantoso lo que me cuentas de mi papá. Yo estoy bastante picado con él, te voy a decir, porque durante todo el tiempo que estuve en Chile no me preguntó ni una vez por María Pilar y la niña, y en cuanto yo hablaba de ellas cambiaba el tema. Siempre ha sido el ser más egoísta que hay, y ahora se está poniendo más y más, está involucionando. Me imagino que a mi padre no le quedará mucho tiempo de vida. Lo que me preocupa es mi pobre Nana. ¡Dónde y con quién vivirá! Tú sabes que a mi papá nunca lo he querido mucho, ni siquiera cuando niño, y los rencores de entonces persisten. No me fregó tanto como me fregaba mi mamá, pero por egoísmo y despreocupación, y nunca me entendió ni se interesó, ni me ayudó durante mis graves problemas de adolescencia, siendo que tenía las herramientas y conocimientos intelectuales para hacerlo. Sin embargo, anteanoche fui a ver al Teatro del Liceo de Barcelona Los maestros cantores, y claro, es una música tan de mi papá, la canción del premio es pura calle Ejército, que no pude sino recobrarlo y pensar en él con cariño. Pero el rencor persiste.

Recibimos la visita de algunos de mis primos. Esto de tener a mi familia lejana ahora tan cerca es una experiencia que me marca. Llega Pascuala, hija de Pablo, con una amiga; también Claudia y Martín, hijos de Gonzalo, con su amigo Emilio Lamarca. Fue un momento de mucha alegría en casa, con toda esa gente joven alojando como podía por falta de espacio, pero brindándonos una sensación de familia y cercanía importantísima para mí y mis padres; sensación que no solíamos tener muy a menudo.

El verano de 1976 lo pasamos en París, en la casa de unos amigos de mis padres con quienes intercambiaron la casa en Sitges. Un departamento maravilloso, en la calle Jules Chaplain (Bvd. Montparnasse esquina Bvd. Raspail). Era un estudio enorme, que en el siglo pasado fue del pintor Carolus Durand. Tenía un inmenso living, un piano de cola se dibujaba contra los grandes ventanales y sólo contaba con un sofá blanco y una pequeña mesa. Había un saliente con un balcón abierto a este espacio con una gran biblioteca y un escritorio, muy estético.

Creo que también ahí aprendí a apreciar aún más la belleza de los espacios, la decoración, los jardines que hoy tanto me gustan y que a mi padre también le producían un gran goce estético, al igual que la Villa Rossi en Lucca.

Ese verano lo recuerdo muy bien. Mi padre haciendo que mirara todo, que apreciara el arte, la arquitectura, la escultura; tomada de su mano paseábamos por los Jardines de Luxemburgo y por el Palacio de Versalles; fuimos mil veces al Louvre y visitamos la casa de Proust en Illiers-Combray.

En ese momento Carlos Fuentes, casado con Silvia Lemus (La Güera), con la que tuvo dos hijos, Carlos Rafael y Natacha, era embajador de México en París y vivían en una lujosísima mansión en la que nos recibían constantemente. Sus hijos eran aún muy pequeños y yo, que tenía nueve años y creyéndome ya muy grande, los entretenía en una habitación habilitada como salón de juegos en el último piso de la embajada.

En ese momento también estaba Cecilia, hija de Carlos Fuentes con Rita Macedo. Mayor que yo, ella se dedicó a torturarme sin tregua y lograba dejarme llorando desconsolada. Fue tan evidente su tortura que La Güera, a modo de disculpas, me regaló el vestido más maravilloso que jamás había tenido, de terciopelo azul con bordados que remarcaban los puños y el cuello, todo un diseño parisino que a mí, como pueblerina, me deslumbró y, de algún modo, apaciguó mi rabia.

También ese verano visitamos mucho al pintor mexicano José Luis Cuevas, en una casa en las afueras de París, rodeada de magníficos jardines. Él pintaba incansablemente y yo lo observaba curiosa. Era para mí una novedad ver este oficio tan distinto y a la vez tan similar a la literatura. Cuevas se dio cuenta de que me llamaba la atención y en un gesto muy cariñoso tomó un lienzo, un carboncillo, dibujó y me lo entregó: era un autorretrato con una afectuosa dedicatoria, el cual conservo hasta hoy colgado en mi living.

Pero en ese momento, Cuevas me dijo:

—Mis hijos nunca se han interesado en lo que hago y, al parecer, tú sí.

Esta frase la oiría innumerables veces de mi propio padre, alegando mi falta de interés por su trabajo.

Él recuerda esas épocas y trata de reconstruirlas en mi memoria:

—En París nos la llevamos de comida en comida, conociendo gente divertida. Fuimos al château de un amigo en el Loira, a pasar el fin de semana; vimos a mi tía Mina, a Carmen y Cuco Yáñez, vimos a la Marta Rivas, a Gonzalo Santa Cruz; en fin, miles de personas, Sergio Matta, la Maritza Gligo, que estaba estupenda, a Juan Goytisolo y José Luis Cuevas... un baño de internacionalidad después de la monotonía española. Vimos a la Paquita (Francisca Truel) y su hija la Poky (Gregoria Larraín), con quien salimos a bailar a los bal musettes para el 14 de julio, y era un gentío tal que casi nos ahogamos.

»Te llevé al ballet en Cour Carré del Louvre, a ver Giselle con el ballet de Leningrado, que te encantó y cimentó para siempre tu deseo de ser bailarina. Tenías cierta gracia y talento, y aunque eras bastante culona, tenías figura, porque eras larguita, y como eres competitiva te dedicabas mucho. Fuimos a Versalles y a Chartes, y a visitar la casita de Proust en Illiers: igualita a la casa de mi tía Marta Donoso en Talca. Yo fui a Rouen a ver los recuerdos de Flaubert y a Charleville a ver los recuerdos de Rimbaud, a la casa de Mme. de Sevigné, la casa donde Mozart dio su primer concierto parisino a los ocho años, la casa donde apalearon a Voltaire. Las casas de las precieuses, etc., etc., etc. Es una maravilla, recuerdas...».

 

Pero de vuelta a la vida cotidiana en Sitges, el ambiente familiar se nota deteriorado. Mi madre no logra salir de una larga depresión, lo que naturalmente repercute en mi padre y en mí. Algunos días está triste, otros mejor, a veces está acelerada o ausente por completo. La casa, a ratos, parece sumida en una nube gris.

Los pronósticos de la depresión de María Pilar son buenos y se comienza a vislumbrar el final del largo y tremendo proceso. La única que no parece sufrir es la niña, tan fuerte es, y sigue alegre, extrovertida y apasionada, no cariñosa, pero muy unida a nosotros.

Si hubiera sabido cuánto sufría yo realmente... Me daba cuenta de la tristeza profunda e irremediable de mi madre, la veía días enteros en cama, sin levantarse, tomando alcohol incesantemente, lejos de la realidad que mi padre creía cierta o quería creer como cierta.

Por esos días es invitado a la Feria de Francfort, donde tuvo gran éxito. Los diarios destacaron su intervención en un coloquio en el que, contra toda la palabrería política en boga, se declaró escritor burgués que escribe para la elite que lo pueda leer.

Trabaja incansablemente en su novela Casa de campo, desde hace tres años. Para terminarla se instala durante una temporada, solo, en la casa de Calaceite, llevándose como compañía a Fanny, una perra de patas largas y flacas que yo había recogido en la calle. Fanny se tiende a sus pies mientras él teclea en su máquina de escribir. Mi madre se siente aún más abandonada y su depresión se agrava, empieza a mezclar tranquilizantes con alcohol que le producen black-outs y pérdida de memoria.

A los diez años, yo tenía que hacerme cargo de esta situación. Recuerdo levantarme sola para ir al colegio. Cuando volvía a la casa veía desde la distancia las persianas abajo, por lo que sabía que mi madre aún no se levantaba. Empezaba a beber temprano, se escudaba en su presión baja, en el frío, en su imposibilidad para dormir, o en que había discutido con mi padre. Luego, venía la torpeza, la lentitud, la repetición de ideas.

Ella jamás se reconoció como alcohólica.

Mi padre, con la excusa de terminar su novela, huía de algún modo de esta situación, que por lo demás evitó durante toda su vida, sin dejar, eso sí, de sentir pena. Una vez, al enfrentarlo por sus constantes huidas, me dijo:

—Mi cárcel es mi novela y la de María Pilar su depresión.

Así, ninguno quería salir de su propia prisión y yo me encontraba en el más absoluto desamparo, observando y creando también mi propia celda.

Es difícil hablar de la intimidad de los padres. He tenido muchas dudas sobre si hacerlo o no, pero creo que no mencionarlo sería dejar fuera en este intento de biografía parte tan importante de sus vidas, de sus dudas interiores, que me he decidido a hacerlo.

Hay una carta de noviembre de 1976 dirigida a mi madre en que se ve el dolor que sienten ambos en ese momento de frustraciones y fisuras en su amor:

Aprovecho la ocasión de mi viaje a Valencia para dejarte esta carta. Lo hago porque, por gajes del oficio, me expreso mejor escribiendo que hablando.

Quiero decirte algunas cosas que según creo aclararán un poco la atmósfera:

1) No es que yo no te encuentre atractiva a ti. Creo que en este momento, y hace ya algún tiempo, quizás algunos años, hay muy poco de un verdadero tú, y en mi caso, de un verdadero yo. No te puedo encontrar atractiva, ni desearte como me gustaría hacerlo, porque yo tengo problemas muy fuertes, míos, que lo impiden. Pero, mi amor, tú, por desgracia, con tu ser «perseguida» y tu sentimiento de culpa, crees que yo encuentro una falla en ti, y no te das cuenta de que yo también estoy enfermo, y que tengo una problemática mía, que yo también soy un ser aparte y autónomo, entonces vas a poder asumir que no es falta de amor de mi parte, sino imposibilidad de manifestarlo en la forma en que yo quisiera hacerlo, y que nos uniría y nos brindaría placer. En este momento no estamos funcionando de yo a ti, de tú a mí. Quizás tendríamos que tener conciencia de que en este momento nuestros yo se encuentran bajo presiones ajenas al yo, que nos desfiguran. Nada quisiera más yo que volver a encontrarme.

2) I don’t grudge you anything. The little I’ve given, I’ve done it with love. Con un amor torcido, enfermo, mal planteado, muchas veces egoísta y mal expresado. En este sentido, I’ve loved you not wisely but too well. ¿Qué puedo hacer si me he resistido al amor? Es por esto que lo debemos hacer para mejorarme, para mejorarte, porque hay que hacerlo para estar bien, porque es para probar algo. El otro día fue espontáneo y estuve contento. Creo que he estado en espera de esa espontaneidad. Mucho tiempo, quizás. ¿Pero cómo, dados mis problemas particulares, puedo vencer esa horrible barrera de conciencia de que tengo que hacerlo, problema de exigencia que está en mí, no es tuyo, para probarme y probar que estoy bien, que estamos bien?

Es como si constantemente sintiera no la exigencia tuya, sino de mi súper yo, de que tengo que probar algo. De ahí la falta de placer, de ahí la masturbación, que es gratuita, con la cual no tengo que probarme nada a mí mismo, sino lo contrario, puedo mantener mi independencia de mi súper yo siendo «un niño malo» como las mamás y las nanas decían de los niños chicos cuando nos masturbábamos, y haciéndolo nos rebelábamos. Esa mamá exigente, introyectada en mi súper yo, es la que burlo mediante la masturbación, y me proporciona placer porque no me pruebo nada haciéndolo, sino al contrario, es un desafío. No es a ti a quien siento que debo probar nada, ni eres tú la exigente. Es algo dentro de mí que me exige un comportamiento de cierto tipo y yo me niego a obedecerle. ¿Qué más quisiera yo que romper esa barrera de exigencia interna que me impide el placer, no sólo el placer sexual contigo, sino todo el placer, incluso el placer del amor, y a veces aun el del cariño, el cual depende en tan alto grado de la aproximación sexual? Yo te quiero. Lo que más quisiera en el mundo es sentir que vuelve a fluir entre nosotros y que lleguemos a una modesta armonía en que los dos podemos volver a coexistir, a comunicarnos, a compartir eso que, estando fuera de nosotros dos, es algo que creamos por iguales partes y sin exigencia con nuestro amor: es el placer embodied en el acto sexual que nos compromete y nos ilumina a ambos. El origen de esta exigencia interna mía es muy complejo, sé de alguno de sus orígenes y parcialmente su funcionamiento, demasiado to go into it now.

Mi madre, de gran fragilidad, está en una fase activa y destructiva que afecta sobremanera a mi padre. Siente unos terribles celos de la relación de mi padre conmigo, piensa que él no la ama a ella tanto como a mí. Esto se le mezcla con la inseguridad que le produce no ser mi madre biológica. Mi padre trata de consolarla:

No te niego que la quiero mucho. ¿Por qué no ves mi amor hacia ella como bifurcación de mi amor hacia ti, como reflejo, por decirlo así? La verdad es que yo la quiero como parte tuya. Sin ti no hay Pilarcita, adoptada o no. En ese sentido, y profundamente, tú me la has dado, ya que si no me hubiera casado contigo no la tendría. Es tu regalo para mí, es nuestra obra en que ambos la quisimos. En ese sentido es un ser tan particularmente «nuestro», como si llevara nuestros genes. Por las circunstancias de nuestra vida, ninguna otra mujer más que tú me podría haber dado al individuo Pilarcita. Es en este sentido que la veo como específicamente tuya, nuestra, además de quererla a ella como individuo, te amo a ti en ella. Tú eres componente esencial, principal, en mi amor por ella. Y en ella amo cierto grado de placer gratuito que por mis debilidades no soy capaz de manifestarte a ti en forma directa. A ti te temo, no porque seas temible, sino porque proyecto en ti mis propios temores esenciales, el temor de mi impotencia, de mi exigencia, son una y la misma cosa, que me destruyen. Así, Pilarcita no te roba mi amor. Al contrario, en muchos sentidos lo mantiene vivo, esa parte del amor-placer que en estos momentos desgraciados no puedo darte a ti.

Hay tantas y tantas cosas que quisiera decirte. Así como deseo con el fervor más inmenso poder reanudar nuestras relaciones amorosas, deseo con igual fervor reanudar nuestras relaciones humanas, amistosas y afectuosas, en que nos comprendemos mutuamente. Pero quizás comprender no sea la palabra justa, quizás «aprender a aceptar» al otro como otro sería más justo, una relación en sí menos exigente que la de «comprender», más justamente amorosa. Es en espera de esta situación renovada que día a día espero.

Ten en cuenta que te amo, pese a lo que pueda parecer mi egoísmo, pese a tu y a mi enfermedad. De acuerdo, la tuya ha reventado primero, está en una fase activa y destructiva, mientras que la mía es latente, insidiosa, la puedo mantener pasiva hasta que termine la novela.

Hay cientos de miles de cosas que no he hablado aquí: mi homosexualidad, pasiva y latente e imaginativa en este momento, como una huida al miedo de la entrega total a ti; pero el miedo a esta entrega total no existiría si no existiera la urgencia y el deseo de esta entrega, que mi neurosis transforma en peligro.

No pierdo de vista este amor tan valioso, y a veces tan delicioso, que nos une.

Hasta hoy me pregunto qué los llevó a casarse. En ese momento él era un hombre maduro, soltero, de treinta y siete años, perseguido por los fantasmas de su juventud; ella, una mujer soltera, virgen (a su decir), de treinta y seis años. ¿Qué misteriosos lazos los unían? Desde luego había muchos: lograron estar casados treinta y seis años, con crisis, grandes heridas y dolores profundos, pero a su vez con grandes momentos de amor mutuo. Incluso la muerte los quiso unir: se fueron con sólo dos meses de diferencia. En un diario muy posterior a esta época, en 1991, mi madre escribe:

Recuerdo, recuerdo extraño, sin felicidad, recién casada, cuando Pepe actuaba de machista en el sentido de que me arreglara lo más bella posible y estuviera callada, no interviniera... y todo lo que me hizo sufrir en ese sentido. Yo sentía una especie de placer masoquista al ser dominada.

¡Cómo he cambiado! ¡Cuánto me ha costado el cambio!... en depresiones y hasta mi alcoholismo. Pepe ha evolucionado porque he cambiado y no le quedaba más remedio... a pesar de que fue él quien me empujó al psicoanálisis y a la cama, aunque forzosamente, matrimonial... mi virginidad a los treinta y seis años que él mismo me agradeció nuestra «noche de bodas», la siguiente a nuestra noche de matrimonio, tan simpática, sin sexo, con risas, amor y un baño de burbujas. Nuestro sentido del humor... Hablamos tomando champagne, por supuesto, nos daba risa nuestra situación de recién casados: «joven de treinta y siete años que temía no hacerlo, no poder nunca», «niña de treinta y seis virgen». Encantadoramente, lo veo ahora, nos reímos de nosotros mismos mientras nos dábamos un baño de burbujas.

¿Cómo análizar la relación de los propios padres? ¿Cómo no caer en sentimentalismos absurdos, o en juicios lapidarios, o en fantasías que responden a necesidades personales para poder justificar el dolor?

Su relación era compleja, atípica, amorosa, envidiosa y dependiente. Una vez, siendo ya adulta, le pregunté a mi padre por qué no se separaba definitivamente.

 

—Mira, Pilarcita —me contestó—, uno se enamora otra vez a estas alturas de la vida, cuando necesita renovar su propia vida contándosela a alguien por primera vez, y yo he construido mi vida con tu madre.

Naturalmente, no era necesario para ninguno de los dos revalidar sus propias vidas. Se trataba de una relación compartida, de años buenos y otros amargos, de gratificaciones y frustraciones que creó en ellos una variante propia de la pasión, lejana a aquella de los primeros años —que duró muy poco—, pero que los mantuvo unidos, compensando las carencias de cada uno y, por sobre todo, perdonándoselas.

Al hacer esta reflexión no dejo de emocionarme con la imagen de mi madre, una mujer tan generosa, acogedora, a pesar de su gran fisura interna, a quien con la distancia de los años he entendido y también compadecido. Lamentablemente, no tuve la oportunidad entonces de entender como lo hago ahora. Mi madre era una mujer insegura en sus afectos, hija única de una mujer de carácter muy fuerte, de gran belleza, tremendamente frívola, que nunca fue cariñosa y que incluso le contó que casi la había abortado, pues no quería tener hijos.

Su padre, en cambio, era afectuoso pero muy maniático. Fue una niña fea hasta que se convirtió en mujer, deslumbrando a todos. A pesar de ello permaneció soltera muchos años y virgen, elemento que puede parecer privado, pero importante para demostrar que tenía grandes inseguridades con su sexualidad. Sigo elucubrando sobre la unión de mis padres: ¿Por qué eligió ella entonces a mi padre, otro solterón de treinta y siete años, también con claras inseguridades en el mismo aspecto? ¿Sería esa la clave que los unió? ¿No exigirse explicaciones de un pasado, para uno lleno de soledades y para el otro lleno de fantasmas?

«Lo sexual» sólo existió los cinco primeros años de matrimonio. Los agotó el esfuerzo infructuoso por tener hijos y la espontaneidad que eso le quita a la pasión, al placer puro... y El obsceno pájaro de la noche. Sí, ese libro produjo el quiebre final entre ellos en ese aspecto, pues para mi padre implicó liberarse de una parte oculta, el Imbunche, el Mudito, y así quedaron las cosas entre ellos.

Hubo intentos de acercamiento pero normalmente fracasaban, y ello acarreaba dolor y frustración para ambos. Mi madre sufrió mucho por la falta de contacto físico, el no sentirse amada ni deseada aumentó su inseguridad. A pesar de los reclamos que en algunas ocasiones hizo, aceptó que la relación con mi padre se basaba en otras cosas que de igual modo la compensaban.

Hoy, como hija, al conocer el revés de la historia, admiro su valor de postergarse de tal modo ante un amor que ella consideraba vital, dejando a un lado su propia femineidad, sin olvidar la frustración que eso le produjo, y la búsqueda de una vía de escape en sus depresiones y su alcoholismo. En este sentido, mi padre siempre fue egoísta; él tenía un mundo propio tan grande que pudo sublimar toda su frustración con respecto al placer.

En su diario de 1976, mi madre se pregunta:

¿Cuál es my thing? La he perdido de vista, siempre supeditada a circunstancias realmente vitales e importantes de mi condición de esposa de Pepe y madre de la Pilarcita y del sitio donde vivo.

He logrado seis meses de abstinencia.

¿Con quién hablar de este cansancio, de estas ganas de llorar, luego de ocho horas de sueño, dos cafés y ahora un tranquilizante...? ¿Qué hacer?... Las circunstancias tan favorables, por una parte, Pepe me quiere, la niña es un amor, la vida en Sitges ideal y yo... doblada en dos con ganas de llorar.

La raíz... en parte... gran parte... quizás... el que no me sienta ya «mujer». La niña es tan linda... cómo quisiera haberla parido... Cuán profunda la herida, empiezan a desbordar las lágrimas.

¿Para qué escribo?... ¿Para los biógrafos de Pepe? Vivir de la fama de Pepe y la belleza de la niña, y el Peregrine, que es un receptáculo de mi amor, de mi ternura desbordante... pero no hay más. Me ayudará la terapia, espero... Que Dios me ayude.

Por primera vez ella se enfrenta a la posible separación matrimonial. Recurre nuevamente al alcohol como paliativo al dolor.

Anduve tocando fondo hoy hasta físicamente... En un momento dado creí que me caería, que no podía quedarme sola, pero me levanté. Tengo que enfrentarme con las limitaciones de mi relación con Pepe, o con lo que él me puede dar, y con mi situación en la casa... Siento a veces que Pepe me quita a la niña y eso es peligroso.

Como he dicho, mi padre se ha refugiado en Calaceite para terminar Casa de campo y así alejarse de los reproches de mi madre y de las constantes peleas que éstos ocasionaban. Por un largo tiempo, los fines de semana serán el único momento en que veré a mi padre.

Escribe a Chile pidiendo que le envíen ciertos muebles que habían quedado ahí y le encarga a su cuñada Lucha unas alfombras y algunos objetos de la casa de sus padres. Con éstos habilita nuevamente la casa de Calaceite, bastante vacía por el traslado a Sitges, y, como siempre en todas las casas que tuvimos, el resultado fue una ambientación espléndida y original.

Los asuntos en el plano profesional van bien. Es invitado a todas partes, le piden entrevistas constantemente y sus libros se están traduciendo a casi todos los idiomas, incluso al japonés. Mi padre cree que para que mi madre «pueda verse a sí misma» él debe estar a cierta distancia. Esto «justifica» haberse instalado en Calaceite y dejarnos solas. En esos momentos de crisis de pareja mi padre siente que uno interviene en el campo visual del otro. Por esos días le escribe a su hermano Pablo:

Con María Pilar nos queremos mucho. Pero el cariño a nuestra edad y en esta época tiene ahora que plantearse de manera distinta a la que hasta ahora... aunque signifique desastres. Pilarcita, muy bien, tomándolo estupendamente, espero: qué sé yo si esto no le causará un trauma que tendrá que recuperar veinte años más tarde por medio de qué sé yo qué tratamiento psicológico.

Sí, me costó muchos tratamientos psicológicos, desde la adolescencia hasta hoy, elaborar no sólo esa época, que es una parte mínima de una historia inusual, sino la globalidad de una vida junto a dos seres tan intensos e interesantes pero, a su vez, muy traumatizados por sus propias historias y fantasías, las cuales marcaron mi vida de manera determinante.

En Calaceite escribe, finalmente, la gran novela que tiene en mente. Además, aprovecha la soledad para enviarle una larga carta a su padre, en la cual logra encarar ciertos fantasmas.

Qué difícil escribirle esta carta en respuesta a la suya. No sé. En todo caso, para qué le digo cuánto me ha dado que pensar su carta, qué pena me da, qué absurdo encuentro un alejamiento debido quizás a frases citadas fuera de contexto y sin explicación, que adquieren significados independientes y autónomos de esa frase dentro del contexto que le pertenece, y esto usted lo sabe. No es que quiera justificarme. Pero sí explicarme: a pesar de mi cariño hacia usted, siempre le he tenido rencor, eso no lo puedo negar. Considero que en mi adolescencia, cuando tanto lo necesitaba, no se ocupó de la formación de mi carácter, ni en aliviar los problemas que entonces me corroían, transformando mi adolescencia en un infierno secreto, que por ser secreto era peor; tampoco me daba ni el cariño ni el cuidado material que me daba mi madre y a través del cual, y simbolizado en él, yo podía adivinar una preocupación intuitiva que casi llegaba al conocimiento de lo que yo estaba pasando. Pero esto, papá, si bien en una época me causó un rencor vivo hacia usted, se terminó, dejando apenas cenizas, aunque sí, éstas quedaron, y a veces, cuando el viento las alborota, vuelven a molestarme, a ahogarme. Eso es todo. Muy simple: queda mi gran afecto por usted, por sus cualidades de inteligencia y sensibilidad —yo las heredé de usted, aunque como usted sabe mi imaginación es herencia de mi madre—, por su buen humor y su simpatía y caballerosidad —cualidades que por desgracia no heredé—, mi profunda ligazón emocional con usted, sin olvidarme del sinfín de cosas que le debo: mi iniciación en la literatura y en las artes, tan importantes en mi vida, mi amor por el mundo de la cultura; en fin, que es lo que me guía y me conduce.

¿Cómo puedo no quererlo, si tanto le debo? ¿Cómo no echarlo de menos día a día, noche a noche, cómo no desear que el siniestro mundo contemporáneo no nos haya permitido mayor contacto en esta fase de nuestras vidas? Mantengo mi opinión sobre ciertos puntos negativos de su personalidad. Pero ¿no es cierto que usted mantiene sus opiniones sobre ciertos puntos negativos de la mía? Que haya compartido estas opiniones negativas con mi hermano Gonzalo no tiene nada de raro: si no las comparto con él, que es una de las pocas personas en el mundo que realmente quiero y con quien tengo verdadera y total confianza, a quien siento hermano en el más profundo sentido de la palabra, no sé qué haría con ellas, me ahogarían. Hay cosas, claro, que a usted yo no le he podido perdonar nunca, pero que no disminuyen mi amor por usted: su falta de carácter, su conformismo, su pereza, y específicamente con respecto a mí, su falta de ternura e interés (nunca olvidaré que para el matrimonio del Queno Cruz, fuimos yo con usted a Talca, y al presentarme no sé a qué señorón de provincia en la plaza, usted dijo: «Esto no es lo mejor que tengo, mis otros hijos no pudieron venir»). ¿Qué puedo decirle, papá, cómo puedo mentir, justificarme, engañarlo? ¿No demuestra una fe en usted mucho mayor que el engaño, el hecho de afrontar juntos estas cosas y reconocerlas, sabiendo que a pesar de ello el cariño, el reconocimiento y agradecimiento, la piedad misma, y espero que mutua, no mueran, sino al contrario, aumenten? En mi caso, sí; espero que en el suyo también.

Hace una semana que estoy desesperado con su carta, logrando apenas concentrarme en mi trabajo pensando en que usted, mi pobre viejo, habrá sufrido con mis palabras. Puedo haber sido duro, injusto, papá: perdóneme. Pero le estoy pidiendo perdón sólo por el daño, ya que no puedo negar lo que digo. Creo que ha pasado la época, gracias a Dios, en la que los hijos no juzgaban a los padres. Esta es una época de eterno enjuiciamiento de las generaciones, y no puedo ocultarle que tiemblo al pensar en el juicio que, en su momento, hará la Pilarcita sobre mí y María Pilar.

Una vez, en el pasado muy, muy distante, yo analicé su personalidad con un gran amigo suyo, cuyo nombre me callo, en que surgieron todas las tormentosas ambivalencias que yo sentía respecto a usted. Este señor quedó pasmado por la precisión del análisis, pero desde entonces prácticamente me quitó el saludo y me han llegado rumores de que no me quiere porque «juzgué» a mi padre. Pierda cuidado, papá, que a usted yo lo juzgo; como juzgo a mi madre, como juzgo a mi mujer, como juzgo a Gonzalo. Sólo a mi Nana no la juzgo porque es un ser angélico, que prefiero dejar en su estado angélico en el mundo. Sin embargo, analizando El obsceno pájaro de la noche desde el punto de vista psicoanalítico, es fácil darse cuenta de que ella es la «vieja» inicial, la Peta Ponce, la manipuladora de conciencia y de la historia, pese a que mi conciencia quiere dejarla permanecer en su estado angélico, supongo que por el sentimiento de culpa que me produce su existencia... lo que quiere decir que, si a ustedes los juzgo, en esencia no me producen sentimiento de culpa, que es la mayor liberación.

Se trata de usted y yo, y en esa relación, se lo juró papá, pese a las ambivalencias necesarias en un ser como yo que prácticamente se alimenta de sus complejidades, queda el balance, inmenso, maravillosamente positivo a favor suyo y de las dotes que de usted recibí. Usted jamás me ocultó que, de sus tres hijos, yo fui el menos querido (no por eso no-querido; esta simplificación sólo la hice durante mi adolescencia, cuando los conflictos eran demasiado grandes para andar buscándole cinco pies al gato); entre usted y mi madre, amé más a mi madre, lo que no significa que a usted yo no lo ame, le agradezca y lo respete, y mucho más a medida que los años pasan, cuando se va haciendo, tan poco a poco, el arqueo de ceja como quien dice.

Si pudiera, viviría sin duda alguna a su lado. Sin duda alguna muchas cosas suyas me irritarían, y muchas cosas mías lo irritarían a usted... pero creo que la buena razón civilizadora, el buen escepticismo y la buena ironía paliarían un poco estas cosas que tenderían a separarnos y nos aceptaríamos tal como somos. Si yo lo acepto y lo quiero a usted quizás demasiado blando, como creo que es, y demasiado egoísta, ¿por qué no me acepta usted también a mí como soy, quizás demasiado duro y quizás demasiado narcisista? Papá, papá, quitémonos las telarañas de los ojos y reconozcamos, por fin y con un suspiro de alivio, que no somos perfectos ni usted ni yo. Y que sí somos seres civilizados. Usted me enseñó la magia de considerarse tal, el diálogo y el cariño no puede quedar interrumpido porque nuestra fantasía de ser perfectos se rompe.

Repetirle que lo quiero mucho, mucho, y que lo echo de menos, así como echo de menos su cariño y su cuidado y su preocupación de padre, y como usted, espero, eche de menos mi cariño y mi cuidado de hijo, si bien no el más querido de los tres, ciertamente querido.

Fue la última carta que le escribió.

Como es de imaginar, esta relación nunca fue fácil. En su niñez mi padre jamás pudo recurrir a él. Mi padre le leyó los primeros capítulos de El obsceno pájaro de la noche, buscando su aprobación y, de algún modo, lo logró; sintió que su padre apreciaba su trabajo y lo admiraba como escritor. La literatura era un tema común. Mi abuelo era un gran lector, leía especialmente a españoles como Ortega y Gasset y Unamuno.

Una vez me contó sobre su relación con su padre:

—Cuando niño, toda mi flojera en el colegio era una forma de atraer su atención. Yo quería que él me ayudara en mis tareas, pero nunca estuvo ahí. Cuando sabía de mis problemas en el colegio se encerraba detrás de una puerta y se quedaba leyendo, luego abría esa puerta para ver lo que yo escribía.

»Sólo me apreció cuando yo fui alguien, no así con mis hermanos. La única vez que recuerdo que sentí una admiración de su parte, fue cuando yo era muy joven y estaba dibujando en el jardín, y él estaba ahí también, y de pronto me miró y me dijo: ‘‘Qué estupenda cabeza de intelectual tienes, hijo’’. Siento que no me captó, que nunca me vio a mí».

 

Mi padre se ha ido a Calaceite y mi madre hace planes.

Pepe se ha ido... y de la mejor manera... no trágica, no definitiva, ni heroica... se va a terminar su novela a Calaceite... y me quedo sola con la niña, podré organizarme, hacer mi vida... respirar... y lo iré a ver y será bueno.

Estoy sola en mi cama, con mi tiempo y mis cosas. Durante muchos años he permitido que gran parte de mí quede sin usar. La visión de mi vida ha sido contraída alrededor de convencionalismos y falta de fantasía. El amor ha sido en gran parte una sensación de dependencia, apoyo mi vida en otro ser, creyendo que el otro tiene la suficiente fuerza para los dos.

Al principio ella enfrenta bien esta nueva realidad, pero luego la tristeza la invade y casi no se levanta; apenas va a su terapia y vuelve a acostarse. El vacío es demasiado grande. Descarga su dolor en las páginas de su diario.

Acaba de llegar cable para Pepe confirmando la invitación a Bellagio. ¡Qué bien! ¡Todo le sale bien! ¡Qué envidia! ¡A mí tan mal! Mis relaciones con la niña, pésimas. Tengo pena, pena. Qué sola estoy... cómo me duele. Sólo mis animales. Está Eduardo (su analista), pero es distinto.

He estado pensando que en realidad Pepe no me quiere de verdad, a la niña sí, por el contrario, pero más como un reflejo de sí mismo.

Tengo que enfrentarme con mi culpa en esta relación viciada, privadora, negadora de placer para mí y ladrona de mis figuras femeninas, pero también, y quizás esto sea más difícil que muchas cosas, sobre todo en eso de negarme placer.

Pero todavía estoy tan emocionalmente aferrada a Pepe que incluso no puedo internalizar lo que leo sin estar constantemente refiriendo todo a él o queriendo compartirlo con él. Sólo encuentro consuelo en los animales.

 

La Fundación Rockefeller lo invita a pasar un mes en la Villa Serbelloni, en el lago di Como, un palacio renacentista de estuco rosa-ocre, con varios órdenes de ventanas y galerías que acogen el sol del norte de Italia. Desde su altura mira los Alpes por un lado, otea las llanuras italianas hacia el sur, y a sus pies se refugia el pueblo de Bellagio. La villa está rodeada por un parque que por su extensión se asemeja a un bosque. La fundación invita una vez al año a una veintena de destacados intelectuales de cualquier disciplina para que en ese ambiente de lujo monacal terminen sus obras. No incluye ninguna obligación más que aparecer a la hora de la cena en tenida formal y degustar el menú puesto delante de cada silla, donde los invitados toman sus puestos, después de haber consultado, antes de entrar, su ubicación en la mesa.

Villa Serbelloni es tan perfecta que le parece casi absurda. En su habitación, la mesa con la máquina de escribir está frente a una ventana alta, desde la cual se ve el pueblo por sobre los cipreses, tras un balcón repleto de glicinias, en donde se respira el aire perfumado de lilas, flores de castaño y se aprecia una vista del lago.

Una visión mezcla de Gustave Doré y Böcklin. En todo caso, romántico hasta las narices; los atardeceres, aquí, son de aquellos que deben haber instado al primer romántico a suspirar frente a un atardecer antes de que se transformara en cliché, y las ruinas ahogadas por yedras olorosas enmarcan más villas, hoteles donde a comienzo de siglo venían los ingleses, pero que ahora hospedan a italianos o alemanes de medio pelo, y barquichuelos que hacen la navette entre Bellagio y otros pueblos de la ribera di Como, que dejan sobre el agua tranquila una estela delicada como las fibras de un ala de mariposa seca.

El lugar lo ha conquistado. Se siente arrebatado con el ambiente, tanto, que durante los primeros días se entusiasma con la idea de una nueva novela. Esto, como es de imaginar, significó durante esos momentos un verdadero torbellino interior, la sensación de no querer volver a trabajar en Casa de campo nunca más. Después de tanto tiempo de estar prisionero en el mismo tono, con los mismos personajes, en un mismo mundo, quiere trasladarse a un estilo y a un ambiente totalmente distinto. Pero una vez más se ve su ambivalencia. Vuelve a su diario y escribe:

Hoy, después del almuerzo, me di cuenta de que «it was just one of those things», y que debía y quería volver con mi «lawfully wedded», con Casa de campo, aburrido y hastiado como estoy con ella, dejando la nueva novela totalmente planeada —y es una idea corta y gloriosa— para inmediatamente después de terminar Casa de campo. Creo que nunca había avanzado tanto en un proyecto de novela como con la nueva, se llamará, creo yo, Fiestas de guardar, con la que estoy entusiasmadísimo, todo sugerido por mi viaje en tren y por mis primeros días en la Villa Serbelloni.

Las reuniones en la noche, a la hora de comer, son un momento de «placer» intelectual, interesantes y enriquecedoras junto a los otros invitados, gente inteligente que sabe escuchar. Un privilegio estar con personas sensibles, según él. Este mundo lo atrae, sin duda, e irónicamente piensa que quizás podría tener vocación por la vida monótona y monacal. Siempre, claro, si está rodeada de belleza y probablemente de lujo.

Desde Bellagio le comenta a mi madre:

Hay, como en la casa de Peggy Wheaton, un sitting arrangement todas las noches; se enciende el fuego decorativo en las chimeneas, sirven los lacayos de libreas, silenciosos, familiares, hieráticos; el menú delante de cada asiento, con el nombre del vino que se servirá, todas las noches distinto. Todos han leído la biografía de Edith Wharton que estoy leyendo; casi todos conocen a Alfred Knopf. Han estado aquí Jessica Mitford, Steele Commager y ponte a enumerar. Aquí vivieron Leonardo da Vinci, Plinio el Joven, Masaryk, Adenauer... El sitio esta henchido de historia. La principesa que regaló la villa para este propósito era una americana, casada con un príncipe Thurn und Taxis, de los amigos de Rilke. ¿Qué más te puedo decir? Sé muy bien que es como el noveno plato de manjar blanco... pero yo tengo una gran resistencia para el manjar blanco cuando se trata de un sitio de tan portentosa belleza, jardín y casa, cada pieza del mobiliario, una joya de época, catalogada y reconocida.

Y nadie es frívolo, aunque la conversación, muchas veces, es pesada a costa de no decir nada... pero es preferible esa pesadez, para mí, que el gay trinar usual de los que nos rodean, y con esta gente tengo un frame of reference que no tengo con nadie en España.

El trabajo durante su estadía ha sido duro, está repleto de dudas sobre cómo va la novela, no le gusta la evolución que está teniendo. Corrige incansablemente el draft que creía final de Casa de campo.

Si el fracaso es demasiado total al finalizarla, tengo definitivamente estructurada una nueva novela, más corta, más fácil, para meterme en ella y terminarla cuanto antes a modo de antídoto del fracaso. Tengo miedo. Mucho miedo. Y no es el mismo miedo que con El obsceno pájaro de la noche: es un miedo mayor.

En medio de estas terribles inquietudes aparece su otra faceta, que nunca deja de sorprenderme: su capacidad para combinar aspectos profundos de su ser con otros tan simples. Otra carta a mi madre.

Voy mañana a Milán y haré shopping, a usted María Pilar no sé. Lo chic cuesta monstruosamente caro, porque es como siempre, Ken Scott, Falconnetto, Luisa Spagnoli, etc. En todo caso, el viernes saldré con Luciana Ceserani (pese a que no tiene el menor sentido del chic, sabe de oportunidades y baraturas). Para mí compraré, como te dije, papel de muro para el baño de Calaceite en caso de que encuentre uno lavable que sea verdaderamente extraño y maravilloso.

Los días que siguen son de intenso conflicto con su novela. Llueve incesantemente en Bellagio. Luego, la niebla lo inunda todo.

Uno está prisionero en este lujoso hospital amarillo, anaranjado, de espejos enormes pintados con chinoiserie veneciana, con enormes arreglos florales en la loggia, con las altas ventanas abiertas al jardín dibujado por Plinio el Joven, mirando el pueblo, allá abajo, donde vivieron Cósima, Lizt y Wagner, el romántico lago lleno de penínsulas que parecen islas repletas de cipreses altos como las torres de San Giminiano, y las silenciosas embarcaciones que se acercan a ellas como al son de La isla de los muertos, de Rachmaninov y de Böcklin.

Se hace amigo de Ernst Mayr, profesor de Harvard, biólogo de setenta y cinco años, inteligente, tierno y humano. También de otras personalidades de impresionantes trayectorias, pero quien realmente lo cautivó fue un anciano, de esos que ya sólo producen algunas universidades inglesas, cuyo libro versaba sobre un tema apasionante: la vegetación en el Mediterráneo en la época de Julio César.

Mi padre, de hecho, se dedicó a recorrer los jardines de la villa con el anciano, quien le contaba detalles de cada planta que encontraban en el camino. Conoció también al australiano Premio Nobel de Medicina sir John Eccles. Mantenían largas y complicadas conversaciones que resultaron fatales, pues mi padre le comentó el ataque convulsivo que había tenido en Calanda años atrás, y éste, sin ningún preámbulo, le dijo que lo más probable era que tuviese un tumor cerebral.

Esto fue el fin de su estadía en la Villa Serbelloni.

Mi padre le escribió desesperado a mi madre, diciendo que se estaba muriendo y que, por favor, hiciera venir desde Chile a su hermano Pablo, neurocirujano, para que pudiera operarlo. Apenas llegó a España se tomó un escáner que resultó absolutamente normal.

Ante la inquietud que despertó el posible tumor cerebral, se queda en Sitges junto a mi madre y a mí, cosa que me puso muy contenta.

Desde Chile, su cuñada le escribe explicando la necesidad de vender la casa de avenida Holanda, donde vive junto con mi abuelo, la Nana y Martín y Claudia. Mi padre firma un poder notarial para que se ponga a la venta la casa. La idea de esta pérdida lo hace pensar en ir a Chile a pasar la Navidad. Yo voy a cumplir diez años y aún no la conozco. Mi padre quiere que tome contacto con ese mundo antes de que desaparezca para siempre su núcleo central, la casa de avenida Holanda.

Le escribe a su cuñada:

Vamos a Chile en diciembre. Esperamos pasar las vacaciones todos juntos en Av. Holanda, las últimas vacaciones familiares, me imagino. Tengo ganas, al mismo tiempo que miedo, de esta reunión con todo tan cambiado. Espero que hasta diciembre la casa aún esté en pie y mi padre viviendo en ella para que la alcance a conocer mi hija. Pero claro, si las cosas están muy avanzadas, y conviene hacer otra cosa, vender antes, avanti: no hay que perder la ocasión.

A mi padre, como al resto de la familia, le preocupa lo que pasará con mis primos Martín y Claudia, quienes viven en la casa junto a mi abuelo. Su padre, Gonzalo, está trabajando como médico en el extranjero y su madre, Gaby Plate, vive en Suiza con el hijo menor, Gonzalo, el Pocho, de manera que pide que se les proteja lo más posible. Si hubiera testamento, le parece que la cuarta y libre disposición debiera ser para ellos. También le preocupa que se vele por sus propios intereses. Le escribe a su cuñada, encargada de solucionar todo lo práctico, de manera generosa.

Te ruego, Lucha, que veles también por mis eventuales intereses y: 1) que si se compraran casas con lo que dará la venta de Holanda, quedemos protegidos nosotros, si no favorecidos; 2) que se haga de manera que por ningún motivo haya dificultades, ni peleas, ni alejamientos en la familia, y agregaría una tercera condición; 3) que mi Nana también quedara favorecida y protegida. Pero me imagino que esta condición casi no es necesario hacerla, ya que sé que a ella nada le faltará.

Para qué te digo las ganas que tengo de verte. Mi cariño por ti no disminuye, y te echo de menos, como asimismo echo de menos tu casa y tus niños y tu familia. Y me hace mucha ilusión que Pilarcita los conozca y los quiera, lo que no dudo sucederá.

Para mi padre, la venta de la casa también significa la esperanza de cierto alivio económico. Lleva cuatro años escribiendo Casa de campo y vive de lo que le producen las ventas de sus libros anteriores, pero sus ganancias son irregulares, con la incertidumbre de cuándo llegarán estas liquidaciones. No tiene ni seguro de vida, ni retiro, ni capital, ni rentas fijas mensuales. Vive en una constante zozobra económica.

La Navidad de 1977 la pasamos en Chile. Yo viajé un mes antes con mi tío Pablo, que estaba en Europa en ese momento, y me invitó, pues mi prima Pascuala se casaba en noviembre. La idea de conocer cuanto antes a la familia me tenía muy excitada. Recuerdo bien ese viaje, eterno, pero al llegar al fin a tierra chilena nos esperaba toda la familia: los hijos de mi tío Pablo, Pablo, Pascuala, Sebastián, y detrás de un ventanal, Cristóbal, el Toby, que sería el amor de mi vida, padre de mis tres hijos y mi marido por casi veinte años. Luego, en diciembre, llegaron mis padres.

Esas navidades fueron inolvidables. Mi padre se dedicó a ver a todos sus amigos, a pasar de cóctel en cóctel; mi madre, a su vez, aprovechó de estar con sus padres, que en ese momento estaban en Viña del Mar.

Yo me dediqué a mis primos, a disfrutar de todo lo que este mundo me ofrecía. Conocí la casa de la avenida Holanda y me envolvió su magia. Reconocí el ambiente que me habían descrito tantas veces, la luz reflejada entremedio de las hojas en el jardín; las empleadas en el fondo de la casa preparando la comida y desde donde los aromas salían invadiéndolo todo, y la presencia aún notoria de la Titi dando vueltas, haciéndose sentir. Todo un mundo familiar, pero al que nunca logré pertenecer ni aun ahora, quizás porque no tuve ese denominador común de todos ellos, que desde luego importa aún más que el vínculo sanguíneo.

 

De vuelta en España, mi padre parte de inmediato a Calaceite para terminar Casa de campo, dejándonos nuevamente solas en Sitges.

Por momentos, el trabajo se le torna duro y la soledad, que creí lo ayudaría, se le vuelve en contra. Su estadía se prolonga desde abril hasta agosto de 1978.

Sus diarios de esos días son muy metódicos, siguiendo pautas, anotando horarios de trabajo, expectativas de cumplir cierto número de páginas por día, problemas que se le van presentando, retrocesos.

Tratará de resumir este período del trabajo que culmina con la palabra FIN de Casa de campo.

Mala la predicción para esta semana. Ayer pasé todo el día en Alcañiz porque se me estropeó la máquina de escribir y cuando llegué de vuelta estaba Pedro Cristián García Buñuel, que pasó la tarde aquí, hablando, como si le hubiera pedido yo que viniera, del problema de envejecer. Por lo tanto no escribí nada.

En todo caso, he vuelto al trabajo. Me está costando mucho esta sección que yo creía tan fácil. ¿Cómo seguir?

Anota una serie de ideas:

Y de pronto estoy contento otra vez y creo que las cosas van para adelante. ¿Estoy o no contento? No sé. Hoy por lo menos escribí el mejor día de una semana NO brillante.

En el mejor de los casos, quince páginas al día (será más pero con correcciones y días en que el trabajo no dará eso). En veinticinco días son sólo 375 páginas y necesito un total por lo menos de quinientas, eso sería veinte páginas diarias, pero dudo que lo pueda mantener.

¿Por qué Carmen Balcells haría fotocopiar la novela en la versión que leyó ella? Que me demande.

Perezco de ganas de ponerme a escribir El bisonte, novela divina y cachonda con escenas cómicas. La idea de leer humoristas ¡no me apetece nada!

 

Lista:

1) Cándida.

2) Sentimental Journey.

3) Quijote.

4) ¿Vonnegut?

5) Otros americanos modernos, but I don’t like them.

6) Not Jane Austen AT ALL.

 

Hoy regresaré a Sitges. El ventarrón obsesionante, el río. La sensación de que las criadas Lourdes y Anita are «out to get me». Todo desazonante. ¡El frío que hace! ¿Qué fue lo que anunciaron de Pinochet en la televisión anoche? ¿Que ha formado un gobierno con civiles? ¿Un Sergio Fernández (Larraín)? ¿Qué pasa? Maldita novela esta, que si no fuera por ella podría volver tranquilamente a Chile, como Jorge Edwards. Pero después de publicarla tendré mucho miedo, con la más profunda desesperación me doy cuenta de que NUNCA podré volver, que Chile debe permanecer un mundo sellado para mí, ahora, cuando tanto y tanto lo necesito. En fin.

Con nueve horas de trabajo al día, que representan dos meses de trabajo, podré terminar a fines de junio, no de julio. No sé si me va a dar el aliento para tanto, tan cansado estoy, y tres meses más me parece horrible, pero dos me parece posible y hasta agradable. Seguro la pesada de la Carmen Balcells, cuando llegue de regreso de Río la primera semana de mayo me va a decir: «Bah, creí que me la ibas a tener terminada completa», porque ella, como María Pilar, como Pilarcita, como todas las mujeres, por lo menos las que me rodean, es insaciable. Pero decirle que me faltan sólo dos capítulos, que le podré entregar dentro de una semana, la calmará, estoy seguro, y capaz que hasta se ponga contenta. Lo importante ahora es sacar fuerzas no sé de dónde para terminar el capítulo «La llanura» y quedar en paz conmigo mismo. ¡Oh, las vacaciones, las vacaciones maravillosas que voy a tener cuando termine! ¡Definitivamente solitarias! Y después en familia. Pero mis vacaciones solo con lo que me interesa, probablemente en la India, casi seguramente, en realidad. Otra posibilidad sería Londres. En fin: La lechera.

Ahora a leer a Jorge Edwards, Los convidados de piedra. Mala, mala hasta la página sesenta. Luego, estupenda, por lo menos las escenas del cuadrillaje, de las fiestas de periodistas, de la cárcel. Antes es caótico, demasiado coral, y no agarra interés. Después sí, definitivamente sí.

 

Mi madre sola en Sitges. Los días pasan lentos y mientras mi padre está en plena efervescencia creativa, ella reflexiona sobre sí misma y su vida.

Estoy sola en casa, rodeada de mis animales que tanta falta me hicieron mientras estuve en Chile... el Peregrine y el gato Vaska, los que más me quieren, están junto a mí... y es un día de sol tan lindo...

Bajo esa felicidad... toda la carga de mi depresión coexistiendo.

En todo caso, la satisfacción de la soledad para sufrir en paz, junto a los animales.

Ya tendré tiempo para ordenar la casa y esperar a Pepe cuando venga. Cómo me cuesta... o no puedo moverme... quizás no lo haga hasta que lleguen y me ayuden... no tengo que hacer las cosas realmente. No me muevo. Me doy este gusto en medio del caos total de esta casa.

Unos días después, su estado anímico es evidente.

Llegó el correo lleno de gratificaciones para Pepe... invitaciones, póster de la película El lugar sin límites, noticias de un libro sobre él; para mí, sólo el compartirlo y ni siquiera eso me deja... Sólo me quedan mi analista y mis gatos... y el perro.

Pepe le dijo al Kuky que sólo le queda libido para lavar los platos. How sad!, How true!

Tomo Tranxilium más una cerveza.

Mi padre, en cambio, en la tranquilidad de Calaceite y desconectado de toda la realidad familiar, se encierra a trabajar. Apenas se levanta se pone su tradicional chilaba blanca sobre su pijama y sin lavarse ni la más mínima parte del cuerpo —característica muy suya la de evitar el baño— sube a su buhardilla, se sienta a escribir y sólo se levanta cuando el cansancio o el hambre se apoderan de él.

Anota el 8 de abril de 1978:

Estoy durmiendo mal. Poco. Pero no importa porque escribo. Hablé anoche con María Pilar, está totalmente comprometida con los problemas de nuestro sobrino Martín y con la primera comunión de la niña: vestido largo para la niña, almuerzo para cincuenta personas: terrible y sórdido. Pero no incomprensible. Hablé con Magda: llega la Carmen la primera semana de mayo. Le tendré dos capítulos terminados (cien páginas) y probablemente medio capítulo más. ¡Maravilla!

Me mandé a hacer una chaqueta, blazer azul de alpaca de verano, sensacional, y me haré un par de pantalones. Carísimo. Pero no importa. Mil pesetas, lo que es mucho, pero no un escándalo. Are things beginning to fall in place? Maybe.

Ahora, la pauta rehecha (y el handle) para estas dos últimas partes. El handle —estupendo— para la importantísima sección final lo tengo. Pero no tengo el handle para la sección de hoy, que deben ser por lo menos seis páginas, y de las más importantes de toda la novela. Sin embargo, pienso en «El bisonte arrodillado junto al fuego». Pauta as follows...

Me parece que está bien, aunque no me gusta el principio.

Va a ser APASIONANTE inventar el próximo capítulo. He hecho una página: tres horas por página. Quedan ciento cincuenta páginas = cuatrocientas cincuenta horas = cuarenta y cinco días, si trabajo diez horas, es decir, un mes y medio. No angustiarme. No aterrarme. Mantener la calma y seguir, seguir, seguir.

Había pensado rehacer y recopiar este capítulo, el once. Pero no lo haré. Lo llevaré a Sitges para leérselo a María Pilar, y luego, la semana que viene, lo llevaré junto al capítulo doce, «El mayordomo», para que lo fotocopien.

Su método de trabajo es riguroso, como se refleja en sus diarios. Perfila las características de todos los personajes, haciendo una especie de biografía de cada uno de ellos, sigue su evolución a medida que la novela va adquiriendo fuerza y desarrollo. Otra parte interesante de su trabajo son las listas de palabras que quiere usar en algún momento, o de frases de otros autores que llaman su atención, como de Fitzgerald, Tolstoi, o de alguna novela que esté leyendo en ese momento.

Estoy absolutamente dichoso; he trabajado mucho y me ha cundido maravillosamente, en la mañana terminé el capítulo «La llanura», que era el gran escollo con el que no me atrevía a enfrentarme, y ahora ha salido como por un tubo, con esto de quedarme aquí y trabajar diez a doce horas al día. ¿He estado aquí, cuánto? Llegué el 25 de marzo más o menos y estamos a 18 de abril: veintiún días para completar este capítulo. ¡No está mal si se considera que es terreno totalmente nuevo!

Más adelante:

Guerra de Wenceslao contra los falsos políticos «modernos». ¿Quién? ¿Malvina? No lo sé. Dependientes de los extranjeros y de los Ventura. Contra los Tomic, los Gabriel Valdés, en la vida; en el fundo, contra los Jorge Edwards, civilizados, sabelotodos, mundanos.

Por otro lado, guerra de Wenceslao contra los saboteadores y terroristas, como Valerio y Teodora. ¡Con decir que estoy encontrando la obertura de El conde de Luxemburgo, de Franz Lehar, encantadora. Así estoy de bien.

 

El humor es algo que a mi padre nunca le faltó, y quien tiene la virtud de la palabra asociada a la profundidad de la ironía, se vuelve aún más sátiro. A veces esa ironía era incluso lapidaria. Podía hacer daño con comentarios al pasar, casuales, dejando la duda de si había sido realmente su intención herir tan profundamente o si ni siquiera se había dado cuenta de la magnitud de sus palabras.

Recuerdo una vez, estando casada, una revista de decoración me pidió fotografiar mi casa, y en la introducción compararon mi estilo con el de una princesa inglesa, comparación bastante exagerada, desde luego, pero cuando mi padre lo leyó, me dijo riéndose:

—Pero cómo «princesa inglesa», si no has hecho nada ni para ser cajera de supermercado.

Quedé dolida, con la sensación de que no me valoraba, pero, con el tiempo, entendí que el comentario era parte de una broma cotidiana. Cada vez que algo no me resulta, río diciendo:

—De princesa inglesa a cajera de supermercado.

Hay algo en lo que debo ser justa: usaba esa misma vara consigo mismo, sabía reírse de sí mismo, de su propia fantasía, de su aburguesamiento, de sus «mentiras-ficción», de su frivolidad. Así, por ejemplo, en un discurso que dio cuando lo condecoraron con la Medalla Alfonso X el Sabio, se refleja esta característica:

Un periodista me preguntó si Julio Méndez, el escritor que aparece en una de mis novelas, es un autorretrato. Le contesté que sí. «¿Cómo?», me preguntó, «¿si Julio Méndez es un fracasado y usted no?». El secreto, dije en mi respuesta, es que todo éxito lleva implícito un fracaso. Es necesario conservar la medida irónica de ser un fracasado pese a todo. Este fracaso, aunque a veces imaginario, no deja por eso de ser doloroso. Y este dolor y esta ironía controlan la capacidad de reírse de uno mismo, impidiéndole a uno hablar de MI OBRA, como si estuviera en papel biblia y con cantos dorados, y uno fuera a explicar el mundo desde la altura de su propia estatua ecuestre, como decía Huxley.

En muchas ocasiones le preguntaron sobre su huida a Magallanes cuando joven, pensando que esa etapa había marcado un hito en su vida. Pero para él era una experiencia sin importancia, por eso otro ejemplo de esta ironía se ve reflejada en una entrevista, cuando yo creo que simplemente por entretenerse sobre ese momento de su vida, o por tomarle el pelo al periodista, contó:

Yo hacía mucha vida social en ese entonces, iba a fiestas, bailes y de pronto me dio una especie de asco todo eso, al mismo tiempo leía mucho a escritores, como Thomas Wolfe, libros sobre Nueva York, mucho Jack London, ese mundo de hombres que hacen la vida exterior, eso me sedujo mucho y quise también ser como ellos y abandonar esta vida de «le petit Marcel» (Proust) y me aburrí y quise un cambio de piel, quería ir en busca de vivencias fuertes.

Me fui en un barco, en tercera clase, al lugar más lejos que pudiera ir dentro de Chile. Llegué al estrecho de Magallanes. Busqué trabajo en una estancia como peón, luego me ascendieron a cadete, hice de ovejero, me levantaba a las cinco de la mañana, ensillaba mi caballo y me asignaban un potrero, para cuidar a las ovejas, que no era con «cayado» a lo María Antonieta, tenía que recorrer el potrero de un extremo a otro, y esto me tomaba todo el día. Tenía que matar las ovejas que se habían caído y descuerarlas. Son muy estúpidas las ovejas, tienen un «IQ» muy bajo, se caían de espaldas cuando tenían mucha lana y no se sabían poner de pie y venían las gaviotas y les comían los ojos y la boca, la lengua, y yo a las que quedaban así tenía que matarlas, degollándolas y descuerándolas.

Luego, simplemente me aburrí y me fui.

La verdad es muy distinta. Lo pasó mal, se aburrió, pasó muchísimo frío, no logró escribir. Lo que sí hizo fue leer Marcel Proust completo, y si la «experiencia vital» de Magallanes no significó nada, la lectura de Proust y el aprendizaje de «la conciencia de la utilidad del tiempo perdido» fueron importantísimos.

No aguantó más en esa hacienda en Magallanes. Empezó un largo viaje hacia Buenos Aires. Tomó un precario autobús hasta Río Gallegos. Ahí, en un café, conversó con camioneros hasta que uno de ellos lo llevó hasta el pueblito de Trelew, enclavado en medio de la pampa patagónica. Desde allí siguió en otro camión hasta Bahía Blanca, donde tomó el tren a Buenos Aires. Describe su llegada a esta ciudad tan novedosa para él:

En el terminal de Retiro dejé mi maleta y compré un diario. Caminé por la recova de Leandro Alem mirando a la gente y abrí el diario en la sección espectáculos. En el Teatro Colón, esa tarde, el Cuarteto Lehner ejecutaba el Cuarteto Dórico, de Ravel, uno de mis músicos preferidos. Tomé un taxi que me llevó «a Colón...», compré mi entrada para galería y crucé a la plaza Lavalle a esperar que comenzara el concierto hojeando el diario y observando a la gente que por allí transitaba.

Encontró trabajo como mesero en el puerto y dormía en el camastro de una pensión de mala muerte. Esto, pensó, era lo que en las novelas se llamaba «vivir intensamente».

Me sentía Jack London, Hart Crane, Melville, Conrad, Thomas Wolfe. Pese a mis esfuerzos, me sonaba falso mi empeño por acercarme a mis compañeros de trabajo y de albergue, y continuaba esclavo de unas señas que me identificaban como burgués y como intelectual en ciernes. Pero tuve, en cierta medida, suerte: me enfermé de alfombrilla con fiebre muy alta. Me daba vueltas y vueltas en la cama como pollo en el asador, sudando en sábanas fétidas a otros cuerpos. No tenía amigos ni médicos que me atendieran. Hasta que el único amigo que tenía, Enrique Ezcurra, llamó por teléfono a mis padres a Santiago, que en veinticuatro horas lograron presentarse para cuidarme. Accedí a volver a Santiago. Mi padre había ido a rescatarme, e hicimos las paces, pero no sin señalarme: «Mal fin para esta primera salida de Don Quijote». Y prosiguió agorero: «Veremos cómo te va en la segunda».

Fin de las aventuras: no se me dio «lo real» donde lo buscaba. He escrito sólo un cuento sobre esta «primera salida de Don Quijote», como la llamaba mi padre, y recuerdo esos tiempos sólo cuando leo las contraportadas de mis libros, que rara vez dejan de señalar esa salida como un exótico episodio de mi juventud, no como la modesta rebeldía que fue.

La estadía en Calaceite se prolonga y sus momentos de descanso los dedica a leer y a releer. Comenta a propósito de Los convidados de piedra, de Jorge Edwards:

Es el recurso de la mía, para empezar, lo que no deja de ser interesante y lo que significa que inevitablemente las van a comparar. En fin. Ya veremos. No es una obra maestra más que a nivel chileno, políticamente es cuidadosa, inteligentemente cuidadosa, lo que no significa que sea cobarde. ¿Significa acaso que sea oportunista? No, pero sí hay algo de cierto: y es que es una novela por, para y sobre esos señores zapallarinos que Jorge mismo describe. Es la limitación estética de la novela. ¿Cómo compararla con la mía? Desde luego, la de Jorge es más para leerse en Chile. Afuera, la gente no va a tener el mundo de referencia necesario para apreciar lo que vale... lo que significa que no vale tanto. Tiene lo violento, lo sensual y sexual, estupendo. Y, sin embargo, no es una novela densa. Al contrario. Es una novela muy humana, muy carnosa, muy cálida, no sin poesía y con mucha pasión. Mucho mejor de lo que yo creía que sería. ¿Qué irá a pasar con Casa de campo? Después de la novela de Jorge, estoy aterrado con lo que estoy haciendo. Y me entran todas las dudas sobre si es o no es lícito.

Su velador siempre estaba repleto de libros que separaba en montículos: «por leer»; «volver a leer»; «leídos y con comentarios». Estos últimos eran los más especiales, pues no sólo hacía notas al margen sobre lo que le interesaba, sino que al final siempre había un listado de palabras que él había rescatado y que quería usar en algún momento.

Quiero comenzar a leer Juan sin tierra, de Juan Goytisolo, que me espera sobre el velador. Ada, de Nobokov, y luego terminar Tiempo de silencio, por el que no siento ningún entusiasmo.

Sus influencias literarias son claras. Cuando niño comenzó a leer los clásicos de la literatura infantil: Julio Verne, Salgari, Dumas, Feval. Luego, fueron otras cosas: las vidas de Wagner, Chopin, Liszt, Luis II de Baviera; libros prestados por una tía romántica que tocaba el piano, la que también le dio a leer novelas de moda de esa época: Somerset Maugham, Stefan Zweig, Margaret Mitchell. Su padre puso en sus manos obras de Balzac y Stendhal. Pero lo que lo marcó profundamente fue la literatura anglosajona durante su estadía en el colegio The Grange. Leyó primero a Shakespeare, Virginia Woolf y James Joyce. Aunque tampoco dejó de lado ni a los clásicos rusos, como Dostoievski o Tolstoi, ni a los franceses ni a los americanos, como Faulkner y Fitzgerald.

Por más libros que hubiera, en la soledad de Caleceite, Chile seguía siendo un tema tan recurrente como doloroso.

Puedo decir una cosa: que en toda mi vida, NUNCA, como hoy, he deseado tan violentamente volver a Chile, ver el Pacífico, tener PAZ, esa paz que nunca tendré, ahora lo sé, fuera de Chile. ¿A quién tengo en Chile? La verdad es que a nadie. Alberto Pérez me pareció infantil y no demasiado inteligente, puro fracaso, pura locura; Fernando Balmaceda, frío, no interesante, tal vez oportunista; Pablo, mi hermano, estilizado, gélido, aterrado, castrado, infantilizado; Javier Sierra, demasiado homosexual para ser interesante, homosexual conservador, regodeándose y gozando sus prejuicios; Cucho Larraín, loco del todo, no hay donde dialogar. ¿Quién más? No sé. No sé. Los jóvenes Enrique Lihn, Cristián Huneeus, más soportables, aunque no me veo intimando con ninguno de ellos. ¿O será que en Chile uno no necesita intimidades personales, porque tiene intimidad con el país y con su clase? Es probable. En todo caso, quedan las mujeres, que en Chile siempre han sido lo más interesante, y con las que siempre he mantenido mejor relación que con los hombres: mi sobrina Claudia Donoso, sobre todo; mi cuñada Lucha Larraín, la Marcela Vicuña, la Pilar Valdivieso, la Techy Edwards y la María Elena Gertner y la Rosita Orrego, todas, de una o de otra manera, imposibles, momias, borrachas, incultas; la gran Inesita Figueroa, helada, un témpano de falsedad y hielo, aunque inteligente y bella. ¿Quién más?

Pero tengo la sensación, de nuevo, como con los hombres, que hay infinitas posibilidades de reanudar, de recomenzar, de descubrir, todo dentro de un marco conocido y querido.

Su sobrina Claudia siempre fue para él la imagen de su continuidad. Veía en ella inteligencia, capacidad, pasión, curiosidad, interés por las letras que tanto le importaban. Trató muchas veces, eso sí, de dirigir sus intereses, pero Claudia siguió su propio camino, logrando ser «la» periodista cultural de Chile y que además incursionó en otras áreas creativas, publicando su libro Insectario amoroso, prosa poética de gran calidad.

Muestra de ello es lo que mi padre escribe en su diario en 1978, mientras su sobrina aún estudiaba Periodismo. Allí elucubra sobre cuál es la especialidad que ella debe elegir. Manipulador, como muchas veces, y esperando que todos cumpliéramos con sus expectativas, pero a la vez con un interés real y sincero por darle al otro herramientas que él consideraba indispensables para la vida.

Pensar en mandarle libros a la Claudia, algo de crítica literaria The Use of Poetry and The Use of Criticism, de T. S. Eliot, me parece algo realmente brillante. Tal vez, Extraterritorials será también algo interesante y, desde luego, algo de Bunny Wilson. Creo que con estos tres libros estaremos al otro lado por el momento en lo que se refiere a crítica literaria, no sé si está en castellano The Common Reader, y si está, sin duda me parece que tengo que mandárselo, porque es importante. Estos libros, más Against Interpretation, formarán una buena e interesante pequeña biblioteca de crítica literaria, con estos libros podré cambiarle la vida a la Claudia, darle un enorme estímulo, que es lo que quisiera. Voy a ver qué tengo aquí, creo que la Sontag, que se lo mandaré hoy mismo, si lo encuentro.

Están tocando jotas en la plaza y no me puedo concentrar, espero que este horror no dure demasiado, no dure toda la mañana, porque sería uno de esos desastres impensables.

 

Se siente atrapado, sin saber muy bien qué hacer. Piensa en posibles viajes, en ser joven y vital otra vez, pero se enfrenta al deterioro y divaga sobre su frustración.

Quisiera ver de nuevo a Félix de Azúa. Es tan inteligente, tan bello. ¿Qué será de él? Quisiera que me viniera a visitar aquí con Javier Marías. ¿Pero por qué pienso en ellos? ¿Tengo tan poca gente en quienes pensar, que pienso en Javier Marías y Félix de Azúa? Shadows of Joan Benet. ¿Lo vería a Joan Benet en Madrid? Tengo ganas de ir a Madrid. Tengo ganas de ver a Víctor Ajote, de quien tengo excelentes recuerdos. ¿Hace cuánto de eso, un año, más de un año? Increíble. Y es lo más satisfactorio que recuerdo hace tanto tiempo. ¿Diez años o más? Probablemente, y aún pienso en él como la salvación, el Teizio que no da vida ni cosa que remotamente se le parezca. No lo seguiría al fin del mundo. Me molestaría verlo demasiado seguido, más de dos veces al año, por ejemplo, y eso que es mi única experiencia sexual satisfactoria en más de un decenio. ¡Qué poca importancia tiene para mí lo sexual y, sin embargo, cómo estoy de encadenado a mis sucios escombros! ¿Por qué no tener un amor con Víctor Ajote? ¿Verlo en Madrid, por ejemplo, cuando nos traslademos a vivir allá? ¡Qué pereza! Realmente no le veo interés ni futuro. ¿Estoy equivocado, entonces, en lo que se refiere a mi naturaleza sexual? Probablemente. En todo caso, ya no tengo tiempo, cincuenta y tres años y bastante débil, para echar pie atrás. Lo que sí quiero, después de terminar Casa de campo, es sentirme bien físicamente: delgado, fuerte, tostado, bello, excelente salud, una vez que tenga a la «pasajera cotidiana» bien acomodada (acordarme de usar esta maravillosa expresión).

¿La palabra placentero viene de placenta?

«La nostalgie de la boue»: se me había olvidado esta frase magistral.

Quizás es aquí donde yo deba enfrentar un tema esencial: su homosexualidad. Aún ahora, con la distancia, me parece dudosa, en el sentido de que esa parte de él era una máscara más. Una vez me dijo:

—Lo que hay detrás de una máscara nunca es un rostro. Siempre es otra máscara. Las distintas máscaras son una herramienta, las usas porque te sirven para vivir. No sé qué es eso de la autenticidad. Lo que sé es que la vida es un complejo sistema de enmascaramientos y simulaciones.

Desde esta perspectiva creo que esta arista de mi padre fue «una» de las tantas máscaras y no la única, como algunos hoy quieren definirlo. Debo reconocer que hay episodios de mi vida en que esta máscara se dejó entrever, aunque siempre la mantuvo muy protegida ante mí. Una vez, cuando yo era una niña de unos siete años, peleé en la plaza de Calaceite con un amigo al que le grité «¡maricón!». Lourdes, que trabajaba para nosotros, escuchó casualmente mientras caminaba hacia mi casa y le contó a mi padre. Enfureció, me enfrentó con dureza y me pegó una cachetada, cosa que nunca había hecho y nunca volvería hacer. Me exigió que fuera a pedirle perdón al ofendido. Mi desconcierto fue grande, pero intuí de algún modo que esa palabra que yo aún no entendía bien era, para él, algo doloroso.

Muchos años después, cuando me entrevistaron para un reportaje sobre hijos de famosos, me pidió que no contara que nosotros hablábamos de decoración. Me pareció un poco ridículo, pero lo acepté y nuevamente intuí el porqué, sin saber aún la envergadura que esto tomaría después, con la revelación hecha en Chile por el diario La Tercera, a propósito de sus cuadernos guardados en la Universidad de Iowa.

La confirmación de esta posibilidad, aunque la había negado por completo, ocurrió en un almuerzo en la casa de Santiago, en un día común y corriente. Sentados a la mesa como siempre, comenté que era una pena que un escritor joven que conocíamos fuese homosexual, pues lo encontraba muy atractivo. Hubo entonces un gran silencio que se prolongó en el tiempo y quedó detenido por la sombra del dolor. Mi padre se levantó disimuladamente, como un fantasma. Pero ahí vino la tormenta. Mi madre me miró y me dijo:

—Le has causado un dolor muy grande a tu padre con ese comentario.

Sin entender muy bien todavía, pero sintiendo una culpa inmensa, el peso de la «realidad» (que no es la «única» realidad) cayó sobre mí. Mi madre prosiguió:

—¿Es que acaso no sabes que tu padre tuvo experiencias homosexuales cuando era joven?

Quedé sin habla, atontada, pero sobre todo furiosa con mi madre por su falta de delicadeza al cargarme la culpa por herirlo. Él nunca me dijo nada, ni una palabra. Se «corrió el tupido velo», como hacía también él. Pero no importó, nada cambió, ¿o sí?

De pronto, al conocer otra de sus máscaras, una de las más ocultas, lo vi más humano, más terrenal ante mis ojos de hija, de manera que simplemente comprendí o quizás también preferí «correr el tupido velo».

 

Mientras está en Calaceite, sus idas a Sitges no le son muy satisfactorias, pues son tiempos de crisis matrimonial, y mi madre no logra sobreponerse a su depresión. Mi padre no contribuyó mucho a su mejoría tampoco; él prefería desentenderse.

Acabo de llegar de regreso de Sitges. Definitivamente el cariño por María Pilar se está gastando. Weekend horrible, crueldad increíble de María Pilar hacia Pilarcita: odio, insensibilidad, crueldad. Odio a María Pilar, la gran víctima, incomprendida. Ya no juego más su juego. Mi corazón, eso sí, siempre por Pilarcita. La pelea fue siniestra. Mujer totalmente desequilibrada. Estoy destrozado, no sé si voy a aguantar mucho más.

Cosas buenas:

Posibilidad de una versión teatral de El obsceno pájaro de la noche.

Le leí a Kuky y a Martín los capítulos recién hechos. Felices.

Visita de Conchita Buñuel.

¿Por qué no Tánger? Escribir a Paul Bowles, a Stefan Foster, a Juan Goytisolo.

Y si me separo de María Pilar, que ahora parece un hecho real y no demasiado remoto, ¿volveré a rejuvenecer, a revivir? ¡Qué curioso, qué complejo es esto de las relaciones!

Por momentos mi padre siente que todo le sale mal. Que está enfermo. Que no podrá terminar jamás su novela. Todo es caos. La soledad y la desesperación lo invaden y ocupan las páginas de esos días.

Tocan las campanas de la iglesia insistentemente, absolutamente, tienen que ver conmigo. Quiero irme de aquí. Iré a la farmacia a ver si me venden Valium 5, que puede ser un buen cambio.

Piensa en regresar a Chile, aún bajo el gobierno de Pinochet, pero la comprensible negativa de mi madre lo hace volver a la realidad. En tanto, lo económico sigue siendo y será una preocupación.

Estoy preparándome para grandes entradas de dinero. Pero tengo que mantener el más estricto orden, porque de otro modo me caotizo totalmente. Si me dieran, por ejemplo, veinte mil dólares por mis papeles (lo dudo), mandaría diez mil a Suiza, to save, le regalaría cinco mil a María Pilar para su cuenta y para que fuera independiente, y pudiera gastar en lo que ella quisiera, sin consultarme, y cinco mil para mí, para hacer un viajecito, Chile, USA, India. También un viaje más pequeño con María Pilar, de puro agrado. Si pudiera comprarme una bellísima mesa de escribir, la gran, la definitiva mesa de escritorio, por Dios que sería feliz. Una mesa francesa o italiana, con bronces, sería sensacional. Pero es probable que eso sea mucho más caro, ya vendrá, es decir, con el dinero de Casa de campo. Ahora comienzo a trabajar, recién a mediodía. Me siento mejor de salud con el supositorio de Espasmo-Cibalgina.

Los fines de semana que nos visitaba en Sitges terminaban con un asado argentino junto a Kuky Lovisolo, los Beraudi, Linda Keeler. Mi padre lograba sentirse entre amigos queridos, no entre exiliados; se sentía realmente rodeado en un sentido afectivo y feliz.

Por esta misma época, en mayo de 1978, su perro Peregrine agoniza:

El Peregrine: una historia de amor y placer, compartirlo todo con este perro casi humano, la historia de nuestro exilio, casi tiene catorce años, lo compramos en Iowa.

Ante el problema de nuestra soledad, y nos vamos a sentir más viejos y más solos con su muerte, que seguramente será esta semana. María Pilar, naturalmente, está desesperada. No queremos prolongar su sufrimiento, ni de María Pilar, ni del perro. Pero parece tan brutal ponerle una inyección and send him to sleep. Su muerte comienza a advertirme que yo comienzo a morirme un poco, como la muerte de mi madre. Ambos, el Peregrine y mi madre, tuvieron buenas vidas; mi madre, una mala muerte. Ambas vidas benignas, bienhechoras, llenas de amor dado, aun neuróticamente, pero siempre regalado, llena de fidelidad y de alegría y de ternura. Sin embargo, como frente a la muerte de mi madre, siento una extraña... ¿frialdad? No sé lo que es. Un frío reconocimiento del hecho como parte de la vida, como parte de mi vida, específicamente, un no-dolor ante el hecho material de la muerte, tan sin misterio, en comparación al deterioro, por ejemplo, o a la soledad, o al desamor, que son tan misteriosos y por lo tanto más dolorosos. ¡Pobre Peregrine! Pero tuvo tan buena vida, está tan protegido, tendrá tan buena muerte, ha sido tan amado, ha amado tanto, que por eso es difícil decir adiós, Peregrine. Más bien, pobres nosotros que nos quedamos sin él.

(...) Me falta fuerza para todo, sobre todo para trabajar y terminar de una vez esta maldita novela que no amo nada.

Horrible período crítico de enfermedad: viajes a Zaragoza y a Barcelona a ver otorrinolaringólogos. Pelea atroz, tal vez definitiva, con María Pilar. Pero no quiero seguir analizando eso. Estoy agotado con el tema, con la situación, con el dolor que me impide trabajar, con la incomprensión. No puedo más. Debo terminar mi novela y ver qué pasa; después veré, espero ver más claro. ¡Qué maravilla era hace dos semanas, cuando el trabajo, la salud y el amor estaban bien! Ahora a trabajar y seguir adelante, que es la única solución.

Teme que pasar por un período emocional tan bajo —y tan mísero— pueda interferir negativamente con lo que está escribiendo. Pero hay una inmensidad de material que procesar, elaborar, elegir, eliminar, y le va a ser difícil.

El dolor es la única nota real de mi emoción, estoy dando en él, y mi inmensa ternura por Pilarcita, lo que queda de amor por María Pilar se está terminando y no sé cuánto más me dure el poquito de calor que queda en las cenizas. Queda por resolver el problema Pilarcita. Cuando María Pilar quería tanto tener una niña y no podía, le pregunté por qué; me respondió: «Para que así nunca puedas dejarme».

Sus terribles palabras de entonces, fueron en Madrid en 1968, están grabadas ahora en la forma de mi miserable vida presente, los últimos tres años, y en mi tierno lazo irrompible con Pilarcita. Ayer, en el teléfono, la sentí triste, desesperada porque yo no iba a verla, la niña durmió con la versión japonesa de El obsceno pájaro de la noche, como siempre lo hace cuando pelea con María Pilar.

En ese mismo momento, Mauricio Wacquez junto a su pareja, Francesc, llegan a pasar una temporada a nuestra casa en Calaceite, mientras arreglan la que compraron hace poco. Grata compañía para mi padre, que lo distrae un poco, mientras las tardes se suceden unas a otras sentado en su buhardilla batallando para lograr terminar la novela.

Viaja a Barcelona a dar una conferencia junto a Carmen Balcells como adelanto sobre Casa de campo. Piensa en que le falta sólo un mes de trabajo para tener terminada la redacción. Se siente feliz por el logro:

 

Es como si todo esto fuera un compás de espera, y después fuera a retomar mi vida, toda una dimensión nueva, más rica y más feliz, incluyendo a María Pilar, quien se alegrará con la finalización de Casa de campo. Será posible cambiar los pasajes a Mallorca y, por ejemplo, hacer con María Pilar un viaje Mallorca-Londres-Constantinopla-Mallorca-Barcelona. ¡Qué maravilla! I THINK THIS TIME I’VE DONE IT! ¡Qué gloria!

Va a ser curiosísimo plantearnos la vida, conyugal y artística, sin Casa de campo. ¿Qué haré? Proyectos:

1) Novela El bisonte echado junto al fuego.

2) Cuentos: Despojos (el exilio).

3) Guión cinematográfico con Kuky (Jorge Lovisolo): Exilio.

4) Carta genealógica a mi hija. ¿Será posible?

5) Obra de teatro: Encuentro Milnes-Burton-Swinburn.

Estos, creo yo, son los proyectos que por el momento me importan. Pero claro, puede acabar todo de un momento a otro.

Entre tantos proyectos y la relectura de los capítulos ya escritos surgen delirios con ciertas personas. Las labores domésticas de la casa de Calaceite estaban a cargo de Anita, y la echa por supuesta falsificación de cheques y siente que ahora la tía Ventura, la persona que vino a reemplazar a Anita, es aterrorizante.

Analizar anciana, mujer del sepulturero, que parece un personaje prestado de Amor brujo, de Manuel de Falla, y de la que temo toda clase de encantamientos.

Está inquieto por terminar la novela, el Premio Planeta se otorga por esas fechas y no pierde la esperanza de obtenerlo. Habla casi diariamente con Carmen Balcells, quiere mandarle, aunque no sea la versión definitiva, toda la novela.

Para que en todo caso la Carmen Balcells ya pueda estar intrigando para la novela, y darme algún resultado, alguna esperanza.

El 16 de junio de 1978, José Donoso escribe:

Fin de Casa de campo.

 

Para descansar decide pasar unas vacaciones familiares durante el mes de julio en Pollensa, Mallorca. Ahí se reencuentra con viejos amigos, en especial con Gene y Francesca Raskin, y la isla, los recuerdos lo hacen replantearse la idea de volver a vivir ahí, por supuesto que esta idea dura sólo unos días. Al volver a Sitges concluye:

Reuniéndome con mi realidad, después de terminadas las positivas y exquisitas vacaciones. Todo parecía haber cambiado, las cosas familiares van bien, pero no es imposible que hayan cambiado muy poco. No me importa.

No puede estar sin escribir, da vueltas a varias ideas, las cuales desecha y luego retoma, pero finalmente se decide:

Escribo ahora para comunicar en estas páginas que voy a comenzar, ahora, a escribir otra novela. Elementos:

Jorge Edwards-Mario Vargas Llosa: el intelectual que desea el poder, a lo mundano. La traición a los sacrificados, debido básicamente al racionalismo, acertado, con que se analiza la situación.

Una mujer sensible, encantadora.

El derecho del establishment.

Nada ha cambiado en las oligarquías, aunque se disfracen de liberales.

El ambiente de Sitges.

El exilio latinoamericano.

Música latinoamericana.

Personaje Poil para Jorge (¿o es ella?) que sirva de comentario a sus ambiciones.

Querer volver y no querer volver.

El ambiente del resto del Boom.

Ex hippie Kuky (Jorge Lovisolo).

Loto y su ambiente.

Esto no es más que una colección de materiales que tengo que estudiar y trabajar con mucha atención. Cierto que daría para una novela corta y precisa, que podría escribir rápidamente. La novela tiene que ser magnífica. Fin beethoveniano.

Esto sería un trabajo apasionante, creo que lo emprenderé en cuanto termine dos artículos, el de Picasso y el de Bacon.

Propone como nombre para esta nueva novela El filisteo ilustrado, luego lo desecha por malo. Se está entusiasmando con la novela y cree poder terminarla en unos seis meses. ¿Quizás en Nueva Delhi? No sabe bien dónde. Piensa en dedicársela a su hermano Gonzalo. ¿O a la Claudia? ¿O al Kuky?

Tiene millones de ideas para la nueva novela, debe terminarla con un posible suicidio de él o la protagonista, el lento planeamiento del suicidio liberador que se torna cada vez más un tema. Juega con la idea de que al final es el protagonista, al saber que ella se piensa suicidar, quien inexplicablemente se suicida.

La protagonista, epitomizes «the private life» (is against the public life de él). Ella es nada, un vacío, que crece y se hace mayor. El ex hippie es su amigo, un confidente, el hippie es lo efímero de lo estético, en ella es el reto al mundo utilitario de él.

Decide que debe ser una novela realista, de pareja y de triángulo, contemporánea en tema, en personajes, en ambientes y en preocupaciones. Ella ha tenido amores que le dejan poco o nada, y no quiere ni a su marido ni a sus hijos. El hippie quiere enamorarla, arrastrarla a otra cosa, a ella le gusta el lujo, la gente elegante, las grandes posiciones, pero no lo logra.

Ve a la protagonista como a una mujer enferma, que pasa largo tiempo en cama. Cree que puede situar la novela en Sitges, Castellet y con el tema político como centro. La exigencia del izquierdismo de Juan Marsé. Piensa en basarse en Jorge Edwards y en Pilar Fernández de Castro, su mujer, como perfiles para sus protagonistas, también en su amigo Juan Lovisolo y el Kuky. Para ello establece una pequeña reseña que caracterizará a cada uno y luego elabora una lista de personas y temas a incluir: Clara Lagos, Cristián Casanova, Carlos Barral, Nemesio Antúnez...

Estos serán los comienzos de su próxima novela, El jardín de al lado.

Ahora en Sitges, pese a los afectos ahí adquiridos, y más aún pese a la nutrida colonia de chilenos que se ha afincado, siente una profunda extrañeza de España, sumada a la aún más profunda extrañeza de Cataluña. Al escuchar en las calles las palabras catalanas, se pregunta qué hace ahí.

No es que no se haya preguntado lo mismo en Guanajuato, Buenos Aires, Roma, París, Iowa o Calaceite. Y hasta en Santiago de Chile. Pero cuando esta pregunta surge, uno hace las maletas, toma un pasaje en tren, barco o avión y parte. No deja de ser agotador volver a empezar cada dos o tres años o reinventar nuevas lealtades y familiaridades con las cuales no sentirse igualmente extraño: de nuevo tendría que contar toda su historia, ubicación y trayectoria geográfica, política, literaria, moral. Establecer un territorio común e iniciar intimidades.

Pero cuando mi padre tenía ya iniciadas estas relaciones, vuelve a preguntarse qué hace ahí y huye otra vez más.

Una tarde salió a caminar por Sitges, pueblo de turistas alemanes, suizos y franceses que se desplazan y pasan sin dejar huellas, y estuvo hablando con un muchacho que le dijo ser de Extremadura y que despertó en él ciertas preguntas.

Esa noche pasó bajo mi ventana un coche estrepitoso que me despertó y no pude volver a conciliar el sueño. Traté de seguir leyendo Terra nostra, de Carlos Fuentes, pero estaba demasiado nervioso, sin concentración, y tuve que dejarlo aunque me apasionaba su lectura, para apagar la luz y quedarme con las manos cruzadas detrás de la cabeza y la vista fija en la oscuridad preguntándome: ¿Qué hago aquí?

Pensé en el muchacho de Extremadura. Dijo ser de la provincia de Badajoz. Probablemente gitano. Caballerizo de esos picaderos para que los turistas lleven a sus hijos a dar una vuelta en jamelgos de mal andar. Entonces recordé muchas cosas, olvidadas qué sé yo desde cuándo. ¿Por qué, en vez de desarraigar a toda la familia, no partía yo por una semana, digamos a Extremadura? ¿Y por qué Extremadura?

Es aquí donde interviene el elemento genealógico, pues recordé que el primer Donoso que llegó a Chile provenía de un pueblo de Badajoz, llamado Villa de la Haba. Cuando yo era niño solía hacer la cimarra (novillos; uno ya no sabe ni siquiera qué palabra utilizar; el Casares ofrece también la posibilidad de «rabona» y veo que no aparece nuestra chilena cimarra por ninguna parte) yendo, durante los meses de invierno, a la Biblioteca Nacional. Allí, en las salas heladas, leí mucho durante mi continua desaparición del colegio, y durante uno de estos períodos, cuando en la adolescencia tanto la rebelión contra los padres como las dudas sobre la propia identidad se hacen más graves, me dediqué a construir minuciosamente, metiéndome en archivos y testamentos del siglo XVI, en tomos de historia y genealogía que nadie, hacía años, había tocado, todo el pasado de mi familia: una manera débil, por cierto, de identificarse, pero creo que de esta indudable identificación que de aquí surgió, surgieron también muchas cosas más importantes y más sólidas que nada tienen que ver con la genealogía. Por ejemplo, una minuciosa sabiduría de cómo está constituida, desde sus bases, la sociedad chilena, tanto en sus estratos más altos como en los más bajos, y cuáles han sido las curvas ascendentes y descendentes de las distintas familias, relativizando, así, el dogma tanto del patriarcado como del proletariado, y señalando falsas pretensiones y olvidos inmerecidos.

De estos largos días que pasaba en la biblioteca nace su pasión por la historia familiar de los Donoso. No se puede decir que sea una familia que pertenezca al patriarcado, pero es un clan importante, troncal y en su trayectoria se puede leer la historia social y económica de Chile.

La familia Donoso ha tenido desde escribientes, en los albores del siglo XVII, hasta encomenderos y militares, corregidores, obispos, diplomáticos, escritores y demás. Pero esa noche de insomnio y su conversación con el muchacho extremeño hicieron que emprendiera un viaje en busca de sus raíces en España. Vuelve a escribir sobre aquello.

Me dirigí, primero que nada, a Cáceres, vía Madrid, por tren. No llevaba ni dirección ni contacto alguno, y sólo una pequeña bolsa con ropa, y Terra nostra, de Carlos Fuentes. Como en toda novela de calidad, difíciles las primeras páginas: el mundo, tan minuciosamente y tan reiterado y repintado (glazes, dicen los ingleses de este tipo de pintura que está destinada a conseguir una superficie dura, brillante, compleja, riquísima) de Te - rra nostra no comenzó a mostrar su forma de Barcelona a Madrid en un Talgo modernísimo. El París de Fuentes, como el de Cortázar, es un país de signos que señalan el interior del libro, y en Terra nostra, París es como el marco, la orilla asible y humana y reconocible de los otros mundos espejeantes que el centro de Terra nostra contiene. Y el tren Barcelona-Madrid era eso.

El tren Madrid-Cáceres, en cambio, fue muy distinto. La modernidad de los pasajeros cambió radicalmente, nada de atuendos Costa Brava; nada de juventud, dando paso a esa España de algo que los que hemos visto la pobreza de Chile no podemos llamar pobreza justamente, pero algo muy parecido a ella, muy familiar: la ropa incorrecta, hecha por el sastre del pueblo, el sastre amigo, el sastre de la esquina, y vieja y gastada, oscura, quizás heredada de un tío. Cosas familiares que rara vez veía en Cataluña: el moño canoso tirado hacia atrás y sostenido por una peineta de carey, y las percalas de medio luto de las viejas. Mis viejas. Las viejas chilenas: mis tías.

Leo en el libro de Fuentes sobre jorobados y enanos y viejas y nobles... En el asiento frente al mío, al otro lado del pasillo, viaja una curiosa pareja. Una anciana muy pequeña y casi jorobada, vestida con harapos negros, que casi no habla, dormita todo el viaje, mientras su acompañante, también vieja y de negro y de moño, parece cuidarla un poco. Pienso que no estarán tan malas las cosas en España cuando dos mujeres tan humildes pueden viajar en un electrotrén y en primera clase.

En la estación de Cáceres tomo un taxi y le pido me lleve a un hotel, a cualquier hotel. Me lleva, cosa que no quería y no solicité, al mejor, al más caro. Justo antes de mí veo subir la escalinata del hotel a la anciana jorobada del tren, ahora sola, que el botones ayuda a subir. Es recibida con grandes zalamerías. La anciana juega continuamente con sus dientes postizos, hechos, evidentemente, cuando su rostro era más lleno, y que ahora se le ven inmensos, desproporcionados, peligrosamente móviles en su rostro encogido, entre sus labios delgados y fláccidos. Lleva una cesta pequeña y vieja en la mano, como cualquier labradora. En la conserjería es recibida con más zalamerías, y yo doy un respingo al oír: «Sí, señora duquesa». «Cómo no, señora duquesa». «Está todo preparado para la señora duquesa». El mundo de Carlos Fuentes se hace posible, vivido en Extremadura: la jorobada, los títulos, la fealdad, la vejez, la suciedad del pequeño cesto que sin duda contiene alhajas.

Pero Cáceres, que se me había descrito como monumental, resulta una desilusión. Una gran ciudad, o una ciudad grande más bien, de esas ciudades provinciales españolas que han ido creciendo sin ningún plan ni concierto, absolutamente desprovista de belleza, de refinamiento de ninguna clase.

Cáceres es un poblachón feo y desaliñado, tremendamente remoto, ajeno a la vida cultural, pero al atardecer, bullente de actividad en sus calles que se acercan al llamado casco viejo. Actividad provinciana: paseo de muchachos y muchachas, calle arriba, calle abajo.

Mi padre pensó ver entre el gentío al joven que había conocido en Sitges; pensó acercarse, pero no estaba seguro si era él. Gracias al viaje emprendido ya había logrado, en cierta medida, un escape, un desprendimiento de Sitges.

Al volver de esta «travesía», la decisión de un cambio está tomada: Madrid. Ahí mi madre estará más a gusto y yo tendré la posibilidad de una mejor educación. Y otra vez las maletas, las cajas, el perro, el gato, el traslado y la dialéctica que precede a la partida, el llanto inicial, previo al entusiasmo por el nuevo sitio que está destinado a acogernos.

Mi padre estaba un poco cansado por el mundo de latinos que conformaban un grupo cerrado y reiterativo.

Recuerdo esas desesperadas fiestas en que las dueñas de casa trataban de fabricar los platos autóctonos, de cada país, que conformaban este amplio grupo; el asado argentino, el pastel de choclo chileno, los moles mexicanos, no sólo con materiales no propios, crecidos en tierras distintas a las nuestras y con sabores ligeramente alterados, sino que introduciendo a estos guisos ciertos elementos de libertad adquiridos en el extranjero; que un diente de ajo donde antes no lo había, que una rama de albahaca, que unas rodajas de tomates un tanto extrañas, pero que era el vocabulario de la cocina del exilio. Mientras, las guitarras entonaban chamamés y rancheras, cuecas y baladitas, y todos sabían que era una fiesta latinoamericana, pero que era otro el idioma, a pesar de oírse en la reunión las múltiples variantes del español. Lo que en realidad estaba sucediendo era una fiesta de expatriados.

Pero la disculpa final y definitiva para partir —o huir— de Sitges fue la ola de catalanismo que invadió la región luego de la muerte de Franco y del advenimiento de la democracia.

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