Sitges,
1976-1978
Sitges se
convierte en nuestra siguiente escala vital gracias a que mi padre conoce a
algunos extranjeros radicados allí: los pintores chilenos Nemesio Antúnez con
su familia; Iván Vial con dos de sus hijos y su mujer, Angélica; Fernando Krahn
con María de la Luz Uribe y sus hijos; el pintor mexicano Miguel Conde con Carola y sus hijos, Pilar y Amadeo; la gran amiga y
personaje de siempre Elsa Arana; por épocas también Mauricio Wacquez, y otros
que irán tomando importancia a lo largo de nuestra estadía.
Sin embargo, a
dos meses de su llegada de Nueva York debe partir rumbo a Chile, pues recibe la
noticia del inminente fin de la Titi, su madre.
Alcanza a
llegar dos días antes de su muerte, pero la familia
le reclama no haber venido antes. Su hermano Gonzalo tampoco está, de manera
que su hermano Pablo y su cuñada Luisa se han encargado de todo. Nos escribe
contándonos la experiencia:
Lo terrible de
la muerte de mi mamá, y supongo que será igual con la muerte de todos nosotros,
es que a la semana es como si nada, como si ninguna tragedia hubiera ocurrido.
La vida sigue: la muerte es como el agua... la piedra
cae en ella, se altera un minuto y el agua se cierra sobre ella sin dejar
rastros de ninguna clase. Dos, tres días quizás, y el recuerdo y el vacío y la
pena, pero pronto, demasiado pronto, todo esto se va desvaneciendo. Recuerdo su
carita, su enorme sonrisa cuando me reconoció. ¿Pero me reconoció realmente? ¿O
creería que fue una alucinación suya? No lo sé. Me arrepiento horriblemente de no haber venido antes. Pero ya
sucedió. Y no hay «si hubiera...». Mi Nana, increíble, la vida tiene una fuerza
tremenda, y la necesidad de seguirla. La muerte carece de importancia. Es un
gran hueco negro en que todos caeremos y nadie nos recordará mucho tiempo
después... yo ya ni recuerdo. No por eso estoy menos conmovido. Pero el estar
conmovido con su muerte altera mucho menos mi vida de
lo que yo hubiera creído.
El viaje
significa, además, el reencuentro con sus raíces. Se despierta en él la
certeza, quizás olvidada por un tiempo, de que realmente pertenece a este mundo
del cual ha estado alejado —quizás huyendo— por tantos años.
Su fama como
escritor ha sido reconocida en Chile. Es entrevistado y requerido de todas
partes, con lo que su ego se colma y apacigua.
Un cineasta
joven, Carlos Flores, le propone hacer un documental recorriendo los barrios
que le sirvieron de inspiración para sus novelas: su casa de la infancia en la
calle Ejército, la de avenida Holanda, la de recién casados en Los Dominicos y
todos aquellos lugares que se guardaron en su memoria.
Decide
embarcarse en este proyecto.
La experiencia
de filmar la película ha sido sencillamente fabulosa.
Mañana parte todo el equipo a Puerto Saavedra, a filmar los sitios donde por
primera vez escribí cuentos —y donde Neruda escribió sus primeros poemas de
paso—; iremos a Talca a filmar las casas patronales de mi familia, iremos a
Valparaíso, al Canelo, a Isla Negra y posiblemente a Magallanes. Esto significa
mucho en el sentido de un reconocimiento de mi propio
país. No puedo desperdiciar esta oportunidad, ni emocional ni profesionalmente.
Dentro de ese
mismo documental se filmó un coloquio con los miembros de la Generación del 50:
Guillermo Blanco, María Elena Gertner y Enrique Lihn. La excepción es Enrique
Lafourcade, quien por cierto se excusó por escrito: No
asistiré porque se me avisó con un solo día de antelación, y porque me parece
que no debo formar parte del número de tus «extras»
como los demás que aparecerán. Esto desata la ira en mi padre, aunque
seré testigo del modo como constantemente lo defenderá, a pesar de las
reiteradas agresiones que recibía de su parte y que se mantuvieron a lo largo
del tiempo.
Se acabó con
Enrique Lafourcade. Es un hijo de puta. Al cóctel que me dio la Marta
Alessandri se excusó también porque le mandaron a
avisar por interpósitas personas en lugar de que la Marta lo llamara
directamente. Un cretino, un envidioso e innoble personaje.
Santiago está
lindo y verde. Mi padre pasea por las calles, percibe un mundo protegido,
unitario, reconocible, no como en España, donde se siente solo. Ve a sus
antiguos amigos: Alberto Pérez, Jorge Swinburn, Inés Figueroa, Gabriela Matte,
Ignacio Domeyko, María Luisa Lyon, Manolo Montt,
Jorge Valdivieso y Maribel Tocornal. Con mucha pasión habla de algunos como
«seres maravillosos» y de quienes, sin duda, volvería a ser muy cercano. En
cambio otros, como Fernando Balmaceda, han sido una amarga desilusión,
desilusión que años más tarde confirmaré yo también. En su diario anota:
He visto al
who’s who. Divertido y deprimente: tanta arruga
después de tantos años, tan poca comunicación.
José Donoso
experimenta momentos emocionantes, como las conversaciones con su padre en la
casa de avenida Holanda mientras divisa a través de la ventana a la Nana
regando el jardín mientras los perros ladran... Ella ocupa en su vida una
posición central y fue a quien dedicó su primer libro. En un ensayo cuenta
sobre esta relación tan vital:
Yo soy un
hombre que llora muy poco. Tanto, que si miro hacia atrás en mi vida,
simplemente no recuerdo, ni siquiera en mi infancia, ninguna vez que lloré,
absolutamente ninguna, ni de amor, ni de terror, ni de frustración, ni de nada.
Recuerdo claramente momentos en que estuve destrozado por estas cosas y muchas
otras, pero llanto, lágrimas, no recuerdo. Sólo una vez, cuando me puse a hablar de mi vieja Nana en una comida, siendo ya un
viejo, de la injusticia cometida con ella en mi familia que la ha ido
utilizando y utilizando a través de tres generaciones, hasta que la pobre mujer
ya no tenía vida propia. Ya era inútil tratar de hacerla salir a veranear. No
quería. Pero la cara se le iluminaba cuando pensaba que, años antes, no muchos,
había salido de veraneo sola, con un grupo de viejas
sirvientas de buenas casa y un sacerdote, no recuerdo a qué sitio de la costa,
y se acordaba feliz de entonces, pero aunque se le ofrecía ir, no quería. De
pronto, sentí como si me abrieran una compuerta, y comencé a llorar de
compasión, de terror de haber destruido y explotado a mi Nana como nosotros lo
hacíamos, lo habíamos hecho y seguíamos haciéndolo, cómo le habíamos robado la vida suplantando la nuestra a sus afectos y su vida,
cómo habíamos destruido su identidad —en una casa como la nuestra, con una vieja
tradición universitaria, nadie se había preocupado jamás de enseñarle a leer,
pese a su inteligencia natural y muy elevada— convenciéndola de que, al
quitarle todos sus derechos, nos bastaba colocar nuestro afecto —real,
tremendamente real, tanto en la generación de mis
padres como en la nuestra como en la de los hijos de mis hermanos— como
sustituto a sus derechos de ser humano. Ese es el único llanto de mi vida que
recuerdo: siento las lágrimas calientes, el deshacerme, el verme impotente para
reaccionar.
Se deja
envolver por la hiedra de la nostalgia de la casa de avenida Holanda, casa
centro, casa madre. Había jugado tantos años en ese jardín
con sus palmeras simétricas a la entrada y su breve camino de acacias rosa. No
podía soportar el vértigo de imaginarse que no sobrevivirían, ni siquiera en su
memoria. Caminando por Providencia, cuando volvió a vivir en Santiago, algunas
veces divisó un par de palmeras al fondo de algún jardín, pero jamás volvió a
ver acacias rosadas, salvo en la imaginación de otros.
El 3 de
diciembre de 1975 le escribe a mi madre:
Hay
experiencias notables: el reencuentro con Pablo y la Lucha, que a un nivel son
gente de insospechada calidad, ciegos, es verdad, en muchos sentidos, pero aun
eso es posible perdonarles. Luego, mis adorados sobrinos, especialmente Martín
y la Claudia. Luego del primer shock por la muerte de mi madre que le produjo
una actitud agresiva, Martín ha mejorado mucho y ha
sido muy cariñoso. La Claudia es la gran revelación: inteligente, madura,
irónica, sabia, estructurada, cariñosa. Un poco regalona, es verdad, pero así
ha sido criada, y criada en un mundo en que eso es la regla. Es una niña que se
está preparando para ser mujer, y ser mujer contemporánea. Macanuda.
Vuelvo a
España y quiero empezar a trabajar inmediatamente, voy repleto de ideas y
emociones que no quiero inutilizar.
Por entonces
mis padres pasan momentos muy difíciles, de los peores en su vida conyugal. Mi
padre está con una fuerte depresión por el regreso de Chile y la angustia que le
produjo plantearse si volver o no. Siente que las envidias en Chile son
siniestras cuando se destaca en el extranjero. Y en la corta temporada que pasó
las notó incluso en sus mejores amigos. Está muy
afectado y piensa que, quizás, la vuelta sea cuando esté un poco más viejo y
más fuerte.
La vida
trashumante que ha tenido hace que los lazos parezcan terriblemente frágiles;
vive en un mundo en el que casi no encuentra a qué ni a quién aferrarse y, si
lo encuentra, dura poco. Hace años que se casó y en ese tiempo ha vivido en
trece lugares distintos, ha tenido diecinueve casas,
seis refrigeradores propios —fuera de los arrendados, prestados y robados— y
vive con lo que le pertenece dentro de una maleta. Los amigos, los lazos, van
quedándose atrás, en los distintos sitios... Mallorca, Portugal, Iowa, Nueva
York, Guanajuato.
Se pregunta
para qué volver, y anota en su diario:
A Chile no
creo que regrese nunca más. Por lo menos eso parece por ahora. ¿A qué? ¿A morirme de hambre con cuatro puestos distintos
y escribiendo para alguna revista? ¿A ser juguete del chisme de los que no
tienen vida propia porque jamás han sido capaces de tenerla, o porque están
demasiado viejos para vivir de otra manera más que vicariamente? ¿A que me
clasifiquen, me encajonen, me obliguen a tomar formas que no sean mías? Ya
estamos demasiado acostumbrados María Pilar y yo a la
soledad, aunque duela, a la independencia, a ser nosotros mismos, deformes y
contrahechos, sufrientes y bellos e inclasificables como somos. Que se paga
caro por eso, se paga.
Su padre, en
tanto, no está bien y vive solo en la casa de avenida Holanda. La familia
piensa que lo mejor es venderla. Al respecto, le escribe a su cuñada:
Me parece
sencillamente espantoso lo que me cuentas de mi papá.
Yo estoy bastante picado con él, te voy a decir, porque durante todo el tiempo
que estuve en Chile no me preguntó ni una vez por María Pilar y la niña, y en
cuanto yo hablaba de ellas cambiaba el tema. Siempre ha sido el ser más egoísta
que hay, y ahora se está poniendo más y más, está involucionando. Me imagino
que a mi padre no le quedará mucho tiempo de vida. Lo que me preocupa es mi pobre Nana. ¡Dónde y con quién vivirá! Tú sabes
que a mi papá nunca lo he querido mucho, ni siquiera cuando niño, y los
rencores de entonces persisten. No me fregó tanto como me fregaba mi mamá, pero
por egoísmo y despreocupación, y nunca me entendió ni se interesó, ni me ayudó
durante mis graves problemas de adolescencia, siendo que tenía las herramientas
y conocimientos intelectuales para hacerlo. Sin
embargo, anteanoche fui a ver al Teatro del Liceo de Barcelona Los maestros cantores, y claro, es una música tan de
mi papá, la canción del premio es pura calle Ejército, que no pude sino
recobrarlo y pensar en él con cariño. Pero el rencor persiste.
Recibimos la
visita de algunos de mis primos. Esto de tener a mi familia lejana ahora tan
cerca es una experiencia que me marca. Llega
Pascuala, hija de Pablo, con una amiga; también Claudia y Martín, hijos de
Gonzalo, con su amigo Emilio Lamarca. Fue un momento de mucha alegría en casa,
con toda esa gente joven alojando como podía por falta de espacio, pero
brindándonos una sensación de familia y cercanía importantísima para mí y mis
padres; sensación que no solíamos tener muy a menudo.
El verano de
1976 lo pasamos en París, en la casa de unos amigos
de mis padres con quienes intercambiaron la casa en Sitges. Un departamento
maravilloso, en la calle Jules Chaplain (Bvd. Montparnasse esquina Bvd.
Raspail). Era un estudio enorme, que en el siglo pasado fue del pintor Carolus
Durand. Tenía un inmenso living, un piano de cola se dibujaba contra los
grandes ventanales y sólo contaba con un sofá blanco y
una pequeña mesa. Había un saliente con un balcón abierto a este espacio con
una gran biblioteca y un escritorio, muy estético.
Creo que
también ahí aprendí a apreciar aún más la belleza de los espacios, la
decoración, los jardines que hoy tanto me gustan y que a mi padre también le
producían un gran goce estético, al igual que la Villa Rossi en Lucca.
Ese verano lo
recuerdo muy bien. Mi padre haciendo que mirara todo,
que apreciara el arte, la arquitectura, la escultura; tomada de su mano
paseábamos por los Jardines de Luxemburgo y por el Palacio de Versalles; fuimos
mil veces al Louvre y visitamos la casa de Proust en Illiers-Combray.
En ese momento
Carlos Fuentes, casado con Silvia Lemus (La Güera), con la que tuvo dos hijos,
Carlos Rafael y Natacha, era embajador de México en
París y vivían en una lujosísima mansión en la que nos recibían constantemente.
Sus hijos eran aún muy pequeños y yo, que tenía nueve años y creyéndome ya muy
grande, los entretenía en una habitación habilitada como salón de juegos en el
último piso de la embajada.
En ese momento
también estaba Cecilia, hija de Carlos Fuentes con Rita Macedo. Mayor que yo,
ella se dedicó a torturarme sin tregua y lograba
dejarme llorando desconsolada. Fue tan evidente su tortura que La Güera, a modo
de disculpas, me regaló el vestido más maravilloso que jamás había tenido, de
terciopelo azul con bordados que remarcaban los puños y el cuello, todo un
diseño parisino que a mí, como pueblerina, me deslumbró y, de algún modo,
apaciguó mi rabia.
También ese
verano visitamos mucho al pintor mexicano José Luis
Cuevas, en una casa en las afueras de París, rodeada de magníficos jardines. Él
pintaba incansablemente y yo lo observaba curiosa. Era para mí una novedad ver
este oficio tan distinto y a la vez tan similar a la literatura. Cuevas se dio
cuenta de que me llamaba la atención y en un gesto muy cariñoso tomó un lienzo,
un carboncillo, dibujó y me lo entregó: era un autorretrato con una afectuosa dedicatoria, el cual conservo hasta hoy
colgado en mi living.
Pero en ese
momento, Cuevas me dijo:
—Mis hijos
nunca se han interesado en lo que hago y, al parecer, tú sí.
Esta frase la
oiría innumerables veces de mi propio padre, alegando mi falta de interés por
su trabajo.
Él recuerda
esas épocas y trata de reconstruirlas en mi memoria:
—En París nos la llevamos de comida en comida, conociendo gente
divertida. Fuimos al château de un amigo en el Loira, a pasar el fin de semana;
vimos a mi tía Mina, a Carmen y Cuco Yáñez, vimos a la Marta Rivas, a Gonzalo
Santa Cruz; en fin, miles de personas, Sergio Matta, la Maritza Gligo, que
estaba estupenda, a Juan Goytisolo y José Luis Cuevas... un baño de
internacionalidad después de la monotonía española.
Vimos a la Paquita (Francisca Truel) y su hija la Poky (Gregoria Larraín), con
quien salimos a bailar a los bal musettes para el 14 de julio, y era un gentío
tal que casi nos ahogamos.
»Te llevé al
ballet en Cour Carré del Louvre, a ver Giselle con el
ballet de Leningrado, que te encantó y cimentó para siempre tu deseo de ser
bailarina. Tenías cierta gracia y talento, y aunque eras bastante culona, tenías figura, porque eras larguita, y como
eres competitiva te dedicabas mucho. Fuimos a Versalles y a Chartes, y a
visitar la casita de Proust en Illiers: igualita a la casa de mi tía Marta
Donoso en Talca. Yo fui a Rouen a ver los recuerdos de Flaubert y a Charleville
a ver los recuerdos de Rimbaud, a la casa de Mme. de Sevigné, la casa donde
Mozart dio su primer concierto parisino a los ocho
años, la casa donde apalearon a Voltaire. Las casas de las precieuses,
etc., etc., etc. Es una maravilla, recuerdas...».
Pero de vuelta
a la vida cotidiana en Sitges, el ambiente familiar se nota deteriorado. Mi
madre no logra salir de una larga depresión, lo que naturalmente repercute en
mi padre y en mí. Algunos días está triste, otros mejor, a veces está acelerada
o ausente por completo. La casa, a ratos, parece
sumida en una nube gris.
Los
pronósticos de la depresión de María Pilar son buenos y se comienza a
vislumbrar el final del largo y tremendo proceso. La única que no parece sufrir
es la niña, tan fuerte es, y sigue alegre, extrovertida y apasionada, no
cariñosa, pero muy unida a nosotros.
Si hubiera
sabido cuánto sufría yo realmente... Me daba cuenta
de la tristeza profunda e irremediable de mi madre, la veía días enteros en
cama, sin levantarse, tomando alcohol incesantemente, lejos de la realidad que
mi padre creía cierta o quería creer como cierta.
Por esos días
es invitado a la Feria de Francfort, donde tuvo gran éxito. Los diarios
destacaron su intervención en un coloquio en el que, contra toda la palabrería
política en boga, se declaró escritor burgués que
escribe para la elite que lo pueda leer.
Trabaja
incansablemente en su novela Casa de campo, desde hace
tres años. Para terminarla se instala durante una temporada, solo, en la casa
de Calaceite, llevándose como compañía a Fanny, una perra de patas largas y
flacas que yo había recogido en la calle. Fanny se tiende a sus pies mientras
él teclea en su máquina de escribir. Mi madre se
siente aún más abandonada y su depresión se agrava, empieza a mezclar
tranquilizantes con alcohol que le producen black-outs
y pérdida de memoria.
A los diez
años, yo tenía que hacerme cargo de esta situación. Recuerdo levantarme sola
para ir al colegio. Cuando volvía a la casa veía desde la distancia las
persianas abajo, por lo que sabía que mi madre aún no
se levantaba. Empezaba a beber temprano, se escudaba en su presión baja, en el
frío, en su imposibilidad para dormir, o en que había discutido con mi padre.
Luego, venía la torpeza, la lentitud, la repetición de ideas.
Ella jamás se
reconoció como alcohólica.
Mi padre, con
la excusa de terminar su novela, huía de algún modo de esta situación, que por
lo demás evitó durante toda su vida, sin dejar, eso
sí, de sentir pena. Una vez, al enfrentarlo por sus constantes huidas, me dijo:
—Mi cárcel es
mi novela y la de María Pilar su depresión.
Así, ninguno
quería salir de su propia prisión y yo me encontraba en el más absoluto
desamparo, observando y creando también mi propia celda.
Es difícil
hablar de la intimidad de los padres. He tenido muchas dudas sobre si hacerlo o no, pero creo que no mencionarlo sería
dejar fuera en este intento de biografía parte tan importante de sus vidas, de
sus dudas interiores, que me he decidido a hacerlo.
Hay una carta
de noviembre de 1976 dirigida a mi madre en que se ve el dolor que sienten
ambos en ese momento de frustraciones y fisuras en su amor:
Aprovecho la
ocasión de mi viaje a Valencia para dejarte esta
carta. Lo hago porque, por gajes del oficio, me expreso mejor escribiendo que
hablando.
Quiero decirte
algunas cosas que según creo aclararán un poco la atmósfera:
1) No es que
yo no te encuentre atractiva a ti. Creo que en este momento, y hace ya algún
tiempo, quizás algunos años, hay muy poco de un verdadero tú, y en mi caso, de
un verdadero yo. No te puedo encontrar atractiva, ni
desearte como me gustaría hacerlo, porque yo tengo problemas muy fuertes, míos,
que lo impiden. Pero, mi amor, tú, por desgracia, con tu ser «perseguida» y tu
sentimiento de culpa, crees que yo encuentro una falla en ti, y no te das
cuenta de que yo también estoy enfermo, y que tengo una problemática mía, que
yo también soy un ser aparte y autónomo, entonces vas a poder asumir que no es
falta de amor de mi parte, sino imposibilidad de
manifestarlo en la forma en que yo quisiera hacerlo, y que nos uniría y nos
brindaría placer. En este momento no estamos funcionando de yo a ti, de tú a
mí. Quizás tendríamos que tener conciencia de que en este momento nuestros yo
se encuentran bajo presiones ajenas al yo, que nos desfiguran. Nada quisiera
más yo que volver a encontrarme.
2) I don’t grudge you anything. The little I’ve given, I’ve done
it with love. Con un amor torcido, enfermo, mal planteado, muchas veces egoísta
y mal expresado. En este sentido, I’ve loved you not wisely but too well. ¿Qué
puedo hacer si me he resistido al amor? Es por esto que lo debemos hacer para
mejorarme, para mejorarte, porque hay que hacerlo para estar bien, porque es
para probar algo. El otro día fue espontáneo y estuve
contento. Creo que he estado en espera de esa espontaneidad. Mucho tiempo,
quizás. ¿Pero cómo, dados mis problemas particulares, puedo vencer esa horrible
barrera de conciencia de que tengo que hacerlo, problema de exigencia que está
en mí, no es tuyo, para probarme y probar que estoy bien, que estamos bien?
Es como si
constantemente sintiera no la exigencia tuya, sino de
mi súper yo, de que tengo que probar algo. De ahí la falta de placer, de ahí la
masturbación, que es gratuita, con la cual no tengo que probarme nada a mí
mismo, sino lo contrario, puedo mantener mi independencia de mi súper yo siendo
«un niño malo» como las mamás y las nanas decían de los niños chicos cuando nos
masturbábamos, y haciéndolo nos rebelábamos. Esa mamá exigente, introyectada en mi súper yo, es la que burlo mediante la
masturbación, y me proporciona placer porque no me pruebo nada haciéndolo, sino
al contrario, es un desafío. No es a ti a quien siento que debo probar nada, ni
eres tú la exigente. Es algo dentro de mí que me exige un comportamiento de
cierto tipo y yo me niego a obedecerle. ¿Qué más quisiera yo que romper esa
barrera de exigencia interna que me impide el placer,
no sólo el placer sexual contigo, sino todo el placer, incluso el placer del
amor, y a veces aun el del cariño, el cual depende en tan alto grado de la
aproximación sexual? Yo te quiero. Lo que más quisiera en el mundo es sentir
que vuelve a fluir entre nosotros y que lleguemos a una modesta armonía en que
los dos podemos volver a coexistir, a comunicarnos, a compartir eso que, estando fuera de nosotros dos, es algo que creamos por iguales
partes y sin exigencia con nuestro amor: es el placer embodied en el acto
sexual que nos compromete y nos ilumina a ambos. El origen de esta exigencia
interna mía es muy complejo, sé de alguno de sus orígenes y parcialmente su
funcionamiento, demasiado to go into it now.
Mi madre, de
gran fragilidad, está en una fase activa y destructiva
que afecta sobremanera a mi padre. Siente unos terribles celos de la relación
de mi padre conmigo, piensa que él no la ama a ella tanto como a mí. Esto se le
mezcla con la inseguridad que le produce no ser mi madre biológica. Mi padre
trata de consolarla:
No te niego
que la quiero mucho. ¿Por qué no ves mi amor hacia ella como bifurcación de mi
amor hacia ti, como reflejo, por decirlo así? La
verdad es que yo la quiero como parte tuya. Sin ti no hay Pilarcita, adoptada o
no. En ese sentido, y profundamente, tú me la has dado, ya que si no me hubiera
casado contigo no la tendría. Es tu regalo para mí, es nuestra obra en que
ambos la quisimos. En ese sentido es un ser tan particularmente «nuestro», como
si llevara nuestros genes. Por las circunstancias de nuestra vida, ninguna otra mujer más que tú me podría haber dado al individuo
Pilarcita. Es en este sentido que la veo como específicamente tuya, nuestra,
además de quererla a ella como individuo, te amo a ti en ella. Tú eres
componente esencial, principal, en mi amor por ella. Y en ella amo cierto grado
de placer gratuito que por mis debilidades no soy capaz de manifestarte a ti en
forma directa. A ti te temo, no porque seas temible,
sino porque proyecto en ti mis propios temores esenciales, el temor de mi
impotencia, de mi exigencia, son una y la misma cosa, que me destruyen. Así,
Pilarcita no te roba mi amor. Al contrario, en muchos sentidos lo mantiene
vivo, esa parte del amor-placer que en estos momentos desgraciados no puedo
darte a ti.
Hay tantas y
tantas cosas que quisiera decirte. Así como deseo con
el fervor más inmenso poder reanudar nuestras relaciones amorosas, deseo con
igual fervor reanudar nuestras relaciones humanas, amistosas y afectuosas, en
que nos comprendemos mutuamente. Pero quizás comprender no sea la palabra
justa, quizás «aprender a aceptar» al otro como otro sería más justo, una
relación en sí menos exigente que la de «comprender», más justamente amorosa.
Es en espera de esta situación renovada que día a día
espero.
Ten en cuenta
que te amo, pese a lo que pueda parecer mi egoísmo, pese a tu y a mi
enfermedad. De acuerdo, la tuya ha reventado primero, está en una fase activa y
destructiva, mientras que la mía es latente, insidiosa, la puedo mantener
pasiva hasta que termine la novela.
Hay cientos de
miles de cosas que no he hablado aquí: mi homosexualidad,
pasiva y latente e imaginativa en este momento, como una huida al miedo de la
entrega total a ti; pero el miedo a esta entrega total no existiría si no
existiera la urgencia y el deseo de esta entrega, que mi neurosis transforma en
peligro.
No pierdo de
vista este amor tan valioso, y a veces tan delicioso, que nos une.
Hasta hoy me
pregunto qué los llevó a casarse. En ese momento él
era un hombre maduro, soltero, de treinta y siete años, perseguido por los
fantasmas de su juventud; ella, una mujer soltera, virgen (a su decir), de
treinta y seis años. ¿Qué misteriosos lazos los unían? Desde luego había
muchos: lograron estar casados treinta y seis años, con crisis, grandes heridas
y dolores profundos, pero a su vez con grandes momentos de amor mutuo. Incluso
la muerte los quiso unir: se fueron con sólo dos
meses de diferencia. En un diario muy posterior a esta época, en 1991, mi madre
escribe:
Recuerdo,
recuerdo extraño, sin felicidad, recién casada, cuando Pepe actuaba de machista
en el sentido de que me arreglara lo más bella posible y estuviera callada, no
interviniera... y todo lo que me hizo sufrir en ese sentido. Yo sentía una
especie de placer masoquista al ser dominada.
¡Cómo he
cambiado! ¡Cuánto me ha costado el cambio!... en depresiones y hasta mi
alcoholismo. Pepe ha evolucionado porque he cambiado y no le quedaba más
remedio... a pesar de que fue él quien me empujó al psicoanálisis y a la cama,
aunque forzosamente, matrimonial... mi virginidad a los treinta y seis años que
él mismo me agradeció nuestra «noche de bodas», la siguiente a nuestra noche de matrimonio, tan simpática, sin sexo,
con risas, amor y un baño de burbujas. Nuestro sentido del humor... Hablamos
tomando champagne, por supuesto, nos daba risa nuestra situación de recién
casados: «joven de treinta y siete años que temía no hacerlo, no poder nunca»,
«niña de treinta y seis virgen». Encantadoramente, lo veo ahora, nos reímos de
nosotros mismos mientras nos dábamos un baño de
burbujas.
¿Cómo análizar
la relación de los propios padres? ¿Cómo no caer en sentimentalismos absurdos,
o en juicios lapidarios, o en fantasías que responden a necesidades personales
para poder justificar el dolor?
Su relación
era compleja, atípica, amorosa, envidiosa y dependiente. Una vez, siendo ya
adulta, le pregunté a mi padre por qué no se separaba definitivamente.
—Mira,
Pilarcita —me contestó—, uno se enamora otra vez a estas alturas de la vida,
cuando necesita renovar su propia vida contándosela a alguien por primera vez,
y yo he construido mi vida con tu madre.
Naturalmente,
no era necesario para ninguno de los dos revalidar sus propias vidas. Se
trataba de una relación compartida, de años buenos y otros amargos, de
gratificaciones y frustraciones que creó en ellos una
variante propia de la pasión, lejana a aquella de los primeros años —que duró
muy poco—, pero que los mantuvo unidos, compensando las carencias de cada uno
y, por sobre todo, perdonándoselas.
Al hacer esta
reflexión no dejo de emocionarme con la imagen de mi madre, una mujer tan
generosa, acogedora, a pesar de su gran fisura interna, a quien con la
distancia de los años he entendido y también
compadecido. Lamentablemente, no tuve la oportunidad entonces de entender como
lo hago ahora. Mi madre era una mujer insegura en sus afectos, hija única de
una mujer de carácter muy fuerte, de gran belleza, tremendamente frívola, que
nunca fue cariñosa y que incluso le contó que casi la había abortado, pues no
quería tener hijos.
Su padre, en
cambio, era afectuoso pero muy maniático. Fue una
niña fea hasta que se convirtió en mujer, deslumbrando a todos. A pesar de ello
permaneció soltera muchos años y virgen, elemento que puede parecer privado,
pero importante para demostrar que tenía grandes inseguridades con su
sexualidad. Sigo elucubrando sobre la unión de mis padres: ¿Por qué eligió ella
entonces a mi padre, otro solterón de treinta y siete años,
también con claras inseguridades en el mismo aspecto? ¿Sería esa la clave que
los unió? ¿No exigirse explicaciones de un pasado, para uno lleno de soledades
y para el otro lleno de fantasmas?
«Lo sexual»
sólo existió los cinco primeros años de matrimonio. Los agotó el esfuerzo
infructuoso por tener hijos y la espontaneidad que eso le quita a la pasión, al
placer puro... y El obsceno pájaro
de la noche. Sí, ese libro produjo el quiebre final entre ellos en ese
aspecto, pues para mi padre implicó liberarse de una parte oculta, el Imbunche,
el Mudito, y así quedaron las cosas entre ellos.
Hubo intentos
de acercamiento pero normalmente fracasaban, y ello acarreaba dolor y
frustración para ambos. Mi madre sufrió mucho por la falta de contacto físico,
el no sentirse amada ni deseada aumentó su
inseguridad. A pesar de los reclamos que en algunas ocasiones hizo, aceptó que
la relación con mi padre se basaba en otras cosas que de igual modo la
compensaban.
Hoy, como
hija, al conocer el revés de la historia, admiro su valor de postergarse de tal
modo ante un amor que ella consideraba vital, dejando a un lado su propia
femineidad, sin olvidar la frustración que eso le produjo,
y la búsqueda de una vía de escape en sus depresiones y su alcoholismo. En este
sentido, mi padre siempre fue egoísta; él tenía un mundo propio tan grande que
pudo sublimar toda su frustración con respecto al placer.
En su diario
de 1976, mi madre se pregunta:
¿Cuál es my
thing? La he perdido de vista, siempre supeditada a circunstancias realmente
vitales e importantes de mi condición de esposa de
Pepe y madre de la Pilarcita y del sitio donde vivo.
He logrado
seis meses de abstinencia.
¿Con quién
hablar de este cansancio, de estas ganas de llorar, luego de ocho horas de
sueño, dos cafés y ahora un tranquilizante...? ¿Qué hacer?... Las
circunstancias tan favorables, por una parte, Pepe me quiere, la niña es un
amor, la vida en Sitges ideal y yo... doblada en dos
con ganas de llorar.
La raíz... en
parte... gran parte... quizás... el que no me sienta ya «mujer». La niña es tan
linda... cómo quisiera haberla parido... Cuán profunda la herida, empiezan a
desbordar las lágrimas.
¿Para qué
escribo?... ¿Para los biógrafos de Pepe? Vivir de la fama de Pepe y la belleza
de la niña, y el Peregrine, que es un receptáculo de mi amor, de mi ternura
desbordante... pero no hay más. Me ayudará la
terapia, espero... Que Dios me ayude.
Por primera
vez ella se enfrenta a la posible separación matrimonial. Recurre nuevamente al
alcohol como paliativo al dolor.
Anduve tocando
fondo hoy hasta físicamente... En un momento dado creí que me caería, que no
podía quedarme sola, pero me levanté. Tengo que enfrentarme con las
limitaciones de mi relación con Pepe, o con lo que él
me puede dar, y con mi situación en la casa... Siento a veces que Pepe me quita
a la niña y eso es peligroso.
Como he dicho,
mi padre se ha refugiado en Calaceite para terminar Casa de
campo y así alejarse de los reproches de mi madre y de las constantes
peleas que éstos ocasionaban. Por un largo tiempo, los fines de semana serán el
único momento en que veré a mi padre.
Escribe a
Chile pidiendo que le envíen ciertos muebles que habían quedado ahí y le
encarga a su cuñada Lucha unas alfombras y algunos objetos de la casa de sus
padres. Con éstos habilita nuevamente la casa de Calaceite, bastante vacía por
el traslado a Sitges, y, como siempre en todas las casas que tuvimos, el
resultado fue una ambientación espléndida y original.
Los asuntos en
el plano profesional van bien. Es invitado a todas
partes, le piden entrevistas constantemente y sus libros se están traduciendo a
casi todos los idiomas, incluso al japonés. Mi padre cree que para que mi madre
«pueda verse a sí misma» él debe estar a cierta distancia. Esto «justifica»
haberse instalado en Calaceite y dejarnos solas. En esos momentos de crisis de
pareja mi padre siente que uno interviene en el campo
visual del otro. Por esos días le escribe a su hermano Pablo:
Con María
Pilar nos queremos mucho. Pero el cariño a nuestra edad y en esta época tiene
ahora que plantearse de manera distinta a la que hasta ahora... aunque
signifique desastres. Pilarcita, muy bien, tomándolo estupendamente, espero:
qué sé yo si esto no le causará un trauma que tendrá que recuperar veinte años
más tarde por medio de qué sé yo qué tratamiento
psicológico.
Sí, me costó
muchos tratamientos psicológicos, desde la adolescencia hasta hoy, elaborar no
sólo esa época, que es una parte mínima de una historia inusual, sino la
globalidad de una vida junto a dos seres tan intensos e interesantes pero, a su
vez, muy traumatizados por sus propias historias y fantasías, las cuales
marcaron mi vida de manera determinante.
En Calaceite
escribe, finalmente, la gran novela que tiene en mente. Además, aprovecha la
soledad para enviarle una larga carta a su padre, en la cual logra encarar
ciertos fantasmas.
Qué difícil
escribirle esta carta en respuesta a la suya. No sé. En todo caso, para qué le
digo cuánto me ha dado que pensar su carta, qué pena me da, qué absurdo
encuentro un alejamiento debido quizás a frases
citadas fuera de contexto y sin explicación, que adquieren significados
independientes y autónomos de esa frase dentro del contexto que le pertenece, y
esto usted lo sabe. No es que quiera justificarme. Pero sí explicarme: a pesar
de mi cariño hacia usted, siempre le he tenido rencor, eso no lo puedo negar.
Considero que en mi adolescencia, cuando tanto lo necesitaba, no se ocupó de la formación de mi carácter, ni en aliviar
los problemas que entonces me corroían, transformando mi adolescencia en un
infierno secreto, que por ser secreto era peor; tampoco me daba ni el cariño ni
el cuidado material que me daba mi madre y a través del cual, y simbolizado en
él, yo podía adivinar una preocupación intuitiva que casi llegaba al
conocimiento de lo que yo estaba pasando. Pero esto,
papá, si bien en una época me causó un rencor vivo hacia usted, se terminó,
dejando apenas cenizas, aunque sí, éstas quedaron, y a veces, cuando el viento
las alborota, vuelven a molestarme, a ahogarme. Eso es todo. Muy simple: queda
mi gran afecto por usted, por sus cualidades de inteligencia y sensibilidad —yo
las heredé de usted, aunque como usted sabe mi imaginación es herencia de mi madre—, por su buen humor y su simpatía y
caballerosidad —cualidades que por desgracia no heredé—, mi profunda ligazón
emocional con usted, sin olvidarme del sinfín de cosas que le debo: mi
iniciación en la literatura y en las artes, tan importantes en mi vida, mi amor
por el mundo de la cultura; en fin, que es lo que me guía y me conduce.
¿Cómo puedo no
quererlo, si tanto le debo? ¿Cómo no echarlo de menos
día a día, noche a noche, cómo no desear que el siniestro mundo contemporáneo
no nos haya permitido mayor contacto en esta fase de nuestras vidas? Mantengo
mi opinión sobre ciertos puntos negativos de su personalidad. Pero ¿no es
cierto que usted mantiene sus opiniones sobre ciertos puntos negativos de la
mía? Que haya compartido estas opiniones negativas con mi hermano Gonzalo no tiene nada de raro: si no las comparto con
él, que es una de las pocas personas en el mundo que realmente quiero y con
quien tengo verdadera y total confianza, a quien siento hermano en el más
profundo sentido de la palabra, no sé qué haría con ellas, me ahogarían. Hay
cosas, claro, que a usted yo no le he podido perdonar nunca, pero que no
disminuyen mi amor por usted: su falta de carácter,
su conformismo, su pereza, y específicamente con respecto a mí, su falta de
ternura e interés (nunca olvidaré que para el matrimonio del Queno Cruz, fuimos
yo con usted a Talca, y al presentarme no sé a qué señorón de provincia en la
plaza, usted dijo: «Esto no es lo mejor que tengo, mis otros hijos no pudieron
venir»). ¿Qué puedo decirle, papá, cómo puedo mentir, justificarme, engañarlo?
¿No demuestra una fe en usted mucho mayor que el
engaño, el hecho de afrontar juntos estas cosas y reconocerlas, sabiendo que a
pesar de ello el cariño, el reconocimiento y agradecimiento, la piedad misma, y
espero que mutua, no mueran, sino al contrario, aumenten? En mi caso, sí;
espero que en el suyo también.
Hace una
semana que estoy desesperado con su carta, logrando apenas concentrarme en mi trabajo pensando en que usted, mi pobre viejo,
habrá sufrido con mis palabras. Puedo haber sido duro, injusto, papá:
perdóneme. Pero le estoy pidiendo perdón sólo por el daño, ya que no puedo
negar lo que digo. Creo que ha pasado la época, gracias a Dios, en la que los
hijos no juzgaban a los padres. Esta es una época de eterno enjuiciamiento de
las generaciones, y no puedo ocultarle que tiemblo al
pensar en el juicio que, en su momento, hará la Pilarcita sobre mí y María
Pilar.
Una vez, en el
pasado muy, muy distante, yo analicé su personalidad con un gran amigo suyo,
cuyo nombre me callo, en que surgieron todas las tormentosas ambivalencias que
yo sentía respecto a usted. Este señor quedó pasmado por la precisión del
análisis, pero desde entonces prácticamente me quitó el saludo y me han llegado rumores de que no me quiere porque «juzgué»
a mi padre. Pierda cuidado, papá, que a usted yo lo juzgo; como juzgo a mi
madre, como juzgo a mi mujer, como juzgo a Gonzalo. Sólo a mi Nana no la juzgo
porque es un ser angélico, que prefiero dejar en su estado angélico en el
mundo. Sin embargo, analizando El obsceno
pájaro de la noche desde
el punto de vista psicoanalítico, es fácil darse
cuenta de que ella es la «vieja» inicial, la Peta Ponce, la manipuladora de
conciencia y de la historia, pese a que mi conciencia quiere dejarla permanecer
en su estado angélico, supongo que por el sentimiento de culpa que me produce
su existencia... lo que quiere decir que, si a ustedes los juzgo, en esencia no
me producen sentimiento de culpa, que es la mayor liberación.
Se trata de usted y yo, y en esa relación, se lo juró papá, pese
a las ambivalencias necesarias en un ser como yo que prácticamente se alimenta
de sus complejidades, queda el balance, inmenso, maravillosamente positivo a
favor suyo y de las dotes que de usted recibí. Usted jamás me ocultó que, de
sus tres hijos, yo fui el menos querido (no por eso no-querido; esta
simplificación sólo la hice durante mi adolescencia,
cuando los conflictos eran demasiado grandes para andar buscándole cinco pies
al gato); entre usted y mi madre, amé más a mi madre, lo que no significa que a
usted yo no lo ame, le agradezca y lo respete, y mucho más a medida que los
años pasan, cuando se va haciendo, tan poco a poco, el arqueo de ceja como
quien dice.
Si pudiera,
viviría sin duda alguna a su lado. Sin duda alguna muchas
cosas suyas me irritarían, y muchas cosas mías lo irritarían a usted... pero
creo que la buena razón civilizadora, el buen escepticismo y la buena ironía
paliarían un poco estas cosas que tenderían a separarnos y nos aceptaríamos tal
como somos. Si yo lo acepto y lo quiero a usted quizás demasiado blando, como
creo que es, y demasiado egoísta, ¿por qué no me acepta usted también a mí como
soy, quizás demasiado duro y quizás demasiado
narcisista? Papá, papá, quitémonos las telarañas de los ojos y reconozcamos,
por fin y con un suspiro de alivio, que no somos perfectos ni usted ni yo. Y
que sí somos seres civilizados. Usted me enseñó la magia de considerarse tal,
el diálogo y el cariño no puede quedar interrumpido porque nuestra fantasía de
ser perfectos se rompe.
Repetirle que
lo quiero mucho, mucho, y que lo echo de menos, así
como echo de menos su cariño y su cuidado y su preocupación de padre, y como
usted, espero, eche de menos mi cariño y mi cuidado de hijo, si bien no el más
querido de los tres, ciertamente querido.
Fue la última
carta que le escribió.
Como es de
imaginar, esta relación nunca fue fácil. En su niñez mi padre jamás pudo
recurrir a él. Mi padre le leyó los primeros
capítulos de El obsceno pájaro de la noche, buscando
su aprobación y, de algún modo, lo logró; sintió que su padre apreciaba su
trabajo y lo admiraba como escritor. La literatura era un tema común. Mi abuelo
era un gran lector, leía especialmente a españoles como Ortega y Gasset y
Unamuno.
Una vez me
contó sobre su relación con su padre:
—Cuando niño,
toda mi flojera en el colegio era una forma de atraer
su atención. Yo quería que él me ayudara en mis tareas, pero nunca estuvo ahí.
Cuando sabía de mis problemas en el colegio se encerraba detrás de una puerta y
se quedaba leyendo, luego abría esa puerta para ver lo que yo escribía.
»Sólo me
apreció cuando yo fui alguien, no así con mis hermanos. La única vez que
recuerdo que sentí una admiración de su parte, fue
cuando yo era muy joven y estaba dibujando en el jardín, y él estaba ahí
también, y de pronto me miró y me dijo: ‘‘Qué estupenda cabeza de intelectual
tienes, hijo’’. Siento que no me captó, que nunca me vio a mí».
Mi padre se ha
ido a Calaceite y mi madre hace planes.
Pepe se ha
ido... y de la mejor manera... no trágica, no definitiva, ni heroica... se va a
terminar su novela a Calaceite... y me quedo sola con
la niña, podré organizarme, hacer mi vida... respirar... y lo iré a ver y será
bueno.
Estoy sola en
mi cama, con mi tiempo y mis cosas. Durante muchos años he permitido que gran
parte de mí quede sin usar. La visión de mi vida ha sido contraída alrededor de
convencionalismos y falta de fantasía. El amor ha sido en gran parte una
sensación de dependencia, apoyo mi vida en otro ser,
creyendo que el otro tiene la suficiente fuerza para los dos.
Al principio
ella enfrenta bien esta nueva realidad, pero luego la tristeza la invade y casi
no se levanta; apenas va a su terapia y vuelve a acostarse. El vacío es
demasiado grande. Descarga su dolor en las páginas de su diario.
Acaba de
llegar cable para Pepe confirmando la invitación a Bellagio. ¡Qué bien! ¡Todo le sale bien! ¡Qué envidia! ¡A mí tan
mal! Mis relaciones con la niña, pésimas. Tengo pena, pena. Qué sola estoy...
cómo me duele. Sólo mis animales. Está Eduardo (su
analista), pero
es distinto.
He estado
pensando que en realidad Pepe no me quiere de verdad, a la niña sí, por el
contrario, pero más como un reflejo de sí mismo.
Tengo que
enfrentarme con mi culpa en esta relación viciada,
privadora, negadora de placer para mí y ladrona de mis figuras femeninas, pero
también, y quizás esto sea más difícil que muchas cosas, sobre todo en eso de
negarme placer.
Pero todavía
estoy tan emocionalmente aferrada a Pepe que incluso no puedo internalizar lo
que leo sin estar constantemente refiriendo todo a él o queriendo compartirlo
con él. Sólo encuentro consuelo en los animales.
La Fundación
Rockefeller lo invita a pasar un mes en la Villa Serbelloni, en el lago di
Como, un palacio renacentista de estuco rosa-ocre, con varios órdenes de
ventanas y galerías que acogen el sol del norte de Italia. Desde su altura mira
los Alpes por un lado, otea las llanuras italianas hacia el sur, y a sus pies
se refugia el pueblo de Bellagio. La villa está
rodeada por un parque que por su extensión se asemeja a un bosque. La fundación
invita una vez al año a una veintena de destacados intelectuales de cualquier
disciplina para que en ese ambiente de lujo monacal terminen sus obras. No
incluye ninguna obligación más que aparecer a la hora de la cena en tenida
formal y degustar el menú puesto delante de cada silla, donde los invitados
toman sus puestos, después de haber consultado, antes
de entrar, su ubicación en la mesa.
Villa
Serbelloni es tan perfecta que le parece casi absurda. En su habitación, la
mesa con la máquina de escribir está frente a una ventana alta, desde la cual
se ve el pueblo por sobre los cipreses, tras un balcón repleto de glicinias, en
donde se respira el aire perfumado de lilas, flores de castaño y se aprecia una vista del lago.
Una visión
mezcla de Gustave Doré y Böcklin. En todo caso, romántico hasta las narices;
los atardeceres, aquí, son de aquellos que deben haber instado al primer
romántico a suspirar frente a un atardecer antes de que se transformara en cliché,
y las ruinas ahogadas por yedras olorosas enmarcan más villas, hoteles donde a
comienzo de siglo venían los ingleses, pero que ahora
hospedan a italianos o alemanes de medio pelo, y barquichuelos que hacen la
navette entre Bellagio y otros pueblos de la ribera di Como, que dejan sobre el
agua tranquila una estela delicada como las fibras de un ala de mariposa seca.
El lugar lo ha
conquistado. Se siente arrebatado con el ambiente, tanto, que durante los
primeros días se entusiasma con la idea de una nueva novela. Esto, como es de imaginar, significó durante esos momentos un
verdadero torbellino interior, la sensación de no querer volver a trabajar en Casa de campo nunca más. Después de tanto tiempo de estar
prisionero en el mismo tono, con los mismos personajes, en un mismo mundo,
quiere trasladarse a un estilo y a un ambiente totalmente distinto. Pero una
vez más se ve su ambivalencia. Vuelve a su diario y
escribe:
Hoy, después
del almuerzo, me di cuenta de que «it was just one of those things», y que debía
y quería volver con mi «lawfully wedded», con Casa
de campo,
aburrido y hastiado como estoy con ella, dejando la nueva novela totalmente
planeada —y es una idea corta y gloriosa— para inmediatamente después de
terminar Casa de campo. Creo que nunca había avanzado tanto en un proyecto
de novela como con la nueva, se llamará, creo yo, Fiestas de guardar, con la que estoy
entusiasmadísimo, todo sugerido por mi viaje en tren y por mis primeros días en
la Villa Serbelloni.
Las reuniones
en la noche, a la hora de comer, son un momento de «placer» intelectual,
interesantes y enriquecedoras junto a los otros invitados, gente inteligente
que sabe escuchar. Un privilegio estar con personas
sensibles, según él. Este mundo lo atrae, sin duda, e irónicamente piensa que
quizás podría tener vocación por la vida monótona y monacal. Siempre, claro, si
está rodeada de belleza y probablemente de lujo.
Desde Bellagio
le comenta a mi madre:
Hay, como en
la casa de Peggy Wheaton, un sitting arrangement todas las noches; se enciende
el fuego decorativo en las chimeneas, sirven los
lacayos de libreas, silenciosos, familiares, hieráticos; el menú delante de
cada asiento, con el nombre del vino que se servirá, todas las noches distinto.
Todos han leído la biografía de Edith Wharton que estoy leyendo; casi todos
conocen a Alfred Knopf. Han estado aquí Jessica Mitford, Steele Commager y
ponte a enumerar. Aquí vivieron Leonardo da Vinci, Plinio el Joven, Masaryk,
Adenauer... El sitio esta henchido de historia. La
principesa que regaló la villa para este propósito era una americana, casada
con un príncipe Thurn und Taxis, de los amigos de Rilke. ¿Qué más te puedo
decir? Sé muy bien que es como el noveno plato de manjar blanco... pero yo
tengo una gran resistencia para el manjar blanco cuando se trata de un sitio de
tan portentosa belleza, jardín y casa, cada pieza del
mobiliario, una joya de época, catalogada y reconocida.
Y nadie es
frívolo, aunque la conversación, muchas veces, es pesada a costa de no decir
nada... pero es preferible esa pesadez, para mí, que el gay trinar usual de los
que nos rodean, y con esta gente tengo un frame of reference que no tengo con
nadie en España.
El trabajo
durante su estadía ha sido duro, está repleto de dudas
sobre cómo va la novela, no le gusta la evolución que está teniendo. Corrige
incansablemente el draft que creía final de Casa de campo.
Si el fracaso
es demasiado total al finalizarla, tengo definitivamente estructurada una nueva
novela, más corta, más fácil, para meterme en ella y terminarla cuanto antes a
modo de antídoto del fracaso. Tengo miedo. Mucho miedo. Y no es el mismo miedo
que con El obsceno
pájaro de la noche:
es un miedo mayor.
En medio de
estas terribles inquietudes aparece su otra faceta, que nunca deja de
sorprenderme: su capacidad para combinar aspectos profundos de su ser con otros
tan simples. Otra carta a mi madre.
Voy mañana a
Milán y haré shopping, a usted María Pilar no sé. Lo chic cuesta
monstruosamente caro, porque es como siempre, Ken Scott,
Falconnetto, Luisa Spagnoli, etc. En todo caso, el viernes saldré con Luciana
Ceserani (pese a que no tiene el menor sentido del chic, sabe de oportunidades
y baraturas). Para mí compraré, como te dije, papel de muro para el baño de
Calaceite en caso de que encuentre uno lavable que sea verdaderamente extraño y
maravilloso.
Los días que
siguen son de intenso conflicto con su novela. Llueve
incesantemente en Bellagio. Luego, la niebla lo inunda todo.
Uno está
prisionero en este lujoso hospital amarillo, anaranjado, de espejos enormes
pintados con chinoiserie veneciana, con enormes arreglos florales en la loggia,
con las altas ventanas abiertas al jardín dibujado por Plinio el Joven, mirando
el pueblo, allá abajo, donde vivieron Cósima, Lizt y Wagner, el romántico lago
lleno de penínsulas que parecen islas repletas de
cipreses altos como las torres de San Giminiano, y las silenciosas
embarcaciones que se acercan a ellas como al son de La
isla de los muertos, de
Rachmaninov y de Böcklin.
Se hace amigo
de Ernst Mayr, profesor de Harvard, biólogo de setenta y cinco años,
inteligente, tierno y humano. También de otras personalidades de impresionantes
trayectorias, pero quien realmente lo cautivó fue un
anciano, de esos que ya sólo producen algunas universidades inglesas, cuyo
libro versaba sobre un tema apasionante: la vegetación en el Mediterráneo en la
época de Julio César.
Mi padre, de
hecho, se dedicó a recorrer los jardines de la villa con el anciano, quien le
contaba detalles de cada planta que encontraban en el camino. Conoció también
al australiano Premio Nobel de Medicina sir John
Eccles. Mantenían largas y complicadas conversaciones que resultaron fatales,
pues mi padre le comentó el ataque convulsivo que había tenido en Calanda años
atrás, y éste, sin ningún preámbulo, le dijo que lo más probable era que
tuviese un tumor cerebral.
Esto fue el
fin de su estadía en la Villa Serbelloni.
Mi padre le
escribió desesperado a mi madre, diciendo que se
estaba muriendo y que, por favor, hiciera venir desde Chile a su hermano Pablo,
neurocirujano, para que pudiera operarlo. Apenas llegó a España se tomó un
escáner que resultó absolutamente normal.
Ante la
inquietud que despertó el posible tumor cerebral, se queda en Sitges junto a mi
madre y a mí, cosa que me puso muy contenta.
Desde Chile,
su cuñada le escribe explicando la necesidad de
vender la casa de avenida Holanda, donde vive junto con mi abuelo, la Nana y
Martín y Claudia. Mi padre firma un poder notarial para que se ponga a la venta
la casa. La idea de esta pérdida lo hace pensar en ir a Chile a pasar la
Navidad. Yo voy a cumplir diez años y aún no la conozco. Mi padre quiere que
tome contacto con ese mundo antes de que desaparezca para siempre su núcleo central, la casa de avenida Holanda.
Le escribe a
su cuñada:
Vamos a Chile
en diciembre. Esperamos pasar las vacaciones todos juntos en Av. Holanda, las
últimas vacaciones familiares, me imagino. Tengo ganas, al mismo tiempo que
miedo, de esta reunión con todo tan cambiado. Espero que hasta diciembre la
casa aún esté en pie y mi padre viviendo en ella para que la alcance a conocer mi hija. Pero claro, si las cosas están muy avanzadas,
y conviene hacer otra cosa, vender antes, avanti: no hay que perder la ocasión.
A mi padre,
como al resto de la familia, le preocupa lo que pasará con mis primos Martín y
Claudia, quienes viven en la casa junto a mi abuelo. Su padre, Gonzalo, está
trabajando como médico en el extranjero y su madre, Gaby Plate, vive en Suiza
con el hijo menor, Gonzalo, el Pocho, de manera que
pide que se les proteja lo más posible. Si hubiera testamento, le parece que la
cuarta y libre disposición debiera ser para ellos. También le preocupa que se
vele por sus propios intereses. Le escribe a su cuñada, encargada de solucionar
todo lo práctico, de manera generosa.
Te ruego,
Lucha, que veles también por mis eventuales intereses y: 1) que si se compraran casas con lo que dará la venta de
Holanda, quedemos protegidos nosotros, si no favorecidos; 2) que se haga de
manera que por ningún motivo haya dificultades, ni peleas, ni alejamientos en
la familia, y agregaría una tercera condición; 3) que mi Nana también quedara
favorecida y protegida. Pero me imagino que esta condición casi no es necesario
hacerla, ya que sé que a ella nada le faltará.
Para qué te
digo las ganas que tengo de verte. Mi cariño por ti no disminuye, y te echo de
menos, como asimismo echo de menos tu casa y tus niños y tu familia. Y me hace
mucha ilusión que Pilarcita los conozca y los quiera, lo que no dudo sucederá.
Para mi padre,
la venta de la casa también significa la esperanza de cierto alivio económico.
Lleva cuatro años escribiendo Casa
de campo y vive de lo que le producen las ventas de sus libros
anteriores, pero sus ganancias son irregulares, con la incertidumbre de cuándo
llegarán estas liquidaciones. No tiene ni seguro de vida, ni retiro, ni
capital, ni rentas fijas mensuales. Vive en una constante zozobra económica.
La Navidad de
1977 la pasamos en Chile. Yo viajé un mes antes con mi tío Pablo, que estaba en
Europa en ese momento, y me invitó, pues mi prima
Pascuala se casaba en noviembre. La idea de conocer cuanto antes a la familia
me tenía muy excitada. Recuerdo bien ese viaje, eterno, pero al llegar al fin a
tierra chilena nos esperaba toda la familia: los hijos de mi tío Pablo, Pablo, Pascuala,
Sebastián, y detrás de un ventanal, Cristóbal, el Toby, que sería el amor de mi
vida, padre de mis tres hijos y mi marido por casi
veinte años. Luego, en diciembre, llegaron mis padres.
Esas navidades
fueron inolvidables. Mi padre se dedicó a ver a todos sus amigos, a pasar de
cóctel en cóctel; mi madre, a su vez, aprovechó de estar con sus padres, que en
ese momento estaban en Viña del Mar.
Yo me dediqué
a mis primos, a disfrutar de todo lo que este mundo me ofrecía. Conocí la casa
de la avenida Holanda y me envolvió su magia.
Reconocí el ambiente que me habían descrito tantas veces, la luz reflejada
entremedio de las hojas en el jardín; las empleadas en el fondo de la casa
preparando la comida y desde donde los aromas salían invadiéndolo todo, y la
presencia aún notoria de la Titi dando vueltas, haciéndose sentir. Todo un
mundo familiar, pero al que nunca logré pertenecer ni aun
ahora, quizás porque no tuve ese denominador común de todos ellos, que desde
luego importa aún más que el vínculo sanguíneo.
De vuelta en
España, mi padre parte de inmediato a Calaceite para terminar Casa de campo, dejándonos nuevamente solas en Sitges.
Por momentos,
el trabajo se le torna duro y la soledad, que creí lo ayudaría, se le vuelve en
contra. Su estadía se prolonga desde abril hasta
agosto de 1978.
Sus diarios de
esos días son muy metódicos, siguiendo pautas, anotando horarios de trabajo,
expectativas de cumplir cierto número de páginas por día, problemas que se le
van presentando, retrocesos.
Tratará de
resumir este período del trabajo que culmina con la palabra FIN de Casa de campo.
Mala la
predicción para esta semana. Ayer pasé todo el día en
Alcañiz porque se me estropeó la máquina de escribir y cuando llegué de vuelta
estaba Pedro Cristián García Buñuel, que pasó la tarde aquí, hablando, como si
le hubiera pedido yo que viniera, del problema de envejecer. Por lo tanto no
escribí nada.
En todo caso,
he vuelto al trabajo. Me está costando mucho esta sección que yo creía tan
fácil. ¿Cómo seguir?
Y de pronto
estoy contento otra vez y creo que las cosas van para adelante. ¿Estoy o no
contento? No sé. Hoy por lo menos escribí el mejor día de una semana NO
brillante.
En el mejor de
los casos, quince páginas al día (será más pero con correcciones y días en que
el trabajo no dará eso). En veinticinco días son sólo 375 páginas y necesito un
total por lo menos de quinientas, eso sería veinte
páginas diarias, pero dudo que lo pueda mantener.
¿Por qué
Carmen Balcells haría fotocopiar la novela en la versión que leyó ella? Que me
demande.
Perezco de
ganas de ponerme a escribir El bisonte, novela divina y
cachonda con escenas cómicas. La idea de leer humoristas ¡no me apetece nada!
Lista:
1) Cándida.
2) Sentimental
Journey.
4) ¿Vonnegut?
5) Otros
americanos modernos, but I don’t like them.
6) Not Jane
Austen AT ALL.
Hoy regresaré
a Sitges. El ventarrón obsesionante, el río. La sensación de que las criadas
Lourdes y Anita are «out to get me». Todo desazonante. ¡El frío que hace! ¿Qué
fue lo que anunciaron de Pinochet en la televisión anoche? ¿Que ha formado un
gobierno con civiles? ¿Un Sergio Fernández (Larraín)?
¿Qué pasa? Maldita novela esta, que si no fuera por ella podría volver
tranquilamente a Chile, como Jorge Edwards. Pero después de publicarla tendré
mucho miedo, con la más profunda desesperación me doy cuenta de que NUNCA podré
volver, que Chile debe permanecer un mundo sellado para mí, ahora, cuando tanto
y tanto lo necesito. En fin.
Con nueve
horas de trabajo al día, que representan dos meses de
trabajo, podré terminar a fines de junio, no de julio. No sé si me va a dar el
aliento para tanto, tan cansado estoy, y tres meses más me parece horrible,
pero dos me parece posible y hasta agradable. Seguro la pesada de la Carmen
Balcells, cuando llegue de regreso de Río la primera semana de mayo me va a
decir: «Bah, creí que me la ibas a tener terminada
completa», porque ella, como María Pilar, como Pilarcita, como todas las
mujeres, por lo menos las que me rodean, es insaciable. Pero decirle que me
faltan sólo dos capítulos, que le podré entregar dentro de una semana, la
calmará, estoy seguro, y capaz que hasta se ponga contenta. Lo importante ahora
es sacar fuerzas no sé de dónde para terminar el capítulo «La llanura» y quedar
en paz conmigo mismo. ¡Oh, las vacaciones, las
vacaciones maravillosas que voy a tener cuando termine! ¡Definitivamente
solitarias! Y después en familia. Pero mis vacaciones solo con lo que me
interesa, probablemente en la India, casi seguramente, en realidad. Otra
posibilidad sería Londres. En fin: La lechera.
Ahora a leer a
Jorge Edwards, Los convidados de piedra. Mala, mala hasta la página
sesenta. Luego, estupenda, por lo menos las escenas
del cuadrillaje, de las fiestas de periodistas, de la cárcel. Antes es caótico,
demasiado coral, y no agarra interés. Después sí, definitivamente sí.
Mi madre sola
en Sitges. Los días pasan lentos y mientras mi padre está en plena
efervescencia creativa, ella reflexiona sobre sí misma y su vida.
Estoy sola en
casa, rodeada de mis animales que tanta falta me
hicieron mientras estuve en Chile... el Peregrine y el gato Vaska, los que más
me quieren, están junto a mí... y es un día de sol tan lindo...
Bajo esa
felicidad... toda la carga de mi depresión coexistiendo.
En todo caso,
la satisfacción de la soledad para sufrir en paz, junto a los animales.
Ya tendré
tiempo para ordenar la casa y esperar a Pepe cuando venga.
Cómo me cuesta... o no puedo moverme... quizás no lo haga hasta que lleguen y
me ayuden... no tengo que hacer las cosas realmente. No me muevo. Me doy este
gusto en medio del caos total de esta casa.
Unos días
después, su estado anímico es evidente.
Llegó el
correo lleno de gratificaciones para Pepe... invitaciones, póster de la
película El lugar sin límites, noticias de un libro sobre él; para mí, sólo el compartirlo y ni siquiera eso me
deja... Sólo me quedan mi analista y mis gatos... y el perro.
Pepe le dijo
al Kuky que sólo le queda libido para lavar los platos. How sad!, How true!
Tomo Tranxilium
más una cerveza.
Mi padre, en
cambio, en la tranquilidad de Calaceite y desconectado de toda la realidad
familiar, se encierra a trabajar. Apenas se levanta
se pone su tradicional chilaba blanca sobre su pijama y sin lavarse ni la más
mínima parte del cuerpo —característica muy suya la de evitar el baño— sube a
su buhardilla, se sienta a escribir y sólo se levanta cuando el cansancio o el
hambre se apoderan de él.
Anota el 8 de
abril de 1978:
Estoy
durmiendo mal. Poco. Pero no importa porque escribo. Hablé anoche con María
Pilar, está totalmente comprometida con los problemas
de nuestro sobrino Martín y con la primera comunión de la niña: vestido largo
para la niña, almuerzo para cincuenta personas: terrible y sórdido. Pero no
incomprensible. Hablé con Magda: llega la Carmen la primera semana de mayo. Le
tendré dos capítulos terminados (cien páginas) y probablemente medio capítulo
más. ¡Maravilla!
Me mandé a
hacer una chaqueta, blazer azul de alpaca de verano,
sensacional, y me haré un par de pantalones. Carísimo. Pero no importa. Mil
pesetas, lo que es mucho, pero no un escándalo. Are things beginning to fall in
place? Maybe.
Ahora, la
pauta rehecha (y el handle) para estas dos últimas partes. El handle
—estupendo— para la importantísima sección final lo tengo. Pero no tengo el
handle para la sección de hoy, que deben ser por lo
menos seis páginas, y de las más importantes de toda la novela. Sin embargo,
pienso en «El bisonte arrodillado junto al fuego». Pauta as follows...
Me parece que
está bien, aunque no me gusta el principio.
Va a ser
APASIONANTE inventar el próximo capítulo. He hecho una página: tres horas por
página. Quedan ciento cincuenta páginas = cuatrocientas cincuenta horas = cuarenta y cinco días, si trabajo diez horas,
es decir, un mes y medio. No angustiarme. No aterrarme. Mantener la calma y
seguir, seguir, seguir.
Había pensado
rehacer y recopiar este capítulo, el once. Pero no lo haré. Lo llevaré a Sitges
para leérselo a María Pilar, y luego, la semana que viene, lo llevaré junto al
capítulo doce, «El mayordomo», para que lo fotocopien.
Su método de trabajo es riguroso, como se refleja en sus
diarios. Perfila las características de todos los personajes, haciendo una
especie de biografía de cada uno de ellos, sigue su evolución a medida que la
novela va adquiriendo fuerza y desarrollo. Otra parte interesante de su trabajo
son las listas de palabras que quiere usar en algún momento, o de frases de
otros autores que llaman su atención, como de
Fitzgerald, Tolstoi, o de alguna novela que esté leyendo en ese momento.
Estoy
absolutamente dichoso; he trabajado mucho y me ha cundido maravillosamente, en
la mañana terminé el capítulo «La llanura», que era el gran escollo con el que
no me atrevía a enfrentarme, y ahora ha salido como por un tubo, con esto de
quedarme aquí y trabajar diez a doce horas al día. ¿He estado aquí, cuánto? Llegué el 25 de marzo más o menos y estamos a
18 de abril: veintiún días para completar este capítulo. ¡No está mal si se
considera que es terreno totalmente nuevo!
Más adelante:
Guerra de
Wenceslao contra los falsos políticos «modernos». ¿Quién? ¿Malvina? No lo sé.
Dependientes de los extranjeros y de los Ventura. Contra los Tomic, los Gabriel
Valdés, en la vida; en el fundo, contra los Jorge
Edwards, civilizados, sabelotodos, mundanos.
Por otro lado,
guerra de Wenceslao contra los saboteadores y terroristas, como Valerio y
Teodora. ¡Con decir que estoy encontrando la obertura de El conde de Luxemburgo, de Franz Lehar, encantadora.
Así estoy de bien.
El humor es
algo que a mi padre nunca le faltó, y quien tiene la virtud de la palabra
asociada a la profundidad de la ironía, se vuelve aún
más sátiro. A veces esa ironía era incluso lapidaria. Podía hacer daño con
comentarios al pasar, casuales, dejando la duda de si había sido realmente su
intención herir tan profundamente o si ni siquiera se había dado cuenta de la
magnitud de sus palabras.
Recuerdo una
vez, estando casada, una revista de decoración me pidió fotografiar mi casa, y en la introducción compararon mi estilo con el de una
princesa inglesa, comparación bastante exagerada, desde luego, pero cuando mi
padre lo leyó, me dijo riéndose:
—Pero cómo
«princesa inglesa», si no has hecho nada ni para ser cajera de supermercado.
Quedé dolida,
con la sensación de que no me valoraba, pero, con el tiempo, entendí que el
comentario era parte de una broma cotidiana. Cada vez
que algo no me resulta, río diciendo:
—De princesa
inglesa a cajera de supermercado.
Hay algo en lo
que debo ser justa: usaba esa misma vara consigo mismo, sabía reírse de sí
mismo, de su propia fantasía, de su aburguesamiento, de sus «mentiras-ficción»,
de su frivolidad. Así, por ejemplo, en un discurso que dio cuando lo
condecoraron con la Medalla Alfonso X el Sabio, se
refleja esta característica:
Un periodista
me preguntó si Julio Méndez, el escritor que aparece en una de mis novelas, es
un autorretrato. Le contesté que sí. «¿Cómo?», me preguntó, «¿si Julio Méndez
es un fracasado y usted no?». El secreto, dije en mi respuesta, es que todo
éxito lleva implícito un fracaso. Es necesario conservar la medida irónica de
ser un fracasado pese a todo. Este fracaso, aunque a
veces imaginario, no deja por eso de ser doloroso. Y este dolor y esta ironía
controlan la capacidad de reírse de uno mismo, impidiéndole a uno hablar de MI
OBRA, como si estuviera en papel biblia y con cantos dorados, y uno fuera a
explicar el mundo desde la altura de su propia estatua ecuestre, como decía
Huxley.
En muchas
ocasiones le preguntaron sobre su huida a Magallanes cuando
joven, pensando que esa etapa había marcado un hito en su vida. Pero para él
era una experiencia sin importancia, por eso otro ejemplo de esta ironía se ve
reflejada en una entrevista, cuando yo creo que simplemente por entretenerse
sobre ese momento de su vida, o por tomarle el pelo al periodista, contó:
Yo hacía mucha
vida social en ese entonces, iba a fiestas, bailes y de pronto me dio una especie de asco todo eso, al mismo tiempo leía
mucho a escritores, como Thomas Wolfe, libros sobre Nueva York, mucho Jack
London, ese mundo de hombres que hacen la vida exterior, eso me sedujo mucho y
quise también ser como ellos y abandonar esta vida de «le petit Marcel»
(Proust) y me aburrí y quise un cambio de piel, quería ir en busca de vivencias
fuertes.
Me fui en un
barco, en tercera clase, al lugar más lejos que
pudiera ir dentro de Chile. Llegué al estrecho de Magallanes. Busqué trabajo en
una estancia como peón, luego me ascendieron a cadete, hice de ovejero, me
levantaba a las cinco de la mañana, ensillaba mi caballo y me asignaban un
potrero, para cuidar a las ovejas, que no era con «cayado» a lo María
Antonieta, tenía que recorrer el potrero de un extremo a otro, y esto me tomaba todo el día. Tenía que matar las
ovejas que se habían caído y descuerarlas. Son muy estúpidas las ovejas, tienen
un «IQ» muy bajo, se caían de espaldas cuando tenían mucha lana y no se sabían
poner de pie y venían las gaviotas y les comían los ojos y la boca, la lengua,
y yo a las que quedaban así tenía que matarlas, degollándolas y descuerándolas.
Luego,
simplemente me aburrí y me fui.
La verdad es
muy distinta. Lo pasó mal, se aburrió, pasó muchísimo frío, no logró escribir.
Lo que sí hizo fue leer Marcel Proust completo, y si la «experiencia vital» de
Magallanes no significó nada, la lectura de Proust y el aprendizaje de «la
conciencia de la utilidad del tiempo perdido» fueron importantísimos.
No aguantó más
en esa hacienda en Magallanes. Empezó un largo viaje
hacia Buenos Aires. Tomó un precario autobús hasta Río Gallegos. Ahí, en un
café, conversó con camioneros hasta que uno de ellos lo llevó hasta el pueblito
de Trelew, enclavado en medio de la pampa patagónica. Desde allí siguió en otro
camión hasta Bahía Blanca, donde tomó el tren a Buenos Aires. Describe su llegada
a esta ciudad tan novedosa para él:
En el terminal
de Retiro dejé mi maleta y compré un diario. Caminé
por la recova de Leandro Alem mirando a la gente y abrí el diario en la sección
espectáculos. En el Teatro Colón, esa tarde, el Cuarteto Lehner ejecutaba el Cuarteto Dórico, de Ravel, uno de mis músicos
preferidos. Tomé un taxi que me llevó «a Colón...», compré mi entrada para
galería y crucé a la plaza Lavalle a esperar que comenzara el concierto
hojeando el diario y observando a la gente que por
allí transitaba.
Encontró
trabajo como mesero en el puerto y dormía en el camastro de una pensión de mala
muerte. Esto, pensó, era lo que en las novelas se llamaba «vivir intensamente».
Me sentía Jack
London, Hart Crane, Melville, Conrad, Thomas Wolfe. Pese a mis esfuerzos, me
sonaba falso mi empeño por acercarme a mis compañeros de trabajo y de albergue, y continuaba esclavo de unas señas que
me identificaban como burgués y como intelectual en ciernes. Pero tuve, en
cierta medida, suerte: me enfermé de alfombrilla con fiebre muy alta. Me daba
vueltas y vueltas en la cama como pollo en el asador, sudando en sábanas
fétidas a otros cuerpos. No tenía amigos ni médicos que me atendieran. Hasta
que el único amigo que tenía, Enrique Ezcurra, llamó
por teléfono a mis padres a Santiago, que en veinticuatro horas lograron
presentarse para cuidarme. Accedí a volver a Santiago. Mi padre había ido a
rescatarme, e hicimos las paces, pero no sin señalarme: «Mal fin para esta
primera salida de Don Quijote». Y prosiguió agorero: «Veremos cómo te va en la
segunda».
Fin de las
aventuras: no se me dio «lo real» donde lo buscaba. He escrito sólo un cuento sobre esta «primera salida de Don
Quijote», como la llamaba mi padre, y recuerdo esos tiempos sólo cuando leo las
contraportadas de mis libros, que rara vez dejan de señalar esa salida como un
exótico episodio de mi juventud, no como la modesta rebeldía que fue.
La estadía en
Calaceite se prolonga y sus momentos de descanso los dedica a leer y a releer.
Comenta a propósito de Los
convidados de piedra, de Jorge Edwards:
Es el recurso
de la mía, para empezar, lo que no deja de ser interesante y lo que significa
que inevitablemente las van a comparar. En fin. Ya veremos. No es una obra
maestra más que a nivel chileno, políticamente es cuidadosa, inteligentemente
cuidadosa, lo que no significa que sea cobarde. ¿Significa acaso que sea
oportunista? No, pero sí hay algo de cierto: y es que
es una novela por, para y sobre esos señores zapallarinos que Jorge mismo
describe. Es la limitación estética de la novela. ¿Cómo compararla con la mía?
Desde luego, la de Jorge es más para leerse en Chile. Afuera, la gente no va a
tener el mundo de referencia necesario para apreciar lo que vale... lo que
significa que no vale tanto. Tiene lo violento, lo sensual y sexual, estupendo. Y, sin embargo, no es una novela densa. Al
contrario. Es una novela muy humana, muy carnosa, muy cálida, no sin poesía y
con mucha pasión. Mucho mejor de lo que yo creía que sería. ¿Qué irá a pasar
con Casa de campo? Después de la novela de Jorge, estoy aterrado
con lo que estoy haciendo. Y me entran todas las dudas sobre si es o no es
lícito.
Su velador
siempre estaba repleto de libros que separaba en
montículos: «por leer»; «volver a leer»; «leídos y con comentarios». Estos
últimos eran los más especiales, pues no sólo hacía notas al margen sobre lo
que le interesaba, sino que al final siempre había un listado de palabras que
él había rescatado y que quería usar en algún momento.
Quiero
comenzar a leer Juan sin tierra, de Juan Goytisolo, que me
espera sobre el velador. Ada, de Nobokov, y luego
terminar Tiempo de silencio, por el que no siento ningún
entusiasmo.
Sus
influencias literarias son claras. Cuando niño comenzó a leer los clásicos de
la literatura infantil: Julio Verne, Salgari, Dumas, Feval. Luego, fueron otras
cosas: las vidas de Wagner, Chopin, Liszt, Luis II de Baviera; libros prestados
por una tía romántica que tocaba el piano, la que
también le dio a leer novelas de moda de esa época: Somerset Maugham, Stefan
Zweig, Margaret Mitchell. Su padre puso en sus manos obras de Balzac y
Stendhal. Pero lo que lo marcó profundamente fue la literatura anglosajona
durante su estadía en el colegio The Grange. Leyó primero a Shakespeare,
Virginia Woolf y James Joyce. Aunque tampoco dejó de lado ni a los clásicos
rusos, como Dostoievski o Tolstoi, ni a los franceses
ni a los americanos, como Faulkner y Fitzgerald.
Por más libros
que hubiera, en la soledad de Caleceite, Chile seguía siendo un tema tan
recurrente como doloroso.
Puedo decir
una cosa: que en toda mi vida, NUNCA, como hoy, he deseado tan violentamente
volver a Chile, ver el Pacífico, tener PAZ, esa paz que nunca tendré, ahora lo
sé, fuera de Chile. ¿A quién tengo en Chile? La
verdad es que a nadie. Alberto Pérez me pareció infantil y no demasiado
inteligente, puro fracaso, pura locura; Fernando Balmaceda, frío, no
interesante, tal vez oportunista; Pablo, mi hermano, estilizado, gélido,
aterrado, castrado, infantilizado; Javier Sierra, demasiado homosexual para ser
interesante, homosexual conservador, regodeándose y gozando sus prejuicios;
Cucho Larraín, loco del todo, no hay donde dialogar.
¿Quién más? No sé. No sé. Los jóvenes Enrique Lihn, Cristián Huneeus, más
soportables, aunque no me veo intimando con ninguno de ellos. ¿O será que en
Chile uno no necesita intimidades personales, porque tiene intimidad con el
país y con su clase? Es probable. En todo caso, quedan las mujeres, que en
Chile siempre han sido lo más interesante, y con las
que siempre he mantenido mejor relación que con los hombres: mi sobrina Claudia
Donoso, sobre todo; mi cuñada Lucha Larraín, la Marcela Vicuña, la Pilar
Valdivieso, la Techy Edwards y la María Elena Gertner y la Rosita Orrego,
todas, de una o de otra manera, imposibles, momias, borrachas, incultas; la
gran Inesita Figueroa, helada, un témpano de falsedad y hielo, aunque
inteligente y bella. ¿Quién más?
Pero tengo la
sensación, de nuevo, como con los hombres, que hay infinitas posibilidades de
reanudar, de recomenzar, de descubrir, todo dentro de un marco conocido y
querido.
Su sobrina
Claudia siempre fue para él la imagen de su continuidad. Veía en ella
inteligencia, capacidad, pasión, curiosidad, interés por las letras que tanto
le importaban. Trató muchas veces, eso sí, de dirigir
sus intereses, pero Claudia siguió su propio camino, logrando ser «la»
periodista cultural de Chile y que además incursionó en otras áreas creativas,
publicando su libro Insectario amoroso, prosa poética
de gran calidad.
Muestra de
ello es lo que mi padre escribe en su diario en 1978, mientras su sobrina aún
estudiaba Periodismo. Allí elucubra sobre cuál es la especialidad que ella debe elegir. Manipulador, como muchas veces, y
esperando que todos cumpliéramos con sus expectativas, pero a la vez con un interés
real y sincero por darle al otro herramientas que él consideraba indispensables
para la vida.
Pensar en
mandarle libros a la Claudia, algo de crítica literaria The Use of Poetry and The
Use of Criticism, de
T. S. Eliot, me parece algo realmente brillante. Tal
vez, Extraterritorials será también algo interesante
y, desde luego, algo de Bunny Wilson. Creo que con estos tres libros estaremos
al otro lado por el momento en lo que se refiere a crítica literaria, no sé si
está en castellano The Common Reader, y si está, sin duda
me parece que tengo que mandárselo, porque es importante. Estos libros, más Against Interpretation, formarán una buena e
interesante pequeña biblioteca de crítica literaria,
con estos libros podré cambiarle la vida a la Claudia, darle un enorme
estímulo, que es lo que quisiera. Voy a ver qué tengo aquí, creo que la Sontag,
que se lo mandaré hoy mismo, si lo encuentro.
Están tocando
jotas en la plaza y no me puedo concentrar, espero que este horror no dure
demasiado, no dure toda la mañana, porque sería uno de esos desastres impensables.
Se siente
atrapado, sin saber muy bien qué hacer. Piensa en posibles viajes, en ser joven
y vital otra vez, pero se enfrenta al deterioro y divaga sobre su frustración.
Quisiera ver
de nuevo a Félix de Azúa. Es tan inteligente, tan bello. ¿Qué será de él?
Quisiera que me viniera a visitar aquí con Javier Marías. ¿Pero por qué pienso
en ellos? ¿Tengo tan poca gente en quienes pensar, que pienso en Javier Marías y Félix de Azúa? Shadows of Joan
Benet. ¿Lo vería a Joan Benet en Madrid? Tengo ganas de ir a Madrid. Tengo
ganas de ver a Víctor Ajote, de quien tengo excelentes recuerdos. ¿Hace cuánto
de eso, un año, más de un año? Increíble. Y es lo más satisfactorio que
recuerdo hace tanto tiempo. ¿Diez años o más? Probablemente, y aún pienso en él
como la salvación, el Teizio que no da vida ni cosa
que remotamente se le parezca. No lo seguiría al fin del mundo. Me molestaría
verlo demasiado seguido, más de dos veces al año, por ejemplo, y eso que es mi
única experiencia sexual satisfactoria en más de un decenio. ¡Qué poca
importancia tiene para mí lo sexual y, sin embargo, cómo estoy de encadenado a
mis sucios escombros! ¿Por qué no tener un amor con Víctor Ajote? ¿Verlo en
Madrid, por ejemplo, cuando nos traslademos a vivir
allá? ¡Qué pereza! Realmente no le veo interés ni futuro. ¿Estoy equivocado,
entonces, en lo que se refiere a mi naturaleza sexual? Probablemente. En todo
caso, ya no tengo tiempo, cincuenta y tres años y bastante débil, para echar
pie atrás. Lo que sí quiero, después de terminar Casa
de campo,
es sentirme bien físicamente: delgado, fuerte, tostado,
bello, excelente salud, una vez que tenga a la «pasajera cotidiana» bien
acomodada (acordarme de usar esta maravillosa expresión).
¿La palabra
placentero viene de placenta?
«La nostalgie
de la boue»: se me había olvidado esta frase magistral.
Quizás es aquí
donde yo deba enfrentar un tema esencial: su homosexualidad. Aún ahora, con la
distancia, me parece dudosa, en el sentido de que esa
parte de él era una máscara más. Una vez me dijo:
—Lo que hay
detrás de una máscara nunca es un rostro. Siempre es otra máscara. Las
distintas máscaras son una herramienta, las usas porque te sirven para vivir.
No sé qué es eso de la autenticidad. Lo que sé es que la vida es un complejo
sistema de enmascaramientos y simulaciones.
Desde esta
perspectiva creo que esta arista de mi padre fue
«una» de las tantas máscaras y no la única, como algunos hoy quieren definirlo.
Debo reconocer que hay episodios de mi vida en que esta máscara se dejó
entrever, aunque siempre la mantuvo muy protegida ante mí. Una vez, cuando yo
era una niña de unos siete años, peleé en la plaza de Calaceite con un amigo al
que le grité «¡maricón!». Lourdes, que trabajaba para nosotros, escuchó casualmente mientras caminaba hacia mi casa y le contó
a mi padre. Enfureció, me enfrentó con dureza y me pegó una cachetada, cosa que
nunca había hecho y nunca volvería hacer. Me exigió que fuera a pedirle perdón
al ofendido. Mi desconcierto fue grande, pero intuí de algún modo que esa
palabra que yo aún no entendía bien era, para él, algo doloroso.
Muchos años
después, cuando me entrevistaron para un reportaje
sobre hijos de famosos, me pidió que no contara que nosotros hablábamos de
decoración. Me pareció un poco ridículo, pero lo acepté y nuevamente intuí el
porqué, sin saber aún la envergadura que esto tomaría después, con la
revelación hecha en Chile por el diario La Tercera, a
propósito de sus cuadernos guardados en la Universidad de Iowa.
La confirmación
de esta posibilidad, aunque la había negado por
completo, ocurrió en un almuerzo en la casa de Santiago, en un día común y
corriente. Sentados a la mesa como siempre, comenté que era una pena que un
escritor joven que conocíamos fuese homosexual, pues lo encontraba muy
atractivo. Hubo entonces un gran silencio que se prolongó en el tiempo y quedó
detenido por la sombra del dolor. Mi padre se levantó disimuladamente, como un fantasma. Pero ahí vino la tormenta. Mi madre
me miró y me dijo:
—Le has
causado un dolor muy grande a tu padre con ese comentario.
Sin entender
muy bien todavía, pero sintiendo una culpa inmensa, el peso de la «realidad»
(que no es la «única» realidad) cayó sobre mí. Mi madre prosiguió:
—¿Es que acaso
no sabes que tu padre tuvo experiencias homosexuales cuando era joven?
Quedé sin
habla, atontada, pero sobre todo furiosa con mi madre por su falta de
delicadeza al cargarme la culpa por herirlo. Él nunca me dijo nada, ni una
palabra. Se «corrió el tupido velo», como hacía también él. Pero no importó,
nada cambió, ¿o sí?
De pronto, al
conocer otra de sus máscaras, una de las más ocultas, lo vi más humano, más
terrenal ante mis ojos de hija, de manera que
simplemente comprendí o quizás también preferí «correr el tupido velo».
Mientras está
en Calaceite, sus idas a Sitges no le son muy satisfactorias, pues son tiempos
de crisis matrimonial, y mi madre no logra sobreponerse a su depresión. Mi
padre no contribuyó mucho a su mejoría tampoco; él prefería desentenderse.
Acabo de llegar
de regreso de Sitges. Definitivamente el cariño por
María Pilar se está gastando. Weekend horrible, crueldad increíble de María
Pilar hacia Pilarcita: odio, insensibilidad, crueldad. Odio a María Pilar, la
gran víctima, incomprendida. Ya no juego más su juego. Mi corazón, eso sí,
siempre por Pilarcita. La pelea fue siniestra. Mujer totalmente desequilibrada.
Estoy destrozado, no sé si voy a aguantar mucho más.
Cosas buenas:
Posibilidad de una versión teatral de El obsceno pájaro de la noche.
Le leí a Kuky
y a Martín los capítulos recién hechos. Felices.
Visita de
Conchita Buñuel.
¿Por qué no
Tánger? Escribir a Paul Bowles, a Stefan Foster, a Juan Goytisolo.
Y si me separo
de María Pilar, que ahora parece un hecho real y no demasiado remoto, ¿volveré
a rejuvenecer, a revivir? ¡Qué curioso, qué complejo
es esto de las relaciones!
Por momentos
mi padre siente que todo le sale mal. Que está enfermo. Que no podrá terminar
jamás su novela. Todo es caos. La soledad y la desesperación lo invaden y
ocupan las páginas de esos días.
Tocan las
campanas de la iglesia insistentemente, absolutamente, tienen que ver conmigo.
Quiero irme de aquí. Iré a la farmacia a ver si me venden Valium 5, que puede ser un buen cambio.
Piensa en
regresar a Chile, aún bajo el gobierno de Pinochet, pero la comprensible
negativa de mi madre lo hace volver a la realidad. En tanto, lo económico sigue
siendo y será una preocupación.
Estoy
preparándome para grandes entradas de dinero. Pero tengo que mantener el más
estricto orden, porque de otro modo me caotizo totalmente. Si me dieran, por
ejemplo, veinte mil dólares por mis papeles (lo
dudo), mandaría diez mil a Suiza, to save, le regalaría cinco mil a María Pilar
para su cuenta y para que fuera independiente, y pudiera gastar en lo que ella
quisiera, sin consultarme, y cinco mil para mí, para hacer un viajecito, Chile,
USA, India. También un viaje más pequeño con María Pilar, de puro agrado. Si
pudiera comprarme una bellísima mesa de escribir, la
gran, la definitiva mesa de escritorio, por Dios que sería feliz. Una mesa
francesa o italiana, con bronces, sería sensacional. Pero es probable que eso
sea mucho más caro, ya vendrá, es decir, con el dinero de Casa de campo. Ahora comienzo a trabajar, recién a mediodía. Me
siento mejor de salud con el supositorio de Espasmo-Cibalgina.
Los fines de
semana que nos visitaba en Sitges terminaban con un
asado argentino junto a Kuky Lovisolo, los Beraudi, Linda Keeler. Mi padre
lograba sentirse entre amigos queridos, no entre exiliados; se sentía realmente
rodeado en un sentido afectivo y feliz.
Por esta misma
época, en mayo de 1978, su perro Peregrine agoniza:
El Peregrine:
una historia de amor y placer, compartirlo todo con este perro casi humano, la
historia de nuestro exilio, casi tiene catorce años,
lo compramos en Iowa.
Ante el
problema de nuestra soledad, y nos vamos a sentir más viejos y más solos con su
muerte, que seguramente será esta semana. María Pilar, naturalmente, está
desesperada. No queremos prolongar su sufrimiento, ni de María Pilar, ni del
perro. Pero parece tan brutal ponerle una inyección and send him to sleep. Su
muerte comienza a advertirme que yo comienzo a
morirme un poco, como la muerte de mi madre. Ambos, el Peregrine y mi madre,
tuvieron buenas vidas; mi madre, una mala muerte. Ambas vidas benignas,
bienhechoras, llenas de amor dado, aun neuróticamente, pero siempre regalado,
llena de fidelidad y de alegría y de ternura. Sin embargo, como frente a la
muerte de mi madre, siento una extraña... ¿frialdad? No sé
lo que es. Un frío reconocimiento del hecho como parte de la vida, como parte
de mi vida, específicamente, un no-dolor ante el hecho material de la muerte,
tan sin misterio, en comparación al deterioro, por ejemplo, o a la soledad, o
al desamor, que son tan misteriosos y por lo tanto más dolorosos. ¡Pobre
Peregrine! Pero tuvo tan buena vida, está tan protegido, tendrá tan buena
muerte, ha sido tan amado, ha amado tanto, que por
eso es difícil decir adiós, Peregrine. Más bien, pobres nosotros que nos
quedamos sin él.
(...) Me falta
fuerza para todo, sobre todo para trabajar y terminar de una vez esta maldita
novela que no amo nada.
Horrible
período crítico de enfermedad: viajes a Zaragoza y a Barcelona a ver
otorrinolaringólogos. Pelea atroz, tal vez definitiva, con María Pilar. Pero no quiero seguir analizando eso. Estoy agotado con
el tema, con la situación, con el dolor que me impide trabajar, con la
incomprensión. No puedo más. Debo terminar mi novela y ver qué pasa; después
veré, espero ver más claro. ¡Qué maravilla era hace dos semanas, cuando el
trabajo, la salud y el amor estaban bien! Ahora a trabajar y seguir adelante,
que es la única solución.
Teme que pasar por un período emocional tan bajo —y tan mísero—
pueda interferir negativamente con lo que está escribiendo. Pero hay una
inmensidad de material que procesar, elaborar, elegir, eliminar, y le va a ser
difícil.
El dolor es la
única nota real de mi emoción, estoy dando en él, y mi inmensa ternura por
Pilarcita, lo que queda de amor por María Pilar se está terminando y no sé
cuánto más me dure el poquito de calor que queda en
las cenizas. Queda por resolver el problema Pilarcita. Cuando María Pilar
quería tanto tener una niña y no podía, le pregunté por qué; me respondió:
«Para que así nunca puedas dejarme».
Sus terribles
palabras de entonces, fueron en Madrid en 1968, están grabadas ahora en la
forma de mi miserable vida presente, los últimos tres años, y en mi tierno lazo irrompible con Pilarcita. Ayer, en el teléfono, la
sentí triste, desesperada porque yo no iba a verla, la niña durmió con la
versión japonesa de El obsceno pájaro de la noche, como siempre lo hace
cuando pelea con María Pilar.
En ese mismo
momento, Mauricio Wacquez junto a su pareja, Francesc, llegan a pasar una
temporada a nuestra casa en Calaceite, mientras arreglan la que compraron hace poco. Grata compañía para mi padre, que lo distrae
un poco, mientras las tardes se suceden unas a otras sentado en su buhardilla
batallando para lograr terminar la novela.
Viaja a
Barcelona a dar una conferencia junto a Carmen Balcells como adelanto sobre Casa de campo. Piensa en que le falta sólo un mes de trabajo
para tener terminada la redacción. Se siente feliz por el logro:
Es como si
todo esto fuera un compás de espera, y después fuera a retomar mi vida, toda
una dimensión nueva, más rica y más feliz, incluyendo a María Pilar, quien se
alegrará con la finalización de Casa de campo. Será posible cambiar
los pasajes a Mallorca y, por ejemplo, hacer con María Pilar un viaje
Mallorca-Londres-Constantinopla-Mallorca-Barcelona. ¡Qué maravilla! I THINK
THIS TIME I’VE DONE IT! ¡Qué gloria!
Va a ser
curiosísimo plantearnos la vida, conyugal y artística, sin Casa de campo. ¿Qué haré? Proyectos:
1)
Novela El
bisonte echado junto al fuego.
2) Cuentos: Despojos (el exilio).
3) Guión
cinematográfico con Kuky (Jorge Lovisolo):
Exilio.
4)
Carta
genealógica a mi hija. ¿Será posible?
5)
Obra de teatro: Encuentro
Milnes-Burton-Swinburn.
Estos, creo
yo, son los proyectos que por el momento me importan. Pero claro, puede acabar
todo de un momento a otro.
Entre tantos
proyectos y la relectura de los capítulos ya escritos surgen delirios con
ciertas personas. Las labores domésticas de la casa de Calaceite estaban a
cargo de Anita, y la echa por supuesta falsificación de cheques y siente que
ahora la tía Ventura, la persona que vino a
reemplazar a Anita, es aterrorizante.
Analizar
anciana, mujer del sepulturero, que parece un personaje prestado de Amor brujo, de Manuel de Falla, y de la que temo toda clase de
encantamientos.
Está inquieto
por terminar la novela, el Premio Planeta se otorga por esas fechas y no pierde
la esperanza de obtenerlo. Habla casi diariamente con Carmen Balcells, quiere
mandarle, aunque no sea la versión definitiva, toda
la novela.
Para que en
todo caso la Carmen Balcells ya pueda estar intrigando para la novela, y darme
algún resultado, alguna esperanza.
El 16 de junio
de 1978, José Donoso escribe:
Fin
de Casa
de campo.
Para descansar
decide pasar unas vacaciones familiares durante el mes de julio en Pollensa,
Mallorca. Ahí se reencuentra con viejos amigos, en
especial con Gene y Francesca Raskin, y la isla, los recuerdos lo hacen
replantearse la idea de volver a vivir ahí, por supuesto que esta idea dura
sólo unos días. Al volver a Sitges concluye:
Reuniéndome
con mi realidad, después de terminadas las positivas y exquisitas vacaciones.
Todo parecía haber cambiado, las cosas familiares van bien, pero no es
imposible que hayan cambiado muy poco. No me importa.
No puede estar
sin escribir, da vueltas a varias ideas, las cuales desecha y luego retoma,
pero finalmente se decide:
Escribo ahora
para comunicar en estas páginas que voy a comenzar, ahora, a escribir otra
novela. Elementos:
—
Jorge Edwards-Mario Vargas Llosa: el intelectual que desea el poder, a lo
mundano. La traición a los sacrificados, debido
básicamente al racionalismo, acertado, con que se analiza la situación.
—
Una mujer sensible, encantadora.
—
El derecho del establishment.
—
Nada ha cambiado en las oligarquías, aunque se disfracen de liberales.
—
El ambiente de Sitges.
—
El exilio latinoamericano.
—
Música latinoamericana.
—
Personaje Poil para Jorge (¿o es ella?) que sirva de
comentario a sus ambiciones.
—
Querer volver y no querer volver.
—
El ambiente del resto del Boom.
—
Ex hippie Kuky (Jorge Lovisolo).
—
Loto y su ambiente.
Esto no es más
que una colección de materiales que tengo que estudiar y trabajar con mucha
atención. Cierto que daría para una novela corta y precisa, que podría escribir
rápidamente. La novela tiene que ser magnífica. Fin
beethoveniano.
Esto sería un
trabajo apasionante, creo que lo emprenderé en cuanto termine dos artículos, el
de Picasso y el de Bacon.
Propone como
nombre para esta nueva novela El filisteo ilustrado,
luego lo desecha por malo. Se está entusiasmando con la novela y cree poder
terminarla en unos seis meses. ¿Quizás en Nueva Delhi? No sabe bien dónde.
Piensa en dedicársela a su hermano Gonzalo. ¿O a la
Claudia? ¿O al Kuky?
Tiene millones
de ideas para la nueva novela, debe terminarla con un posible suicidio de él o
la protagonista, el lento planeamiento del suicidio liberador que se torna cada
vez más un tema. Juega con la idea de que al final es el protagonista, al saber
que ella se piensa suicidar, quien inexplicablemente se suicida.
La
protagonista, epitomizes «the private life» (is
against the public life de él). Ella es nada, un vacío, que crece y se hace
mayor. El ex hippie es su amigo, un confidente, el hippie es lo efímero de lo
estético, en ella es el reto al mundo utilitario de él.
Decide que
debe ser una novela realista, de pareja y de triángulo, contemporánea en tema,
en personajes, en ambientes y en preocupaciones. Ella ha tenido amores que le dejan poco o nada, y no quiere ni a su marido ni
a sus hijos. El hippie quiere enamorarla, arrastrarla a otra cosa, a ella le
gusta el lujo, la gente elegante, las grandes posiciones, pero no lo logra.
Ve a la
protagonista como a una mujer enferma, que pasa largo tiempo en cama. Cree que
puede situar la novela en Sitges, Castellet y con el tema político como centro.
La exigencia del izquierdismo de Juan Marsé. Piensa
en basarse en Jorge Edwards y en Pilar Fernández de Castro, su mujer, como
perfiles para sus protagonistas, también en su amigo Juan Lovisolo y el Kuky.
Para ello establece una pequeña reseña que caracterizará a cada uno y luego
elabora una lista de personas y temas a incluir: Clara Lagos, Cristián
Casanova, Carlos Barral, Nemesio Antúnez...
Estos serán los comienzos de su próxima novela, El
jardín de al lado.
Ahora en
Sitges, pese a los afectos ahí adquiridos, y más aún pese a la nutrida colonia
de chilenos que se ha afincado, siente una profunda extrañeza de España, sumada
a la aún más profunda extrañeza de Cataluña. Al escuchar en las calles las palabras
catalanas, se pregunta qué hace ahí.
No es que no
se haya preguntado lo mismo en Guanajuato, Buenos
Aires, Roma, París, Iowa o Calaceite. Y hasta en Santiago de Chile. Pero cuando
esta pregunta surge, uno hace las maletas, toma un pasaje en tren, barco o
avión y parte. No deja de ser agotador volver a empezar cada dos o tres años o
reinventar nuevas lealtades y familiaridades con las cuales no sentirse
igualmente extraño: de nuevo tendría que contar toda su historia, ubicación y trayectoria geográfica, política, literaria, moral.
Establecer un territorio común e iniciar intimidades.
Pero cuando mi
padre tenía ya iniciadas estas relaciones, vuelve a preguntarse qué hace ahí y
huye otra vez más.
Una tarde
salió a caminar por Sitges, pueblo de turistas alemanes, suizos y franceses que
se desplazan y pasan sin dejar huellas, y estuvo hablando con un muchacho que le dijo ser de Extremadura y que despertó en él
ciertas preguntas.
Esa noche pasó
bajo mi ventana un coche estrepitoso que me despertó y no pude volver a
conciliar el sueño. Traté de seguir leyendo Terra
nostra, de
Carlos Fuentes, pero estaba demasiado nervioso, sin concentración, y tuve que
dejarlo aunque me apasionaba su lectura, para apagar la luz y quedarme con las
manos cruzadas detrás de la cabeza y la vista fija en
la oscuridad preguntándome: ¿Qué hago aquí?
Pensé en el
muchacho de Extremadura. Dijo ser de la provincia de Badajoz. Probablemente
gitano. Caballerizo de esos picaderos para que los turistas lleven a sus hijos
a dar una vuelta en jamelgos de mal andar. Entonces recordé muchas cosas,
olvidadas qué sé yo desde cuándo. ¿Por qué, en vez de desarraigar a toda la familia, no partía yo por una semana, digamos
a Extremadura? ¿Y por qué Extremadura?
Es aquí donde
interviene el elemento genealógico, pues recordé que el primer Donoso que llegó
a Chile provenía de un pueblo de Badajoz, llamado Villa de la Haba. Cuando yo
era niño solía hacer la cimarra (novillos; uno ya no sabe ni siquiera qué
palabra utilizar; el Casares ofrece también la
posibilidad de «rabona» y veo que no aparece nuestra
chilena cimarra por ninguna parte) yendo, durante los meses de invierno, a la
Biblioteca Nacional. Allí, en las salas heladas, leí mucho durante mi continua
desaparición del colegio, y durante uno de estos períodos, cuando en la
adolescencia tanto la rebelión contra los padres como las dudas sobre la propia
identidad se hacen más graves, me dediqué a construir
minuciosamente, metiéndome en archivos y testamentos del siglo XVI, en tomos de
historia y genealogía que nadie, hacía años, había tocado, todo el pasado de mi
familia: una manera débil, por cierto, de identificarse, pero creo que de esta
indudable identificación que de aquí surgió, surgieron también muchas cosas más
importantes y más sólidas que nada tienen que ver con la genealogía. Por ejemplo, una minuciosa sabiduría de cómo está
constituida, desde sus bases, la sociedad chilena, tanto en sus estratos más
altos como en los más bajos, y cuáles han sido las curvas ascendentes y
descendentes de las distintas familias, relativizando, así, el dogma tanto del
patriarcado como del proletariado, y señalando falsas pretensiones y olvidos
inmerecidos.
De estos
largos días que pasaba en la biblioteca nace su
pasión por la historia familiar de los Donoso. No se puede decir que sea una
familia que pertenezca al patriarcado, pero es un clan importante, troncal y en
su trayectoria se puede leer la historia social y económica de Chile.
La familia
Donoso ha tenido desde escribientes, en los albores del siglo XVII, hasta
encomenderos y militares, corregidores, obispos,
diplomáticos, escritores y demás. Pero esa noche de insomnio y su conversación
con el muchacho extremeño hicieron que emprendiera un viaje en busca de sus
raíces en España. Vuelve a escribir sobre aquello.
Me dirigí,
primero que nada, a Cáceres, vía Madrid, por tren. No llevaba ni dirección ni
contacto alguno, y sólo una pequeña bolsa con ropa, y Terra
nostra, de
Carlos Fuentes. Como en toda novela de calidad,
difíciles las primeras páginas: el mundo, tan minuciosamente y tan reiterado y
repintado (glazes, dicen los ingleses de este tipo de pintura que está
destinada a conseguir una superficie dura, brillante, compleja, riquísima) de Te - rra nostra no comenzó a mostrar su forma de Barcelona a
Madrid en un Talgo modernísimo. El París de Fuentes, como el de Cortázar, es un
país de signos que señalan el interior del libro, y
en Terra nostra, París es como el marco, la orilla asible y
humana y reconocible de los otros mundos espejeantes que el centro de Terra nostra contiene. Y el tren Barcelona-Madrid era eso.
El tren
Madrid-Cáceres, en cambio, fue muy distinto. La modernidad de los pasajeros
cambió radicalmente, nada de atuendos Costa Brava; nada de juventud, dando paso a esa España de algo que los que hemos visto la
pobreza de Chile no podemos llamar pobreza justamente, pero algo muy parecido a
ella, muy familiar: la ropa incorrecta, hecha por el sastre del pueblo, el
sastre amigo, el sastre de la esquina, y vieja y gastada, oscura, quizás
heredada de un tío. Cosas familiares que rara vez veía en Cataluña: el moño
canoso tirado hacia atrás y sostenido por una peineta
de carey, y las percalas de medio luto de las viejas. Mis viejas. Las viejas
chilenas: mis tías.
Leo en el
libro de Fuentes sobre jorobados y enanos y viejas y nobles... En el asiento
frente al mío, al otro lado del pasillo, viaja una curiosa pareja. Una anciana
muy pequeña y casi jorobada, vestida con harapos negros, que casi no habla,
dormita todo el viaje, mientras su acompañante,
también vieja y de negro y de moño, parece cuidarla un poco. Pienso que no
estarán tan malas las cosas en España cuando dos mujeres tan humildes pueden
viajar en un electrotrén y en primera clase.
En la estación
de Cáceres tomo un taxi y le pido me lleve a un hotel, a cualquier hotel. Me
lleva, cosa que no quería y no solicité, al mejor, al más caro. Justo antes de
mí veo subir la escalinata del hotel a la anciana
jorobada del tren, ahora sola, que el botones ayuda a subir. Es recibida con
grandes zalamerías. La anciana juega continuamente con sus dientes postizos,
hechos, evidentemente, cuando su rostro era más lleno, y que ahora se le ven
inmensos, desproporcionados, peligrosamente móviles en su rostro encogido,
entre sus labios delgados y fláccidos. Lleva una cesta
pequeña y vieja en la mano, como cualquier labradora. En la conserjería es
recibida con más zalamerías, y yo doy un respingo al oír: «Sí, señora duquesa».
«Cómo no, señora duquesa». «Está todo preparado para la señora duquesa». El
mundo de Carlos Fuentes se hace posible, vivido en Extremadura: la jorobada,
los títulos, la fealdad, la vejez, la suciedad del pequeño cesto que sin duda
contiene alhajas.
Pero Cáceres,
que se me había descrito como monumental, resulta una desilusión. Una gran
ciudad, o una ciudad grande más bien, de esas ciudades provinciales españolas
que han ido creciendo sin ningún plan ni concierto, absolutamente desprovista
de belleza, de refinamiento de ninguna clase.
Cáceres es un
poblachón feo y desaliñado, tremendamente remoto, ajeno a la vida cultural,
pero al atardecer, bullente de actividad en sus
calles que se acercan al llamado casco viejo. Actividad provinciana: paseo de
muchachos y muchachas, calle arriba, calle abajo.
Mi padre pensó
ver entre el gentío al joven que había conocido en Sitges; pensó acercarse,
pero no estaba seguro si era él. Gracias al viaje emprendido ya había logrado,
en cierta medida, un escape, un desprendimiento de
Sitges.
Al volver de
esta «travesía», la decisión de un cambio está tomada: Madrid. Ahí mi madre
estará más a gusto y yo tendré la posibilidad de una mejor educación. Y otra
vez las maletas, las cajas, el perro, el gato, el traslado y la dialéctica que
precede a la partida, el llanto inicial, previo al entusiasmo por el nuevo
sitio que está destinado a acogernos.
Mi padre
estaba un poco cansado por el mundo de latinos que
conformaban un grupo cerrado y reiterativo.
Recuerdo esas
desesperadas fiestas en que las dueñas de casa trataban de fabricar los platos
autóctonos, de cada país, que conformaban este amplio grupo; el asado
argentino, el pastel de choclo chileno, los moles mexicanos, no sólo con
materiales no propios, crecidos en tierras distintas a las nuestras y con sabores ligeramente alterados, sino que
introduciendo a estos guisos ciertos elementos de libertad adquiridos en el
extranjero; que un diente de ajo donde antes no lo había, que una rama de
albahaca, que unas rodajas de tomates un tanto extrañas, pero que era el
vocabulario de la cocina del exilio. Mientras, las guitarras entonaban chamamés
y rancheras, cuecas y baladitas, y todos sabían que
era una fiesta latinoamericana, pero que era otro el idioma, a pesar de oírse
en la reunión las múltiples variantes del español. Lo que en realidad estaba
sucediendo era una fiesta de expatriados.
Pero la
disculpa final y definitiva para partir —o huir— de Sitges fue la ola de
catalanismo que invadió la región luego de la muerte de Franco y del
advenimiento de la democracia.
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