martes, 30 de mayo de 2017

Eduardo Mallea. Novela. En la creciente oscuridad. LITERATURA DE RESCATE.


Nace en Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires, en 1903.
Eduardo Mallea conforma, a través de su obra, la más poderosa expresión de una superior y avanzada novelística argentina. De padre médico y escritor, Eduardo Mallea se radicó con su familia en Buenos Aires en 1916, ingresando poco después a la Facultad de Derecho, carrera que abandonó para responder a su vocación. Se hizo periodista en La Nación. Y ya escritor, respaldado por el prestigio creciente de sus primeros libros, fue durante muchos años director del Suplemento Literario de ese diario. Desde 1935 `cuando recibe el Primer Premio Municipal de prosa- su vida literaria es jalonada por importantes distinciones nacionales y mundiales. En 1955 fue designado Embajador de la Argentina en la UNESCO `con sede en París-, cargo que este brillante Doctor Honoris Causa de la Universidad de Michigan, desempeñó hasta 1958. En casi todas sus obras `sorprendentes, valiosas, perdurables-, el ambiente humano jugó para Mallea como parte de un significado latente, mezcla de ese crecimiento monstruoso de la urbe y del `quietismo- fijado a su imagen como condición de frustración.
Su obra forma parte de la literatura y ensayística de los años `30, en la que un grupo de intelectuales argentinos se preocuparon por responder a la pregunta por la identidad nacional. De esta inquietud surgió su novela más relevante: Historia de una pasión argentina.
Estaba casado con la escritora Helena Muñoz de Larreta.
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Mallea, profundo humanista y `argentino universal-, muere el 12 de noviembre de 1982.
Sobrecogedora y fascinante, esta última novela de Eduardo Mallea penetra muy hondo en el misterio que es toda existencia humana. Barboza, el héroe de ""En la creciente oscuridad"", vive amurallado tras un silencio inexpugnable y, a la vez, acosado por la urgencia de proyectarse fuera de él.
Fuente;
https://www.uniliber.com/titulo/En la creciente oscuridad/
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(Novela. Fragmento. EN LA CRECIENTE OSCURIDAD).
I
Barboza, de golpe, se levantó de la silla. Tenía ante él la gran puerta. La franqueó, dio seis pasos, estuvo en la calle. El sol matinal doraba los olmos. La zapatería estaba enfrente y el francés Louis Rogoul conversaba con otro hombre. La calle tenía algo de trágica con su estrechez sin aceras, su aire pobre, la irregularidad de su pavimento de piedra. Barboza miró a Rogoul sin saludarlo. Su intención lo obsedía, y hubiera pasado ante un pontífice sin saber de quién se trataba.
Aquel golpeteo de sus suelas con clavos —vaya a saber por qué de alpinista, tal vez por prolongar su duración o quizás por admirar a algún suizo— lo había oído él siempre. Desde niño se habituó al bárbaro calzado, y sin él no se hubiera sentido a sí mismo. ¡Ah, aquel ruido a la vez monótono y férreo de los botines que parecían de madera formaba ya parte de su persona, tanto como las manos de agricultor o la cabeza virilmente despeinada, cabeza de empecinado!
No vio el sol de la mañana. Llevaba, colgándole de la mano desgarrada cierta vez por un alambre de púa, la valija de papeles, en la que había puesto ahora una muda de ropa, junto a la navaja, a lo que sabía y a una cédula de identidad hecha pedazos. Ni siquiera pensó que no volvería al pueblo, a Insaurralde, sin la misión consumada. La misión era por el momento su ley, y la había pensado durante todo el año hasta el día de junio en que la afrontaba. Ya no le importaba pensarla más; la tenía adentro, como su entraña, y adelante, como su vida.
Igual a aquel que va y viene por un corredor cerrado en ambos extremos, la obsesión se le paseaba por la mente, o la mente le recorría la obsesión. Por fin vivía aquella mañana su activo derrotero y no el mero pensamiento de afrontarlo.
Cuando llegara a la salida del pueblo, debería esperar en el cruce de las rutas el lento ómnibus en cuyo punto de destino había pensado la última semana con ira, más que con amargura. Sobre la amargura ha echado al fin ese golpe de cólera que ahora lo desborda, lo impulsa. Por fin es él; no el pensamiento en sí mismo. El año casi entero de rumia es ya camino, meta, objetivo. Y lo que había aprendido bien es lo que un táctico llamaría el campo de operaciones. Nada ignoraba de los puntos en que debería actuar, proceder.
Después de media hora de marcha, Barboza distinguió los caminos entrecruzados, la flecha indicadora de la localidad adonde iba. Vio el dedo de madera del poste, fatal como una orden de guerra. Dejó por un instante en el piso —¡ah, la aridez de aquel año sin lluvias, de aquella tierra blanca, mordida!— la valija improvisada en el cartapacio de cuero. El viento de otoño se le metía en el pelo, levantándole un poco aquella mecha negra que tenía la calidad aceitosa del pelo de los cetrinos. Su pensamiento había cesado de errar: no aceptaba, después de doce meses de cálculos, más que la monotonía de la idea única.
La posesión del mando, en él ya estaba cedida. Nada de él pertenecía ya al pensamiento, sino a la idea fija organizada como arma. Él era el ordenado, no el que ordena: la orden incumbía a la llamada fatalidad.
Inmensos e iguales a sí mismos, los dos caminos formaban, al encontrarse y recíprocamente desecharse, la rectitud de la cruz, escapada hacia el este y el oeste, hacia el norte y el sur. Poco había andado él por ellos, en ómnibus: su hábito era el propio automóvil, en el que había recorrido leguas y leguas, sirviendo de experto a los agrimensores porteños, que lo ignoraban todo de la zona, excepto el terapéutico olor a tomillo o la coloración de la alfalfa. Pero, esta vez, el auto no le conviene.
Barboza piensa en lo que ha vivido —solitario— aquel año. ¡Sin la llegada de Tino Rivera su vida habría sido tan opuesta! No estaría ahí, por lo pronto, sino en el sopor matrimonial.
No estaría, por lo pronto, pensándose. Desde la adolescencia su parecido mayor fue con la espiga. Alto y flaco como era, le gustaba andar sin compañía, y pensaba verticalmente las cosas. En el casco de la estancia donde había crecido ya huérfano de madre, quedó huérfano de padre a los doce años, y pronto lo recogió y educó por caridad el propietario francés llamado Bidou, criador de ovejas y comerciante de lanas. El adolescente, con excepción de las horas de colegio, en que alternaba con muchachos más grandes, cultivaba la soledad de los guachos: hablaba poco, preguntaba algunas cosas vinculadas con su afición a la agrimensura, cuyos rudimentos, en su faz práctica, le tenía enseñados Bidou desde que lo adoptó. Con sus primeros pesos propios, el muchacho, después de abandonar los estudios y frecuentar los boliches, compró alguna oveja, con el espejismo del rebaño visitándole los ojos día y noche. Lacónico, oía a los conversadores. Pronto aprendió a negociar, a hacerse ahorrativo, a callar ante los que regatean. Su silencio era el de la estaca, que se acompaña a sí misma. Y sin duda aquel pensar cauto y lento lo llevó a la independencia con que a los veintitrés años hacía sus negocios. A los veintiséis compró en Insaurralde, pueblo viejo, una casa con jardín, comedor, dormitorio y cuatro ventanas a la última calle empedrada. El zapatero Rogoul había abierto poco tiempo después —pocos pasos enfrente— su zapatería de pueblo pobre. Y él, el joven Barboza, empezó a hacer su idea única de la esperanza que en dos años el pueblo extendiera su pavimento y sus calles, valorizando la zona.
No era hombre, naturalmente, de muchas pulgas, y ventilaba en sus ideas de experto, acompañando a quienes querían comprar tierras, una idea vanidosa de sí mismo. Sin apenas hablar, se consideraba la encarnación de un silencio archisabio, hecho de afirmaciones o negaciones expresadas de sobra con un mero signo de cabeza. Que no lo entendieran, o bien que lo discutieran, le causaba un malestar impaciente o una incomodidad desdeñosa. Ante su sí o su no, la gente debía decidirse, optar, asentir a comprar aquellos campos de otros, que él aconsejaba lacónico. Si bien las operaciones eran siempre menores, las muchas hechas pronto le aseguraban —también pronto— la jugosa comisión. A la larga había llenado de pesos sucios y viejos una caja de hierro de segunda mano construida al fin del otro siglo, cuya marca borrosa, un águila de oro semidesteñido, presidía frente al aparador el cuarto de comer.
Ahora, esperando el ómnibus en el cruce de las dos rutas aparentemente sin fin, piensa en su primera pobreza y en el principio de cuanto después pasó. Sabía que era hijo de un corredor de productos químicos, un hombre agriado por la úlcera gástrica, propenso a despotricar y jurar, eternamente cansado y eternamente violento. Incrédulo de alma, al enviudar ya maduro, el corredor de productos pidió licencia al lanero para dormir un mes en su estancia, y al fin se quedó allí por siete años, con aquel hijo huérfano de madre que se llamaba como él y arrastraba como maldición. “Si yo hubiera sido solo —contaban que decía— me habría empleado en la enfermería de algún barco. Habría visto gentes. Habría visto mundos. Pero con este apéndice filial, me desplazo como un mancarrón cansado, al que ni le dan las fuerzas para llevar al jinete.” Al morir el viejo de una bronquitis, fue cuando pasó el hijo —“este que soy”, piensa Barboza— a ser el adoptado del comerciante de lanas.
El padre, del que se acordaba tan poco, le había puesto aquel nombre de pila —al parecer, de un abuelo—. Aquellas cuatro sílabas que combinaban con Barboza. Cuando tenía que dar su nombre, subrayaba con convicción las dos partes. Decía: “Riguroso Barboza”, como quien acentúa un poder doble.
Barboza hijo había aprendido a leer en una cartilla del capataz Torbelloni, en cuyas páginas sucias apenas sobrevivían borrosamente las sílabas: “d-o-r = dor; m-i-r = mir. Dormir”. En el colegio del pueblo cercano, adonde iban también hijos de estancieros muy ricos estudió lo que su sagacidad y su malhumor elegían. No tuvo más que compañeros de su sexo, y con las muchachitas de trenzas, que acompañaban a los puesteros visitantes, no cambiaba más que aquellos monosílabos, aquellos avergonzados sonrojos.
¡Con qué vigor aprendió todo de la nada! Su curiosidad se le hizo instinto. Miraba y preguntaba; al cabo de los días, el muchachito moreno que era podía a su vez enseñar, frente al fogón, en la rueda de peones, a quienes desdeñaba violento. “¿Qué quiere decir esto de conflagración?”, interrogaba alguno, leyendo el diario en cuclillas. Barboza decía seco: “Guerra.” El peón insistía malhumorado : “¿Por qué conflagración ?... ¡Cha que hay ganas...” y buscaba en vano los términos para cerrar el predicado.
Allá lejos apareció al fin como un punto el ómnibus que llegaba del Este. A aquellos ómnibus, después de haberlos visto venir durante años, Barboza los conocía a la distancia, distinguiendo el que doblaba hacia el Norte del que viajaría a Buenos Aires. ¿Qué irrisión había hecho que el que doblaba hacia el Norte fuera ahora su esperado, siendo que lo lógico o común habría sido seguir hacia la capital? ¡La capital! ¡Cuánto la había resentido, o se había resentido hacia ella, siendo sin embargo poderosamente llamado por las promesas de aquel mundo!
Pero, este ómnibus, habría dado su vida por no tener que tomarlo. Habría dado su vida por haber podido quedarse en su casa según el cuadro de dos años antes. Habría preferido ser el hombre monótono que aconsejaba a los miopes, antes que el hombre que ahora se dirige hacia una población que no conoce, con semejante peso en el alma o un designio como el que lleva.
Aunque un hombre no es solamente su ser. Un hombre es el ser de su historia. Y él, Barboza, está canalizado por los hechos; en los hechos. Nadie, aunque quiera, puede caminar hacia atrás. El tiempo es el gran empujador. Y nos empuja y arrastra hacia adelante. Una vez que lo que no es nosotros se apodera de nosotros, nos torna en otros nosotros, en los seguidores castigados del primer paso que cedimos.
Si no hubiera conocido a la que fue su mujer, ¿cuál sería ahora su historia? ¿Por qué canales se hubiera deslizado, qué hechos habría afrontado, emprendido?
Hacia la época de aquella fiesta en el club de Arrayanes, a unos kilómetros de la casa donde vegetaba soltero, todavía era tan huraño como el peor de los rústicos. Había ido mandado —pensaba mucho después— vaya a saber por qué enigma, por qué fuerza. No le gustaban los bailes y aquella vez, no bien llegó, en el galpón adornado con guirnaldas y aquel gran lujo de luces, se ubicó junto a una fila de padres y madres vestidos naturalmente de fiesta. ¡Cuánto tiempo hacía de eso! Siete años; casi ocho. Toda la vida recordará aquella atmósfera: el humo vuelto luminoso debido al fulgor de las luces, las serpentinas arrojadas —que quedaban colgando de las vigas más altas—, las risas gritadas, el temblor de las lágrimas en los ojos de los reblandecidos. La noche era de los jóvenes. Él recibió los saludos, las bromas, las maliciosas preguntas inquiriendo por qué no bailaba. “Es que no sé”, respondía serio, turbado.
Lo raro fue que aquella muchacha se le acercara. La ve —ahora— plantada ante él, aquella noche, riendo bajo el farol que le ilumina la cara, mostrando la dentadura tan joven entre los labios tan jóvenes.
—Usted, ¿por qué no baila? —le había preguntado ella a él, sin poner casi pausa a su risa.
—Porque no sé.
En ese ómnibus al que sube, en el que responde abstraído al saludo del conductor, la ve, en imagen; la recuerda; la ve ahí: mostrando aquellos dientes tan puros y brillándole aquellos ojos tan nuevos, incitándolo con su juventud a ser tan joven como ella o tan joven como debería.
—Venga. Dé conmigo unos pasos —le dice la muchacha.
Al sentarse junto a la ventanilla del ómnibus, recuerda él ahora la resistencia que le opuso, la casi vergüenza que tuvo de sentir ganas de llorar, por primera vez en su vida. Ella se apartó, cedió a otro su cuerpo; bailaron, esos dos. Y todavía, por encima de los hombros del otro hombre, ella seguía mirándolo y riéndose como si lo perdonara o como si lo invitara, al tomar el ritmo del vals.
Él, Barboza, acaba de abrir el cenicero adosado a la ventanilla cuando le viene a la vista, sobre el campo en que ya el ómnibus cobra velocidad en dirección a su meta, aquella imagen conjunta del salón, las luces, el vértigo de tanta gente bailando, gritando, volviéndose bromas, incitaciones, ironías, celos, llamados. Recuerda haber sonreído francamente por única vez en su vida, cuando ella, fingiendo la mayor distracción, encontró en el intervalo entre dos piezas bailables hallarse de nuevo ante él y le dijo de golpe, como quien suelta una frase atrevida, que el próximo vals sería el oportuno para darle la fácil lección que necesitaba. Recuerda que no pudo ya negarse. Y bailaron un vals.
Él había sentido entonces los pies —calzados con sus borceguíes de alpinista— más adictos al suelo que al cielo: tropezó, casi cayó, risueña y enérgicamente sostenido por ella, lo cual era como la brisa ayudando al brutal golpe de viento. Ella reía, reía. ¡Reía! Pero él, Barboza, no; él, apenas sonreía; porque él, Barboza, no sabía reír.
—¿No ve qué fácil es? —le dijo ella, de pie ante él, al desprenderse de aquellos brazos tan rígidos.
—¡Ah no! ¡Tan difícil! Imposible para mí. Soy nada más que hombre de suelo.
Nunca olvidaría la solitaria amargura con que volvió a su sitio en el galpón hecho sala de baile. Y si sus ojos estaban brillantes, su joven alma estaba opaca. De aquel baile regresó a su casa tal vez más viejo y tal vez más solitario.
Ahora, en ese ómnibus donde van cuatro hombres, en medio de la trepidación del vehículo, Barboza puede reconstruir todo aquello, extraer el hilo de la madeja. Recuerda, por ejemplo, que al volver la noche de aquella fiesta en Arrayanes a la soledad de Insaurralde, por primera vez sintió su casa, y la halló igual a lo que era: la caja sin el objeto que la hace útil. Nunca había pensado que entre las cuatro paredes aquellos muebles fueran inútiles sin la mano feliz que los vitalizara. Los olió secos, los sintió secos, los miró mudos, los halló broncos y feos en la suciedad de su vejez. Y él, ante el espejo, parado ahí con sus pantalones de campesino y los zapatos pesados, parecía el autor de aquella sequedad, la pura causa determinante de aquel sordo concierto.
El ómnibus que lo sacude al franquear la cuneta, le sacude el otro lado del alma: el actual más acá de aquel río. ¡Ah, toda la historia! ¡Cuánto tiempo pasó hasta que vio nuevamente a la señorita del baile! Enseguida había preguntado, sabía cómo se llamaba, no ignoraba ya que su nombre era Silvia Garzanti. Su padre —supo— era un honesto agricultor de Palmiras, un viejo que tomaba Fernet Branca recordando en la plaza a su dios Mitre. Pero sólo la vio, aquella segunda vez, en un mes de julio, durante un concierto de la banda de Arrayanes. Pasó junto a ella y la saludó. Todo el pueblo estaba en la plaza. Él, después del saludo, siguió su camino y no quiso pasar de nuevo ante ella por temor de que un saludo más frío anulara la virtud del primero. Después, de noche y de día, por los campos o en las poblaciones, sobrio o ligeramente achispado, la representación de esa figura de mujer encontró su fiel en el ánimo de aquel hombre tan serio, tan dramático y tan callado.
Empezó por no faltar de Arrayanes a la hora del vermut. Primero se sentaba en la confitería Primitiva, y al iniciarse la vuelta de siempre alrededor de la plaza —aquel rito llamado “la vuelta del perro”—, echaba a andar lento y solo a fin de encontrar discretamente a la que debía venir con el grupo de amigas en sentido contrario. Algunas veces ella faltó, y otras cambiaron aquel saludo por parte de ella sonriente y por parte de él nervioso e intimidado.
¡Ah, en este ómnibus que le parece tan lento, cómo le duele ahora todo aquello! Ahora va con un designio, pero entonces iba con otro, ¡tan diferente y opuesto! Hay ciertos seres misteriosamente elegidos llamados a planear sobre nuestras vidas. Aparecen y desaparecen, pero son sentidos aun en su ausencia como presencias puestas ahí por alguna razón inviolable, a la vez fatal y misteriosamente reviniente. Sí. Más de una vez se preguntó él por qué principios están regidas esas aproximaciones circulares. Por la ventanilla del ómnibus miró a ambos lados el campo. A la izquierda partía hasta perderse de vista un alfalfar florecido; a la derecha podía abarcar la azul inmensidad de los cardos. Nada tenía sentido ya para él.
No la festejó según los hábitos. La primera vez que —mientras sus amigas habían corrido tras alguien para ofrecerle alguna rifa benéfica— la halló sola en el banco de aquel crepúsculo de plaza, Barboza le comunicó torpemente, en menos de cuatro palabras, que quería casarse con ella. A ella la asombró aquel asalto galante. Roja de golpe, lo miró sin contestarle. Entonces él adujo las causas, tan precipitada y torpemente como podía actuar un bisoño en semejantes empresas. “Tenemos que tratarnos”, dijo ella. Y aquellos dos inexpertos parecieron desamparados, desprovistos de voz o movimiento durante el tiempo que duró su soledad en el banco de la plaza. Al instante volvieron, proclamando a gritos su triunfo, las vendedoras de rifas, que habían agotado hasta la última, y que de sólo ver allí la intimidación de Barboza y la demudación de su amiga, estallaron en aquel aplauso jocoso.
Él se retiró casi en el acto, sin saber si se había despedido. Recorrió el camino de la plaza sin saber menos aún por dónde iba. Cruzó maquinalmente hacia la confitería que daba el frente a la bocacalle, para pedir un vermut. Había estado allí media hora cuando advirtió su propia permanencia en un mundo que ya habitaba raptado. Y el mundo era aquella mujer.
Pasó una semana de angustia, pensando, desde Insaurralde, en qué iba a parar todo aquello. A él, que le había gustado prever, el mundo acababa de descomponérsele en perspectivas riesgosas, imposibles de ser calculadas. ¿Cómo había dado aquel paso? No se le parecía. No era cosa de él. Parecía más bien algo dictado, bajado de quién sabe dónde, a imponérsele, a someterlo. Y a aquel futuro inseguro se encontraba repentinamente ofrecido. Ya no podía volver atrás. Otra voluntad que la de él, otra fuerza, otra suerte de imperativo, estaban puestos en marcha, y él no era ya más que el sirviente de su vida, después de haber vivido como su agrio comandante.
“No me pregunte nada. Haga su trabajo y déjeme en paz”, contestó una mañana al peluquero que lo interrogaba sonriente. Paró, en el café, cualquier clase de bromas. ¿No le estaban diciendo ya “que andaba pensativo”? Dispuesto a vivir más en secreto todavía, se encerró en un malhumor inventado. Alguno creería que estaba enfermo: en pleno poder de la furia o de la misantropía.
Durante varias semanas se abstuvo de ir a Arrayanes. Sufrió su propia sentencia, la cárcel que sintió necesario prescribirse. Él mismo abarcó y después pulverizó el volumen de su malhumor. Se acusó inútil para todo mientras no volviera a Arrayanes. Y así, a los treinta días de mutismo, después de haber hecho llenar el tanque del auto en la estación de servicio, imprimió al coche una velocidad moderada, calculando llegar en poco menos de media hora. Iba con sus eternos zapatos claveteados, con su negro traje de sarga, un traje de pueblero elegante que contrastaba con los zapatos de caminador, que él decía parecidos a él por la férrea reciedumbre, y a los que obligaba despótico a una duración casi heroica.
Pero, aquel día, la temperatura cobraba el primer acento otoñal, y la plaza del pueblo vecino estaba desierta. ¿Qué hacer? Se acordó de la confitería, que tenía fama y estaba de moda, y después de dirigirse allí y dejar el auto, ya ante los ventanales —sobre los que brillaba en medio de un derroche de luces el título de Confitería Jockey Club— abarcó con la vista el salón, lleno de risas y humo. No habiendo divisado a la mujer que le importaba, iba ya a retirarse, sin otro plan que consumir la derrota, cuando vio, en la mesa mayor, entre muchachas y muchachos, a la hija del agricultor de Palmiras, que cruzaba los domingos el puente para ver a las amigas de Arrayanes.
Más que por fuera en un espejo, se vio por dentro blanco. (¡Cómo lo recuerda en ese ómnibus frío!) Y de nuevo estuvo por irse. Pero, pálido, reaccionó, y entró virilmente por la puerta lateral de la confitería.
Ella lo vio, de pronto, cohibido, inseguro en su seguridad, sin atreverse siquiera a acercarse, a saludar. Entonces se levantó, retirando la silla de Viena, y fue a dar a aquel hombre la mano como se saluda a un amigo de siempre. “¡Hola!” Y él contestó con su silencio, puesto que era un silencio expresivo.
En el acto se vio sentado entre todos, y le asombró que supieran su nombre y le hicieran ya bromas con ella. Le alegró advertir que lo habían comentado, y habría dado las gracias si hubiera sabido la forma. Se demudó, y Silvia tuvo que decirle que dejara el sombrero negro en cualquier parte. Entonces él se levantó y colgó en la percha dos veces —pues se le cayó al piso en la primera— aquel chambergo aparentemente flamante que tenía tantos años.
Todo empezó, pues, así. Después el hilo de agua se hizo torrente: él, Barboza, no dejó domingo de ir a Arrayanes a la salida de misa, aun siendo ya invierno y verse la plaza desierta. Un grupo grande se sentaba con ellos en el temprano anochecer que hacía más brillante en la confitería la precoz luminosidad, la luz de las lámparas sostenidas por las columnas de bronce, iguales a centinelas manteniendo monótona una antorcha.
En el ómnibus, ahora, todo eso le parece extrañísimo, lejano, tan ajeno a él en el recuerdo como lo es en la actualidad. Ya, ahora, lo ve como proyectado, no en un telón exterior, sino en la claridad del campo que atraviesa dando tumbos en el ómnibus semidesierto. Advierte tarde que el conductor le había estado preguntando algo y él había dejado la pregunta sin contestación.
“¿Qué me preguntaba?” “No, nada”, le ha respondido con desabrimiento el conductor. ¿Por qué será tan inevitable que vivamos todos a recíproco destiempo, hiriéndonos o agraviándonos, aun sin ser esa nuestra intención? Pero lo que él lleva en ese ómnibus no es precisamente cortesía, a los siete años de aquel encuentro que evoca, que rememora. ¡Siete años! ¡Cuánto tiempo para vivirlo; qué poco tiempo para contarlo!
Ese campo que ve sembrado, dará su fruto por unos meses. Ese cielo será pronto noche. Aquel molino lejano, en algunas horas ya no se verá. Aquel ganado que pace, se retirará a sus refugios. Y él, viajero sin compañía, llegará a su meta en plena tiniebla, cuando en el pueblo ya mucha gente esté acostada, durmiendo. Lo malo de vivir a destiempo es encontrarse siempre sin compañía, o a una inmensa distancia de su prójimo, como los orbes en el infinito. Y los que se quejan de la soledad son los que eligieron ser solitarios.
¿Dónde estaría la sentencia diciendo que iba a ser así? Somos ciegos a la lectura de nuestra vida, nosotros que nos ufanamos en leer y comentar las ajenas. Barboza piensa el momento en que pidió aquella mano. Nunca había dicho nada que no se relacionara con lo material, y la idea de proponerse a sí mismo para acompañar sin término a otro ser viviente, le quitó el sueño dos meses, antes de que se decidiera a hablar con el viejo que tomaba su Fernet en la confitería de Palmiras. Cuando se presentó a visitarlo, Barboza parecía el huérfano que era, no el orgulloso que prosperaba en Insaurralde. Recuerda aquel cuarto donde los dos viejos temblaban más que él porque les estaba pidiendo su única hija. Lloraron sin decir palabra: esa fue su aceptación. Silvia y él tomaron un té servido por la madre. (Barboza recordaría siempre la inseguridad de la mano que le ponía la taza y se la llenaba del té y de la leche antes de hacerlo con su hija. Sólo que la mano de él, donde el jabón había borrado la tierra sin borrar los surcos ya eternos, vacilaba a su turno al tener que mostrarse educada. ) La novia y él tenían el aire de niños, y él pensó que en efecto iban a ser los dos, y no sólo ella, hijos de aquellos dos viejos. Un llanto contenido le llenaba el silencio. Bebió su té y vio sobre la pobre suya la mano más blanca que había visto. Al recordarlo, ahora que el ómnibus trepida, lo siente más que entonces. Pues ahora está destrozado y entonces estaba construyéndose.
A través del campo con olor a alfalfa, que el ómnibus va encontrando y dejando atrás, el purísimo aire —aquella eternidad hecha transparente— le trajo a la vista de adentro la ceremonia, el “enlace”. Ocurrió un mes de marzo en el pueblo inmediato, Arrayanes, donde, por la cercanía —estando sólo separado por un pueblo— habían vivido los Garzanti casi al mismo tiempo que en Palmiras. Y tuvo que escuchar junto a ella virgen en su vestido blanco y en su tul las palabras sacramentales de un culto que él había ignorado del todo. En la dura soledad de sí mismo, al fondo de su castidad viril, no había tenido ante la religión más que frío. Al arrodillarse con su traje negro en el momento oportuno, era su alma la que se arrodillaba. No sabía lo que le costaría más adelante desprenderse de aquel minuto. Y lo que ahora está viendo en espíritu no es el preludio del bien, sino del mal. La vida nos forja como el fuego al hierro, y después seremos ese solo hierro que tantas veces hubiéramos necesitado dúctil, flexible.
Los Cavirón, después de la ceremonia, les dieron un baile que se inició con el módico vals y luego se quebró, bajo las luces, en ciertas danzas modernas, algún tango, algún chotis pedido por octogenarios, y una gritería de achispados. Pero afuera los esperaba un refulgente Sedán, que alguien prestó como si prestara su alma. Y cuando se fueron, tuvieron que sufrir todavía las bromas habituales o del caso, las cuchufletas, los gritos, antes de que el coche arrancara y corriera al fin por el campo nocturno.
Él ha arreglado ya entonces su casa para que aquella mujer entre. En el cuarto donde él dormía solo, estará, una semana después, el retrato de los dos en el día del casamiento. En la imagen, no distinguirán del orgullo ese aire de candor que a ambos les ha impuesto la emoción de la ceremonia. (Más de una vez él se miraría allí años más tarde para interrogar en silencio a ese hombre que en él no encontraba.)
¡Ah, cómo tuvo que forzar su aspereza para darle el contenido de lo que le era contrario: la suavidad, la ternura, los modos dóciles, la cortesía! Silvia reía de verlo atrapado en el doméstico disfraz: cediendo, cuidándose del frío, de la intemperie; haciéndose el gato manso que él se presta a hacer porque la quiere, porque le causa aquella admiración y aquella timidez.
Se encontró como un tigre casado con una gata. Pero ¡qué gata! Aquella armazón masculina de gigante de malas pulgas, enfático y malhumorado, declinaba su aspereza ante los requerimientos sutiles de una mujer tan bonita como no la había visto nunca. Él, que antes había recibido a los amigos en su casa, no les franqueó ya la entrada: tuvo que multiplicar las horas de su presencia en el bar de Insaurralde para atender los asuntos y partir con los interesados en su pericia a recorrer los terrenos. Una suerte de orgullo, vanidad o insolencia se le había instalado en la cara al sentirse dueño de la hija del viejo Garzanti. Le parecía haber dado su medida, abonado su prestigio, repartido en los pueblos del circuito el valor contante y sonante de su persona. “A ver, che —gritaba al dueño del bar—, traeme una caña doble. Hoy no estoy para hesperidinas.”
Desde el ómnibus, por la ventanilla abierta, al tiempo que respira el olor de los trigales sin fin, ve los campos conocidos: los establecimientos de El Cardo, las estancias de Viduela, Martínez, Molina y Ocalinato. ¡Ah si se pudiera ver él como veía lo objetivo: los pastos, los montes, las praderas como tableros de un ajedrez para dioses! ¿Dioses? ¿Qué quiere decir ese término? Él, Barboza, no ha hablado nunca más que en singular: “Quiero esto” o “quiero aquello”; “No se me da la gana”; “Vea, amigo, búsquese más bien otro experto: yo no tolero tanta vuelta”.
Llegar cada tarde a su casa era como llegar a un escenario donde corriera la cortina —que era la puerta— y lo llevaran sus pasos al temblor que lo licuaba, a la delicia que lo deshacía. Sin espera, caían en la cama; y él reclamaba a su mujer toda desnuda, sin tiempo de despojarse él del pantalón, de puro apetito, pura gula, pura hambre o sed de aquella carne, a la que cubría una piel como seda de tersa, o como miel y leche de color y sabor. Con desesperación, con violencia, ve ahora aquella locura, los excesos de aquellas tardes en que ella, desde la cama, sonreía aún exhausta, viéndolo todavía enardecido, con la cabeza despeinada y el pelo negro formándole dos arcos sobre la frente que le transpiraba. Ella —¿no lo sentía él desde el primer abrazo?— atendía solícita a sus caprichos, con más asombro que admiración hacia ese hombre demasiado común que no gozaba como un ser común, a quien nada bastaba en la posesión de las cosas, y nada le sugería nada excepto aquellas dos gulas gemelas: el dinero y la carne, el predominio del interés y la posesión de lo posible.
En el fondo —pensó el hombre que viajaba en el ómnibus— ¿de qué le habían servido aquellas fuerzas? Ahora lleva en ese vehículo el precio que había pagado y la mercadería que había perdido. Y si viaja —mirando obseso por la ventanilla, sacudido con la marcha del coche— es por necesitar su ganancia, su revancha, después de haber extraviado lo que obtuvo.
Silvia, ¡qué mujer tan extraña, tan secreta! ¡Qué terreno cerrado! No se adosaba a él por partes: se adosaba a él totalmente, de modo que no le quedara a ella visible esa fisura en la intimidad por la que los demás podemos ver la especie, el secreto, la condición de nuestros semejantes. Aplicada a toda hora y con todo su cuerpo a la voluntad del marido, nada quedaba de su enigma, si existía ese enigma. Más bien parecía una esclava inhumanamente ofrecida, una servidora, a quien él no tenía que confesarle el llamado: ella estaba siempre más adelante en el camino recorrido por su deseo para expresarse. Sólo al cerrar los ojos con aquella fuerza, pensó alguna vez él que ella aplastaba algo, algo más sutil que la voluntad de entregarse: quizás obtenía el silenciamiento, la mordaza aplicados a los pensamientos secretos.
¡Ah, vista retrospectivamente desde ese instante en que viaja, cuánto habría deseado él que gritara un cansancio, una fatiga, un gusto dispar, una disidencia! Sólo la había visto por entonces querer leer el único libro del que no se separó: una enorme novela descuajaringada, La guerra y la paz, que ella, por haberla concluido, releía sin tener cerca otro texto. Cuando sólo al año de casamiento le pidió que le comprara cualquier otra en el quiosco de la estación, ahora recuerda cómo le contestó, pues él era de una raza de unívocos: “Los libros envenenan la mente.”
Sí, eso le había dicho, celoso de la letra, tanto como de los hombres. Si la encerraba en la casa, ¿no cabía encerrarle también a oscuras el juicio? Sólo una vez volvieron a Arrayanes; y, demasiado enfermos, sus padres no les devolvieron la visita. Él, Barboza, pensó siempre que era “gente inferior”, como “gente inferior” era todo ser humano con excepción de él y ella.
Ahora recuerda cómo después del placer conyugal entraron sin hijos en el mutismo que él —lo ve claro— instauró. Visitaron a aquel médico de Robles, el cual pronosticó: “Amigo, no tendrá nunca hijos. En realidad, ella ya está cerrada por dentro.” ¿Cerrada por dentro? ¿Qué quería decir eso? Lo rumió, sin confesárselo a ella. ¿Se habría él excedido hasta agotarla o saciarla, hasta hastiarla? Pronto había desertado esa idea. La bestia del médico diría lo contrario en cualquier otro momento, al ser consultado de nuevo, olvidado ya sin duda de su primer diagnóstico o pronóstico.
Como la rectitud de los álamos que ahora ve, siguió él enhiesta su conducta hacia ella. ¡Ah, cómo se había servido de aquel cuerpo que dejaba yerto, abusado! Cómo se había servido de aquel cuerpo diciéndose para su coleto: “Este es mi dominio. Y yo le doy mi sangre hasta el fondo. ¡Si ya no me quedara más que una sola gota, ella la recibiría como mi última ofrenda!” Sólo que no había pensado en la ofrenda de ella. Los hombres usan a sus mujeres como las hetairas a los inocentes: si supieran que los van a agotar se apresurarían a agotarlos.
Barboza recuerda que después de la consulta al médico de Robles, él se retiró de Silvia moralmente. Sus tareas de experto decrecieron: iba por la mañana a la confitería, vuelta despacho o sala de recibo para los amigotes o los clientes. En su casa de casado no había entrado un hombre a no ser él; y todo lo que se compraba era llevado a la casa en las afueras por proveedores infantiles. De tanto en tanto, él llevaba a Silvia, en el auto que había comprado al vecino, hasta la plaza donde ella bajaría a ver las tiendas. Ella entraba y compraba algo, sin insistir en un deseo o en otro, y salía callada hasta llegar al coche y estar de nuevo dispuesta a ser dejada en la casa de dos cuartos, una cocina y el jardín de seis metros por seis donde crecían las tumbergias. Se miraba al espejo, se hallaba despeinada; y ya rara vez persistía ante aquellas imágenes arreglándose como antes esa onda de pelo caída que el espejo acusaba. Solía echarse en la cama mientras él estaba en el centro del pueblo; y luego, necesitada otra vez de nutrir su soledad, miraba por la ventana durante una o dos horas, ocupando siempre la misma silla y viendo el mismo camino y la misma loma verde. Más tarde, sin mayor gana, en una actitud laxa y lenta, regresaba al comedor, y después de haberse hecho un té, se sentaba en el jardín junto a la puerta de calle, con La guerra y la paz entre las manos, a fin de releer un fragmento y encontrarse así con algo familiar que le era adicto y le era agradable. En el fondo se sentía —no lo ignoraba él— quieta y apacible, porque lo quería y ella importaba poco al lado de él. Se sentía menos importante y no se dolía de tal condición, así como no le importaba no tener hijos porque en el marido imaginaba fundidas todas las formas posibles de relación suficiente. Él, Barboza, conocía a su vez todas esas formas de la soledad de Silvia, de su intimidad. Partía tranquilo a sus negocios sin repensar más las cosas. No pensar nada era su modo de existir.
Se conocía fatuo; no se toleraba dudar de cuanto peroraba o pensaba, hablando con sus clientes y amigos en la plaza del pueblo o frente a la redacción del Correo. Recuerda que decía: “La vida es una disciplina”, sin saber bien lo que tal frase quería significar. Sabía que el farmacéutico de la plaza tenía razón respecto de él: miraba a los demás como un emperador. Pero como no tenía más que un súbdito —aquella mujer que lo acompañaba paciente—, se sentía más viril y poderoso; y el desprecio era como su modo de llevar el pañuelo: saliéndosele demasiado por el bolsillo de la campera.
¡Con qué celeridad se produjo la congelación de ese amor tan aceleradamente inflamado! No es que, a los tres años de matrimonio, hubiera él cesado de admirarla, de desearla: es que la causa de la admiración o el deseo se transformó; resultó fatigante. Desalterado de la primera pasión o de su virulencia, él, Barboza, navegó pronto hacia el acomodamiento de sus sentidos y el apaciguamiento gradual de su transporte; no se trataba ya de que sólo debiera convivir con la belleza visible: pronto importó concederle aquello cuyo poder de concesión no le pertenecía. Se produjo en el marido un vacío de poder y, por tanto, un resentimiento. La que salía de aquellas noches de pasión, de aquel préstamo de belleza, de aquel fulgor físico violentamente participado al marido, tenía además que vivir —a partir de la salida del sol— la ausencia moral del otro participante: él, Barboza, la escuchaba en los temas sin salir de su asombro; pero a la vez sin salir de sí mismo. Aquel hombre hecho de fuerza y vigor caía disminuido en cuanto la mujer desplegaba su curiosidad o la exposición de otras riquezas menos inteligibles que aquél par de senos perfectos y estupendas facciones. Trastabillaba, caía moralmente, se aburría ante aquel mundo de gustos y conocimientos que durante el día ella manejaba excediéndose porque le importaba brillar. La hacía a ella visiblemente feliz el contar a aquel marido durante los almuerzos y las comidas, los mínimos fragmentos de la jornada que no pasaban juntos, las mil cosas del alma más que del cuerpo. No se detenía ante la perplejidad confusa de aquel mudo, un mudo casi eterno. Y él odió entonces esa riqueza de ella, ese lujo de ideas dulcemente pensadas y sabidurías de conciencia en los que no podía ni quería penetrar, que lo reducían al silencio resentido, y que hallaba presuntuoso e inútil, así en una mujer como en un hombre. Sentado en el sofá que los enfrentaba después del almuerzo y después de la comida, movía con nerviosidad de macho el extremo de la pierna cruzada y sonreía su puro e hiriente tedio, preguntándose —sin disimular el asombro— para qué podía servir a una mujer o a un hombre semejante aprendizaje de esencias o relación sutil con las ideas. Él estaba hecho de substancia; y substancia era lo que en ella lo enardecía en los abrazos. Lo demás era bostezo y tedio. A veces trataba de disimular. Entonces ella se callaba, secreta, defraudada.
Él mismo se había hecho del todo aquel silencioso de antes, el callado de la adolescencia; y ya adentro de la casa, iba de aquí allá sin una sola palabra. Parecía culpar a aquella mujer —con semejante belleza— de no haberlo dejado estar solo, al haberse él distraído de sí mismo, confundiéndose y desapareciendo en el dúo eterno.
“Yo he nacido para soltero”, le gritaba a veces en una suerte de histeria. Y una hora después erraba por el jardín y por los dos cuartos, hasta ir al fin a pedirle perdón.
Los dos permanecían luego besándose o llorando, como si lo que los castigaba no fuera de ellos, sino vaya a saber qué tercera fuerza interpuesta. Qué fuerza abstracta de contextura maligna.
En esos momentos los dos se sentían culpables de una culpa ignorada, misteriosa.
Estuvieron mucho tiempo sin tocarse, ¡cómo lo piensa él ahora!, y los dos lloraban paralelamente, sin advertirlo, en la oscuridad del cuarto y en la cama donde se daban la espalda.
En el asiento del ómnibus, ante una arboleda imponente, Barboza recogió el recuerdo de todo aquello. Aquel vacío de atención, en las épocas que recordaba, reducían a Silvia al silencio.
Fue un mes de abril cuando llegó Tino Rivera; y él, Barboza —¡cómo lo recuerda!—, lo distinguió, al entrar en el café de la plaza, bebiendo un té junto a los cristales, solo, como lo había visto andar en la adolescencia.

lunes, 29 de mayo de 2017

Mario Vargas Llosa. Cartas a un joven novelista. Carta XII.


XII

A MANERA DE POSTDATA

Querido amigo:
Unas cuantas líneas solamente, para reiterarle, a modo de despedida, algo que le he dicho ya tantas veces en el curso de esta correspondencia, en la que, banderillado por sus estimulantes misivas, he intentado describir algunos recursos de que se valen los buenos novelistas para dotar a sus ficciones de ese hechizo al que caemos rendidos los lectores. Y es que la técnica, la forma, el discurso, el texto, o como quiera llamársele —los pedantes han inventado numerosas denominaciones para algo que cualquier lector identifica sin el menor problema— es un todo irrompible, en el que separar el tema, el estilo, el orden, los puntos de vista, etcétera, equivale a realizar una disección en un cuerpo viviente. El resultado es, siempre, aun en los mejores casos, una forma de homicidio. Y un cadáver es una pálida y tramposa reminiscencia del ser vivo, en movimiento y plena creatividad, no invadido por la rigidez ni indefenso ante el avance de los gusanos.
¿Qué quiero decirle con esto? No, desde luego, que la crítica sea inútil y prescindible. Nada de eso. Por el contrario, la crítica puede ser una guía valiosísima para adentrarse en el mundo y las maneras de un autor, y, a veces, un ensayo crítico constituye en sí mismo una obra de creación, ni más ni menos que una gran novela o un gran poema. (Sin más, le cito estos ejemplos: Estudios y ensayos gongorinos, de Dámaso Alonso; To the Finland Station, de Edmund Wilson; Port Royal, de Sainte-Beuve y The Road to Xanadu, de John Livingston Lowes: cuatro tipos de crítica muy distinta pero igualmente valiosa, iluminadora y creativa.) Pero, al mismo tiempo, me parece importantísimo dejar en claro que la crítica por sí sola, aun en los casos en que es más rigurosa y acertada, no consigue agotar el fenómeno de la creación, explicarlo en su totalidad. Siempre habrá en una ficción o un poema logrados un elemento o dimensión que el análisis crítico racional no logra apresar. Porque la crítica es un ejercicio de la razón y de la inteligencia, y en la creación literaria, además de estos factores, intervienen, y a veces de manera determinante, la intuición, la sensibilidad, la adivinación, incluso el azar, que escapan siempre a las redes de la más fina malla de la investigación crítica. Por eso, nadie puede enseñar a otro a crear; a lo más, a escribir y leer. El resto, se lo enseña uno a sí mismo tropezando, cayéndose y levantándose, sin cesar.
Querido amigo: estoy tratando de decirle que se olvide de todo lo que ha leído en mis cartas sobre la forma novelesca y de que se ponga a escribir novelas de una vez.
Mucha suerte.



Lima, 10 de mayo de 1997.

domingo, 28 de mayo de 2017

Novela. Fragmento. PRINCIPIOS NOCTURNOS.


NOVELA. FRAGMENTO.
Una diva entre demonios

Terminada la conversación solo esperé que llegara el fin de semana para la fiesta y continué la rutina de siempre en el scriptorium.
Como iniciaba mi amistad con María Félix, no me pareció oportuno que apresurara en confirmar mi asistencia, lo haría hasta el último día y lo hice, no llamando a la diva, sino por el contrario, lo hacía por medio de Efraín Villaurrutia. Una decisión que tomaba en consenso con los senescales y pienso que resultó lo más comedida y prudente. ¿Razones? Con María uno no podía saber ni adelantar criterios. Amiga y amante incondicional también todos conocíamos los desplantes y humillaciones que cualquiera podía ser objeto de la diva en su trabajo o en su vida personal. María tenía fama de una soberbia desmedida y de un rencor mucho mayor con algunas personas que ella detestaba. Un odio y rencor recíproco que María profesaba a algunas personas del medio cinematográfico mexicano y de su Época Dorada.
Y sí, la odiaban y la amaron por igual. Algunas personas la llamaron “trepadora” y oportunista, otros le criticaron su ambición enorme solo comparada con su ego y megalomanía. Al inicio de su adolescencia pasó de ser una niña consentida y adorada del cine a convertirse –según sus detractores– en una perfecta “devoradora de hombres”.
Se casaría cuatro veces, sin embargo, sus romances con figuras públicas de antes y después de sus matrimonios, se comentaba en corrillos de los estudios Churubusco fueron por conveniencia. E Igual, se afirmaba por otras personas que la señora Félix ya a temprana edad tenía un romance incestuoso con su hermano mayor y que había tenido una o dos relaciones lésbicas.
Ella decía que su corazón de hombre le ganaba odios y rencores en donde se reflejaba un carácter fuerte que jamás se doblegaría ante nada ni ante nadie. Y en reiteradas conversaciones agregaría justificando su carácter masculino que si es una virtud en una mujer –tener corazón de hombre–, en un hombre tener corazón de mujer o alma de mujer es toda una verdadera catástrofe porque el hombre se convierte en un mujerujo.
Pude –es cierto– por medio de Aamón Príncipe de la Soberbia conocer su vida pasada y hasta el futuro que le depararía su vida como actriz, pero no lo hice por varias razones. La principal: me parecía burdo, vulgar, cerril, utilizar los poderes sobrenaturales de mi “cirineo” para hurgar en secreto acerca de su pasado y de su futuro. Quizá conociendo su pasado me podía librar u obtener ventajas en una futura relación de amistad o sentimental con la Félix, pero no lo quería hacer. Utilizaba a mis fámulos solo para mi creación literaria. Solo deseaba su ayuda en mi oficio de escritor; lo otro, hacer que los Ahrimanes pudieran torcer el “azar” a beneficio propio no lo soporté, lo calificaba como lo grotesco sobre lo grotesco.
Mentiría si dijera que la tentación no llegaría a morder la curiosidad y saber de lo que me depararía el futuro, pero prefería escamotear esa posibilidad “sobrenatural”, sospeché –y como en verdad sucedió– los parámetros en que oscilaría mi vida ya estaban o estarían delimitados con El Pacto. Más allá del “Pacto”, no existía nada para mi persona, solo un abismo tragicómico, furioso de soledad y al final del laberinto: “La Nada”.
Le decía a Efraín que cancelaba algunas charlas y reuniones que tenía fuera del DF y que otras las postergaba por varios días y que esa noche estaría allí con mis asistentes.
No podía hacerlo de otra manera: mis 7 secretarios me aconsejaban que debíamos de arribar una hora después de la hora fijada para la fiesta.
–Usía, debemos de hacernos “rogar”, un “ruego diplomático” para todos los invitados –explicó Adremelech. Agregó–: es cuestión de ética y de etiqueta, jejeje.
–Aunque la pereza me embarga, sire, una hora de retraso es lo óptimo, lo mínimo para que nos esperen... –dijo Belfegor, apartando una mosca zumbante que aparecía en el Salón de las Fuentes.
–Señor, señor, señor, no estoy de acuerdo con mis hermanos... no debemos de hacer esperar a la diva María Félix, la hemos conocido y me parece encantadora. ¿Por qué hacerla esperar por mero capricho? Estoy entusiasmado con la noche de fiesta, deberá de ser una noche en que podré ostentar mis títulos de Gilles II Barón de Rais. Porque esta sí será una fiesta, una verdadera fiesta y no la de Vorkuta, un turno de pueblo –dijo Nergal.
–Entonces, ¿nos vamos? –preguntó Goodfellow.
–Pues, nos vamos... Deseo saborear los platillos de la madame –dijo Malfas.
–¡Sí, nos vamos! –agregué.
Llegamos a Polanco y muchos de los invitados estaban a la expectativa de conocerme a mí y a mis 7 secretarios. La fama de mis excéntricos “senescales” ya se iniciaba como parte de un “dandysmo” al que yo –según mis detractores– propiciaba adrede. Ya para esa época comenzaron a llamarme con burla “el dandy Deford”, no solo por el uso de un séquito personal para mi escritura, sino por mi buen vestir, mis lujos de mis diferentes mansiones como mi vida de constantes viajes de América a Europa. Lo mediático siempre me rodearía hasta mi muerte, jamás me lo propuse sino que fueron meros accidentes en mi vida que yo supe aprovechar, porque “El Pacto” se trataba de que yo alcanzaría ser el más grande de los escritores de mi generación, no el más conocido que son asuntos diferentes. Sin embargo, en mi persona se unirían ambos elementos: el más famoso y el más importante escritor de mi generación.
 Reitero. Lo apoteósico nos esperaba desde que llegamos en las dos limosinas negras a la mansión de la diva en Polanco. Ignoro si la intención de Aamón, quien conoce el pasado y el futuro de las personas, no me advertía adrede de los paparazzis que estarían esperando tanto fuera como dentro de la residencia a nuestra llegada.
–¡Sire, observe qué recibimiento! –dijo Aamón en los instantes en que la primera limusina disminuía su velocidad para estacionarse frente a la entrada de la residencia y  los flashes iniciaron una danza alrededor de los vehículos.
–Cierto es... –aprobó Belfegor bostezando–. ¿Se da cuenta, mi señor? Una hora mínimo de retraso y mire, mi señor: ¡Cuánta gente esperando nuestra llegada, jejeje! ¡Y cuántos flashes! ¡Ya me siento un rock star, jejeje!
–¿Señor, sus lentes wayfarer, los trajo? ¡No importa que sea de noche, no importa... todo es válido para un escritor como su mercé! Le da un aire de expectación y de misterio a su rostro, señor Deford –dijo con soberbia Aamón mientras él se acomodó los wayfarer luego que pisó su pie el asfalto. Yo hice lo mismo: cubrí mis ojos con los lentes apenas mi cabeza salía de la limosina.
Y los flashes iniciaron una danza orgiástica de luces al bajar mi séquito y yo de las limosinas negras... A este punto, sospeché que la Félix confabulaba para crear todo un espectáculo circense, entusiasta, delirante, frenético, en donde la fiesta giraría alrededor, no de la película, ni a favor de mi persona como escritor sino de ella, de la Félix, relegando mi figura a un tercer plano.
En verdad en esa noche se erigían como dos gigantescos monstruos el ego de la Félix y mi propio ego. Advertí la fuerza de convocatoria que tenía la diva y la capacidad de manipulación a los medios de comunicación que poseía.
Con inteligencia, la actriz Félix sacaba provecho a beneficio propio de su leyenda y mito que ya se iniciaba en aquella época.
Pero es cierto, y no lo dudé, razones sobraban para que los invitados de la diva María Félix se reunieran en una especie de mitin improvisado en el salón sin que mi persona se lo propusiera para conocerme y conocer a tan singular y extraño séquito y de quienes la gente no obtenía mayor información.
Ya corría la leyenda de mis “acompañantes” pero muchos periodistas, críticos literarios y lectores no entendían o no podían descifrar el enigma de tan misterioso cortejo. Mis enemigos literarios comentaban con sorna que mi escritura yo la hacía con todo mi personal de trabajo a falta de imaginación. Por el contrario, los críticos literarios y los lectores que apoyaban y apoyarían mi obra afirmaban en respuesta que mi producción era tan abrumadoramente gigantesca que necesitaba tener varias personas atentas a las correcciones y a los múltiples trabajos que realizaba en seguidilla, pues pocas veces se veía a un escritor latinoamericano que produjera cualquiera de los géneros literarios: cuento, poesía, novela.
Nos bajamos de la limusina... –y por supuesto– de uno en uno fuimos entrando a la mansión de la Félix.
Rompiendo el protocolo, al llegar hice la presentación de los secretarios. María Félix estaba espléndida, lucía un pantalón negro de corte varonil que solo ella se atrevía usar en aquella época y unas botas negras un poco más abajo de la rodilla, su blusa igual negra de mangas largas y de lentejuelas hacían del conjunto una verdadera amazona que, en cualquier momento, nos iba a latigar con un fuete.
–Escritor Deford, ¡cómo se hace usted esperar! Pase, escritor Deford, bienvenido, esta es su casa, y veo que trae a sus 7 secretarios, ¿verdad? ¿No me equivoco? ¿Son 7? Ahhh, joven Deford, solo usted puede tener un grupo de trabajo tan grande... ¿asistentes?
–Señora, señora... es un placer. –Y en los instantes en que la diva del cine mexicano me hacía pasar a su mansión, los demonios iban ingresando y le hacían una pequeña genuflexión–. Señora, permítame presentarle a los demás de mi séquito que usted todavía no tiene el placer de conocer... permítame, mi señora. Le presento al señor Fabiano Stirge, quien es mi agregado diplomático y mi promotor publicitario.
–Madame... ¿qué puedo decir? Su señora no se imagina cómo hemos hablado en la Rutland-Hall de su persona –dijo con burla Aamón.
–Mi primer secretario: el señor Sawney Beane, también es el encargado de mi biblioteca particular –dije para interrumpir a Aamón y que no siguiera con sus comentarios sardónicos.
–Señora mía, qué placer más grande es conocerle. Y sí, en verdad, no miente el señor Fabiano Stirge... mucho pero mucho hablamos de su carrera cinematográfica en la Rutland-Hall. Y como puede ver... he acomodado reuniones, citas, charlas, presentaciones de libros, conferencias universitarias y uno que otro convite con editores para estar esta noche con usted. Porque todo es una cadena, una cadena, el dominó de lo intelectual, cae una pieza del dominó y pafff todo se desbarajusta.
–Pero por favor, ayayay... qué comentario, gracias, señor Beane, siéntase cómodo porque esta es su casa –afirmó la Félix con voz gutural.
–El señor Onofre de Dip es otro de mis voceros, señora, es mi ministro sin cartera. Realiza viajes al exterior para programar citas o ampliar plazos para la entrega de libros... y otras actividades que supongo la señora Félix no debe de estar interesada en escuchar. Y también, es mi arquitecto, es el responsable de mis mansiones Rutland-Hall.
–Y el joven Deford, madame, no le confesó de mi gran secreto –dijo Malfas, bajando la voz después del saludo–, mi otra afición es la cocina. Madame... cuando estoy en la Rutland-Hall, y estamos todos reunidos, me dedico a las artes de la cocina, mi señora.
–¿Cierto? Siendo así podríamos, entonces, un día que su persona tenga tiempo y si es que el joven Deford no le importe, pues, se viene para acá y hacemos una cena. ¿Verdad?
–Sería... ¿cómo decirlo? Uno de los mayores placeres que tendría en mucho pero mucho tiempo... –respondió Malfas cc Onofre de Dip.
–Y mi señora, el último que usted no conoce... es el más retozón de todos... imagínese, señora mía, que ha pasado todos estos días pensando en la fiesta, me refiero a mi embajador itinerante el Conde Estruch.
–Madame... es usted más bella en persona que en la pantalla... ¡Y no me corro!, señora mía... ganas enormes en verla, ganas enormes en saludarla... una prisa que me corroía el alma, el estar acá... es cierto, es cierto lo que dice el joven Deford –exclamó bufonesco el demonio. Y la Félix, contrario a lo que pensé, dejó escapar una sonrisa mientras sus ojos negros de inmediato miraron en derredor ante las genuflexiones y las frases de Esfría.
–Pero, qué galán es usted... ayayay, ayayay... me encantan los hombres con una “guapeza” como la suya... –respondió la Félix y el demonio le besaba la mano y los flashes no dejaron de iluminar la escena.
Los demás del séquito, a quienes ya conocía la diva María Félix, esperaron con impaciencia a que yo hiciera las presentaciones. Más, Goodfellow, Ahrimán de la Envidia, diablo de los aquelarres en Inglaterra, no esperó la presentación e interrumpió con galantería el diálogo que tenía Esfría con la Diva Félix.
–Señora, los celos por los cuales... mi pecho ya se inflama segundo a segundo... no deseo pensar que mi colega el Conde Estruch ha robado su corazón y luego la ha invitado con su galantería a vacacionar con nosotros y con el señorito Deford a la isla de Capri, en donde el joven Deford posee una quinta, herencias de un tío abuelo...
–Señora mía, estos mis... pero qué ocurrencias y atrevimiento, señora… –dije.
–¿Cierto, joven Deford? A lo mejor, terminada la película, nos vamos todos a Europa, a la isla de Capri –dijo María. Interrumpió de nuevo Goodfellow:
–Señora y sigo insistiendo como la primera vez que la vi: me encanta esa montura y esa piedra –agregó zalamero el Ahrimán, mientras inclinó su enorme cabeza y besó la mano de la Diva. Y, antes que yo pudiera presentar a Nergal y Adremelech que ya conocían a la Félix en el plató días antes, interrumpieron–: es cierto, señora, es cierto, hemos hablado el Barón de Rais, Gorgus Black y mi persona de esa bella joya que usted ostenta, digo ese anillo con ese rubí... –y mientras hablaba Adremelech cc Lord Ruthven se inclinaba al igual como lo hacían los demás del séquito y besaba la mano de María Félix agregando una vez terminada la genuflexión y levantó la cerviz–: Señora, permítame este humilde obsequio... –y sacó de la bolsa del pantalón un anillo de oro con una piedra de cornalina–. Tome, señora mía, es un simple obsequio... de parte de nosotros, los secretarios del señorito Deford, quien no sabía nada de este obsequio para la madama.
–La cornalina, señora... –empezó diciendo Belfegor el Retórico– y este anillo es de la época romana de una patricia, de una noble, de una mujer de la alta aristocracia... jejeje... no pregunte cómo lo obtuvimos...  disfrútelo... hágalo suyo. Usted no se podría imaginar cómo llegó a nuestras manos. ¡Toda una historia de siglos! Eso sí, ¡tooodooo legal, jejeje! –Y Malfas interrumpió:
–Señora, este anillo, es en efecto de una piedra semipreciosa, el valor no está tanto en la piedra sino en su antigüedad y en lo que representa mi señora... Representa... ¿cómo expresarlo? Poseía en la antigüedad usos mágicos la piedra semipreciosa de la cornalina.
–Ayayay, ayayay... pero qué sorpresa me han dado ustedes señores... ¿de verdad... es para mí... es para mí este obsequio? –preguntó con cursilería la Diva María Félix, quien volvió a mirar en derredor y se colocaba en su dedo anular el anillo romano.
–Poca cosa a tanta belleza –terceó Goodfellow que había iniciado el tema de los anillos–. Lo importante de esta piedrecilla de la cornalina es su poder mágico en contra del “mal de ojo” jejeje y también en contra de la envidia, mi señora. Usted no se podría imaginar cómo la envidia recorre el mundo. Y acá, su mercé no posee ni idea de cómo algunas personas la envidian... –y yo pensé... ¿qué se le podría regalar a una belleza como la actriz María Félix? ¿Qué se le podría obsequiar? Y me dije, perdón, qué digo, nos dijimos todos los secretarios del señorito Deford, pues le habremos de regalar, uhmmm... algo que sea bello pero que también le sirva en su vida de actriz y entonces, yo les dije: –mi señora: ¡Hecho... la cornalina, una piedra de cornalina! ¡Siempre la he conocido como la piedra favorita en contra del mal de ojo! ¡Y le aseguro, mi señora, que pocas personas conocen tanto sobre estos asuntos de la Envidia y del Mal de Ojo como yo!, jejeje. Y aquí la tiene usted mi bella señora –dijo Goodfellow lo anterior en medio de un susurro, en medio de un cuchicheo con la actriz.
–La intención es lo que me place, señor Gorgus Black. Y de esto último que me acaba de comentar pues lo sé, lo sé, mi señor Black. ¡Me envidian! ¡Imposible que no sea así! ¿Verdad? ¡Jaaa!... –respondió la actriz en un murmullo de confidencias al demonio que no dejaba de inclinar con respeto la cabeza en un pequeño bamboleo. Agregó entonces María–: Pero entremos. Y la actriz, enlazando mi antebrazo y el antebrazo de Goodfellow, empezó a caminar hacia el fondo del salón y los paparazzis que estaban dentro de la mansión captaban con sus cámaras la entrega del anillo y nuestra caminata triunfal.

sábado, 27 de mayo de 2017

Mario Vargas Llosa. Cartas a un joven novelista. Carta XI.


XI

LOS VASOS COMUNICANTES
Querido amigo:
Me gustaría, para que habláramos de este último procedimiento, los «vasos comunicantes» (después le explicaré en qué sentido hay que tomar lo de último), que releyéramos juntos uno de los más memorables episodios de Madame Bovary. Me refiero a los «comicios agrícolas» (Capítulo VIII de la segunda parte), una escena en la que, en verdad, tienen lugar dos (y hasta tres) sucesos diferentes, que, narrados de una manera trenzada, van recíprocamente contaminándose y en cierto modo modificándose. Debido a esa conformación, los distintos sucesos, articulados en un sistema de vasos comunicantes, intercambian vivencias y se establece entre ellos una interacción gracias a la cual los episodios se funden en una unidad que hace de ellos algo distinto de meras anécdotas yuxtapuestas. Hay vasos comunicantes cuando la unidad es algo más que la suma de las partes integradas en ese episodio, como ocurre durante los «comicios agrícolas».
Allí tenemos, entrelazadas por el narrador, la descripción de esa feria o fiesta rural en que los agricultores exhiben productos y animales de sus granjas, celebran festejos, las autoridades pronuncian discursos e implantan medallas, y, al mismo tiempo, en los altos del Ayuntamiento, en la «sala de las deliberaciones» —desde donde se divisa aquella feria— Emma Bovary escucha las encendidas palabras de amor con que Rodolphe, su galán, la enamora. La seducción de Madame Bovary por el noble galán es completamente autosuficiente como anécdota narrativa, pero, entrelazada como está con el discurso del consejero Lieuvain, se establece una connivencia entre ella y los menudos incidentes de la feria. El episodio adquiere otra dimensión, otra textura, y lo mismo se puede decir de esa festividad colectiva que tiene lugar al pie del balcón donde los inminentes amantes intercambian sus amorosas razones, ya que, gracias a este episodio intercalado, resulta menos grotesca y patética de lo que sería sin la presencia de ese filtro sensible, amortiguador del sarcasmo. Estamos, aquí, ponderando una delicadísima materia, que no tiene que ver con los hechos escuetos, sino con las atmósferas sensibles, con la emotividad y los perfumes psicológicos que emanan de la historia, y es en este dominio donde, bien empleado, el sistema de organización de la materia narrativa en vasos comunicantes, resulta más efectivo, como en los «comicios agrícolas» de Madame Bovary.
Toda la descripción de la feria agrícola es de un implacable sarcasmo, que subraya hasta la crueldad aquella estupidez humana (la bêtise) que fascinaba a Flaubert y que en el episodio alcanza su apogeo con la viejecilla Catherine Leroux, a la que han premiado por sus cincuenta y cuatro años de trabajo semianimal, anunciando que entregará todo el dinero del premio al cura para que diga misas por su salud espiritual. Si los pobres granjeros parecen, en esta descripción, hundidos en rutinas embrutecedoras que los despojan de sensibilidad e imaginación y hacen de ellos unas aburridas figuras pedestres y convencionales, todavía peores resultan las autoridades, gárrulos personajillos flamantes de ridículo que presiden los comicios agrícolas y en quienes la hipocresía, la doblez del alma, parece el rasgo primordial, como lo denotan las frases huecas y estereotipadas del discurso del consejero Lieuvain. Ahora bien, este cuadro tan negro y despiadado, que roza la inverosimilitud (es decir, el nulo poder de persuasión del episodio), sólo aparece cuando analizamos los comicios agrícolas disociados de la seducción a la que está visceralmente unido en la novela. En verdad, engarzado en el otro episodio, la ferocidad sarcástica queda considerablemente rebajada por efecto de esa presencia que va como sirviendo de válvula de escape a la ironía vitriólica. Ese elemento sentimental, amoroso, delicado, que introduce en él la escena de la seducción, establece un sutil contrapunto gracias al cual brota la verosimilitud. Y, por su parte, la ironía caricatural y jocosa, el elemento risueño de la fiesta rural, tiene también, de manera recíproca, un efecto moderador, corrector de los excesos de sentimentalismo —sobre todo retórico— que adornan el episodio de la seducción de Emma. Sin la presencia de ese poderoso factor «realista» que es la presencia de esos granjeros con sus vacas y cerdos allí abajo, ese diálogo en el que chisporrotean los clisés y lugares comunes del vocabulario romántico, se disolvería quizás en la irrealidad. Gracias al sistema de vasos comunicantes que los funde, las aristas que podían haber empobrecido el poder de persuasión de cada episodio han sido limadas y la unidad narrativa se ha enriquecido más bien con aquella amalgama que dota al conjunto de rica y original consistencia.
Todavía es posible establecer, en el seno de ese todo así conformado mediante los vasos comunicantes —que une la fiesta rural y la seducción— otro contrapunto sutil, al nivel retórico, entre los discursos del alcalde —allí abajo— y el romántico discurso en el oído de Emma que pronuncia el seductor. El narrador entrelaza ambos con el objetivo (plenamente logrado) de que la trenza de ambos discursos —que despliegan cada cual abundantes estereotipos de orden político o romántico— se amortigüen respectivamente, introduciendo en el relato una perspectiva irónica, sin la cual el poder de persuasión se reduciría al mínimo o desaparecería. Así pues, en los «comicios agrícolas» podemos decir que dentro de los vasos comunicantes generales hay encerrados otros, particulares, que reproducen, en la parte, la estructura global del episodio.
Ahora sí podemos intentar una definición de los vasos comunicantes. Dos o más episodios que ocurren en tiempos, espacios o niveles de realidad distintos, unidos en una totalidad narrativa por decisión del narrador a fin de que esa vecindad o mezcla los modifique recíprocamente, añadiendo a cada uno de ellos una significación, atmósfera, simbolismo, etcétera, distinto del que tendrían narrados por separado. La mera yuxtaposición no es suficiente, claro está, para que el procedimiento funcione. Lo decisivo es que haya «comunicación» entre los dos episodios acercados o fundidos por el narrador en el texto narrativo. En algunos casos, la comunicación puede ser mínima, pero si ella no existe no se puede hablar de vasos comunicantes, pues, como hemos dicho, la unidad que esta técnica narrativa establece hace que el episodio así constituido sea siempre algo más que la mera suma de sus partes.
Quizás el caso más sutil y arriesgado de vasos comunicantes se encuentre en The Wild Palms, de William Faulkner, novela en la que se cuentan, en capítulos alternados, dos historias independientes, la de una trágica historia de amor pasión (unos amores adúlteros, que terminan mal) y la de un prisionero al que una catástrofe natural semi apocalíptica —una inundación que convierte en ruinas una vasta comarca— lleva a realizar una increíble proeza para regresar a la prisión donde las autoridades, como no saben qué hacer con él, lo condenan a más años de cárcel ¡por tentativa de fuga! Estas dos historias no llegan nunca a entremezclarse anecdóticamente, aunque, en la historia de los amantes en algún momento se alude a la inundación y al penado; sin embargo, por su vecindad física, el lenguaje del narrador y un cierto clima desmesurado —en la pasión en un caso, en el desborde de los elementos y la integridad suicida que anima al prisionero en su hazaña por cumplir con su palabra de regresar a la prisión— llegan a establecer entre ambas una suerte de parentesco. Lo dijo Borges, con la inteligencia y precisión que nunca le faltaban cuando ejercitaba la crítica literaria: «Dos historias que nunca se confunden pero de alguna manera se complementan.»
Una variante interesante de vasos comunicantes es la que ensaya Julio Cortázar en Rayuela, novela que, como usted recordará, transcurre en dos lugares, París (Del lado de allá) y Buenos Aires (Del lado de acá), entre los cuales es posible establecer una cierta cronología verista (los episodios parisinos preceden a los porteños). Ahora bien, el autor ha puesto una nota, al principio, dando al lector dos distintas lecturas posibles del libro: una, llamémosla tradicional, empezando por el capítulo uno y así sucesivamente según el orden regular, y otra, saltando entre capítulos según una numeración diferente que aparece indicada al final de cada episodio. Sólo si se opta por esta segunda posibilidad se lee todo el texto de la novela; si se opta por el primero, todo un tercio de Rayuela queda excluido. Este tercio —De otros lados. (Capítulos prescindibles)— no está formado por episodios creados por Cortázar ni narrados por sus narradores; se trata de textos ajenos, de citas, o, cuando son de Cortázar, de textos autónomos, sin relación directa y anecdótica con la historia de Oliveira, la Maga, Rocamadour y demás personajes de la historia «realista» (si no resulta incongruente usar este término para Rayuela), Son collages, que, en esta relación de vasos comunicantes con los episodios propiamente novelescos referidos a ellos, pretenden añadir una dimensión nueva —que podríamos llamar mítica, literaria, un nivel retórico— a la historia de Rayuela. Ésta es, clarísimamente, la intencionalidad del contrapunto entre los episodios «realistas» y los collages. Cortázar ya había utilizado este sistema en su primera novela publicada, Los premios, donde, entremezclados a la aventura de los pasajeros del barco que es escenario de la acción, aparecían unos monólogos de Persio, de extraña factura, reflexiones de índole abstracta, metafísica, a veces algo abstrusos, cuya intención era añadir una dimensión mítica a la historia «realista» (también en este caso, como siempre en Cortázar, hablar de realismo resulta inevitablemente inadecuado).
Pero es sobre todo en algunos cuentos donde Cortázar utiliza con verdadera maestría el procedimiento de los vasos comunicantes. Permítame recordarle esa pequeña maravilla de orfebrería técnica que es «La noche boca arriba». ¿Lo tiene en la memoria? El personaje, que ha sufrido un accidente en su moto en una calle de una gran ciudad moderna —sin duda, Buenos Aires— es operado y en la cama de hospital donde convalece se traslada, en lo que al principio parece una mera pesadilla, a través de una muda temporal, a un México prehispánico, en plena «guerra florida», cuando los guerreros aztecas salían a cazar víctimas humanas para sacrificar a sus dioses. El relato avanza, a partir de allí, mediante un sistema de vasos comunicantes, de manera alternativa, entre la sala del hospital donde el protagonista convalece, y la remota noche prehispánica, en la que, convertido en un moteca, primero huye y, luego, cae en manos de sus perseguidores aztecas, quienes lo llevan a la pirámide (el teocalli) donde, con otros muchos, será sacrificado. El contrapunto se lleva a cabo a través de sutiles mudas temporales en las que, de manera podríamos decir subliminal, ambas realidades —el hospital contemporáneo y la jungla prehispánica— se van acercando y como contaminando. Hasta que, en el cráter del final —otra muda, esta vez no sólo temporal, también de nivel de realidad—, ambos tiempos se funden, y el personaje es, en verdad, no el motociclista operado en una ciudad moderna, sino un primitivo moteca, que, instantes antes de que el sacerdote le arranque el corazón para aplacar a sus dioses sanguinarios, tiene la premonición visionaria de un futuro con ciudades, motos y hospitales.
Un relato muy parecido, aunque estructuralmente mucho más complejo y en el que Cortázar utiliza los vasos comunicantes de manera todavía más original, es esa otra joya narrativa: «El ídolo de las Cícladas.» También en este relato la historia transcurre en dos realidades temporales, una contemporánea y europea —una islita griega, en las Cícladas, y un taller de escultura en las afueras de París— y cinco mil años atrás cuando menos, en esa civilización primitiva del Egeo, hecha de magia, religión, música, sacrificios y ritos que los arqueólogos tratan de reconstruir a partir de los fragmentos —utensilios, estatuas— que han llegado hasta nosotros. Pero, en este relato, esa realidad pasada se infiltra en la presente de manera más insidiosa y discreta, a través, primero, de una estatuilla venida de allí, que dos amigos, el escultor Somoza y el arqueólogo Morand, encontraron en el valle de Skoros. La estatuilla —dos años después— está en el taller de Somoza, quien ha hecho muchas réplicas, no sólo por razones estéticas, sino porque piensa que, de este modo, puede transmigrarse a sí mismo hacia aquel tiempo y aquella cultura que produjo la estatuilla. En el encuentro de Morand y Somoza, en el taller de éste, que es el presente del relato, el narrador parece insinuar que Somoza ha enloquecido y que Morand es el cuerdo. Pero, de pronto, en el prodigioso final, en que éste termina matando a aquél y perpetrando sobre el cadáver los viejos rituales mágicos y disponiéndose a sacrificar del mismo modo a su mujer Thérèse, descubrimos que, en verdad, la estatuilla se ha posesionado de los dos amigos, convirtiéndolos en hombres de la época y cultura que la fabricaron, una época que ha irrumpido violentamente en ese presente moderno que creía haberla enterrado para siempre. En este caso, los vasos comunicantes no tienen el rasgo simétrico que en «La noche boca arriba», de ordenado contrapunto. Aquí, son más bien incrustaciones espasmódicas, pasajeras, de ese remoto pasado en la modernidad, hasta que, en el magnífico cráter final, cuando vemos el cadáver de Somoza desnudo con el hacha clavada en la frente, la estatuilla embadurnada con su sangre, y a Morand, desnudo también, oyendo enloquecida música de las flautas y con el hacha levantada esperando a Thérèse, advertimos que ese pasado ha colonizado enteramente al presente, entronizando en él su barbarie mágica y ceremonial. En ambos relatos, los vasos comunicantes, asociando dos tiempos y culturas diferentes en una unidad narrativa, hacen surgir una realidad nueva, cualitativamente distinta a la mera amalgama de las dos que en ella se funden.
Y, aunque le parezca mentira, creo que con la descripción de los vasos comunicantes podemos poner punto final a los recursos o técnicas principales que sirven a los novelistas para armar sus ficciones. Tal vez haya otros, pero, yo al menos, no los he encontrado. Todos los que me saltan a la vista (la verdad es que tampoco ando buscándolos con una lupa, porque a mí lo que me gusta es leer novelas, no autopsiarlas), me dan la impresión de poder filiarse en alguno de los métodos de composición de las historias que han sido objeto de estas cartas.
Un abrazo.

viernes, 26 de mayo de 2017

El diálogo con la sombra. Por Guillermo Fernández.


El diálogo con la sombra
Guillermo Fernández
El nuevo libro de Víctor Hugo Fernández, “Genealogía de la sombra” (WG, 2017), propone una poética en la que muchos podríamos percibir resonancias generacionales y existenciales que nos unen. Es un poemario escrito con cierto tono febril, despojado, en abierta puja de intereses con la sombra, que a muchos no nos gusta mirar de frente.
La poesía aquí no es juego, sino testimonio que no intenta encubrir los eclipses de las pasiones y la convicción de que no se puede dejar de ser un espíritu abierto y dolido en las circunstancias.
Víctor Hugo forma parte de una generación que ha visto el mundo desde una gran utopía y que se ha desmoronado con los avatares del error humano. Ha vivido el engaño de las creencias y las ideologías. Forma parte de los que ya han experimentado el ácido de los escapismos, así como de las crisis de valores y el derrumbamiento de las esperanzas sociales.
La poesía de Fernández es de redención. Se busca en ella el amparo ante la verdad de los hechos, luego de que se sabe por descontado que el futuro se ha reducido al fulgor de una penumbra. Sin embargo, la redención la notamos nosotros en la persistencia de la palabra, en el trabajo sobre ella, no en otro asunto. No en la posibilidad salvífica. Al poeta solo le queda el esfuerzo en la vía de la expresión, la cual puede ser todo lo impotente que se quiera, pero al fin de cuentas es un desquite, la única prueba de que fue testigo.
El poemario empieza con la necesidad de la expresión poética: “Podrá haber pan en nuestra mesa, / leche y miel derramarse en abundancia, / sin un poema hirviendo / sobre la memoria de las horas / no habrá día, ni noche / capaz de conjurar la vida y sus misterios”.
Sin el poema, la vida es menos vida. El poeta sería solo un hombre gris, movido por las circunstancias, sin la oportunidad de ofrecer su testimonio, única arma y fortaleza ante el mundo.
Consideramos el conjunto de los poemas de este libro un maduro intento por ofrecer un discurso poético con indudable unidad estilística. Se inclina Fernández por la sencillez, antes que por el ornamento casuístico –un mal de la poesía nacional en ciertos reductos–. El acento testimonial le confiere a sus versos apreciaciones que sus contemporáneos consideramos experiencia genuina, el pago de alcanzar nuestra edad después de irremediables avatares. No es extraño, también, en la poesía de Fernández, un ritmo coloquial, llano, que deriva de sus contactos con creadores norteamericanos, de los que el poeta ha declarado ser admirador.
Nos han parecido muy buenos poemas, “Genealogía de mi sombra”, que es, a nuestro parecer, una genealogía muy común: “He aquí el bastardo, / el apátrida / concebido en el pecado / hijo de concubina / castigado por la jerarquía / sin apellido cierto / sin cuna de oro…”, poemas como “Elegías al hermano”, el desolado y hermoso “Invierno en Georgia”, “Filosofía”: “Hay un Dios que no convence, / soy el creyente infiel / que duda y niega tres veces / antes de que cante el gallo”…, “La verdadera historia de Narciso” o una imagen de la posmodernidad, donde todo es farsa o implante; el duro “Autorretrato”; el sincero “Hacer un pacto”, el disimulo de una soledad, la del poeta, la de cualquiera; “Despedida”, poemas que no son de amor y que parecen; un poema que uno puede releer porque parece un enigma que interroga, “Esa canción que nos encanta”; “Negar tres veces”, “Busco tu imagen”, entre otros trabajos importantes.
Con el poeta Fernández se llega a la claridad de las cosas ensombrecidas, de lo que no fue posible, de lo que es realmente nuestra imagen en el espejo. El mismo amor, perfume del vivo, irradia solo amenaza o decepción, no sin cierta añoranza. Se conoce finalmente el mundo y lo que es peor, nuestras limitaciones. Pero aún se tienen flaquezas amadas, irrenunciables.
“Genealogía de la sombra” es el currículum cierto de cualquier hombre de nuestra generación y está escrito con autenticidad, sin un ápice de gloria falsa. Sus mejores poemas ubican a Fernández como un vocero necesario de los escritores del extinto “Grupo sin Nombre”, del que algunos conocimos la estela. Quiere decir que la travesía de sus miembros aún no ha terminado. En este caso, Víctor Hugo, despojado de las improntas ideológicas de aquellos años setenta, ofrece el rigor de lo vivido mediante un total desenfado estilístico y una perspectiva personal, que no necesariamente es intimista.

jueves, 25 de mayo de 2017

Mario Vargas Llosa. Cartas a un joven novelista. Carta X.


X

EL DATO ESCONDIDO

Querido amigo:
En alguna parte, Ernest Hemingway cuenta que, en sus comienzos literarios, se le ocurrió de pronto, en una historia que estaba escribiendo, suprimir el hecho principal: que su protagonista se ahorcaba. Y dice que, de este modo, descubrió un recurso narrativo que utilizaría con frecuencia en sus futuros cuentos y novelas. En efecto, no es exagerado decir que las mejores historias de Hemingway están llenas de silencios significativos, datos escamoteados por un astuto narrador que se las arregla para que las informaciones que calla sean sin embargo locuaces y azucen la imaginación del lector, de modo que éste tenga que llenar aquellos blancos de la historia con hipótesis y conjeturas de su propia cosecha. Llamemos a este procedimiento «el dato escondido» y digamos rápidamente que, aunque Hemingway le dio un uso personal y múltiple (algunas veces, magistral), estuvo lejos de inventarlo, pues es una técnica vieja como la novela.
Pero, es verdad que pocos autores modernos se sirvieron de él con la audacia que el autor de El viejo y el mar. ¿Recuerda usted ese cuento magistral, acaso el más célebre de Hemingway, llamado «The killers» («Los asesinos»)? Lo más importante de la historia es un gran signo de interrogación: ¿por qué quieren matar al sueco Ole Andreson ese par de forajidos que entran con fusiles de cañones recortados al pequeño restaurante Henry's de esa localidad innominada? ¿Y por qué este misterioso Ole Andreson, cuando el joven Nick Adams le previene que hay un par de asesinos buscándolo para acabar con él, rehúsa huir o dar parte a la policía y se resigna con fatalismo a su suerte? Nunca lo sabremos. Si queremos una respuesta para estas dos preguntas cruciales de la historia, tenemos que inventarla nosotros, los lectores, a partir de los escasos datos que el narrador-omnisciente e impersonal nos proporciona: que, antes de avecindarse en el lugar, el sueco Ole Andreson parece haber sido boxeador, en Chicago, donde algo hizo (algo errado, dice él) que selló su suerte.
El dato escondido o narrar por omisión no puede ser gratuito y arbitrario. Es preciso que el silencio del narrador sea significativo, que ejerza una influencia inequívoca sobre la parte explícita de la historia, que esa ausencia se haga sentir y active la curiosidad, la expectativa y la fantasía del lector. Hemingway fue un eximio maestro en el uso de esta técnica narrativa, como se advierte en «The killers», ejemplo de economía narrativa, texto que es como la punta de un iceberg, una pequeña prominencia visible que deja entrever en su brillantez relampagueante toda la compleja masa anecdótica sobre la que reposa y que ha sido birlada al lector. Narrar callando, mediante alusiones que convierten el escamoteo en expectativa y fuerzan al lector a intervenir activamente en la elaboración de la historia con conjeturas y suposiciones es una de las más frecuentes maneras que tienen los narradores para hacer brotar vivencias en sus historias, es decir, dotarlas de poder de persuasión.
¿Recuerda usted el gran dato escondido de la (a mi juicio) mejor novela de Hemingway, The sun also rises? Sí, esa misma: la impotencia de Jake Barnes, el narrador de la novela. No está nunca explícitamente referida; ella va surgiendo —casi me atrevería a decir que el lector, espoleado por lo que lee, la va imponiendo al personaje— de un silencio comunicativo, esa extraña distancia física, la casta relación corporal que lo une a la bella Brett, mujer a la que transparentemente ama y que sin duda también lo ama o podría haberlo amado si no fuera por algún obstáculo o impedimento del que nunca tenemos información precisa. La impotencia de Jake Barnes es un silencio extraordinariamente explícito, una ausencia que se va haciendo muy llamativa, a medida que el lector se sorprende con el comportamiento inusitado y contradictorio de Jake Barnes para con Brett, hasta que la única manera de explicárselo es descubriendo (¿inventando?) su impotencia. Aunque silenciado, o, tal vez, precisamente por la manera en que lo está, ese dato escondido baña la historia de The sun also rises con una luz muy particular.
La celosía, de Robbe-Grillet (La Jalousie, en francés) es otra novela donde un ingrediente esencial de la historia —nada menos que el personaje central— ha sido exiliado de la narración, pero de tal modo que su ausencia se proyecta en ella de manera que se hace sentir a cada instante. Como en casi todas las novelas de Robbe-Grillet, en La Jalousie no hay propiamente una historia, no por lo menos como se entendía a la manera tradicional —un argumento con principio, desarrollo y conclusión—, sino, más bien, los indicios o síntomas de una historia que desconocemos y que estamos obligados a reconstituir como los arqueólogos reconstruyen los palacios babilónicos a partir de un puñado de piedras enterradas por los siglos, o los zoólogos reedifican a los dinosaurios y pterodáctilos de la prehistoria valiéndose de una clavícula o un metacarpo. De manera que podemos decir que las novelas de Robbe-Grillet están, todas, concebidas a partir de datos escondidos. Ahora bien, en La Jalousie este procedimiento es particularmente funcional, pues, para que lo que en ella se cuenta tenga sentido, es imprescindible que esa ausencia, ese ser abolido, se haga presente, tome forma en la conciencia del lector. ¿Quién es ese ser invisible? Un marido celoso, como lo sugiere el título del libro con su ambivalente significado, alguien que, poseído por el demonio de la desconfianza, espía minuciosamente todos los movimientos de la mujer a la que cela sin ser advertido por ella. Esto no lo sabe con certeza el lector; lo deduce o lo inventa, inducido por la naturaleza de la descripción, que es la de una mirada obsesiva, enfermiza, dedicada al escrutinio detallado, enloquecido, de los más ínfimos desplazamientos, gestos e iniciativas de la esposa. ¿Quién es el matemático observador? ¿Por qué somete a esa mujer a este asedio visual? Esos datos escondidos no tienen respuesta dentro del discurso novelesco y el
propio lector debe esclarecerlos a partir de las pocas pistas que la novela le ofrece. A esos datos escondidos definitivos, abolidos para siempre de una novela, podemos llamarlos elípticos, para diferenciarlos
de los que sólo han sido temporalmente ocultados al lector, desplazados en la cronología novelesca para crear expectativa, suspenso, como ocurre en las novelas policiales, donde sólo al final se descubre al
asesino. A esos datos escondidos sólo momentáneos —descolocados— podemos llamarlos datos escondidos en hipérbaton, figura poética que, como usted recordará, consiste en descolocar una palabra en el
verso por razones de eufonía o rima («Era del año la estación florida...» en vez del orden regular: «Era la estación florida del año...»).
Quizás el dato escondido más notable en una novela moderna sea el que tiene lugar en la tremebunda Santuario (Sanctuary), de Faulkner, donde el cráter de la historia —la desfloración de la juvenil y frívola Temple Drake por Popeye, un gángster impotente y psicópata, valiéndose de una mazorca de maíz— está desplazado y disuelto en hilachas de información que permiten al lector, poco a poco y retroactivamente, tomar conciencia del horrendo suceso. De este abominable silencio irradia la atmósfera en que transcurre Santuario: una atmósfera de salvajismo, represión sexual, miedo, prejuicio y primitivismo que da a Jefferson, Memphis y los otros escenarios de la historia, un carácter simbólico, de mundo del mal, de la perdición y caída del hombre, en el sentido bíblico del término. Más que una transgresión de las leyes humanas, la sensación que tenemos ante los horrores de esta novela —la violación de Temple es apenas uno de ellos; hay, además, un ahorcamiento, un linchamiento por fuego, varios asesinatos y un variado abanico de degradaciones morales— es la de una victoria de los poderes infernales, de una derrota del bien por un espíritu de perdición, que ha logrado enseñorearse de la tierra.
Todo Santuario está armado con datos escondidos. Además de la violación de Temple Drake, hechos tan importantes como el asesinato de Tommy y de Red o la impotencia de Popeye son, primero, silencios,
omisiones que sólo retroactivamente se van revelando al lector, quien, de este modo, gracias a esos datos escondidos en hipérbaton va comprendiendo cabalmente lo sucedido y estableciendo la cronología real de los sucesos. No sólo en ésta, en todas sus historias, Faulkner fue también un consumado maestro en el uso del dato escondido.
Quisiera ahora, para terminar con un último ejemplo de dato escondido, dar un salto atrás de quinientos años, hasta una de las mejores novelas de caballerías medievales, el Tirant Lo Blanc, de Joanot Martorell, una de mis novelas de cabecera. En ella el dato escondido —como hipérbaton o como elipsis— es utilizado con la destreza de los mejores novelistas modernos. Veamos cómo está estructurada la materia narrativa de uno de los cráteres activos de la novela: las bodas sordas que celebran Tirant y Carmesina y Diafebus y Estefanía (episodio que abarca desde mediados del capítulo CLXII hasta mediados del CLXIII). Éste es el contenido del episodio. Carmesina y Estefanía introducen a Tirant y Diafebus en una cámara del palacio. Allí, sin saber que Plaerdemavida los espía por el ojo de la cerradura, las dos parejas pasan la noche entregadas a juegos amorosos, benignos en el caso de Tirant y Carmesina, radicales en el de Diafebus y Estefanía. Los amantes se separan al alba y, horas más tarde, Plaerdemavida revela a Estefanía y Carmesina que ha sido testigo ocular de las bodas sordas.
En la novela esta secuencia no aparece en el orden cronológico «real», sino de manera discontinua, mediante mudas temporales y un dato escondido en hipérbaton, gracias a lo cual el episodio se enriquece extraordinariamente de vivencias. El relato refiere los preliminares, la decisión de Carmesina y Estefanía de introducir a Tirant y Diafebus en la cámara y explica cómo Carmesina, maliciando que iba a haber «celebración de bodas sordas», simula dormir. El narrador impersonal y omnisciente prosigue, dentro del orden «real» de la cronología, mostrando el deslumbramiento de Tirant cuando ve a la bella princesa y cómo cae de rodillas y le besa las manos. Aquí se produce la primera muda temporal o ruptura de la cronología: «Y cambiaron muchas amorosas razones. Cuando les pareció que era hora de irse, se separaron uno del otro y regresaron a su cuarto.» El relato da un salto al futuro, dejando en ese hiato, en ese abismo de silencio, una sabia interrogación: «¿Quién pudo dormir esa noche, unos por amor, otros por dolor?» La narración conduce luego al lector a la mañana siguiente. Plaerdemavida se levanta, entra a la cámara de la princesa Carmesina y encuentra a Estefanía «toda llena de déjame estar». ¿Qué ocurrió? ¿Por qué ese abandono voluptuoso de Estefanía? Las insinuaciones, preguntas, burlas y picardías de la deliciosa Plaerdemavida van dirigidas, en verdad, al lector, cuya curiosidad y malicia atizan. Y, por fin, luego de este largo y astuto preámbulo, la bella Plaerdemavida revela que la noche anterior ha tenido un sueño, en el que vio a Estefanía introduciendo a Tirant y Diafebus en la cámara. Aquí se produce la segunda muda temporal o salto cronológico en el episodio. Éste retrocede a la víspera y, a través del supuesto sueño de Plaerdemavida, el lector descubre lo ocurrido en el curso de las bodas sordas. El dato escondido sale a la luz, restaurando la integridad del episodio. ¿La integridad cabal? No del todo. Pues, además de esta muda temporal, como usted habrá observado, se ha producido también una muda espacial, un cambio de punto de vista espacial, pues quien narra lo que sucede en las bodas sordas ya no es el narrador impersonal y excéntrico del principio, sino Plaerdemavida, un narrador-personaje, que no aspira a dar un testimonio objetivo sino cargado de subjetividad (sus comentarios jocosos, desenfadados, no sólo subjetivizan el episodio; sobre todo, lo descargan de la violencia que tendría narrada de otro modo la desfloración de Estefanía por Diafebus). Esta muda doble —temporal y espacial— introduce pues una caja china en el episodio de las bodas sordas, es decir una narración autónoma (la de Plaerdemavida) contenida dentro de la narración general del narrador-omnisciente. (Entre paréntesis, diré que Tirant Lo Blanc utiliza muchas veces también el procedimiento de las cajas chinas o muñecas rusas. Las proezas de Tirant a lo largo del año y un día que duran las fiestas en la corte de Inglaterra no son reveladas al lector por el narrador-omnisciente, sino a través del relato que hace Diafebus al conde de Vàroic; la toma de Rodas por los genoveses transparece a través de un relato que hacen a Tirant y al duque de Bretaña dos caballeros de la corte de Francia y la aventura del mercader Gaubedi surge de una historia que Tirant cuenta a la Viuda Reposada.) De este modo, pues, con el examen de un solo episodio de este libro clásico, comprobamos que los recursos y procedimientos que muchas veces parecen invenciones modernas por el uso vistoso que hacen de ellos los escritores contemporáneos, en verdad forman parte del acervo novelesco, pues los usaban ya con desenvoltura los narradores clásicos. Lo que los modernos han hecho, en la mayoría de los casos, es pulir, refinar o experimentar con nuevas posibilidades implícitas en unos sistemas de narrar que surgieron a menudo con las más antiguas manifestaciones escritas de la ficción.
Quizás valdría la pena, antes de terminar esta carta, hacer una reflexión general, válida para todas las novelas, respecto a una característica innata del género de la cual se deriva el procedimiento de la caja china. La parte escrita de toda novela es sólo una sección o fragmento de la historia que cuenta: ésta, desarrollada a cabalidad, con la acumulación de todos sus ingredientes sin excepción —pensamientos, gestos, objetos, coordenadas culturales, materiales históricos, psicológicos, ideológicos, etcétera, que presupone y contiene la historia total— abarca un material infinitamente más amplio que el explícito en el texto y que novelista alguno, ni aun el más profuso y caudaloso y con menos sentido de la economía narrativa, estaría en condiciones de explayar en su texto.
Para subrayar este carácter inevitablemente parcial de todo discurso narrativo, el novelista Claude Simon —quien de este modo quería ridiculizar las pretensiones de la literatura «realista» de reproducir la realidad— se valía de un ejemplo: la descripción de una cajetilla de cigarrillos Gitanes. ¿Qué elementos debía incluir aquella descripción para ser realista?, se preguntaba. El tamaño, color, contenido, inscripciones, materiales de que esa envoltura consta, desde luego. ¿Sería eso suficiente? En un sentido totalizador, de ninguna manera. Haría falta, también, para no dejar ningún dato importante fuera, que la descripción incluyera un minucioso informe sobre los procesos industriales que están detrás de la confección de ese paquete y de los cigarrillos que contiene, y, por qué no, de los sistemas de distribución y comercialización que los trasladan del productor hasta el consumidor. ¿Se habría agotado de este modo la descripción total de la cajetilla de Gitanes? Por supuesto que no. El consumo de cigarrillos no es un hecho aislado, resulta de la evolución de las costumbres y la implantación de las modas, está entrañablemente conectado con la historia social, las mitologías, las políticas, los modos de vida de la sociedad; y, de otro lado, se trata de una práctica —hábito o vicio— sobre la que la publicidad y la vida económica ejercen una influencia decisiva, y que tiene unos efectos determinados sobre la salud del fumador. De donde no es difícil concluir, por este camino de la demostración llevada a extremos absurdos, que la descripción de cualquier objeto, aun el más insignificante, alargada con un sentido totalizador, conduce pura y simplemente a esa pretensión utópica: la descripción del universo.
De las ficciones podría decirse, sin duda, una cosa parecida. Que si un novelista, a la hora de contar una historia, no se impone ciertos límites (es decir, si no se resigna a esconder ciertos datos), la historia que cuenta no tendría principio ni fin, de alguna manera llegaría a conectarse con todas las historias, ser aquella quimérica totalidad, el infinito universo imaginario donde coexisten visceralmente emparentadas todas las ficciones.
Ahora bien. Si se acepta este supuesto, que una novela —o, mejor, una ficción escrita— es sólo un segmento de la historia total, de la que el novelista se ve fatalmente obligado a eliminar innumerables datos por ser superfluos, prescindibles y por estar implicados en los que sí hace explícitos, hay de todas maneras que diferenciar aquellos datos excluidos por obvios o inútiles, de los datos escondidos a que me refiero en esta carta. En efecto, mis datos escondidos no son obvios ni inútiles. Por el contrario, tienen funcionalidad, desempeñan un papel en la trama narrativa, y es por eso que su abolición o desplazamiento tienen efectos en la historia, provocando reverberaciones en la anécdota o los puntos de vista.
Finalmente, me gustaría repetirle una comparación que hice alguna vez comentando Santuario de Faulkner. Digamos que la historia completa de una novela (aquella hecha de datos consignados y omitidos) es un cubo. Y que cada novela particular, una vez eliminados de ella los datos superfluos y los omitidos deliberadamente para obtener un determinado efecto, desprendida de ese cubo adopta una forma determinada: ese objeto, esa escultura, reflejan la originalidad del novelista. Su forma ha sido esculpida gracias a la ayuda de distintos instrumentos, pero no hay duda de que uno de los más usados y valiosos para esta tarea de eliminar ingredientes hasta que se delinea la bella y persuasiva figura que queremos, es la del dato escondido (si no tiene usted un nombre más bonito que darle a este procedimiento).
Un abrazo y hasta la próxima.

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