martes, 30 de mayo de 2017

Eduardo Mallea. Novela. En la creciente oscuridad. LITERATURA DE RESCATE.


Nace en Bahía Blanca, provincia de Buenos Aires, en 1903.
Eduardo Mallea conforma, a través de su obra, la más poderosa expresión de una superior y avanzada novelística argentina. De padre médico y escritor, Eduardo Mallea se radicó con su familia en Buenos Aires en 1916, ingresando poco después a la Facultad de Derecho, carrera que abandonó para responder a su vocación. Se hizo periodista en La Nación. Y ya escritor, respaldado por el prestigio creciente de sus primeros libros, fue durante muchos años director del Suplemento Literario de ese diario. Desde 1935 `cuando recibe el Primer Premio Municipal de prosa- su vida literaria es jalonada por importantes distinciones nacionales y mundiales. En 1955 fue designado Embajador de la Argentina en la UNESCO `con sede en París-, cargo que este brillante Doctor Honoris Causa de la Universidad de Michigan, desempeñó hasta 1958. En casi todas sus obras `sorprendentes, valiosas, perdurables-, el ambiente humano jugó para Mallea como parte de un significado latente, mezcla de ese crecimiento monstruoso de la urbe y del `quietismo- fijado a su imagen como condición de frustración.
Su obra forma parte de la literatura y ensayística de los años `30, en la que un grupo de intelectuales argentinos se preocuparon por responder a la pregunta por la identidad nacional. De esta inquietud surgió su novela más relevante: Historia de una pasión argentina.
Estaba casado con la escritora Helena Muñoz de Larreta.
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Mallea, profundo humanista y `argentino universal-, muere el 12 de noviembre de 1982.
Sobrecogedora y fascinante, esta última novela de Eduardo Mallea penetra muy hondo en el misterio que es toda existencia humana. Barboza, el héroe de ""En la creciente oscuridad"", vive amurallado tras un silencio inexpugnable y, a la vez, acosado por la urgencia de proyectarse fuera de él.
Fuente;
https://www.uniliber.com/titulo/En la creciente oscuridad/
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(Novela. Fragmento. EN LA CRECIENTE OSCURIDAD).
I
Barboza, de golpe, se levantó de la silla. Tenía ante él la gran puerta. La franqueó, dio seis pasos, estuvo en la calle. El sol matinal doraba los olmos. La zapatería estaba enfrente y el francés Louis Rogoul conversaba con otro hombre. La calle tenía algo de trágica con su estrechez sin aceras, su aire pobre, la irregularidad de su pavimento de piedra. Barboza miró a Rogoul sin saludarlo. Su intención lo obsedía, y hubiera pasado ante un pontífice sin saber de quién se trataba.
Aquel golpeteo de sus suelas con clavos —vaya a saber por qué de alpinista, tal vez por prolongar su duración o quizás por admirar a algún suizo— lo había oído él siempre. Desde niño se habituó al bárbaro calzado, y sin él no se hubiera sentido a sí mismo. ¡Ah, aquel ruido a la vez monótono y férreo de los botines que parecían de madera formaba ya parte de su persona, tanto como las manos de agricultor o la cabeza virilmente despeinada, cabeza de empecinado!
No vio el sol de la mañana. Llevaba, colgándole de la mano desgarrada cierta vez por un alambre de púa, la valija de papeles, en la que había puesto ahora una muda de ropa, junto a la navaja, a lo que sabía y a una cédula de identidad hecha pedazos. Ni siquiera pensó que no volvería al pueblo, a Insaurralde, sin la misión consumada. La misión era por el momento su ley, y la había pensado durante todo el año hasta el día de junio en que la afrontaba. Ya no le importaba pensarla más; la tenía adentro, como su entraña, y adelante, como su vida.
Igual a aquel que va y viene por un corredor cerrado en ambos extremos, la obsesión se le paseaba por la mente, o la mente le recorría la obsesión. Por fin vivía aquella mañana su activo derrotero y no el mero pensamiento de afrontarlo.
Cuando llegara a la salida del pueblo, debería esperar en el cruce de las rutas el lento ómnibus en cuyo punto de destino había pensado la última semana con ira, más que con amargura. Sobre la amargura ha echado al fin ese golpe de cólera que ahora lo desborda, lo impulsa. Por fin es él; no el pensamiento en sí mismo. El año casi entero de rumia es ya camino, meta, objetivo. Y lo que había aprendido bien es lo que un táctico llamaría el campo de operaciones. Nada ignoraba de los puntos en que debería actuar, proceder.
Después de media hora de marcha, Barboza distinguió los caminos entrecruzados, la flecha indicadora de la localidad adonde iba. Vio el dedo de madera del poste, fatal como una orden de guerra. Dejó por un instante en el piso —¡ah, la aridez de aquel año sin lluvias, de aquella tierra blanca, mordida!— la valija improvisada en el cartapacio de cuero. El viento de otoño se le metía en el pelo, levantándole un poco aquella mecha negra que tenía la calidad aceitosa del pelo de los cetrinos. Su pensamiento había cesado de errar: no aceptaba, después de doce meses de cálculos, más que la monotonía de la idea única.
La posesión del mando, en él ya estaba cedida. Nada de él pertenecía ya al pensamiento, sino a la idea fija organizada como arma. Él era el ordenado, no el que ordena: la orden incumbía a la llamada fatalidad.
Inmensos e iguales a sí mismos, los dos caminos formaban, al encontrarse y recíprocamente desecharse, la rectitud de la cruz, escapada hacia el este y el oeste, hacia el norte y el sur. Poco había andado él por ellos, en ómnibus: su hábito era el propio automóvil, en el que había recorrido leguas y leguas, sirviendo de experto a los agrimensores porteños, que lo ignoraban todo de la zona, excepto el terapéutico olor a tomillo o la coloración de la alfalfa. Pero, esta vez, el auto no le conviene.
Barboza piensa en lo que ha vivido —solitario— aquel año. ¡Sin la llegada de Tino Rivera su vida habría sido tan opuesta! No estaría ahí, por lo pronto, sino en el sopor matrimonial.
No estaría, por lo pronto, pensándose. Desde la adolescencia su parecido mayor fue con la espiga. Alto y flaco como era, le gustaba andar sin compañía, y pensaba verticalmente las cosas. En el casco de la estancia donde había crecido ya huérfano de madre, quedó huérfano de padre a los doce años, y pronto lo recogió y educó por caridad el propietario francés llamado Bidou, criador de ovejas y comerciante de lanas. El adolescente, con excepción de las horas de colegio, en que alternaba con muchachos más grandes, cultivaba la soledad de los guachos: hablaba poco, preguntaba algunas cosas vinculadas con su afición a la agrimensura, cuyos rudimentos, en su faz práctica, le tenía enseñados Bidou desde que lo adoptó. Con sus primeros pesos propios, el muchacho, después de abandonar los estudios y frecuentar los boliches, compró alguna oveja, con el espejismo del rebaño visitándole los ojos día y noche. Lacónico, oía a los conversadores. Pronto aprendió a negociar, a hacerse ahorrativo, a callar ante los que regatean. Su silencio era el de la estaca, que se acompaña a sí misma. Y sin duda aquel pensar cauto y lento lo llevó a la independencia con que a los veintitrés años hacía sus negocios. A los veintiséis compró en Insaurralde, pueblo viejo, una casa con jardín, comedor, dormitorio y cuatro ventanas a la última calle empedrada. El zapatero Rogoul había abierto poco tiempo después —pocos pasos enfrente— su zapatería de pueblo pobre. Y él, el joven Barboza, empezó a hacer su idea única de la esperanza que en dos años el pueblo extendiera su pavimento y sus calles, valorizando la zona.
No era hombre, naturalmente, de muchas pulgas, y ventilaba en sus ideas de experto, acompañando a quienes querían comprar tierras, una idea vanidosa de sí mismo. Sin apenas hablar, se consideraba la encarnación de un silencio archisabio, hecho de afirmaciones o negaciones expresadas de sobra con un mero signo de cabeza. Que no lo entendieran, o bien que lo discutieran, le causaba un malestar impaciente o una incomodidad desdeñosa. Ante su sí o su no, la gente debía decidirse, optar, asentir a comprar aquellos campos de otros, que él aconsejaba lacónico. Si bien las operaciones eran siempre menores, las muchas hechas pronto le aseguraban —también pronto— la jugosa comisión. A la larga había llenado de pesos sucios y viejos una caja de hierro de segunda mano construida al fin del otro siglo, cuya marca borrosa, un águila de oro semidesteñido, presidía frente al aparador el cuarto de comer.
Ahora, esperando el ómnibus en el cruce de las dos rutas aparentemente sin fin, piensa en su primera pobreza y en el principio de cuanto después pasó. Sabía que era hijo de un corredor de productos químicos, un hombre agriado por la úlcera gástrica, propenso a despotricar y jurar, eternamente cansado y eternamente violento. Incrédulo de alma, al enviudar ya maduro, el corredor de productos pidió licencia al lanero para dormir un mes en su estancia, y al fin se quedó allí por siete años, con aquel hijo huérfano de madre que se llamaba como él y arrastraba como maldición. “Si yo hubiera sido solo —contaban que decía— me habría empleado en la enfermería de algún barco. Habría visto gentes. Habría visto mundos. Pero con este apéndice filial, me desplazo como un mancarrón cansado, al que ni le dan las fuerzas para llevar al jinete.” Al morir el viejo de una bronquitis, fue cuando pasó el hijo —“este que soy”, piensa Barboza— a ser el adoptado del comerciante de lanas.
El padre, del que se acordaba tan poco, le había puesto aquel nombre de pila —al parecer, de un abuelo—. Aquellas cuatro sílabas que combinaban con Barboza. Cuando tenía que dar su nombre, subrayaba con convicción las dos partes. Decía: “Riguroso Barboza”, como quien acentúa un poder doble.
Barboza hijo había aprendido a leer en una cartilla del capataz Torbelloni, en cuyas páginas sucias apenas sobrevivían borrosamente las sílabas: “d-o-r = dor; m-i-r = mir. Dormir”. En el colegio del pueblo cercano, adonde iban también hijos de estancieros muy ricos estudió lo que su sagacidad y su malhumor elegían. No tuvo más que compañeros de su sexo, y con las muchachitas de trenzas, que acompañaban a los puesteros visitantes, no cambiaba más que aquellos monosílabos, aquellos avergonzados sonrojos.
¡Con qué vigor aprendió todo de la nada! Su curiosidad se le hizo instinto. Miraba y preguntaba; al cabo de los días, el muchachito moreno que era podía a su vez enseñar, frente al fogón, en la rueda de peones, a quienes desdeñaba violento. “¿Qué quiere decir esto de conflagración?”, interrogaba alguno, leyendo el diario en cuclillas. Barboza decía seco: “Guerra.” El peón insistía malhumorado : “¿Por qué conflagración ?... ¡Cha que hay ganas...” y buscaba en vano los términos para cerrar el predicado.
Allá lejos apareció al fin como un punto el ómnibus que llegaba del Este. A aquellos ómnibus, después de haberlos visto venir durante años, Barboza los conocía a la distancia, distinguiendo el que doblaba hacia el Norte del que viajaría a Buenos Aires. ¿Qué irrisión había hecho que el que doblaba hacia el Norte fuera ahora su esperado, siendo que lo lógico o común habría sido seguir hacia la capital? ¡La capital! ¡Cuánto la había resentido, o se había resentido hacia ella, siendo sin embargo poderosamente llamado por las promesas de aquel mundo!
Pero, este ómnibus, habría dado su vida por no tener que tomarlo. Habría dado su vida por haber podido quedarse en su casa según el cuadro de dos años antes. Habría preferido ser el hombre monótono que aconsejaba a los miopes, antes que el hombre que ahora se dirige hacia una población que no conoce, con semejante peso en el alma o un designio como el que lleva.
Aunque un hombre no es solamente su ser. Un hombre es el ser de su historia. Y él, Barboza, está canalizado por los hechos; en los hechos. Nadie, aunque quiera, puede caminar hacia atrás. El tiempo es el gran empujador. Y nos empuja y arrastra hacia adelante. Una vez que lo que no es nosotros se apodera de nosotros, nos torna en otros nosotros, en los seguidores castigados del primer paso que cedimos.
Si no hubiera conocido a la que fue su mujer, ¿cuál sería ahora su historia? ¿Por qué canales se hubiera deslizado, qué hechos habría afrontado, emprendido?
Hacia la época de aquella fiesta en el club de Arrayanes, a unos kilómetros de la casa donde vegetaba soltero, todavía era tan huraño como el peor de los rústicos. Había ido mandado —pensaba mucho después— vaya a saber por qué enigma, por qué fuerza. No le gustaban los bailes y aquella vez, no bien llegó, en el galpón adornado con guirnaldas y aquel gran lujo de luces, se ubicó junto a una fila de padres y madres vestidos naturalmente de fiesta. ¡Cuánto tiempo hacía de eso! Siete años; casi ocho. Toda la vida recordará aquella atmósfera: el humo vuelto luminoso debido al fulgor de las luces, las serpentinas arrojadas —que quedaban colgando de las vigas más altas—, las risas gritadas, el temblor de las lágrimas en los ojos de los reblandecidos. La noche era de los jóvenes. Él recibió los saludos, las bromas, las maliciosas preguntas inquiriendo por qué no bailaba. “Es que no sé”, respondía serio, turbado.
Lo raro fue que aquella muchacha se le acercara. La ve —ahora— plantada ante él, aquella noche, riendo bajo el farol que le ilumina la cara, mostrando la dentadura tan joven entre los labios tan jóvenes.
—Usted, ¿por qué no baila? —le había preguntado ella a él, sin poner casi pausa a su risa.
—Porque no sé.
En ese ómnibus al que sube, en el que responde abstraído al saludo del conductor, la ve, en imagen; la recuerda; la ve ahí: mostrando aquellos dientes tan puros y brillándole aquellos ojos tan nuevos, incitándolo con su juventud a ser tan joven como ella o tan joven como debería.
—Venga. Dé conmigo unos pasos —le dice la muchacha.
Al sentarse junto a la ventanilla del ómnibus, recuerda él ahora la resistencia que le opuso, la casi vergüenza que tuvo de sentir ganas de llorar, por primera vez en su vida. Ella se apartó, cedió a otro su cuerpo; bailaron, esos dos. Y todavía, por encima de los hombros del otro hombre, ella seguía mirándolo y riéndose como si lo perdonara o como si lo invitara, al tomar el ritmo del vals.
Él, Barboza, acaba de abrir el cenicero adosado a la ventanilla cuando le viene a la vista, sobre el campo en que ya el ómnibus cobra velocidad en dirección a su meta, aquella imagen conjunta del salón, las luces, el vértigo de tanta gente bailando, gritando, volviéndose bromas, incitaciones, ironías, celos, llamados. Recuerda haber sonreído francamente por única vez en su vida, cuando ella, fingiendo la mayor distracción, encontró en el intervalo entre dos piezas bailables hallarse de nuevo ante él y le dijo de golpe, como quien suelta una frase atrevida, que el próximo vals sería el oportuno para darle la fácil lección que necesitaba. Recuerda que no pudo ya negarse. Y bailaron un vals.
Él había sentido entonces los pies —calzados con sus borceguíes de alpinista— más adictos al suelo que al cielo: tropezó, casi cayó, risueña y enérgicamente sostenido por ella, lo cual era como la brisa ayudando al brutal golpe de viento. Ella reía, reía. ¡Reía! Pero él, Barboza, no; él, apenas sonreía; porque él, Barboza, no sabía reír.
—¿No ve qué fácil es? —le dijo ella, de pie ante él, al desprenderse de aquellos brazos tan rígidos.
—¡Ah no! ¡Tan difícil! Imposible para mí. Soy nada más que hombre de suelo.
Nunca olvidaría la solitaria amargura con que volvió a su sitio en el galpón hecho sala de baile. Y si sus ojos estaban brillantes, su joven alma estaba opaca. De aquel baile regresó a su casa tal vez más viejo y tal vez más solitario.
Ahora, en ese ómnibus donde van cuatro hombres, en medio de la trepidación del vehículo, Barboza puede reconstruir todo aquello, extraer el hilo de la madeja. Recuerda, por ejemplo, que al volver la noche de aquella fiesta en Arrayanes a la soledad de Insaurralde, por primera vez sintió su casa, y la halló igual a lo que era: la caja sin el objeto que la hace útil. Nunca había pensado que entre las cuatro paredes aquellos muebles fueran inútiles sin la mano feliz que los vitalizara. Los olió secos, los sintió secos, los miró mudos, los halló broncos y feos en la suciedad de su vejez. Y él, ante el espejo, parado ahí con sus pantalones de campesino y los zapatos pesados, parecía el autor de aquella sequedad, la pura causa determinante de aquel sordo concierto.
El ómnibus que lo sacude al franquear la cuneta, le sacude el otro lado del alma: el actual más acá de aquel río. ¡Ah, toda la historia! ¡Cuánto tiempo pasó hasta que vio nuevamente a la señorita del baile! Enseguida había preguntado, sabía cómo se llamaba, no ignoraba ya que su nombre era Silvia Garzanti. Su padre —supo— era un honesto agricultor de Palmiras, un viejo que tomaba Fernet Branca recordando en la plaza a su dios Mitre. Pero sólo la vio, aquella segunda vez, en un mes de julio, durante un concierto de la banda de Arrayanes. Pasó junto a ella y la saludó. Todo el pueblo estaba en la plaza. Él, después del saludo, siguió su camino y no quiso pasar de nuevo ante ella por temor de que un saludo más frío anulara la virtud del primero. Después, de noche y de día, por los campos o en las poblaciones, sobrio o ligeramente achispado, la representación de esa figura de mujer encontró su fiel en el ánimo de aquel hombre tan serio, tan dramático y tan callado.
Empezó por no faltar de Arrayanes a la hora del vermut. Primero se sentaba en la confitería Primitiva, y al iniciarse la vuelta de siempre alrededor de la plaza —aquel rito llamado “la vuelta del perro”—, echaba a andar lento y solo a fin de encontrar discretamente a la que debía venir con el grupo de amigas en sentido contrario. Algunas veces ella faltó, y otras cambiaron aquel saludo por parte de ella sonriente y por parte de él nervioso e intimidado.
¡Ah, en este ómnibus que le parece tan lento, cómo le duele ahora todo aquello! Ahora va con un designio, pero entonces iba con otro, ¡tan diferente y opuesto! Hay ciertos seres misteriosamente elegidos llamados a planear sobre nuestras vidas. Aparecen y desaparecen, pero son sentidos aun en su ausencia como presencias puestas ahí por alguna razón inviolable, a la vez fatal y misteriosamente reviniente. Sí. Más de una vez se preguntó él por qué principios están regidas esas aproximaciones circulares. Por la ventanilla del ómnibus miró a ambos lados el campo. A la izquierda partía hasta perderse de vista un alfalfar florecido; a la derecha podía abarcar la azul inmensidad de los cardos. Nada tenía sentido ya para él.
No la festejó según los hábitos. La primera vez que —mientras sus amigas habían corrido tras alguien para ofrecerle alguna rifa benéfica— la halló sola en el banco de aquel crepúsculo de plaza, Barboza le comunicó torpemente, en menos de cuatro palabras, que quería casarse con ella. A ella la asombró aquel asalto galante. Roja de golpe, lo miró sin contestarle. Entonces él adujo las causas, tan precipitada y torpemente como podía actuar un bisoño en semejantes empresas. “Tenemos que tratarnos”, dijo ella. Y aquellos dos inexpertos parecieron desamparados, desprovistos de voz o movimiento durante el tiempo que duró su soledad en el banco de la plaza. Al instante volvieron, proclamando a gritos su triunfo, las vendedoras de rifas, que habían agotado hasta la última, y que de sólo ver allí la intimidación de Barboza y la demudación de su amiga, estallaron en aquel aplauso jocoso.
Él se retiró casi en el acto, sin saber si se había despedido. Recorrió el camino de la plaza sin saber menos aún por dónde iba. Cruzó maquinalmente hacia la confitería que daba el frente a la bocacalle, para pedir un vermut. Había estado allí media hora cuando advirtió su propia permanencia en un mundo que ya habitaba raptado. Y el mundo era aquella mujer.
Pasó una semana de angustia, pensando, desde Insaurralde, en qué iba a parar todo aquello. A él, que le había gustado prever, el mundo acababa de descomponérsele en perspectivas riesgosas, imposibles de ser calculadas. ¿Cómo había dado aquel paso? No se le parecía. No era cosa de él. Parecía más bien algo dictado, bajado de quién sabe dónde, a imponérsele, a someterlo. Y a aquel futuro inseguro se encontraba repentinamente ofrecido. Ya no podía volver atrás. Otra voluntad que la de él, otra fuerza, otra suerte de imperativo, estaban puestos en marcha, y él no era ya más que el sirviente de su vida, después de haber vivido como su agrio comandante.
“No me pregunte nada. Haga su trabajo y déjeme en paz”, contestó una mañana al peluquero que lo interrogaba sonriente. Paró, en el café, cualquier clase de bromas. ¿No le estaban diciendo ya “que andaba pensativo”? Dispuesto a vivir más en secreto todavía, se encerró en un malhumor inventado. Alguno creería que estaba enfermo: en pleno poder de la furia o de la misantropía.
Durante varias semanas se abstuvo de ir a Arrayanes. Sufrió su propia sentencia, la cárcel que sintió necesario prescribirse. Él mismo abarcó y después pulverizó el volumen de su malhumor. Se acusó inútil para todo mientras no volviera a Arrayanes. Y así, a los treinta días de mutismo, después de haber hecho llenar el tanque del auto en la estación de servicio, imprimió al coche una velocidad moderada, calculando llegar en poco menos de media hora. Iba con sus eternos zapatos claveteados, con su negro traje de sarga, un traje de pueblero elegante que contrastaba con los zapatos de caminador, que él decía parecidos a él por la férrea reciedumbre, y a los que obligaba despótico a una duración casi heroica.
Pero, aquel día, la temperatura cobraba el primer acento otoñal, y la plaza del pueblo vecino estaba desierta. ¿Qué hacer? Se acordó de la confitería, que tenía fama y estaba de moda, y después de dirigirse allí y dejar el auto, ya ante los ventanales —sobre los que brillaba en medio de un derroche de luces el título de Confitería Jockey Club— abarcó con la vista el salón, lleno de risas y humo. No habiendo divisado a la mujer que le importaba, iba ya a retirarse, sin otro plan que consumir la derrota, cuando vio, en la mesa mayor, entre muchachas y muchachos, a la hija del agricultor de Palmiras, que cruzaba los domingos el puente para ver a las amigas de Arrayanes.
Más que por fuera en un espejo, se vio por dentro blanco. (¡Cómo lo recuerda en ese ómnibus frío!) Y de nuevo estuvo por irse. Pero, pálido, reaccionó, y entró virilmente por la puerta lateral de la confitería.
Ella lo vio, de pronto, cohibido, inseguro en su seguridad, sin atreverse siquiera a acercarse, a saludar. Entonces se levantó, retirando la silla de Viena, y fue a dar a aquel hombre la mano como se saluda a un amigo de siempre. “¡Hola!” Y él contestó con su silencio, puesto que era un silencio expresivo.
En el acto se vio sentado entre todos, y le asombró que supieran su nombre y le hicieran ya bromas con ella. Le alegró advertir que lo habían comentado, y habría dado las gracias si hubiera sabido la forma. Se demudó, y Silvia tuvo que decirle que dejara el sombrero negro en cualquier parte. Entonces él se levantó y colgó en la percha dos veces —pues se le cayó al piso en la primera— aquel chambergo aparentemente flamante que tenía tantos años.
Todo empezó, pues, así. Después el hilo de agua se hizo torrente: él, Barboza, no dejó domingo de ir a Arrayanes a la salida de misa, aun siendo ya invierno y verse la plaza desierta. Un grupo grande se sentaba con ellos en el temprano anochecer que hacía más brillante en la confitería la precoz luminosidad, la luz de las lámparas sostenidas por las columnas de bronce, iguales a centinelas manteniendo monótona una antorcha.
En el ómnibus, ahora, todo eso le parece extrañísimo, lejano, tan ajeno a él en el recuerdo como lo es en la actualidad. Ya, ahora, lo ve como proyectado, no en un telón exterior, sino en la claridad del campo que atraviesa dando tumbos en el ómnibus semidesierto. Advierte tarde que el conductor le había estado preguntando algo y él había dejado la pregunta sin contestación.
“¿Qué me preguntaba?” “No, nada”, le ha respondido con desabrimiento el conductor. ¿Por qué será tan inevitable que vivamos todos a recíproco destiempo, hiriéndonos o agraviándonos, aun sin ser esa nuestra intención? Pero lo que él lleva en ese ómnibus no es precisamente cortesía, a los siete años de aquel encuentro que evoca, que rememora. ¡Siete años! ¡Cuánto tiempo para vivirlo; qué poco tiempo para contarlo!
Ese campo que ve sembrado, dará su fruto por unos meses. Ese cielo será pronto noche. Aquel molino lejano, en algunas horas ya no se verá. Aquel ganado que pace, se retirará a sus refugios. Y él, viajero sin compañía, llegará a su meta en plena tiniebla, cuando en el pueblo ya mucha gente esté acostada, durmiendo. Lo malo de vivir a destiempo es encontrarse siempre sin compañía, o a una inmensa distancia de su prójimo, como los orbes en el infinito. Y los que se quejan de la soledad son los que eligieron ser solitarios.
¿Dónde estaría la sentencia diciendo que iba a ser así? Somos ciegos a la lectura de nuestra vida, nosotros que nos ufanamos en leer y comentar las ajenas. Barboza piensa el momento en que pidió aquella mano. Nunca había dicho nada que no se relacionara con lo material, y la idea de proponerse a sí mismo para acompañar sin término a otro ser viviente, le quitó el sueño dos meses, antes de que se decidiera a hablar con el viejo que tomaba su Fernet en la confitería de Palmiras. Cuando se presentó a visitarlo, Barboza parecía el huérfano que era, no el orgulloso que prosperaba en Insaurralde. Recuerda aquel cuarto donde los dos viejos temblaban más que él porque les estaba pidiendo su única hija. Lloraron sin decir palabra: esa fue su aceptación. Silvia y él tomaron un té servido por la madre. (Barboza recordaría siempre la inseguridad de la mano que le ponía la taza y se la llenaba del té y de la leche antes de hacerlo con su hija. Sólo que la mano de él, donde el jabón había borrado la tierra sin borrar los surcos ya eternos, vacilaba a su turno al tener que mostrarse educada. ) La novia y él tenían el aire de niños, y él pensó que en efecto iban a ser los dos, y no sólo ella, hijos de aquellos dos viejos. Un llanto contenido le llenaba el silencio. Bebió su té y vio sobre la pobre suya la mano más blanca que había visto. Al recordarlo, ahora que el ómnibus trepida, lo siente más que entonces. Pues ahora está destrozado y entonces estaba construyéndose.
A través del campo con olor a alfalfa, que el ómnibus va encontrando y dejando atrás, el purísimo aire —aquella eternidad hecha transparente— le trajo a la vista de adentro la ceremonia, el “enlace”. Ocurrió un mes de marzo en el pueblo inmediato, Arrayanes, donde, por la cercanía —estando sólo separado por un pueblo— habían vivido los Garzanti casi al mismo tiempo que en Palmiras. Y tuvo que escuchar junto a ella virgen en su vestido blanco y en su tul las palabras sacramentales de un culto que él había ignorado del todo. En la dura soledad de sí mismo, al fondo de su castidad viril, no había tenido ante la religión más que frío. Al arrodillarse con su traje negro en el momento oportuno, era su alma la que se arrodillaba. No sabía lo que le costaría más adelante desprenderse de aquel minuto. Y lo que ahora está viendo en espíritu no es el preludio del bien, sino del mal. La vida nos forja como el fuego al hierro, y después seremos ese solo hierro que tantas veces hubiéramos necesitado dúctil, flexible.
Los Cavirón, después de la ceremonia, les dieron un baile que se inició con el módico vals y luego se quebró, bajo las luces, en ciertas danzas modernas, algún tango, algún chotis pedido por octogenarios, y una gritería de achispados. Pero afuera los esperaba un refulgente Sedán, que alguien prestó como si prestara su alma. Y cuando se fueron, tuvieron que sufrir todavía las bromas habituales o del caso, las cuchufletas, los gritos, antes de que el coche arrancara y corriera al fin por el campo nocturno.
Él ha arreglado ya entonces su casa para que aquella mujer entre. En el cuarto donde él dormía solo, estará, una semana después, el retrato de los dos en el día del casamiento. En la imagen, no distinguirán del orgullo ese aire de candor que a ambos les ha impuesto la emoción de la ceremonia. (Más de una vez él se miraría allí años más tarde para interrogar en silencio a ese hombre que en él no encontraba.)
¡Ah, cómo tuvo que forzar su aspereza para darle el contenido de lo que le era contrario: la suavidad, la ternura, los modos dóciles, la cortesía! Silvia reía de verlo atrapado en el doméstico disfraz: cediendo, cuidándose del frío, de la intemperie; haciéndose el gato manso que él se presta a hacer porque la quiere, porque le causa aquella admiración y aquella timidez.
Se encontró como un tigre casado con una gata. Pero ¡qué gata! Aquella armazón masculina de gigante de malas pulgas, enfático y malhumorado, declinaba su aspereza ante los requerimientos sutiles de una mujer tan bonita como no la había visto nunca. Él, que antes había recibido a los amigos en su casa, no les franqueó ya la entrada: tuvo que multiplicar las horas de su presencia en el bar de Insaurralde para atender los asuntos y partir con los interesados en su pericia a recorrer los terrenos. Una suerte de orgullo, vanidad o insolencia se le había instalado en la cara al sentirse dueño de la hija del viejo Garzanti. Le parecía haber dado su medida, abonado su prestigio, repartido en los pueblos del circuito el valor contante y sonante de su persona. “A ver, che —gritaba al dueño del bar—, traeme una caña doble. Hoy no estoy para hesperidinas.”
Desde el ómnibus, por la ventanilla abierta, al tiempo que respira el olor de los trigales sin fin, ve los campos conocidos: los establecimientos de El Cardo, las estancias de Viduela, Martínez, Molina y Ocalinato. ¡Ah si se pudiera ver él como veía lo objetivo: los pastos, los montes, las praderas como tableros de un ajedrez para dioses! ¿Dioses? ¿Qué quiere decir ese término? Él, Barboza, no ha hablado nunca más que en singular: “Quiero esto” o “quiero aquello”; “No se me da la gana”; “Vea, amigo, búsquese más bien otro experto: yo no tolero tanta vuelta”.
Llegar cada tarde a su casa era como llegar a un escenario donde corriera la cortina —que era la puerta— y lo llevaran sus pasos al temblor que lo licuaba, a la delicia que lo deshacía. Sin espera, caían en la cama; y él reclamaba a su mujer toda desnuda, sin tiempo de despojarse él del pantalón, de puro apetito, pura gula, pura hambre o sed de aquella carne, a la que cubría una piel como seda de tersa, o como miel y leche de color y sabor. Con desesperación, con violencia, ve ahora aquella locura, los excesos de aquellas tardes en que ella, desde la cama, sonreía aún exhausta, viéndolo todavía enardecido, con la cabeza despeinada y el pelo negro formándole dos arcos sobre la frente que le transpiraba. Ella —¿no lo sentía él desde el primer abrazo?— atendía solícita a sus caprichos, con más asombro que admiración hacia ese hombre demasiado común que no gozaba como un ser común, a quien nada bastaba en la posesión de las cosas, y nada le sugería nada excepto aquellas dos gulas gemelas: el dinero y la carne, el predominio del interés y la posesión de lo posible.
En el fondo —pensó el hombre que viajaba en el ómnibus— ¿de qué le habían servido aquellas fuerzas? Ahora lleva en ese vehículo el precio que había pagado y la mercadería que había perdido. Y si viaja —mirando obseso por la ventanilla, sacudido con la marcha del coche— es por necesitar su ganancia, su revancha, después de haber extraviado lo que obtuvo.
Silvia, ¡qué mujer tan extraña, tan secreta! ¡Qué terreno cerrado! No se adosaba a él por partes: se adosaba a él totalmente, de modo que no le quedara a ella visible esa fisura en la intimidad por la que los demás podemos ver la especie, el secreto, la condición de nuestros semejantes. Aplicada a toda hora y con todo su cuerpo a la voluntad del marido, nada quedaba de su enigma, si existía ese enigma. Más bien parecía una esclava inhumanamente ofrecida, una servidora, a quien él no tenía que confesarle el llamado: ella estaba siempre más adelante en el camino recorrido por su deseo para expresarse. Sólo al cerrar los ojos con aquella fuerza, pensó alguna vez él que ella aplastaba algo, algo más sutil que la voluntad de entregarse: quizás obtenía el silenciamiento, la mordaza aplicados a los pensamientos secretos.
¡Ah, vista retrospectivamente desde ese instante en que viaja, cuánto habría deseado él que gritara un cansancio, una fatiga, un gusto dispar, una disidencia! Sólo la había visto por entonces querer leer el único libro del que no se separó: una enorme novela descuajaringada, La guerra y la paz, que ella, por haberla concluido, releía sin tener cerca otro texto. Cuando sólo al año de casamiento le pidió que le comprara cualquier otra en el quiosco de la estación, ahora recuerda cómo le contestó, pues él era de una raza de unívocos: “Los libros envenenan la mente.”
Sí, eso le había dicho, celoso de la letra, tanto como de los hombres. Si la encerraba en la casa, ¿no cabía encerrarle también a oscuras el juicio? Sólo una vez volvieron a Arrayanes; y, demasiado enfermos, sus padres no les devolvieron la visita. Él, Barboza, pensó siempre que era “gente inferior”, como “gente inferior” era todo ser humano con excepción de él y ella.
Ahora recuerda cómo después del placer conyugal entraron sin hijos en el mutismo que él —lo ve claro— instauró. Visitaron a aquel médico de Robles, el cual pronosticó: “Amigo, no tendrá nunca hijos. En realidad, ella ya está cerrada por dentro.” ¿Cerrada por dentro? ¿Qué quería decir eso? Lo rumió, sin confesárselo a ella. ¿Se habría él excedido hasta agotarla o saciarla, hasta hastiarla? Pronto había desertado esa idea. La bestia del médico diría lo contrario en cualquier otro momento, al ser consultado de nuevo, olvidado ya sin duda de su primer diagnóstico o pronóstico.
Como la rectitud de los álamos que ahora ve, siguió él enhiesta su conducta hacia ella. ¡Ah, cómo se había servido de aquel cuerpo que dejaba yerto, abusado! Cómo se había servido de aquel cuerpo diciéndose para su coleto: “Este es mi dominio. Y yo le doy mi sangre hasta el fondo. ¡Si ya no me quedara más que una sola gota, ella la recibiría como mi última ofrenda!” Sólo que no había pensado en la ofrenda de ella. Los hombres usan a sus mujeres como las hetairas a los inocentes: si supieran que los van a agotar se apresurarían a agotarlos.
Barboza recuerda que después de la consulta al médico de Robles, él se retiró de Silvia moralmente. Sus tareas de experto decrecieron: iba por la mañana a la confitería, vuelta despacho o sala de recibo para los amigotes o los clientes. En su casa de casado no había entrado un hombre a no ser él; y todo lo que se compraba era llevado a la casa en las afueras por proveedores infantiles. De tanto en tanto, él llevaba a Silvia, en el auto que había comprado al vecino, hasta la plaza donde ella bajaría a ver las tiendas. Ella entraba y compraba algo, sin insistir en un deseo o en otro, y salía callada hasta llegar al coche y estar de nuevo dispuesta a ser dejada en la casa de dos cuartos, una cocina y el jardín de seis metros por seis donde crecían las tumbergias. Se miraba al espejo, se hallaba despeinada; y ya rara vez persistía ante aquellas imágenes arreglándose como antes esa onda de pelo caída que el espejo acusaba. Solía echarse en la cama mientras él estaba en el centro del pueblo; y luego, necesitada otra vez de nutrir su soledad, miraba por la ventana durante una o dos horas, ocupando siempre la misma silla y viendo el mismo camino y la misma loma verde. Más tarde, sin mayor gana, en una actitud laxa y lenta, regresaba al comedor, y después de haberse hecho un té, se sentaba en el jardín junto a la puerta de calle, con La guerra y la paz entre las manos, a fin de releer un fragmento y encontrarse así con algo familiar que le era adicto y le era agradable. En el fondo se sentía —no lo ignoraba él— quieta y apacible, porque lo quería y ella importaba poco al lado de él. Se sentía menos importante y no se dolía de tal condición, así como no le importaba no tener hijos porque en el marido imaginaba fundidas todas las formas posibles de relación suficiente. Él, Barboza, conocía a su vez todas esas formas de la soledad de Silvia, de su intimidad. Partía tranquilo a sus negocios sin repensar más las cosas. No pensar nada era su modo de existir.
Se conocía fatuo; no se toleraba dudar de cuanto peroraba o pensaba, hablando con sus clientes y amigos en la plaza del pueblo o frente a la redacción del Correo. Recuerda que decía: “La vida es una disciplina”, sin saber bien lo que tal frase quería significar. Sabía que el farmacéutico de la plaza tenía razón respecto de él: miraba a los demás como un emperador. Pero como no tenía más que un súbdito —aquella mujer que lo acompañaba paciente—, se sentía más viril y poderoso; y el desprecio era como su modo de llevar el pañuelo: saliéndosele demasiado por el bolsillo de la campera.
¡Con qué celeridad se produjo la congelación de ese amor tan aceleradamente inflamado! No es que, a los tres años de matrimonio, hubiera él cesado de admirarla, de desearla: es que la causa de la admiración o el deseo se transformó; resultó fatigante. Desalterado de la primera pasión o de su virulencia, él, Barboza, navegó pronto hacia el acomodamiento de sus sentidos y el apaciguamiento gradual de su transporte; no se trataba ya de que sólo debiera convivir con la belleza visible: pronto importó concederle aquello cuyo poder de concesión no le pertenecía. Se produjo en el marido un vacío de poder y, por tanto, un resentimiento. La que salía de aquellas noches de pasión, de aquel préstamo de belleza, de aquel fulgor físico violentamente participado al marido, tenía además que vivir —a partir de la salida del sol— la ausencia moral del otro participante: él, Barboza, la escuchaba en los temas sin salir de su asombro; pero a la vez sin salir de sí mismo. Aquel hombre hecho de fuerza y vigor caía disminuido en cuanto la mujer desplegaba su curiosidad o la exposición de otras riquezas menos inteligibles que aquél par de senos perfectos y estupendas facciones. Trastabillaba, caía moralmente, se aburría ante aquel mundo de gustos y conocimientos que durante el día ella manejaba excediéndose porque le importaba brillar. La hacía a ella visiblemente feliz el contar a aquel marido durante los almuerzos y las comidas, los mínimos fragmentos de la jornada que no pasaban juntos, las mil cosas del alma más que del cuerpo. No se detenía ante la perplejidad confusa de aquel mudo, un mudo casi eterno. Y él odió entonces esa riqueza de ella, ese lujo de ideas dulcemente pensadas y sabidurías de conciencia en los que no podía ni quería penetrar, que lo reducían al silencio resentido, y que hallaba presuntuoso e inútil, así en una mujer como en un hombre. Sentado en el sofá que los enfrentaba después del almuerzo y después de la comida, movía con nerviosidad de macho el extremo de la pierna cruzada y sonreía su puro e hiriente tedio, preguntándose —sin disimular el asombro— para qué podía servir a una mujer o a un hombre semejante aprendizaje de esencias o relación sutil con las ideas. Él estaba hecho de substancia; y substancia era lo que en ella lo enardecía en los abrazos. Lo demás era bostezo y tedio. A veces trataba de disimular. Entonces ella se callaba, secreta, defraudada.
Él mismo se había hecho del todo aquel silencioso de antes, el callado de la adolescencia; y ya adentro de la casa, iba de aquí allá sin una sola palabra. Parecía culpar a aquella mujer —con semejante belleza— de no haberlo dejado estar solo, al haberse él distraído de sí mismo, confundiéndose y desapareciendo en el dúo eterno.
“Yo he nacido para soltero”, le gritaba a veces en una suerte de histeria. Y una hora después erraba por el jardín y por los dos cuartos, hasta ir al fin a pedirle perdón.
Los dos permanecían luego besándose o llorando, como si lo que los castigaba no fuera de ellos, sino vaya a saber qué tercera fuerza interpuesta. Qué fuerza abstracta de contextura maligna.
En esos momentos los dos se sentían culpables de una culpa ignorada, misteriosa.
Estuvieron mucho tiempo sin tocarse, ¡cómo lo piensa él ahora!, y los dos lloraban paralelamente, sin advertirlo, en la oscuridad del cuarto y en la cama donde se daban la espalda.
En el asiento del ómnibus, ante una arboleda imponente, Barboza recogió el recuerdo de todo aquello. Aquel vacío de atención, en las épocas que recordaba, reducían a Silvia al silencio.
Fue un mes de abril cuando llegó Tino Rivera; y él, Barboza —¡cómo lo recuerda!—, lo distinguió, al entrar en el café de la plaza, bebiendo un té junto a los cristales, solo, como lo había visto andar en la adolescencia.

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