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sábado, 20 de abril de 2019

KACHUDAS Y EL SOMBRERERO[3] Georges Simenon


 KACHUDAS Y EL SOMBRERERO[3]

 

 

            Georges Simenon

 CAPÍTULO PRIMERO

 

 

            EN EL QUE UN SASTRE ASUSTADO BUSCA LA PROTECCIÓNDE SU VECINO EL SOMBRERERO

            Resultaba evidente que Kachudas, el humilde sastre de la calle de los Prémontés sentía un miedo terrible. Pero dicho sentimiento no le afligía sólo a él. Otros mil seres humanos, o mejor dicho diez mil, pues tal era el número de habitantes de la localidad, pasaban por el mismo trance, aunque no tuvieran el valor de confesarlo. Sólo los niños de corta edad permanecían al margen de aquel pavor general.
            Kachudas había encendido unos minutos antes la bombilla eléctrica que mantenía colocada exactamente sobre tu tarea gracias a un alambre auxiliar. Aún no habían dado las cuatro de la tarde, pero empezaba ya a oscurecer, pues corría el mes de noviembre. Estaba lloviendo desde hacía dos semanas, sin que el aguacero cesara ni un instante. En el cine, iluminado con atractiva luz, se proyectaban noticiarios con escenas de barcas circulando por calles inundadas y de casas de labor aisladas en medio de campos convertidos en torrentes que arrastraban corpulentos árboles.
            Todo esto tiene gran importancia para nuestro relato, ya que de no haber sido otoño y oscurecer tan pronto, mientras llovía sin parar de la mañana a la noche, hasta el punto de que muchas personas no tenían ya ropa seca que ponerse; de no escucharse el aullido de aquellas terribles ventoleras que estremecían las calles, volviendo los paraguas de la gente como se vuelve un calcetín, Kachudas no habría tenido miedo y lo más probable es que no hubiera sucedido ninguno de los hechos que aquí se relatan.
            Kachudas, el sastre, estaba sentado a la manera típica de los de su oficio, con las piernas cruzadas sobre una amplia mesa que había bruñido con el roce de sus muslos en el transcurso de treinta años de cotidiana labor. Tenía su taller en el entresuelo, encima mismo de la tienda. El techo del local era muy bajo. En la acera de enfrente y colgada sobre la puerta de un establecimiento de sombrerería, destacaba una enorme chistera. Kachudas intentaba avizorar, por debajo de la misma, lo que ocurría en el establecimiento del señor Labbé.
            La sombrerería estaba muy mal iluminada. Las bombillas cubiertas de polvo difundían una velada y triste luz. El cristal del escaparate llevaba mucho tiempo sin limpiar. Estos detalles, quizá sin importancia, contribuían a dotar de un ambiente especial a todo aquello. La tienda era muy vieja, lo mismo que la calle. En otros tiempos ésta fue una arteria comercial de la ciudad, pero su importancia terminó al instalarse en otro lugar, a más de medio kilómetro de allí, atractivos almacenes modernos, de precios únicos y de otras clases, con sus rutilantes escaparates y sus llamativos anuncios. Por dicha causa, en aquel trozo de calle mal alumbrada sólo subsistían tenduchos en los que cabía preguntarse si alguien se sentía alguna vez tentado a entrar.
            Razón de más para que Kachudas experimentase aquella sensación de miedo que lo estaba atormentando. Por otra parte, se acercaba la hora de tomar su acostumbrado vaso de vino blanco y ello le originaba cierta comezón. Su organismo, habituado a él, lo reclamaba imperiosamente.
            El organismo del señor Labbé, el sombrerero de enfrente, experimentaba idéntica necesidad. También para él había llegado el momento de irse al café. Kachudas le vio dirigir unas palabras a Alfredo, su dependiente pelirrojo, y arrebujarse en un grueso abrigo con cuello de terciopelo.
            El sastre se levantó precipitadamente y luego de ponerse la americana y hacerse a toda prisa el nudo de la corbata, descendió la escalera de caracol al tiempo que gritaba a algún ser invisible:
            —¡Estaré de regreso dentro de una cuarto de hora!
            La verdad es que solía permanecer ausente media hora e incluso una, pero desde hacía muchos años siempre pronunciaba las mismas palabras en el momento de salir.
            Se estaba poniendo aquel impermeable que un cliente olvidó cierto día en su tienda, sin que volviera nunca a recogerlo, cuando oyó la campanilla de la puerta de enfrente. Con las manos en los bolsillos y el cuello del gabán levantado, el señor Labbé emprendió su camino hacia la plaza Gambetta, manteniéndose pegado a las casas.
            Instantes después tintineaba también la campanilla de la sastrería y Kachudas salía a la calle azotada por la lluvia, echando a andar a poca distancia de su corpulento vecino. Eran las dos únicas personas que transitaban por la cálle, cuyos faroles de gas estaban tan espaciados que la mantenían prácticamente a oscuras.
            Kachudas aceleró el paso hasta alcanzar al sombrerero. Aunque sin ser amigos, ambos se saludaban cuando por las mañanas coincidían en el momento de abrir los postigos de sus escaparates, e incluso solían hablar unos minutos en el «Café de la Paix» donde pasaban diariamente un breve rato.
            Pero existían entre ambos ciertas diferencias de prestigio. El sombrerero era el señor Labbé, mientras el sastre era Kachudas a secas. Este último se limitó, pues, a seguirle. Su proximidad le hacía sentirse bastante más tranquilo, puesto que si alguien hubiera intentado agredirle, con sólo lanzar un grito habría puesto sobre aviso a su vecino. Luego pensó que bien podía ocurrir que, en caso de peligro, éste echara a correr, dejándole desamparado. Semejante idea le hizo correr un escalofrío por la espalda. Temeroso de los callejones oscuros y de los rincones en tinieblas, tan propicios a una posible emboscada, optó por situarse en mitad del arroyo.
            Sin embargo, el trayecto era corto, cuestión de unos minutos. La calle de los Prémontés desembocaba en una plaza muy iluminada y concurrida, incluso con mal tiempo, en la que solía prestar servicio un guardia municipal.
            Los dos hombres torcieron a la izquierda. En la tercera casa se encontraba el «Café de la Paix» con sus vidrieras profusamente iluminadas y su caldeado y cómodo interior. Los parroquianos se hallaban en sus lugares de costumbre y el camarero Fermín pasaba el rato viéndoles jugar a las cartas.
            El señor Labbé se quitó el abrigo, lo sacudió y lo entregó a Fermín, quien lo colgó solícito de una percha. En cambio, a Ka- chudas nadie le ayudó a quitarse el impermeable. Pero era natural, puesto que se trataba sólo de un modesto sastre.
            Los jugadores y los curiosos que seguían las partidas, estrecharon la mano al sombrerero, quien se sentó detrás del médico. Algunos parroquianos, muy pocos, saludaron a Kaehudas con un leve movimiento de cabeza. El sastre ocupó la única silla libre, junto a la estufa, gracias a lo cual pudo secarse los bajos del pantalón.
            El tenue vapor que surgía de la prenda atrajo la atención del sastre, quien se miró los pantalones un buen rato, seguro de que aquella tela, que en modo alguno era de primera calidad, encogería notablemente. Luego posó la mirada en los del señor Labbé para averiguar si su tejido era mejor. Desde luego, el señor Labbé no se vestía en su casa ni tampoco ninguno de los parroquianos que acudían a las cuatro al café, todos personas de importancia. A lo sumo le confiaban algún que otro arreglo o le entregaban prendas a las que dar la vuelta, para seguir aprovechándolas.
            Los zapatos mojados de los clientes habían dejado extrañas huellas sobre el serrín que cubría el suelo, así como fragmentos de barro y suciedad. El señor Labbé llevaba un calzado excelente. Y su pantalón era de un gris oscuro, casi negro.
            En la vuelta de la pernera izquierda Kaehudas observó un puntito blanco. De no haber sido sastre, probablemente no habría concedido la menor importancia a aquel detalle. Pero pensando que se trataba de un hilo, no pudo resistir la tentación de retirarlo, cosa natural en un profesional de la aguja. Por otra parte, tan sólo un hombre humilde como él se hubiera rebajado a inclinarse ante nadie.
            El sombrerero se quedó sorprendido. Kaehudas tomó el fragmento blanco, que resultó ser un minúsculo trocito de papel.
            —Perdone… —murmuró.
            Pedía perdón por cualquier cosa. Era consustancial a su carácter. Hacía siglos que los Kaehudas fueron llevados como fardos desde Armenia a Esmirna o Siria, adquiriendo dicha prudente costumbre en el transcurso de largos y dramáticos desplazamientos.
            Mientras se incorporaba de nuevo, con el pedacito de papel entre los dedos, Kaehudas no pensaba en nada concreto. Tan sólo se le ocurrió decir para sus adentros: «Pues no era un hilo…»
            En los breves instantes en que permaneció agachado pudo ver los pies de los jugadores, las patas de hierro del velador y el delantal blanco de Fermín. Cuando hubo recuperado su posición normal, alargó el papelito al sombrerero, a la vez que repetía: «Perdone», deseoso de no provocar la cólera del otro por aquella singular intromisión.
            Pero en el instante en que el señor Labbé cogía el fragmento", no mayor que un circulito de confetti, Kaehudas sintió que la sangre se le helaba en las venas y que un intenso escalofrío lo traspasaba de parte a parte. Miraba al sombrerero y éste a él. Los dos permanecieron así un buen rato, sin que nadie se fijara en ellos. Todo el mundo seguía atento a la partida. El señor Labbé había estado muy gordo en otros tiempos, pero ahora aparecía como un globo deshinchado. Aunque voluminoso, se le adivinaba fofo. Su cara fláccida e inexpresiva se mantuvo invariable, mientras tomando el pedacito de papel, lo arrugaba entre sus dedos, hasta convertirlo en una bolita no mayor que una cabeza dé alfiler.
            —Gracias, Kaehudas —articuló por fin.
            Hubiera sido muy difícil definir la expresión con que Labbé pronunció aquellas palabras. ¿Qué expresaba su tono? ¿Naturalidad, ironía, amenaza, sarcasmo?… ¡Quién sabe! Kaehudas estuvo pensando en ello días y noches.
            El sastre se echó a temblar de tal modo que el vaso que había cogido para disimular su turbación estuvo a punto de caérsele. A partir de entonces, debería evitar que su mirada y la dpi señor Labbé se cruzaran. Era demasiado peligroso. Cuestión de vida o muerte. Confiaba en que fuera de vida para él.
            Aunque aparentemente inmóvil en su silla, sentía la sensación de verse agitado por un vendaval, y en ciertos momentos tenía que dominarse con todas sus fuerzas para no escapar de allí como alma que lleva el diablo.
            ¿Qué habría sucedido si. levantándose de pronto de su silla, hubiera empezado a gritar: «¡Es él! ¡Es él!»? Sentía escalofríos sólo de pensarlo. El calor de la estufa lo abrasaba y. sin embargo, sus dientes estaban a punto de castañetear. Se acordó de la calle de los Prémontés y de la inclinación que sentía a colocarse tras el sombrerero cuando transitaba por la misma. Había ocurrido así en numerosas ocasiones; sin ir más lejos, un cuarto de hora antes, cuando él y Labbé eran los únicos en pasar por allí.
            El sastre hubiera deseado mirarle a hurtadillas, pero no se atrevía. Tal vez una sola mirada significara su desgracia. Sentía deseos de pasarse la mano por el cuello, pero hacía denodados esfuerzos para evitarlo. Aquella sensación llegaba a producirle verdadera angustia.
            —Otro vaso de vino, Fermín.
            Luego de pronunciadas lás anteriores palabras, comprendió que acababa de cometer un grave error. Por regla general dejaba un intervalo de media hora entre los dos vasos. ¿Cómo iba a componérselas? ¿Qué hacer?
            Las paredes del café estaban recubiertas totalmente de espejos que reflejaban el humo de las pipas y de los cigarrillos. Tan sólo él señor Labbé fumaba un cigarro cuyo aroma llegaba hasta Kachudas. Al fondo, junto a los lavabos, había una cabina telefónica. ¿Por qué no entrar en ella, simulando dirigirse a los primeros? Se oía ya preguntar: «¿La policía?… Él está aquí…» Pero ¿y si el señor Labbé, sospechando algo, se situaba detrás? En tal caso, nadie oiría nada. Aquellas cosas sucedían siempre sin ruido. De las seis víctimas, ni una sola gritó. Claro que se trataba de ancianas. El asesino sólo atacaba a viejas. Por tal motivo, los hombres se sentían a ctibíerto de todo peligro y transitaban por ias calles jactándose de su inmunidad. Pero ¿y si se le ocurría hacer una excepcióh?
            «¡Está aquí! ¡Venga a prenderlo! ¡De prisa!»
            Si se aventuraba a realizar su delación, quizá cobrara los veinte mil francos ofrecidos como premio. Eran tantas las personas codiciosas del mismo, que la policía pasaba por verdaderos apuros, abrumada a denuncias, algunas de ellas mero producto de una descabellada fantasía.
            Con veinte mil francos podría… Pero, por otra parte, ¿quién iba a creer sus palabras? Si afirmaba: «Es el sombrerero», le contestaría: «Demuéstremelo». «He podido distinguir dos letras.» «¿Qué letras?» «Una ene y una te.» Pero ni siquiera estaba seguro de esta última. «Explíquese, Kachudas.»
            Le hablarían con severidád. Siempre se habla con expresión ceñuda a todos los Kachudas de la tierra.
            «En la vuelta de su pantalón. Ha hecho una bolita con el papel.»
            ¿Dónde estaría ahora la bolita en cuestión, no mayor que una cabeza de alfiler? ¡Cualquiera lo sabía! ¿La habría aplastado con el tacón contra el serrín que cubría el suelo? ¿Se la habría tragado?
            Además ¿qué podían significar dos letras recortadas de un periódico por el sombrerero? Nada. Absolutamente nada. El fragmento de papel pudo caerle allí casualmente. O acaso le gustara recortar letras de los periódicos.
            El incidente era de los que acaban con los nervios más templados. Cualquiera de los reunidos en el café se hubiera sentido sobre ascuas. Todos eran gente acomodada' y entre ellos había comerciantes de importancia, un médico, un asegurador, un tratante en vinos, etc. Personas, en fin, que podían permitirse pasar buena parte de la tarde jugando a cartas y tomar varios aperitivos al día.
            Pero todos ignoraban el detalle del papel, con sus tenebrosas consecuencias. Todos, excepto Kachudas. Y el sombrerero sabía que este…
            Sudaba Como si se hubiera tomado varios ponches y aspirinas. ¿Advertiría su turbación el criminal? ¿Habría advertido su reacción al ver el papelito? Pero ¿cómo pensar en cosas de tanta importancia sin dejarlo traslucir al otro, que se hallaba a menos de dos metros, fumando su cigarro mientras contemplaba, o simulaba seguir con interés, Ja partida de «belote»?
            —Otro vaso, Fermín.
            Lo había pedido sin querer. Tenía la garganta seca. Pero tres vasos eran muchos. Nunca los bebía, excepto en ocasiones solemnes, como cuando llegaba al mundo alguno de sus hijos. Tenía ocho y estaba esperando al noveno. Siempre ocurría igual. Pero aunque no fuera culpa su^a, la gente lo miraba con aire de re^ proche.
            ¿Podía existir alguien capaz de matar a un padre de ocho hijos, que esperaba al noveno… y luego al décimo?
            Al tiempo que repartía las cartas para una nueva partida, el asegurador comentó:
            —¡Es curioso! Hace tres días que el asesino deja en paz a las viejas. A lo mejor, empieza a tener miedo…
            Sabiendo lo que sabía Kachudas, hay que reconocer que hizo gala de una voluntad muy firme para no mirar el sombrerero. Pero se lo había propuesto y lo logró. Tenía la vista fija ante si, a costa de un doloroso esfuerzo. De pronto, vio por el espejo los ojos del señor Labbé fijos en él. Su rostro seguía tan pálido como siempre, pero su mirada era insistente. El sastre tuvo la sensación de que los labios del sombrerero se distenían en una leve sonrisa. Incluso, en cierto momento, creyó que le hacía un guiño; un guiño de complicidad, sin duda, cual si quisiera decirle:
            —¡Qué divertido! ¿Verdad?
            Kachudas oyó su propia voz al pronunciar:
            —Camarero…
            Se arrepintió de ello. Cuatro vasos eran demasiados sobre todo, teniendo en cuenta que no resistía excesivamente la bebida.
            —¿Desea algo, señor?
            —No, nada… Gracias.
            Pensándolo bien, tal vez existiera una explicación plausible a todo aquello. La idea era aún muy vaga, pero no carecía de cierta consistencia. Se basaba en suponer la existencia de dos hombres en lugar de uno. De una parte, el asesino de ancianas, de quien nada se sabía, excepto que en el transcurso de tres semanas, había dado muerte a seis personas; por otra, un ser que pretendía divertirse tomando el pelo a sus conciudadanos, un bromista que mandaba al «Correo del Loira» las famosas cartas compuestas con letras recortadas de los periódicos.
            Sabido es que hay gentes a quienes estas chanzas atraen de manera irresistible.
            Pero caso de existir dos hombres, ¿cómo podía el autor de las cartas, prever lo que iba a hacer el otro?
            Tres de los asesinatos fueron anunciados de idéntica manera. Las cartas eran enviadas al «Correo del Loira» con letras recortadas y pegadas cuidadosamente, una junto a otra.
            «La movilización de la brigada móvil no servirá de nada —decía una de ellas—. «Mañana morirá la tercera vieja.»
            Algunas misivas eran más largas. Debía requerir mucho tiempo encontrar tantas palabras y letras y ensamblarlas luego como un rompecabezas.
            «El comisario Micou se cree muy listo por haber nacido en
            París. Pero en realidad sabe menos que un párvulo. Hace mal erl abusar de ese borgoña que le pone la nariz colorada.»
            El comisario Micou, enviado por la «Sureté» para dirigir las averiguaciones, entraba de vez en cuando en el «Café de la Paix» para tomar una copa. El sastre lo había visto allí varias veces. Los parroquianos interrogaban familiarmente al policía, que, desde luego, sentía cierta marcada inclinación hacia el borgoña.
            —¿Cómo van esas pesquisas, señor comisario?
            —No teman. Le atraparemos. Esos maniáticos acaban siempre por cometer algún error. Se sienten tan satisfechos de sí mismos, que no pueden reprimir la tentación de hablar de sus hazañas.
            Kachudas se hallaba presente cuando el comisario pronunció tales palabras.
            «Algunos tipos mediocres y estúpidos afirman que sólo mato viejas porque soy un cobarde. No han imaginado que bien pudiera ser porque detesto a las viejas. Pero si siguen insistiendo en sus insensateces, mataré a un hombre para complacerles. E incluso, si lo desean, a un tipo fuerte y corpulento. Así sabrán a qué atenerse respecto a mí…»
            Kachudas era pequeño y enclenque, no más vigoroso que un muchacho de quince años.
            —Buenas tardes, señor comisario.
            El sastre se sobresaltó. El comisario Micou entraba en aquellos momentos, acompañado del dentista Pijoulet. Era un hombre grueso, optimista y jovial. Volvió una silla, se. sentó a horcajadas en ella, cara a los jugadores, y dijo con aire afable:
            —No se molesten. Estoy bien así.
            —¿Cómo sigue la encuesta?
            —Pues no va mal.
            —¿Han encontrado alguna pista?
            Por el espejo, Kachudas pudo ver como el señor Labbé seguía mirándole. De repente le acometió otro temor. ¿Y si Labbé era inocente? ¿Y si nada tenía que ver con los asesinatos ni con las cartas? ¿Y si aquel trocito de papel hubiera ido a parar casualmente a la vuelta de su pantalón, quedando pegado allí del mismo modo que a veces se atrapa una pulga?
            «Voy a ponerme en su lugar», pensó. El sombrerero le había visto agacharse para recoger algo. Pero Labbé no sabía exactamente de dónde tomó el papelito. Podía pensar incluso que lo dejó caer él mismo, con intención de hacerlo desaparecer, quedando prendido en su pantalón, del que lo retiró, azorado.
            ¿Cómo impedir que su vecino sospechara de él?
            —Otro vaso de vino.
            Había bebido demasiado, pero sentía la acuciante necesidad de seguir bebiendo. Le pareció como si en el café flotara más humo que de costumbre. Los rostros quedaban difuminados y en ocasiones la mesa y los jugadores cobraban un aire fantasmal.
            Si ocurría como estaba temiendo y si sospechaban uno del otro, ¿acaso el sombrerero pensaba también en la recompensa?
            Era rico y por esta causa tenía bastante abandonado su comercio. De haber querido renovarlo, hubiera tenido que limpiar y modernizar sus escaparates, aumentar la iluminación de la tienda y renovar las existencias de la misma. De lo contrario no cabía esperar que la gente acudiera a comprar los sombreros de veinte años atrás, que, cubiertos de polvo, llenaban las estanterías.
            Podía tratarse de un avaro a quien tentaran los veinte mil francos. Si acusaba a Kachudas, todo el mundo le daría la razón, por tratarse de una persona de quien desconfiaban por sistema. No era de aquella ciudad ni siquiera del país, y tenía un cránéo alargado y raro, vivía rodeado de una chiquillería continuamente renovada, y su mujer1 ni siquiera sabía hablar bien el francés.
            Pero pensándolo mejor, ¿por qué aquel pobre sastre había de atacar a las viejas que transitaban por la calle, sin tomarse la molestia de registrarles el bolso ni robarles las joyas?
            El razonamiento pareció firme a Kachudas. Pero inmediatamente objetó al mismo: «¿Y por qué el ciudadano Labbé, a sus sesenta y tantos años, luego de llevar una vida ejemplar, ha de estrangular a las gentes en los callejones oscuros?»
            El asunto era terriblemente complicado. Ni siquiera el ambiente familiar y acogedor del «Café de la Paix» confería calma a su espíritu, ni la presencia del comisario Micou podía tranquilizar sus nervios.
            Si alguien señalara a Kachudas como presunto culpable, el comisario lo creería. Pero si le dijeran que había sido Labbé… Se hacía preciso reflexionar muy seriamente. Era cuestión de vida o muerte. ¿Acaso no había anunciado el asesino que también se atrevía con un hombre, en caso de necesidad?
            Al pensar que tenía que recorrer de nuevo aquella calle de los Prémontés, tan poco alumbrada, se estremecía de pavor. Y por si fuera poco, habitaba enfrente mismo de la sombrerería, desde donde era posible observar haáta sus menores movimientos.
            Pero, por otra parte, era preciso tener en cuenta la cuestión de la recompensa. Veinte mil francos representaban mucho más de lo que él conseguía ganar en medio año con su oficio de sastre.
            —Escúcheme, Kachudas…
            Tuvo la impresión de encontrarse en un mundo desconocido al que acabara de llegar de repente, entre personas de cuya presencia se hubiera olvidado. Al no reconocer la voz, se volvió estupefacto. El sombrerero lo miraba fijamente, mascando su cigarro. Pero no era él quien lo acababa de interpelar, sino el comisario.
            —¿Es cierto lo que me han dicho de que trabaja usted de prisa y no abusa demasiado de los precios? —preguntó.
            Kachudas entrevio de improviso una oportunidad inesperada. Estuvo a punto de volverse hacia el señor Lábbé, a fin de comprobar si éste se había fijado en la alegría que reflejaba su rostro.
            Jamás se hubiera atrevido a acudir a la policía. Tampoco hubiera osado escribir por miedo a que la carta pudiera perderse y ser abierta por alguien. Mas he aquí que de la manera más extraordinaria el mismo representante del orden y la autoridad se ofrecía a visitarle.
            —Si se trata de un luto, entrego el traje completo en veinticuatro horas —explicó Kachudas, bajando modestamente la mirada.
            —Pues hágase la idea de que pienso llevar luto por las seis viejas asesinadas y de que necesito un traje en el tiempo más breve posible. No he traído apenas ropa de París y esta lluvia me la ha echado a perder. ¿Tiene algún género de lana pura?
            —Puedo ofrecerle el mejor paño de Elbeuf.
            ¡Con qué celeridad trabajaba el cerebro del sastre! ¿Se debería, quizás, a los cuatro vasos de vino blanco que llevaba ingeridos? Sin parar mientes en ello, pidió el quinto, con la voz más tranquila que pudo. Algo maravilloso estaba a punto de suceder. En lugar de volver solo a Casa, atemorizado ante la

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idea de ser seguido por el señor Labbé, o de que éste surgiera de repente ante él, al pasar ante un rincón oscuro de la calle de los Prémontés, sería el mismo comisario quien le acompañara. Una vez en casa y con la puerta, cerrada…
            Era una oportunidad única, que lo llenaba de alegría. Gracias a la misma, incluso tal vez percibiera la recompensa de veinte mil francos… ¡y sin correr el menor riesgo!
            —Si dispone usted de unos minutos y quiere acompañarme a mi taller, que se encuentra a muy poca distancia de aquí… —empezó con voz ligeramente temblorosa.
            Se hallaba ante una de esas circunstancias en que gente como los Kachudas no se atreven a sentirse tranquilos. Los puntapiés y las malas jugadas con que el destino los viene abrumando desde hace siglos obran en su ánimo de manera fatal.
            —…le tomaré las medidas y mañana por la tarde a esta misma hora…
            ¡Qué agradable resulta dejarse arrebatar por la imaginación! Todas las dificultades se allanan y todos los obstáculos quedan superados con la misma facilidad que en un cuento de hadas.
            A su alrededor los parroquianos del café jugaban a cartas. Fermín seguía la partida con su expresión bondadosa y el sombrerero continuaba igual que antes. Kachudas hizo un esfuerzo para no mirarle. El comisario estaba dispuesto a visitarlo en su propia casa. Una vez en la tienda, y con la puerta cerrada, nadie podría oírles. Y entonces…
            «Escúcheme bien, señor comisario. El asesino es…»
            Pero he aquí que una breve frase lo echaba todo a rodar.
            —Bueno. En realidad no hay tanta prisa…
            El comisario también quería jugar a la «belote», y sabía que alguien abandonaría pronto su puesto en cuanto acabase la partida, con lo que él podría sustituirlo.
            —Iré a verle mañana por la mañana. Usted está siempre en casa, ¿verdad? Con este tiempo…
            Todas sus ilusiones se habían venido abajo estrepitosamente.
            ¡Hubiera sido tan fácil! Cabía pensar que a la mañana siguiente Kachudas estuviera ya muerto. Aunque, en tal caso, su mujer y sus hijos tal vez cobraran los veinte mil francos a los que, cada vez con más firmeza, creía tener derecho. Se rebelaba contra cualquier impedimento que pretendiera impedir lo que consideraba justo.
            —Si viniera usted esta noche, adelantaríamos bastante…
            Pero no consiguió nada. El sombrerero debía reírse para sus adentros. En aquel preciso instante, terminó la partida y el asegurador cedió su asiento al comisario Micou. Kachudas protestó interiormente. Los comisarios no deberían tener derecho a jugar a las cartas. Su obligación era comprender las cosas con sólo alguna leve insinuación. En modo alguno podía insistir ni suplicarle, pero debía haberse dado cuenta de su ansiedad.
            ¿Cómo se las arreglaría para marcharse sin despertar sospechas? Por regla!general, sólo permanecía media hora en el café. Aquello constituía su única distracción. De regreso a su hogar, encontraría a los chiquillos recién llegados de la escuela, armando un ruido infernal. La casa olía a comida. Su mujer, que aunque apenas hablara francés, tenía un nombre típico del país: Delphine, reconvenía a los chiquillos con gritos y denuestos. Sentado bajo la lámpara que iluminaba su trabajo, Kachudas se afanaba con la aguja horas y horas.
            El sastre sabía perfectamente que olía‘a ajo y a mugre. En el «Café de la Paix» ciertas personas apartaban su silla al sentarse Kachudas a su lado. Pero el hecho de que oliera mal ¿era motivo suficiente para que el comisario se negara a acompañarle? ¡Si al menos alguno de los presentes caminara en la misma dirección! ¡Pero daba la casualidad de que todos tenían su domicilio en los alrededores de la calle del Palais, por lo que al salir del local torcerían a la izquierda en vez de a la derecha como él.
            —Ponme otro vaso, Fermín…
            Era cuestión de vida o muerte. Al pensar que el sombrerero podía salir tras él le abrumaba una poderosa sensación de miedo. Luego de pedir el vino, se le ocurrió pensar que acaso su enemigo se marchara antes, con el fin de tenderle una celada en los oscuros vericuetos de la calle de los Prémontés. Si retirarse antes era peligroso, hacerlo después resultaba todavía más expuesto. Sin embargo, no podía quedarse allí toda la vida.
            —Fermín…
            Titubeó. Sabía que estaba cometiendo un error. Que acabaría embriagándose; pero aun así le era imposible obrar de otra manera.
            —Otro vaso…
            Lo más probable era que todos acabaran sospechando de él.

 CAPÍTULO II

 

 

            EN EL QUE EL SASTRE KACHUDAS ES TESTIGO DE LA MUERTE DE UNA ANCIANA SEÑORITA

            —¿Cómo sigue Matilde? —preguntó uno de los presentes.
            Pero a Kachudas le fue imposible averiguar la identidad del que había hablado. Su cerebro estaba tan turbio que no podía dilucidar cuántos vasos llevaba pedidos. Alguien le preguntó si estaba celebrando un nuevo nacimiento. ¿Había sido Germán el tendero? Pero la pregunta carecía de importancia.
            Todos aquellos hombres tenían aproximadamente la misma edad: entre los sesenta y los sesenta y cinco años. Fueron juntos a la escuela o al instituto, y juntos habían jugado a las canicas. Eran amigos; se tuteaban y habían asistido a sus respectivas bodas.
            En el ángulo izquierdo del café, otro grupo jugaba a las cartas: estaba compuesto por hombres de entre cuarenta y cuarenta y cinco años, que con el tiempo sustituirían a los primeros. Naturalmente hablaban con más animación y llegaban más tarde, sobre las cinco, convencidos de no haber alcanzado todavía la posición de los demás.
            —¿Cómo sigue Matilde?
            El sastrecillo oía esta pregunta casi a diario, formulada al desgaire, indiferentemente, como cuando se indaga si ha cesado de llover.
            Desde tiempo inmemorial, la mujer del sombrerero había alcanzado categoría de mito. En su juventud debió ser una muchacha como otra cualquiera. Incluso quizás alguno de los presentes la hubiera cortejado. Después de casarse, acudía cada domingo, muy emperifollada, a misa de diez.
            El matrimonio llevaba quince años habitando un entresuelo muy semejante al de Kachudas, enfrente mismo del de éste. Pero muy raras veces la mujer apartaba las cortinas para mirar al exterior. El sastre no la veía nunca. A lo sumo vislumbraba la mancha blanquecina de su rostro, los días en que se efectuaba limpieza general en la casa.
            —Sigue bien…
            Aquella contestación sólo significaba que Matilde no había empeorado. O dicho de otro modo: que continuaba paralítica, pasando los días en su sillón y las noches en su cama. Que aún no había muerto.
            Los parroquianos del café estuvieron hablando un poco de la enferma y de otras cosas, pero apenas si se mencionó al asesino, porque fingían interesarse muy superficialmente en dicho tema.
            Kachudas no se atrevía a marcharse, temeroso de que el sombrerero saliera tras él. Siguió bebiendo. Comprendió que obraba mal, pero la tentación era más fuerte que él. En dos o tres ocasiones notó como el señor Labbé consultaba la hora en el viejo reloj colgado entre dos espejos. Gracias al mismo se enteró de que eran las cinco y diecisiete en el momento en que el sombrerero se levantaba y, según su costumbre, daba unos golpecitos sobre la mesa con una moneda, para atraer la atención de Fermín.
            —¿Cuánto debo? —preguntó.
            Al llegar al café, los habituales parroquianos solían estrecharse la mano, pero a la partida se contentaban con un saludo general. Unos decían «hasta mañana» y otros «hasta la noche», pues algunos se reunían después de la cena para seguir jugando.
            «Se emboscará en cualquier rincón y se-abalanzará sobre mí cuando pase…»
            ¡Si al menos pudiera salir inmediatamente detrás del sombrerero para no perderlo de vista! Kachudas era bajo y flaco; su rival, fuerte y corpulento. Pero por dicha causa el sastre disfrutaba de mayor agilidad y podría correr más velozmente. Le* mejor era seguirle a corta distancia, presto a escapar al menor movimiento sospechoso.
            * * *

            Los dos hombres salieron del café con muy pocos minutos de intervalo. Los jugadores no se volvieron a mirar al sombrerero; en cambio, el sastrecillo les llamó la atención por su aire anormal. No hubiera sido extraño que alguno de los presentes incluso sospechara de él.
            El vendaval había arreciado. En las esquinas, los transeúntes tenían que resistir tortísimos embates que les obligaban a encorvarse. Y seguía lloviendo. El sastre tenía el rostro mojado y tiritaba bajo su fino impermeable.
            Sin embargo, procuraba ajustar su paso al del otro. Era pre- - ciso seguirle de cerca. Aquello constituía su única tabla de salvación. Con sólo recorrer trescientos metros, doscientos, cien, se encontraría en su casa y podría atrincherarse en la misma, esperando la visita del comisario a la mañana siguiente.
            Contaba los segundos uno a uno. Mas he aquí que sucedió una cosa inesperada: al llegar frente a su tienda, el sombrerero no entró en ella, sino que prosiguió su camino, calle adelante. La figura del dependiente pelirrojo se entreveía borrosamente detrás del mostrador. Casi sin darse cuenta de lo que estaba haciendo, también Kachudas pasó ante la tienda, impelido por una fuerza desconocida que le obligaba a seguir adelante. Eran los dos únicos transeúntes de la calle y de las siguientes, cada vez más solitarias y tenebrosas. Cada uno de ellos oía con toda claridad las pisadas del otro, como los ecos de las suyas propias. El sombrerero sabía, pues, perfectamente, que era seguido.
            Kachudas caminaba muerto de miedo. Hubiera podido dar media vuelta y volverse por donde había venido, pero no se le ocurrió hacerlo. Por extraño que parezca, su propio pavor se lo impedía. Iba tras del sombrerero, a veinte metros de distancia, hablando consigo mismo, bajo la lluvia y el viento. ¿Dudaba aún de que fuera el asesino? ¿O pretendía acallar su conciencia por aquella imprudente persecución? De vez en cuando, con escasos segundos de intervalo, pa.saban ante una tienda iluminada. Luego se sumergían dé nuevo en la oscuridad, conociendo la mutua presencia por el rumor de sus pasos.
            —Si se detiene, me pararé yo también —murmuró el sastre.
            El sombrerero se detuvo. Kachudas hizo lo propio. Aquél reanudó la marcha, seguido por el sastre, que exhaló un suspiro de alivio.
            Infinidad de guardias prestaban servicio en la ciudad, o al menos así lo aseguraban los periódicos. A fin de tranquilizar a \¿\ población, se había montado un servicio de vigilancia consideraos a infalible. Labbé y el sastre se cruzaron con un grupo de tres policías uniformados que caminaban con viveza. Kachudas oyó como uno de ellos saludaba:
            —Buenas tardes, monsieur. Labbé.
            Pero a él no le dijeron palabra, sino que se limitaron a enfocarle con sus linternas de bolsillo.
            No se veía a ninguna anciana por las calles. ¿Dónde las encontraría el asesino cuando decidía poner fin a la vida de alguna? Lo más probable era que sólo salieran de día, y aun así muy bien acompañadas. Pasaron por delante de la iglesia de San Juan, cuyo portal estaba débilmente iluminado. Pero desde hacía lo menos tres semanas, las ancianas de la población no acudían a sus cotidianos rezos.
            Las calles se iban haciendo más estrechas. Entre algunas casas se veían solares y vallas.
            «Me lleva a las afueras, para matarme.»
            Kachudas no tenía nada de valiente. Su miedo era cada vez más intenso. Estaba dispuesto a pedir auxilio al menor movimiento sospechoso del otro. Desde luego, lo seguía de muy mala gana. Los pasos de ambos resonaban ahora en una calle tranquila, flanqueada por casas de construcción reciente. De pronto cesaron, haciéndose un silencio absoluto. Kachudas se había detenido, al mismo tiempo que el otro, invisible ahora para él. ¿Dónde se había parado el sombrerero? Las aceras estaban a oscuras y en la calle no brillaban más que tres faroles, muy distanciados entre sí. Algunas ventanas despedían velados resplandores. De una de las casas surgían los acordes de un piano, tocando siempre el mismo pasaje, que Kachudas, muy entendido en música, calificó de «estudio». El alumno lo repetía una y otra vez, cometiendo siempre las mismas equivocaciones.
            Tal vez hubiera cesado de llover, pero el sastre no tenía conciencia de ello. No osaba avanzar ni retroceder, atento al menor ruido. Tal vez aquel maldito piano le impidiera oír los pasos. La frase musical se repitió otras cinco o seis veces. Luego se oyó el seco golpe de la tapa al ser cerrada. La lección había acabado. En la casa se oyó una algarabía de gritos y exclamaciones. La chiquilla, libre ya de su clase de música, debía haberse reunido con sus juguetones hermanitos. El profesor o profesora se estaría poniendo el abrigo, dispuesto a salir. «Adelanta mucho, pero la mano izquierda… Es del todo necesario que la ejercite mucho.»
            La puerta de la casa se abrió, formando un rectángulo de amarillenta luz sobre la acera, y una mujer de edad madura, casi una anciana, salió a la calle.
            —No; no hace falta que me acompañe, señor Bardon. Sólo he de recorrer cien metros —dijo contestando al amable ofrecimiento del caballero.
            Kachudas no se atrevía ni a respirar. Hubiera deseado advertirle: «¡Cuidado! ¡No salga!» Pero no pudo. Sabía perfectamente lo que iba a suceder. Ahora lo comprendía ya todo. La puerta se cerró tras de la profesora, y ésta, quizás algo asustada, bajó los tres peldaños del umbral, echando a andar con pasos breves, pegándose a las casas.
            Vivía en aquella misma calle; había nacido en la misma y, de pequeña, jugó en todos los umbrales y conocía palmo a palmo las aceras.
            Por un instante se percibió el rumor de su ligero caminar; luego nada. Un silencio total reinaba en la calle. Kachudas oyó tan sólo algo así como el leve siseo de unas ropas. El sastre no hubiera podido moverse aunque hubiese querido. De todos modos, ¿habría servido de algo? ¿Habría tenido al guien el valor de salir a ver lo que ocurría, respondiendo a sus gritos de auxilio?
            Se mantuvo arrimado a la pared. Notaba la camisa pegada al cuerpo y no precisamente a causa de la lluvia que hacía calado su impermeable, sino por el sudor que lo empapaba.
            Exhaló un suspiro. Acaso la anciana hubiera hecho lo propio, en el momento de perder la vida y tal vez el asesino la imitara.
            Percibiéronse pasos otra vez; los pasos de un hombre que se acercaba a Kachudas. ¡Y pensar que poco antes, éste, se jactaba de correr más que el sombrerero! No podía ni levantar la suela de los zapatos, que parecían adheridos al suelo.
            Era indudable que el otro lo vería cuando pasara ante él. Mas ¿qué importaba? ¿No sabía ya perfectamente que lo estuvo siguiendo desde que salieron del «Café de la Paix»?
            El sastre estaba a su merced. Sentíase seguro de ello y aceptaba su sino sin protestar. El sombrerero adquirió, de pronto, en su imaginación, proporciones sobrehumanas. Kachudas estaba dispuesto a jurarle de rodillas que guardaría el secreto toda la vida, aunque ello significara despedirse de los veinte mil francoé.
            Permaneció inmóvil. El señor Labbé se aproximaba. Iban a enfrentarse de un momento a otro. ¿Tendría Kachudas fuerzas suficientes para echar a correr en el instante crítico? Pero si obraba así, tal vez lo acusaran del asesinato. Bastaría con que el sombrerero pidiese socorro para que las sospechas recayeran sobre él. Le seguirían los pasos y lo atraparían.
            Imaginaba ya el diálogo: «¿Por qué intentaba escapar?» «Porque…» «Confiese que ha asesinado a esa señorita.»
            Él y su adversario eran las únicas personas que se encontraban en la calle. Y a fin de cuentas no existiría indicio alguno que permitiera dilucidar cuál de los dos era el culpable. Él señor Labbé tenía una inteligencia más despierta que el sastre. Era persona importante, que tuteaba a tipos de categoría y que tenía un primo diputado.
            —Buenas noches, Kachudas.
            Aunque parezca inverosímil, esto es cuanto pasó. El señor Labbé debió haber distinguido su silueta agazapada en las tinieblas. Kachudas se había subido a la escalera de una entrada y tenía cogida la cadena de la campanilla, dispuesto a tirar de ella al menor gesto agresivo del otro.
            Mas he aquí que el criminal lo saludaba tranquilamente, con voz quizás algo cavernosa, pero en modo alguno amenazadora u hostil.
            —Buenas noches, Kachudas.
            El sastre intentó contestar. Tenía que ser amable. Sentía la imperiosa necesidad de mostrarse cortés y devolver el saludo. Abrió la boca, pero ningún sonido salió de ella. Los pasos se alejaron.
            —Buenas noches, señor sombrerero —consiguió articular por fin. Pero era ya demasiado tarde. El sombrerero había desaparecido. Kachudas no pronunció su nombre para no comprometerle. Permaneció en el umbral sin experimentar el más leve deseo de acercarse a ver lo sucedido a aquella anciana señorita que apenas media hora antes estaba dando su lección de piano y que ahora debía encontrarse ya en el otro mundo.
            El señor Labbé estaba muy lejos.
            De pronto, un pánico insensato se apoderó de Kachudas. No podía seguir allí. El miedo le agarrotaba los miembros. Tenía que alejarse a todo correr; pero ¿y si daba de manos en boca con su enemigo? Por otra parte, estaba expuesto a que lo detuvieran de un momento a otro. Poco antes, la patrulla lo había enfocado con sus linternas eléctricas, viéndole con toda claridad. ¿Cómo explicar su presencia en un barrio que no frecuentaba y donde acababa de cometerse un horrible asesinato?
            Tal vez lo más acertado fuera ir a contarlo todo a la policía. Kachudas caminaba de prisa, mascullando palabras incoherentes. Se oía ya declarar: «No soy más que un humilde sastre, señor comisario; pero le juro por mis hijos que…»
            El menor ruido le causaba un sobresalto. ¿Y si el sombrerero lo aguardaba en una esquina oscura, como había ocurrido con la anciana señorita? Pensó que lo más prudente era dar algún rodeo y se encontró, de pronto, extraviado en un laberinto de callejuelas en las que nunca hasta entonces había puesto los píes.
            «Ese hombre no pudo imaginar que yo iba a pasar por allí…» Después de todo, la idea no era ninguna insensatez. «Voy a contarle toda la verdad; pero con la condición de que me haga proteger por dos de sus hombres, hasta que él esté encerrado.»
            En caso de necesidad, estaba dispuesto a aguardar en la comisaría. Los cuartelillos no tienen nada dé cómodos; en el curso de su vida errante había conocido algunos. Pero, al menos allí, se vería libre de los gritos y el alboroto de sus hijos.
            Se hallaba ya muy cerca de su domicilio. Tan sólo le faltaba cruzar dos calles para llegar a la de los Prémontés. Distinguió el letrero luminoso que proclamaba en letras encarnadas: «Comisaría». Como de costumbre, uno o dos agentes debían prestar servicio a la puerta. No corría ya riesgo alguno. Estaba totalmente a salvo de asechanzas.
            —Cometería un error, señor Kachudas…
            Se volvió en redondo. Aquellas palabras acababan de ser pronunciadas por una voz auténtica, la voz de un hombre de carne y hueso: la voz del sombrerero. Éste se hallaba apoyado en la pared, con su plácido rostro apenas discernible en la oscuridad.
            En momentos así, nadie es dueño de sus actos. Por eso el sastre se limitó a balbucir: «Perdone…» como si acabara de tropezar con alguien o hubiera pisado a una señora.
            Al ver que el otro no contestaba, continuó su camino sin precipitarse, deseoso de no declarar su miedo ni dar la impresión de que huía. Por el contrario, debía esforzarse en caminar con naturalidad. El otro no le siguió en seguida, sino que le dio tiempo para que recorriera un buen trecho. Por fin oyó sus pasos, mesurados y tranquilos como los suyos. El sombrerero no tendría tiempo de alcanzarle, aunque quisiera.
            Vio su calle y su tienda, con las muestras de telas en el escaparate y algunas láminas con figurines. Enfrente se hallaba la otra.
            Abrió la puerta de la casa, la cerró tras de sí y luego de sacar la llave la metió en la cerradura y la hizo girar con presteza.
            —¿Eres tú? —preguntó su mujer desde arriba.
            ¡Como si hubiera podido ser otro, a aquella hora y con semejante tiempo!
            —Restriégate bien los pies…
            Se preguntó si estaría soñando. Mientras en la acera de enfrente se dibujaba la maciza silueta del sombrerero, presto a entrar también en su morada, su mujer le advertía, inconsciente de la pesadilla que acababa de vivir:
            —Restriégate bien los pies.
            Por poco se desmaya. En tal caso, ¿cuál habría sido la reacción de su mujer?

 CAPÍTULO III

 

 

            KACHUDAS ADOPTA UNA RESOLUCIÓN Y EL SOMBRERERO SE MUESTRA SOLÍCITO

            Arrodillado de espaldas a la ventana, Kachudas tenía frente a él las dos robustas piernas y el voluminoso abdomen de un hombre: el comisario Micou a quien el nuevo drama del día anterior por la tarde no había hecho olvidar su propósito de hacerse confeccionar un traje.
            El sastre le medía el contorno de la cintura y las caderas, y mojando la punta de su lápiz con saliva, anotaba las cifras en una grasíenta libreta, puesta en el suelo, a su lado. Luego hizo lo propio con el pantalón. Mientras Kachudas se afanaba tomando medidas, el señor Labbé permanecía tras los visillos de su ventana, situada a la misma altura que la del sastre, y separada de ésta apenas por ocho metros de distancia.
            Kachudas sentía una leve sensación de frío en la nuca. No obstante estar seguro de que el sombrerero no dispararía sobre él, consideraba que nadie se encuentra totalmente a salvo de los movimientos de un rival. Labbé no dispararía, en primer lugar porque nunca mataba con armas de fuego. Los asesinos tienen tendencias de las que prescinden en raras ocasiones. Por otra parte, si disparaba, lo atraparían indefectiblemente.
            En la posición en que se hallaba, el sastre hubiera podido susurrar a aquella obesa estatua, inmóvil ante sí: «No se mueva ni demuestre extrañeza. Voy a revelarle algo de suma gravedad. El asesino de las viejas es el sombrerero de enfrente. En estos momentos, nos está espiando desde detrás de su ventana…»
            Pero no lo hizo. Por el contrario, siguió comportándose cómo un sastrecillo modesto que no se mete en nada. La estancia olía mal, pero a Kachudas, acostumbrado a ello, no parecía importarle. Estaba tan impregnado del olor en cuestión, que lo llevaba consigo a todas partes. En casa del señor Labbé debía oler a fieltro y cola, cosa aún más desagradable. Pero cada oficio despide sus aromas peculiares.
            ¿Qué debía pensar de todo aquello el comisario? Kachudas parecía haber recuperado cierto aplomo, porque dijo a su cliente:
            —Si le es posible volver a última hora de la tarde, podría entregarle el traje mañana por la mañana.
            Descendió la escalera tras el comisario, y una vez en la tienda se le adelantó para abrirle la puerta. Éste accionó el timbre avisador. Ninguno de los dos había aludido a los crímenes ni a la fechoría de la víspera. La víctima se llamaba Irene Mollard y el periódico local dedicaba toda su primera página a comentar el hecho.
            Kachudas había pasado una noche muy agitada. Su mujer lo despertó en cierta ocasión, protestando enfurruñada:
            —¡A ver si te estás quieto! No paras de darme puntapiés.
            A partir de aquel momento, no había vuelto a dormirse. Estuvo reflexionando horas y horas, hasta que le pareció como si un círculo de hierro le apretara la cabeza. A las seis de la mañana, cansado de pensar, se levantó y tras haberse preparado una taza de café en el infiernillo, se dirigió al taller y encendió el fuego.
            Desde luego tuvo que encender también la luz, porque a semejante hora, la oscuridad era todavía intensa. En la tienda de enfrente brillaba un tenue resplandor. Desde muchos años atrás, el sombrerero se levantaba siempre a las cinco y media. Era una lástima que los visillos impidieran verle. Con todo, resultaba fácil adivinar lo que estaba haciendo.
            Su mujer no quería recibir a nadie. Sólo en muy raras ocasiones la había visitado alguna amiga, que, por regla general, no prolongó su estancia mucho tiempo. Negábase asimismo a que la cuidara la asistenta que acudía a diario sobre las siete de la mañana para marcharse por la tarde.
            Por dicha causa, el señor Labbé se veía obligado a hacerlo todo: ordenar la habitación, quitar el polvo y llevar la comida a su esposa. Por si fuera poco, trasladarla de la cama al sillón y viceversa, y cada-vez que sonaban los golpes en el techo subir a toda prisa la escalera de caracol. La enferma tenía junto a su asiento un bastón que empuñaba con su mano izquierda para golpear el suelo débilmente.
            El sastre se sentó a trabajar. Cuando lo hacía, sus ideas eran más claras.
            «¡Cuidado, Kaehudas! —se decía—. Veinte mil francos es una buena recompensa y no hay pór qué dejársela escapar. Pero la vida también tiene su valor, aun cuando se trate de la de un pobre sastre procedente de un lejano rincón de Armenia. El sombrerero, aunque insensato, es más listo que yo. Si lo detienen, tal vez lo pongan de nuevo en libertad por falta de pruebas. No creo que se entretenga desparramando por toda la casa fragmentos de papel recortados de un periódico.'Sería un indicio demasiado comprometedor.»
            Obraba bien al meditar así, sin precipitaciones, mientras manejaba la aguja, porque gracias a ello, se le ocurrió algo de importancia capital. Algunas de las cartas enviadas al «Correo del Loira» comprendían una página entera. Encontrar las palabras y aun las letras sueltas que se necesitaban para componer el texto, recortarlas y pegarlas representaba horas y horas de arduo trabajo y de una paciencia a toda prueba.
            En la tienda del sombrerero, el dependiente Alfredo permanecía continuamente atento a los posibles clientes. En la trastienda estaba el taller, donde en los moldes de madera el señor Labbé daba forma a los sombreros. Por la cristalera de separación era posible ver perfectamente lo que sucedía allí dentro.
            La asistenta tenía sus dominios exclusivos en la cocina y en las demás habitaciones. Tan sólo existía un lugar en la casa donde el asesino pudiera dedicarse en paz a su minucioso trabajo: la habitación que compartía con su mujer y a donde nadie, aparte de ellos, entraba.
            La señora Labbé no podía efectuar movimiento alguno y hablaba mediante signos. ¿Qué debía pensar cuando veía a su marido entretenido en recortar trocitos de papel?
            «Si le denuncias ahora —pensaba Kachudas—, aunque esa gente —se refería a los policías y entre ellos a su nuevo cliente el comisario—descubra alguna prueba pretenderán haberlo conseguido todo ellos y se quedarán con una buena tajada de los veinte mil francos.»
            Sus sentimientos básicos vacilaban entre el temor a perder la elevada cantidad y el miedo que le ocasionaba el señor Labbé.
            Sin embargo, a partir de las nueve, el miedo en cuestión desapareció casi por completo. El rumor del agua en los canalones, el tamborileo de la lluvia sobre los tejados y el silbido del viento en los postigos habían cesado de repente. Después de quince días de borrasca, ésta acababa de ceder de una manera casi milagrosa. Hacia las seis, cayó todavía una ligera llovizna menuda, silenciosa, casi invisible. Pero más tarde el embaldosado de las aceras recobró su tono gris y la gente pudo transitar por las calles sin necesidad de paraguas. Era sábado y día de mercado. Éste tenía lugar en una vetusta plazoleta que se abría en un extremo de la calle.
            A las nueve, Kachudas bajó a retirar las maderas de la puerta y luego hizo lo mismo con las otras, pintadas de verde oscuro, que servían de contraventanas.
            Cuando metía el tercero de aquellos contrafuertes en la tienda, oyó como quitaban los del escaparate del sombrerero. Evitó volverse. Ya no sentía miedo porque el tocinero había salido a la puerta y charlaba con el vendedor de calzado impermeable.
            Se oyeron los pasos de alguien que atravesaba la calle.
            —Buenos días, Kachudas —dijo una voz.
            El sastre, con un tablón en las manos, consiguió responder con voz casi completamente natural:
            —Buenos días, señor Labbé.
            —Escúcheme, Kachudas…
            —Usted dirá, señor Labbé.
            —¿Hubo algún loco en su familia?
            Lo más extraordinario del caso fue que la primera reacción del sastre consistió en hacer memoria y pensar en su ascendencia por parte de padre y madre.
            —Creo que no.
            Antes de volverse a su casa con expresión satisfecha, el señor Labbé dijo:
            —No importa; nc importa…
            Lo esencial era haber establecido aquel contacto. Las palabras pronunciadas carecían de importancia. Acababan de intercambiar unas frases vulgares, como buenos vecinos. Kachudas había demostrado un aplomo total, cosa admirable porque cualquiera en su caso, por ejemplo el tocinero, que era mucho más alto y fuerte que él y podía transportar un cerdo entero a la espalda, habría palidecido si alguien le hubiese dicho: «Ese hombre que le mira con sus ojos saltones, soñadores y graves, es el asesino de las siete ancianas».
            Pero Kachudas sólo pensaba en los veinte mil francos. Claro que también le preocupaba salvar el pellejo, pero esto último ocupaba un segundo lugar en la cuestión.
            Sus hijos más pequeños estaban en la escuela. La chica mayor se encontraría en los almacenes «Prisunis» en los que trabajaba como dependienta. Su mujer se había ido al mercado.
            Kachudas subió a su rincón habitual, se sentó en la mesa con las piernas cruzadas y empezó a trabajar. No era más que un humilde sastre armenio, o quizá turco o sirio; no hubiera podido concretarlo con exactitud por haberse visto obligado en el curso de su vida a atravesar numerosas fronteras entre centenares y acaso millares de otros pobres diablos como él. Nunca asistió a la escuela de manera regular, ni nadie tuvo motivos para considerarlo un hombre inteligente.
            Por su parte, el señor Labbé se dedicaba a colocar unos sombreros en sus soportes. Aunque su clientela era escasa, contaba, cuando menos, con sus amigos del «Café de la Paix» que le entregaban sus sombreros para arreglar. Aparecía en la tienda de vez en cuando en chaleco y mangas de camisa, y cada vez que sonaba la consabida señal de su mujer en el techo, subía rápidamente por la escalera de caracol.
            Cuando la señora Kachudas hubo vuelto de la compra y, según su costumbre, empezó a hablar sola en la cocina, los labios del sastre se distendieron en un amago de sonrisa.
            ¿Qué decía el/periódico de la víspera? Comentaba los recientes sucesos , y proseguía su propia encuesta, más o menos acorde con la de la policía. Algunos reporteros de París trabajaban por su cuenta en la investigación de los asesinatos.
            «Examinando los crímenes uno por uno se llega a la conclusión de que…»
            Las conclusiones en cuestión revelaban que no habían sido cometidos en un barrio determinado, sino en los puntos más opuestos de la población. El periodista concluía su artículo con estas palabras: «Por lo que hemos observado, el asesino puede desplazarse sin llamar la atención. Debe ser, pues, un hombre de aspecto corriente, que no inspira desconfianza cuando pasa por lugares alumbrados, ya sea por los faroles, ya por los escaparates de las tiendas».
            A juzgar por sus procedimientos no necesitaba dinero, puesto que no robaba; era un ser meticuloso que no olvidaba detalle, y,. sin duda alguna, debía sentir gran afición hacia la música, porque estrangulaba a sus víctimas sorprendiéndolas por la espalda y apretándoles el cuello con una cuerda de violín o violoncelo. .
            «Si examinamos con cuidado la lista de las víctimas..:»
            Esto era lo más interesante, a juicio de Kachudas.
            «…observamos que existe entre las mismas determinada conexión bastante difícil de precisar. Su estado civil difiere extraordinariamente. La primera fue la viuda de un oficial retirado, madre de dos hijos casados que habitan en París. La segunda era propietaria de una pequeña mercería y su marido tiene un empleo en el municipio. La tercera..»
            Seguían una comadrona, la dueña de una librería, una rentista rica que habitaba sola en un hotel particular, una señora algo trastornada y también rica, que sólo vestía de color malva, y, por último, la señorita Irene Mollard, profesora de piano.
            «Lo que establece cierto punto de unión entre estas mujeres —observaba el periodista—es que contaban entre sesenta y tres y sesenta y cinco años, y todas, sin excepción, eran naturales de nuestra ciudad.»
            Al sastre le llamó la atención que el nombre de la última ase-
            sinada fuera Irene. Por lo general, resultaba difícil imaginar que una vieja o una solterona pueda llamarse Irene, del mismo modo qüe chocaría el que su nombre fuese Chuchú o Lili. Con frecuencia, uno se olvida que toda mujer, antes de ser vieja, tuvo un período de juventud e incluso de niñez.
            No se trataba de nada extraordinario, pero mientras trabajaba en la confección del traje del comisario, Kachudas estuvo dando vueltas y más vueltas a la misma idea.
            ' ¿Qué sucedía en el «Café de la Paix»? ,Todas las tardes se reunían allí diez o doce hombres de profesiones distintas. Casi todos vivían una existencia tranquila, cosa natural, puesto que pasaban de los sesenta años. Se tuteaban y no sólo eso, sino que poseían un vocabulario particular moteado de frases que sólo tenían sentido para ellos, y de bromas que no hacían reír más que a los iniciados. Sucedía así, porque fueron a la misma escuela y al mismo instituto, e incluso hicieron juntos el servicio militar.
            Precisamente por esta causa, Kachudas sería siempre un-éx- traño en su comunidad. Por tal motivo nunca le invitaban a jugar, sólo si faltaba alguien para completar una partida, ocasión que el sastre aguardaba meses y meses con infinita paciencia.
            «¿Se da usted cuenta, señor comisario? Apostaría cualquier cosa a que las siete víctimas del asesino eran amigas, formaban grupo igual que los parroquianos del «Café de la Paix». Pero las ancianas no suelen concurrir a ningún café. Lo que falta saber es si aún frecuentaban su trato. Tenían poco más o menos la misma edad y, además, me acuerdo de un detalle que he podido recoger en el periódico. El criminal se ha servido para cada ma de ellas de idénticas palabras, insistiendo en que eran de buena familia y en que habían recibido excelente educación
            Pero Kachudas no estaba hablando con el comisario Micou, ni con policía alguno, sino consigo mismo, igual que su mujer.
            «Supongamos que, al fin, se averigua cómo el criminal, es decir, el sombrerero, escoge a sus víctimas.»
            Porque Kachudas estaba convencido de que las escogía. No merodeaba de noche por las calles sin dirección fija, para arrojarse sobre la primera vieja que le saliera al paso. Prueba de ello era que se había dirigido sin vacilar a la casa donde la señorita Irene Mollard daba su lección de piano.
            Igual debió suceder con las precedentes. Lo más interesante
            era, pues, saber cómo trazaba su plan y cómo lo llevaba a cabo.
            Aquel hombre estaba actuando exactamente igual que si hubiera establecido de antemano una lista de mujeres a las que eliminar. Kachudas lo imaginaba volviendo a su casa por la noche para tomar la lista en cuestión y tachar un nombre, fijando luego su atención en el siguiente y preparando un nuevo golpe.
            ¿Cuántas ancianas figurarían en la lista fatídica? ¿Cuántas mujeres de entre sesenta y dos y sesenta y cinco años, de buena familia y excelente educación, vivirían en la ciudad?
            A su juicio, lo importante era saber el nombre de las otras y vigilarlas con discreción. De ese modo el sombrerero se vería sorprendido más tarde o más temprano en el momento de cometer un crimen.
            El sastre llegó a dicha conclusión, reflexionando sobre su mesa de trabajo. Y no porque fuese un hombre inteligente o capaz de un discernimiento sutil, sino porque estaba decidido a ganar los veinte mil francos y también, ¿por qué no?, porque tenía mucho miedo.
            A mediodía, antes de sentarse a comer, salió un momento a la calle para tomar el aire y comprar cigarrillos en la tienda de la esquina.
            El señor Labbé salía también de su casa, con las manos en los bolsillos del abrigo, y al ver al sastre, sacó una de ellas para agitarla en ademán de amistoso saludo.
            No obstante aquel gesto y aquella sonrisa, lo más probable era que el sombrerero llevase una carta para echarla al correo. Después de cada asesinato, confeccionaba una y la enviaba al periódico.
            Como para corroborar sus sospechas, aquella tarde Kachudas pudo leer en el «Correo del Loira» una misiva cuyo texto decía así:
            «El señor comisario Micou hace mal en encargarse ropa como si tuviera la intención de permanecer varios meses entre nosotros. En cuanto transcurran otros dos, todo habrá terminado.
            »Un saludo afectuoso a mi vecino de enfrente.»
            Kachudas leía el periódico en el «Café de la Paix». El comisario se hallaba también allí, algo preocupado por su traje, puesto que el sastre no trabajaba en él. El sombrerero jugaba una partida con el médico, el agente de seguros y el tendero. Sin embargo, encontró modo de mirar a Kachudas y sonreírle con expresión sincera, desprovista de intención alguna, cual si verdaderamente fuesen dos buenos amigos.
            El sastre llegó a la conclusión de que al sombrerero le complacía contar con un testigo de sus hechos; saber que había presenciado, cuanto menos, uno de ellos; que era capaz de admirarle. Le sonrió a su vez, con sonrisa forzada a la vez que respondía: —No olvido su traje, señor comisario. Dentro de una hora puede venir a probárselo… ¡Fermín!
            Titubeó indeciso unos instantes. ¿Se tomaría o no otro vaso de vino blanco? Quien va a ganar veinte mil francos, bien puede permitirse el lujo de hacerlo.

 CAPÍTULO IV

 

 

            EN EL QUE EL SASTRE SALVA LA VIDA A LA MADRE ÚRSULA

            El tañido de la campana que el sastre había hecho vibrar tirando vigorosamente de la cadena, resultó impresionante y sus ecos tardaron mucho en apagarse dentro del enorme edificio, que parecía desierto. A su inmensa fachada de piedra gris se abrían ventanas con los postigos cerrados, por cuyas grietas surgía una débil claridad. La puerta maciza y bien barnizada, tenía como adornos hileras de clavos de cobre bruñido. Por fortuna había cesado de llover y Kachudas no llevaba ya barro en los zapatos.
            Se oyó un rumor de pasos, se abrió un ventanillo enrejado y apareció en el mismo un rostro pálido, al mismo tiempo que se percibía un leve rumor, pero no de cadenas, sino simplemente producido por las cuentas de un rosario.
            Al ver que lo observaban sin pronunciar palabra, Kachudas acabó por balbucir:
            —¿Me hace el favor? Quisiera hablar un momento con la Sü- periora.
            Sentía un miedo terrible. Temblaba. La calle estaba desierta. Había contado con que la partida de naipes se prolongara un buen rato. Pero ¿y si el señor Labbé cedía su puesto a otro? Kachudas corría un grave peligro al trasladarse a aquel lugar. Si el sombrerero lo había seguido y estaba acechándolo en las sombras, no cabe duda de que a pesar de su amistosa sonrisa de antes, no vacilaría en acabar con él, del mismo modo que con las ancianas.
            —La madre Úrsula está en el refectorio.
            —Haga el favor de avisarla. Es asunto de vida o muerte.
            —¿A quién debo anunciar?
            ¿Por qué no abrirían la puerta de una vez?
            —Mi nombre no significa nada para ella. Explíquele que es un asunto de la mayor importancia.
            En efecto. De la mayor importancia para él, sobre todo por lo referente a los veinte mil francos.
            La religiosa se alejó con su andar pausado, permaneciendo ausente un tiempo que al sastre le pareció interminable. Por fin volvió y decidióse a abrir, manipulando tres o cuatro cerrojos, perfectamente engrasados.
            —Tenga la bondad de seguirme al locutorio.
            Dentro, el ambiente era tibio; quizás incluso dulce. Todo adoptaba un color marfileño; los muebles eran negros y reinaba un silencio tan absoluto que se percibía el tictac de cuatro o cinco relojes, algunos de los cuales debían estar bastante lejos.
            No se atrevió a sentarse, ni supo qué actitud adoptar. Luego de una larga espera, se estremeció al ver ante sí súbitamente a una anciana religiosa cuyos pasos no había oído.
            —¿Desea usted hablarme?
            Poco antes de salir de su casa, Kachudas había telefoneado al señor Cujas, viudo de la segunda anciana asesinada, y que trabajaba en la alcaldía, dirigiendo la sección de «Objetos hallados en la vía pública».
            —¿Quién está al aparato? —preguntó iracundo.
            Kachudas permaneció unos instantes sin atreverse a contestar.
            —Soy uno de los inspectores del comisario Micou —dijo por fin—. Quisiera preguntarle si sabe usted dónde estudió su esposa.
            Había resultado ser en el convento de la Inmaculada Concepción.
            —Perdone usted, madre —balbució turbado—. Me gustaría examinar la lista de las antiguas alumnas de este colegio, que cuentan en la actualidad entre sesenta y tres años o sesenta y cinco años.
            —Yo tengo sesenta y cinco.
            —Pues corre usted grave peligro, madre.
            El sastre actuaba con torpeza, como si no supiera el terreno que pisaba. Sentía profundo trastorno porque empezaba a abrigar la certeza absoluta de cobrar los veinte mil francos.
            —La señorita Mollard estudió aquí, ¿no es cierto?
            —Sí. Fue una de nuestras mejores aíumnas.
            —¿Y la señora Cujas?
            —Su apellido de soltera era Desjardins.
            —Escúcheme, madre. ¿Esas personas formaban parte de la misma clase?
            —Sí. Todas concurríamos a la misma clase, debido a que en aquella época…
            Pero Kachudas no tenía tiempo para escucharla.
            —¿Podría facilitarme una lista de las señoritas que…?
            —¿Pertenece usted a la policía?
            —No, madre; pero es como si perteneciese. Estoy enterado de algo…
            —¿De qué está usted enterado?
            —Mejor dicho, creo que voy a saber algo definitivo. ¿Sale usted de este edificio alguna vez?
            —Todos los lunes voy al obispado.
            —¿A qué hora?
            —A las cuatro.
            —¿Tendría usted la bondad de prepararme una lista…?
            Pensó que, en vista de su curiosidad, quizá lo tomaran por el asesino. Pero la madre permanecía tranquila y serena.
            —Son pocas las discípulas supervivientes de aquel curso. Algunas murieron muy recientemente, por cierto.
            —Ya lo sé, madre.
            —Excepto Armandina y yo…
            —¿Quién es Armandina, madre?
            —Me refiero a Armandina de Hautebois. Debe usted haber oído hablar de ella. Algunas se fueron de la ciudad y no hemos vuelto a saber nada. Pero ¡qué casualidad! Espere un momento…
            Permaneció ausente unos instantes y luego regresó con una fotografía amarillenta en la que figuraba un grupo de muchachas, formando dos hileras. Todas vesjtían idéntico uniforme y de su cuello pendía una cinta con una medalla. Las había delgadas y gruesas; feas y bonitas. La madre Úrsula señaló con el índice a una muchachita de aspecto enfermizo a la vez que decía:
            —Ésta es la señora Labbé, la esposa del sombrerero. Y ésta otra que bizquea ligeramente…
            El asesino tenía razón cuando escribió la carta recién publicada: sólo quedaban ya dos de aquel grupo de ancianas, excluyendo a su propia mujer: la madre Úrsula y la señora de Haute- bois.
            —La señora Labbé está muy enferma. El sábado que viene iré a visitarla como todos los años, por ser la fecha de su aniversario. Sus antiguas compañeras hemos conservado la costumbre de…
            —Gracias, madre.
            Kachudas sintió de improviso una emoción extraordinaria. ¡Lo había adivinado! ¡Los veinte mil francos eran suyos! Todas las víctimas del sombrerero figuraban en la fotografía y las dos ancianas que vivían aún eran evidentemente aquellas a las que se refirió en su carta y cuyo fin estaba previsto para dentro de poco.
            —Le quedo muy agradecido, madre. Bueno. Ahora tengo que marcharme en seguida. Me están aguardando.
            En efecto. El comisario Micou no tardaría en presentarse en su taller para probarse el traje. Tal vez el sastrecillo no se comportara de un modo totalmente adecuado, pero lo cierto es que no solía prodigar visitas como aquélla. Quizá lo tomaran por un mal educado, pero ¿cómo evitarlo?
            Volvió a dar las gracias a la madre, inclinándose varias veces y llegó hasta la puerta caminando hacia atrás. Al cruzar el umbral una súbita idea lo hizo estremecer. ¿Y si el sombrerero se había apostado fuera para atacarlo?
            Por fin estaba en posesión de noticias concretas y era capaz de aportar una explicación sensata a los crímenes. «Puedo asegurarle quién va a ser la próxima victima, señor comisario —declararía—. Se trata de una de las dos mujeres que voy a citarle. Pero antes… quisiera que me otorgara determinadas garantías respecto al cobro de los veinte mil francos…»
            Estaba dispuesto a mostrarse resuelto; a no dejarse engañar. ¿Acaso no acababa de descubrirlo todo? Y no por Casualidad, sino tras arduos razonamientos. Estaba dispuesto a insistir sobre
            ello cuando hablara con los periodistas. Aquel peda cito de papel en el pantalón del sombrerero fue el detalle que lo puso en marcha todo. Pero ¿y lo demás? ¿A quién sino a él se le había ocurrido visitar el convento? Y por si fuera poco, la madre Úrsula le debería la vida, y lo mismo la señora Hautebois, que habitaba una villa de los alrededores y era riquísima.
            Caminaba de prisa, casi corriendo, volviéndose de vez en cuando para averiguar si lo seguían. Su casa, su tienda se encontraban ya próximas. Podía verlas. Entró como un torbellino, deseando gritar: «¡He ganado veinte mil francos!»
            Subió al piso, encendió la luz y se precipitó hacia la ventana para correr las cortinas.
            Pero entonces pudo ver algo que lo dejó petrificado, con las rodillas temblorosas. Las cortinas de la ventana de enfrente estaban descorridas por completo, cosa que no había sucedido nunca, y en la habitación iluminada podía verse perfectamente una cama de nogal con colcha blanca y edredón encarnado, un armario de luna, un tocador, dos sillones tapizados y varias ampliaciones fotográficas colgadas de las paredes.
            Sobre el edredón, Kachudas distinguió una horma de madera y de pie, en medio de la habitación, conversando apaciblemente, vio a dos hombres: Micou y Alfredo, el dependiente pelirrojo de la sombrerería. En la habitación debía reinar un olor bastante ofensivo, noraue no sólo habían descorrido las cortinas, sino también abierto la ventana.
            —¡Señor comisario! —llamó Kachudas abriendo la suya.
            —Un momento, amigo mío.
            —¡Venga!… Lo sé todo.
            —Yo también.
            No era posible. Pero, mirando atentamente, Kachudas pudo observar aue una de las fotografías, colgada a la derecha de la cama, era la misma que había visto en el convento, representando al grupo de muchachas de la escuela.
            Se asomó a la ventana y pudo ver que ante la puerta de la casa había un agente. Bajó la escalera como si volara y atravesó la calle.
            —¿Adonde vas? —le preguntó su mujer.
            ¿Que adónde iba? ¡A defender sus veinte mil francos!
            —¿Adónde va? —le preguntó a su vez el guardia.
            —El comisario me está esperando.
            Entró en la tienda y subió la escalera de caracol. Oía distintas voces, entre ellas la del comisario, que preguntaba:
            —¿Desde cuándo empezó usted a sospechar que la señora Labbé había muerto?
            —Desde hace mucho tiempo —repuso una voz femenina—. Pero no estaba segura. Fue por lo del pescado…
            Era la asistenta, a quien Kachudas no había podido ver desde su casa, por quedar oculta por la pared.
            —¿A qué pescado se refiere?
            —Pues a los arenques, las pescadillas, los bacalaos…
            —Haga el favor de explicarse.
            —La señora Labbé no podía comer pescado.
            —¿Por qué motivo?
            —Porque le sentaba muy mal…, como ocurre a muchas personas. A mí, en cambio, las fresas y los tomates me producen urticaria. Pero no por eso dejo de comerlos, sobre todo las fresas, porque me gustan mucho, aunque luego me paso la noche rascándome…
            —¿Qué más?
            —¿Cobraré esos veinte mil francos?
            De pie en el rellano, Kachudas sintió como el corazón le daba un vuelco.
            —Teniendo en cuenta que ha sido usted la primera en avisarnos…
            —Estuve vacilando algún tiempo, por miedo a equivocarme. Además yo también soy vieja, ¿comprende? Tuve que armarme de valor para seguir viniendo a la casa. Luego me dije que como llevo trabajando aquí quince años, no se atrevería a causarme daño alguno.
            —¿Qué era eso del pescado?
            —¡Ah, sí! Me había olvidado. Cierta vez, luego de haber preparado pescado para él, me disponía a hacer un guiso de carne para la señora, cuando me dijo que no valía la pena de que me molestara; que los dos comerían lo mismo. Era él quien le subía las comidas.
            —Ya lo sé. ¿Tenía un carácter avaro?
            —Muy tacaño.
            —¡Hola, Kachudas! ¿Qué desea usted?
            —Nada de particular, señor comisario. Tan sólo decirle que yo lo sabía todo.
            —¿Sabía que había muerto la señora Labbé?
            —Ño. Pero sí que la madre Úrsula y la señora de Hautebois…
            —¿Qué diantre está diciendo?
            —Ese hombre iba a matarlas.
            —¿Por qué?
            Pero pensándolo bien, ¿qué objeto tenía ya contarle todo aquello y llamar su atención sobre la fotografía de las muchachas con su medalla sobre el pecho, si no iba a cobrar la recompensa? ¿O acaso se la repartirían entre los dos? Observó a la vieja asistenta, y llegó a la conclusión de que era muy codiciosa y en modo alguno se desprendería de un sólo céntimo.
            —Está también lo del cordel… —prosiguió aquélla.
            —¿Qué cordel?
            —El que descubrí el otro día haciendo la limpieza del taller. Nunca quería que lo limpiara, pero lo hice, aprovechando una de sus ausencias, porque estaba muy sucio. Detrás de los sombreros descubrí una cuerda pendiente del techo. Al tirar de ella escuché el mismo ruido que si alguien golpeara el piso de arriba con un bastón. Fue entonces cuando decidí escribirle a usted.
            El comisario se volvió hacia Kachudas.
            —¿Cómo está mi traje?
            —Quedará listo muy pronto, señor comisario. Pero ¿y el sombrerero?
            —He dejado dos hombres a la puerta del «Cáfé de la Paix» por si se le ocurriese interrumpir la partida. Esta mañana hemos recibido la carta de la asistenta. Sólo falta descubrir el cadáver de la señora Labbé, probablemente enterrado en el jardín o el sótano.
            * * *

            Lo encontraron unas horas más tarde, en el sótano, oculto bajo una capa de hormigón. La casa del sombrerero estaba llena de gente: el comisario del distrito, el juez, su ayudante, dos médicos —uno de ellos asiduo concurrente al café—y multitud de otras personas que nada tenían que hacer allí y que se habían introducido tan sólo para curiosear.
            Los agentes se mostraban activos, revolviéndolo todo, abriendo cajones, vaciándolos y despanzurrando colchones y almohadas. A las siete, más de mil personas se habían concentrado en la calle. A las ocho, los gendarmes se vieron obligados a contener a una multitud cada vez más furiosa que pedía a gritos la muerte del criminal.
            Tranquilo y digno, con expresión un poco ausente, el señor Labbé contemplaba todo aquello con. las manos esposadas.
            —Empezó por matar a su mujer…
            El aludido se encogió de hombros.
            —La estranguló igual que a las demás.
            —En eso se equivocan —repuso—. A ella no la estrangulé con una cuerda, sino con mis propias manos. ¡Sufría tanto!
            —Dicho de otro modo: estaba usted cansado de cuidarla, ¿no es cierto?
            —Como quiera. Pero no hay que expresarse con tanta brusquedad.
            —Y luego empezó a asesinar a todas sus amigas. ¿Por qué?
            El sombrerero volvió a encogerse de hombros y guardó silencio.
            —Muy sencillo —indicó el comisario—. Porque venían a ver- la de vez en cuando y usted no podía repetir indefinidamente que no podía recibirlas.
            —Si se empeña…, si se considera tan listo…
            Su mirada se cruzó con la de Kachudas, pareciendo tomar a éste por testigo de sus palabras. El sastre se sonrojó, avergonzado ante aquella especie de intimidad establecida entre los dos. Kachudas hubiese podido susurrar al policía: «El aniversario…» Porque el cumpleaños de la señora Labbé era el sábado siguiente. Y cada año, por la misma fecha, las amigas de aquélla, incluida la madre Úrsula, acudían a felicitarla. Teniendo en cuenta lo sucedido, lo más probable era que antes de la fecha en cuestión, todas ellas estuvieran liquidadas.
            —Está loco, ¿verdad? —preguntó bruscamente el comisario a los dos médicos, sin importarle la presencia de Labbé—. ¿Está usted loco? —añadió dirigiéndose a aquél.
            —Es muy posible, señor comisario —respondió el aludido con voz tranquila.
            E hizo un guiño a Kachudas. Un guiño casi de complicidad,
            «¡Serán imbéciles! —parecía decir su mirada—. Nosotros dos sí que nos comprendemos bien, ¿verdad?»
            Y el modesto sastrecillo que acababa de perder hasta el último de aquellos soñados millares de francos, que le correspo- dían casi por derecho propio, se vio obligado a sonreír forzadamente con expresión casi benévola, porque, quisiera o no, los dos habían vivido juntos un extraño episodio.
            Los parroquianos del «Café de la Paix» fueron condiscípulos del sombrero y algunos de ellos incluso comieron su. rancho con él.
            Pero Kachudas había hecho algo más; algo de trascendencia verdaderamente excepcional: había compartido con su vecino nada menos que un crimen…
             
            Brandenton Beaeh, Florida
            Marzo 1947



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