KACHUDAS Y EL SOMBRERERO[3]
Georges
Simenon
CAPÍTULO PRIMERO
EN
EL QUE UN SASTRE ASUSTADO BUSCA LA PROTECCIÓNDE SU VECINO EL SOMBRERERO
Resultaba
evidente que Kachudas, el humilde sastre de la calle de los Prémontés sentía un
miedo terrible. Pero dicho sentimiento no le afligía sólo a él. Otros mil seres
humanos, o mejor dicho diez mil, pues tal era el número de habitantes de la
localidad, pasaban por el mismo trance, aunque no tuvieran el valor de
confesarlo. Sólo los niños de corta edad permanecían al margen de aquel pavor
general.
Kachudas
había encendido unos minutos antes la bombilla eléctrica que mantenía colocada
exactamente sobre tu tarea gracias a un alambre auxiliar. Aún no habían dado
las cuatro de la tarde, pero empezaba ya a oscurecer, pues corría el mes de
noviembre. Estaba lloviendo desde hacía dos semanas, sin que el aguacero cesara
ni un instante. En el cine, iluminado con atractiva luz, se proyectaban
noticiarios con escenas de barcas circulando por calles inundadas y de casas de
labor aisladas en medio de campos convertidos en torrentes que arrastraban
corpulentos árboles.
Todo
esto tiene gran importancia para nuestro relato, ya que de no haber sido otoño
y oscurecer tan pronto, mientras llovía sin parar de la mañana a la noche,
hasta el punto de que muchas personas no tenían ya ropa seca que ponerse; de no
escucharse el aullido de aquellas terribles ventoleras que estremecían las
calles, volviendo los paraguas de la gente como se vuelve un calcetín, Kachudas
no habría tenido miedo y lo más probable es que no hubiera sucedido ninguno de
los hechos que aquí se relatan.
Kachudas,
el sastre, estaba sentado a la manera típica de los de su oficio, con las
piernas cruzadas sobre una amplia mesa que había bruñido con el roce de sus
muslos en el transcurso de treinta años de cotidiana labor. Tenía su taller en
el entresuelo, encima mismo de la tienda. El techo del local era muy bajo. En
la acera de enfrente y colgada sobre la puerta de un establecimiento de
sombrerería, destacaba una enorme chistera. Kachudas intentaba avizorar, por
debajo de la misma, lo que ocurría en el establecimiento del señor Labbé.
La
sombrerería estaba muy mal iluminada. Las bombillas cubiertas de polvo
difundían una velada y triste luz. El cristal del escaparate llevaba mucho
tiempo sin limpiar. Estos detalles, quizá sin importancia, contribuían a dotar
de un ambiente especial a todo aquello. La tienda era muy vieja, lo mismo que
la calle. En otros tiempos ésta fue una arteria comercial de la ciudad, pero su
importancia terminó al instalarse en otro lugar, a más de medio kilómetro de
allí, atractivos almacenes modernos, de precios únicos y de otras clases, con
sus rutilantes escaparates y sus llamativos anuncios. Por dicha causa, en aquel
trozo de calle mal alumbrada sólo subsistían tenduchos en los que cabía
preguntarse si alguien se sentía alguna vez tentado a entrar.
Razón
de más para que Kachudas experimentase aquella sensación de miedo que lo estaba
atormentando. Por otra parte, se acercaba la hora de tomar su acostumbrado vaso
de vino blanco y ello le originaba cierta comezón. Su organismo, habituado a
él, lo reclamaba imperiosamente.
El
organismo del señor Labbé, el sombrerero de enfrente, experimentaba idéntica
necesidad. También para él había llegado el momento de irse al café. Kachudas
le vio dirigir unas palabras a Alfredo, su dependiente pelirrojo, y arrebujarse
en un grueso abrigo con cuello de terciopelo.
El
sastre se levantó precipitadamente y luego de ponerse la americana y hacerse a
toda prisa el nudo de la corbata, descendió la escalera de caracol al tiempo
que gritaba a algún ser invisible:
—¡Estaré
de regreso dentro de una cuarto de hora!
La
verdad es que solía permanecer ausente media hora e incluso una, pero desde
hacía muchos años siempre pronunciaba las mismas palabras en el momento de
salir.
Se
estaba poniendo aquel impermeable que un cliente olvidó cierto día en su
tienda, sin que volviera nunca a recogerlo, cuando oyó la campanilla de la
puerta de enfrente. Con las manos en los bolsillos y el cuello del gabán
levantado, el señor Labbé emprendió su camino hacia la plaza Gambetta,
manteniéndose pegado a las casas.
Instantes
después tintineaba también la campanilla de la sastrería y Kachudas salía a la
calle azotada por la lluvia, echando a andar a poca distancia de su corpulento
vecino. Eran las dos únicas personas que transitaban por la cálle, cuyos
faroles de gas estaban tan espaciados que la mantenían prácticamente a oscuras.
Kachudas
aceleró el paso hasta alcanzar al sombrerero. Aunque sin ser amigos, ambos se
saludaban cuando por las mañanas coincidían en el momento de abrir los postigos
de sus escaparates, e incluso solían hablar unos minutos en el «Café de la Paix»
donde pasaban diariamente un breve rato.
Pero
existían entre ambos ciertas diferencias de prestigio. El sombrerero era el señor Labbé, mientras el sastre era
Kachudas a secas. Este último se limitó, pues, a seguirle. Su proximidad le
hacía sentirse bastante más tranquilo, puesto que si alguien hubiera intentado
agredirle, con sólo lanzar un grito habría puesto sobre aviso a su vecino.
Luego pensó que bien podía ocurrir que, en caso de peligro, éste echara a
correr, dejándole desamparado. Semejante idea le hizo correr un escalofrío por
la espalda. Temeroso de los callejones oscuros y de los rincones en tinieblas,
tan propicios a una posible emboscada, optó por situarse en mitad del arroyo.
Sin
embargo, el trayecto era corto, cuestión de unos minutos. La calle de los
Prémontés desembocaba en una plaza muy iluminada y concurrida, incluso con mal
tiempo, en la que solía prestar servicio un guardia municipal.
Los
dos hombres torcieron a la izquierda. En la tercera casa se encontraba el «Café
de la Paix» con sus vidrieras profusamente iluminadas y su caldeado y cómodo
interior. Los parroquianos se hallaban en sus lugares de costumbre y el
camarero Fermín pasaba el rato viéndoles jugar a las cartas.
El
señor Labbé se quitó el abrigo, lo sacudió y lo entregó a Fermín, quien lo
colgó solícito de una percha. En cambio, a Ka- chudas nadie le ayudó a quitarse
el impermeable. Pero era natural, puesto que se trataba sólo de un modesto
sastre.
Los
jugadores y los curiosos que seguían las partidas, estrecharon la mano al
sombrerero, quien se sentó detrás del médico. Algunos parroquianos, muy pocos,
saludaron a Kaehudas con un leve movimiento de cabeza. El sastre ocupó la única
silla libre, junto a la estufa, gracias a lo cual pudo secarse los bajos del
pantalón.
El
tenue vapor que surgía de la prenda atrajo la atención del sastre, quien se
miró los pantalones un buen rato, seguro de que aquella tela, que en modo
alguno era de primera calidad, encogería notablemente. Luego posó la mirada en
los del señor Labbé para averiguar si su tejido era mejor. Desde luego, el
señor Labbé no se vestía en su casa ni tampoco ninguno de los parroquianos que
acudían a las cuatro al café, todos personas de importancia. A lo sumo le
confiaban algún que otro arreglo o le entregaban prendas a las que dar la
vuelta, para seguir aprovechándolas.
Los
zapatos mojados de los clientes habían dejado extrañas huellas sobre el serrín
que cubría el suelo, así como fragmentos de barro y suciedad. El señor Labbé
llevaba un calzado excelente. Y su pantalón era de un gris oscuro, casi negro.
En
la vuelta de la pernera izquierda Kaehudas observó un puntito blanco. De no
haber sido sastre, probablemente no habría concedido la menor importancia a
aquel detalle. Pero pensando que se trataba de un hilo, no pudo resistir la
tentación de retirarlo, cosa natural en un profesional de la aguja. Por otra
parte, tan sólo un hombre humilde como él se hubiera rebajado a inclinarse ante
nadie.
El
sombrerero se quedó sorprendido. Kaehudas tomó el fragmento blanco, que resultó
ser un minúsculo trocito de papel.
—Perdone…
—murmuró.
Pedía
perdón por cualquier cosa. Era consustancial a su carácter. Hacía siglos que
los Kaehudas fueron llevados como fardos desde Armenia a Esmirna o Siria,
adquiriendo dicha prudente costumbre en el transcurso de largos y dramáticos
desplazamientos.
Mientras
se incorporaba de nuevo, con el pedacito de papel entre los dedos, Kaehudas no
pensaba en nada concreto. Tan sólo se le ocurrió decir para sus adentros: «Pues
no era un hilo…»
En
los breves instantes en que permaneció agachado pudo ver los pies de los
jugadores, las patas de hierro del velador y el delantal blanco de Fermín.
Cuando hubo recuperado su posición normal, alargó el papelito al sombrerero, a
la vez que repetía: «Perdone», deseoso de no provocar la cólera del otro por
aquella singular intromisión.
Pero
en el instante en que el señor Labbé cogía el fragmento", no mayor que un
circulito de confetti, Kaehudas sintió que la sangre se le helaba en las venas
y que un intenso escalofrío lo traspasaba de parte a parte. Miraba al
sombrerero y éste a él. Los dos permanecieron así un buen rato, sin que nadie
se fijara en ellos. Todo el mundo seguía atento a la partida. El señor Labbé
había estado muy gordo en otros tiempos, pero ahora aparecía como un globo
deshinchado. Aunque voluminoso, se le adivinaba fofo. Su cara fláccida e
inexpresiva se mantuvo invariable, mientras tomando el pedacito de papel, lo
arrugaba entre sus dedos, hasta convertirlo en una bolita no mayor que una cabeza
dé alfiler.
—Gracias,
Kaehudas —articuló por fin.
Hubiera
sido muy difícil definir la expresión con que Labbé pronunció aquellas
palabras. ¿Qué expresaba su tono? ¿Naturalidad, ironía, amenaza, sarcasmo?…
¡Quién sabe! Kaehudas estuvo pensando en ello días y noches.
El
sastre se echó a temblar de tal modo que el vaso que había cogido para
disimular su turbación estuvo a punto de caérsele. A partir de entonces,
debería evitar que su mirada y la dpi señor Labbé se cruzaran. Era demasiado
peligroso. Cuestión de vida o muerte. Confiaba en que fuera de vida para él.
Aunque
aparentemente inmóvil en su silla, sentía la sensación de verse agitado por un
vendaval, y en ciertos momentos tenía que dominarse con todas sus fuerzas para
no escapar de allí como alma que lleva el diablo.
¿Qué
habría sucedido si. levantándose de pronto de su silla, hubiera empezado a
gritar: «¡Es él! ¡Es él!»? Sentía escalofríos sólo de pensarlo. El calor de la
estufa lo abrasaba y. sin embargo, sus dientes estaban a punto de castañetear.
Se acordó de la calle de los Prémontés y de la inclinación que sentía a
colocarse tras el sombrerero cuando transitaba por la misma. Había ocurrido así
en numerosas ocasiones; sin ir más lejos, un cuarto de hora antes, cuando él y
Labbé eran los únicos en pasar por allí.
El
sastre hubiera deseado mirarle a hurtadillas, pero no se atrevía. Tal vez una
sola mirada significara su desgracia. Sentía deseos de pasarse la mano por el
cuello, pero hacía denodados esfuerzos para evitarlo. Aquella sensación llegaba
a producirle verdadera angustia.
—Otro
vaso de vino, Fermín.
Luego
de pronunciadas lás anteriores palabras, comprendió que acababa de cometer un
grave error. Por regla general dejaba un intervalo de media hora entre los dos
vasos. ¿Cómo iba a componérselas? ¿Qué hacer?
Las
paredes del café estaban recubiertas totalmente de espejos que reflejaban el
humo de las pipas y de los cigarrillos. Tan sólo él señor Labbé fumaba un
cigarro cuyo aroma llegaba hasta Kachudas. Al fondo, junto a los lavabos, había
una cabina telefónica. ¿Por qué no entrar en ella, simulando dirigirse a los
primeros? Se oía ya preguntar: «¿La policía?… Él está aquí…» Pero ¿y si el señor Labbé, sospechando algo, se
situaba detrás? En tal caso, nadie oiría nada. Aquellas cosas sucedían siempre
sin ruido. De las seis víctimas, ni una sola gritó. Claro que se trataba de
ancianas. El asesino sólo atacaba a viejas. Por tal motivo, los hombres se
sentían a ctibíerto de todo peligro y transitaban por ias calles jactándose de
su inmunidad. Pero ¿y si se le ocurría hacer una excepcióh?
«¡Está
aquí! ¡Venga a prenderlo! ¡De prisa!»
Si
se aventuraba a realizar su delación, quizá cobrara los veinte mil francos
ofrecidos como premio. Eran tantas las personas codiciosas del mismo, que la
policía pasaba por verdaderos apuros, abrumada a denuncias, algunas de ellas
mero producto de una descabellada fantasía.
Con
veinte mil francos podría… Pero, por otra parte, ¿quién iba a creer sus
palabras? Si afirmaba: «Es el sombrerero», le contestaría: «Demuéstremelo». «He
podido distinguir dos letras.» «¿Qué letras?» «Una ene y una te.» Pero ni
siquiera estaba seguro de esta última. «Explíquese, Kachudas.»
Le
hablarían con severidád. Siempre se habla con expresión ceñuda a todos los
Kachudas de la tierra.
«En
la vuelta de su pantalón. Ha hecho una bolita con el papel.»
¿Dónde
estaría ahora la bolita en cuestión, no mayor que una cabeza de alfiler?
¡Cualquiera lo sabía! ¿La habría aplastado con el tacón contra el serrín que
cubría el suelo? ¿Se la habría tragado?
Además
¿qué podían significar dos letras recortadas de un periódico por el sombrerero?
Nada. Absolutamente nada. El fragmento de papel pudo caerle allí casualmente. O
acaso le gustara recortar letras de los periódicos.
El
incidente era de los que acaban con los nervios más templados. Cualquiera de
los reunidos en el café se hubiera sentido sobre ascuas. Todos eran gente
acomodada' y entre ellos había comerciantes de importancia, un médico, un
asegurador, un tratante en vinos, etc. Personas, en fin, que podían permitirse
pasar buena parte de la tarde jugando a cartas y tomar varios aperitivos al
día.
Pero
todos ignoraban el detalle del papel, con sus tenebrosas consecuencias. Todos,
excepto Kachudas. Y el sombrerero sabía que este…
Sudaba
Como si se hubiera tomado varios ponches y aspirinas. ¿Advertiría su turbación
el criminal? ¿Habría advertido su reacción al ver el papelito? Pero ¿cómo
pensar en cosas de tanta importancia sin dejarlo traslucir al otro, que se
hallaba a menos de dos metros, fumando su cigarro mientras contemplaba, o
simulaba seguir con interés, Ja partida de «belote»?
—Otro
vaso, Fermín.
Lo
había pedido sin querer. Tenía la garganta seca. Pero tres vasos eran muchos.
Nunca los bebía, excepto en ocasiones solemnes, como cuando llegaba al mundo
alguno de sus hijos. Tenía ocho y estaba esperando al noveno. Siempre ocurría
igual. Pero aunque no fuera culpa su^a, la gente lo miraba con aire de re^
proche.
¿Podía
existir alguien capaz de matar a un padre de ocho hijos, que esperaba al
noveno… y luego al décimo?
Al
tiempo que repartía las cartas para
una nueva partida, el asegurador comentó:
—¡Es
curioso! Hace tres días que el asesino deja en paz a las viejas. A lo mejor,
empieza a tener miedo…
Sabiendo
lo que sabía Kachudas, hay que reconocer que hizo gala de una voluntad muy
firme para no mirar el sombrerero. Pero se lo había propuesto y lo logró. Tenía
la vista fija ante si, a costa de un doloroso esfuerzo. De pronto, vio por el
espejo los ojos del señor Labbé fijos en él. Su rostro seguía tan pálido como
siempre, pero su mirada era insistente. El sastre tuvo la sensación de que los
labios del sombrerero se distenían en una leve sonrisa. Incluso, en cierto
momento, creyó que le hacía un guiño; un guiño de complicidad, sin duda, cual
si quisiera decirle:
—¡Qué
divertido! ¿Verdad?
Kachudas
oyó su propia voz al pronunciar:
—Camarero…
Se
arrepintió de ello. Cuatro vasos eran demasiados sobre todo, teniendo en cuenta
que no resistía excesivamente la bebida.
—¿Desea
algo, señor?
—No,
nada… Gracias.
Pensándolo
bien, tal vez existiera una explicación plausible a todo aquello. La idea era
aún muy vaga, pero no carecía de cierta consistencia. Se basaba en suponer la
existencia de dos hombres en lugar de uno. De una parte, el asesino de
ancianas, de quien nada se sabía, excepto que en el transcurso de tres semanas,
había dado muerte a seis personas; por otra, un ser que pretendía divertirse
tomando el pelo a sus conciudadanos, un bromista que mandaba al «Correo del
Loira» las famosas cartas compuestas con letras recortadas de los periódicos.
Sabido
es que hay gentes a quienes estas chanzas atraen de manera irresistible.
Pero
caso de existir dos hombres, ¿cómo podía el autor de las cartas, prever lo que
iba a hacer el otro?
Tres
de los asesinatos fueron anunciados de idéntica manera. Las cartas eran
enviadas al «Correo del Loira» con letras recortadas y pegadas cuidadosamente,
una junto a otra.
«La
movilización de la brigada móvil no servirá de nada —decía una de ellas—.
«Mañana morirá la tercera vieja.»
Algunas
misivas eran más largas. Debía requerir mucho tiempo encontrar tantas palabras
y letras y ensamblarlas luego como un rompecabezas.
«El
comisario Micou se cree muy listo por haber nacido en
París.
Pero en realidad sabe menos que un párvulo. Hace mal erl abusar de ese borgoña
que le pone la nariz colorada.»
El
comisario Micou, enviado por la «Sureté» para dirigir las averiguaciones,
entraba de vez en cuando en el «Café de la Paix» para tomar una copa. El sastre
lo había visto allí varias veces. Los parroquianos interrogaban familiarmente
al policía, que, desde luego, sentía cierta marcada inclinación hacia el
borgoña.
—¿Cómo
van esas pesquisas, señor comisario?
—No
teman. Le atraparemos. Esos maniáticos acaban siempre por cometer algún error.
Se sienten tan satisfechos de sí mismos, que no pueden reprimir la tentación de
hablar de sus hazañas.
Kachudas
se hallaba presente cuando el comisario pronunció tales palabras.
«Algunos
tipos mediocres y estúpidos afirman que sólo mato viejas porque soy un cobarde.
No han imaginado que bien pudiera ser porque detesto a las viejas. Pero si
siguen insistiendo en sus insensateces, mataré a un hombre para complacerles. E
incluso, si lo desean, a un tipo fuerte y corpulento. Así sabrán a qué atenerse
respecto a mí…»
Kachudas
era pequeño y enclenque, no más vigoroso que un muchacho de quince años.
—Buenas
tardes, señor comisario.
El
sastre se sobresaltó. El comisario Micou entraba en aquellos momentos,
acompañado del dentista Pijoulet. Era un hombre grueso, optimista y jovial.
Volvió una silla, se. sentó a horcajadas en ella, cara a los jugadores, y dijo
con aire afable:
—No
se molesten. Estoy bien así.
—¿Cómo
sigue la encuesta?
—Pues
no va mal.
—¿Han
encontrado alguna pista?
Por
el espejo, Kachudas pudo ver como el señor Labbé seguía mirándole. De repente
le acometió otro temor. ¿Y si Labbé era inocente? ¿Y si nada tenía que ver con
los asesinatos ni con las cartas? ¿Y si aquel trocito de papel hubiera ido a
parar casualmente a la vuelta de su pantalón, quedando pegado allí del mismo
modo que a veces se atrapa una pulga?
«Voy
a ponerme en su lugar», pensó. El sombrerero le había visto agacharse para
recoger algo. Pero Labbé no sabía exactamente de dónde tomó el papelito. Podía
pensar incluso que lo dejó caer él mismo, con intención de hacerlo desaparecer,
quedando prendido en su pantalón, del que lo retiró, azorado.
¿Cómo
impedir que su vecino sospechara de él?
—Otro
vaso de vino.
Había
bebido demasiado, pero sentía la acuciante necesidad de seguir bebiendo. Le
pareció como si en el café flotara más humo que de costumbre. Los rostros
quedaban difuminados y en ocasiones la mesa y los jugadores cobraban un aire
fantasmal.
Si
ocurría como estaba temiendo y si sospechaban uno del otro, ¿acaso el
sombrerero pensaba también en la recompensa?
Era
rico y por esta causa tenía bastante abandonado su comercio. De haber querido
renovarlo, hubiera tenido que limpiar y modernizar sus escaparates, aumentar la
iluminación de la tienda y renovar las existencias de la misma. De lo contrario
no cabía esperar que la gente acudiera a comprar los sombreros de veinte años
atrás, que, cubiertos de polvo, llenaban las estanterías.
Podía
tratarse de un avaro a quien tentaran los veinte mil francos. Si acusaba a
Kachudas, todo el mundo le daría la razón, por tratarse de una persona de quien
desconfiaban por sistema. No era de aquella ciudad ni siquiera del país, y
tenía un cránéo alargado y raro, vivía rodeado de una chiquillería
continuamente renovada, y su mujer1 ni siquiera sabía hablar bien el
francés.
Pero
pensándolo mejor, ¿por qué aquel pobre sastre había de atacar a las viejas que
transitaban por la calle, sin tomarse la molestia de registrarles el bolso ni
robarles las joyas?
El
razonamiento pareció firme a Kachudas. Pero inmediatamente objetó al mismo: «¿Y
por qué el ciudadano Labbé, a sus sesenta y tantos años, luego de llevar una
vida ejemplar, ha de estrangular a las gentes en los callejones oscuros?»
El
asunto era terriblemente complicado. Ni siquiera el ambiente familiar y
acogedor del «Café de la Paix» confería calma a su espíritu, ni la presencia
del comisario Micou podía tranquilizar sus nervios.
Si
alguien señalara a Kachudas como presunto culpable, el comisario lo creería.
Pero si le dijeran que había sido Labbé… Se hacía preciso reflexionar muy
seriamente. Era cuestión de vida o muerte. ¿Acaso no había anunciado el asesino
que también se atrevía con un hombre, en caso de necesidad?
Al
pensar que tenía que recorrer de nuevo aquella calle de los Prémontés, tan poco
alumbrada, se estremecía de pavor. Y por si fuera poco, habitaba enfrente mismo
de la sombrerería, desde donde era posible observar haáta sus menores
movimientos.
Pero,
por otra parte, era preciso tener en cuenta la cuestión de la recompensa.
Veinte mil francos representaban mucho más de lo que él conseguía ganar en
medio año con su oficio de sastre.
—Escúcheme,
Kachudas…
Tuvo
la impresión de encontrarse en un mundo desconocido al que acabara de llegar de
repente, entre personas de cuya presencia se hubiera olvidado. Al no reconocer
la voz, se volvió estupefacto. El sombrerero lo miraba fijamente, mascando su
cigarro. Pero no era él quien lo acababa de interpelar, sino el comisario.
—¿Es
cierto lo que me han dicho de que trabaja usted de prisa y no abusa demasiado
de los precios? —preguntó.
Kachudas
entrevio de improviso una oportunidad inesperada. Estuvo a punto de volverse
hacia el señor Lábbé, a fin de comprobar si éste se había fijado en la alegría
que reflejaba su rostro.
Jamás
se hubiera atrevido a acudir a la policía. Tampoco hubiera osado escribir por
miedo a que la carta pudiera perderse y ser abierta por alguien. Mas he aquí
que de la manera más extraordinaria el mismo representante del orden y la
autoridad se ofrecía a visitarle.
—Si
se trata de un luto, entrego el traje completo en veinticuatro horas —explicó
Kachudas, bajando modestamente la mirada.
—Pues
hágase la idea de que pienso llevar luto por las seis viejas asesinadas y de
que necesito un traje en el tiempo más breve posible. No he traído apenas ropa
de París y esta lluvia me la ha echado a perder. ¿Tiene algún género de lana
pura?
—Puedo
ofrecerle el mejor paño de Elbeuf.
¡Con
qué celeridad trabajaba el cerebro del sastre! ¿Se debería, quizás, a los
cuatro vasos de vino blanco que llevaba ingeridos? Sin parar mientes en ello,
pidió el quinto, con la voz más tranquila que pudo. Algo maravilloso estaba a
punto de suceder. En lugar de volver solo a Casa, atemorizado ante la
novelas
policiacas (2.a selección)
idea de ser seguido por el señor Labbé, o de que éste surgiera de repente
ante él, al pasar ante un rincón oscuro de la calle de los Prémontés, sería el
mismo comisario quien le acompañara. Una vez en casa y con la puerta, cerrada…
Era
una oportunidad única, que lo llenaba de alegría. Gracias a la misma, incluso
tal vez percibiera la recompensa de veinte mil francos… ¡y sin correr el menor
riesgo!
—Si
dispone usted de unos minutos y quiere acompañarme a mi taller, que se
encuentra a muy poca distancia de aquí… —empezó con voz ligeramente temblorosa.
Se
hallaba ante una de esas circunstancias en que gente como los Kachudas no se
atreven a sentirse tranquilos. Los puntapiés y las malas jugadas con que el
destino los viene abrumando desde hace siglos obran en su ánimo de manera
fatal.
—…le
tomaré las medidas y mañana por la tarde a esta misma hora…
¡Qué
agradable resulta dejarse arrebatar por la imaginación! Todas las dificultades
se allanan y todos los obstáculos quedan superados con la misma facilidad que
en un cuento de hadas.
A
su alrededor los parroquianos del café jugaban a cartas. Fermín seguía la
partida con su expresión bondadosa y el sombrerero continuaba igual que antes. Kachudas
hizo un esfuerzo para no mirarle. El comisario estaba dispuesto a visitarlo en
su propia casa. Una vez en la tienda, y con la puerta cerrada, nadie podría
oírles. Y entonces…
«Escúcheme
bien, señor comisario. El asesino es…»
Pero
he aquí que una breve frase lo echaba todo a rodar.
—Bueno.
En realidad no hay tanta prisa…
El
comisario también quería jugar a la «belote», y sabía que alguien abandonaría
pronto su puesto en cuanto acabase la partida, con lo que él podría
sustituirlo.
—Iré
a verle mañana por la mañana. Usted está siempre en casa, ¿verdad? Con este
tiempo…
Todas
sus ilusiones se habían venido abajo estrepitosamente.
¡Hubiera
sido tan fácil! Cabía pensar que a la mañana siguiente Kachudas estuviera ya
muerto. Aunque, en tal caso, su mujer y sus hijos tal vez cobraran los veinte
mil francos a los que, cada vez con más firmeza, creía tener derecho. Se
rebelaba contra cualquier impedimento que pretendiera impedir lo que
consideraba justo.
—Si
viniera usted esta noche, adelantaríamos bastante…
Pero
no consiguió nada. El sombrerero debía reírse para sus adentros. En aquel
preciso instante, terminó la partida y el asegurador cedió su asiento al
comisario Micou. Kachudas protestó interiormente. Los comisarios no deberían
tener derecho a jugar a las cartas. Su obligación era comprender las cosas con
sólo alguna leve insinuación. En modo alguno podía insistir ni suplicarle, pero
debía haberse dado cuenta de su ansiedad.
¿Cómo
se las arreglaría para marcharse sin despertar sospechas? Por regla!general,
sólo permanecía media hora en el café. Aquello constituía su única distracción.
De regreso a su hogar, encontraría a los chiquillos recién llegados de la
escuela, armando un ruido infernal. La casa olía a comida. Su mujer, que aunque
apenas hablara francés, tenía un nombre típico del país: Delphine, reconvenía a
los chiquillos con gritos y denuestos. Sentado bajo la lámpara que iluminaba su
trabajo, Kachudas se afanaba con la aguja horas y horas.
El
sastre sabía perfectamente que olía‘a ajo y a mugre. En el «Café de la Paix»
ciertas personas apartaban su silla al sentarse Kachudas a su lado. Pero el
hecho de que oliera mal ¿era motivo suficiente para que el comisario se negara
a acompañarle? ¡Si al menos alguno de los presentes caminara en la misma
dirección! ¡Pero daba la casualidad de que todos tenían su domicilio en los
alrededores de la calle del Palais, por lo que al salir del local torcerían a
la izquierda en vez de a la derecha como él.
—Ponme
otro vaso, Fermín…
Era
cuestión de vida o muerte. Al pensar que el sombrerero podía salir tras él le
abrumaba una poderosa sensación de miedo. Luego de pedir el vino, se le ocurrió
pensar que acaso su enemigo se marchara antes, con el fin de tenderle una
celada en los oscuros vericuetos de la calle de los Prémontés. Si retirarse
antes era peligroso, hacerlo después resultaba todavía más expuesto. Sin
embargo, no podía quedarse allí toda la vida.
—Fermín…
Titubeó.
Sabía que estaba cometiendo un error. Que acabaría embriagándose; pero aun así
le era imposible obrar de otra manera.
—Otro
vaso…
Lo
más probable era que todos acabaran sospechando de él.
CAPÍTULO II
EN
EL QUE EL SASTRE KACHUDAS ES TESTIGO DE LA MUERTE DE UNA ANCIANA SEÑORITA
—¿Cómo
sigue Matilde? —preguntó uno de los presentes.
Pero
a Kachudas le fue imposible averiguar la identidad del que había hablado. Su
cerebro estaba tan turbio que no podía dilucidar cuántos vasos llevaba pedidos.
Alguien le preguntó si estaba celebrando un nuevo nacimiento. ¿Había sido Germán
el tendero? Pero la pregunta carecía de importancia.
Todos
aquellos hombres tenían aproximadamente la misma edad: entre los sesenta y los
sesenta y cinco años. Fueron juntos a la escuela o al instituto, y juntos
habían jugado a las canicas. Eran amigos; se tuteaban y habían asistido a sus
respectivas bodas.
En
el ángulo izquierdo del café, otro grupo jugaba a las cartas: estaba compuesto
por hombres de entre cuarenta y cuarenta y cinco años, que con el tiempo
sustituirían a los primeros. Naturalmente hablaban con más animación y llegaban
más tarde, sobre las cinco, convencidos de no haber alcanzado todavía la
posición de los demás.
—¿Cómo
sigue Matilde?
El
sastrecillo oía esta pregunta casi a diario, formulada al desgaire,
indiferentemente, como cuando se indaga si ha cesado de llover.
Desde
tiempo inmemorial, la mujer del sombrerero había alcanzado categoría de mito.
En su juventud debió ser una muchacha como otra cualquiera. Incluso quizás
alguno de los presentes la hubiera cortejado. Después de casarse, acudía cada
domingo, muy emperifollada, a misa de diez.
El
matrimonio llevaba quince años habitando un entresuelo muy semejante al de
Kachudas, enfrente mismo del de éste. Pero muy raras veces la mujer apartaba
las cortinas para mirar al exterior. El sastre no la veía nunca. A lo sumo
vislumbraba la mancha blanquecina de su rostro, los días en que se efectuaba
limpieza general en la casa.
—Sigue
bien…
Aquella
contestación sólo significaba que Matilde no había empeorado. O dicho de otro
modo: que continuaba paralítica, pasando los días en su sillón y las noches en
su cama. Que aún no había muerto.
Los
parroquianos del café estuvieron hablando un poco de la enferma y de otras
cosas, pero apenas si se mencionó al asesino, porque fingían interesarse muy
superficialmente en dicho tema.
Kachudas
no se atrevía a marcharse, temeroso de que el sombrerero saliera tras él.
Siguió bebiendo. Comprendió que obraba mal, pero la tentación era más fuerte
que él. En dos o tres ocasiones notó como el señor Labbé consultaba la hora en
el viejo reloj colgado entre dos espejos. Gracias al mismo se enteró de que
eran las cinco y diecisiete en el momento en que el sombrerero se levantaba y,
según su costumbre, daba unos golpecitos sobre la mesa con una moneda, para
atraer la atención de Fermín.
—¿Cuánto
debo? —preguntó.
Al
llegar al café, los habituales parroquianos solían estrecharse la mano, pero a
la partida se contentaban con un saludo general. Unos decían «hasta mañana» y
otros «hasta la noche», pues algunos se reunían después de la cena para seguir
jugando.
«Se
emboscará en cualquier rincón y se-abalanzará sobre mí cuando pase…»
¡Si
al menos pudiera salir inmediatamente detrás del sombrerero para no perderlo de
vista! Kachudas era bajo y flaco; su rival, fuerte y corpulento. Pero por dicha
causa el sastre disfrutaba de mayor agilidad y podría correr más velozmente.
Le* mejor era seguirle a corta distancia, presto a escapar al menor movimiento
sospechoso.
*
* *
Los
dos hombres salieron del café con muy pocos minutos de intervalo. Los jugadores
no se volvieron a mirar al sombrerero; en cambio, el sastrecillo les llamó la
atención por su aire anormal. No hubiera sido extraño que alguno de los
presentes incluso sospechara de él.
El
vendaval había arreciado. En las esquinas, los transeúntes tenían que resistir
tortísimos embates que les obligaban a encorvarse. Y seguía lloviendo. El
sastre tenía el rostro mojado y tiritaba bajo su fino impermeable.
Sin
embargo, procuraba ajustar su paso al del otro. Era pre- - ciso seguirle de
cerca. Aquello constituía su única tabla de salvación. Con sólo recorrer
trescientos metros, doscientos, cien, se encontraría en su casa y podría
atrincherarse en la misma, esperando la visita del comisario a la mañana
siguiente.
Contaba
los segundos uno a uno. Mas he aquí que sucedió una cosa inesperada: al llegar
frente a su tienda, el sombrerero no entró en ella, sino que prosiguió su
camino, calle adelante. La figura del dependiente pelirrojo se entreveía
borrosamente detrás del mostrador. Casi sin darse cuenta de lo que estaba
haciendo, también Kachudas pasó ante la tienda, impelido por una fuerza
desconocida que le obligaba a seguir adelante. Eran los dos únicos transeúntes
de la calle y de las siguientes, cada vez más solitarias y tenebrosas. Cada uno
de ellos oía con toda claridad las pisadas del otro, como los ecos de las suyas
propias. El sombrerero sabía, pues, perfectamente, que era seguido.
Kachudas
caminaba muerto de miedo. Hubiera podido dar media vuelta y volverse por donde
había venido, pero no se le ocurrió hacerlo. Por extraño que parezca, su propio
pavor se lo impedía. Iba tras del sombrerero, a veinte metros de distancia,
hablando consigo mismo, bajo la lluvia y el viento. ¿Dudaba aún de que fuera el
asesino? ¿O pretendía acallar su conciencia por aquella imprudente persecución?
De vez en cuando, con escasos segundos de intervalo, pa.saban ante una tienda
iluminada. Luego se sumergían dé nuevo en la oscuridad, conociendo la mutua
presencia por el rumor de sus pasos.
—Si
se detiene, me pararé yo también —murmuró el sastre.
El
sombrerero se detuvo. Kachudas hizo lo propio. Aquél reanudó la marcha, seguido
por el sastre, que exhaló un suspiro de alivio.
Infinidad
de guardias prestaban servicio en la ciudad, o al menos así lo aseguraban los
periódicos. A fin de tranquilizar a \¿\
población, se había montado un servicio de vigilancia consideraos a infalible.
Labbé y el sastre se cruzaron con un grupo de tres policías uniformados que
caminaban con viveza. Kachudas oyó como uno de ellos saludaba:
—Buenas
tardes, monsieur. Labbé.
Pero
a él no le dijeron palabra, sino que se limitaron a enfocarle con sus linternas
de bolsillo.
No
se veía a ninguna anciana por las calles. ¿Dónde las encontraría el asesino
cuando decidía poner fin a la vida de alguna? Lo más probable era que sólo
salieran de día, y aun así muy bien acompañadas. Pasaron por delante de la
iglesia de San Juan, cuyo portal estaba débilmente iluminado. Pero desde hacía
lo menos tres semanas, las ancianas de la población no acudían a sus cotidianos
rezos.
Las
calles se iban haciendo más estrechas. Entre algunas casas se veían solares y
vallas.
«Me
lleva a las afueras, para matarme.»
Kachudas
no tenía nada de valiente. Su miedo era cada vez más intenso. Estaba dispuesto
a pedir auxilio al menor movimiento sospechoso del otro. Desde luego, lo seguía
de muy mala gana. Los pasos de ambos resonaban ahora en una calle tranquila,
flanqueada por casas de construcción reciente. De pronto cesaron, haciéndose un
silencio absoluto. Kachudas se había detenido, al mismo tiempo que el otro,
invisible ahora para él. ¿Dónde se había parado el sombrerero? Las aceras
estaban a oscuras y en la calle no brillaban más que tres faroles, muy
distanciados entre sí. Algunas ventanas despedían velados resplandores. De una
de las casas surgían los acordes de un piano, tocando siempre el mismo pasaje,
que Kachudas, muy entendido en música, calificó de «estudio». El alumno lo
repetía una y otra vez, cometiendo siempre las mismas equivocaciones.
Tal
vez hubiera cesado de llover, pero el sastre no tenía conciencia de ello. No
osaba avanzar ni retroceder, atento al menor ruido. Tal vez aquel maldito piano
le impidiera oír los pasos. La frase musical se repitió otras cinco o seis veces.
Luego se oyó el seco golpe de la tapa al ser cerrada. La lección había acabado.
En la casa se oyó una algarabía de gritos y exclamaciones. La chiquilla, libre
ya de su clase de música, debía haberse reunido con sus juguetones hermanitos.
El profesor o profesora se estaría poniendo el abrigo, dispuesto a salir.
«Adelanta mucho, pero la mano izquierda… Es del todo necesario que la ejercite
mucho.»
La
puerta de la casa se abrió, formando un rectángulo de amarillenta luz sobre la
acera, y una mujer de edad madura, casi una anciana, salió a la calle.
—No;
no hace falta que me acompañe, señor Bardon. Sólo he de recorrer cien metros
—dijo contestando al amable ofrecimiento del caballero.
Kachudas
no se atrevía ni a respirar. Hubiera deseado advertirle: «¡Cuidado! ¡No salga!»
Pero no pudo. Sabía perfectamente lo que iba a suceder. Ahora lo comprendía ya
todo. La puerta se cerró tras de la profesora, y ésta, quizás algo asustada,
bajó los tres peldaños del umbral, echando a andar con pasos breves, pegándose
a las casas.
Vivía
en aquella misma calle; había nacido en la misma y, de pequeña, jugó en todos
los umbrales y conocía palmo a palmo las aceras.
Por
un instante se percibió el rumor de su ligero caminar; luego nada. Un silencio
total reinaba en la calle. Kachudas oyó tan sólo algo así como el leve siseo de
unas ropas. El sastre no hubiera podido moverse aunque hubiese querido. De
todos modos, ¿habría servido de algo? ¿Habría tenido al guien el valor de salir
a ver lo que ocurría, respondiendo a sus gritos de auxilio?
Se
mantuvo arrimado a la pared. Notaba la camisa pegada al cuerpo y no
precisamente a causa de la lluvia que hacía calado su impermeable, sino por el
sudor que lo empapaba.
Exhaló
un suspiro. Acaso la anciana hubiera hecho lo propio, en el momento de perder
la vida y tal vez el asesino la imitara.
Percibiéronse
pasos otra vez; los pasos de un hombre que se acercaba a Kachudas. ¡Y pensar
que poco antes, éste, se jactaba de correr más que el sombrerero! No podía ni
levantar la suela de los zapatos, que parecían adheridos al suelo.
Era
indudable que el otro lo vería cuando pasara ante él. Mas ¿qué importaba? ¿No
sabía ya perfectamente que lo estuvo siguiendo desde que salieron del «Café de
la Paix»?
El
sastre estaba a su merced. Sentíase seguro de ello y aceptaba su sino sin
protestar. El sombrerero adquirió, de pronto, en su imaginación, proporciones
sobrehumanas. Kachudas estaba dispuesto a jurarle de rodillas que guardaría el
secreto toda la vida, aunque ello significara despedirse de los veinte mil
francoé.
Permaneció
inmóvil. El señor Labbé se aproximaba. Iban a enfrentarse de un momento a otro.
¿Tendría Kachudas fuerzas suficientes para echar a correr en el instante
crítico? Pero si obraba así, tal vez lo acusaran del asesinato. Bastaría con
que el sombrerero pidiese socorro para que las sospechas recayeran sobre él. Le
seguirían los pasos y lo atraparían.
Imaginaba
ya el diálogo: «¿Por qué intentaba escapar?» «Porque…» «Confiese que ha
asesinado a esa señorita.»
Él
y su adversario eran las únicas personas que se encontraban en la calle. Y a
fin de cuentas no existiría indicio alguno que permitiera dilucidar cuál de los
dos era el culpable. Él señor Labbé tenía una inteligencia más despierta que el
sastre. Era persona importante, que tuteaba a tipos de categoría y que tenía un
primo diputado.
—Buenas
noches, Kachudas.
Aunque
parezca inverosímil, esto es cuanto pasó. El señor Labbé debió haber
distinguido su silueta agazapada en las tinieblas. Kachudas se había subido a
la escalera de una entrada y tenía cogida la cadena de la campanilla, dispuesto
a tirar de ella al menor gesto agresivo del otro.
Mas
he aquí que el criminal lo saludaba tranquilamente, con voz quizás algo
cavernosa, pero en modo alguno amenazadora u hostil.
—Buenas
noches, Kachudas.
El
sastre intentó contestar. Tenía que ser amable. Sentía la imperiosa necesidad
de mostrarse cortés y devolver el saludo. Abrió la boca, pero ningún sonido
salió de ella. Los pasos se alejaron.
—Buenas
noches, señor sombrerero —consiguió articular por fin. Pero era ya demasiado
tarde. El sombrerero había desaparecido. Kachudas no pronunció su nombre para
no comprometerle. Permaneció en el umbral sin experimentar el más leve deseo de
acercarse a ver lo sucedido a aquella anciana señorita que apenas media hora
antes estaba dando su lección de piano y que ahora debía encontrarse ya en el
otro mundo.
El
señor Labbé estaba muy lejos.
De
pronto, un pánico insensato se apoderó de Kachudas. No podía seguir allí. El
miedo le agarrotaba los miembros. Tenía que alejarse a todo correr; pero ¿y si
daba de manos en boca con su enemigo? Por otra parte, estaba expuesto a que lo
detuvieran de un momento a otro. Poco antes, la patrulla lo había enfocado con
sus linternas eléctricas, viéndole con toda claridad. ¿Cómo explicar su
presencia en un barrio que no frecuentaba y donde acababa de cometerse un
horrible asesinato?
Tal
vez lo más acertado fuera ir a contarlo todo a la policía. Kachudas caminaba de
prisa, mascullando palabras incoherentes. Se oía ya declarar: «No soy más que
un humilde sastre, señor comisario; pero le juro por mis hijos que…»
El
menor ruido le causaba un sobresalto. ¿Y si el sombrerero lo aguardaba en una
esquina oscura, como había ocurrido con la anciana señorita? Pensó que lo más
prudente era dar algún rodeo y se encontró, de pronto, extraviado en un
laberinto de callejuelas en las que nunca hasta entonces había puesto los píes.
«Ese
hombre no pudo imaginar que yo iba a pasar por allí…» Después de todo, la idea
no era ninguna insensatez. «Voy a contarle toda la verdad; pero con la
condición de que me haga proteger por dos de sus hombres, hasta que él esté encerrado.»
En
caso de necesidad, estaba dispuesto a aguardar en la comisaría. Los
cuartelillos no tienen nada dé cómodos; en el curso de su vida errante había
conocido algunos. Pero, al menos allí, se vería libre de los gritos y el
alboroto de sus hijos.
Se
hallaba ya muy cerca de su domicilio. Tan sólo le faltaba cruzar dos calles
para llegar a la de los Prémontés. Distinguió el letrero luminoso que
proclamaba en letras encarnadas: «Comisaría». Como de costumbre, uno o dos
agentes debían prestar servicio a la puerta. No corría ya riesgo alguno. Estaba totalmente a salvo de
asechanzas.
—Cometería
un error, señor Kachudas…
Se
volvió en redondo. Aquellas palabras acababan de ser pronunciadas por una voz
auténtica, la voz de un hombre de carne y hueso: la voz del sombrerero. Éste se
hallaba apoyado en la pared, con su plácido rostro apenas discernible en la
oscuridad.
En
momentos así, nadie es dueño de sus actos. Por eso el sastre se limitó a
balbucir: «Perdone…» como si acabara de tropezar con alguien o hubiera pisado a
una señora.
Al
ver que el otro no contestaba, continuó su camino sin precipitarse, deseoso de
no declarar su miedo ni dar la impresión de que huía. Por el contrario, debía
esforzarse en caminar con naturalidad. El otro no le siguió en seguida, sino
que le dio tiempo para que recorriera un buen trecho. Por fin oyó sus pasos,
mesurados y tranquilos como los suyos. El sombrerero no tendría tiempo de
alcanzarle, aunque quisiera.
Vio
su calle y su tienda, con las muestras de telas en el escaparate y algunas
láminas con figurines. Enfrente se hallaba la otra.
Abrió
la puerta de la casa, la cerró tras de sí y luego de sacar la llave la metió en
la cerradura y la hizo girar con presteza.
—¿Eres
tú? —preguntó su mujer desde arriba.
¡Como
si hubiera podido ser otro, a aquella hora y con semejante tiempo!
—Restriégate
bien los pies…
Se
preguntó si estaría soñando. Mientras en la acera de enfrente se dibujaba la
maciza silueta del sombrerero, presto a entrar también en su morada, su mujer
le advertía, inconsciente de la pesadilla que acababa de vivir:
—Restriégate
bien los pies.
Por
poco se desmaya. En tal caso, ¿cuál habría sido la reacción de su mujer?
CAPÍTULO III
KACHUDAS
ADOPTA UNA RESOLUCIÓN Y EL SOMBRERERO SE MUESTRA SOLÍCITO
Arrodillado
de espaldas a la ventana, Kachudas tenía frente a él las dos robustas piernas y
el voluminoso abdomen de un hombre: el comisario Micou a quien el nuevo drama
del día anterior por la tarde no había hecho olvidar su propósito de hacerse
confeccionar un traje.
El
sastre le medía el contorno de la cintura y las caderas, y mojando la punta de
su lápiz con saliva, anotaba las cifras en una grasíenta libreta, puesta en el
suelo, a su lado. Luego hizo lo propio con el pantalón. Mientras Kachudas se afanaba
tomando medidas, el señor Labbé permanecía tras los visillos de su ventana,
situada a la misma altura que la del sastre, y separada de ésta apenas por ocho
metros de distancia.
Kachudas
sentía una leve sensación de frío en la nuca. No obstante estar seguro de que
el sombrerero no dispararía sobre él, consideraba que nadie se encuentra
totalmente a salvo de los movimientos de un rival. Labbé no dispararía, en
primer lugar porque nunca mataba con armas de fuego. Los asesinos tienen
tendencias de las que prescinden en raras ocasiones. Por otra parte, si
disparaba, lo atraparían indefectiblemente.
En
la posición en que se hallaba, el sastre hubiera podido susurrar a aquella
obesa estatua, inmóvil ante sí: «No se mueva ni demuestre extrañeza. Voy a revelarle
algo de suma gravedad. El asesino de las viejas es el sombrerero de enfrente.
En estos momentos, nos está espiando desde detrás de su ventana…»
Pero
no lo hizo. Por el contrario, siguió comportándose cómo un sastrecillo modesto
que no se mete en nada. La estancia olía mal, pero a Kachudas, acostumbrado a
ello, no parecía importarle. Estaba tan impregnado del olor en cuestión, que lo
llevaba consigo a todas partes. En casa del señor Labbé debía oler a fieltro y
cola, cosa aún más desagradable. Pero cada oficio despide sus aromas
peculiares.
¿Qué
debía pensar de todo aquello el comisario? Kachudas parecía haber recuperado
cierto aplomo, porque dijo a su cliente:
—Si
le es posible volver a última hora de la tarde, podría entregarle el traje
mañana por la mañana.
Descendió
la escalera tras el comisario, y una vez en la tienda se le adelantó para
abrirle la puerta. Éste accionó el timbre avisador. Ninguno de los dos había
aludido a los crímenes ni a la fechoría de la víspera. La víctima se llamaba Irene
Mollard y el periódico local dedicaba toda su primera página a comentar el
hecho.
Kachudas
había pasado una noche muy agitada. Su mujer lo despertó en cierta ocasión,
protestando enfurruñada:
—¡A
ver si te estás quieto! No paras de darme puntapiés.
A
partir de aquel momento, no había vuelto a dormirse. Estuvo reflexionando horas
y horas, hasta que le pareció como si un círculo de hierro le apretara la
cabeza. A las seis de la mañana, cansado de pensar, se levantó y tras haberse
preparado una taza de café en el infiernillo, se dirigió al taller y encendió
el fuego.
Desde
luego tuvo que encender también la luz, porque a semejante hora, la oscuridad
era todavía intensa. En la tienda de enfrente brillaba un tenue resplandor.
Desde muchos años atrás, el sombrerero se levantaba siempre a las cinco y
media. Era una lástima que los visillos impidieran verle. Con todo, resultaba
fácil adivinar lo que estaba haciendo.
Su
mujer no quería recibir a nadie. Sólo en muy raras ocasiones la había visitado
alguna amiga, que, por regla general, no prolongó su estancia mucho tiempo.
Negábase asimismo a que la cuidara la asistenta que acudía a diario sobre las
siete de la mañana para marcharse por la tarde.
Por
dicha causa, el señor Labbé se veía obligado a hacerlo todo: ordenar la
habitación, quitar el polvo y llevar la comida a su esposa. Por si fuera poco,
trasladarla de la cama al sillón y viceversa, y cada-vez que sonaban los golpes
en el techo subir a toda prisa la escalera de caracol. La enferma tenía junto a
su asiento un bastón que empuñaba con su mano izquierda para golpear el suelo
débilmente.
El
sastre se sentó a trabajar. Cuando lo hacía, sus ideas eran más claras.
«¡Cuidado,
Kaehudas! —se decía—. Veinte mil francos es una buena recompensa y no hay pór
qué dejársela escapar. Pero la vida también tiene su valor, aun cuando se trate
de la de un pobre sastre procedente de un lejano rincón de Armenia. El
sombrerero, aunque insensato, es más listo que yo. Si lo detienen, tal vez lo
pongan de nuevo en libertad por falta de pruebas. No creo que se entretenga
desparramando por toda la casa fragmentos de papel recortados de un
periódico.'Sería un indicio demasiado comprometedor.»
Obraba
bien al meditar así, sin precipitaciones, mientras manejaba la aguja, porque
gracias a ello, se le ocurrió algo de importancia capital. Algunas de las
cartas enviadas al «Correo del Loira» comprendían una página entera. Encontrar
las palabras y aun las letras sueltas que se necesitaban para componer el
texto, recortarlas y pegarlas representaba horas y horas de arduo trabajo y de
una paciencia a toda prueba.
En
la tienda del sombrerero, el dependiente Alfredo permanecía continuamente
atento a los posibles clientes. En la trastienda estaba el taller, donde en los
moldes de madera el señor Labbé daba forma a los sombreros. Por la cristalera
de separación era posible ver perfectamente lo que sucedía allí dentro.
La
asistenta tenía sus dominios exclusivos en la cocina y en las demás
habitaciones. Tan sólo existía un lugar en la casa donde el asesino pudiera
dedicarse en paz a su minucioso trabajo: la habitación que compartía con su
mujer y a donde nadie, aparte de ellos, entraba.
La
señora Labbé no podía efectuar movimiento alguno y hablaba mediante signos.
¿Qué debía pensar cuando veía a su marido entretenido en recortar trocitos de
papel?
«Si
le denuncias ahora —pensaba Kachudas—, aunque esa gente —se refería a los
policías y entre ellos a su nuevo cliente el comisario—descubra alguna prueba
pretenderán haberlo conseguido todo ellos y se quedarán con una buena tajada de
los veinte mil francos.»
Sus
sentimientos básicos vacilaban entre el temor a perder la elevada cantidad y el
miedo que le ocasionaba el señor Labbé.
Sin
embargo, a partir de las nueve, el miedo en cuestión desapareció casi por
completo. El rumor del agua en los canalones, el tamborileo de la lluvia sobre
los tejados y el silbido del viento en los postigos habían cesado de repente.
Después de quince días de borrasca, ésta acababa de ceder de una manera casi milagrosa.
Hacia las seis, cayó todavía una ligera llovizna menuda, silenciosa, casi
invisible. Pero más tarde el embaldosado de las aceras recobró su tono gris y
la gente pudo transitar por las calles sin necesidad de paraguas. Era sábado y
día de mercado. Éste tenía lugar en una vetusta plazoleta que se abría en un
extremo de la calle.
A
las nueve, Kachudas bajó a retirar las maderas de la puerta y luego hizo lo
mismo con las otras, pintadas de verde oscuro, que servían de contraventanas.
Cuando
metía el tercero de aquellos contrafuertes en la tienda, oyó como quitaban los
del escaparate del sombrerero. Evitó volverse. Ya no sentía miedo porque el
tocinero había salido a la puerta y charlaba con el vendedor de calzado
impermeable.
Se
oyeron los pasos de alguien que atravesaba la calle.
—Buenos
días, Kachudas —dijo una voz.
El
sastre, con un tablón en las manos, consiguió responder con voz casi
completamente natural:
—Buenos
días, señor Labbé.
—Escúcheme,
Kachudas…
—Usted
dirá, señor Labbé.
—¿Hubo
algún loco en su familia?
Lo
más extraordinario del caso fue que la primera reacción del sastre consistió en
hacer memoria y pensar en su ascendencia por parte de padre y madre.
—Creo
que no.
Antes
de volverse a su casa con expresión satisfecha, el señor Labbé dijo:
—No
importa; nc importa…
Lo
esencial era haber establecido aquel contacto. Las palabras pronunciadas
carecían de importancia. Acababan de intercambiar unas frases vulgares, como
buenos vecinos. Kachudas había demostrado un aplomo total, cosa admirable
porque cualquiera en su caso, por ejemplo el tocinero, que era mucho más alto y
fuerte que él y podía transportar un cerdo entero a la espalda, habría
palidecido si alguien le hubiese dicho: «Ese hombre que le mira con sus ojos saltones,
soñadores y graves, es el asesino de las siete ancianas».
Pero
Kachudas sólo pensaba en los veinte mil francos. Claro que también le
preocupaba salvar el pellejo, pero esto último ocupaba un segundo lugar en la
cuestión.
Sus
hijos más pequeños estaban en la escuela. La chica mayor se encontraría en los
almacenes «Prisunis» en los que trabajaba como dependienta. Su mujer se había
ido al mercado.
Kachudas
subió a su rincón habitual, se sentó en la mesa con las piernas cruzadas y
empezó a trabajar. No era más que un humilde sastre armenio, o quizá turco o
sirio; no hubiera podido concretarlo con exactitud por haberse visto obligado
en el curso de su vida a atravesar numerosas fronteras entre centenares y acaso
millares de otros pobres diablos como él. Nunca asistió a la escuela de manera
regular, ni nadie tuvo motivos para considerarlo un hombre inteligente.
Por
su parte, el señor Labbé se dedicaba a colocar unos sombreros en sus soportes.
Aunque su clientela era escasa, contaba, cuando menos, con sus amigos del «Café
de la Paix» que le entregaban sus sombreros para arreglar. Aparecía en la
tienda de vez en cuando en chaleco y mangas de camisa, y cada vez que sonaba la
consabida señal de su mujer en el techo, subía rápidamente por la escalera de caracol.
Cuando
la señora Kachudas hubo vuelto de la compra y, según su costumbre, empezó a
hablar sola en la cocina, los labios del sastre se distendieron en un amago de
sonrisa.
¿Qué
decía el/periódico de la víspera? Comentaba los recientes sucesos , y proseguía
su propia encuesta, más o menos acorde con la de la policía. Algunos reporteros
de París trabajaban por su cuenta en la investigación de los asesinatos.
«Examinando
los crímenes uno por uno se llega a la conclusión de que…»
Las
conclusiones en cuestión revelaban que no habían sido cometidos en un barrio
determinado, sino en los puntos más opuestos de la población. El periodista
concluía su artículo con estas palabras: «Por lo que hemos observado, el
asesino puede desplazarse sin llamar la atención. Debe ser, pues, un hombre de
aspecto corriente, que no inspira desconfianza cuando pasa por lugares
alumbrados, ya sea por los faroles, ya por los escaparates de las tiendas».
A
juzgar por sus procedimientos no necesitaba dinero, puesto que no robaba; era
un ser meticuloso que no olvidaba detalle, y,. sin duda alguna, debía sentir
gran afición hacia la música, porque estrangulaba a sus víctimas
sorprendiéndolas por la espalda y apretándoles el cuello con una cuerda de
violín o violoncelo. .
«Si
examinamos con cuidado la lista de las víctimas..:»
Esto
era lo más interesante, a juicio de Kachudas.
«…observamos
que existe entre las mismas determinada conexión bastante difícil de precisar.
Su estado civil difiere extraordinariamente. La primera fue la viuda de un
oficial retirado, madre de dos hijos casados que habitan en París. La segunda
era propietaria de una pequeña mercería y su marido tiene un empleo en el
municipio. La tercera..»
Seguían
una comadrona, la dueña de una librería, una rentista rica que habitaba sola en
un hotel particular, una señora algo trastornada y también rica, que sólo
vestía de color malva, y, por último, la señorita Irene Mollard, profesora de
piano.
«Lo
que establece cierto punto de unión entre estas mujeres —observaba el
periodista—es que contaban entre sesenta y tres y sesenta y cinco años, y
todas, sin excepción, eran naturales de nuestra ciudad.»
Al
sastre le llamó la atención que el nombre de la última ase-
sinada
fuera Irene. Por lo general, resultaba difícil imaginar que una vieja o una
solterona pueda llamarse Irene, del mismo modo qüe chocaría el que su nombre
fuese Chuchú o Lili. Con frecuencia, uno se olvida que toda mujer, antes de ser
vieja, tuvo un período de juventud e incluso de niñez.
No
se trataba de nada extraordinario, pero mientras trabajaba en la confección del
traje del comisario, Kachudas estuvo dando vueltas y más vueltas a la misma
idea.
'
¿Qué sucedía en el «Café de la Paix»? ,Todas las tardes se reunían allí diez o
doce hombres de profesiones distintas. Casi todos vivían una existencia
tranquila, cosa natural, puesto que pasaban de los sesenta años. Se tuteaban y
no sólo eso, sino que poseían un vocabulario particular moteado de frases que
sólo tenían sentido para ellos, y de bromas que no hacían reír más que a los
iniciados. Sucedía así, porque fueron a la misma escuela y al mismo instituto,
e incluso hicieron juntos el servicio militar.
Precisamente
por esta causa, Kachudas sería siempre un-éx- traño en su comunidad. Por tal
motivo nunca le invitaban a jugar, sólo si faltaba alguien para completar una
partida, ocasión que el sastre aguardaba meses y meses con infinita paciencia.
«¿Se
da usted cuenta, señor comisario? Apostaría cualquier cosa a que las siete víctimas
del asesino eran amigas, formaban grupo igual que los parroquianos del «Café de
la Paix». Pero las ancianas no suelen concurrir a ningún café. Lo que falta
saber es si aún frecuentaban su trato. Tenían poco más o menos la misma edad y,
además, me acuerdo de un detalle que he podido recoger en el periódico. El
criminal se ha servido para cada ma de ellas de idénticas palabras, insistiendo
en que eran de buena familia y en que
habían recibido excelente educación.»
Pero
Kachudas no estaba hablando con el comisario Micou, ni con policía alguno, sino
consigo mismo, igual que su mujer.
«Supongamos
que, al fin, se averigua cómo el criminal, es decir, el sombrerero, escoge a
sus víctimas.»
Porque
Kachudas estaba convencido de que las escogía. No merodeaba de noche por las
calles sin dirección fija, para arrojarse sobre la primera vieja que le saliera
al paso. Prueba de ello era que se había dirigido sin vacilar a la casa donde
la señorita Irene Mollard daba su lección de piano.
Igual
debió suceder con las precedentes. Lo más interesante
era,
pues, saber cómo trazaba su plan y cómo lo llevaba a cabo.
Aquel
hombre estaba actuando exactamente igual que si hubiera establecido de antemano
una lista de mujeres a las que eliminar. Kachudas lo imaginaba volviendo a su
casa por la noche para tomar la lista en cuestión y tachar un nombre, fijando
luego su atención en el siguiente y preparando un nuevo golpe.
¿Cuántas
ancianas figurarían en la lista fatídica? ¿Cuántas mujeres de entre sesenta y
dos y sesenta y cinco años, de buena familia y excelente educación, vivirían en
la ciudad?
A
su juicio, lo importante era saber el nombre de las otras y vigilarlas con
discreción. De ese modo el sombrerero se vería sorprendido más tarde o más
temprano en el momento de cometer un crimen.
El
sastre llegó a dicha conclusión, reflexionando sobre su mesa de trabajo. Y no
porque fuese un hombre inteligente o capaz de un discernimiento sutil, sino
porque estaba decidido a ganar los veinte mil francos y también, ¿por qué no?,
porque tenía mucho miedo.
A
mediodía, antes de sentarse a comer, salió un momento a la calle para tomar el
aire y comprar cigarrillos en la tienda de la esquina.
El
señor Labbé salía también de su casa, con las manos en los bolsillos del
abrigo, y al ver al sastre, sacó una de ellas para agitarla en ademán de
amistoso saludo.
No
obstante aquel gesto y aquella sonrisa, lo más probable era que el sombrerero
llevase una carta para echarla al correo. Después de cada asesinato,
confeccionaba una y la enviaba al periódico.
Como
para corroborar sus sospechas, aquella tarde Kachudas pudo leer en el «Correo
del Loira» una misiva cuyo texto decía así:
«El
señor comisario Micou hace mal en encargarse ropa como si tuviera la intención
de permanecer varios meses entre nosotros. En cuanto transcurran otros dos,
todo habrá terminado.
»Un
saludo afectuoso a mi vecino de enfrente.»
Kachudas
leía el periódico en el «Café de la Paix». El comisario se hallaba también
allí, algo preocupado por su traje, puesto que el sastre no trabajaba en él. El
sombrerero jugaba una partida con el médico, el agente de seguros y el tendero.
Sin embargo, encontró modo de mirar a Kachudas y sonreírle con expresión
sincera, desprovista de intención alguna, cual si verdaderamente fuesen dos
buenos amigos.
El
sastre llegó a la conclusión de que al sombrerero le complacía contar con un
testigo de sus hechos; saber que había presenciado, cuanto menos, uno de ellos;
que era capaz de admirarle. Le sonrió a su vez, con sonrisa forzada a la vez
que respondía: —No olvido su traje, señor comisario. Dentro de una hora puede
venir a probárselo… ¡Fermín!
Titubeó
indeciso unos instantes. ¿Se tomaría o no otro vaso de vino blanco? Quien va a
ganar veinte mil francos, bien puede permitirse el lujo de hacerlo.
CAPÍTULO IV
EN
EL QUE EL SASTRE SALVA LA VIDA A LA MADRE ÚRSULA
El
tañido de la campana que el sastre había hecho vibrar tirando vigorosamente de
la cadena, resultó impresionante y sus ecos tardaron mucho en apagarse dentro
del enorme edificio, que parecía desierto. A su inmensa fachada de piedra gris
se abrían ventanas con los postigos cerrados, por cuyas grietas surgía una
débil claridad. La puerta maciza y bien barnizada, tenía como adornos hileras
de clavos de cobre bruñido. Por fortuna había cesado de llover y Kachudas no
llevaba ya barro en los zapatos.
Se
oyó un rumor de pasos, se abrió un ventanillo enrejado y apareció en el mismo
un rostro pálido, al mismo tiempo que se percibía un leve rumor, pero no de
cadenas, sino simplemente producido por las cuentas de un rosario.
Al
ver que lo observaban sin pronunciar palabra, Kachudas acabó por balbucir:
—¿Me
hace el favor? Quisiera hablar un momento con la Sü- periora.
Sentía
un miedo terrible. Temblaba. La calle estaba desierta. Había contado con que la
partida de naipes se prolongara un buen rato. Pero ¿y si el señor Labbé cedía
su puesto a otro? Kachudas corría un grave peligro al trasladarse a aquel
lugar. Si el sombrerero lo había seguido y estaba acechándolo en las sombras,
no cabe duda de que a pesar de su amistosa sonrisa de antes, no vacilaría en
acabar con él, del mismo modo que con las ancianas.
—La
madre Úrsula está en el refectorio.
—Haga
el favor de avisarla. Es asunto de vida o muerte.
—¿A
quién debo anunciar?
¿Por
qué no abrirían la puerta de una vez?
—Mi
nombre no significa nada para ella. Explíquele que es un asunto de la mayor
importancia.
En
efecto. De la mayor importancia para él, sobre todo por lo referente a los
veinte mil francos.
La
religiosa se alejó con su andar
pausado, permaneciendo ausente un tiempo que al sastre le pareció interminable.
Por fin volvió y decidióse a abrir, manipulando tres o cuatro cerrojos,
perfectamente engrasados.
—Tenga
la bondad de seguirme al locutorio.
Dentro,
el ambiente era tibio; quizás incluso dulce. Todo adoptaba un color marfileño;
los muebles eran negros y reinaba un silencio tan absoluto que se percibía el
tictac de cuatro o cinco relojes, algunos de los cuales debían estar bastante
lejos.
No
se atrevió a sentarse, ni supo qué actitud adoptar. Luego de una larga espera,
se estremeció al ver ante sí súbitamente a una anciana religiosa cuyos pasos no
había oído.
—¿Desea
usted hablarme?
Poco
antes de salir de su casa, Kachudas había telefoneado al señor Cujas, viudo de
la segunda anciana asesinada, y que trabajaba en la alcaldía, dirigiendo la
sección de «Objetos hallados en la vía pública».
—¿Quién
está al aparato? —preguntó iracundo.
Kachudas
permaneció unos instantes sin atreverse a contestar.
—Soy
uno de los inspectores del comisario Micou —dijo por fin—. Quisiera preguntarle
si sabe usted dónde estudió su esposa.
Había
resultado ser en el convento de la Inmaculada Concepción.
—Perdone
usted, madre —balbució turbado—. Me gustaría examinar la lista de las antiguas
alumnas de este colegio, que cuentan en la actualidad entre sesenta y tres años
o sesenta y cinco años.
—Yo
tengo sesenta y cinco.
—Pues
corre usted grave peligro, madre.
El
sastre actuaba con torpeza, como si no supiera el terreno que pisaba. Sentía
profundo trastorno porque empezaba a abrigar la certeza absoluta de cobrar los
veinte mil francos.
—La
señorita Mollard estudió aquí, ¿no es cierto?
—Sí.
Fue una de nuestras mejores aíumnas.
—¿Y
la señora Cujas?
—Su
apellido de soltera era Desjardins.
—Escúcheme,
madre. ¿Esas personas formaban parte de la misma clase?
—Sí.
Todas concurríamos a la misma clase, debido a que en aquella época…
Pero
Kachudas no tenía tiempo para escucharla.
—¿Podría
facilitarme una lista de las señoritas que…?
—¿Pertenece
usted a la policía?
—No,
madre; pero es como si perteneciese. Estoy enterado de algo…
—¿De
qué está usted enterado?
—Mejor
dicho, creo que voy a saber algo definitivo. ¿Sale usted de este edificio
alguna vez?
—Todos
los lunes voy al obispado.
—¿A
qué hora?
—A
las cuatro.
—¿Tendría
usted la bondad de prepararme una lista…?
Pensó
que, en vista de su curiosidad, quizá lo tomaran por el asesino. Pero la madre
permanecía tranquila y serena.
—Son
pocas las discípulas supervivientes de aquel curso. Algunas murieron muy
recientemente, por cierto.
—Ya
lo sé, madre.
—Excepto
Armandina y yo…
—¿Quién
es Armandina, madre?
—Me
refiero a Armandina de Hautebois. Debe usted haber oído hablar de ella. Algunas
se fueron de la ciudad y no hemos vuelto a saber nada. Pero ¡qué casualidad!
Espere un momento…
Permaneció
ausente unos instantes y luego regresó con una fotografía amarillenta en la que
figuraba un grupo de muchachas, formando dos hileras. Todas vesjtían idéntico
uniforme y de su cuello pendía una cinta con una medalla. Las había delgadas y
gruesas; feas y bonitas. La madre Úrsula señaló con el índice a una muchachita
de aspecto enfermizo a la vez que decía:
—Ésta
es la señora Labbé, la esposa del sombrerero. Y ésta otra que bizquea
ligeramente…
El
asesino tenía razón cuando escribió la carta recién publicada: sólo quedaban ya
dos de aquel grupo de ancianas, excluyendo a su propia mujer: la madre Úrsula y
la señora de Haute- bois.
—La
señora Labbé está muy enferma. El sábado que viene iré a visitarla como todos
los años, por ser la fecha de su aniversario. Sus antiguas compañeras hemos
conservado la costumbre de…
—Gracias,
madre.
Kachudas
sintió de improviso una emoción extraordinaria. ¡Lo había adivinado! ¡Los
veinte mil francos eran suyos! Todas las víctimas del sombrerero figuraban en
la fotografía y las dos ancianas que vivían aún eran evidentemente aquellas a
las que se refirió en su carta y cuyo fin estaba previsto para dentro de poco.
—Le
quedo muy agradecido, madre. Bueno. Ahora tengo que marcharme en seguida. Me
están aguardando.
En
efecto. El comisario Micou no tardaría en presentarse en su taller para
probarse el traje. Tal vez el sastrecillo no se comportara de un modo
totalmente adecuado, pero lo cierto es que no solía prodigar visitas como
aquélla. Quizá lo tomaran por un mal educado, pero ¿cómo evitarlo?
Volvió
a dar las gracias a la madre, inclinándose varias veces y llegó hasta la puerta
caminando hacia atrás. Al cruzar el umbral una súbita idea lo hizo estremecer.
¿Y si el sombrerero se había apostado fuera para atacarlo?
Por
fin estaba en posesión de noticias concretas y era capaz de aportar una
explicación sensata a los crímenes. «Puedo asegurarle quién va a ser la próxima
victima, señor comisario —declararía—. Se trata de una de las dos mujeres que
voy a citarle. Pero antes… quisiera que me otorgara determinadas garantías
respecto al cobro de los veinte mil francos…»
Estaba
dispuesto a mostrarse resuelto; a no dejarse engañar. ¿Acaso no acababa de
descubrirlo todo? Y no por Casualidad, sino tras arduos razonamientos. Estaba
dispuesto a insistir sobre
ello
cuando hablara con los periodistas. Aquel peda cito de papel en el pantalón del
sombrerero fue el detalle que lo puso en marcha todo. Pero ¿y lo demás? ¿A
quién sino a él se le había ocurrido visitar el convento? Y por si fuera poco,
la madre Úrsula le debería la vida, y lo mismo la señora Hautebois, que
habitaba una villa de los alrededores y era riquísima.
Caminaba
de prisa, casi corriendo, volviéndose de vez en cuando para averiguar si lo
seguían. Su casa, su tienda se encontraban ya próximas. Podía verlas. Entró
como un torbellino, deseando gritar: «¡He ganado veinte mil francos!»
Subió
al piso, encendió la luz y se precipitó hacia la ventana para correr las
cortinas.
Pero
entonces pudo ver algo que lo dejó petrificado, con las rodillas temblorosas.
Las cortinas de la ventana de enfrente estaban descorridas por completo, cosa
que no había sucedido nunca, y en la habitación iluminada podía verse
perfectamente una cama de nogal con colcha blanca y edredón encarnado, un
armario de luna, un tocador, dos sillones tapizados y varias ampliaciones
fotográficas colgadas de las paredes.
Sobre
el edredón, Kachudas distinguió una horma de madera y de pie, en medio de la
habitación, conversando apaciblemente, vio a dos hombres: Micou y Alfredo, el
dependiente pelirrojo de la sombrerería. En la habitación debía reinar un olor
bastante ofensivo, noraue no sólo habían descorrido las cortinas, sino también
abierto la ventana.
—¡Señor
comisario! —llamó Kachudas abriendo la suya.
—Un
momento, amigo mío.
—¡Venga!…
Lo sé todo.
—Yo
también.
No
era posible. Pero, mirando atentamente, Kachudas pudo observar aue una de las
fotografías, colgada a la derecha de la cama, era la misma que había visto en
el convento, representando al grupo de muchachas de la escuela.
Se
asomó a la ventana y pudo ver que ante la puerta de la casa había un agente.
Bajó la escalera como si volara y atravesó la calle.
—¿Adonde
vas? —le preguntó su mujer.
¿Que
adónde iba? ¡A defender sus veinte mil francos!
—¿Adónde
va? —le preguntó a su vez el guardia.
—El
comisario me está esperando.
Entró
en la tienda y subió la escalera de caracol. Oía distintas voces, entre ellas
la del comisario, que preguntaba:
—¿Desde
cuándo empezó usted a sospechar que la señora Labbé había muerto?
—Desde
hace mucho tiempo —repuso una voz femenina—. Pero no estaba segura. Fue por lo
del pescado…
Era
la asistenta, a quien Kachudas no había podido ver desde su casa, por quedar
oculta por la pared.
—¿A
qué pescado se refiere?
—Pues
a los arenques, las pescadillas, los bacalaos…
—Haga
el favor de explicarse.
—La
señora Labbé no podía comer pescado.
—¿Por
qué motivo?
—Porque
le sentaba muy mal…, como ocurre a muchas personas. A mí, en cambio, las fresas
y los tomates me producen urticaria. Pero no por eso dejo de comerlos, sobre
todo las fresas, porque me gustan mucho, aunque luego me paso la noche
rascándome…
—¿Qué
más?
—¿Cobraré
esos veinte mil francos?
De
pie en el rellano, Kachudas sintió como el corazón le daba un vuelco.
—Teniendo
en cuenta que ha sido usted la primera en avisarnos…
—Estuve
vacilando algún tiempo, por miedo a equivocarme. Además yo también soy vieja,
¿comprende? Tuve que armarme de valor para seguir viniendo a la casa. Luego me
dije que como llevo trabajando aquí quince años, no se atrevería a causarme
daño alguno.
—¿Qué
era eso del pescado?
—¡Ah,
sí! Me había olvidado. Cierta vez, luego de haber preparado pescado para él, me
disponía a hacer un guiso de carne para la señora, cuando me dijo que no valía
la pena de que me molestara; que los dos comerían lo mismo. Era él quien le
subía las comidas.
—Ya
lo sé. ¿Tenía un carácter avaro?
—Muy
tacaño.
—¡Hola,
Kachudas! ¿Qué desea usted?
—Nada
de particular, señor comisario. Tan sólo decirle que yo lo sabía todo.
—¿Sabía
que había muerto la señora Labbé?
—Ño.
Pero sí que la madre Úrsula y la señora de Hautebois…
—¿Qué
diantre está diciendo?
—Ese
hombre iba a matarlas.
—¿Por
qué?
Pero
pensándolo bien, ¿qué objeto tenía ya contarle todo aquello y llamar su
atención sobre la fotografía de las muchachas con su medalla sobre el pecho, si
no iba a cobrar la recompensa? ¿O acaso se la repartirían entre los dos?
Observó a la vieja asistenta, y llegó a la conclusión de que era muy codiciosa
y en modo alguno se desprendería de un sólo céntimo.
—Está
también lo del cordel… —prosiguió aquélla.
—¿Qué
cordel?
—El
que descubrí el otro día haciendo la limpieza del taller. Nunca quería que lo
limpiara, pero lo hice, aprovechando una de sus ausencias, porque estaba muy
sucio. Detrás de los sombreros descubrí una cuerda pendiente del techo. Al
tirar de ella escuché el mismo ruido que si alguien golpeara el piso de arriba
con un bastón. Fue entonces cuando decidí escribirle a usted.
El
comisario se volvió hacia Kachudas.
—¿Cómo
está mi traje?
—Quedará
listo muy pronto, señor comisario. Pero ¿y el sombrerero?
—He
dejado dos hombres a la puerta del «Cáfé de la Paix» por si se le ocurriese
interrumpir la partida. Esta mañana hemos recibido la carta de la asistenta.
Sólo falta descubrir el cadáver de la señora Labbé, probablemente enterrado en
el jardín o el sótano.
*
* *
Lo
encontraron unas horas más tarde, en el sótano, oculto bajo una capa de
hormigón. La casa del sombrerero estaba llena de gente: el comisario del
distrito, el juez, su ayudante, dos médicos —uno de ellos asiduo concurrente al
café—y multitud de otras personas que nada tenían que hacer allí y que se
habían introducido tan sólo para curiosear.
Los
agentes se mostraban activos, revolviéndolo todo, abriendo cajones, vaciándolos
y despanzurrando colchones y almohadas. A las siete, más de mil personas se
habían concentrado en la calle. A las ocho, los gendarmes se vieron obligados a
contener a una multitud cada vez más furiosa que pedía a gritos la muerte del
criminal.
Tranquilo
y digno, con expresión un poco ausente, el señor Labbé contemplaba todo aquello
con. las manos esposadas.
—Empezó
por matar a su mujer…
El
aludido se encogió de hombros.
—La
estranguló igual que a las demás.
—En
eso se equivocan —repuso—. A ella no la estrangulé con una cuerda, sino con mis
propias manos. ¡Sufría tanto!
—Dicho
de otro modo: estaba usted cansado de cuidarla, ¿no es cierto?
—Como
quiera. Pero no hay que expresarse con tanta brusquedad.
—Y
luego empezó a asesinar a todas sus amigas. ¿Por qué?
El
sombrerero volvió a encogerse de hombros y guardó silencio.
—Muy
sencillo —indicó el comisario—. Porque venían a ver- la de vez en cuando y
usted no podía repetir indefinidamente que no podía recibirlas.
—Si
se empeña…, si se considera tan listo…
Su
mirada se cruzó con la de Kachudas, pareciendo tomar a éste por testigo de sus
palabras. El sastre se sonrojó, avergonzado ante aquella especie de intimidad
establecida entre los dos. Kachudas hubiese podido susurrar al policía: «El
aniversario…» Porque el cumpleaños de la señora Labbé era el sábado siguiente.
Y cada año, por la misma fecha, las amigas de aquélla, incluida la madre
Úrsula, acudían a felicitarla. Teniendo en cuenta lo sucedido, lo más probable
era que antes de la fecha en cuestión, todas ellas estuvieran liquidadas.
—Está
loco, ¿verdad? —preguntó bruscamente el comisario a los dos médicos, sin
importarle la presencia de Labbé—. ¿Está usted loco? —añadió dirigiéndose a
aquél.
—Es
muy posible, señor comisario —respondió el aludido con voz tranquila.
E
hizo un guiño a Kachudas. Un guiño casi de complicidad,
«¡Serán
imbéciles! —parecía decir su mirada—. Nosotros dos sí que nos comprendemos
bien, ¿verdad?»
Y
el modesto sastrecillo que acababa de perder hasta el último de aquellos
soñados millares de francos, que le correspo- dían casi por derecho propio, se
vio obligado a sonreír forzadamente con expresión casi benévola, porque,
quisiera o no, los dos habían vivido juntos un extraño episodio.
Los
parroquianos del «Café de la Paix» fueron condiscípulos del sombrero y algunos
de ellos incluso comieron su. rancho con él.
Pero
Kachudas había hecho algo más; algo de trascendencia verdaderamente
excepcional: había compartido con su vecino nada menos que un crimen…
Brandenton
Beaeh, Florida
Marzo
1947
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