Emilie de Tourville o la crueldad fraterna
MARQUÉS DE SADE
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Nada hay tan sagrado en una familia como el honor de sus miembros. Pero si esa joya,
por preciosa que pueda ser, llega a empañarse, ¿los interesados en defenderla, deben hacerlo
incluso al precio de encargarse ellos mismos del humillante papel de perseguir a las criaturas
desdichadas que los ofenden? ¿No sería acaso razonable poner en la balanza los horrores con
que atormentan a su víctima y esa herida, a menudo imaginaria, que se quejan de haber
recibido? ¿Quién es más culpable a los ojos de la razón, una muchacha débil y engañada o un
pariente cualquiera, que para erigirse en vengador de una familia, se convierte en verdugo de
esa desgraciada? Tal vez el hecho que vamos a poner ante los ojos de nuestros lectores ayude
a resolver el problema.
El conde de Luxeuil, lugarteniente general, hombre de unos cincuenta y seis o cincuenta
y siete años, volvía en carruaje de una de sus posesiones de Picardía, cuando al pasar por el
bosque de Compiegne, a. eso de las seis de la tarde a fines de noviembre, oyó unos gritos de
mujer que le parecieron venir del cruce de una de las rutas cercanas al camino principal que él
estaba atravesando; se detiene y ordena a su ayuda de cámara, que corría al lado del carruaje,
que vaya a ver qué pasa. Le informan que se trata de una muchacha de dieciséis o diecisiete
años, en medio de un charco de sangre, sin que sea posible advertir, sin embargo, dónde están
sus heridas, que pide auxilio. El conde mismo baja de inmediato, va corriendo hacia la
infortunada: a él también le cuesta, por la oscuridad, distinguir de dónde puede salir la sangre
que pierde, pero por las contestaciones que le dan, ve finalmente que viene de las venas de los
brazos, donde suelen hacerse las sangrías.
-Señorita -dice el conde, tras haber atendido a la criatura tanto como puede-, no es éste
momento de que yo le pregunte las causas de su desgracia, ni está usted en condiciones de
explicármelas. Suba a mi carruaje, se lo ruego, y preocúpese solamente de tranquilizarse, que
yo me preocuparé de ayudarla.
Y al decir eso, monsieur de Luxeuil, con su ayuda de cámara, lleva a esa pobre
muchacha al carruaje y parten.
Apenas la interesante personita se vio protegida, trató de balbucir algunas expresiones
de agradecimiento, pero el conde, rogándole que no hablara, le dijo:
-Mañana, señorita, mañana me contará usted, espero, todo lo que le pasa, pero hoy, con
la autoridad que me dan sobre usted mi edad y la suerte que tuve al poder serle útil, insisto en
que no piense más que en serenarse.
Llegan. Para evitar el escándalo, el conde hace envolver a su protegida con un abrigo
de hombre y la hace llevar por su ayuda de cámara a un cómodo apartamento, en un extremo
del palacio, adonde va a verla en seguida después de recibir los abrazos de su mujer y de su
hijo, que lo esperaban a comer esa noche.
El conde, al ir a ver a la enferma, llevaba consigo a un médico; la encuentran en un
estado de postración indecible; la palidez de su cara parecía casi anunciar que apenas le quedaban
unos minutos de vida, y sin embargo no tenía ninguna herida. En cuanto a su debilidad,
se debía, dijo, a la enorme cantidad de sangre que perdía diariamente desde hacía tres meses.
En el momento en que iba a contarle al conde la causa sobrenatural de esa prodigiosa pérdida,
se desmayó, y el médico indicó que había que dejarla tranquila y limitarse a administrarle
fortificantes.
Nuestra joven desdichada pasó una noche bastante buena, pero en los seis días
siguientes no estuvo en condiciones de informar a su bienhechor sobre lo que le había pasado.
Por fin, el séptimo a la noche, mientras en la casa del conde todo el mundo ignoraba todavía
que ella estaba oculta allí, y ella, por las precauciones que se habían tomado, tampoco sabía
dónde estaba, le rogó al conde que la escuchara y le concediera su indulgencia, confesara las
faltas que confesara. Monsieur de Luxeuil se sentó, le aseguró a su protegida que nunca le
retiraría el interés que ella naturalmente despertaba, y nuestra bella heroína empezó así el
relato de sus desdichas.
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Historia de Mademoiselle de Tourville
Yo soy hija del señor presidente de la corte de Tourville, demasiado conocido y
distinguido por su posición como para que no lo conozca usted. Desde que salí del convento,
hace dos años, nunca abandoné la casa de mi padre; como perdí a mi madre cuando era muy
pequeña, él solo se ocupaba de mi educación, y bien puedo decir que no descuidaba nada para
proporcionarme todos los atractivos y placeres de mi sexo. Esas atenciones, los proyectos
que manifestaba mi padre de casarme lo más ventajosamente posible, tal vez también un
poco de predilección por mí, todo eso como digo, despertó pronto los celos de mis hermanos,
uno de los cuales, presidente desde hace tres años, acaba de cumplir veintiséis, y el otro,
nombrado consejero más recientemente, va a cumplir dentro de poco veinticuatro.
Nunca llegué a imaginar antes, aunque ahora estoy bien convencida, que me odiaban
de tal modo. Como no había hecho nada para merecer algo semejante de su parte, vivía con
la dulce ilusión de que mis sentimientos por ellos eran recíprocos. ¡Oh, santo cielo, cómo me
engañaba!
Salvo el tiempo que dedicaba a mi educación, gozaba en mi casa de completa libertad.
Mi padre tenía entera confianza en mi conducta, y por eso no me ponía ninguna traba;
incluso, hace un año y medio, me había dado permiso para salir a caminar todas las mañanas
con mi mucama por la explanada de las Tullerías o por las fortificaciones junto a las que está
nuestra casa, y para ir de visita, también con ella, ya fuera a pie o en un carruaje de mi padre,
a casa de mis amigas y de mis parientes, con tal que no fuera a una hora inadecuada para que
una persona joven estuviera sola en sociedad. Toda la causa de mis desgracias proviene de
esa funesta libertad, por eso le hablo de ella, señor, ojalá nunca la hubiera tenido.
Hace un año, mientras paseaba, como acabo de decirle, con mi mucama Julie por un
oscuro sendero de las Tullerías, donde me creía más sola que en la explanada y donde me
parecía respirar un aire más puro, seis atolondrados jóvenes nos abordan, y nos damos
cuenta, por la indignidad de sus palabras, que nos toman a las dos por lo que se llama
prostitutas. Terriblemente incómoda en semejante situación, y sin saber cómo zafarme, iba a
buscar mi salvación en la fuga, cuando un joven a quien a menudo solía ver caminando solo,
más o menos a las mismas horas que yo, y con todo el aspecto de un hombre honrado, pasó
justo en el momento en que estábamos en ese terrible aprieto.
-Señor -exclamé, llamándolo-, no tengo el honor de que nos conozcamos, pero casi
todas las mañanas nos encontramos aquí; por lo que haya visto usted de mi conducta, tiene
que haber comprobado, espero, que no soy una aventurera; le ruego encarecidamente que me
ayude a volver a mi casa y a librarme de estos bandidos.
-Monsieur de... -me permitirá usted que calle su nombre, son muchas las razones que
me obligan a hacerlo- se acerca de inmediato, hace retroceder a esos libertinos que me
rodean, la gentileza y el respeto con que me trata los convence de su error, me toma de un
brazo y me saca en seguida del parque.
-Señorita -me dice un poco antes de llegar a la puerta de casa-, me parece prudente
dejarla aquí. Si la llevo hasta su casa, habrá que confesar la razón, y de ahí puede resultar una
prohibición de seguir saliendo sola. Oculte entonces lo que acaba de pasar y siga paseando
por ese sendero como lo hace, ya que le divierte y sus padres se lo permiten. No dejaré de ir
allí ni un solo día, y me encontrará siempre dispuesto a morir, si hace falta, para evitar que
turben su tranquilidad.
Una prudencia semejante, un ofrecimiento tan amable, todo eso me hizo mirar al joven
con un poco más de interés que el que había creído poner hasta entonces. Viendo que tenía
dos o tres años más que yo y una cara encantadora, me ruboricé al darle las gracias, y los
encendidos rasgos de ese dios seductor que hoy me hace desdichada entraron hasta mi
corazón, antes de que pudiera impedirlo. Nos separamos, pero creí ver,, en el modo en que
monsieur de... me dejaba, que le causé la misma impresión que él me produjo a mí. Entré en
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casa, me guardé muy bien de decir nada y volví al día siguiente al mismo sendero, llevada
por un sentimiento más fuerte que yo, que me hubiera hecho arrostrar todos los peligros que
pudiera haber allí... qué digo, más todavía, que me hubiera hecho desearlos, para tener el
placer de ser salvada por el mismo hombre... Tal vez, señor, estoy descubriéndole mi alma
con demasiada ingenuidad, pero me prometió usted su indulgencia, y cada nuevo rasgo de mi
historia le va a demostrar si la necesito o no; no será la única imprudencia, que me vea usted
cometer, ni la única vez que me haga falta su piedad.
Monsieur de... apareció allí seis minutos más tarde, y acercándose a mí en cuanto me
vio:
-¿Puedo preguntarle, señorita -me dijo- si lo que pasó ayer se supo, si le acarreó algún
inconveniente?
Le aseguré que no, le dije que había aprovechado sus consejos, se los agradecía y
esperaba que nada turbaría mi placer de ir todas las mañanas allí a tomar aire.
-Si a usted le causa placer, señorita -me contestó monsieur de... del modo más gentil-,
es mucho más profundo, sin duda, el de quienes tienen la dicha de encontrarse en su camino,
y si ayer me tomé la libertad de aconsejarle que no se arriesgara a que pudieran interrumpirse
sus paseos, no debe agradecerme nada, por cierto. Me atrevo a asegurarle, señorita, que lo
hice menos en su interés que en el mío.
Y al decir eso, su mirada se fijaba en la mía con tanta ternura... ¡Ay, señor por qué
tenía que ser ese hombre tan dulce el responsable de mi desgracia! Contesté correctamente a
sus palabras, seguimos conversando, dimos juntos dos vueltas, y monsieur de... no me dejó
sin antes rogarme que le dijera a quién había tenido la, dicha de ayudar. No vi ninguna razón
para ocultárselo, él también me dijo su nombre y nos separamos. Durante cerca de un mes
seguimos viéndonos casi todos los días, y ese mes, como puede usted suponerlo fácilmente,
no pasó sin que nos confesáramos nuestros mutuos sentimientos, y sin jurarnos que siempre
sentiríamos igual.
Al fin, monsieur de... me pidió que le permitiera encontrarse conmigo en un lugar
menos molesto que un parque.
-No me atrevo a presentarme en casa de su padre, bella Emilie -me dijo-. Como nunca
tuve el honor de que nos presentaran, pronto sospecharía el motivo que me lleva allí, y ese
paso, en lugar de beneficiar nuestros proyectos, tal vez los arruinaría; pero si en verdad es
usted tan buena, tan compasiva como para no dejarme morir por la pena de que no me
conceda lo que me atrevo a exigirle, le indicaré los medios.
Al principio me negué a escucharlo, y pronto fui lo bastante débil como para
preguntárselo. Esos medios, señor, consistían en vernos tres veces por semana en la casa de
una, tal madame
Berceil, modista de la rue des Arcis; de su prudencia y honradez, monsieur de... me
respondía como de las de su propia madre.
-Ya que le permiten visitar a su tía, que, según me dijo usted, vive bastante cerca de
allí, habrá que aparentar ir a lo de ella, hacerle, efectivamente, una corta visita, y después ir a
pasar el resto del tiempo que tenga a lo de esa mujer. Si llegan a preguntarle a su tía,
contestará que, ciertamente, usted va esos días a visitarla, el único peligro, entonces, es que
controlen la duración de las visitas, y usted puede estar completamente segura de que ni se
les pasará por la cabeza hacerlo, dada la confianza que le tienen.
No voy a decirle, señor, todas las objeciones que puse a monsieur de... para desviarlo
del proyecto y para hacerle ver sus inconvenientes; ¿de qué serviría que se lo contara, si terminé
por sucumbir? Le prometí a monsieur de... todo lo que se le antojó; veinte luises que le
dio a Julie sin que yo lo supiera, la pusieron completamente de su parte, y todo lo que hice
fue para perderme. Para completar, para embriagarme con más tiempo, sin apuro, con el
dulce veneno que se filtraba en mi corazón, hice a mi tía una falsa confidencia; le dije que
una señora amiga mía (a quien había puesto sobre aviso y que debía contestar de acuerdo
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conmigo), me había ofrecido gentilmente llevarme tres veces por semana a su palco del
Français; no me atrevía a contárselo a mi padre -le dije.- por temor a que no me lo permitiera,
pero le diría que venía a lo de ella, y le rogaba que lo confirmara; después de algunas
negativas, mi tía no pudo resistir a mis ruegos; convinimos en que Julie iría a verla en mi
lugar, y que al terminar la función pasaría a recogerla para volver juntas a casa. Besé mil
veces a mi tía; ¡ay, ceguera fatal de las pasiones, le agradecía por prestarse a mi deshonra,
por abrir la puerta a los extravíos que iban a llevarme hasta el borde de la tumbal
Por fin, empezaron nuestros encuentros en casa de la Berceil; su tienda era magnífica,
su casa muy ordenada, y ella misma, una mujer de unos cuarenta años que me pareció digna
de toda confianza. Ay, les tuve demasiada, tanto a ella como a mi amante... el muy pérfido.
Es hora de que se lo confiese, señor...; a la sexta vez que nos encontramos allí llegó a
dominarme de tal modo, supo seducirme a tal punto, que abusó de mi debilidad, me convertí
entre sus brazos en ídolo de su pasión y en víctima de la mía. ¡Ay, qué crueles placeres,
cuántas lágrimas me han costado ya, y con cuántos remordimientos van a desgarrar todavía
mi alma, hasta el último minuto de mi vida!
Así pasó un año, señor, en esa funesta ilusión. Yo acababa de cumplir diecisiete, mi
padre me hablaba todos los días de matrimonio, y ya puede usted imaginar cómo temblaba
yo ante esas propuestas, cuando un suceso fatal vino a precipitarme en el abismo eterno en
que estoy hundida. Triste concesión de la Providencia, sin lugar a dudas, que quiso que algo
en lo que yo no tenía culpa alguna se convirtiera en castigo de mis verdaderas faltas, para
demostrar que jamás podemos eludirla, que persigue a todas partes al extraviado, y del
hecho menos culpable hace nacer su venganza.
Un día, monsieur de... me había avisado que un asunto impostergable lo privaría del
placer de acompañarme durante las tres horas que solíamos pasar juntos; con todo -me había
dicho-, iría unos minutos antes de terminar nuestra cita; pero para no hacer ningún cambio
en lo habitual, yo iría de cualquier modo a pasar en lo de la Berceil todo el tiempo que
acostumbrábamos; en resumidas cuentas, siempre me entretendría más, durante una hora o
dos, con ella y sus empleadas que sola en mi casa. Por mi parte, creía conocer bastante a esa
mujer como para no ver ninguna dificultad en lo que me proponía mi amante; le prometí que
iría y le rogué que no se hiciera esperar demasiado. Me aseguró que trataría de desocuparse
lo más pronto posible. Llegué a la casa de esa mujer; ¡ay, qué día de espanto para mí!
La Berceil me recibió a la entrada de su tienda, sin dejarme subir como lo hacía
habitualmente.
-Señorita -me dijo en cuanto me vio-, estoy encantada de que monsieur de... no pueda
venir temprano esta tarde; tengo que confiarle a usted una cosa que no me atrevo a decirle a
él, algo para lo que tenemos que salir bien rápido de aquí, cosa que no hubiéramos podido
hacer de haber estado él.
-¿De qué se trata, señora? -pregunté bastante asustada por semejante introducción.
-Es una cosa de nada, señorita, de nada -siguió diciendo la Berceil-, empiece usted por
calmarse. Es algo bien simple: mi madre se dio cuenta de los encuentros de ustedes dos; es
una vieja bruja, con tantos escrúpulos como un confesor y a la que aguanto por sus luises; en
definitiva, no quiere que los vuelva a recibir, y yo no me atrevo a decírselo a monsieur de...,
pero se me ocurrió una idea. Voy a llevarla a usted en seguida a la casa de una de mis
colegas, mujer de mi edad y tan de confianza como yo, y se la voy a presentar; si la encuentra
adecuada, le dice usted a monsieur de... que yo la llevé, que se trata de una mujer
correcta y le parece a usted bien que los encuentros se hagan allá; si le cae mal, cosa que no
temo en absoluto, como sólo vamos a estar un momento le oculta usted nuestra visita, y
entonces me encargo yo misma de decirle que no puedo volver a prestarle mi casa y se
pondrán ustedes de acuerdo para encontrar otro modo de verse.
Lo que me decía esa mujer era tan simple, su aspecto y el tono en que me hablaba, tan
naturales, mi confianza tan absoluta y mi candor tan acabado, que no vi ningún problema en
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concederle lo que me pedía; sentí verdadero pesar por la imposibilidad en que estaba, según
ella, d3 seguir prestándonos sus servicios; se lo hice saber y salimos.
La casa a la que me llevaba estaba en la misma calle, a unos sesenta u ochenta pasos, a
lo sumo. En la fachada no había nada que pudiera impresionarme mal; una puerta cochera,
hermosas ventanas que daban a la calle, y en toda ella, un aire de corrección y limpieza. Sin
embargo, una voz desconocida parecía gritarme desde el fondo del corazón que alguna
singular aventura me esperaba en esa casa fatal. A cada escalón que subía, sentía una especie
de rechazo, todo parecía decirme: Adónde vas, desdichada, aléjate de este pérfido lugar... Sin
embargo llegamos, entramos en un vestíbulo bastante agradable donde no había nadie, y de
ahí pasamos a un salón, que de inmediato quedó cerrado, como si alguien hubiera estado
escondido detrás de la puerta... Me estremecí; el salón estaba muy oscuro, apenas si se veía
por dónde moverse; no habíamos dado tres pasos, cuando me sentí atrapada por dos sujetos;
entonces se abrió un gabinete y pude ver a un hombre de unos cincuenta años, en medio de
otras dos mujeres, que les gritaron a las que me tenían:
-Desvístanla, desvístanla y tráiganla aquí toda desnuda-. Repuesta del desconcierto de
verme apresada por esas dos mujeres, y viendo que mi salvación dependía más bien de mi
voz que de mi terror, pegué unos gritos espantosos. La Berceil hizo todo lo posible por
calmarme.
-Es cosa de un minuto, señorita -me decía-, un poco de cooperación, se lo ruego, y me
hace ganar cincuenta luises.
-Bruja infame -le grité-, ni se te ocurra que vas a traficar así con mi honra, me voy a
arrojar por la ventana si no me haces salir de aquí inmediatamente.
-No llegaría más allá de un patio nuestro, hijita, y en seguida sería capturada otra vez -
me dijo una de esas malvadas, arrancándome la ropa-, así que, créame, lo más expeditivo
para usted es dejarse estar...
Ay, señor, evíteme más detalles horribles. Me desnudaron en un momento, cortaron
mis gritos por medios salvajes y fui arrastrada hasta aquel hombre indigno..., se reía de mis
lágrimas, se divertía con mi resistencia y no se preocupaba más que de asegurarse la
desdichada víctima a quien destrozaba el corazón. Las dos mujeres no me soltaron ni un
momento, mientras me entregaban al monstruo, y él, aunque dueño de hacer lo que quisiera,
apagó su pecaminoso ardor tan sólo con caricias y besos impuros, por lo que salí sin ultraje...
En seguida me ayudaron a vestirme y volvieron a entregarme a la Berceil; agotada,
confundida, con una especie de dolor amargo y sombrío que me encerraba las lágrimas en el
corazón, le lancé a esa mujer miradas furibundas...
-Señorita -me dijo terriblemente turbada, todavía en el vestíbulo de la funesta casa-,
siento todo el horror de lo que acabo de hacer, le suplico que me perdone... y que reflexione
antes de pensar en un escándalo. Si revela usted esto a monsieur de..., será inútil decir que la
forzaron; es de las faltas que nunca va a perdonarle, y se va a separar para siempre del
hombre que más le interesa conservar en el mundo: no tiene usted otro medio de reparar su
honor que comprometiéndolo a casarse. Y puede estar segura de que nunca lo hará si le
cuenta lo que acaba de pasar.
-Miserable, ¿entonces por qué me precipitaste en este abismo, por qué me pusiste en
tal situación que tengo que engañar a mi amante, o perderlo a él y a mi honor?
-Tranquilidad, señorita, no hablemos más de lo que ya está hecho, ocupémonos
solamente de lo que hay que hacer. Si habla, está perdida; si cierra la boca, mi casa está
siempre abierta, nunca será delatada por nadie, y se queda usted con su amante; calcule si la
pequeña satisfacción de una venganza que en el fondo no puede asustarme (porque teniendo
yo su secreto, monsieur de... nunca podrá hacerme daño) , calcule, le digo, si el pequeño
placer de esa venganza puede compensarla por todos los dolores que acarrea...
Viendo entonces con qué clase de mujer tan indigna estaba tratando, y convencida del
peso de sus razones, por horrendas que fueran:
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-Salgamos, señora, salgamos -le dije-, no quiero estar más tiempo aquí; yo no diré una
palabra, haga usted lo mismo. Seguiré usando su casa, porque no podría romper con usted sin
descubrir ciertas infamias que me es importante ocultar; pero en el fondo de mi corazón me
cobraré, odiándola y despreciándola todo lo que se merece.
Volvimos a lo de la Berceil... Santo cielo, en qué estado de agitación volví a caer
cuando nos dijeron que monsieur de... había estado y le habían dicho que la señora había
salido por negocios, y que la señorita todavía no había llegado. Al mismo tiempo, una de las
muchachas me entregó un billete que él había escrito a la apurada para mí. Contenía
solamente estas palabras: "No la encontré, supongo que no pudo usted venir a la hora
habitual y me es imposible esperarla; hasta pasado mañana sin falta".
El billete no me tranquilizó en absoluto, su tono frío me parecía de mal agüero... no
haberme esperado, tan poca paciencia... todo esto me ponía en un estado que no puedo
describir... podía habernos visto salir, habernos seguido; y si lo había hecho ¿no estaba
perdida acaso? La Berceil, tan inquieta como yo, interrogó a todo el mundo; le dijeron que
monsieur de... había llegado tres minutos después de haber salido nosotras, que se mostró
muy inquieto, se fue inmediatamente y volvió para escribir el billete más o menos media hora
después. Más agitada todavía, mandé a buscar un carruaje... ¿pero puede usted creer, señor, a
qué grado de desvergüenza se atrevió a llevar su corrupción esa indigna mujer?
-Señorita -me dijo al ver que me iba-, no diga nunca una sola palabra de esto, se lo
aconsejo una vez más; pero si por desgracia llega usted a separarse de monsieur de..., hágame
caso, aproveche su libertad para dedicarse a las citas, es mucho mejor que un amante. Ya sé
que usted es una señorita como se debe, pero es joven, con toda seguridad le dan poco dinero,
y linda como es, yo puedo hacerle ganar todo lo que quiera... Vamos; vamos, que usted no es
la única; están las que se hacen las copetudas, que se casan, como tal vez usted lo haga algún
día, con condes o marqueses, y que ya sea espontáneamente, ya sea por la alcahuetería de sus
gobernantas, pasaron por nuestras manos como usted. Tenemos gente apropiada para las
muñequitas de su clase, ya lo vio; se las usa como a una rosa, se la aspira sin deshojarla.
Adiós, preciosa; de cualquier modo no nos enojemos, ¿eh? Ya ve que todavía puedo serle
útil.
Miré con horror a esa criatura y salí inmediatamente sin contestarle; recogí a Julie en
lo de mi tía, como de costumbre, y volví a casa.
No tenía ningún medio para comunicarme con monsieur de...; como nos veíamos tres
veces por semana, no teníamos costumbre de escribirnos; había que esperar, entonces, el
momento de la cita... ¿qué iba a decirme... qué iba a contestarle yo? ¿Iba a ocultarle lo que
había pasado, no era demasiado peligroso en el caso de que llegara a descubrirse, no era
mucho más prudente confesarle todo?... Pesando los pro y los contra de esos posibles
arreglos, me ponía en un estado de inquietud indecible. Finalmente decidí seguir el consejo
de la Berceil, y con la absoluta certeza de que esa mujer era la más interesada en mantener el
secreto, resolví imitarla y no decir nada... ¡Santo cielo, de qué servían tantos tejemanejes, si
no iba a volver a ver a mi amante, si el rayo que me iba a fulminar ya echaba chispas por todas
partes!
Al día siguiente, mi hermano mayor me preguntó cómo me permitía salir así,
completamente sola, tantas veces por semana y a horas semejantes.
-Voy a pasar la tarde en lo de nuestra tía -le dije.
-Mentira, Emilie, hace un mes que no pisa usted esa casa.
-Bueno, hermanito -le contesté temblando-, le contaré todo. Una amiga mía a quien
usted conoce bien, madame de Saint-Clair, tiene la gentileza de llevarme tres veces por
semana a su palco del Français; si no me atreví a decirlo, fue por temor a que nuestro padre
se opusiera, pero nuestra tía lo sabe perfectamente.
-¿Va usted al teatro? -dijo mi hermano-, podría habérmelo dicho; yo mismo la hubiera
acompañado y todo el asunto hubiera sido más sencillo..., pero sola con una mujer que no es
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de la familia, y casi tan joven como usted...
-Vamos, vamos, amigo -dijo mi otro hermano, que se había acercado durante la
conversación-, la señorita tiene sus diversiones y no hay que estropearlas... está buscando
marido, y se le presentarán a montones con esa táctica...
Y los dos me volvieron la espalda con sequedad; la conversación me había dejado
aterrada; pero como mi hermano mayor parecía bastante convencido con la historia del palco,
creí que había conseguido engañarlo y que no investigaría más. Por otra parte, aunque
hubieran insistido, tanto uno como otro, a no ser que me hubieran encerrado, no habría
habido en el mundo violencia capaz de impedirme ir a la cita siguiente; era demasiado
importante para mí una explicación con mi amante, para que algo pudiera hacerme faltar.
En cuanto a mi padre, era siempre igual: me idolatraba, no sospechaba ninguna de mis
faltas y no me molestaba para nada. ¡Qué cruel es tener que engañar a padres semejantes,
cuántas espinas siembran los remordimientos en los placeres obtenidos con semejantes
traiciones! Ejemplo funesto, pasión maligna, ojalá pudieran apartar de esos errores a las que
están en el mismo caso que yo, ojalá las torturas que sufrí por mis criminales placeres
pudieran detenerlas, por lo menos, al borde del abismo, si llegan alguna vez a conocer mi
lamentable historia.
Por fin llega el día fatal, salgo como siempre con Julie, la dejo en la casa de mi tía y
sigo de inmediato en el coche hasta la casa de la Berceil. Bajo... el silencio, la oscuridad que
reinan allí me sorprenden, me alarman al principio... ninguna cara familiar se me presenta;
aparece solamente una vieja a quien nunca había visto (y a, quien, para mi desgracia, iba a
ver demasiado seguido) y me dice que me quede donde estoy, que monsieur de... -lo llama
por su nombre-va a venir en seguida a reunirse conmigo. Quedo completamente helada y me
desplomo en un sillón, sin fuerza para articular ni una palabra; en ese mismo momento mis
dos hermanos se hacen presentes, pistola en mano.
-Desdichada -grita el mayor-, de manera que así es como nos engañas; a la menor
resistencia, al más leve grito, date por muerta. Síguenos, que ya te enseñaremos a traicionar
al mismo tiempo a la familia que deshonras y al amante al que te entregabas.
Oí las últimas palabras y perdí totalmente el conocimiento; cuando volví en mí, me
encontraba hundida en una carroza (que por lo que me pareció, iba a toda velocidad) , entre
mis hermanos y la vieja de quien acabo de hablar, con las piernas atadas y las manos
estrujadas en un pañuelo. Las lágrimas, retenidas hasta entonces por lo excesivo de mi dolor,
se abrieron paso en abundancia y pasé una hora en un estado que, por culpable que pudiera
ser, habría ablandado a cualquiera menos duro que mis verdugos. No me hablaron en todo el
camino; tampoco yo abrí la boca y me hundí en mi dolor. Por fin, al día siguiente, a las once
de la mañana, llegamos a un castillo ubicado en lo profundo de un bosque, entre Coucy y
Noyon, que pertenecía a mi hermano mayor. La carroza entró en el patio y me ordenaron
quedarme adentro mientras desuncían los caballos y alejaban a los criados; después vino a
buscarme mi hermano mayor.
-Sígame -me dijo en un tono brutal, tras haberme desatado.
Obedezco temblando... ¡Dios, qué espanto se apodera de mí al ver el lugar horrendo
que destinan para recluirme! Un cuarto bajo, sombrío, húmedo, completamente cerrado por
rejas, y sin más luz que la que entra por una ventana que mira a un ancho foso lleno de agua.
-Esta es su habitación, señorita -me dicen mis hermanos-, una muchacha que deshonra
a su familia sólo puede estar bien en un sitio como éste... De comer, le harán llegar las
sobras; esto es lo que van a darle -agregaron, mostrándome un pedazo de pan como el que se
da a los animales. Y corno no queremos hacer durar su sufrimiento, y, por otro lado,
queremos impedir por cualquier medio que usted salga de aquí, estas dos mujeres -dicen,
señalándome a la vieja y a otra más o menos igual que ya estaba en el castillo-, estas dos
mujeres le harán sangrías en los dos brazos tantas veces por semana como se encontraba
usted con monsieur de... en casa de la Berceil. Sin que lo sienta, al menos así lo esperamos,
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ese tratamiento la llevará a la tumba, porque no vamos a estar realmente tranquilos hasta que
separaos que la familia se ha liberado de un monstruo como usted.
Tras estas palabras, ordenan a las mujeres que me agarren, y delante de ellos, los
criminales -perdóneme la expresión, señor- delante de ellos, los muy salvajes me hicieron
hacer una sangría en los dos brazos al mismo tiempo, y no interrumpieron esa crueldad hasta
que me vieron sin sentido... Al recobrarme, los vi felicitándose por su atrocidad, y como si
quisieran descargarme todos los golpes a la vez, como si se deleitaran en destrozarme el
corazón en el preciso momento en que, derramaban mi sangre, el mayor sacó una carta del
bolsillo y me la alcanzó:
-Lea esto, señorita, lea esto -me dijo-, y sepa a quien le debe usted su desgracia...
Temblando, la abro y apenas si mis ojos pueden reconocer esa letra funesta; oh Dios
bendito... mi propio amante, sí, él, él era quien me había vendido... esto es lo que decía esa
carta atroz, cada una de sus palabras está grabada a fuego en mi corazón:
"Señor, cometí la locura de enamorarme de su hermana, y la imprudencia de
deshonrarla; estaba a punto de reparar todo el daño; devorado por los remordimientos, estaba
por caer de rodillas a los pies de su padre, declararme culpable y pedir la mano de su hija; no
habría tenido inconveniente en obtener el consentimiento de mi padre, y mi condición
permitía la alianza. En el momento mismo en que tomaba esas resoluciones... mis propios
ojos me convencen de que sólo se trata de una ramera que escudándose en nuestras citas,
frutos de un sentimiento puro y honesto, tenía la desvergüenza de ir a satisfacer los infames
deseos del más corrupto de los hombres. No espere, entonces, señor, ninguna reparación de
mi parte; no tengo ya deuda alguna; lo único que le debo a usted ahora es este abandono, y a
ella, el odio más inexorable y el desprecio más definitivo. Le mando la dirección de la casa
donde su hermana se complacía en arrastrarse, para que pueda comprobar si lo engaño".
En cuanto terminé de leer esas funestas palabras caí en un estado espantoso... No -me
decía arrancándome el pelo-, no, nunca me amaste; si el más leve sentimiento hubiera entibiado
tu corazón, nunca me habrías condenado sin oírme, no podrías haberme creído
culpable de un crimen semejante cuando era a ti a quien adoraba... Traidor, y es tan luego tu
mano la que me entrega, la que me precipita entre las garras de los verdugos que me van a
hacer morir día a día, gota a gota... y morir sin que me hagas justicia... morir despreciada por
quien adoro sin haberlo ofendido jamás por mi propia voluntad, sino engañada y por la
fuerza, ¡no, no, es demasiado sufrimiento, no tengo fuerzas para soportarlo! Y llorando me
arrojé a los pies de mis hermanos, les imploré que me escucharan o que me dejaran correr
toda mi sangre, para poder morir de inmediato.
Consintieron en escucharme; les conté mi historia, pero ellos deseaban mi muerte y no
me creyeron, sólo conseguí que me trataran peor. Por fin, después de insultarme de pies a
cabeza, y de amenazar de muerte a las dos mujeres si no cumplían las órdenes punto por
punto, se marcharon asegurándome fríamente que tenían la esperanza de no volver a verme
nunca más.
En cuanto se fueron, mis guardianas me dejaron pan, un poco de agua, y me
encerraron, pero al menos estaba sola y podía entregarme con libertad a mi desesperación;
eso me hacía menos desgraciada. En el primer momento. la violencia de mi dolor me hizo
pensar en desatar las ligaduras de los brazos y dejarme ir en sangre. Pero la idea horrible de
dejar la vida sin que mi amante conociera la verdad me hacía sufrir tanto, que no pude
decidirme a hacerlo. Un poco de tranquilidad devuelve la esperanza... la esperanza, ese
consuelo que nace en medio de los sufrimientos, regalo divino de la naturaleza para
neutralizarlos, o aliviarlos... No -me dije-, no moriré sin verlo; tengo que pensar solamente en
eso; tengo que ocuparme nada más que de eso; si insiste en creerme culpable, habrá llegado
entonces el momento de morir, y sin sentir pesar, por lo menos (es imposible que la vida
pueda tener algún encanto para mí después de haber perdido su amor).
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Una vez tomada tal resolución, decidí no descuidar ningún medio que pudiera
hacerme salir de ese tétrico sitio. Hacía cuatro días que me consolaba con esa idea, cuando
volvieron mis dos carceleras para traerme nuevas provisiones y quitarme, al mismo tiempo,
el poco de fuerzas que me daban. Me hicieron otra vez una sangría en cada brazo y me
dejaron inmóvil en la cama; al octavo día volvieron a aparecer, pero arrojándome a sus pies
para pedirles clemencia, conseguí que me sacaran sangre de un solo brazo. Para abreviar, así
pasaron dos meses, durante los cuales, cada cuatro días me sacaban sangre de uno y otro
brazo, en forma alternada. Me sostuvo la fortaleza de mi constitución; mi edad, el deseo tan
enorme que tenía de escapar de esa terrible situación, la cantidad de pan que comía para
reparar mi agotamiento y poder ejecutar mis planes, todo vino en mi ayuda, y al comenzar el
tercer mes, tras haber tenido la suerte de poder hacer un agujero en una de las paredes, pasé
por ahí a la habitación de al lado, que estaba abierta, y logré evadirme por fin del castillo.
Pero cuando trataba de llegar, a pie, como podía, al camino de París, las fuerzas me abandonaron
por completo en el lugar en que usted me vio. Obtuve allí su generosa ayuda, señor,
que trato de pagarle en la medida en que puedo, con mi sincero reconocimiento. Me atrevo a
pedirle a usted que siga prestándomela para volver junto a mi padre, a quien sin lugar a
dudas tienen engañado, y que nunca será tan bárbaro como para condenarme sin darme la
oportunidad de probarle mi inocencia. Verá que fui débil, pero también verá claramente que
mis culpas no han sido tan graves como las apariencias parecen demostrar; y con su
intervención, no sólo habrá devuelto la vida a. una desdichada criatura, que no dejará de
agradecérselo un solo momento, sino que habrá devuelto también la honra a una familia que,
equivocadamente, cree haberla perdido.
-Señorita -dice el conde de Luxeuil, tras haber puesto toda su atención en el relato de
Emilie-, es difícil verla y oírla sin que despierte usted el más vivo interés. Sin duda, no fue
tan culpable como puede creerse, pero hay cierta imprudencia en su comportamiento que
difícilmente puede dejar usted de advertir.
- ¡Oh, señor!
-Escúcheme, señorita, se lo ruego, escuche al hombre más interesado del mundo en
ayudarla. La conducta de su amante es espantosa; no sólo es injusta, pues debió tratar de
averiguar más y hablar con usted, sino que es cruel; si se está cegado al punto de no querer
volver atrás, uno abandona a una mujer, pero no la denuncia a su familia, no la deshonra, no
la entrega indignamente a quienes deben causar su perdición, no incita a éstos a vengarse...
por eso censuro severamente el comportamiento del hombre a quien usted quería..., pero la
de sus hermanos es mucho más indigna todavía, es atroz desde todo punto de vista, solamente
los verdugos pueden portarse así. Las faltas de esa clase no merecen semejantes
castigos; las cadenas nunca sirvieron para nada; en casos así, se guarda el secreto, pero no se
les quita a los culpables ni la sangre ni la libertad, medios tan odiosos como esos deshonran
mucho más a quienes los usan que a sus víctimas: son justamente odiados por éstas, el
secreto se divulga escandalosamente y nada ha sido reparado. Por importante que sea para
nosotros la virtud de una hermana, su vida debe tener a nuestros ojos un valor muchísimo
más alto; la honra puede recobrarse, pero no la sangre que ha sido derramada. En fin, esa
conducta es tan detestable, que sin duda alguna sería castigada si se la denunciara a la
justicia; pero no son esos recursos, que no harían otra cosa que imitar a los de sus verdugos y
hacer público lo que tenemos que ocultar, lo que debemos poner en práctica. No, voy a actuar
de un modo totalmente distinto para ayudarla, señorita, pero le prevengo que sólo podré
hacerlo con las siguientes condiciones: en primer lugar, que me dé usted con toda precisión
las direcciones de su padre, de su tía, de la Berceil y del hombre a casa de quien la llevó la
Berceil. En segundo lugar, señorita, que me diga, sin ningún tipo de discusión, el nombre de
la persona a quien quiere usted. Este punto es tan fundamental, que no le oculto que me es
absolutamente imposible ayudarla en lo que sea, si insiste en callar el nombre que le exijo.
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Emilie, confusa, empieza por satisfacer con exactitud la primera condición, y una vez
comunicadas las direcciones al conde:
-Entonces me exige usted, señor -le dice, ruborizándose-, que le dé el nombre de mi
seductor.
-Sí, por necesidad, señorita; no puedo hacer nada sin él.
-Bien, señor... es el marqués de Luxeuil...
-¡El marqués de Luxeuil! -exclama el conde, sin poder ocultar la conmoción que le
produce el nombre de su hijo-... El, capaz de algo semejante...-, y recobrándose, agrega-: Lo
reparará, señorita.... lo reparará y usted quedará vengada... tiene usted mi palabra. Adiós.
El sorprendente estado de agitación en que la última confesión de Emilie acababa de
poner al conde de Luxeuil, desconcertó a la desdichada joven; temía haber cometido una
indiscreción. Sin embargo, las palabras pronunciadas por el conde la tranquilizaron, y sin
comprender en absoluto las relaciones entre los hechos, que le era imposible poner en claro,
pues no sabía dónde estaba, resolvió esperar pacientemente el resultado de los movimientos
de su protector, y los cuidados que entretanto seguían dispensándole terminaron de calmarla,
y la convencieron de que allí todos buscaban solamente su felicidad.
Tuvo ocasión de quedar totalmente convencida de ello, cuando al cuarto día de las
explicaciones que había dado, vio entrar en su habitación al conde llevando de la mano al
marqués de Luxeuil.
-Señorita -le dice el conde-, aquí le traigo al mismo tiempo, al causante de sus
desdichas y al que viene a repararlas, suplicándole de rodillas que no le niegue usted su
mano.
Ante estas palabras, el marqués se arroja a los pies de la que adora; pero la sorpresa
había sido demasiado violenta para Emilie; en exceso débil para soportarla, se había desmayado
en los brazos de la mujer que la atendía; a fuerza de atenciones, sin embargo, pronto
volvió en sí y, al encontrarse en brazos de su amante, le dice en medio de un torrente de
lágrimas:
-Hombre cruel, ¡qué angustias causó usted a la que amaba! ¿Pudo creerla capaz,
realmente, de la infamia de la que se atrevió a acusarla? Amándolo a usted como lo amaba,
Emilie podía ser víctima de su ingenuidad y de las sucias tretas de los demás, pero nunca
podía serle infiel.
-Oh, adorada -exclamó el marqués-, perdóname ese horrible arranque de celos,
fundado en apariencias engañosas. Ninguno de nosotros tiene más dudas sobre eso, ¿pero no
estaban acaso contra ti esas funestas apariencias?
-¡Había que saber valorarme, Luxeuil, y no me hubiera usted imaginado capaz de
engañarlo; tenía que prestar más atención a los sentimientos que yo creía inspirarle, que a su
desesperación! Que este ejemplo enseñe a las mujeres que casi siempre es por exceso de
amor... casi siempre por ceder demasiado pronto por lo que perdemos la estima de nuestros
amantes,
-Oh, Luxeuil, su amor habría tenido más fuerza si el mío no hubiera sido tan rápido;
me castigó usted por mi debilidad, y lo que hubiera debido hacer más sólido su amor es lo
que le hizo desconfiar del mío.
-Vamos a olvidar todo eso, uno y otro -intervino el conde-. Luxeuil, su conducta es
censurable, y si no se hubiera usted ofrecido de inmediato a repararla, si no hubiera
advertido en su corazón el deseo de hacerlo, no habría vuelto a tratarlo en mi vida. Cuando
se quiere de verdad, decían nuestros antiguos trovadores, aun si se hubiera oído, aun si se
hubiera visto algo contrario a la amiga, no hay que creer ni a /os oídos ni a los ojos, sólo
hay que escuchar al corazón. Señorita, espero con impaciencia su restablecimiento -continuó
el conde, dirigiéndose a Emilie- no quiero llevarla a su casa más que en calidad de
esposa de mi hijo, e imagino que no se negarán a unirse a mí para reparar las desdichas que
usted sufrió. Si no lo hacen, le ofrezco mi casa, señorita, aquí se celebrará su casamiento, y
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mientras viva no dejaré de ver en usted a una nuera querida, de la que siempre estaré
honrado, aprueben o no su boda.
Luxeuil se arrojó en brazos de su padre; mademoiselle de Tourville se deshacía en
lágrimas mientras apretaba las manos de su benefactor, y la dejaron sola por algunas horas
para que se repusiera de los efectos de esa escena que, de durar demasiado, habría retrasado
el restablecimiento que todos deseaban con tanto ardor.
Por fin, al decimoquinto día de su regreso a París, mademoiselle de Tourville estuvo
en condiciones de levantarse y de subir a un carruaje; el conde le hizo poner un vestido
blanco como la inocencia de su corazón, no se descuidó ningún detalle para realzar el
esplendor de sus encantos que una sombra de palidez y de debilidad hacían todavía más
interesantes. Ella, el conde y Luxeuil se trasladaron a. la casa del presidente de Tourville,
quien no estaba advertido en absoluto y cuya sorpresa fue enorme al ver entrar a su hija.
Estaba con sus dos hijos, y la cara de éstos se contrajo de cólera e indignación ante esta
aparición inesperada; sabían que su hermana había huido, pero la imaginaban muerta en
algún rincón del bosque, y como se ve, se consolaban del modo más fácil del mundo.
-Señor -dijo el conde, haciendo que Emilie se acercara a su padre-, aquí traigo hasta
sus rodillas a la inocencia personificada -y Emilie se abrazó a ellas-. Imploro su perdón -
continuó diciendo el conde, y no soy yo quien se lo pediría si no estuviera seguro de que lo
merece. Por lo demás -continuó rápidamente-, la mejor prueba que puedo darle de la
profunda estima en que tengo a su hija, es que le pido a usted su mano para mi hijo. No hay
inconveniente en la unión de nuestros rangos, y si existiera de mi parte cierta desproporción
en cuanto a los bienes, vendería todo lo que tengo para entregarle a mi hijo una fortuna
digna de serle ofrecida a su hija. Decida usted, señor, y permítame que no me vaya sin antes
tener su palabra.
El anciano presidente de Tourville, que siempre había adorado a su pequeña Emilie,
que era, en el fondo, la bondad hecha persona, y que por la excelencia de su carácter, justamente,
hacía ya más de veinte años que no ejercía su cargo, el anciano presidente, como digo,
regando de lágrimas el seno de la querida niña, contestó al conde que se sentía demasiado
feliz con una elección semejante y que lo único que lamentaba era que su querida Emilie no
fuera digna de ella. Y entonces el marqués de Luxeuil, arrojándose también a los pies del
presidente, le rogó que lo perdonara por sus errores y le permitiera repararlos. Todo se
prometió, todo se arregló, todo se calmó, por una y otra parte. Los hermanos de nuestra
interesante heroína fueron los únicos que se negaron a compartir la alegría general, y la
rechazaron cuando se acercó a ellos para abrazarlos. El conde, furioso por semejante comportamiento,
quiso detener a uno de ellos, que trataba de salir de la habitación, pero monsieur
de Tourville exclamó:
-Déjelos, señor, déjelos, me han engañado de un modo horrible. Si esta querida criatura
hubiera cometido faltas tales como las que ellos me han dicho, ¿consentiría usted acaso en
casarla con su hijo? Arruinaron la felicidad de mi vida al separarme de mi Emile... déjelos.
Y los dos infelices salieron estallando de rabia. Entonces el conde enteró a monsieur de
Tourville de todos los horrores de sus hijos y de los verdaderos horrores de su hija. El presidente,
viendo la poca proporción que había entre las faltas y la indignidad del castigo, juró
que en su vida volvería a ver a sus hijos; el conde lo calmó y le hizo prometer que olvidaría
todo lo ocurrido. Ocho días después, se llevó a cabo el casamiento sin que los hermanos
quisieran asistir, pero y los extrañaron muy poco; lo único que ganaron fue un mayor
desprecio. Monsieur de Tourville se contentó con ordenarles el más absoluto silencio, bajo
pena de hacerlos encerrar a ellos, esta vez, y se callaron; pero no lo bastante, sin embargo,
como para no vanagloriarse de su infame comportamiento mientras condenaban la
indulgencia de su padre. Y los que conocieron la desgraciada historia exclamaron, aterrados
por le atrocidad de los detalles que la caracterizan:
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-¡Oh santo cielo, miren los horrores que calladamente se permiten los que se ponen a
castigar las culpas ajenas! Tienen mucha razón los que dicen que infamias semejantes están
reservadas a esos frenéticos e ineptos esbirros de la ciega Temis, que imbuidos de un rigor
imbécil, insensibles desde la infancia a los gritos del infortunio, manchados de sangre desde
la cuna, censuran todo pero se permiten todo a sí mismos. Piensan que la única manera de
cubrir sus vergüenzas secretas y sus faltas en los cargos públicos, es presentar ante los ojos
de los demás una rigidez de comportamiento, que haciéndolos parecerse a gansos en lo
exterior y a tigres en su interior, no tiene más objeto, mientras los crímenes manchan sus
manos, que engañar a los tontos y hacer que el hombre juicioso deteste sus principios
odiosos, sus leyes sanguinarias y sus despreciables personas.