jueves, 30 de septiembre de 2021

Ernestina o un cuento sueco Donatien A. F. Marqués De Sade. FRAGMENTO.

 


Ernestina o un cuento sueco

 

Donatien A. F. Marqués De Sade

 Después de Italia, Inglaterra y Rusia, pocos países de Europa me parecen tan intrigantes como Suecia. Pero si mi imaginación ardía por ver al célebre país del cual vinieron, en el pasado, héroes legendarios tales como Alarico, Atila y Teodorico —en resumen, todos los héroes que, secundados por cifras interminables de soldados, rindieron el culto de la obediencia al águila imperial cuyas alas aspiraban al dominio del mundo, aquellos héroes que hicieron temblar a los romanos ante las puertas mismas de la poderosa capital— sí, realmente, mi alma se consumía en el ardiente deseo de visitar el país de Gustavo Vasa, de Cristina y de Carlos XII... quienes deben su fama a motivos muy diferentes, puesto que el primero es famoso por la cualidad —para mi francamente deseable en un soberano— de una mentalidad filosófica, por la estimable prudencia que domina los sistemas religiosos siempre que violen la autoridad del gobierno al cual se presume que deben servir, y la felicidad del pueblo, que es el único objeto de la legislación*; la segunda por la nobleza que hace que una persona prefiera la soledad y el amor a la literatura, a la vanagloria del trono; y el tercero por las heroicas virtudes que le hicieron merecedor, para siempre, del nombre de Alejandro —sí, insisto, me veía incitado por estos objetos de mi admiración, imaginad entonces cuanto más grande era mi deseo de conocer y admirar este pueblo sabio, virtuoso, sobrio y magnánimo, al que podemos mencionar con justa razón como el modelo del norte.

Con estas ideas partí de París el 20 de julio de 1774, y después de viajar a través de Holanda, Westfalia y Dinamarca, llegué a Suecia a dos del año siguiente.

Después de pasar alrededor de tres meses en Estocolmo, mi curiosidad se dirigió hacia las famosas minas acerca de las cuales tanto había leído, y en las cuales creía poder encontrar algunas aventuras similares a las relatadas por el Abate Prevost[1] en el primer volumen de sus anécdotas. Y así ocurrió... ¡pero cuán diferentes fueron las aventuras que allí encontré!...

De acuerdo con mi decisión, me dirigí a Upsala, ciudad emplazada a orillas del río Fyris, que divide la ciudad en dos partes. Durante mucho tiempo fue capital de Suecia, y todavía sigue siendo la ciudad más importante del país, después de Estocolmo. Pasé allí tres semanas y seguí hacia Falún, vieja cuna de los escitas[2] cuyas costumbres y vestimentas, los habitantes actuales de Dalecarlia[3] todavía conservan hoy en día. Al salir a las afueras de Falún, llegué a la mina Taperg, una de las más importantes de Suecia.

Estas minas, durante mucho tiempo la fuente natural de recursos más preciosa del Estado, cayó hace muy poco bajo el yugo de los ingleses, debido a deudas contraídas por los propietarios de las minas con Inglaterra, nación siempre pronta para ayudar a aquellos que imagina poder dominar y sumir algún día, después de desordenar su balanza de pago o cercenar su poderío a fuerza de préstamos usureros.

Una vez que estuve en Taperg, mi imaginación se colmó con estos pensamientos antes de descender a las profundidades subterráneas, donde el lujo y la avaricia de un puñado de hombres fue capaz de dominar a muchos otros.

Como hacía poco que había vuelto de Italia, tenía la impresión que aquellas canteras debían parecerse sin duda a las catacumbas de Roma o Nápoles. Me equivocaba. A pesar de estar situadas mucho más profundamente en las entrañas de la tierra, descubrí en ellas una soledad menos aterradora.

En Upsala me había relacionado con un hombre muy cultivado que iba a servirme de guía; un hombre versado en las letras y con un conocimiento tan profundo como extenso. Por fortuna, Falkeneim (ese era su nombre) hablaba un alemán y un inglés impecables, únicas lenguas que se usan en el norte con las cuales yo pudiera comunicarme con él. Ambos descubrimos que preferíamos la primera, y una vez que llegamos a un acuerdo, ya no fueron problemas las conversaciones sobre todos los temas, y ello me facilitó conocer de sus propios labios el cuento que voy a narrar dentro de muy poco.

Por medio de un gran canasto, una polea y soga —aparato diseñado para que el descenso se haga sin el menor peligro— llegamos al fondo de la mina, y en un instante nos encontramos a unas ciento veinte brazas debajo de la superficie de la tierra. Con sorpresa descubrí en aquellas profundidades una verdadera ciudad subterránea: calles, casas, iglesias, posadas, mucho movimiento, gente que trabajaba, policías, jueces: en resumen; todo lo que puede ofrecer una ciudad europea civilizada.

Después de observar aquellas singulares moradas, entramos en una taberna, donde Falkeneim pudo pedir al posadero todo lo que necesitábamos para apagar nuestra sed y satisfacer nuestro apetito: una cerveza de excelente calidad, pescado seco, y una especie de pan sueco de uso común en las zonas rurales, hecho con corteza de pinos y abedules, mezclada con paja, raíces salvajes y amasada con harina de avena. ¿Acaso verdaderas? El filósofo que recorre los caminos y senderos del mundo a la búsqueda de conocimientos, debe aprender a adaptarse a todos los tiempos y climas, todas las costumbres y religiones, todos los tipos de viviendas y comida, y dejar al indolente voluptuoso de las capitales sus prejuicios... su lujuria... esa vergonzosa lujuria que, al no satisfacerse con las necesidades reales, engendra a diario otras artificiales, en detrimento de nuestra salud y fortuna.



* Gustavo Vasa, al ver que el clero romano, despótico y sedicioso por naturaleza, pasaba por encima de los límites de la autoridad real, y que mediante sus ordinarias provocaciones arruinaba al pueblo cuando no se le imponían límites definidos, introdujo el protestantismo en Suecia, después de devolver al pueblo las riquezas y tierras que el clero les había quitado.

[1] Abate Prevost. Novelista francés (1697-1763), autor de novelas  largas y difusas,  donde  acumula tramas  sombrías y  melodramáticas y aventuras románticas.

[2] Escitas. Habitantes de Escitia, nombre con que los griegos designaban a las regiones que se extendían al noreste de Europa y el norte de Asia.    Sus  últimas  tribus  ocupaban  Escandinavia

[3] Dalecarlia. Actualmente Kopparberg, patria de Gustavo Vasa.

miércoles, 29 de septiembre de 2021

Emilio Prados Mosaico Poema con espejismo. FRAGMENTO.


 

Emilio Prados

 

Mosaico

 

 

Poema con espejismo

 

 

 

 

 


            Título original: Mosaico

 

            Emilio Prados, 1998

 

            Diseño de cubierta: Daniela Ferrán

 

             

 

 


            CON broma y adivinación García Lorca definió a Emilio Prados como «cazador de nubes». María Zambrano añadiría: «En Emilio Prados se veía como en pocos que el hombre es el mendigo de su propio ser; mas unos mendigan para sustraer y ganar, y otros, los perfectos mendigos, como Emilio, por amor que se va encendiendo a medida que se consume». Al cumplirse el centenario de su nacimiento, ya al fin de su propio siglo, la muerte del poeta, en su vida y su obra, se ilumina y transfigura hacia un segundo y último nacimiento, que ha de llegarle con sus nuevos lectores. Poeta recóndito en su generación, fue centro del grupo como fundador y editor de la revista y libros de Litoral, pero se alejaría progresivamente de todo y de todos hacia la soledad que su propia poesía anunciaba desde el principio. Su exilio y muerte en México contribuirían a acrecentar la neblina que le rodeaba, pero el tiempo, que todo lo criba y aclara, nos ha ido dando una imagen cada vez más fuerte y compleja de su larga meditación e iluminación poéticas.

            Este volumen presenta, en cuidada y doble edición (autógrafo y transcripción en limpio), lo que el poeta calificó como «mi primer libro completo», mixto de prosa y verso. En 1925 Prados se lo hacía llegar a Juan Ramón Jiménez, maestro suyo y de su generación. El autógrafo inédito llegaría un día, entre los papeles del poeta de Moguer, al Archivo Histórico Nacional (Madrid). Uno de los máximos hispanistas del momento presente, el profesor Christopher Maurer, lo ha rescatado, estudiado y sacado a la luz, situándolo en el decurso de la obra pradiana. Cuatro cartas, también inéditas, de boca del propio autor, así como nos transmiten abundantes noticias de su pensamiento y proyectos.

            Afirmaba Prados en una de sus cartas: «No tengo torre de marfil; al revés, he hecho que mi torre sea un prisma y en él recojo reflejos y colores, que barajo a mi manera». Bien valdría esta frase como aproximación a su Mosaico, poema-libro que se muestra y entrelaza en un laberinto de estampas, espejos y reflejos. En esta meditación sobre el tiempo en la que el tiempo se anula, Prados, «tesorero de sueños», labra y anuncia su gran poesía meditativa, una de las cumbres de la expresión lírica de este siglo.

 


 EMILIO PRADOS
 SEMILLA EN EL TIEMPO

 

 

            por

 

 

            CHRISTOPHER MAURER

 

 


            Brota en silencio

            la penumbra primera,

            sombra luciente…

            MARIO HERNÁNDEZ

            Pero entonces comprendí o sentí que no era tiempo todavía de recoger… Y dejé la semillita en mi tierra. El libro desapareció.

            E. P.[1]

            EM I L I O  Prados se refirió a este libro —Mosaico (Poema con espejismo)— como su «primer libro completo». El joven poeta se lo envió a Juan Ramón Jiménez en el verano de 1925 con la esperanza de que éste publicara algunos de los poemas en , un cuaderno de poesía que el poeta de Moguer editaba por entonces. Con ilusión y cariño ofreció esta pequeña guirnalda al que le había iniciado en la poesía: «Su conversación me ayudó a encontrar el mundo que me iba a contener y me contiene hoy[2]». Pero el proyecto no cuajó y Juan Ramón guardó el librito cuidadosamente entre sus papeles, donde quedó en el olvido durante más de setenta años[3]. Meses después de ofrecerlo a Juan Ramón, Prados deshizo el libro, incorporándolo a su primer libro publicado, Tiempo. Según el propio poeta, Mosaico es «todavía una cosa de formación», pero encuentra en él, por primera vez, su rumbo como poeta, su «hilo verdadero[4]».

            Como Juan Ramón, cuyo ejemplo le acompañó a lo largo de su vida, y a diferencia de otros poetas de su generación, Emilio Prados concebía su poesía como fuga y sucesión, como proceso abierto y continuo, y no como una serie de poemas acabados, perfectos, «finitos». El concepto de obras completas no debió de tener, para él, el mismo sentido que para otros. Las obras, en plural, eran pasos o tentativas hacia una obra singular, y en singular, y cada libro manuscrito o impreso se convirtió en un repertorio de textos que, revisados o reescritos, daban origen a otros. Dicho de otro modo, cualquier texto era un pretexto para otro y el «otro» era, con frecuencia, él mismo. Como la de Juan Ramón, la obra de Prados pervive en variantes. De acuerdo con esta visión de la poesía, la obra fluye —textos, títulos y poemas— volviéndose más tenue la «identidad» de cada texto. El poeta-revisor recuerda y «revive» constantemente sus poemas, los modifica, cambia los títulos o, simplemente, los traslada a otro lugar en la obra. En algún caso elimina o modifica la fecha de composición que amarraba el texto a la historia colectiva o a su historia personal[5]. La obra se detiene en una antología o en un libro cuya selección da Prados por «definitiva», pero sigue su curso y una selección reemplaza a otra mientras el poeta lleva el conjunto de sus poemas hacia la simultaneidad, hacia un presente en el que los poemas varían de lugar como las piezas de un calidoscopio[6].

            El interés que posee la publicación de un manuscrito como Mosaico, y de las cartas en que Prados lo comenta (pp. 163-179), es que ayuda a detener ese proceso. Este libro, versión embrionaria de Tiempo, ayuda al lector a comprender por lo menos una parte de su poesía —y de su poética— en un momento determinado: «Málaga. Día del Corpus. 1925».

            Durante los años de su exilio mejicano, en medio de la «sucesión» a la que me refiero, Prados meditó largamente sobre su propia historia poética. Lo hizo obedeciendo a dos impulsos contrarios. Por una parte, a la hora de planear las selecciones antológicas de su obra (así, la publicada por Losada en 1954), descubría ciclos que habían sido ocultados por la publicación escalonada de sus libros: el ciclo de Tiempo, por ejemplo, le pareció, en esta mirada retrospectiva, más amplio que el del período cubierto por el libro de ese título; incluía poemas sueltos y poemas de dos libros posteriores. Por otra parte, en sus cartas a los amigos y en algún apunte manuscrito intentó establecer las fechas correctas en que había escrito cada libro. Entre esos apuntes cronológicos que, como los poemas, viven en variantes, entre esas listas de libros publicados e inéditos, esos planos totales de su obra, donde las fronteras no son nunca las mismas, hay una zona menos estudiada que otras: la de sus primeras tentativas, su «prehistoria» poética, anterior al primer libro publicado.

            Confiesa Prados que, entre 1917 y 1923, antes de la publicación de Tiempo en diciembre de 1925, escribió algunos «balbuceos sin valor[7]». Una lista suya de 1959 contiene los títulos de cuatro libros tempranos que él consideraba perdidos: Feria de las voces, Vínculo, La luz del puerto, El libro de los tactos[8].

            Curiosamente, que yo sepa, no aparece en ninguna de sus listas el libro Mosaico, olvidado por sus lectores más atentos y por él mismo hasta el día de hoy. Recordaba Prados que sus dos primeros libros fueron escritos durante su estancia en Suiza y en Alemania, y los otros dos después de su vuelta a Málaga en la primavera de 1923[9].

            Sabemos que estos primeros poemas no despertaron ningún entusiasmo entre los compañeros de la Residencia de Estudiantes de Madrid, donde Prados vivió parte del curso de 1924. Por ejemplo, Prados recuerda haber enseñado sus «primeros poemas» a José Moreno Villa, «para que los juzgara». No debieron de gustarle al malagueño, cuyos versos de aquel entonces, en palabras de Antonio Machado, se inclinaban «más a reforzar el esquema lógico que la corriente emotiva[10]». Recuerda Prados que Moreno Villa lo tomaba por un «neurasténico» y, preocupado por su salud,

            me dijo que lo dejara todo y me fuera a Málaga, pues en la poesía no tenía mucho o nada que hacer y allá en nuestra tierra (en la de él y mía) dejaría «ese juego peligroso a la locura» que me hacía daño[11].

            El resultado, según Prados, fue un intento de suicidio y su salida de la Residencia, aunque sabemos hoy que su «huida» a Málaga fue motivada en parte por los problemas económicos por los que atravesaba su familia, tal como él mismo lo explica en una carta de entonces (p. 166 de esta edición).

            Es poco lo que se sabe de estos cuatro primeros libros, nacidos bajo la sombra bienhechora de Juan Ramón Jiménez; libros que se perdieron, o que Prados «quitó del mundo exterior[12]», sin olvidarlos del todo. De acuerdo con su historia posterior como revisor de sus propias obras, no parece imposible que estos libros compartieran algunos de los mismos textos poéticos[13] y que, de algún modo, fueran versiones sucesivas de un mismo libro. Como veremos, así quedaron, un poco confusamente, en su recuerdo.

            El poema «Epístola», incluido en Mosaico (y después en Tiempo) recoge la imagen de la «feria de las voces»:

            Vengo desde el Castillo del Silencio,

            huyéndole a las sombras

            de sus cóncavas salas.

            Vengo a la feria de las voces

            para robar la red de las palabras[14].

            Se trata, quizás, de un poema antiguo, de años antes, relacionado de alguna manera con la obra de su amigo Federico García Lorca, quien le animó en sus primeras salidas poéticas y con el cual debió de compartir sus poemas y sus proyectos. En octubre de 1920, éste había escrito un largo poema sobre «el baratillo de las voces»:

            Nuestras voces

            semejan

            un bosque de feéricas

            matasuegras

            rematadas por plumas

            de ideas[15]

            Sobre el Libro de los tactos, también perdido, escribe Prados, en 1947, estas frases aclaratorias:

            Hoy vivo el mismo umbral, desconcertado, que hallé en la adolescencia; cuando —no sé si lo recuerdas— empezaba a encontrar mi Poesía, en aquel libro primero perdido y, negado por la mayoría y que yo llamaba, aún inconscientemente, Libro de los tactos. Pensé la Vida en todo. Y, tocando en el hierro, en la madera, en el mármol pulido, en la seda, en la nieve, en el cristal, en la llama (quemándome la mano serenamente en ella) o tocando la piel del que estaba a mi lado, llevaba a mis poemas los primeros latidos de una verdad hoy transparente[16].

            Sabemos que Vínculo debió de versar de algún modo sobre la inspiración. El «vínculo» sería el que une al poeta con los demás a través del «afflatus» poético; según Prados, «se trata del libro del ‘pasmado’, ante lo que diría J. R. J.: ‘poder que me utilizas como médium sonámbulo… ’»[17]

            Finalmente, con respecto a Luz del puerto, en años posteriores Prados mismo parece haberlo identificado con el libro que editamos:

            Efectivamente, antes del libro Tiempo escribí 3 [sic] balbuceos sin valor; pero en los que, desde el 2.º principalmente se comenzaba a marcar mi ruta. Creo que este librito (posterior a Feria de las voces) se llamaba algo así como Luz en el puerto (Juan Ramón quiso publicarlo en los cuadernos de —como lo hizo con Dámaso y Alberti— ¿Fue en o Indice? —creo que en Si). Yo no quise publicarlo porque comprendí que no estaba hecho y que sí llevaba dentro mucho por hacer. Esta era la primera vez que me acercaba al problema de El misterio del agua[18].

            En efecto, Mosaico anticipa en lo temático El misterio del agua, «largo y complejo poema en que se describe un ciclo —un día— del Tiempo en sus dos cuerpos aparentes: el día y la noche[19]». En lo formal y en su ambiente de fantasía, Mosaico se hermana con otro texto de 1925, Seis estampas para un rompecabezas[20] y con las «Canciones del farero» publicadas en 1926[21]. La idea del rompecabezas se relaciona fácilmente con la del mosaico: el rompecabezas es un mosaico de papel o de madera. A la misma metáfora estructural, puzzle americano, acude García Lorca, al hablar en 1921 de su Poema del cante jondo[22]. Lo que son «las estampas» de Seis estampas son los «espejos» de Mosaico: de hecho, una de las estampas se ve «algo quebrada como imagen de un espejo malo» (1:162) y los dos libritos contienen una mezcla parecida de verso y prosa narrativa.

            Como es obvio, la prosa de Mosaico recuerda a veces las súbitas metamorfosis visuales y el tempo variado del cine (el narrador hablará a veces de los «movimientos retrasados»; «el poema ha sido impresionado con relentisseur»). Otras veces se alude a la antigua «linterna mágica»: las imágenes se proyectarán sobre «pantallas». Se evoca también el mundo de los títeres: el «desteñido fantoche» del Poeta hace pensar en «los muñecos de feria»; las gaviotas «suben y bajan […] movidas por hilos desde la bambalina de una nube» (I: 164). Mundo de «perspectivas equivocadas», escribe Prados en Seis estampas; «perspectivas equivocadas deliciosamente», diría García Lorca por las mismas fechas, hablando del mundo de fantoches de Amor de don Perlimplín[23]. Pero en realidad, aunque Mosaico empieza con una lista de personajes, y aunque la prosa recuerda en ocasiones la de las acotaciones teatrales, Prados no se aproxima nunca, en Mosaico, al diálogo. Se trata, más bien, de una poesía lírica enmarcada y contextualizada por una prosa densamente metafórica; de hecho alguna frase de estas «acotaciones» se desligará y se presentará, en Tiempo como poema independiente («Noche»):

            El sol, como un espejo,

            por un lado es brillante

            y por el otro negro[24].

            Más que una serie de poemas en prosa, se trata de una sucesión de poemas unidos por una armazón narrativa. A fines de 1925 esta forma (poema/prosa narrativa) desaparecerá para siempre de la obra de Prados. Seis estampas se quedó sin publicar y en Tiempo los poemas de Mosaico se presentarán sin andamiaje narrativo. ¿Deseo, quizás, de una poesía más «pura»? La prosa de Mosaico crea una especie de distancia irónica. Se coloca en primer plano la figura del Poeta, defensor tragicómico —nada surrealista— del mundo de los sueños, apacible hipnógrafo, fantoche que transforma el mundo natural, «aprendiz» en el taller del tiempo, consciente no sólo de sus poderes poéticos, de los que se ríe, sino también de sus melancólicos fracasos. Poeta vestido «como un verdadero poeta», parodiando así al poeta romántico; mágico prodigioso que saca objetos de su chistera (de forma parecida se vestirá el pintor de Seis estampas).

            Ese fantoche se mueve en un mundo de voces en sordina. Recita «a media voz», melancólico y medio dormido, hasta apagarse «como un gramófono sin cuerda[25]». Voz «pequeña —de algodón—» del pavo real, en cuyo interior suena una diminuta caja de música. Música de cámara, pues, «un poco en minué».

            Como en Seis estampas, estos poemas se desarrollan en un ambiente cerrado que transforma, encierra, «diseca» o domestica las grandes fuerzas de la naturaleza: «Todo duerme bajo una campana de cristal…»; «Bajo un invernadero de cristal brota el poema, a media siesta». No aparece el mar, como en innumerables poemas posteriores, sino una alberca que enmarca un trozo del cielo nocturno. En este mundo de estampas y de espejos, la naturaleza se achica y toma su carácter de los artefactos humanos. «País de un abanico», dirá Prados de otro de sus libros tempranos, «mitad verdad, mitad temor del tiempo…»[26]. Arcángeles de porcelana, como las figuras de un belén; tierra de algodón; miradas como «barquitas de papel» o «varillas de un compás»; noche que es «libro», «diván», «catedral» o «colcha»; alberca traspasada de estrellas como «dado de cristal»; estrellas que suenan como relojes; y un pájaro «disecado». Se invierte —como en un espejismo— el mundo del artefacto humano y el mundo natural. Únicamente los insectos —fuerza terrorífica también presente en Seis estampas— hacen sentir lo desconocido, lo ajeno de la naturaleza. Ésta se ha vuelto manejable, mansa, como una escena bordada en un pañuelo o pintada en un biombo chino. De nuevo acuden a la memoria unos versos de García Lorca:

            Niña mía, este jardincillo

            es para verlo en los espejitos

            de tus uñas.

            Para verlo en el biombo

            de tus dientes.

            Y ser como un ratoncito[27].

            Vistos a la luz de su poesía posterior, los espacios cerrados de Mosaico y de Seis estampas se transforman en una imagen de la interioridad del propio poeta. El buzo que explora los fondos acuosos de «una redonda caja de cristal» en Seis estampas (1:159) será, en libros posteriores, un poeta que lucha por vencer su propia subjetividad y aislamiento. Esa caja será la de su propia carne: «la cámara en que, bajo mi piel, por habitar, me escondo» (1:549). En Cuerpo perseguido (1927-1928), el poeta expresa su desolación al haber salido del espejo: al haber huido de sí mismo, de su espacio interior hacia el mundo de fuera (1:299-300).

            En Mosaico, la relación de esos dos mundos (el de dentro y el de fuera) no conlleva, todavía, ninguna angustia ontológica ni epistemológica. El universo se forma de espejos y espejismos, reduplicaciones visuales y auditivas, sin que el poeta anteponga la supuesta «realidad» al laberinto de las ilusiones o sienta necesidad de separarlas; sin que dé importancia mayor a una u otra. El objeto se junta con su sombra o su reflejo y el sonido se junta con el eco, formando un mundo poético tan bien trabado como la juntura del mar —o la alberca— con el cielo reflejado en él. El tiempo mismo, en su totalidad, se ve como un «mimetismo perfecto de momentos». Las horas del reloj se visten como monjas, con «hábitos de reflejos». Gracias al sueño, proyección de los deseos, el futuro no es más que un reflejo —un eco— del pasado, pues se nutre y se compone de los recuerdos (discurso del Pavo Real). La imagen poética del espejo —y del reflejo— determina la estructura misma del libro y la agrupación de los poemas en series. La acción transcurre ante un espejo: la alberca que refleja al poeta, al pavo real, y al mundo a su alrededor. Y después de una secuencia introductoria, cada serie de poemas lleva un título «especular»: tanto la serie de «espejos negros» como los «de plata» incluyen espejos sencillos y otros «de tres lunas».

            Una versión anterior de este librito llevaba el título de Mosaico da tiempo. Y el tema del tiempo tiene, en las páginas que editamos, dos vertientes: por una parte, el paso de las horas v el «parpadear del día y la noche»; por otra, el aspecto metafísico: la meditación sobre la relación entre el pasado, el presente y el futuro.

            A diferencia de otros poetas andaluces, no le interesa a Prados —por lo menos, al autor de Mosaico— la sucesión de las estaciones del año ni como fenómeno lírico ni como emblema de la vida del hombre. Tampoco asoma para nada el tiempo «histórico». Ninguna reflexión sobre «los tiempos que corren», tema que entrará de lleno en la obra de Prados hacia finales de la década o al comienzo de los años treinta, aun antes de la brutal sacudida de la Guerra Civil. Del mismo modo, no encontramos ninguna exaltación de la modernidad: actitud que, gracias al futurismo y sus derivados, se había apoderado de gran parte de la poesía española durante las primeras dos décadas del siglo. En «Epístola» exclama el Poeta:

            Crucé todos los siglos

            en una sola jornada…

            «Todos los siglos» han sido iguales, y se combinan en un solo día, sin primacía de lo actual. Lo que apasiona al poeta es, precisamente, la semejanza entre un día y otro: el «día del Tiempo» es uno y sólo uno. En este sentido, el paso del tiempo, y con él el futuro, es un simple espejismo. Exclamaría Prados, años más tarde:

            … El mismo pulso azul sobre el mar limpio; la arena, igual, dormida junto al agua; el mismo cielo abierto sobre el fondo; un solo día ha sido todo el tiempo (1:234; cf 1:548).

            De este tedio lírico, de este melancólico presente eterno, de esta sensación del tiempo que se copia y repite —el tiempo como «cuaderno de calcomanías»— se nutre toda la poesía temprana de Prados. Poesía elegiaca donde cada presencia evoca una ausencia, y donde cita y promesa llevan siempre al desencuentro.

            Sin duda la noche ocupa allí un espacio privilegiado. El «Primer espejo» contiene una defensa y alabanza de la noche como «escenario de sueños» en contraposición al tedio del día. Surge, remozado por la greguería y por los alardes metafóricos del ultraísmo, el antiquísimo «himno a la noche» (o «al silencio») de poetas latinos y poetas áureos. El poeta suplica a la noche que le deje entrar en su «huerto» para encontrarse con el ser amado. Ambiente onírico, donde triunfa la metáfora, y por tanto, la lógica, y que está todavía lejos del automatismo de los surrealistas; ambiente donde las palabras

            derraman su sentido

            sobre la ancha hoja

            que abre la inconsciencia.

            Una relación amorosa —o apasionada— se entrevé en este libro, debajo de los momentos de tranquilidad o «calma»; anticipo de la búsqueda o «fuga» amorosa de Vuelta. En el «diálogo de amantes» que describe Prados, diálogo «monopétalo» (pétalo «sin ángulos» de la lengua), los dos flotan en el «cristal fundido» del agua —¿agua de la alberca?—, sostenidos por «corchos de firmeza». De repente se oye el zumbido del deseo, como una «caja de insectos» y las primeras palabras «salen de sus nectarios […] como miedosas larvas de libélulas». Deseo que se satisface sólo en el sueño, «bajo la colcha malva» del cielo nocturno. Frustrados los dos amantes, el baño de amor se transforma en un silencioso y fúnebre «idilio de cera»: «parece que la Muerte / pasea entre los dos abanicándose» («Negación»).

            Pero, ¿por qué Mosaico? Como el subtítulo, Poema con espejismo, el título anuncia la estructura del librito. En los años veinte, al cobrar nueva popularidad la serie de poemas breves, el poema se imagina, y con frecuencia se designa, como un objeto articulado por unidades más pequeñas que dan lugar a una metáfora que anuncia la organización del libro. En la obra de García Lorca y de otros poetas, la serie de poemas puede formar un espacio (casa, museo, jardín, bosque); una unidad gráfica (álbum o cuaderno, hoja de aleluyas) compuesta por páginas o estampas; una unidad cronológica, donde cada poemita será un «momento» o una «hora»; una composición musical dividida en tiempos o en variaciones (suites, tanda de valses); o una unidad decorativa o arquitectónica (biombo, retablo, tríptico, abanico).

            La imagen del mosaico aparece de manera explícita un par de veces en estos poemas —por ejemplo, el «mosaico de plumas» que adorna al Pavo Real refleja el «mosaico de horas» formado por el reloj—, pero en realidad aquella imagen tendrá poca importancia en el resto de la obra de Prados. Título muy apropiado, desde luego, para un libro de versos: la palabra deriva del griego múseios, «de las musas»: tratamiento poético, «museístico», del tiempo, aunque aquí señala, ante todo, el acoplamiento de piezas diversas, heterogéneas, en un solo conjunto bien trabado.

            Otras estructuras metafóricas se insinúan en el curso del libro. El tiempo se describe como «cuaderno / de calcomanías»; idea que cambia ligeramente en Tiempo, donde se alude a las «estampas» que se colocan «en el álbum del tiempo» (1:8).

            El título anuncia una unidad estructural no lograda del todo; razón, quizás, por la que Prados acabará reordenando los poemas y rehaciendo el libro. El subtítulo, Poema con espejismo, identifica el género («poema») y proclama la unidad del libro (cada «libro» de Prados es un «poema»), prolonga la metáfora estructural (el libro es cíclico y el primer poema se «reflejará» en el último), y anuncia lo que será en la obra de Prados una imagen frecuente y fecunda. Espejismos del Sur se titulaba otra gavilla de poemas del mismo período[28].

            Con el paso del tiempo, el espejo será en su poesía la frontera entre dos mundos que el poeta desea unir: el de la naturaleza —dominio de lo colectivo— y el del espíritu —dominio de lo privado—. En la obra temprana de Prados, esa unión se logra gracias a la inversión vertical producida por el espejismo: cuando el poeta abre «la caja de los peces», el cielo se cuaja «de luceros verdes»; el lucero se convierte en pez, y el pez en estrella marítima (1:9). Como es obvio, esta inversión, ese trasiego constante entre lo celeste, lo marítimo y lo terrestre («los naranjales del sol», «el corral del cielo», el sol o la luna que se hunden en las aguas como «una concha de nácar» o las nubes que tapan el cielo/mar como «cortinas») proclaman la capacidad del poeta de reordenar el universo. No como un «pequeño dios» (al modo de Huidobro), sino, en comparación más humilde, como una niña que borda:

            La niña bordó el pañuelo

            pero lo bordó al revés

            y puso el mar en el cielo.

            Todos los peces estrellas

            y toda la espuma niebla. (I: 68)

            El reflejo se insinúa, o se subraya, por la estructura paralelística de algunos de los versos:

            Duerme la calma en el puerto

            bajo su colcha de laca

            mientras la luna en el cielo

            clava su dorada ancla. (I: 17)

            La inversión vertical causada por el espejismo, tan frecuente en las obras tempranas de Prados, se convertirá, en obras posteriores, en la inversión de la relación dentro / fuera, tema central de su poesía, pues sugiere la unidad última a la que mira toda su obra. Se borra la división entre el cuerpo y la naturaleza, y todo llega a ser uno:

            Se copia el corazón fuera.

            —El barco se baja al pecho

            y la sangre sube al viento. (I: 318)

            En Mosaico, Poema con espejismo, el espejismo se produce no sólo en el espacio, sino también en el tiempo. Lo que parece venir del futuro viene, realmente, del pasado. El «fin» del mundo es, en realidad, su comienzo: idea subrayada por la estructura circular del libro. Años más tarde Prados recordaría con delectación estas palabras de Heráclito: «En la periferia del círculo, principio y fin son una misma cosa[29]». Otro tanto se podría decir de su escritura y, desde luego, de esta primera obra, «semillita» de la venidera, encontrada al cabo de tantos años.

 


martes, 28 de septiembre de 2021

Emilie de Tourville o la crueldad fraterna MARQUÉS DE SADE. TEXTO COMPLETO.

 


Emilie de Tourville o la crueldad fraterna

MARQUÉS DE SADE

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Nada hay tan sagrado en una familia como el honor de sus miembros. Pero si esa joya,

por preciosa que pueda ser, llega a empañarse, ¿los interesados en defenderla, deben hacerlo

incluso al precio de encargarse ellos mismos del humillante papel de perseguir a las criaturas

desdichadas que los ofenden? ¿No sería acaso razonable poner en la balanza los horrores con

que atormentan a su víctima y esa herida, a menudo imaginaria, que se quejan de haber

recibido? ¿Quién es más culpable a los ojos de la razón, una muchacha débil y engañada o un

pariente cualquiera, que para erigirse en vengador de una familia, se convierte en verdugo de

esa desgraciada? Tal vez el hecho que vamos a poner ante los ojos de nuestros lectores ayude

a resolver el problema.

El conde de Luxeuil, lugarteniente general, hombre de unos cincuenta y seis o cincuenta

y siete años, volvía en carruaje de una de sus posesiones de Picardía, cuando al pasar por el

bosque de Compiegne, a. eso de las seis de la tarde a fines de noviembre, oyó unos gritos de

mujer que le parecieron venir del cruce de una de las rutas cercanas al camino principal que él

estaba atravesando; se detiene y ordena a su ayuda de cámara, que corría al lado del carruaje,

que vaya a ver qué pasa. Le informan que se trata de una muchacha de dieciséis o diecisiete

años, en medio de un charco de sangre, sin que sea posible advertir, sin embargo, dónde están

sus heridas, que pide auxilio. El conde mismo baja de inmediato, va corriendo hacia la

infortunada: a él también le cuesta, por la oscuridad, distinguir de dónde puede salir la sangre

que pierde, pero por las contestaciones que le dan, ve finalmente que viene de las venas de los

brazos, donde suelen hacerse las sangrías.

-Señorita -dice el conde, tras haber atendido a la criatura tanto como puede-, no es éste

momento de que yo le pregunte las causas de su desgracia, ni está usted en condiciones de

explicármelas. Suba a mi carruaje, se lo ruego, y preocúpese solamente de tranquilizarse, que

yo me preocuparé de ayudarla.

Y al decir eso, monsieur de Luxeuil, con su ayuda de cámara, lleva a esa pobre

muchacha al carruaje y parten.

Apenas la interesante personita se vio protegida, trató de balbucir algunas expresiones

de agradecimiento, pero el conde, rogándole que no hablara, le dijo:

-Mañana, señorita, mañana me contará usted, espero, todo lo que le pasa, pero hoy, con

la autoridad que me dan sobre usted mi edad y la suerte que tuve al poder serle útil, insisto en

que no piense más que en serenarse.

Llegan. Para evitar el escándalo, el conde hace envolver a su protegida con un abrigo

de hombre y la hace llevar por su ayuda de cámara a un cómodo apartamento, en un extremo

del palacio, adonde va a verla en seguida después de recibir los abrazos de su mujer y de su

hijo, que lo esperaban a comer esa noche.

El conde, al ir a ver a la enferma, llevaba consigo a un médico; la encuentran en un

estado de postración indecible; la palidez de su cara parecía casi anunciar que apenas le quedaban

unos minutos de vida, y sin embargo no tenía ninguna herida. En cuanto a su debilidad,

se debía, dijo, a la enorme cantidad de sangre que perdía diariamente desde hacía tres meses.

En el momento en que iba a contarle al conde la causa sobrenatural de esa prodigiosa pérdida,

se desmayó, y el médico indicó que había que dejarla tranquila y limitarse a administrarle

fortificantes.

Nuestra joven desdichada pasó una noche bastante buena, pero en los seis días

siguientes no estuvo en condiciones de informar a su bienhechor sobre lo que le había pasado.

Por fin, el séptimo a la noche, mientras en la casa del conde todo el mundo ignoraba todavía

que ella estaba oculta allí, y ella, por las precauciones que se habían tomado, tampoco sabía

dónde estaba, le rogó al conde que la escuchara y le concediera su indulgencia, confesara las

faltas que confesara. Monsieur de Luxeuil se sentó, le aseguró a su protegida que nunca le

retiraría el interés que ella naturalmente despertaba, y nuestra bella heroína empezó así el

relato de sus desdichas.

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Historia de Mademoiselle de Tourville

Yo soy hija del señor presidente de la corte de Tourville, demasiado conocido y

distinguido por su posición como para que no lo conozca usted. Desde que salí del convento,

hace dos años, nunca abandoné la casa de mi padre; como perdí a mi madre cuando era muy

pequeña, él solo se ocupaba de mi educación, y bien puedo decir que no descuidaba nada para

proporcionarme todos los atractivos y placeres de mi sexo. Esas atenciones, los proyectos

que manifestaba mi padre de casarme lo más ventajosamente posible, tal vez también un

poco de predilección por mí, todo eso como digo, despertó pronto los celos de mis hermanos,

uno de los cuales, presidente desde hace tres años, acaba de cumplir veintiséis, y el otro,

nombrado consejero más recientemente, va a cumplir dentro de poco veinticuatro.

Nunca llegué a imaginar antes, aunque ahora estoy bien convencida, que me odiaban

de tal modo. Como no había hecho nada para merecer algo semejante de su parte, vivía con

la dulce ilusión de que mis sentimientos por ellos eran recíprocos. ¡Oh, santo cielo, cómo me

engañaba!

Salvo el tiempo que dedicaba a mi educación, gozaba en mi casa de completa libertad.

Mi padre tenía entera confianza en mi conducta, y por eso no me ponía ninguna traba;

incluso, hace un año y medio, me había dado permiso para salir a caminar todas las mañanas

con mi mucama por la explanada de las Tullerías o por las fortificaciones junto a las que está

nuestra casa, y para ir de visita, también con ella, ya fuera a pie o en un carruaje de mi padre,

a casa de mis amigas y de mis parientes, con tal que no fuera a una hora inadecuada para que

una persona joven estuviera sola en sociedad. Toda la causa de mis desgracias proviene de

esa funesta libertad, por eso le hablo de ella, señor, ojalá nunca la hubiera tenido.

Hace un año, mientras paseaba, como acabo de decirle, con mi mucama Julie por un

oscuro sendero de las Tullerías, donde me creía más sola que en la explanada y donde me

parecía respirar un aire más puro, seis atolondrados jóvenes nos abordan, y nos damos

cuenta, por la indignidad de sus palabras, que nos toman a las dos por lo que se llama

prostitutas. Terriblemente incómoda en semejante situación, y sin saber cómo zafarme, iba a

buscar mi salvación en la fuga, cuando un joven a quien a menudo solía ver caminando solo,

más o menos a las mismas horas que yo, y con todo el aspecto de un hombre honrado, pasó

justo en el momento en que estábamos en ese terrible aprieto.

-Señor -exclamé, llamándolo-, no tengo el honor de que nos conozcamos, pero casi

todas las mañanas nos encontramos aquí; por lo que haya visto usted de mi conducta, tiene

que haber comprobado, espero, que no soy una aventurera; le ruego encarecidamente que me

ayude a volver a mi casa y a librarme de estos bandidos.

-Monsieur de... -me permitirá usted que calle su nombre, son muchas las razones que

me obligan a hacerlo- se acerca de inmediato, hace retroceder a esos libertinos que me

rodean, la gentileza y el respeto con que me trata los convence de su error, me toma de un

brazo y me saca en seguida del parque.

-Señorita -me dice un poco antes de llegar a la puerta de casa-, me parece prudente

dejarla aquí. Si la llevo hasta su casa, habrá que confesar la razón, y de ahí puede resultar una

prohibición de seguir saliendo sola. Oculte entonces lo que acaba de pasar y siga paseando

por ese sendero como lo hace, ya que le divierte y sus padres se lo permiten. No dejaré de ir

allí ni un solo día, y me encontrará siempre dispuesto a morir, si hace falta, para evitar que

turben su tranquilidad.

Una prudencia semejante, un ofrecimiento tan amable, todo eso me hizo mirar al joven

con un poco más de interés que el que había creído poner hasta entonces. Viendo que tenía

dos o tres años más que yo y una cara encantadora, me ruboricé al darle las gracias, y los

encendidos rasgos de ese dios seductor que hoy me hace desdichada entraron hasta mi

corazón, antes de que pudiera impedirlo. Nos separamos, pero creí ver,, en el modo en que

monsieur de... me dejaba, que le causé la misma impresión que él me produjo a mí. Entré en

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casa, me guardé muy bien de decir nada y volví al día siguiente al mismo sendero, llevada

por un sentimiento más fuerte que yo, que me hubiera hecho arrostrar todos los peligros que

pudiera haber allí... qué digo, más todavía, que me hubiera hecho desearlos, para tener el

placer de ser salvada por el mismo hombre... Tal vez, señor, estoy descubriéndole mi alma

con demasiada ingenuidad, pero me prometió usted su indulgencia, y cada nuevo rasgo de mi

historia le va a demostrar si la necesito o no; no será la única imprudencia, que me vea usted

cometer, ni la única vez que me haga falta su piedad.

Monsieur de... apareció allí seis minutos más tarde, y acercándose a mí en cuanto me

vio:

-¿Puedo preguntarle, señorita -me dijo- si lo que pasó ayer se supo, si le acarreó algún

inconveniente?

Le aseguré que no, le dije que había aprovechado sus consejos, se los agradecía y

esperaba que nada turbaría mi placer de ir todas las mañanas allí a tomar aire.

-Si a usted le causa placer, señorita -me contestó monsieur de... del modo más gentil-,

es mucho más profundo, sin duda, el de quienes tienen la dicha de encontrarse en su camino,

y si ayer me tomé la libertad de aconsejarle que no se arriesgara a que pudieran interrumpirse

sus paseos, no debe agradecerme nada, por cierto. Me atrevo a asegurarle, señorita, que lo

hice menos en su interés que en el mío.

Y al decir eso, su mirada se fijaba en la mía con tanta ternura... ¡Ay, señor por qué

tenía que ser ese hombre tan dulce el responsable de mi desgracia! Contesté correctamente a

sus palabras, seguimos conversando, dimos juntos dos vueltas, y monsieur de... no me dejó

sin antes rogarme que le dijera a quién había tenido la, dicha de ayudar. No vi ninguna razón

para ocultárselo, él también me dijo su nombre y nos separamos. Durante cerca de un mes

seguimos viéndonos casi todos los días, y ese mes, como puede usted suponerlo fácilmente,

no pasó sin que nos confesáramos nuestros mutuos sentimientos, y sin jurarnos que siempre

sentiríamos igual.

Al fin, monsieur de... me pidió que le permitiera encontrarse conmigo en un lugar

menos molesto que un parque.

-No me atrevo a presentarme en casa de su padre, bella Emilie -me dijo-. Como nunca

tuve el honor de que nos presentaran, pronto sospecharía el motivo que me lleva allí, y ese

paso, en lugar de beneficiar nuestros proyectos, tal vez los arruinaría; pero si en verdad es

usted tan buena, tan compasiva como para no dejarme morir por la pena de que no me

conceda lo que me atrevo a exigirle, le indicaré los medios.

Al principio me negué a escucharlo, y pronto fui lo bastante débil como para

preguntárselo. Esos medios, señor, consistían en vernos tres veces por semana en la casa de

una, tal madame

Berceil, modista de la rue des Arcis; de su prudencia y honradez, monsieur de... me

respondía como de las de su propia madre.

-Ya que le permiten visitar a su tía, que, según me dijo usted, vive bastante cerca de

allí, habrá que aparentar ir a lo de ella, hacerle, efectivamente, una corta visita, y después ir a

pasar el resto del tiempo que tenga a lo de esa mujer. Si llegan a preguntarle a su tía,

contestará que, ciertamente, usted va esos días a visitarla, el único peligro, entonces, es que

controlen la duración de las visitas, y usted puede estar completamente segura de que ni se

les pasará por la cabeza hacerlo, dada la confianza que le tienen.

No voy a decirle, señor, todas las objeciones que puse a monsieur de... para desviarlo

del proyecto y para hacerle ver sus inconvenientes; ¿de qué serviría que se lo contara, si terminé

por sucumbir? Le prometí a monsieur de... todo lo que se le antojó; veinte luises que le

dio a Julie sin que yo lo supiera, la pusieron completamente de su parte, y todo lo que hice

fue para perderme. Para completar, para embriagarme con más tiempo, sin apuro, con el

dulce veneno que se filtraba en mi corazón, hice a mi tía una falsa confidencia; le dije que

una señora amiga mía (a quien había puesto sobre aviso y que debía contestar de acuerdo

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conmigo), me había ofrecido gentilmente llevarme tres veces por semana a su palco del

Français; no me atrevía a contárselo a mi padre -le dije.- por temor a que no me lo permitiera,

pero le diría que venía a lo de ella, y le rogaba que lo confirmara; después de algunas

negativas, mi tía no pudo resistir a mis ruegos; convinimos en que Julie iría a verla en mi

lugar, y que al terminar la función pasaría a recogerla para volver juntas a casa. Besé mil

veces a mi tía; ¡ay, ceguera fatal de las pasiones, le agradecía por prestarse a mi deshonra,

por abrir la puerta a los extravíos que iban a llevarme hasta el borde de la tumbal

Por fin, empezaron nuestros encuentros en casa de la Berceil; su tienda era magnífica,

su casa muy ordenada, y ella misma, una mujer de unos cuarenta años que me pareció digna

de toda confianza. Ay, les tuve demasiada, tanto a ella como a mi amante... el muy pérfido.

Es hora de que se lo confiese, señor...; a la sexta vez que nos encontramos allí llegó a

dominarme de tal modo, supo seducirme a tal punto, que abusó de mi debilidad, me convertí

entre sus brazos en ídolo de su pasión y en víctima de la mía. ¡Ay, qué crueles placeres,

cuántas lágrimas me han costado ya, y con cuántos remordimientos van a desgarrar todavía

mi alma, hasta el último minuto de mi vida!

Así pasó un año, señor, en esa funesta ilusión. Yo acababa de cumplir diecisiete, mi

padre me hablaba todos los días de matrimonio, y ya puede usted imaginar cómo temblaba

yo ante esas propuestas, cuando un suceso fatal vino a precipitarme en el abismo eterno en

que estoy hundida. Triste concesión de la Providencia, sin lugar a dudas, que quiso que algo

en lo que yo no tenía culpa alguna se convirtiera en castigo de mis verdaderas faltas, para

demostrar que jamás podemos eludirla, que persigue a todas partes al extraviado, y del

hecho menos culpable hace nacer su venganza.

Un día, monsieur de... me había avisado que un asunto impostergable lo privaría del

placer de acompañarme durante las tres horas que solíamos pasar juntos; con todo -me había

dicho-, iría unos minutos antes de terminar nuestra cita; pero para no hacer ningún cambio

en lo habitual, yo iría de cualquier modo a pasar en lo de la Berceil todo el tiempo que

acostumbrábamos; en resumidas cuentas, siempre me entretendría más, durante una hora o

dos, con ella y sus empleadas que sola en mi casa. Por mi parte, creía conocer bastante a esa

mujer como para no ver ninguna dificultad en lo que me proponía mi amante; le prometí que

iría y le rogué que no se hiciera esperar demasiado. Me aseguró que trataría de desocuparse

lo más pronto posible. Llegué a la casa de esa mujer; ¡ay, qué día de espanto para mí!

La Berceil me recibió a la entrada de su tienda, sin dejarme subir como lo hacía

habitualmente.

-Señorita -me dijo en cuanto me vio-, estoy encantada de que monsieur de... no pueda

venir temprano esta tarde; tengo que confiarle a usted una cosa que no me atrevo a decirle a

él, algo para lo que tenemos que salir bien rápido de aquí, cosa que no hubiéramos podido

hacer de haber estado él.

-¿De qué se trata, señora? -pregunté bastante asustada por semejante introducción.

-Es una cosa de nada, señorita, de nada -siguió diciendo la Berceil-, empiece usted por

calmarse. Es algo bien simple: mi madre se dio cuenta de los encuentros de ustedes dos; es

una vieja bruja, con tantos escrúpulos como un confesor y a la que aguanto por sus luises; en

definitiva, no quiere que los vuelva a recibir, y yo no me atrevo a decírselo a monsieur de...,

pero se me ocurrió una idea. Voy a llevarla a usted en seguida a la casa de una de mis

colegas, mujer de mi edad y tan de confianza como yo, y se la voy a presentar; si la encuentra

adecuada, le dice usted a monsieur de... que yo la llevé, que se trata de una mujer

correcta y le parece a usted bien que los encuentros se hagan allá; si le cae mal, cosa que no

temo en absoluto, como sólo vamos a estar un momento le oculta usted nuestra visita, y

entonces me encargo yo misma de decirle que no puedo volver a prestarle mi casa y se

pondrán ustedes de acuerdo para encontrar otro modo de verse.

Lo que me decía esa mujer era tan simple, su aspecto y el tono en que me hablaba, tan

naturales, mi confianza tan absoluta y mi candor tan acabado, que no vi ningún problema en

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concederle lo que me pedía; sentí verdadero pesar por la imposibilidad en que estaba, según

ella, d3 seguir prestándonos sus servicios; se lo hice saber y salimos.

La casa a la que me llevaba estaba en la misma calle, a unos sesenta u ochenta pasos, a

lo sumo. En la fachada no había nada que pudiera impresionarme mal; una puerta cochera,

hermosas ventanas que daban a la calle, y en toda ella, un aire de corrección y limpieza. Sin

embargo, una voz desconocida parecía gritarme desde el fondo del corazón que alguna

singular aventura me esperaba en esa casa fatal. A cada escalón que subía, sentía una especie

de rechazo, todo parecía decirme: Adónde vas, desdichada, aléjate de este pérfido lugar... Sin

embargo llegamos, entramos en un vestíbulo bastante agradable donde no había nadie, y de

ahí pasamos a un salón, que de inmediato quedó cerrado, como si alguien hubiera estado

escondido detrás de la puerta... Me estremecí; el salón estaba muy oscuro, apenas si se veía

por dónde moverse; no habíamos dado tres pasos, cuando me sentí atrapada por dos sujetos;

entonces se abrió un gabinete y pude ver a un hombre de unos cincuenta años, en medio de

otras dos mujeres, que les gritaron a las que me tenían:

-Desvístanla, desvístanla y tráiganla aquí toda desnuda-. Repuesta del desconcierto de

verme apresada por esas dos mujeres, y viendo que mi salvación dependía más bien de mi

voz que de mi terror, pegué unos gritos espantosos. La Berceil hizo todo lo posible por

calmarme.

-Es cosa de un minuto, señorita -me decía-, un poco de cooperación, se lo ruego, y me

hace ganar cincuenta luises.

-Bruja infame -le grité-, ni se te ocurra que vas a traficar así con mi honra, me voy a

arrojar por la ventana si no me haces salir de aquí inmediatamente.

-No llegaría más allá de un patio nuestro, hijita, y en seguida sería capturada otra vez -

me dijo una de esas malvadas, arrancándome la ropa-, así que, créame, lo más expeditivo

para usted es dejarse estar...

Ay, señor, evíteme más detalles horribles. Me desnudaron en un momento, cortaron

mis gritos por medios salvajes y fui arrastrada hasta aquel hombre indigno..., se reía de mis

lágrimas, se divertía con mi resistencia y no se preocupaba más que de asegurarse la

desdichada víctima a quien destrozaba el corazón. Las dos mujeres no me soltaron ni un

momento, mientras me entregaban al monstruo, y él, aunque dueño de hacer lo que quisiera,

apagó su pecaminoso ardor tan sólo con caricias y besos impuros, por lo que salí sin ultraje...

En seguida me ayudaron a vestirme y volvieron a entregarme a la Berceil; agotada,

confundida, con una especie de dolor amargo y sombrío que me encerraba las lágrimas en el

corazón, le lancé a esa mujer miradas furibundas...

-Señorita -me dijo terriblemente turbada, todavía en el vestíbulo de la funesta casa-,

siento todo el horror de lo que acabo de hacer, le suplico que me perdone... y que reflexione

antes de pensar en un escándalo. Si revela usted esto a monsieur de..., será inútil decir que la

forzaron; es de las faltas que nunca va a perdonarle, y se va a separar para siempre del

hombre que más le interesa conservar en el mundo: no tiene usted otro medio de reparar su

honor que comprometiéndolo a casarse. Y puede estar segura de que nunca lo hará si le

cuenta lo que acaba de pasar.

-Miserable, ¿entonces por qué me precipitaste en este abismo, por qué me pusiste en

tal situación que tengo que engañar a mi amante, o perderlo a él y a mi honor?

-Tranquilidad, señorita, no hablemos más de lo que ya está hecho, ocupémonos

solamente de lo que hay que hacer. Si habla, está perdida; si cierra la boca, mi casa está

siempre abierta, nunca será delatada por nadie, y se queda usted con su amante; calcule si la

pequeña satisfacción de una venganza que en el fondo no puede asustarme (porque teniendo

yo su secreto, monsieur de... nunca podrá hacerme daño) , calcule, le digo, si el pequeño

placer de esa venganza puede compensarla por todos los dolores que acarrea...

Viendo entonces con qué clase de mujer tan indigna estaba tratando, y convencida del

peso de sus razones, por horrendas que fueran:

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-Salgamos, señora, salgamos -le dije-, no quiero estar más tiempo aquí; yo no diré una

palabra, haga usted lo mismo. Seguiré usando su casa, porque no podría romper con usted sin

descubrir ciertas infamias que me es importante ocultar; pero en el fondo de mi corazón me

cobraré, odiándola y despreciándola todo lo que se merece.

Volvimos a lo de la Berceil... Santo cielo, en qué estado de agitación volví a caer

cuando nos dijeron que monsieur de... había estado y le habían dicho que la señora había

salido por negocios, y que la señorita todavía no había llegado. Al mismo tiempo, una de las

muchachas me entregó un billete que él había escrito a la apurada para mí. Contenía

solamente estas palabras: "No la encontré, supongo que no pudo usted venir a la hora

habitual y me es imposible esperarla; hasta pasado mañana sin falta".

El billete no me tranquilizó en absoluto, su tono frío me parecía de mal agüero... no

haberme esperado, tan poca paciencia... todo esto me ponía en un estado que no puedo

describir... podía habernos visto salir, habernos seguido; y si lo había hecho ¿no estaba

perdida acaso? La Berceil, tan inquieta como yo, interrogó a todo el mundo; le dijeron que

monsieur de... había llegado tres minutos después de haber salido nosotras, que se mostró

muy inquieto, se fue inmediatamente y volvió para escribir el billete más o menos media hora

después. Más agitada todavía, mandé a buscar un carruaje... ¿pero puede usted creer, señor, a

qué grado de desvergüenza se atrevió a llevar su corrupción esa indigna mujer?

-Señorita -me dijo al ver que me iba-, no diga nunca una sola palabra de esto, se lo

aconsejo una vez más; pero si por desgracia llega usted a separarse de monsieur de..., hágame

caso, aproveche su libertad para dedicarse a las citas, es mucho mejor que un amante. Ya sé

que usted es una señorita como se debe, pero es joven, con toda seguridad le dan poco dinero,

y linda como es, yo puedo hacerle ganar todo lo que quiera... Vamos; vamos, que usted no es

la única; están las que se hacen las copetudas, que se casan, como tal vez usted lo haga algún

día, con condes o marqueses, y que ya sea espontáneamente, ya sea por la alcahuetería de sus

gobernantas, pasaron por nuestras manos como usted. Tenemos gente apropiada para las

muñequitas de su clase, ya lo vio; se las usa como a una rosa, se la aspira sin deshojarla.

Adiós, preciosa; de cualquier modo no nos enojemos, ¿eh? Ya ve que todavía puedo serle

útil.

Miré con horror a esa criatura y salí inmediatamente sin contestarle; recogí a Julie en

lo de mi tía, como de costumbre, y volví a casa.

No tenía ningún medio para comunicarme con monsieur de...; como nos veíamos tres

veces por semana, no teníamos costumbre de escribirnos; había que esperar, entonces, el

momento de la cita... ¿qué iba a decirme... qué iba a contestarle yo? ¿Iba a ocultarle lo que

había pasado, no era demasiado peligroso en el caso de que llegara a descubrirse, no era

mucho más prudente confesarle todo?... Pesando los pro y los contra de esos posibles

arreglos, me ponía en un estado de inquietud indecible. Finalmente decidí seguir el consejo

de la Berceil, y con la absoluta certeza de que esa mujer era la más interesada en mantener el

secreto, resolví imitarla y no decir nada... ¡Santo cielo, de qué servían tantos tejemanejes, si

no iba a volver a ver a mi amante, si el rayo que me iba a fulminar ya echaba chispas por todas

partes!

Al día siguiente, mi hermano mayor me preguntó cómo me permitía salir así,

completamente sola, tantas veces por semana y a horas semejantes.

-Voy a pasar la tarde en lo de nuestra tía -le dije.

-Mentira, Emilie, hace un mes que no pisa usted esa casa.

-Bueno, hermanito -le contesté temblando-, le contaré todo. Una amiga mía a quien

usted conoce bien, madame de Saint-Clair, tiene la gentileza de llevarme tres veces por

semana a su palco del Français; si no me atreví a decirlo, fue por temor a que nuestro padre

se opusiera, pero nuestra tía lo sabe perfectamente.

-¿Va usted al teatro? -dijo mi hermano-, podría habérmelo dicho; yo mismo la hubiera

acompañado y todo el asunto hubiera sido más sencillo..., pero sola con una mujer que no es

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de la familia, y casi tan joven como usted...

-Vamos, vamos, amigo -dijo mi otro hermano, que se había acercado durante la

conversación-, la señorita tiene sus diversiones y no hay que estropearlas... está buscando

marido, y se le presentarán a montones con esa táctica...

Y los dos me volvieron la espalda con sequedad; la conversación me había dejado

aterrada; pero como mi hermano mayor parecía bastante convencido con la historia del palco,

creí que había conseguido engañarlo y que no investigaría más. Por otra parte, aunque

hubieran insistido, tanto uno como otro, a no ser que me hubieran encerrado, no habría

habido en el mundo violencia capaz de impedirme ir a la cita siguiente; era demasiado

importante para mí una explicación con mi amante, para que algo pudiera hacerme faltar.

En cuanto a mi padre, era siempre igual: me idolatraba, no sospechaba ninguna de mis

faltas y no me molestaba para nada. ¡Qué cruel es tener que engañar a padres semejantes,

cuántas espinas siembran los remordimientos en los placeres obtenidos con semejantes

traiciones! Ejemplo funesto, pasión maligna, ojalá pudieran apartar de esos errores a las que

están en el mismo caso que yo, ojalá las torturas que sufrí por mis criminales placeres

pudieran detenerlas, por lo menos, al borde del abismo, si llegan alguna vez a conocer mi

lamentable historia.

Por fin llega el día fatal, salgo como siempre con Julie, la dejo en la casa de mi tía y

sigo de inmediato en el coche hasta la casa de la Berceil. Bajo... el silencio, la oscuridad que

reinan allí me sorprenden, me alarman al principio... ninguna cara familiar se me presenta;

aparece solamente una vieja a quien nunca había visto (y a, quien, para mi desgracia, iba a

ver demasiado seguido) y me dice que me quede donde estoy, que monsieur de... -lo llama

por su nombre-va a venir en seguida a reunirse conmigo. Quedo completamente helada y me

desplomo en un sillón, sin fuerza para articular ni una palabra; en ese mismo momento mis

dos hermanos se hacen presentes, pistola en mano.

-Desdichada -grita el mayor-, de manera que así es como nos engañas; a la menor

resistencia, al más leve grito, date por muerta. Síguenos, que ya te enseñaremos a traicionar

al mismo tiempo a la familia que deshonras y al amante al que te entregabas.

Oí las últimas palabras y perdí totalmente el conocimiento; cuando volví en mí, me

encontraba hundida en una carroza (que por lo que me pareció, iba a toda velocidad) , entre

mis hermanos y la vieja de quien acabo de hablar, con las piernas atadas y las manos

estrujadas en un pañuelo. Las lágrimas, retenidas hasta entonces por lo excesivo de mi dolor,

se abrieron paso en abundancia y pasé una hora en un estado que, por culpable que pudiera

ser, habría ablandado a cualquiera menos duro que mis verdugos. No me hablaron en todo el

camino; tampoco yo abrí la boca y me hundí en mi dolor. Por fin, al día siguiente, a las once

de la mañana, llegamos a un castillo ubicado en lo profundo de un bosque, entre Coucy y

Noyon, que pertenecía a mi hermano mayor. La carroza entró en el patio y me ordenaron

quedarme adentro mientras desuncían los caballos y alejaban a los criados; después vino a

buscarme mi hermano mayor.

-Sígame -me dijo en un tono brutal, tras haberme desatado.

Obedezco temblando... ¡Dios, qué espanto se apodera de mí al ver el lugar horrendo

que destinan para recluirme! Un cuarto bajo, sombrío, húmedo, completamente cerrado por

rejas, y sin más luz que la que entra por una ventana que mira a un ancho foso lleno de agua.

-Esta es su habitación, señorita -me dicen mis hermanos-, una muchacha que deshonra

a su familia sólo puede estar bien en un sitio como éste... De comer, le harán llegar las

sobras; esto es lo que van a darle -agregaron, mostrándome un pedazo de pan como el que se

da a los animales. Y corno no queremos hacer durar su sufrimiento, y, por otro lado,

queremos impedir por cualquier medio que usted salga de aquí, estas dos mujeres -dicen,

señalándome a la vieja y a otra más o menos igual que ya estaba en el castillo-, estas dos

mujeres le harán sangrías en los dos brazos tantas veces por semana como se encontraba

usted con monsieur de... en casa de la Berceil. Sin que lo sienta, al menos así lo esperamos,

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ese tratamiento la llevará a la tumba, porque no vamos a estar realmente tranquilos hasta que

separaos que la familia se ha liberado de un monstruo como usted.

Tras estas palabras, ordenan a las mujeres que me agarren, y delante de ellos, los

criminales -perdóneme la expresión, señor- delante de ellos, los muy salvajes me hicieron

hacer una sangría en los dos brazos al mismo tiempo, y no interrumpieron esa crueldad hasta

que me vieron sin sentido... Al recobrarme, los vi felicitándose por su atrocidad, y como si

quisieran descargarme todos los golpes a la vez, como si se deleitaran en destrozarme el

corazón en el preciso momento en que, derramaban mi sangre, el mayor sacó una carta del

bolsillo y me la alcanzó:

-Lea esto, señorita, lea esto -me dijo-, y sepa a quien le debe usted su desgracia...

Temblando, la abro y apenas si mis ojos pueden reconocer esa letra funesta; oh Dios

bendito... mi propio amante, sí, él, él era quien me había vendido... esto es lo que decía esa

carta atroz, cada una de sus palabras está grabada a fuego en mi corazón:

"Señor, cometí la locura de enamorarme de su hermana, y la imprudencia de

deshonrarla; estaba a punto de reparar todo el daño; devorado por los remordimientos, estaba

por caer de rodillas a los pies de su padre, declararme culpable y pedir la mano de su hija; no

habría tenido inconveniente en obtener el consentimiento de mi padre, y mi condición

permitía la alianza. En el momento mismo en que tomaba esas resoluciones... mis propios

ojos me convencen de que sólo se trata de una ramera que escudándose en nuestras citas,

frutos de un sentimiento puro y honesto, tenía la desvergüenza de ir a satisfacer los infames

deseos del más corrupto de los hombres. No espere, entonces, señor, ninguna reparación de

mi parte; no tengo ya deuda alguna; lo único que le debo a usted ahora es este abandono, y a

ella, el odio más inexorable y el desprecio más definitivo. Le mando la dirección de la casa

donde su hermana se complacía en arrastrarse, para que pueda comprobar si lo engaño".

En cuanto terminé de leer esas funestas palabras caí en un estado espantoso... No -me

decía arrancándome el pelo-, no, nunca me amaste; si el más leve sentimiento hubiera entibiado

tu corazón, nunca me habrías condenado sin oírme, no podrías haberme creído

culpable de un crimen semejante cuando era a ti a quien adoraba... Traidor, y es tan luego tu

mano la que me entrega, la que me precipita entre las garras de los verdugos que me van a

hacer morir día a día, gota a gota... y morir sin que me hagas justicia... morir despreciada por

quien adoro sin haberlo ofendido jamás por mi propia voluntad, sino engañada y por la

fuerza, ¡no, no, es demasiado sufrimiento, no tengo fuerzas para soportarlo! Y llorando me

arrojé a los pies de mis hermanos, les imploré que me escucharan o que me dejaran correr

toda mi sangre, para poder morir de inmediato.

Consintieron en escucharme; les conté mi historia, pero ellos deseaban mi muerte y no

me creyeron, sólo conseguí que me trataran peor. Por fin, después de insultarme de pies a

cabeza, y de amenazar de muerte a las dos mujeres si no cumplían las órdenes punto por

punto, se marcharon asegurándome fríamente que tenían la esperanza de no volver a verme

nunca más.

En cuanto se fueron, mis guardianas me dejaron pan, un poco de agua, y me

encerraron, pero al menos estaba sola y podía entregarme con libertad a mi desesperación;

eso me hacía menos desgraciada. En el primer momento. la violencia de mi dolor me hizo

pensar en desatar las ligaduras de los brazos y dejarme ir en sangre. Pero la idea horrible de

dejar la vida sin que mi amante conociera la verdad me hacía sufrir tanto, que no pude

decidirme a hacerlo. Un poco de tranquilidad devuelve la esperanza... la esperanza, ese

consuelo que nace en medio de los sufrimientos, regalo divino de la naturaleza para

neutralizarlos, o aliviarlos... No -me dije-, no moriré sin verlo; tengo que pensar solamente en

eso; tengo que ocuparme nada más que de eso; si insiste en creerme culpable, habrá llegado

entonces el momento de morir, y sin sentir pesar, por lo menos (es imposible que la vida

pueda tener algún encanto para mí después de haber perdido su amor).

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Una vez tomada tal resolución, decidí no descuidar ningún medio que pudiera

hacerme salir de ese tétrico sitio. Hacía cuatro días que me consolaba con esa idea, cuando

volvieron mis dos carceleras para traerme nuevas provisiones y quitarme, al mismo tiempo,

el poco de fuerzas que me daban. Me hicieron otra vez una sangría en cada brazo y me

dejaron inmóvil en la cama; al octavo día volvieron a aparecer, pero arrojándome a sus pies

para pedirles clemencia, conseguí que me sacaran sangre de un solo brazo. Para abreviar, así

pasaron dos meses, durante los cuales, cada cuatro días me sacaban sangre de uno y otro

brazo, en forma alternada. Me sostuvo la fortaleza de mi constitución; mi edad, el deseo tan

enorme que tenía de escapar de esa terrible situación, la cantidad de pan que comía para

reparar mi agotamiento y poder ejecutar mis planes, todo vino en mi ayuda, y al comenzar el

tercer mes, tras haber tenido la suerte de poder hacer un agujero en una de las paredes, pasé

por ahí a la habitación de al lado, que estaba abierta, y logré evadirme por fin del castillo.

Pero cuando trataba de llegar, a pie, como podía, al camino de París, las fuerzas me abandonaron

por completo en el lugar en que usted me vio. Obtuve allí su generosa ayuda, señor,

que trato de pagarle en la medida en que puedo, con mi sincero reconocimiento. Me atrevo a

pedirle a usted que siga prestándomela para volver junto a mi padre, a quien sin lugar a

dudas tienen engañado, y que nunca será tan bárbaro como para condenarme sin darme la

oportunidad de probarle mi inocencia. Verá que fui débil, pero también verá claramente que

mis culpas no han sido tan graves como las apariencias parecen demostrar; y con su

intervención, no sólo habrá devuelto la vida a. una desdichada criatura, que no dejará de

agradecérselo un solo momento, sino que habrá devuelto también la honra a una familia que,

equivocadamente, cree haberla perdido.

-Señorita -dice el conde de Luxeuil, tras haber puesto toda su atención en el relato de

Emilie-, es difícil verla y oírla sin que despierte usted el más vivo interés. Sin duda, no fue

tan culpable como puede creerse, pero hay cierta imprudencia en su comportamiento que

difícilmente puede dejar usted de advertir.

- ¡Oh, señor!

-Escúcheme, señorita, se lo ruego, escuche al hombre más interesado del mundo en

ayudarla. La conducta de su amante es espantosa; no sólo es injusta, pues debió tratar de

averiguar más y hablar con usted, sino que es cruel; si se está cegado al punto de no querer

volver atrás, uno abandona a una mujer, pero no la denuncia a su familia, no la deshonra, no

la entrega indignamente a quienes deben causar su perdición, no incita a éstos a vengarse...

por eso censuro severamente el comportamiento del hombre a quien usted quería..., pero la

de sus hermanos es mucho más indigna todavía, es atroz desde todo punto de vista, solamente

los verdugos pueden portarse así. Las faltas de esa clase no merecen semejantes

castigos; las cadenas nunca sirvieron para nada; en casos así, se guarda el secreto, pero no se

les quita a los culpables ni la sangre ni la libertad, medios tan odiosos como esos deshonran

mucho más a quienes los usan que a sus víctimas: son justamente odiados por éstas, el

secreto se divulga escandalosamente y nada ha sido reparado. Por importante que sea para

nosotros la virtud de una hermana, su vida debe tener a nuestros ojos un valor muchísimo

más alto; la honra puede recobrarse, pero no la sangre que ha sido derramada. En fin, esa

conducta es tan detestable, que sin duda alguna sería castigada si se la denunciara a la

justicia; pero no son esos recursos, que no harían otra cosa que imitar a los de sus verdugos y

hacer público lo que tenemos que ocultar, lo que debemos poner en práctica. No, voy a actuar

de un modo totalmente distinto para ayudarla, señorita, pero le prevengo que sólo podré

hacerlo con las siguientes condiciones: en primer lugar, que me dé usted con toda precisión

las direcciones de su padre, de su tía, de la Berceil y del hombre a casa de quien la llevó la

Berceil. En segundo lugar, señorita, que me diga, sin ningún tipo de discusión, el nombre de

la persona a quien quiere usted. Este punto es tan fundamental, que no le oculto que me es

absolutamente imposible ayudarla en lo que sea, si insiste en callar el nombre que le exijo.

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Emilie, confusa, empieza por satisfacer con exactitud la primera condición, y una vez

comunicadas las direcciones al conde:

-Entonces me exige usted, señor -le dice, ruborizándose-, que le dé el nombre de mi

seductor.

-Sí, por necesidad, señorita; no puedo hacer nada sin él.

-Bien, señor... es el marqués de Luxeuil...

-¡El marqués de Luxeuil! -exclama el conde, sin poder ocultar la conmoción que le

produce el nombre de su hijo-... El, capaz de algo semejante...-, y recobrándose, agrega-: Lo

reparará, señorita.... lo reparará y usted quedará vengada... tiene usted mi palabra. Adiós.

El sorprendente estado de agitación en que la última confesión de Emilie acababa de

poner al conde de Luxeuil, desconcertó a la desdichada joven; temía haber cometido una

indiscreción. Sin embargo, las palabras pronunciadas por el conde la tranquilizaron, y sin

comprender en absoluto las relaciones entre los hechos, que le era imposible poner en claro,

pues no sabía dónde estaba, resolvió esperar pacientemente el resultado de los movimientos

de su protector, y los cuidados que entretanto seguían dispensándole terminaron de calmarla,

y la convencieron de que allí todos buscaban solamente su felicidad.

Tuvo ocasión de quedar totalmente convencida de ello, cuando al cuarto día de las

explicaciones que había dado, vio entrar en su habitación al conde llevando de la mano al

marqués de Luxeuil.

-Señorita -le dice el conde-, aquí le traigo al mismo tiempo, al causante de sus

desdichas y al que viene a repararlas, suplicándole de rodillas que no le niegue usted su

mano.

Ante estas palabras, el marqués se arroja a los pies de la que adora; pero la sorpresa

había sido demasiado violenta para Emilie; en exceso débil para soportarla, se había desmayado

en los brazos de la mujer que la atendía; a fuerza de atenciones, sin embargo, pronto

volvió en sí y, al encontrarse en brazos de su amante, le dice en medio de un torrente de

lágrimas:

-Hombre cruel, ¡qué angustias causó usted a la que amaba! ¿Pudo creerla capaz,

realmente, de la infamia de la que se atrevió a acusarla? Amándolo a usted como lo amaba,

Emilie podía ser víctima de su ingenuidad y de las sucias tretas de los demás, pero nunca

podía serle infiel.

-Oh, adorada -exclamó el marqués-, perdóname ese horrible arranque de celos,

fundado en apariencias engañosas. Ninguno de nosotros tiene más dudas sobre eso, ¿pero no

estaban acaso contra ti esas funestas apariencias?

-¡Había que saber valorarme, Luxeuil, y no me hubiera usted imaginado capaz de

engañarlo; tenía que prestar más atención a los sentimientos que yo creía inspirarle, que a su

desesperación! Que este ejemplo enseñe a las mujeres que casi siempre es por exceso de

amor... casi siempre por ceder demasiado pronto por lo que perdemos la estima de nuestros

amantes,

-Oh, Luxeuil, su amor habría tenido más fuerza si el mío no hubiera sido tan rápido;

me castigó usted por mi debilidad, y lo que hubiera debido hacer más sólido su amor es lo

que le hizo desconfiar del mío.

-Vamos a olvidar todo eso, uno y otro -intervino el conde-. Luxeuil, su conducta es

censurable, y si no se hubiera usted ofrecido de inmediato a repararla, si no hubiera

advertido en su corazón el deseo de hacerlo, no habría vuelto a tratarlo en mi vida. Cuando

se quiere de verdad, decían nuestros antiguos trovadores, aun si se hubiera oído, aun si se

hubiera visto algo contrario a la amiga, no hay que creer ni a /os oídos ni a los ojos, sólo

hay que escuchar al corazón. Señorita, espero con impaciencia su restablecimiento -continuó

el conde, dirigiéndose a Emilie- no quiero llevarla a su casa más que en calidad de

esposa de mi hijo, e imagino que no se negarán a unirse a mí para reparar las desdichas que

usted sufrió. Si no lo hacen, le ofrezco mi casa, señorita, aquí se celebrará su casamiento, y

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mientras viva no dejaré de ver en usted a una nuera querida, de la que siempre estaré

honrado, aprueben o no su boda.

Luxeuil se arrojó en brazos de su padre; mademoiselle de Tourville se deshacía en

lágrimas mientras apretaba las manos de su benefactor, y la dejaron sola por algunas horas

para que se repusiera de los efectos de esa escena que, de durar demasiado, habría retrasado

el restablecimiento que todos deseaban con tanto ardor.

Por fin, al decimoquinto día de su regreso a París, mademoiselle de Tourville estuvo

en condiciones de levantarse y de subir a un carruaje; el conde le hizo poner un vestido

blanco como la inocencia de su corazón, no se descuidó ningún detalle para realzar el

esplendor de sus encantos que una sombra de palidez y de debilidad hacían todavía más

interesantes. Ella, el conde y Luxeuil se trasladaron a. la casa del presidente de Tourville,

quien no estaba advertido en absoluto y cuya sorpresa fue enorme al ver entrar a su hija.

Estaba con sus dos hijos, y la cara de éstos se contrajo de cólera e indignación ante esta

aparición inesperada; sabían que su hermana había huido, pero la imaginaban muerta en

algún rincón del bosque, y como se ve, se consolaban del modo más fácil del mundo.

-Señor -dijo el conde, haciendo que Emilie se acercara a su padre-, aquí traigo hasta

sus rodillas a la inocencia personificada -y Emilie se abrazó a ellas-. Imploro su perdón -

continuó diciendo el conde, y no soy yo quien se lo pediría si no estuviera seguro de que lo

merece. Por lo demás -continuó rápidamente-, la mejor prueba que puedo darle de la

profunda estima en que tengo a su hija, es que le pido a usted su mano para mi hijo. No hay

inconveniente en la unión de nuestros rangos, y si existiera de mi parte cierta desproporción

en cuanto a los bienes, vendería todo lo que tengo para entregarle a mi hijo una fortuna

digna de serle ofrecida a su hija. Decida usted, señor, y permítame que no me vaya sin antes

tener su palabra.

El anciano presidente de Tourville, que siempre había adorado a su pequeña Emilie,

que era, en el fondo, la bondad hecha persona, y que por la excelencia de su carácter, justamente,

hacía ya más de veinte años que no ejercía su cargo, el anciano presidente, como digo,

regando de lágrimas el seno de la querida niña, contestó al conde que se sentía demasiado

feliz con una elección semejante y que lo único que lamentaba era que su querida Emilie no

fuera digna de ella. Y entonces el marqués de Luxeuil, arrojándose también a los pies del

presidente, le rogó que lo perdonara por sus errores y le permitiera repararlos. Todo se

prometió, todo se arregló, todo se calmó, por una y otra parte. Los hermanos de nuestra

interesante heroína fueron los únicos que se negaron a compartir la alegría general, y la

rechazaron cuando se acercó a ellos para abrazarlos. El conde, furioso por semejante comportamiento,

quiso detener a uno de ellos, que trataba de salir de la habitación, pero monsieur

de Tourville exclamó:

-Déjelos, señor, déjelos, me han engañado de un modo horrible. Si esta querida criatura

hubiera cometido faltas tales como las que ellos me han dicho, ¿consentiría usted acaso en

casarla con su hijo? Arruinaron la felicidad de mi vida al separarme de mi Emile... déjelos.

Y los dos infelices salieron estallando de rabia. Entonces el conde enteró a monsieur de

Tourville de todos los horrores de sus hijos y de los verdaderos horrores de su hija. El presidente,

viendo la poca proporción que había entre las faltas y la indignidad del castigo, juró

que en su vida volvería a ver a sus hijos; el conde lo calmó y le hizo prometer que olvidaría

todo lo ocurrido. Ocho días después, se llevó a cabo el casamiento sin que los hermanos

quisieran asistir, pero y los extrañaron muy poco; lo único que ganaron fue un mayor

desprecio. Monsieur de Tourville se contentó con ordenarles el más absoluto silencio, bajo

pena de hacerlos encerrar a ellos, esta vez, y se callaron; pero no lo bastante, sin embargo,

como para no vanagloriarse de su infame comportamiento mientras condenaban la

indulgencia de su padre. Y los que conocieron la desgraciada historia exclamaron, aterrados

por le atrocidad de los detalles que la caracterizan:

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-¡Oh santo cielo, miren los horrores que calladamente se permiten los que se ponen a

castigar las culpas ajenas! Tienen mucha razón los que dicen que infamias semejantes están

reservadas a esos frenéticos e ineptos esbirros de la ciega Temis, que imbuidos de un rigor

imbécil, insensibles desde la infancia a los gritos del infortunio, manchados de sangre desde

la cuna, censuran todo pero se permiten todo a sí mismos. Piensan que la única manera de

cubrir sus vergüenzas secretas y sus faltas en los cargos públicos, es presentar ante los ojos

de los demás una rigidez de comportamiento, que haciéndolos parecerse a gansos en lo

exterior y a tigres en su interior, no tiene más objeto, mientras los crímenes manchan sus

manos, que engañar a los tontos y hacer que el hombre juicioso deteste sus principios

odiosos, sus leyes sanguinarias y sus despreciables personas.

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SILVINA OCAMPO CUENTO LA LIEBRE DORADA

 La liebre dorada En el seno de la tarde, el sol la iluminaba como un holocausto en las láminas de la historia sagrada. Todas las liebres no...

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