jueves, 29 de febrero de 2024

G. K. Chesterton George Bernard Shaw PRÓLOGO

 


 


 G. K. Chesterton

George Bernard Shaw

 

 

 

 

 


 

«La mayoría de la gente dice que está de acuerdo con Bernard Shaw o que no le entiende. Yo soy el único que le entiende, y no estoy de acuerdo con él».

G. K. CH.

 

 


 EL PROBLEMA DEL PRÓLOGO

 

UNA peculiar dificultad refrena al autor de este arriesgado estudio muy desde el principio. Son muchos los que conocen a Bernard Shaw, sobre todo como hombre capaz de escribir un larguísimo prólogo, aun para una obra muy corta. Y es cierto, ya que es realmente una persona muy dada a los prólogos. Da siempre la explicación antes que el incidente; pero, por lo que a esto se refiere, lo mismo pasa con el Evangelio de San Juan. Para Bernard Shaw, lo mismo que para los místicos, cristianos y paganos (y a Shaw se le ve mejor como a un místico pagano), la filosofía de los hechos es anterior a los hechos mismos. Oportunamente llegamos al hecho, la encarnación; pero en un principio fue el Verbo.

Esto produce en muchos espíritus la impresión de una preparación innecesaria y una especie de excitante prolijidad. Pero lo cierto es que la misma viveza de imaginación de este hombre es la que le hace parecer lento en llegar al final. No cabe duda de que, de tan agudo resulta prolijo. Una vista penetrante para las ideas puede, en realidad, hacer que un escritor tarde en alcanzar su meta, lo mismo que una fina visión para el paisaje puede obligar a un motorista a retardar su llegada a Brighton. Un hombre original tiene que hacer una pausa en cada alusión o en cada símil para explicar de nuevo los paralelos históricos, para volver a dar forma a las palabras deformadas. Cualquier escritor corriente de primera línea —permítasenos decirlo así— podría escribir rápida y fácilmente algo parecido a esto: «El elemento de la religión que existe en la rebelión puritana, si bien hostil al arte, libró sin embargo, al movimiento, de algunos de los males en que la Revolución Francesa envolvió a la moralidad». Ahora bien: un hombre como Shaw, que tiene opiniones propias sobre todas las cosas, se vería forzado a construir una frase larga y quebrada, en lugar de una breve y sencilla. Diría algo así: «El elemento de la religión, tal como yo explico la religión, que existe en la rebelión puritana (a la que vosotros tomáis en un sentido totalmente erróneo), si bien hostil al arte —es decir, a lo que yo entiendo por arte—, puede haberla librado de algunos males (recordad mi definición del mal) en que la Revolución Francesa —sobre la que tengo mi propia opinión— envolvió a la moralidad, a la que os definiré dentro de un instante». Lo peor que tiene el ser un escéptico y un filósofo verdaderamente universal, es esto: que la labor es lenta. El bosque de ideas del hombre le obstruye la salida. El hombre ha de ser ortodoxo en muchas cosas, de lo contrario, no tendrá tiempo ni de predicar su propia herejía.

Ahora bien, la misma dificultad que encierra la obra de Bernard Shaw, la tiene todo libro que de él trate. Existe la inevitable necesidad artística de poner el prólogo antes que la obra; es decir, es preciso decir algo acerca de lo que significa la experiencia de Bernard Shaw incluso antes de contar cuál fue ésta. Hemos de relatar lo que hizo, después que hayamos explicado por qué lo hizo. Considerada superficialmente, su vida se compone de incidentes bastante corrientes. Muy bien pudiera ser la vida de un empleado de Dublín, de un socialista de Manchester o de un autor londinense. Si abordo la vida del hombre antes que su obra, parecerá trivial; sin embargo, considerada en conjunto con su obra, es de lo más importante. En resumen, difícilmente podríamos saber lo que significan los actos de Shaw si no supiésemos lo que se proponía al realizarlos. Esta dificultad, en cuanto al mero orden y estructura, me ha suscitado muchas dudas. Voy a salvarlas, toscamente quizá, pero del modo que considero más sincero. Antes de escribir la más mínima indicación acerca de sus relaciones con el teatro, voy a hacerlo respecto a tres regiones o atmósferas, de las cuales surgió esa relación. Dicho de otro modo, antes de hablar de Shaw, hablaré de las tres grandes influencias que obraron sobre él. Las tres existían antes de nacer él, y, sin embargo, cada una de ellas es él mismo y su vivo retrato desde cierto punto de vista. He denominado a estas tres tradiciones: El Irlandés, El Puritano y El Progresista. No veo el modo de evitar esta teorización preliminar, pues si me limitase a decir, por ejemplo, que Bernard Shaw es irlandés, la impresión que produciría sobre el lector podría estar muy alejada de mi pensamiento y, lo que es más importante, de la idea de Shaw. Por ejemplo, la gente podría pensar que yo quería decir que es «irresponsable». Esto trastornaría todo el plan de estas páginas, pues si algo no es Shaw, es irresponsable. En él la responsabilidad vibra como el acero. De igual modo, si yo le llamase sencillamente puritano, podría entenderse algo relacionado con estatuas desnudas o «mojigatas al acecho». Y si le llamase progresista, podría suponerse que quería decir que vota por los progresistas en las elecciones del Condado, cosa que dudo mucho. No tengo más camino que éste: explicar brevemente estas cuestiones como las explicaría el propio Shaw. Habrá algunos protestones que criticarán este colocar la moraleja antes que la fábula. Otros, imaginarán en su inocencia que comprenden ya la palabra puritano o la más misteriosa todavía de irlandés. En realidad, la única persona de cuya aprobación estoy seguro es el propio Bernard Shaw, el hombre de las múltiples introducciones.

miércoles, 28 de febrero de 2024

ARETINO PIETRO LA CORTESANA ORIGINAL COMEDIA EN CINCO ACTOS PRÓLOGO

 

            Ambientada en Roma, llamada la nueva Babilonia, el protagonista es un joven llamado Maco de Siena, terriblemente enfermo y postrado en la cama con fiebre. El padre desesperado, jura que su hijo se convertiría en monje si el Señor logra que se recupere. Milagrosamente, Maco se recupera y es enviado a la capital, donde se encuentra con el Maestro Andrés, quien se ofrecerá para actuar como pedagogo, pero donde también se encontrará con los ojos de la hermosa Camilla Pisana.

 


              

 

 

            Pietro De Aretino

 

 La cortesana

 

 

            ePub r1.0

 

 

            Titivillus 19.12.2017

 

 

 


            Título original: La cortigiana

 

            Pietro De Aretino, 1534

 

            Traducción: J. M. Llanas Aguilaniedo

 

            Editor digital: Titivillus

 

            ePub base r1.2

 

              

 

 


 PEDRO ARETINO

 

 


           

LA CORTESANA

            ORIGINAL COMEDIA EN CINCO ACTOS

              

            Escrita en Venecia el año 1534, traducida por primera
vez al castellano en 1900, por J. M. Llanas Aguilaniedo.

 

 


 AL LECTOR

 

 

             C OMO curiosidad bibliográfica, digna de ser conocida por nuestro público, el editor del presente libro puso en mis manos La Cortigiana, de Pedro Aretino, encargándome su traducción. En una época en que la corte de Roma ofrecía al mundo, en vez de la ejemplaridad que fuera de desear, el espectáculo del vicio, la bajeza y licencia; ingenio tan vivo, tan despierto y agudo come el del Aretino, tenía que fijarse necesariamente en ello, tomándolo como asunto para su sátira dura, que nada perdonaba, y en la cual pocos le aventajaron.

            Formando parte de aquella caterva de cincuecentistas que tantas y tan especiales cosas nos legaren, Pedro Aretino, un bastardo, dejó en sus escritos la huella de su personalidad complicada, mezcla discordante en que alternan el escepticismo, la gramática parda la impiedad y poca aprensión del pícaro, con la devoción del creyente, las supersticiones propias de la época, el espíritu de rectitud y justicia del hombre honrado; las crudezas y sensualismo del individuo que dedica cincuenta años de su vida a la práctica independiente y desenfadada del amor libre.

            Era un perdis, un perdis con ingenio maravilloso; mimado de los grandes, a cuyas expensas vivió, cosa corriente en unos tiempos en que las letras se sostenían, en términos generales, gracias al parasitismo de los autores.

            Las facultades creadoras se asociaban a la adulación para realizar la vida en mejores condiciones; el burgués limitado ha sido siempre liberal con el que halaga su vanidad; el ingenio se apoyaba en la adulación encubierta; ésta obtenía de aquél, galas con que vestirse, y así unidos mejoraban su vida. Un hongo y un alga, separados sobre una piedra lisa, languidecen o mueren; puestos en contacto y aprovechando cada cual los productos que al otro le sobran, viven bien y forman una entidad fisiológica tan resistente como el liquen; la literatura, o al menos la existencia de los que a ella se dedican, ha sido casi siempre un caso de simbiosis más o menos manifiesta.

            Por un lado, Pedro Aretino escribía obras meritísimas; por otro, adulaba con finura a los grandes o ejercía un verdadero chantaje con otros a quienes su pluma ponía en cuidado.

            Sacaba de todas partes; todo era poco para aquel bohemio caritativo, que daba a los pobres el caudal salvado del burdel y de la taberna, donde lograba, además del naufragio de la bolsa, el de su cuerpo, ambulante muestrario de cuchilladas.

            Como se ha escrito bastante a propósito de sus obras, sobre todo en italiano y en francés, aunque esta no sea una razón para dejar de hablar de ellas a nuestro público, ensayando siquiera los estudios de literatura comparada a que se prestan, acabo este proemio para dejar paso a la comedia, cuya versión hice, inspirado en la buena intención de dar a conocer con la mayor fidelidad posible obras que tanta resonancia tuvieron en otro tiempo, respetando las crudezas del lenguaje y abusando tal vez de la traducción literal, para no separarme un punto del espíritu que las dictó.

 

            J. M. LLANAS AGUILANIEDO.

miércoles, 21 de febrero de 2024

La astucia del gato de Cheshire

 


La astucia del gato de Cheshire

© 2001 by La Nación (31 de Enero de 2001). En El Broli Argentino.

En: http://elbroli.8k.com/escritores/Andersonimbert/LaNacion.html

 

El humor y la irreverencia eran los recursos preferidos por Enrique Anderson Imbert, el escritor argentino recientemente fallecido, para quebrar la presunta seguridad de la vida diaria y revelar lo que sucede del otro lado del espejo.

 

Enrique Anderson Imbert fue el autor de una pionera Historia de la Literatura Hispanoamericana que se convirtió en una obra básica de consulta. Fue un brillante catedrático, practicó una erudición que no excluía la amenidad ni la inteligencia, dejó escritos numerosos volúmenes de ensayo y de teoría y crítica literarias. Sin embargo, prefiero recordarlo como el tejedor de una vasta obra de ficción, y sobre todo, como el que inscribió indeleblemente en el aire silencioso de la lectura, la sonrisa de El Gato de Cheshire.

Así, El Gato de Cheshire (1965), se llama uno de sus libros, en homenaje al felino de Alice in Wonderland, que tenía la inquietante costumbre de corporizarse y descorporizarse, pero hacía esto último al revés: empezaba por la punta de la cola y dejaba flotando el fantasma de su sonrisa. Los textos de esta obra –ni cuentos, ni poemas, ni ensayos, sino cruce deslumbrante de géneros en una forma breve– son como esa sonrisa. Con lenguaje de la filosofía idealista (Benedetto Croce) Anderson los considera aspiraciones a la "intuición pura". Más allá de la terminología que se elija, estas "sonrisas sin gato" logran sin duda, desde su gesto perturbador y subversivo, el máximo impacto poético: "desautomatizar la percepción", como dijo Shklovski, dislocar los esquemas rutinarios y utilitarios que nos instalan en lo que llamamos, confiadamente, la realidad. Quizá en ninguna otra obra de Anderson esta voluntad de ruptura y creativa transgresión es tan intensa, deliberada y sistemática, y abarca un registro tan amplio: desde la erosión de las fronteras genéricas hasta la contra escritura de los mitos, las filosofías y las teologías que han articulado el Universo imaginario y especulativo de nuestra cultura. Quizá por eso este libro de irreverente originalidad puede ser entendido como summa o cifra de todos los otros, como lugar privilegiado desde el cual leer la ficción andersoniana.

Una ficción traspasada por la quiebra del pacto realista, por negociaciones con lo maravilloso y con lo fantástico que desacomodan continuamente las presuntas seguridades de la vida ordinaria, y que fluctúa, por lo tanto, entre la experiencia de la libertad y del horror. La "realidad en sí" –para Anderson o para Kant– es incognoscible. Y las formas de la sensibilidad, las categorías de la razón, no son sino ilusiones que en cualquier momento pueden rasgarse o desvanecerse para dejarnos indefensos ante el incomprensible Caos: la otra cara de un Orden que sólo nosotros hemos construido. La quiebra recurrente de las supuestas leyes de la Naturaleza sume a sus personajes en el terror y el vértigo, pero asimismo en la alegría ante esa desaparición de los límites que permite a cada uno ser (como los duendes irlandeses que pueblan tantas de estas ficciones) un árbitro o un mago en el gran juego del mundo, en la fantasmagoría de los seres efímeros que –siguiendo las estrategias de la metáfora– se levantan, se intercambian, se transforman y se disipan sobre el Caos. Así, un olmo que sueña volar se ve recompensado por el nacimiento de un ala, o un hombre puede abrir el agua como se abren las páginas de un libro.

Juego arriesgado, audaz exploración de la Nada que acecha más allá, la narrativa de Anderson corroe las certezas establecidas, no sólo mediante las magias de la transformación, mediante el escándalo y el prodigio, sino por la ironía y el humor. Un humor que puede ser metafísico y macabro y que no instala otra vez sobre la Tierra firme al hombre desplazado y sacudido. Lo mantiene en el aire, como un acróbata sobre el abismo. Este humor agudo, irónico y paradójico, ataca particularmente la figura de Dios. No con el afán de negar (de una manera fácilmente ingeniosa) la trascendencia, sino con el fin de situarla más allá del alcance de lo racional, y de someter a crítica los juicios y dogmas acerca de ella, los arquetipos o hipóstasis de lo sagrado que las filosofías y teologías han propuesto, y la arrogancia demasiado humana de pretender que el patético homo sapiens pueda ser el objeto privilegiado o exclusivo de la atención divina.

Anderson, poeta en prosa y escritor de relatos fantásticos, no ha desdeñado del todo los cuentos "realistas" en el sentido más tradicional del término, o sea, aquellos que parecen describir la relación cotidiana con el entorno social, sin que aparezcan ingredientes sobrenaturales. Pero aún en ellos el narrador utiliza la ironía para "desestabilizar" al lector, para advertirle sobre el artificio que sustenta al relato. Con este fin, apela a observaciones sobre los mecanismos de fabricación del cuento dentro del cuento mismo (Un navajazo en Madrid, en El estafador se jubila), o imbrica la anécdota "real" en una situación tópica y típica ya estructurada por un mito o un relato tradicional. O bien, en los cuentos aparentemente más prosaicos, el desenlace es tan insólito que descoloca al lector y rompe las expectativas verosímiles (Dos pájaros de un tiro en La sandía y otros cuentos, Sabor a pintura de labios en El grimorio, y tantos otros).

Este cuestionamiento del realismo y en general, de todas las convenciones estéticas, obedece a una medular preocupación por el estatuto de la ficción, que se traduce muchas veces en práctica metaliteraria (literatura sobre la literatura) dentro del propio discurso ficcional. Tal práctica se configura de diversas maneras: observaciones sobre la problemática de la literatura, citas y alusiones eruditas, cuentos sobre el acto mismo de escribir, reescritura de textos del pasado, duplicaciones interiores del relato, cuentos circulares que narran su propio proceso de composición, exhibiciones del procedimiento narrativo, parodias de género que socavan hábilmente códigos como los de la novela policial, la novela gótica, el cuento de fantasmas, el relato fantástico, el discurso estructuralista, la anti-novela.

Pero su mayor hallazgo es acaso la imagen de un libro mágico que se escribe a sí mismo en el momento de su lectura; un libro Infinito y circular donde cada lector lee también su propia historia. La escritura prodigiosa que constituye el "grimorio" (esto es, el "libro mágico" que da título al cuento y al volumen de relatos homónimo) es un símbolo del propio ejercicio literario. La literatura es de algún modo ese libro incesante que a nadie le será dado comprender por entero, ni concluir, que no proporcionará a su lector-autor el buscado saber total, sino más bien, como le ocurre al profesor Rabinovich, su incauto adquirente, la extenuación en el deseo Infinito.

La sonrisa de El Gato de Cheshire seguirá recordándonos los límites de ese conocimiento y a la vez, las aproximaciones radiantes de la poesía hacia aquello que el texto no revela, hacia la intocada realidad que el lenguaje decepciona y traiciona, que es misterio:

 

–Oye la canción del viento en las casuarinas: parece la canción del mar.

–Sí. Esa canción la oigo. Pero quisiera oír la otra, la que las casuarinas se cantan unas a otras y nosotros no podemos oír.

 

Quizá Enrique Anderson, poco amigo de Dios y de los dioses, pero íntimo de los fantasmas y de los duendes, la esté escuchando ahora del otro lado del espejo.

 

Claves

 

Formación: Enrique Anderson Imbert nació en Córdoba en 1910. Se recibió de doctor en filosofía y letras en la UBA y pronto tuvo una cátedra en la Universidad Nacional de Tucumán.

 

Juventud: brillante profesor de literatura y escritor, Anderson Imbert, a los 24 años, ganó un premio municipal por su novela Vigilia.

 

Exilio: en 1945, el gobierno de Perón le quitó la cátedra que dictaba en Tucumán. El escritor se exilió en los Estados Unidos y enseñó en las universidades de Michigan y de Harvard.

 

Obras: entre sus ensayos se destacan: Historia de la literatura hispanoamericana, ¿Qué es la prosa?, La originalidad de Rubén Darío, La crítica literaria y sus métodos, Teoría y técnica del cuento. Sus libros de ficción comprenden, entre otros: Vigilia, El grimorio, El mentir de las estrellas, En el telar del tiempo, El gato de Cheshire, Victoria, y El tamaño de las brujas.

 

 

Edición digital de El Broli Argentino

Revisión de urijenny (odoniano@yahoo.com.ar)

martes, 20 de febrero de 2024

MÉTODOS DE CRÍTICA LITERARIA PREFACIO ANDERSON IMBERT



MÉTODOS

DE

CRÍTICA

LITERARIA

 PREFACIO

Admitamos, ante todo, que el tema es ingrato. Se trata de hacer la crítica a la crítica. Es decir, que tenemos que alejarnos de la literatura, que es lo que de veras vale, y acomodar nuestro ojo a un nuevo objeto Nuestro objeto no es ya la literatura: es la crítica. La diferencia está en que la literatura es la expresión de un modo de intuir las cosas; y la crítica, en cambio, es el examen intelectual precisamente de aquella expresión.

La literatura, expresión; la crítica, examen...

Sin duda estos dos movimientos del alma —expresar, examinar— se dan en una misma persona. En todo poeta hay un crítico agazapado, que le está ayudando a cuidar la estructura de su poema; y, a su vez, en todo crítico hay un poeta que, desde dentro, le está enseñando a simpatizar con lo que lee. Por eso, en la historia de la poesía, es frecuente el caso de poetas que nos han dejado lúcidas autocríticas; y, en la historia de la crítica, también es frecuente el caso de críticos que más que analizar objetivamente una obra ajena se ponen a revelar su propio lirismo. Pero, por supuesto, estas mezclas no dan por resultado la crítica literaria. Darán autocríticas, darán lirismos críticos, pero a eso. Para ser crítica de veras, le falta objetividad. Hay otras veces en que las dos funciones, la creadora y la crítica, operan separadamente en la misma persona. Es el caso de ciertos escritores que cultivan con igual fortuna la expresión de su propia obra por un lado y el examen

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de la obra ajena por otro. Quienes buscan «críticos puros», críticos que no sean más que críticos, suelen exasperarse ante esos bicéfalos poetas-críticos (o críticos-poetas). Hay, sin embargo, críticos de una sola cabeza. No son necesariamente mejores. La profesión de crítico no es garantía de agudeza. En la convocatoria a los críticos que aquí se haga no habrá prejuicios gremiales. Nadie saca patente de crítico. Que comparezca la crítica tal como se da y desde donde se dé. No pediremos credenciales. Eso sí, dejaremos de lado la crítica farragosa, esa que, pensada por mentes desordenadas —sean profesionales o no— solo ofrecen observaciones superfluas y a medio hacer. Es la más copiosa, pero no vale la pena ocuparse de ella. Nos ocuparemos, pues, de la crítica sistemática.

¿Qué entendemos por crítica sistemática? No nos referimos, desde luego, a la forma externa de que se reviste esa crítica, sino al rigor intelectual con que está razonada. Un breve y ocasional comentario a un libro puede estar concebido sistemáticamente y, al revés, todo un tratado de apariencias académicas puede carecer de sistema. Llamamos crítica sistemática a la ejercida por críticos que se desvelan por comprender todo lo que entra en el proceso de la creación de una obra literaria.

Durante siglos la meditación sobre la literatura ha sido seria. No habían nacido las ciencias que hoy todo el mundo respeta, y ya la crítica se proponía ser científica. Es injusto, pues, que mucha gente crea que cualquier profano más o menos familiarizado con la literatura está en condiciones de hacer crítica. La crítica requiere iniciación. Ante una literatura que acentúa lo ideológico, el crítico puede discutir ideas generales; ante una literatura pura y hermética, el crítico se hace especialista del análisis; pero en todos los casos la crítica requiere un serio esfuerzo de amaestramiento.

Enrique Anderson Imbert

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Toda persona culta tiene una noción más o menos clara de qué es la crítica. Partiendo de esa idea general vamos a explorar el territorio de la crítica literaria contemporánea y a trazar su mapa. Como en toda cartografía, señalaremos con líneas gruesas las relaciones mayores, prescindiendo de los detalles. Por supuesto, nuestras clasificaciones serán meramente didácticas. Lo que importa, ya se sabe, es la unidad del espíritu. £1 marcar regiones es solo una ayuda para la ojeada total. Si nos atrevemos a recargar el reticulado de clases y subclases es, precisamente, porque no le concedemos ninguna rigidez. Ese reticulado está en nuestro modo de conocer, no en el modo de ser de la realidad. Podríamos deshacerlo y rehacerlo en otro sistema de clasificaciones igualmente coherente. Los conceptos que usemos matizarán, sin dividirlo, un fluido panorama. Solo daremos esquemas; y aun nuestro estilo será aquí esquemático. El apretar nuestros materiales en el breve espacio disponible ha obligado también a sacrificar datos, ejemplos y desarrollos de ideas. Damos dos clases de bibliografía: una, directamente referida a pasajes de nuestro opúsculo, va al pie de la página; la otra, más general, útil para quienes quieran profundizar en la materia, va al final; hemos elegido irnos pocos títulos (eso sí: autorizados y accesibles) que, a su vez, traen una bibliografía más especializada. Quisiéramos ser útiles. Y como estas páginas fueron escritas especialmente para los estudiantes, en un curso universitario, ahora que se organizan en libro las dedicamos a los jóvenes que hincan el codo en la crítica literaria.

Hasta aquí, el prólogo a La crítica literaria contemporánea, Buenos Aires, Ediciones Gure, 1957. Fue un librito cuya edición, muy limitada, no salió de la ciudad y allí se agotó inmediatamente. Ahora lo hemos aumentado y, como ha resultado un libro nuevo, le damos un nuevo título: Métodos de crítica literaria.

Métodos de critica literaria

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El panorama no es hoy más claro que hace diez años. Al contrario. Crece la Torre de Babel y arrecia el estruendo de la babilónica confusión de lenguas. El diálogo es cada vez más difícil. Si hace diez años el enfoque sociológico se ponía a la defensiva ante el triunfante avance del formalismo, hoy es el formalismo el que tiene que defenderse. A la concepción dinámica del historicismo siguió la concepción estática del estruc- turalismo; pero he aquí que, de pronto, las sincronías se hacen diacronías y las redes estructurales vuelven a abrirse a la historia. El crítico de la crítica, trapecista de circo, suele marearse mientras el trapecio oscila de extremo a extremo, recorriendo todas las posiciones posibles. Lo que creyó ver bien ya no está a la vista; nada está donde estaba, y en cambio aparecen caras en espacios antes vacíos. Entonces el crítico se arrepiente de haber escrito un libro sobre los métodos de la crítica. ¿Para qué, si mañana no se ha de ver lo que se ve hoy? ¿No hubiera sido más inteligente lucirse en la hazaña de criticar la literatura, en lugar de criticar la crítica, riesgo inútil, con algo de lunático y de mono, en un trapecio de circo? Quizá. Pero el libro ya está escrito, y algo se ha ganado. Supongamos que en el futuro haya que cambiar todos los ejemplos que ilustran nuestra clasificación de métodos críticos; supongamos que aun hoy esos ejemplos estén mal elegidos y los críticos mencionados, uno por uno o todos juntos, protesten porque se los ha clasificado mal o porque, al clasificarlos, se les ha mutilado el cuerpo; supongamos...; bueno, supongamos lo que supongamos siempre quedará, como ejercicio teórico, la clasificación misma; clasificación basada en la realidad que se muestra en la conciencia del estudioso de literatura: esto es, el circuito de la actividad creadora del escritor, de la obra que ese escritor ha creado y de la re-creación de esa obra en el ánimo del lector. Los estudiantes —a quienes dedicamos nuestro libro— podrían aprovechar

Enrique Anderson Imbert

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tal criterio para emprender, con mayor comprensión del oficio, investigaciones sobre cualquier aspecto de la literatura. Después de todo nuestro propósito es dar, no una historia de la crítica —aunque de paso la damos—, ni un panorama de los críticos de hoy —aunque también de paso lo damos—, sino las llaves para entrar, por tres puertas, en la literatura.

E. A. I.

Métodos de critica literaria

Harvard University. Cambridge, Massachusetts. Marzo de 1968.

viernes, 16 de febrero de 2024

EL CIELO PROTECTOR Paul Bowles FRAGMENTO NOVELA

 




Paul Bowles nació en Nueva York en 1910. Compositor además de escritor, desde muy

 joven se dedicó a viajar por el mundo con su esposa Jane, residiendo en París, España,

 América Lati­na y Tánger, ciudad en la que finalmente fijó su residencia. De su fascinación

 por el norte de África surgió su novela más famosa, El cielo protector. Otras de sus obras

 destacadas son Déjala que cai­ga, Un episodio distante y El tiempo en la amistad


 EL CIELO PROTECTOR

 

Paul Bowles

A Jane


 

PRIMERA PARTE.. 6

Té en el Sáhara. 6

 

SEGUNDA PARTE.. 73

El borde afilado de la tierra. 73

 

TERCERA PARTE.. 132

El cielo. 132

 

 
PRIMERA PARTE

Té en el Sáhara

 

 

 

 

 

 

Lo que tiene nuestro destino de nuestro

y de distinto es lo que tiene de parecido

con nuestro propio recuerdo

 

EDUARDO MALLEA

 

 

I

 


I

 

Se despertó, abrió los ojos. La habitación le decía poco; había estado demasiado sumergido en la nada, de la que acababa de emerger. No tenía fuerzas para definir su si­tuación en el tiempo y en el espacio; tampoco lo deseaba. Estaba en algún lugar; para regresar de la nada había atravesado vastas regiones. En el centro de su conciencia había la certidumbre de una infinita tristeza, pero esa tris­teza lo reconfortaba porque era lo único que le resultaba familiar. No necesitaba otro consuelo. Permaneció un rato completamente inmóvil, en un descanso absoluto, para hun­dirse luego en una de esas somnolencias ligeras, momen­táneas, que suelen suceder a un sueño largo y profundo. De pronto volvió a abrir los ojos y consultó su reloj de pulsera. Fue un puro acto reflejo, porque al ver la hora se desconcertó. Se incorporó, echó una mirada a la habita­ción charra, se llevó una mano a la frente y con un pro­fundo suspiro volvió a tenderse en la cama. Pero ya se había despertado; en pocos segundos más supo dónde es­taba, que la tarde terminaba, que había dormido desde el almuerzo. Oía a su mujer en la habitación contigua, taco­neando con sus chinelas sobre el liso suelo de baldosas, y ahora que había alcanzado otro nivel de conciencia en el que no le bastaba la mera certeza de estar vivo, ese ruido lo tranquilizaba. Pero qué difícil era aceptar la alta, estre­cha habitación con su cielo raso envigado, los colores neu­tros de los grandes dibujos anodinos de las paredes, la ven­tana cerrada, con sus vidrios rojos y anaranjados. Boste­zó, faltaba aire en el cuarto. Después bajaría de la alta cama para abrir la ventana, y en ese momento recordaría su sueño. Porque, aunque le era imposible reconstruir un solo detalle, estaba seguro de haber soñado. Del otro lado de la ventana habría aire, tejados, la ciudad, el mar. El viento vespertino le refrescaría la cara y en ese momento reaparecería el sueño. Por ahora lo único que podía hacer era seguir tendido como estaba, respirando lentamente, casi a punto de dormirse de nuevo, paralizado en el cuarto sin aire, no a la espera del crepúsculo, sino quedándose inmó­vil hasta que llegara.

 

 

II

 

En la terraza del Café d'Eckmül-Noiseux, unos pocos árabes bebían agua mineral; sólo sus feces de diversos tonos de rojo los distinguían del resto de la población del puerto. Sus ropas europeas eran grises y raídas; hubiera sido difícil decir cuál había sido el corte original de cual­quiera de ellas. Los lustrabotas casi desnudos, en cuclillas sobre sus cajas, miraban el pavimento, sin fuerzas para espantar las moscas que les corrían por la cara. En el in­terior del café, el aire, más fresco pero inmóvil, exhalaba un tufo de vino y orina.

Sentados a una mesa del rincón más oscuro, tres nor­teamericanos, dos hombres jóvenes y una muchacha, con­versaban tranquilamente, como las gentes que tienen tiem­po de sobra para todo. Uno de los hombres, el delgado, de cara levemente crispada y ansiosa, doblaba unos grandes mapas multicolores que había desplegado sobre la mesa poco antes. Su mujer observaba, divertida y exasperada, sus meticulosos movimientos; los mapas la aburrían y él estaba siempre consultándolos. Aun en sus breves perío­dos de vida sedentaria, y bien pocos habían sido desde su casamiento doce años atrás, le bastaba ver un mapa para ponerse a estudiarlo apasionadamente, y entonces, en la mayoría de los casos, empezaba a proyectar un nuevo viaje imposible pero que a veces llegaban a realizar. No se con­sideraba un turista; él era un viajero. Explicaba que la diferencia residía, en parte, en el tiempo. Mientras el turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero, que no pertenece más a un lugar que al siguiente, se desplaza con lentitud du­rante años de un punto a otro de la tierra. Y le hubiera sido difícil decir en cuál de los muchos lugares donde había vivido se había sentido más a sus anchas. Antes de la gue­rra era Europa y el Cercano Oriente; durante la guerra, las Antillas y América del Sur. Y ella lo había acompaña­do sin reiterar demasiado sus quejas, sin demasiada amar­gura.

En ese momento acababan de cruzar el Atlántico por primera vez desde 1939 con gran cantidad de equipaje y la intención de mantenerse lo más lejos posible de los lu­gares tocados por la guerra. Porque, como pretendía él, otra importante diferencia entre el turista y el viajero es que el primero acepta su propia civilización sin cuestionarla; no así el viajero, que la compara con las otras y rechaza los aspectos que no le gustan. Y la guerra era una faceta de la época mecanizada que quería olvidar.

En Nueva York habían descubierto que África del Norte era uno de los pocos lugares para los que se podían con­seguir pasajes de barco. A juzgar por sus primeras visitas en sus tiempos de estudiante en París y Madrid, parecía el lugar indicado para pasar un año o dos; en todo caso quedaba cerca de España y de Italia y siempre se podía dar marcha atrás si la cosa no andaba. El pequeño car­guero los había expulsado el día anterior de su vientre con­fortable a los muelles calientes donde estuvieron largo rato sudando, malhumorados y ansiosos, sin que nadie les pres­tara la menor atención. Allí, bajo el sol ardiente, estuvo tentado de regresar a bordo y tratar de conseguir pasaje para seguir viaje hasta Estambul, pero hubiera sido difícil hacerlo sin perder la cara, puesto que él mismo había con­vencido a los otros para que vinieran a África del Norte. Se limitó, pues, a echar una mirada indiferente al muelle, hizo algunos comentarios sensatos y poco halagadores sobre el lugar y dejó las cosas como estaban, resolviendo para sí meterse en el interior del país cuanto antes.

El otro hombre sentado a la mesa silbaba despacito, cuando no hablaba, melodías inacabadas. Era unos años más joven que su compañero, más robusto y asombrosa­mente guapo, como le decía con frecuencia la muchacha, a la manera de los galanes de la Paramount. Los rasgos de su cara lisa, por lo común poco expresiva, sugerían en general, cuando estaban quietos, una afable satisfacción.

Los tres contemplaban el resplandor de la tarde en la calle polvorienta.

— No hay duda de que la guerra ha dejado aquí sus huellas —pequeña, el pelo rubio, el cutis mate, la intensi­dad de la mirada la salvaba de ser bonita. Después de verle los ojos, el resto de la cara se volvía borroso, y al tratar de recordarla sólo quedaba la penetrante e interrogadora violencia de los ojos inmensos.

— Es natural. Durante un año por lo menos las tropas pasaron por aquí.

— Podían haber dejado en paz algún lugar del mundo —dijo la muchacha. Intentaba agradar a su marido, lamen­taba haberse enfadado con él un momento antes por los mapas. Reconociendo el gesto pero sin entender el por qué, él lo dejó pasar.

El otro hombre se rió condescendiente y el marido lo imitó.

— ¿En beneficio personal tuyo, supongo? —dijo el ma­rido.

— En beneficio nuestro. La cosa es tan detestable para ti como para mí.

— ¿Qué cosa? —preguntó él a la defensiva—. Si te re­fieres a este revoltijo incoloro que se llama ciudad, sí. Pero de todos modos prefiero mil veces estar aquí y no en los Estados Unidos.

La muchacha se apresuró a coincidir.

— Por supuesto. Pero no me refería a este lugar ni a ningún otro en particular. Me refería a todo el horror que deja una guerra, donde sea.

— Vamos, Kit —dijo el otro hombre—. Tú no te acuer­das de ninguna otra guerra.

Ella no prestó atención.

— La gente de cada país se va pareciendo cada vez más a la de los otros. No tiene carácter, ni belleza, ni ideales, ni cultura..., nada, nada.

Su marido se echó hacia adelante y le acarició una mano.

— Tienes razón, tienes razón —dijo sonriendo—. Todo se vuelve gris y se volverá más gris todavía. Pero algunos lugares resistirán la enfermedad más tiempo del que su­pones. Verás, en el Sáhara...

Del otro lado de la calle una radio proyectaba los gritos histéricos de una soprano coloratura. Kit se estremeció.

— Rápido, vayámonos —dijo—. Tal vez podamos es­capar.

Escucharon fascinados el aria que, próxima a su tér­mino, cumplía los preparativos ortodoxos para el inevita­ble agudo final.

Entonces Kit dijo:

— Ahora que ha terminado, quiero otra botella de Oulmès.

¾ ¡Dios mío! ¿Más de esa gaseosa? Vas a volar.

¾ Ya lo sé, Tunner, pero no puedo dejar de pensar en el agua. Todo lo que miro, sea lo que fuere, me da sed. Por primera vez siento que podría volverme abstemia para siempre. Con este calor soy incapaz de beber alcohol.

— ¿Otro Pernod? —ofreció Tunner a Port.

Kit frunció el ceño.

— Si fuera Pernod de verdad...

— No es malo —dijo Tunner cuando el camarero dejó sobre la mesa la botella de agua mineral.

Ce n'est pas du vrai Pernod?

Si, si, c'est du Pernod —afirmó el camarero.

— Tomemos otro trago —dijo Port. Miró aburrido su vaso. Nadie dijo una palabra mientras el camarero se ale­jaba. La soprano inició otra aria.

— ¡Se largó! —exclamó Tunner. Por un instante, el paso de un tranvía con su campanilla ahogó la música. Desde la sombra del toldo vieron el vehículo abierto que se tam­baleaba a la luz del sol, atestado de gente andrajosa.

— Ayer tuve un sueño extraño —dijo Port—. Estuve tratando de recordarlo y acabo de conseguirlo.

— ¡No! —exclamó enérgicamente Kit—. ¡Los sueños son tan aburridos! ¡Por favor!

— ¡No quieres oírlo! —exclamó él riendo—. De todos modos voy a contártelo    —lo dijo con cierta ferocidad que en la superficie parecía fingida, pero al mirarlo Kit com­prendió que, por el contrario, él disimulaba la violencia que sentía. Kit calló la respuesta hiriente que tenía en la punta de la lengua.

— Lo contaré rápidamente —dijo Port sonriendo—. Sé que me haces un favor al escucharme, pero no puedo re­cordarlo con claridad si me limito a pensar. Era de día y yo viajaba en un tren que iba cada vez a más velocidad. Me dije: «Vamos a meternos en una gran cama bajo mon­tañas de sábanas.»

Tunner dijo malicioso:

— Consultar el Diccionario gitano de los sueños, de Madame La Hiff.

— Calla. Y pensé que si quería podía empezar a vivir de nuevo, volver al principio y llegar hasta hoy, viviendo exactamente la misma vida hasta el más ínfimo detalle.

Kit cerró los ojos desconsolada.

— ¿Qué sucede? —le preguntó Port.

— Me parece sumamente desconsiderado y egoísta in­sistir en esa forma sabiendo lo aburrido que es.

— Pero es que a mí me divierte mucho... —se le ilumi­nó la cara—. Y apuesto a que en todo caso Tunner quiere oírlo. ¿No es verdad?

Tunner sonrió.

— Los sueños son mi especialidad. Conozco el La Hiff de memoria.

Kit abrió un ojo y lo miró. Llegaban las bebidas.

— Entonces me dije: «¡No! ¡No!» No podía soportar la idea de pasar nuevamente por todos aquellos miedos, por todos aquellos sufrimientos. Y, sin motivo, miré los árbo­les por la ventana y me oí decir: «¡Sí!» Porque sabía que estaba dispuesto a pasar otra vez por todo con tal de sen­tir el olor de la primavera de mi infancia. Pero ahí me di cuenta de que era demasiado tarde, porque mientras pensa­ba «¡No!» me había arrancado los incisivos como si fueran de yeso. El tren se había detenido, yo tenía los dientes en la mano y me eché a llorar. Con esos sollozos terribles de los sueños, que nos sacuden como un terremoto, ¿sabes?

Torpemente, Kit se levantó de la mesa y se dirigió a la puerta que decía Dames. Lloraba.

¾ Déjala —dijo Port a Tunner, en cuya cara se veía la preocupación—. Está agotada. El calor la demuele.

 

 

III

 

Leía, sentado en la cama, con sólo un par de shorts. La puerta que comunicaba las dos habitaciones estaba abierta; la ventana también. Un faro desplazó su haz lu­minoso sobre la ciudad y el puerto en un amplio, lento círculo, y por encima del tránsito intermitente una campa­nilla eléctrica insistente sonaba sin parar.

— ¿Es del cine de al lado? —preguntó Kit.

— Debe de ser —contestó él distraído, sin dejar de leer.

— Me pregunto qué darán.

— ¿Qué? —dejó el libro—. ¡No me dirás que tienes in­terés en ir!

— No —pareció dudar—. Me lo pregunto solamente.

— Te lo diré. Es una película en árabe titulada Se al­quila una novia. Así dice el subtítulo.

— Es increíble.

— En efecto.

Kit apareció en la habitación fumando pensativa un cigarrillo y dio vueltas durante un minuto. Port alzó la vista.

—¿Qué pasa? —preguntó.

— Nada —se detuvo—. Hay algo que me molesta un poco. Creo que no debiste contar el sueño delante de Tunner.

Port no se atrevió a preguntar: «¿Por eso llorabas?», pero dijo:

— ¡Delante de Tunner! Lo conté tanto para él como para ti. ¿Qué es un sueño? ¡Por favor, no lo tomes todo tan a la tremenda! ¿Y por qué no podía oírlo? ¿Qué pasa con Tunner? Hace años que lo conocemos.

— Es muy chismoso. Lo sabes. No le tengo confianza. Todo le sirve para fabricar un cuento.

— ¿Pero con quién ha de chismear aquí? —preguntó Port exasperado.

Ahora fue Kit quien se irritó.

— ¡Ah, aquí no! —estalló—. Pareces olvidar que algún día regresaremos a Nueva York.

— Lo sé, lo sé. Cuesta creerlo, pero supongo que sí. ¿Qué tiene de terrible que recuerde cada detalle y lo repita a todos nuestros conocidos?

— Es un sueño tan humillante... ¿No te das cuenta?

— ¡Ah, mierda! Hubo un silencio.

— ¿Humillante para quién? ¿Para ti o para mí?

Kit no contestó. Él siguió:

— ¿Qué quieres decir con eso de que no le tienes con­fianza a Tunner? ¿En qué sentido?

— Oh, supongo que le tengo confianza. Pero nunca me he sentido totalmente cómoda con él. Jamás lo he conside­rado un amigo íntimo.

— ¡Esto sí que es bueno, ahora que estamos aquí con él!

— Está bien. Me gusta mucho. No me interpretes mal.

— Pero algo quisiste decir.

— Claro que quise decir algo. Pero no tiene impor­tancia.

Regresó a su habitación. Él se quedó un momento con­templando el cielo raso con aire desconcertado.

Se puso a leer de nuevo y se detuvo.

— ¿Estás segura de que no quieres ver Se alquila una novia?

— Completamente segura.

Port cerró el libro.

— Me parece que voy a salir una media hora.

Se levantó, se puso una camisa deportiva, un par de pantalones de algodón y se peinó. Kit estaba en su habita­ción limándose las uñas junto a la ventana abierta. Él se inclinó y la besó en la nuca, donde el sedoso pelo rubio se rizaba.

— Lo que te has puesto es maravilloso. ¿Lo conseguis­te aquí?

Husmeó ruidosamente, apreciativo. Después cambió de voz para decir:

— ¿Pero qué quisiste decir con lo de Tunner?

— ¡Port, por el amor de Dios, no hables más del asunto!

— Está bien, nena —dijo sumiso, besándole el hombro. Y con una inflexión de fingida inocencia:

— ¿No puedo siquiera pensarlo?

Kit no dijo nada hasta que él llegó a la puerta. Enton­ces levantó la cabeza y dijo con despecho:

— Después de todo, es más asunto tuyo que mío.

— Vuelvo en seguida —dijo Port.

 

 

IV

 

Anduvo por las calles, buscando inconscientemente las más oscuras, feliz de estar solo y de sentir el aire noctur­no en la cara. Las calles estaban atestadas. Las gentes lo empujaban al pasar, lo miraban desde umbrales y venta­nas, hacían francos comentarios sobre él —por la cara no se podía adivinar si inspiraba simpatía o no— y a veces se detenían para observarlo.

«¿Hasta qué punto son amistosos? Sus caras son más­caras. Todos parecen tener mil años. La poca energía que poseen se reduce al ciego, masivo deseo de vivir, porque ninguno de ellos come lo suficiente para tener fuerzas pro­pias. ¿Qué piensan de mí? Probablemente nada. ¿Me ayu­daría alguien si tuviera un accidente? ¿O me dejarían ten­dido en la calle hasta que la policía me encontrara? ¿Qué motivo tendría alguno de ellos para ayudarme? No les queda religión. Saben lo que es el dinero y cuando lo con­siguen lo único que quieren es comer. ¿Y qué tiene eso de malo? ¿Por qué me pongo así con ellos? ¿Sentimiento de culpa por estar sano y bien alimentado? Sin embargo, el sufrimiento se distribuye por partes iguales entre los hom­bres: cada uno ha de aguantar el mismo fardo...» Algo le decía que esta idea era falsa, pero en aquel momento era una creencia necesaria: no siempre es fácil soportar las mi­radas de los hambrientos. Con esas ideas podía seguir ca­minando por las calles. Era como si él o los otros no exis­tieran. Ambas suposiciones eran posibles. La criada espa­ñola del hotel le había dicho ese mediodía: La vida es pena. «Así es», contestó, sintiéndose en falso, preguntándose si un norteamericano puede, sin mentir, aceptar una defini­ción de la vida como sinónimo de sufrimiento. Pero en ese momento aprobó el sentir de la mujer porque era vieja, reseca, tan visiblemente pueblo. Durante años había teni­do, entre otras, la superstición de que la realidad y el co­nocimiento verdadero podían descubrirse hablando con las clases trabajadoras. Y si bien ahora veía claramente que las fórmulas que esas clases aplicaban para pensar y ha­blar eran invariables y adocenadas —y, por tanto, tan lejos de la verdad profunda como las de cualquier otra—, solía descubrirse en actitud de espera, con la infundada fe en que de esas bocas aún podían brotar las perlas de la sabi­duría. Mientras seguía andando se dio cuenta de pronto de su nerviosidad porque iba trazando con el índice de la mano derecha rápidos y repetidos ochos. Suspiró y dejó de hacerlo.

El ánimo se le levantó un poco al llegar a una plaza relativamente iluminada. En los cafés de los cuatro lados habían sacado mesas y sillas no sólo a las aceras, sino también a las calzadas, de modo que ningún vehículo podía pasar sin volcarlas. En medio de la plaza había un peque­ño jardín adornado por cuatro plátanos podados en forma de parasoles. Debajo de los árboles, una docena de perros de diversos tamaños se agitaban en mezcla confusa, ladran­do con frenesí. Cruzó lentamente la plaza, procurando sor­tearlos. Mientras avanzaba cautelosamente bajo los árbo­les notó que a cada paso aplastaba algo. El suelo estaba cubierto de grandes insectos; sus duros caparazones se que­braban con pequeños estallidos perfectamente audibles a pesar del ruido de los perros. Tuvo conciencia de que nor­malmente se hubiera estremecido de asco ante un fenóme­no semejante, pero que esa noche, sin razón, experimenta­ba una sensación infantil de triunfo. «Estoy perdiendo la chaveta», pensó, «¿y qué?». Las pocas personas dispersas en las mesas estaban en general calladas, pero cuando ha­blaban se oían los tres idiomas de la ciudad: árabe, espa­ñol, francés.

Lentamente, la calle empezó a bajar; se sorprendió por­que había imaginado que toda la ciudad estaba construi­da sobre la pendiente que miraba al puerto y él había op­tado deliberadamente por caminar hacia adentro y no en dirección al muelle. Los olores del aire eran cada vez más fuertes. Variaban, pero todos correspondían a un tipo u otro de basura. Esa proximidad con un elemento, por así decirlo, prohibido lo exaltó. Se abandonó al placer perver­so de seguir poniendo maquinalmente un pie delante del otro, aunque su fatiga era innegable. «De pronto me en­contraré doblando y caminando de vuelta», pensó. Pero no antes de decidirlo. Postergaba de un momento a otro el impulso de volver sobre sus pasos. Finalmente dejó de sor­prenderse: comenzaba a obsederlo una vaga visión: Kit, sentada junto a la ventana abierta, limándose las uñas y mirando la ciudad. Como su imaginación, conforme pasa­ban los minutos, volvía cada vez con más frecuencia a aquella escena, se consideró, inconscientemente, como el protagonista y a Kit como la espectadora. En ese momen­to la validez de su existencia se fundaba en el supuesto de que Kit no se hubiera movido, de que continuara allí sen­tada. Era como si ella pudiera verlo todavía desde la ven­tana, pequeño y lejano, subiendo rítmicamente la colina y bajando a través de la luz y la sombra; era como si sólo ella supiera cuándo dar media vuelta y volver atrás.

Ahora los faroles se iban espaciando y las calles ya no estaban pavimentadas. Pero aún había algunos niños que jugaban entre las basuras y gritaban. Una piedrecita le dio en la espalda. Se volvió rápidamente, pero estaba dema­siado oscuro para saber de dónde venía. Segundos más tarde, otra piedra que venía de frente aterrizó contra su rodilla. En la luz escasa vio un grupo de niños que se dis­persaba. Desde otra dirección cayeron más piedras, pero sin tocarlo. Más lejos, bajo la luz de un farol, se detuvo y trató de ver los dos bandos en guerra, pero todos se perdieron en la oscuridad y él siguió andando con paso tan rítmico y maquinal como antes. Desde la calle en sombras un viento caliente y seco le sopló en la cara. Husmeó sus relentes de misterio y sintió nuevamente una exaltación in­sólita.

La calle, cada vez menos urbana, parecía negarse a aca­bar, flanqueada a ambos lados por cabañas. A partir de cierto punto, las luces desaparecieron y las viviendas mis­mas se hundieron en la oscuridad. Un viento del sur que soplaba de las montañas invisibles se arrastraba sobre la vasta sebkha chata hasta los bordes de la ciudad, levan­tando cortinas de polvo que trepaban hasta la cresta de la colina y se perdían en el aire, encima del puerto. Se detu­vo. El último arrabal posible se enhebraba en el hilo de la calle. Más allá de la última cabaña, el basural y el camino de cascote se precipitaban bruscamente en tres direccio­nes. Abajo, en la penumbra, el suelo parecía surcado de hondonadas como pequeños desfiladeros. Port alzó los ojos al cielo: la polvorienta cinta de la vía láctea parecía una gigantesca fisura en el firmamento por la que se filtraba una débil luz blanca. Oyó a lo lejos una motocicleta. Cuan­do se apagó su sonido se escuchó el canto intermitente de un gallo, como las notas más altas de una melodía repeti­da de la que el resto fuera inaudible.

Comenzó a bajar por el barranco hacia la derecha, res­balando en el polvo y las espinas de pescado. Una vez abajo, tanteó una roca que parecía limpia y se sentó. El hedor era intenso. Encendió un fósforo: vio a sus pies una espesa capa de plumas de gallina y cortezas de melón po­dridas. Al levantarse oyó pasos, arriba, al final de la calle. Una figura se recortaba en lo alto del terraplén. No dijo nada, pero Port estaba seguro de que lo había visto y se­guido, sabía que estaba allí sentado. La figura encendió un cigarrillo y por un momento Port vio un árabe tocado con una chechia. El fósforo trazó en el aire una parábola de luz menguante, el rostro desapareció y sólo quedó el punto rojo del cigarrillo. El gallo cantó varias veces. Por fin, el hombre exclamó:

Qu'est-ce ti cherches là?

«Ahora empiezan las complicaciones», pensó Port. No se movió.

El árabe esperó un poco. Caminó hasta el borde mismo del declive. Una lata rodó ruidosamente hacia la roca donde Port estaba sentado.

He! M'sieu! Qu'est-ce ti vo?

Decidió contestar. Su francés era bueno.

— ¿Quién? ¿Yo? Nada.

El árabe bajó el barranco y se detuvo frente a él. Con gestos característicos de impaciencia, casi de indignación, continuó inquiriendo:

— ¿Qué haces aquí solo? ¿De dónde vienes? ¿Qué quie­res? ¿Buscas algo?

A lo que Port contestó, desganado:

— Nada. De allá. Nada. No.

Por un instante, el árabe calló, tratando de ver qué giro daría al diálogo. Aspiró varias bocanadas profundas hasta hacer brillar el cigarrillo; después lo arrojó, exhalando el humo.

— ¿Quieres dar un paseo? —preguntó.

— ¿Cómo? ¿Un paseo? ¿Adónde?

— Allá —agitó el brazo en dirección a la montaña.

— ¿Qué hay allá?

— Nada.

Hubo otro silencio entre los dos.

— Te pago una copa —dijo el árabe, y agregó de inme­diato:

— ¿Cómo te llamas?

— Jean.

El árabe repitió el nombre dos veces, como si conside­rara sus méritos.

— Yo —golpeándose el pecho— Smail. Bueno, ¿vamos a beber?

— No.

— ¿Por qué no?

— Porque no tengo ganas.

— No tienes ganas. ¿Qué es lo que quieres hacer?

— Nada.

De pronto, toda la conversación volvió al principio. Sólo la inflexión de la voz del árabe, ahora francamente ofendi­do, marcaba una diferencia:

Qu'est-ce ti fi là? Qu'est-ce ti cherches?

Port se levantó y empezó a trepar el barranco, pero era difícil. A cada paso resbalaba. De golpe, el árabe estuvo a su lado, tironeándole del brazo.

— ¿Dónde vas, Jean?

Sin contestar, Port hizo un gran esfuerzo y alcanzó la cima:

Au revoir —exclamó, caminando velozmente por el centro de la calle. Lo oía trepar desesperadamente detrás; poco después estaba a su lado.

— No me esperaste —dijo en tono ofendido.

— No. Te dije adiós.

— Voy contigo.

Port no contestó. Anduvieron un buen trecho en silen­cio. Cuando llegaron al primer farol, el árabe metió la mano en un bolsillo y sacó una billetera gastada. Port lo miró de reojo y siguió andando.

— ¡Mira! —gritó el árabe, agitando la billetera delante de sus narices. Port no miró.

— ¿Qué es? —preguntó con tono brusco.

— Estuve en el Quinto Batallón de Tiradores de Elite. ¡Mira el papel! ¡Verás!

Port apretó el paso. Pronto empezó a aparecer gente en la calle. Nadie los miraba. Se hubiera dicho que la pre­sencia del árabe a su lado lo volvía invisible. Pero ahora ya no estaba seguro del camino. Nunca permitiría que el otro lo advirtiera. Siguió andando en línea recta, como si no tuviera dudas. «Llegar a lo alto de la colina y bajar», se dijo, «no puedo equivocarme.»

Nada parecía familiar: las casas, las calles, los cafés, hasta la distribución de la ciudad con respecto a la colina. En vez de encontrar la cima para después empezar el des­censo, descubrió que las calles subían visiblemente, cual­quiera que fuese la dirección que tomara; para poder bajar tendría que dar marcha atrás. El árabe caminaba solem­nemente, a veces a su lado, otras deslizándose atrás cuan­do no había espacio para seguir juntos. Ya no trataba de conversar; Port observó con placer que jadeaba un poco.

«Puedo seguir así toda la noche si hace falta», pensó, «pero ¿cómo diablos llegaré al hotel?».

De pronto llegaron a una calle no más ancha que un pasaje. Por encima de sus cabezas las paredes casi se jun­taban. Port vaciló un instante: no tenía ganas de meterse en ese callejón y además era obvio que no llevaba al hotel. En este breve lapso, el árabe volvió a la carga:

— ¿No conoces esta calle? Se llama Rue de la Mer Rouge. ¿La conoces? Ven. Hay cafés árabes de este lado. Aquí cerca. Ven.

Port reflexionó. Quería a toda costa seguir demostran­do que conocía la ciudad.

Je ne sais pas si je veux y aller ce soir —pensó en voz alta.

El árabe, excitado, le tironeó de la manga.

— ¡Si, si! —exclamó—. ¡Viens! Te pagaré una copa.

— No bebo. Es muy tarde.

Dos gatos se maullaron cerca. El árabe les chistó y gol­peó con los pies el suelo; los gatos huyeron en direcciones opuestas.

— Tomaremos té, entonces.

Port suspiró.

— Bien —dijo.

La entrada del café era complicada. Franquearon una puerta baja, en arco, y siguieron por un oscuro pasillo hasta desembocar en un jardincillo. Había en el aire un fuerte perfume de iris al que se agregaba un olor acre de alcanta­rilla. Cruzaron a oscuras el jardín y subieron una larga es­calera de piedra. Desde arriba llegaba el staccato de un tam tam; su indolente sonido flotaba sobre un mar de voces.

— ¿Nos sentamos afuera o adentro? —preguntó el árabe.

— Afuera.

Port aspiró el olor estimulante del haschich e, incons­cientemente, se alisó el pelo al llegar a lo alto de la escale­ra. El árabe observó hasta ese pequeño detalle:

— Aquí no hay señoras, ¿sabes?

— Lo sé.

Por la puerta abierta echó un vistazo a una larga serie de cuartitos brillantemente iluminados y a los hombres sen­tados en todas partes, sobre las esteras rojas que cubrían los suelos. Todos llevaban turbantes blancos o chechias rojos, detalle que daba a la escena una homogeneidad tan grande que Port no pudo contener una exclamación al pasar delante de la puerta. Cuando llegaron a la terraza, bajo la luz de las estrellas, alguien tocaba lánguidamente el oud en la oscuridad, y Port dijo a su acompañante:

— No sabía que aún quedaran sitios como éste en la ciudad.

El árabe no entendió.

— ¿Como éste? ¿En qué sentido?

— Solamente de árabes. Como allí dentro. Pensé que todos los cafés eran como los de la calle, todos mezclados: judíos, franceses, españoles, árabes, todos juntos. Pensé que la guerra había cambiado todo.

El árabe se echó a reír.

— La guerra fue mala. Murieron muchos. No había qué comer. Eso es todo. ¿Cómo iba a cambiar los cafés? Ah, no, amigo mío. Es lo mismo de siempre.

En seguida añadió:

— Entonces no has estado aquí desde la guerra. ¿Pero estuviste antes?

— Sí —dijo Port. Era verdad; una vez había pasado la tarde en la ciudad, en una breve escala.

Llegó el té; charlaron, lo bebieron. Lentamente, la ima­gen de Kit sentada junto a la ventana comenzó a formarse en la mente de Port. Al principio, cuando se dio cuenta, sintió una punzada de culpabilidad. Después entró en juego su fantasía, vio la cara de Kit, sus labios furiosamente apretados, desvistiéndose y arrojando sus ropas ligeras sobre los muebles. Seguro que había dejado de esperarlo, que se había acostado. Se encogió de hombros y se quedó pensativo, haciendo girar el resto del té en el fondo del vaso y siguiendo con los ojos el movimiento circular.

— Estás triste —dijo Smail.

— No, no —alzó la vista y sonrió melancólico; después volvió a observar el vaso.

— La vida es corta. II faut rigoler.

Port se impacientó; no se sentía con ánimos para filo­sofías de café.

— Sí, lo sé —repuso secamente, y suspiró. Smail le pe­llizcó un brazo, los ojos le brillaban.

— Cuando salgamos de aquí te presentaré a alguien que te gustará.

— No quiero conocer a nadie —dijo Port, y añadió:

— Gracias, de todos modos.

— Ah, estás realmente triste —rió Smail—. Es una mu­chacha. Bella como la luna.

El corazón de Port dio un salto.

— Una muchacha —repitió maquinalmente, sin quitar los ojos del vaso. Le turbaba comprobar que estaba exci­tado. Miró a Smail.

— ¿Una muchacha? Una puta, quieres decir.

Smail se mostró levemente indignado.

— ¿Una puta? Ah, amigo mío, no me conoces. Sería in­capaz de presentarte algo semejante. C'est de la saloperie, ça! Es una amiga mía muy elegante, muy simpática. Ya lo verás cuando la conozcas.

El músico dejó de tocar el oud. En el interior del café cantaban los números del juego de lotería.

— Ouahad aou tletine! ArbAïne! ¿Cuántos años tiene? —preguntó Port. Smail vaciló.

— Unos dieciséis. Dieciséis o diecisiete.

— O veinte o veinticinco —sugirió Port mirándolo de reojo.

Smail volvió a indignarse.

— ¿Qué quieres decir con veinticinco? Te digo que tiene dieciséis o diecisiete años. ¿No me crees? Oye, la vas a conocer. Si no te gusta, pagas el té y nos marcha­mos.

— ¿Y si me gusta?

— En ese caso haces lo que quieras.

— ¿Pero tendré que pagarle?

— Pues claro que tendrás que pagarle.

Port se echó a reír.

— ¡Y dices que no es una puta!

Smail se inclinó hacia él por encima de la mesa y dijo demostrando su gran paciencia:

— Oye, Jean, es una bailarina. Hace apenas unas se­manas que ha llegado de su bled, en el desierto. ¿Cómo va a ser una puta si no está registrada y no vive en el quartier, eh? Tienes que pagarle porque le ocuparás tiem­po. Baila en el quartier, pero no tiene ni cama ni habita­ción. No es una puta. ¿Vamos?

Port pensó un momento, miró el cielo, el jardín y toda la terraza antes de responder:

— Sí, vamos. Ya.

 

 

V

 

Al salir del café le pareció que tomaban aproximada­mente la misma dirección de donde habían venido. Había menos gente en las calles y el aire estaba más fresco. An­duvieron un buen trecho a través de la Casbah y de golpe salieron por una de las puertas de la ciudad a un espacio alto y abierto. Allí todo era silencio y las estrellas se veían muy nítidas. El placer que le producía la inesperada fres­cura del aire y el alivio de encontrarse otra vez al descam­pado, lejos de las casas con saledizo, hicieron que Port re­tardara la pregunta que tenía en mente: «¿Adónde vamos?» Pero mientras flanqueaban una especie de parapeto, al borde de un foso profundo y seco, terminó por hacerla. Smail contestó vagamente que la muchacha vivía con unos amigos en el borde de la ciudad.

— Pero ya estamos en el campo —objetó Port.

— Sí, es el campo —dijo Smail.

Evidentemente, ahora se mostraba evasivo; su carácter parecía haber cambiado de nuevo. El comienzo de intimi­dad había desaparecido. Para Port era otra vez aquella fi­gura oscura, anónima, que había aparecido en lo alto, entre los desperdicios, al final de la calle, fumando un cigarrillo de extremo brillante. «Todavía estás a tiempo de terminar. No des un paso más. Detente. Ahora.» Pero el ritmo pare­jo, combinado, de sus pies era demasiado poderoso. El parapeto describió una amplia curva y el suelo bajó hacia una oscuridad más profunda. Ahora dominaban un valle abierto.

— La fortaleza turca —señaló Smail martillando las pie­dras con los talones.

— Oye —empezó Port, colérico—, ¿adónde vamos?

Miró la línea desigual de montañas negras que se alza­ban sobre el horizonte.

— Hacia allá.

Smail señaló el valle. Poco después se detuvo.

— Aquí están las escaleras.

Se inclinaron sobre el borde. Había una estrecha esca­lerilla de hierro sujeta a la pared. No tenía pasamanos y bajaba abruptamente.

— Es lejos —dijo Port.

— Ah, sí, es la fortaleza turca. ¿Ves aquella luz? —se­ñaló un tenue resplandor rojo que aparecía y desaparecía, casi directamente debajo de ellos—. Es la carpa donde vive.

— ¡La carpa!

— Aquí no hay casas. Solamente carpas. Hay cantidad. On descend?

Smail bajó el primero, acercándose mucho a la pared.

— Pégate a las piedras —aconsejó.

Al acercarse al fondo vio que el débil resplandor pro­venía de una hoguera moribunda encendida en un espacio abierto, entre dos grandes tiendas de nómadas. Súbitamen­te, Smail se detuvo a escuchar. Se oía un murmullo confu­so de voces masculinas.

Allons-y —murmuró; su voz sonaba satisfecha.

Llegaron al pie de la escalera. Sintieron la dureza de la tierra bajo los pies. A la izquierda, Port distinguió la si­lueta negra de una enorme pita en flor.

— Espera aquí —susurró Smail.

Port estaba por encender un cigarrillo; Smail le dio en el brazo con cólera:

— ¡No! —susurró.

— ¿Pero qué pasa? —empezó a decir Port, muy fasti­diado por tantos misterios. Smail desapareció.

Apoyado contra la fría pared de roca, Port esperó que la conversación monótona, apagada, se interrumpiera, que hubiese un cambio de saludos, pero no ocurrió nada. Las voces prosiguieron invariables, un chorro incesante de so­nidos inexpresivos. «Habrá entrado en la otra carpa», pensó. El reflejo de las brasas incendiaba un costado de la carpa: más allá reinaba la oscuridad. Se acercó unos pasos, pegado a la muralla, tratando de distinguir la en­trada, pero estaba del otro lado. Escuchó en vano lo que se decía en el interior. Sin saber cómo, oyó de pronto la frase que había pronunciado Kit cuando él salía de la ha­bitación: «Después de todo, es más asunto tuyo que mío.» Tampoco ahora las palabras tenían un significado especial, pero recordó el tono con que habían sido dichas: una voz herida y agresiva. Y Tunner era la causa de todo. Se ende­rezó. «Le hace la corte», murmuró. Giró de golpe, se dirigió a la escalera, empezó a subir. En el sexto peldaño se detu­vo y miró en derredor. «¿Qué puedo hacer esta noche?», pensó. «Esto me sirve de pretexto para salir de aquí, por­que tengo miedo. Qué diablos, nunca la conquistará.»

Una figura surgió entre las dos tiendas y corrió veloz­mente hasta el pie de la escalera.

— ¡Jean! —susurró. Port no se movió.

Ah! Ti est là? ¿Qué haces ahí arriba? ¡Vamos!

Port bajó lentamente. Smail se acercó, lo tomó del brazo.

— ¿Por qué no podemos hablar? —murmuró Port. Smail le apretó el brazo.

— ¡Shh! —le hizo al oído.

Pasaron junto a la carpa más próxima, atravesaron un alto matorral de cardos y, caminando por las piedras, lle­garon a la entrada de la otra carpa.

— Quítate los zapatos —ordenó Smail, quitándose las sandalias.

«No es una buena idea», pensó Port.

— No —dijo en voz alta.

— ¡Shh! —Smail lo empujó al interior de la carpa con los zapatos todavía puestos.

En el centro de la carpa, la altura era suficiente para estar de pie. Una vela corta, pegada sobre un cofre cerca de la entrada, era la única iluminación; los rincones esta­ban casi totalmente a oscuras. Pedazos de estera se distri­buían caprichosamente por el suelo y los objetos más heteróclitos se desparramaban en el mayor desorden. En la tienda nadie los esperaba.

— Siéntate —dijo Smail, haciendo de dueño de casa. Re­tiró de la estera más grande un despertador, una lata de sardinas y un overol viejo, increíblemente manchado de grasa. Port se sentó y apoyó los codos en las rodillas. En la estera contigua había una bacinilla con el esmalte salta­do, llena hasta la mitad de un líquido oscuro. Había por todas partes mendrugos de pan duro. Encendió un cigarri­llo sin convidar a Smail, que se quedó en la entrada, mi­rando hacia fuera.

Y de pronto entró: era una muchacha delgada, de as­pecto huraño, con grandes ojos oscuros. Estaba inmacula­damente vestida de blanco, con un turbante blanco que le estiraba el pelo hacia atrás, destacando los tatuajes azules de la frente. Ya dentro de la carpa, se quedó inmóvil, ob­servando a Port con una mirada —pensó— como la del toro joven que da los primeros pasos en la arena fulgu­rante. Lo miraba en silencio con desconcierto, con temor, en espera pasiva.

— ¡Ah, aquí está! —dijo Smail, siempre en voz baja—. Se llama Marhnia —espe-ró un instante. Port se puso de pie y se acercó a la muchacha para darle la mano.

— No habla francés —explicó Smail. Sin sonreír, ella rozó con su mano la de Port y alzó los dedos hasta los labios. Se inclinó y dijo casi en un susurro:

— Ya sidi, la bess âlik? Eglès, barakalaoufik.

Con graciosa dignidad y un peculiar pudor en los ges­tos, despegó del cofre la vela encendida y fue al fondo de la carpa, donde una manta colgada del techo formaba una especie de alcoba. Antes de desaparecer detrás de la manta se volvió hacia ellos y dijo con un gesto:

—Agi! Agi! menah!

Los dos hombres la siguieron al interior de la alcoba; un viejo colchón tendido sobre unos cajones bajos la transformaba en saloncito. Junto al diván improvisado había una minúscula mesita de té y al lado, sobre la estera, una pila de almohadones apelotonados. La muchacha puso la vela sobre el suelo de tierra y comenzó a distribuir los al­mohadones a lo largo del colchón.

— Essmah! —dijo dirigiéndose a Port; y a Smail—: Tsekellem bellatsi —después salió.

Smail se echó a reír y repuso en voz baja:

Fhemtek.

Port estaba intrigado por la muchacha, pero la barrera del idioma le molestaba, y le irritaba aún más el hecho de que ella y Smail pudieran conversar en su presencia.

— Ha ido a buscar fuego —explicó Smail.

— Sí, sí —dijo Port—. ¿Pero por qué tenemos que ha­blar susurrando?

Smail señaló la entrada con una mirada:

— Los hombres de la otra carpa.

La muchacha volvió en seguida con un recipiente de barro lleno de ascuas brillantes. Mientras hacía hervir el agua y preparaba el té, Smail charlaba con ella. Sus res­puestas eran siempre graves, su voz baja pero agradable­mente modulada. Port la encontró más parecida a una joven monja que a una bailarina de café. Al mismo tiem­po, no le inspiraba ninguna confianza; estaba contento de estar allí sentado, maravillado de los delicados movi­mientos de sus dedos ágiles, teñidos de henna, que cor­taban las ramitas de menta y las metían en la pequeña te­tera.

Después de probar el té varias veces hasta encontrarlo a gusto, la muchacha tendió un vaso a cada uno, se acu­clilló con aire solemne y empezó a beber el suyo.

— Siéntate aquí —le dijo Port, palmeando el diván.

Ella le dio a entender que ya estaba cómoda y le agra­deció cortésmente. Volviéndose hacia Smail, inició una larga conversación mientras Port bebía el té y procuraba aflojarse. Tenía la sensación oprimente de que el alba se iba acercando, seguramente no faltaban más de una o dos horas, y le parecía que perdía el tiempo. Consultó ansiosa­mente su reloj: se había detenido a las dos menos cinco.

Pero seguía marchando. Debía de ser más tarde, con se­guridad. Marhnia hizo a Smail una pregunta que parecía referirse a Port:

— Quiere saber si conoces el cuento de Outka, Mimouna y Aicha —dijo Smail.

— No —repuso Port.

— Goul lou, goul lou —dijo Marhnia a Smail, apremián­dolo.

— Cerca del bled de Marhnia hay tres muchachas de la montaña que se llaman Outka, Mimouna y Aicha —Marh­nia asentía lentamente, sus grandes ojos suaves fijos en Port—. Salen a buscar fortuna en el M'Zab. La mayoría de las muchachas van a Argel, o a Túnez, o vienen aquí para ganar dinero. Pero éstas quieren una cosa por sobre todas las otras. Quieren tomar té en el Sáhara —Marhnia continuaba asintiendo; seguía el relato gracias a los nom­bres de lugares que pronunciaba Smail.

— Entiendo —dijo Port, que no tenía idea de si el cuen­to era humorístico o trágico; había decidido estar atento y fingir que lo saboreaba, como ella, evidentemente, espera­ba. Lo único que quería es que fuese breve.

— En el M'Zab todos los hombres son feos. Las mu­chachas bailan en los cafés de Ghardaia, pero están siem­pre tristes: siguen pensando en tomar té en el Sáhara —Port miró a Marhnia nuevamente; su expresión era ab­solutamente seria. Port asintió otra vez—. Pasan muchos meses en el M'Zab y ellas siguen tristes, muy tristes, por­que todos los hombres son tan feos. Muy feos, como cer­dos. Y no pagan a las muchachas lo suficiente para poder ir a tomar té en el Sáhara —cada vez que decía «Sáhara», que pronunciaba a la manera árabe, con fuerte acento en la primera sílaba, se detenía un instante—. Un día llega un Targui alto y guapo, montando un hermoso mehari; habla con Outka, Mimouna y Aicha, les cuenta cosas del desierto, allá donde vive, del bled, y ellas lo escuchan con grandes ojos. Después les dice: «Bailad para mí», y ellas bailan. Entonces hace el amor con las tres y les da una moneda de plata a Outka, una moneda de plata a Mimou­na, una moneda de plata a Aicha. Al amanecer monta su mehari y parte hacia el sur. Desde entonces, las mucha­chas están muy tristes, los hombres del M'Zab les pare­cen más feos que nunca y sólo piensan en el Targui alto que vive en el Sáhara —Port encendió un cigarrillo; como Marhnia lo observaba con expectativa, le tendió el paque­te. Ella tomó uno y con ayuda de unas toscas pinzas alzó elegantemente una brasa. Una vez encendido, pasó el ciga­rrillo a Port y aceptó el suyo en cambio. Él le sonrió. La muchacha hizo una inclinación casi imperceptible.

— Pasan muchos meses y todavía no han ganado lo su­ficiente para ir al Sáhara. Han conservado las monedas de plata, porque las tres están enamoradas del Targui. Y si­guen estando tristes. Un día dicen: «Acabaremos así, siem­pre tristes, sin haber tomado nunca té en el Sáhara. Tene­mos que ir como sea, aun sin dinero.» Reúnen todo lo que poseen, incluidas las monedas de plata, compran una tete­ra, una bandeja y tres vasos y toman billetes de autobús hasta El Goléa. Y al llegar allí les queda muy poco dinero y se lo dan todo a un bachhamar que va con su caravana al sur, al Sáhara. El bachhamar les permite unirse a la caravana. Y una tarde, cuando está por ponerse el sol, lle­gan a las altas dunas y piensan: «Ah, ahora estamos en el Sáhara; vamos a preparar el té.» La luna se levanta, todos los hombres duermen, salvo el guardián. Sentado junto a los camellos, toca la flauta —Smail agitó los dedos delan­te de la boca—. Outka, Mimouna y Aicha se alejan silen­ciosamente de la caravana con la bandeja, la tetera y los vasos. Buscan la duna más alta para contemplar desde allí todo el Sáhara. Después prepararán el té. Caminan largo rato. Outka dice: «Veo una duna más alta.» Y van y tre­pan hasta la cima. Entonces Mimouna dice: «Allá veo otra. Es mucho más alta y desde allí podremos ver hasta In Salah.» Van y es mucho más alta. Pero al llegar a la cima, Aicha dice: «¡Mirad! Aquélla es la más alta de todas. Ve­remos hasta Tamanrasset. Allí es donde vive el Targui.» Salió el sol y siguieron andando. A mediodía tenían mucho calor. Pero alcanzaron la duna y treparon y treparon. Cuan­do llegaron a lo alto estaban muy cansadas y dijeron: «Des­cansaremos un rato y después prepararemos el té.» Pero primero dispusieron la bandeja, la tetera y los vasos. Des­pués se tendieron a dormir. Y entonces —Smail se detuvo y miró a Port—, muchos días después, pasó otra caravana y un hombre vio algo en lo alto de la duna más alta. Y cuando llegaron encontraron a Outka, Mimouna y Aicha; yacían en la misma posición en que se habían dormido. Y los tres vasos —Smail alzó su vasito de té— estaban lle­nos de arena. Fue así como tomaron té en el Sáhara.

Hubo un largo silencio. Evidentemente era el final de la historia. Port miró a Marhnia; seguía asintiendo, mi­rándolo fijo. Port decidió arriesgar un comentario:

— Es muy triste —dijo. Inmediatamente ella preguntó a Smail qué había dicho.

— Gallik merhmoum bzef —tradujo Smail. Marhnia cerró los ojos lentamente y siguió asintiendo.

— Eioua! —dijo, abriéndolos de nuevo. Port se volvió rápidamente hacia Smail.

— Escucha, es muy tarde; quiero arreglar el precio con ella. ¿Cuánto tengo que darle?

Smail se mostró escandalizado.

— ¡No te puedes comportar como si estuvieras tratan­do con una puta! Ci pas une putain, je t'ai dit!

— ¿Pero tengo que pagar si me quedo con ella?

— Desde luego.

— Entonces quiero dejarlo arreglado ahora.

— No puedo hacerlo por ti, amigo mío.

Port se encogió de hombros y se puso de pie.

— Tengo que irme. Es tarde.

Marhnia pasó rápidamente la mirada de un hombre a otro. Después, en voz muy suave, dijo una o dos palabras a Smail, que frunció el ceño pero salió dignamente de la carpa bostezando.

Se tendieron en el diván. Ella era muy hermosa, muy dócil, muy comprensiva, pero Port seguía desconfiando. Marhnia se negó a desnudarse del todo, pero por sus deli­cados gestos de negativa él comprendió que al final cede­ría, que era cuestión de tiempo. Con tiempo podría ganar­se la confianza de ella; esa noche sólo obtendría lo que había sido tácitamente acordado desde el principio. Lo pensaba mientras miraba la cara impasible de Marhnia; re­cordó que se iba al Sur dentro de uno o dos días. Maldijo interiormente su suerte y se dijo: «Más vale poco que nada.» Marhnia se inclinó y apagó la vela con los dedos. Durante un segundo el silencio fue total; la oscuridad, total. Después sintió que los suaves brazos de la muchacha le rodeaban lentamente el cuello y que sus labios le besaban la frente.

Casi en seguida un perro empezó a aullar a lo lejos. Por un momento no lo advirtió; cuando lo oyó se sintió perturbado. Era una música inapropiada para las circuns­tancias. En seguida se descubrió imaginando que Kit ob­servaba en silencio. La fantasía lo estimuló: el lúgubre au­llido dejó de molestarle.

Apenas un cuarto de hora más tarde se incorporó y espió por un costado de la manta la entrada de la carpa: aún estaba oscuro. De pronto lo invadió el deseo de irse de allí. Se sentó en el diván y empezó a arreglarse la ropa. Los dos brazos se levantaron furtivamente de nuevo y se cerraron alrededor de su cuello. Los apartó con firmeza, con unas palmaditas juguetonas. Ahora sólo llegó uno hasta el cuello; el otro se deslizó por debajo de su chaque­ta y él sintió que le acariciaba el pecho. Un falso movi­miento indefinible le hizo introducir su mano para tomar la de ella. Su billetera estaba ya entre los dedos de la mu­chacha. Se la arrancó y de un empellón la tendió en el col­chón. «¡Ah!», exclamó Marhnia. Port se levantó y avanzó tropezando ruidosamente con el revoltijo de objetos que es­torbaban la salida. Marhnia lanzó un grito breve. Las voces en la otra carpa se volvieron audibles. Siempre con la bi­lletera en la mano, Port salió huyendo, dobló bruscamente hacia la izquierda y echó a correr hacia la muralla. Cayó dos veces, una al tropezar con una roca y la otra porque el terreno se inclinaba inesperadamente. La segunda vez, al levantarse, vio venir a un hombre decidido a no dejarle alcanzar la escalera. Cojeaba, pero estaba por llegar. Llegó. Mientras subía las escaleras le parecía que alguien que lo seguía de cerca le atraparía una pierna en el próximo se­gundo. Sus pulmones eran una enorme bolsa de dolor que estallaría en un instante. Iba con la boca abierta, las co­misuras caídas, y entre los dientes apretados silbaba el viento al respirar. Al llegar arriba se volvió y, aunque le parecía imposible, levantó una enorme piedra y la arrojó escaleras abajo. Entonces respiró profundamente y echó a correr a lo largo del parapeto. El cielo estaba sensiblemen­te más claro, una inmaculada claridad se extendía por el Este, subiendo desde detrás de las colinas bajas. No podía seguir corriendo mucho más. El corazón le latía en la ca­beza y en el cuello. Sabía que jamás podría llegar a la ciu­dad. Al costado del camino había una pared demasiado alta para escalarla. Pero unos metros más adelante estaba en parte desmoronada y en el cúmulo de piedras y basu­ras se abría un portal perfecto. Ya del otro lado de la pared volvió sobre sus pasos en dirección contraria a la que traía y trepó, jadeando, la ladera suave de una colina cubierta por los lechos chatos que son las tumbas musulmanas. Por fin se sentó un instante con la cabeza entre las manos y tuvo simultáneamente conciencia de varias cosas: el dolor en la cabeza y el pecho, la falta de la billetera y el fuerte ruido de su corazón, lo que no le impidió oír las voces ex­citadas de sus perseguidores, abajo, en el camino. Se le­vantó y tambaleándose siguió subiendo sobre las tumbas. Finalmente, la colina bajaba en la otra dirección. Se sintió un poco más seguro. Pero la luz del día se acercaba; sería fácil descubrir desde la distancia su figura solitaria deam­bulando por la colina. Echó a correr de nuevo, jadeando, siempre en la misma dirección, tropezando de vez en cuan­do, sin levantar nunca la vista por temor de caerse; siguió así largo rato; el cementerio quedó atrás. Llegó por último a un montículo de arbustos y cactos desde el cual domi­naba todo lo que le rodeaba. Se sentó entre los arbustos. La calma era absoluta. El cielo estaba blanco. De vez en cuando se ponía de pie y observaba. Así fue cómo al salir el sol miró entre dos adelfas y vio el reflejo rojo a través de la inmensa sebkha de sal que centelleaba extendiéndo­se a sus pies hasta las montañas.

FUENTE:

 


Título original: The sheltering sky Traducción: Aurora Bernárdez

© Paul Bowles, 1949, 1977

© 1988, Altea, Taurus, Alfaguara, S. A.

© RBA Editores, S. A., 1993, por esta edición

Pérez Galdós, 36 bis, 08012 Barcelona

Proyecto gráfico y diseño de la cubierta: Enric Satué Ilustración cubierta: Josep Lluís Navarro

ISBN: 84-473-0014-5

Depósito Legal: B. 24.192-1993

Impresión y encuadernación:

Printer industria gráfica, S. A.

Ctra. N-II, km 600. Cuatro Caminos s/n.

Sant Vicene deis Horts (Barcelona)

Impreso en España - Printed in Spain — Octubre 1993

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