G. K. Chesterton
George
Bernard Shaw
«La
mayoría de la gente dice que está de acuerdo con Bernard Shaw o que no le
entiende. Yo soy el único que le entiende, y no estoy de acuerdo con él».
G. K. CH.
EL
PROBLEMA DEL PRÓLOGO
UNA
peculiar dificultad refrena al autor de este arriesgado estudio muy desde el
principio. Son muchos los que conocen a Bernard Shaw, sobre todo como hombre
capaz de escribir un larguísimo prólogo, aun para una obra muy corta. Y es
cierto, ya que es realmente una persona muy dada a los prólogos. Da siempre la
explicación antes que el incidente; pero, por lo que a esto se refiere, lo
mismo pasa con el Evangelio de San Juan. Para Bernard Shaw, lo mismo que para
los místicos, cristianos y paganos (y a Shaw se le ve mejor como a un místico
pagano), la filosofía de los hechos es anterior a los hechos mismos. Oportunamente
llegamos al hecho, la encarnación; pero en un principio fue el Verbo.
Esto
produce en muchos espíritus la impresión de una preparación innecesaria y una
especie de excitante prolijidad. Pero lo cierto es que la misma viveza de
imaginación de este hombre es la que le hace parecer lento en llegar al final.
No cabe duda de que, de tan agudo resulta prolijo. Una vista penetrante para
las ideas puede, en realidad, hacer que un escritor tarde en alcanzar su meta,
lo mismo que una fina visión para el paisaje puede obligar a un motorista a
retardar su llegada a Brighton. Un hombre original tiene que hacer una pausa en
cada alusión o en cada símil para explicar de nuevo los paralelos históricos,
para volver a dar forma a las palabras deformadas. Cualquier escritor corriente
de primera línea —permítasenos decirlo así— podría escribir rápida y fácilmente
algo parecido a esto: «El elemento de la religión que existe en la rebelión
puritana, si bien hostil al arte, libró sin embargo, al movimiento, de algunos
de los males en que la Revolución Francesa envolvió a la moralidad». Ahora
bien: un hombre como Shaw, que tiene opiniones propias sobre todas las cosas,
se vería forzado a construir una frase larga y quebrada, en lugar de una breve
y sencilla. Diría algo así: «El elemento de la religión, tal como yo explico la
religión, que existe en la rebelión puritana (a la que vosotros tomáis en un
sentido totalmente erróneo), si bien hostil al arte —es decir, a lo que yo
entiendo por arte—, puede haberla librado de algunos males (recordad mi
definición del mal) en que la Revolución Francesa —sobre la que tengo mi propia
opinión— envolvió a la moralidad, a la que os definiré dentro de un instante».
Lo peor que tiene el ser un escéptico y un filósofo verdaderamente universal, es
esto: que la labor es lenta. El bosque de ideas del hombre le obstruye la
salida. El hombre ha de ser ortodoxo en muchas cosas, de lo contrario, no
tendrá tiempo ni de predicar su propia herejía.
Ahora
bien, la misma dificultad que encierra la obra de Bernard Shaw, la tiene todo
libro que de él trate. Existe la inevitable necesidad artística de poner el
prólogo antes que la obra; es decir, es preciso decir algo acerca de lo que
significa la experiencia de Bernard Shaw incluso antes de contar cuál fue ésta.
Hemos de relatar lo que hizo, después que hayamos explicado por qué lo hizo.
Considerada superficialmente, su vida se compone de incidentes bastante
corrientes. Muy bien pudiera ser la vida de un empleado de Dublín, de un
socialista de Manchester o de un autor londinense. Si abordo la vida del hombre
antes que su obra, parecerá trivial; sin embargo, considerada en conjunto con
su obra, es de lo más importante. En resumen, difícilmente podríamos saber lo
que significan los actos de Shaw si no supiésemos lo que se proponía al
realizarlos. Esta dificultad, en cuanto al mero orden y estructura, me ha
suscitado muchas dudas. Voy a salvarlas, toscamente quizá, pero del modo que
considero más sincero. Antes de escribir la más mínima indicación acerca de sus
relaciones con el teatro, voy a hacerlo respecto a tres regiones o atmósferas,
de las cuales surgió esa relación. Dicho de otro modo, antes de hablar de Shaw,
hablaré de las tres grandes influencias que obraron sobre él. Las tres existían
antes de nacer él, y, sin embargo, cada una de ellas es él mismo y su vivo
retrato desde cierto punto de vista. He denominado a estas tres tradiciones: El Irlandés, El Puritano y El Progresista. No veo el modo de evitar
esta teorización preliminar, pues si me limitase a decir, por ejemplo, que
Bernard Shaw es irlandés, la impresión que produciría sobre el lector podría
estar muy alejada de mi pensamiento y, lo que es más importante, de la idea de
Shaw. Por ejemplo, la gente podría pensar que yo quería decir que es
«irresponsable». Esto trastornaría todo el plan de estas páginas, pues si algo
no es Shaw, es irresponsable. En él la responsabilidad vibra como el acero. De
igual modo, si yo le llamase sencillamente puritano, podría entenderse algo
relacionado con estatuas desnudas o «mojigatas al acecho». Y si le llamase
progresista, podría suponerse que quería decir que vota por los progresistas en
las elecciones del Condado, cosa que dudo mucho. No tengo más camino que éste:
explicar brevemente estas cuestiones como las explicaría el propio Shaw. Habrá
algunos protestones que criticarán este colocar la moraleja antes que la
fábula. Otros, imaginarán en su inocencia que comprenden ya la palabra puritano
o la más misteriosa todavía de irlandés. En realidad, la única persona de cuya
aprobación estoy seguro es el propio Bernard Shaw, el hombre de las múltiples
introducciones.
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