📜 Comentario ritual del Consejo Editorial de Los Yoses sobre Thomas Pynchon y El arco iris de gravedad
🌈 Thomas Pynchon
Figura esquiva, casi mítica, Pynchon representa el autor como conspirador: invisible, paranoico, y obsesionado con los sistemas que rigen el mundo moderno. Su estilo es barroco, fragmentario, y deliberadamente caótico. No concede al lector descanso ni claridad, sino un laberinto narrativo donde cada símbolo puede ser una trampa.
📘 El arco iris de gravedad (Gravity’s Rainbow, 1973)
Aunque publicada oficialmente en 1973, su gestación crítica y simbólica comenzó en 1972, convirtiéndola en una obra anticipada y ritualizable en ese año.
Protagonista: Tyrone Slothrop, un militar cuya erección coincide con la caída de bombas V-2.
Fue condicionado en la infancia por un científico nazi mediante el plástico Imipolex G.
Su cuerpo se convierte en un radar erótico de la guerra, un mapa de deseo y destrucción.
Temas:
Paranoia como forma de conocimiento.
Tecnología como erotismo.
Guerra como espectáculo simbólico.
Fragmentación del yo y del lenguaje.
Estilo:
Más de 1.100 páginas de digresiones, sátiras, fórmulas científicas, canciones absurdas y escenas delirantes.
Narración no lineal, con múltiples voces y rupturas de tono.
Humor oscuro, referencias esotéricas, y una estructura que desafía toda lógica editorial.
🕯️ Valor ritual y editorial
Lectura ceremonial:
Requiere diagramas de entropía, mapas de cohetes, y votaciones sobre el caos.
Se recomienda acompañar con café negro, música electrónica de los años 70, y una vela encendida en honor al absurdo.
Comentario del Consejo: El arco iris de gravedad no se lee: se sobrevive. Es una novela que exige del lector una entrega total, una disposición a perderse en el laberinto. No busca comprensión, sino transformación. Es el texto perfecto para rituales de descomposición narrativa y ceremonias de paranoia simbólica.
EL ARCO IRIS DE GRAVEDAD
THOMAS PYNCHON
Traducción de Antoni Pigrau
Título original: Gravity's Rainbow
1.a edición en colección Andanzas: noviembre de 2002
1.a edición en Fábula: octubre de 2009
© 1973, Thomas Pynchon
Diseño de la colección: adaptación de FERRATERCAMPINSMORALES de un
diseño original de Pierluigi Cerri
Ilustración de la cubierta: ilustración (2002) tratada digitalmente por
Opal, realizada especialmente para esta edición, a partir de una idea de BM.
© Opal, 2002.
Reservados todos los derechos de esta edición para
Tusquets Editores, S.A. - Cesare Cantü, 8 − 08023 Barcelona
www. tusquetseditores. com
ISBN: 978-84-8383-189-2
Depósito legal: B. 30.777-2009
Impresión y encuademación: Liberdúplex, S.L,
Impreso en España
Queda rigurosamente prohibida cualquier forma de reproducción,
distribución, comunicación pública o transformación total o parcial de esta
obra sin el permiso escrito de los titulares de los derechos de explotación.
A Richard Fariña
1 - MÁS ALLÁ DEL PUNTO CERO
La naturaleza no conoce la extinción; sólo conoce la transformación.
Todo lo que la ciencia me ha enseñado y continúa enseñándome reafirma
mi creencia en la continuidad de nuestra existencia espiritual después
de la
muerte.
Wernher von Braun
Llega un grito a través del
cielo. Ya ha ocurrido otras veces, pero ahora no hay nada con que compararlo.
Es demasiado tarde. La
Evacuación todavía continúa, pero todo es teatralidad. No hay luces en el
interior de los coches. No hay luces en ningún sitio. Por encima de él, unas
vigas de sustentación tan antiguas como una reina de acero y, aún más arriba,
unos cristales que permitirían pasar la luz del día. Pero es de noche. Le
asusta la manera en que pronto caerán los vidrios. Será un espectáculo: la
caída de un palacio de cristal. Un derrumbamiento en apagón total, sin un solo
destello de luz; sólo un estrepitoso e invisible desplome.
Está sentado, sin nada para
fumar, en la aterciopelada oscuridad del interior del vagón construido en
varios niveles. Siente el metal cada vez más cerca y, más lejos, la fricción y
la conexión; luego el surgir del vapor a chorros, una vibración en la
estructura del vehículo, un balanceo, un malestar, todos los demás apretujados
a su alrededor, los débiles, esas ovejas de segunda clase, todos sin fortuna y
sin presente: borrachos, viejos veteranos todavía impresionados por un
armamento obsoleto hace veinte años, inquietos en sus trajes de paisano,
desaliñados; mujeres agotadas con más niños de los que nadie creería que
pudiesen tenerse, todos amontonados entre el conjunto de cosas que deben ser
conducidas a la salvación. Únicamente los rostros más próximos son visibles,
aunque sólo como imágenes semi-plateadas observadas a través de un visor, caras
teñidas de verde que recuerdan las de los tipos importantes que uno ha visto
alguna vez, detrás de ventanillas de coche a prueba de balas, cuando
atravesaban velozmente la ciudad…
Han comenzado a moverse. Pasan
en fila, salen de la estación principal, se alejan del centro de la ciudad y
empiezan a empujarse hacia las zonas más viejas y desoladas. ¿Es éste el camino
de salida? Los rostros se vuelven hacia las ventanillas, pero nadie se atreve a
preguntar en voz alta. Cae la lluvia. No, esto no es un desenmarañarse de, sino
un progresivo enredarse en: pasan bajo arcadas, entradas secretas de
cemento en mal estado que parecen recovecos de un pasaje inferior… Varios
puntales de madera ennegrecida se han movido lentamente por encima de las
cabezas y comienza a entrar el olor a carbón de días pretéritos, el olor a
inviernos con nafta, a domingos en que no había tránsito, el olor del
crecimiento a la manera del coral y misteriosamente lleno de vitalidad, que
llega por las curvas sin visibilidad, procedente de las solitarias vías
muertas, un olor acre a ausencia de material rodante, a maduración de moho, que
penetra con fuerza y profundidad a través de esos días vacíos, especialmente al
amanecer, con sombras azules que dejan el estigma de su paso, que tratan de
llevar los acontecimientos al cero absoluto…Y el ambiente es más pobre y
deprimente cuanto más avanzan…, ruinosas y mezquinas ciudades desconocidas,
lugares cuyos nombres él nunca ha oído…, se derrumban las paredes y cada
vez quedan menos techos, lo mismo que las posibilidades de luz. El camino, que
debería abrirse a una carretera más amplia, se ha ido estrechando, cada vez más
quebrado, haciéndose más angosto a cada curva, hasta que, de improviso, más
pronto de lo que esperaban, se encuentran bajo el arco final: los frenos se
clavan con una terrible sacudida. Es un juicio ante el que no hay apelación.
La caravana se ha detenido. Es
el final del trayecto. Se ordena salir a todos los evacuados. Se mueven
lentamente, pero sin resistencia. Quienes los dirigen llevan distintivos de
color del plomo y no hablan. Se trata de un vasto, muy antiguo y oscuro hotel,
una prolongación de hierro de las sendas y desvíos por los que han llegado
hasta aquí… Lámparas globulares pintadas de verde oscuro cuelgan de los
caprichosos aleros de hierro, apagadas desde hace siglos… La multitud se mueve
sin murmullos ni carraspeos mientras avanza por corredores rectos y funcionales
como pasillos de almacenes… Negras superficies aterciopeladas contienen el
movimiento: hay olor a madera vieja, a remotas salas por mucho tiempo vacías y
que acaban de reabrirse para acoger el torrente de almas, olor a fría argamasa
en la que todas las ratas murieron, de las que sólo quedan sus fantasmas como
pinturas rupestres, fijadas tenaz y luminosamente en las paredes… A los
evacuados se les lleva por grupos a un ascensor: un andamio móvil de madera
abierto por los cuatro costados, izado por viejas cuerdas alquitranadas y
poleas de hierro fundido cuyos radios tienen forma de S. En cada uno de los
tenebrosos pisos entran y salen pasajeros… Miles de habitaciones silenciosas y
sin luz…
Algunos esperan solitarios,
otros comparten sus cuartos de muebles invisibles. Sí, invisibles, ¿qué importa
el mobiliario en este estado de cosas? Bajo los pies cruje la mugre más antigua
de la ciudad, las últimas cristalizaciones de todo lo que la ciudad negó a sus
hijos, todo aquello con que los amenazó y que le sirvió para mentirles. Todos
han oído una voz que cada uno creía ser el único en escuchar:
—En realidad, no creías que te
salvarían. Ven, ahora ya sabemos todos quiénes somos. Suponías que nadie iba a
tomarse el trabajo de salvarte a ti, viejo…
No hay salida. Permanecer y
esperar, estarse quieto y callado. El grito persiste a través del espacio.
Cuando llegue, ¿lo hará en la oscuridad o traerá su propia luz? ¿Llegará la luz
antes o después?
Pero ya hay luz. ¿Cuánto hace que hay luz?
Durante todo el tiempo, la luz ha ido filtrándose junto con el frío aire
matinal que roza ahora sus pezones de hombre. La luz ha comenzado a revelar un
buen surtido de borrachos perdidos, algunos de uniforme y otros no, agarrados a
botellas vacías o semivacías, tumbados en un sillón, arrellanados ante una
chimenea fría o acurrucados en varios divanes, alfombras o meridianas, en los
distintos niveles de la enorme habitación, roncando y jadeando a distintos
ritmos en un coro que se renueva a sí mismo mientras la luz de Londres crece
entre los rostros procedente de las ventanas divididas con parteluz, crece,
invernal y elástica, entre los estratos de humo de la noche pasada que aún
penden, desvaneciéndose, de las enceradas vigas del cielorraso. Todos estos que
están horizontales, estos compañeros de armas, se ven ahora tan sonrosados como
un grupo de campesinos holandeses que soñaran con su segura resurrección
durante los próximos minutos.
Su nombre es capitán Geoffrey
(«Pirata») Prentice. Está envuelto con una gruesa manta, un tartán de color
orín, naranja y escarlata. Su cráneo parece de metal.
Sobre él, a casi cuatro metros
por encima de su cabeza, Teddy Bloat está a punto de caer desde la galería de
los cómicos, tras haber elegido desplomarse por el lugar en que alguien,
semanas atrás, había pateado, en un formidable arranque, dos de los balaustres de
ébano y los había hecho saltar de su sitio. Ahora Bloat, en su estupor, ha ido
introduciendo la cabeza en la abertura, luego los brazos y el torso, hasta que
sólo lo sostiene allá arriba un botellín de champán vacío en el bolsillo de la
cadera, que, de algún modo, está enganchado en algún sitio…
Pirata ya ha logrado
incorporarse en su angosta cama de soltero y parpadea. ¡Qué terrible! ¡Qué
espantosamente terrible…! Oye en lo alto rasgaduras de ropas. La Special
Operations Executive (la organización secreta británica constituida en 1940 a
la caída de Francia, destinada a adiestrar hombres para actuar como
quintacolumnistas en territorio ocupado e iniciar y coordinar la subversión y
el sabotaje contra el enemigo) lo ha entrenado para reaccionar con rapidez. Salta
del catre y, de una patada, lo hace salir disparado sobre sus ruedecillas en
dirección a Bloat. Este cae a plomo, exactamente en medio del camastro, con un
gran estruendo de resortes, y una de sus piernas se hunde en él.
—Buenos días —dice Pirata.
Bloat sonríe levemente y se
pone a dormir de nuevo, abrigándose con la manta de Pirata.
Bloat es uno de los moradores
del lugar, como coinquilino del hotelito erigido el siglo pasado no lejos del
Chelsea Embankment por Corydon Throsp, un conocido de los Rossetti, que usaba
batas peludas y se pirraba por cultivar plantas medicinales en el terrado del
edificio (tradición que el joven Osbie Feel ha hecho revivir últimamente),
algunas de ellas apenas capaces de sobrevivir a la niebla y a las heladas, pero
muy productivas como fragmentos de peculiares alcaloides para abonar la tierra,
junto con el estiércol de un trío de cerdas Wessex Saddleback que habían sido
premiadas, y que el sucesor de Throsp había alojado allí, junto con las hojas
muertas de diversos árboles decorativos trasplantados al terrado por
arrendatarios posteriores, y la extraña comida indigerible arrojada o vomitada
por tal o cual sensible epicúreo. Todo mezclado, finalmente, por la cuchilla de
las estaciones y convertido en un empaste, de varios palmos de grosor, de una
increíble tierra negra de cultivo en la que podía crecer cualquier cosa, entre
las que las bananas eran de las menos raras. Pirata, desesperado por la escasez
de bananas en tiempo de guerra, decidió construir un invernadero de vidrio en
el terrado y convenció a un amigo que hacía la ruta Río-Asunción-Fort Lamy para
que le proporcionara un par de retoños de banano a cambio de una cámara
fotográfica alemana, si es que Pirata tenía la suerte de conseguirla en una de
sus misiones de paracaidista.
Pirata se había hecho famoso
por sus Desayunos de Bananas. Acudían en tropel compañeros de rancho de toda
Inglaterra, incluso algunos alérgicos o manifiestamente hostiles a las bananas,
sólo para contemplar cómo la acción de las bacterias junto con el
entrecruzamiento de anillos y cadenas subterráneos formaba una maraña que sólo
Dios habría podido desenredar, y hacía que los frutos se desarrollaran hasta
una longitud de cuarenta y cinco centímetros. Sí, asombroso, pero cierto.
Pirata orina en el retrete sin
un solo pensamiento en la cabeza. Después se sumerge en la bata de lana que usa
del revés para esconder el bolsillo de los cigarrillos, aunque no siempre da
resultado. Esquivando los tibios cuerpos de los amigos se encamina hacia las
puertas-ventana, se desliza al exterior y se sumerge en el frío; al notar el
impacto de éste en los empastes de sus dientes se queja, trepa por una escalera
que da vueltas en espiral hasta la terraza y se detiene un momento para
observar el río. Todavía se ve el sol en el horizonte. El día se insinúa
lluvioso, pero, de momento, el aire aparece extraordinariamente claro. La gran
central eléctrica y, más allá, la fábrica de gas se muestran con toda
precisión; por la mañana se han formado cristales en los vasos de cristalización,
las chimeneas, los respiraderos, las torres y las cañerías… Sinuosas
emanaciones de humo y vapor…
—Aaah… —Es el mudo rugido de
Pirata mientras observa cómo desaparece su aliento sobre los parapetos— ¡Aaah!
Los tejados y azoteas danzan
en la mañana. Y ahí lucen sus gigantescos racimos de bananas: amarillo
radiante, verde húmedo. Abajo, sus compañeros sueñan, extasiados, con un
Desayuno de Bananas. Este despejado día no debería ser peor que cualquier otro…
¿Lo será? En la lontananza,
hacia Oriente, en el cielo rosado, algo acaba de resplandecer con grandes
destellos. Una nueva estrella; nada menos digno de atención. Se apoya sobre el
parapeto para mirar. El punto brillante ya se ha convertido en una breve línea
vertical de color blanco. Debe de estar en algún lugar por encima del mar del
Norte…, por lo menos a esa distancia… Abajo, campos de hielo y una fría mancha
de sol…
¿Qué es? Nunca ocurre nada
semejante. Pero Pirata lo sabe, a fin de cuentas. Lo vio en una película hace
quince días…, se trata de una estela de humo. Ahora se ve un dedo más alta.
Pero no es la estela de un avión. Los aviones no se lanzan verticalmente. Se
trata de la nueva y todavía Muy Secreta bomba-cohete alemana.
«Nueva recepción de correo.»
¿Lo ha murmurado o sólo lo ha
pensado? Se ajusta el raído cinturón de la bata. Se supone que el alcance de
estas cosas es de más de doscientas millas. No es posible ver una estela de
humo a doscientas millas de distancia, no es posible.
¡Oh! Oh, sí: rodeando la curva
de la Tierra, más allá, hacia el este, el sol acaba de asomar en Holanda, da
contra el escape del cohete, gotas y cristales, y los hace brillar a través del
mar…
De repente, la línea blanca ha
detenido su ascenso. Debe de ser la interrupción de la transmisión de
combustible, el fin de la combustión, esa palabra que emplean… Brennschluss.
Nosotros no tenemos ninguna para eso. O es materia reservada. El borde inferior
de la línea, la estrella original, ha comenzado a desvanecerse en el rojizo
amanecer. Pero el cohete estará aquí antes de que Pirata vea salir el sol.
La estela, borrosa,
ligeramente desgarrada en dos o tres direcciones, cuelga del cielo. El cohete,
ahora pura balística, ha subido más. Pero se ha hecho invisible.
Tendría que hacer algo…,
llegarse a la sala de exploración de Stanmore. En los radares del Canal
tendrían que haberlo captado… No: en realidad, no hay tiempo. Menos de cinco
minutos desde La Haya hasta aquí (el tiempo que lleva caminar hasta la
cafetería de la esquina…, el tiempo que tarda la luz del sol en alcanzar el
planeta del amor…, un instante). ¿Lanzarse a la calle? ¿Advertir a los demás?
Recoger las bananas. Camina
con dificultad sobre el negro abono hasta el invernadero. De pronto, siente que
está a punto de cagarse. El misil, a sesenta millas de altura, debe de estar
alcanzando el punto más alto de su trayectoria…, comenzando su caída… ahora.
La luz del día penetra a
través del entramado, los blanquecinos paneles brillan. ¿Cómo podría haber un
invierno -incluso éste- lo bastante gris para envejecer este hierro que puede
silbar en el viento, o nublar estas ventanas que se abren a otra estación, aun
siendo su protección sólo aparente?
Pirata mira el reloj. No
registra nada. Le escuecen los poros de la cara. Vaciando su mente —una
triquiñuela que aprendió en el Comando— se adentra en el calor húmedo de su
bananería, procede a recoger las mejores y más maduras bananas levantándose la
parte inferior de la bata para dejarlas caer en ella, únicamente se permite
contar bananas, mueve sus piernas desnudas entre los racimos colgantes, entre
estos candelabros amarillos, este crepúsculo tropical…
Otra vez afuera, al invierno.
La estela ha desaparecido totalmente del cielo. Pirata siente el sudor, casi
tan frío como el hielo, sobre su piel.
Invierte algún tiempo en
encender un cigarrillo. No oirá la llegada de la cosa. Se desplaza más
rápidamente que la velocidad del sonido. La primera noticia que se tiene de
ella es la explosión. Luego, si uno sigue existiendo, oye el ruido de su
llegada.
Si la cosa cayera exactamente
en… Oooh, no,.. Si, por una fracción de segundo, uno tuviera que sentir el
choque de la punta, con la terrible masa encima, en el propio cráneo… Pirata se
encoge de hombros y lleva sus bananas escalera de caracol abajo.
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