lunes, 30 de diciembre de 2019

EL MURCIÉLAGO Jo Nesbø Traducción de Bente Teigen Gundersen y Mariano González Campo. (Fragmento).


EL MURCIÉLAGO

 Jo Nesbø

 Traducción de Bente Teigen Gundersen
 y Mariano González Campo


WALLA

1 

Sidney



Algo iba mal.
Al principio la mujer del control de pasaportes había preguntado con una amplia sonrisa:
¿Cómo está, colega?
—Bien —le había mentido Harry Hole.
Hacía más de treinta horas que había salido de Oslo vía Londres, y desde el trasbordo en Baréin había permanecido en el mismo maldito asiento junto a la salida de emergencia. Por razones de seguridad apenas podía inclinarse hacia atrás, así que al llegar a Singapur tenía las lumbares hechas polvo.
Ahora la mujer apostada tras el mostrador no sonreía.
Había examinado su pasaporte con notorio interés. No era fácil saber si el motivo de su buen humor inicial era la fotografía o su nombre.
—¿Negocios?
Harry Hole suponía que en la mayoría de los lugares del mundo los funcionarios de pasaportes habrían añadido un «señor», pero, según había leído, ese tipo de fórmulas de cortesía no estaban muy extendidas en Australia. Tampoco le importó mucho. Harry no estaba demasiado acostumbrado a viajar al extranjero, ni era un esnob. Tan solo deseaba una habitación de hotel y una cama cuanto antes.
—Sí —contestó mientras repiqueteaba los dedos contra el mostrador.
Y en aquel instante la mujer frunció los labios, puso mala cara y dijo con voz estridente:
—¿Por qué no tiene visado en su pasaporte, señor?
El corazón le dio un vuelco, como hacía indefectiblemente cada vez que percibía que se aproximaba una catástrofe. ¿Quizá solo empleaban «señor» cuando la situación se ponía fea?
—Perdón, me olvidé —murmuró Harry mientras buscaba de modo febril en sus bolsillos interiores.
¿Por qué no habían grapado el visado especial al pasaporte al igual que hacen con los visados normales? De la cola detrás de él le llegó el débil zumbido de un walkman y no dudó de que se trataba de su compañero de asiento en el avión. Llevaba escuchando el mismo casete durante todo el viaje. ¿Y por qué narices nunca recordaba en qué bolsillo había metido las cosas? Encima hacía calor, aunque ya casi eran las diez de la noche. Harry notó que empezaba a picarle el cuero cabelludo.
Finalmente encontró el documento y, aliviado, lo puso sobre el mostrador.
—¿Es usted policía?
La funcionaria de pasaportes alzó la mirada del visado especial y le examinó detenidamente. Ya no tenía los labios fruncidos.
—Espero que no hayan asesinado a algunas noruegas rubias…
Se rió entre dientes y estampó el sello sobre el visado especial.
—Bueno, solo a una —respondió Harry Hole.


La zona de llegadas estaba repleta de representantes de turoperadores y chóferes de limusina que portaban carteles con nombres, pero en ninguno de ellos ponía Hole. Este se disponía a coger un taxi cuando un hombre de pelo negro y rizado y una nariz extraordinariamente ancha, que vestía vaqueros azul celeste y una camisa hawaiana, se abrió camino entre los carteles dando zancadas en dirección a él.
—¡El señor Holy, supongo! —afirmó de modo triunfal.
Harry Hole reflexionó un instante. Había decidido emplear el inicio de su estancia en Australia en corregir la pronunciación de su apellido y evitar ser relacionado con un hole, «agujero» Mr. Holy, señor Santo, quedaba mucho mejor.
—Andrew Kensington, ¿cómo está? —preguntó el hombre con una sonrisa a la vez que extendía una enorme mano.
Fue como si hubiese metido la mano en un exprimidor.
—Bienvenido a Sidney. Espero que haya disfrutado del vuelo —dijo el extraño con evidente sinceridad, como si se tratara del eco de las palabras que la azafata había pronunciado tan solo veinte minutos antes.
Agarró la maltrecha maleta de Hole y se dirigió hacia la salida sin mirar atrás. Harry le siguió pisándole los talones.
—¿Trabajas para la policía de Sidney? —comenzó a decir.
Claro, colega. ¡Cuidado!
La puerta giratoria golpeó a Harry en la cara, en plena napia, y le saltaron las lágrimas. Una mala astracanada no habría empezado peor. Se frotó la nariz y se puso a decir palabrotas en noruego. Kensington le dirigió una mirada compasiva.
—Malditas puertas, ¿eh? —dijo él.
Harry no contestó. No sabía cómo se respondía a esa clase de comentarios en Australia.
En el aparcamiento, Kensington abrió el maletero de un Toyota pequeño y muy usado y metió la maleta en él.
—¿Quiere usted conducir, amigo? —le preguntó sorprendido.
Harry advirtió que se había acomodado en el asiento del conductor. ¡Qué fastidio…! Había olvidado que en Australia se circulaba por la izquierda. No obstante, el asiento del copiloto estaba tan lleno de papeles, cintas y porquería que Harry se sentó detrás.
—Usted debe de ser aborigen —dijo en cuanto tomaron la autopista.
—Veo que no hay quien le engañe, agente —repuso Kensington mirando por el retrovisor.
En Noruega les llamamos negros australianos.
Kensington mantenía fija la mirada en el retrovisor.
—¿En serio?
Harry empezó a sentirse incómodo.
—Esto… solo quiero decir que, obviamente, sus antepasados no pertenecieron a los reclusos que Inglaterra envió aquí hace doscientos años —explicó Harry para demostrar que poseía unos mínimos conocimientos de la historia del país.
—Es verdad, Holy, mis antepasados llegaron algo antes. Hace cuarenta mil años, para ser exactos.
Kensington le sonrió por el retrovisor. Harry se prometió mantener la boca cerrada un buen rato.
—Entiendo. Llámeme Harry.
—De acuerdo, Harry. Yo soy Andrew.


Durante el resto del trayecto, Andrew se hizo cargo de la conversación. Condujo a Harry a King’s Cross sin parar de hablar por el camino: ese era el centro de la prostitución y del tráfico de drogas y, en general, de todas las actividades clandestinas de la ciudad. Uno de cada dos escándalos parecían guardar relación con algún hotel o antro de striptease dentro de ese kilómetro cuadrado.
—Ya hemos llegado —dijo Andrew de repente.
Se detuvo junto al bordillo, bajó del coche y sacó el equipaje de Harry del maletero.
—Hasta mañanadijo Andrew, y en un abrir y cerrar de ojos tanto él como el vehículo se esfumaron.
Con la espalda dolorida y los primeros síntomas del jet lag asomando, Harry y su maleta se encontraron solos en la acera de una ciudad cuyo número de habitantes casi equivalía a la población entera de Noruega y ante el ostentoso Crescent Hotel. Junto a la placa de la puerta había tres estrellas. El jefe de policía de Oslo no tenía fama de generoso en lo que se refería al alojamiento de sus empleados. Sin embargo, esta vez quizá no resultaría tan mal. A los funcionarios debían de hacerles descuentos, y seguramente le darían la habitación más pequeña del hotel, pensó Harry.
Y así fue.

Fuente:
Traducción de Bente Teigen Gundersen
y Mariano González Campo

miércoles, 25 de diciembre de 2019

Policía Jo Nesbø Traducción de Carmen Montes Cano. Fragmento.





Policía
Jo Nesbø
Traducción de Carmen Montes Cano

 Para Knut Nesbø,  futbolista, guitarrista, amigo, hermano
 Primera parte

 Prólogo

 Dormía allí dentro, detrás de la puerta.

El interior de la rinconera olía a madera vieja, a restos de pólvora y lubricante para armas. Cuando el sol iluminó la habitación a través de la ventana, se materializó en el agujero de la cerradura del armario una luz con forma de reloj de arena; y, cuando el sol alcanzó el ángulo exacto, le arrancó un débil destello a la pistola que había en el estante, en medio del armario.
La pistola era una Odessa rusa, una copia de la más conocida Stetchin.
Aquella arma había llevado una existencia errabunda, había viajado con los kulakí de Lituania hasta Siberia, se había desplazado entre los distintos cuarteles generales de los urki en el sur de Siberia, había sido propiedad de un atamán, de un líder cosaco, al que había matado la policía con la Odessa en ristre, antes de ir a parar a las manos de un director de prisiones de Tagil, que era coleccionista de armas. Al final, aquella pistola tan fea y llena de aristas llegó a Noruega con Rudolf Asáiev que, antes de desaparecer, y gracias al opioide llamado «violín», parecido a la heroína, monopolizó el mercado de estupefacientes de Oslo. La misma ciudad en la que el arma se encontraba ahora, y más en concreto, en la calle Holmenkollveien, en la casa de Rakel Fauke. La Odessa tenía un cargador para veinte balas del calibre Makarov 9 × 18 mm, y con ella se podían efectuar tanto disparos aislados como ráfagas. Le quedaban doce balas en el cargador.
Tres de las que faltaban las habían disparado contra traficantes albanokosovares de la competencia, pero solo una había dado en un cuerpo. Las otras dos mataron a Gusto Hanssen, un joven ladrón y traficante que había malversado el dinero y la droga de Asáiev.
La pistola aún olía a las tres últimas balas, que habían hecho impacto en la cabeza y el pecho del antiguo policía Harry Hole, precisamente durante la investigación del asesinato de Gusto Hanssen. Y, además, en el mismo lugar, la calle Hausmann, número 92.
La policía aún no había resuelto el caso de Gusto, y el chico de dieciocho años al que detuvieron en primer lugar fue puesto en libertad. Entre otras razones porque no lograron encontrar el arma homicida ni vincularlo con ella. El muchacho se llamaba Oleg Fauke y todas las noches se despertaba y se quedaba con los ojos abiertos en la oscuridad, oyendo los disparos. No aquellos con los que mató a Gusto, sino los otros. Los que disparó contra el policía que había sido como un padre para él durante su infancia. El policía que él soñó en su día que podría casarse con su madre, Rakel. Harry Hole. Su mirada brillaba ante Oleg en la oscuridad, y pensaba en la pistola que estaba lejos, en un armario, con la esperanza de no volver a verla nunca más en la noche. De que nadie volviera a verla nunca más. De que siguiera durmiendo eternamente.


Él dormía allí dentro, detrás de la puerta.
La habitación de hospital que mantenían bajo vigilancia olía a medicamentos y a pintura. El aparato que había a su lado registraba los latidos del corazón.
Isabelle Skøyen, la concejal de asuntos sociales del gobierno municipal, y Mikael Bellman, el nuevo jefe provincial de la policía, tenían la esperanza de no volver a verlo nunca más.
De que nadie volviera a verlo nunca más.
De que siguiera durmiendo eternamente.

 
 
1

 Había sido un día de septiembre cálido y largo, con esa luz que transforma el fiordo de Oslo en plata derretida y hace que las pinceladas otoñales que ya tienen las colinas se vean refulgentes. Uno de esos días que impulsan a la gente de la ciudad a prometer que nunca, nunca se van a mudar de allí. El sol iba descendiendo detrás del barrio de Ullern, y los últimos rayos incidían horizontales sobre el paisaje, sobre casas sencillas y bajas, testimonio de los orígenes modestos de Oslo, sobre lujosos áticos cuyas terrazas hablaban de la aventura petrolífera que, de repente, había convertido al país en el más rico del mundo, sobre los drogadictos del parque Stensparken de aquella ciudad mediana y organizada donde se producían más muertes por sobredosis que en ciudades europeas ocho veces más grandes. Sobre jardines cuyas camas elásticas estaban aseguradas con redes, y los niños no saltaban más que de tres en tres, tal y como recomendaban las instrucciones de uso. Y sobre las colinas y el bosque que rodeaba la mitad de la llamada «Olla de Oslo». El sol no quería abandonar la ciudad, alargaba los rayos convirtiéndolos en dedos, como una despedida interminable a través de la ventanilla de un tren.

El día había empezado con un aire frío y claro, y con una luz intensa, como la de las lámparas de un quirófano. A medida que pasaban las horas, la temperatura fue subiendo, el cielo adquirió un azul más intenso y el aire, esa textura suave que hacía de septiembre el mes más agradable del año. Y cuando llegaba el atardecer, blando y cuidadoso, el ambiente en las zonas residenciales de la pendiente que desembocaba en el lago de Maridalsvannet olía a manzanas y a pinar tibio.
Erlend Vennesla se acercaba a la cima de la última colina. Ya notaba el ácido láctico, pero se concentró en la correcta presión vertical sobre los pedales para mantener las rodillas ligeramente hacia dentro. Porque era importante seguir la técnica correcta. Sobre todo cuando uno empezaba a cansarse y al cerebro le entraban ganas de cambiar de postura y cargar músculos más descansados pero menos eficaces. Podía sentir la rigidez del cuadro de la bicicleta, cómo absorbía y utilizaba cada vatio que le descargaba al pedalear, cómo imprimía velocidad cuando cambiaba a una marcha más larga, se ponía de pie y trataba de mantener la misma frecuencia, más o menos noventa pedaleos por minuto. Miró el indicador del pulso. Ciento sesenta y ocho. Dirigió la linterna que llevaba en la cabeza hacia la pantalla del GPS que tenía fijado en el manillar. Mostraba un plano detallado de Oslo y alrededores, y tenía un emisor activo. La bicicleta y el equipamiento adicional habían costado más de lo que un investigador de asesinatos recién jubilado debería haber gastado, quizá. Pero era importante mantenerse en forma ahora que la vida ofrecía otros retos.
Retos menores, para ser sincero.
El ácido láctico le quemaba en los muslos y en las pantorrillas. Una promesa dolorosa pero agradable de lo que le esperaba. Un banquete de endorfinas. Músculos doloridos. La conciencia tranquila. Una cerveza con su mujer en el balcón, si la temperatura no bajaba drásticamente después de la puesta de sol.
Y de pronto, allí estaba, en lo alto. La carretera se allanó y, ante su vista, se extendía el lago Maridalsvannet. Redujo la velocidad. Estaba en el campo. En realidad, resultaba absurdo pensar que después de quince minutos en bicicleta desde el centro de una capital europea uno pudiera verse de repente rodeado de granjas, campos sembrados y bosques densos atravesados por senderos que se perdían en la oscuridad de la noche. Le picaba el cuero cabelludo por el sudor debajo del casco gris oscuro de la marca Bell; solo eso le había costado tanto como la bicicleta infantil que había comprado para el sexto cumpleaños de su nieta Line-Marie. Pero Erlend Vennesla no se quitó el casco. La mayoría de los casos de muerte de ciclistas se debía a lesiones en la cabeza.
Miró el pulsómetro. Ciento setenta y cinco. Ciento setenta y dos. Una brisa bienvenida le trajo el júbilo de la ciudad, allá abajo. Debía de provenir del estadio de Ullevaal, donde se celebraba un encuentro internacional, con Eslovaquia, o Eslovenia. Erlend Vennesla se imaginó por unos segundos que los vítores eran por él. Hacía ya tiempo de la última vez que alguien lo había aplaudido. Debió de ser en la ceremonia de despedida en la sede de Kripos, la policía judicial, en Bryn. Tarta, un discurso del jefe, Mikael Bellman, que continuó luego con rumbo estable hacia el puesto de jefe provincial de la policía. Y Erlend aceptó el aplauso, los miró a los ojos, les dio las gracias e incluso notó que se le hacía un nudo en la garganta cuando llegó el momento de pronunciar su breve discurso de agradecimiento basado en datos, tal y como es tradición en el seno de Kripos. Había tenido sus éxitos y sus fracasos como investigador de asesinatos, pero había evitado cometer grandes errores. Al menos, que él supiera, de esas respuestas uno no podía estar seguro al cien por cien. Es decir, ahora que las técnicas de reconocimiento de ADN habían llegado tan lejos y que desde la jefatura habían señalado que pensaban recurrir a ellas para revisar unos cuantos casos antiguos, corrían el riesgo de obtener precisamente eso: respuestas. Respuestas nuevas. Resultados. Mientras se tratara de casos abiertos, le parecía bien; pero Erlend no comprendía por qué había que invertir recursos en hurgar en casos cerrados hacía ya mucho tiempo.
La oscuridad se volvía más compacta y, a pesar de las luces de las farolas, estuvo a punto de pasarse el indicador de madera que señalaba el acceso al bosque. Pero allí estaba. Tal y como él lo recordaba. Dejó la carretera y giró hacia un blando sendero que se adentraba en el bosque. Iba pedaleando tan despacio como podía sin perder el equilibrio. El haz de luz de la linterna del casco bañaba el sendero y se perdía en la oscura pared de abetos que flanqueaban el camino. Las sombras corrían ante él, temerosas y raudas, se transformaban y se escondían. Así se lo imaginaba él cuando trataba de ponerse en el lugar de ella. Corriendo, huyendo con una linterna en la mano, encerrada y violada durante tres días seguidos.
Y cuando, en ese mismo instante, Erlend vio la luz que se encendía ante él en la oscuridad, pensó primero que se trataba de su linterna, que allí estaba ella corriendo otra vez, y que él iba en la moto que la perseguía, y que la atrapaba otra vez. La luz que había delante de Erlend se movió de un lado a otro antes de quedarse fija en su persona. Se paró y se bajó de la bicicleta. Enfocó el pulsómetro con la linterna del casco. Ya iba por debajo de cien. No estaba mal.
Soltó la tira de la barbilla, se quitó el casco y se rascó la cabeza. Madre mía, qué gusto. Apagó la linterna, colgó el casco en el manillar y llevó la bicicleta rodando hacia la luz de la linterna. Notaba cómo el casco iba balanceándose y le iba dando en la muñeca.
Se detuvo ante la linterna, cuya luz se elevó. La intensidad del resplandor le escoció los ojos. Y, así, cegado como estaba, atinó a pensar que aún se oía respirar tranquilamente, que era extraño que tuviera el pulso tan lento. Intuyó un movimiento, algo que se elevaba por detrás del gran círculo de luz temblorosa, oyó un silbido en el aire y, entonces, se le vino a la cabeza una idea extraña. Que no debería haber hecho aquello. Que no debería haberse quitado el casco. Que la mayoría de los casos de muerte de ciclistas…
Fue como si el pensamiento mismo tartamudeara, como una alteración en el tiempo, como si la transmisión de las imágenes se hubiera interrumpido un instante.
Erlend Vennesla se quedó atónito mirando al frente y notó una gota de sudor cálido que le rodaba por la frente. Dijo algo, pero con unas palabras sin contenido, como si se hubiera producido un error en la conexión entre el cerebro y la boca. Volvió a oír el mismo silbido débil. Luego, desapareció. Se esfumaron todos los sonidos, ya ni siquiera oía su respiración. Y se dio cuenta de que estaba de rodillas, y de que la bicicleta caía despacio en la cuneta. Allí delante bailaba aquella luz amarilla, pero desapareció cuando la gota de sudor le alcanzó la nariz, le cayó en los ojos y lo cegó. Y entonces comprendió que no era sudor.
Sintió el tercer golpe como un témpano que le estuviera atravesando la cabeza, la garganta y el cuerpo. Todo se le estaba helando.
No quiero morir, pensó tratando de levantar el brazo para protegerse la cabeza pero, dado que no podía mover un solo miembro, comprendió que estaba paralizado.
El cuarto golpe no llegó a registrarlo, pero por el olor a tierra mojada, supo que estaba tendido en el suelo. Parpadeó varias veces y recobró la vista en un ojo. Delante mismo de la cara vio un par de botas enormes y sucias en el barro. Levantaban los talones y las botas se elevaban un poco del suelo, como si quien golpeaba saltara un poco. Saltaba para tener más fuerza aún en cada golpe. Y el último pensamiento que le cruzó la cabeza fue que tenía que recordar cómo se llamaba su nieta, no podía olvidar su nombre.
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lunes, 23 de diciembre de 2019

La sed Jo Nesbø Traducción de Lotte Katrine Tollefsen




La sed
Jo Nesbø
Traducción de Lotte Katrine Tollefsen

Prólogo
            Miraba absorto la nada incolora.
Desde hacía casi tres años.
Nadie le veía y él no distinguía a nadie. Cuando la puerta se abría succionaba el vapor suficiente para dejar entrever por unos instantes a un hombre desnudo, después todo quedaba envuelto en niebla.
Los baños iban a cerrar. Estaba solo.
Se ciñó el albornoz de felpa blanca, se levantó del banco de madera y bordeó la piscina desierta camino del vestuario.
Ni una ducha abierta, ninguna conversación en turco ni pies desnudos deslizándose sobre las baldosas. Se contempló en el espejo. Recorrió con el dedo la cicatriz aún visible de la última operación. Le había llevado tiempo acostumbrarse a su nuevo rostro. El dedo bajó por el cuello, cruzó el pecho, se detuvo donde comenzaba el tatuaje.
Abrió el candado de la taquilla, se puso los pantalones y luego la gabardina encima del albornoz todavía húmedo. Se ató los cordones de los zapatos. Volvió a asegurarse de que estaba solo y se dirigió hacia otra taquilla cerrada con un candado manchado de pintura azul. Marcó el código 0999 y abrió la puerta. Dedicó unos instantes a observar el revólver grande y hermoso que descansaba en su interior, lo agarró por la culata de color rojo y se lo metió en el bolsillo de la gabardina. Abrió el sobre. Una llave, una dirección y más detalles.
En el armario había una cosa más.
De hierro, pintada de negro.
La levantó hacia la luz, contemplando fascinado su filigrana. Tendría que limpiarla, frotarla, pero ya sentía la excitación ante la sola idea de usarla.
Tres años. Tres años en una nada blanca, en un desierto de días sin sentido.
Ya era hora, había llegado el momento de beber del cáliz de la vida. Debía regresar.

 Harry despertó sobresaltado, la mirada clavada en la penumbra del dormitorio. Era él, había vuelto, estaba allí.
—¿Pesadillas, cariño?
La voz que le susurraba era cálida y serena. Se volvió hacia ella, unos ojos castaños escrutaban los suyos. El fantasma palideció hasta desaparecer.
—Estoy aquí —dijo Rakel.
—Y yo aquí —dijo él.
—¿Quién era esta vez?
—Nadie —mintió poniéndole la mano en la mejilla—. Duérmete.
Harry cerró los ojos y esperó a estar seguro de que ella también lo hacía antes de volver a abrirlos. Estudió su rostro. Esta vez él había aparecido en un bosque. Un paisaje pantanoso, ambos envueltos en jirones de niebla. Él había adelantado la mano, apuntaba a Harry con algo que no podía ver. Intuía el rostro demoníaco sobre su pecho desnudo. Luego la niebla se hizo más espesa y él se esfumó. Otra vez.
—Y yo estoy aquí —susurró Harry Hole.

 
 
PRIMERA PARTE


 
 
1

 Miércoles por la noche

 El bar Jealousy estaba casi vacío, pero aun así se respiraba con dificultad.
Mehmet Kalak observaba al hombre y a la mujer de la barra mientras les servía vino. Tenía cuatro clientes. El tercero ocupaba una de las mesas él solo y bebía su pinta a traguitos mínimos. El cuarto apenas dejaba ver unas botas de cowboy, y a intervalos espantaba la penumbra con la luz del móvil. Cuatro clientes a las once y media de una noche de septiembre en la mejor zona de bares del barrio de moda, Grünnerløkka. Un desastre, no podía seguir así. A veces se preguntaba por qué había dejado su puesto como encargado del bar del hotel más cool de la ciudad para coger por su cuenta y riesgo este bar decadente con una clientela de borrachos. Tal vez porque creyó que subiendo los precios podría cambiar los clientes de siempre por los que todo el mundo quería: los residentes de la zona, gente de mediana edad, con poder adquisitivo y nada problemática. O a lo mejor porque después de romper con su novia necesitaba un lugar donde pudiera matarse a trabajar. O porque, cuando el banco le denegó el préstamo, la oferta del prestamista Danial Banks le había parecido atractiva. O tal vez fuera tan sencillo como que en el Jealousy era él quien elegía la música y no un director de hotel que solo reconocía una melodía, la de la campanilla de la caja registradora. Había resultado sencillo ahuyentar a la antigua clientela, hacía mucho que habían encontrado un nuevo hogar en un bar barato a tres manzanas de allí. Pero había resultado más complicado atraer a nuevos clientes. Quizá debería revisar el concepto. Tal vez una única pantalla de televisión con la liga turca no fuera suficiente para considerarlo un bar deportivo. Y en cuanto a la música, quizá debería apostar más por lo seguro, por los clásicos como U2 y Springsteen para los chicos, y Coldplay para las damas.
—No es que yo haya tenido muchas citas por Tinder —dijo Geir dejando la copa de vino blanco sobre la barra—, pero he podido comprobar que hay mucha gente rara por ahí.
—¿No me digas? —respondió la mujer ahogando un bostezo.
Era rubia y llevaba el pelo corto. Delgada. Treinta y cinco años, pensó Mehmet. Movimientos rápidos, un poco nerviosos. Ojos cansados. Trabaja demasiado y hace ejercicio con la esperanza de que eso le proporcione la energía que siempre echa en falta.
Mehmet vio a Geir levantar su copa sujetando el tallo con tres dedos, igual que la mujer. En sus innumerables citas a través de Tinder siempre pedía lo mismo que ellas, ya fuera whisky o té verde. Parecía una manera de dar a entender que en eso también hacían buena pareja.
Geir carraspeó. Habían pasado seis minutos desde que ella había entrado en el bar y Mehmet sabía que ya estaba listo para dar la estocada.
—Eres más guapa que en tu foto de perfil, Elise —dijo Geir.
—Ya me lo habías dicho, pero te lo agradezco.
Mehmet limpiaba un vaso fingiendo que no escuchaba.
—Dime, Elise, ¿qué esperas de la vida?
Ella sonrió desanimada.
—Un hombre al que no solo le importe el físico.
—No podría estar más de acuerdo, Elise. El interior es lo que importa.
—Era broma. Supongo que en la foto de perfil salgo bastante mejorada, y tengo la impresión de que tú también, ¿no, Geir?
—Je, je —dijo Geir, contemplando algo confuso el fondo de su copa de vino—. Bueno, la mayoría de la gente elige una foto favorecedora. Así que buscas un hombre. ¿Qué clase de hombre, Elise?
—Uno que quiera ser amo de casa —respondió, consultando su reloj.
—Je, je. —A Geir no solo le sudaba la frente, sino toda su gran cabeza afeitada. Pronto tendría manchas de sudor en las axilas de su camisa negra slim fit, una elección sorprendente, puesto que Geir no estaba ni delgado ni en forma. Giró su copa—. Tenemos el mismo sentido del humor, Elise. De momento, para mí un perro es familia suficiente. ¿Te gustan los animales?
«Tanrim, por Dios, ¿es que no va a rendirse?», pensó Mehmet.
—Si doy con la persona adecuada, será porque me convenza tanto aquí… como aquí… —Geir sonrió, bajó la voz y se señaló la entrepierna—. Pero, para saber si es así, primero hay que comprobarlo, ¿no crees, Elise?
Mehmet tuvo escalofríos. Geir había metido la quinta y su ego iba a llevarse otro golpe en la carrocería.
La mujer apartó su copa de vino, se inclinó un poco y Mehmet tuvo que esforzarse para oír lo que decía.
—¿Puedes prometerme una cosa, Geir?
—Claro. —Su mirada y su voz eran las de un perro sumiso.
—¿Que puedo irme de aquí ahora mismo y nunca volverás a intentar ponerte en contacto conmigo?
Mehmet no tuvo más remedio que admirar la capacidad de Geir para esbozar una sonrisa.
—Por supuesto.
La mujer se echó hacia atrás.
—Gracias. No es que tengas pinta de acosador, Geir, pero he tenido un par de malas experiencias, ¿sabes? Un tipo empezó a seguirme y también a amenazar a la gente con la que me veía. Espero que comprendas que tenga cuidado.
—Entiendo. —Geir levantó su copa y la vació de un trago—. Como ya he dicho, hay mucho loco por ahí suelto. Pero no temas, estás bastante segura. Las estadísticas dicen que la probabilidad de morir asesinado es cuatro veces mayor para un hombre que para una mujer.
—Gracias por el vino, Geir.
—En el caso de que uno de nosotros tres… —Mehmet se apresuró a mirar hacia otro lado cuando Geir le señaló— fuera asesinado esta noche, la probabilidad de que seas tú es de uno a ocho. O no, espera, habría que dividir por…
Ella se puso de pie.
—Espero que encuentres la solución. Que te vaya bien.
La mujer se marchó y Geir se quedó un rato mirando su copa, moviendo la cabeza al ritmo de «Fix you» como si quisiera convencer a Mehmet y otros potenciales testigos de que ya había pasado página, de que ella era como una canción ligera de tres minutos de duración que se olvidaba en otros tres. Se levantó y se fue sin terminarse el vino.
Mehmet miró a su alrededor. Las botas de cowboy y el tipo que alargaba hasta el infinito su pinta de cerveza habían desaparecido. Estaba solo. El aire volvía a ser respirable. Con el móvil cambió la playlist del equipo de música. Puso la suya. Bad Company. Con antiguos miembros de Free, Mott The Hoople y King Crimson no podía salir mal. Y con Paul Rodgers de vocalista era imposible que saliera mal. Mehmet subió el volumen hasta que las botellas de detrás de la barra chocaron entre sí.

 Elise bajaba por la calle Thorvald Meyer, entre modestos bloques de cuatro pisos que en su día acogieron a la clase trabajadora de un barrio pobre en una ciudad pobre. Ahora el precio del metro cuadrado igualaba al de Londres o Estocolmo. Septiembre en Oslo. Por fin había vuelto la oscuridad y habían quedado atrás las largas noches de verano, luminosas y molestas, sus estúpidas, felices e histéricas muestras de alegría de vivir. En septiembre Oslo volvía a su auténtico ser: melancólica, reservada y eficiente. Una fachada sólida que escondía lugares oscuros y secretos. Como ella misma, decían algunos. Apretó el paso; en el aire se intuía la lluvia, un sirimiri, el estornudo de Dios, como dijo una vez una de sus citas intentando resultar poético. Iba a darse de baja de Tinder. El día siguiente. Ya era suficiente, ya estaba harta de hombres salidos que con su sola mirada hacían que se sintiera como una puta por citarse con ellos en un bar. No más psicópatas y acosadores que se aferraban a ella como garrapatas, chupando su tiempo, su energía y su seguridad. Ya estaba harta de patéticos perdedores que hacían que se sintiera uno de ellos. Decían que las citas por internet eran la nueva manera de conocer gente, que ya no había de qué avergonzarse, que todo el mundo lo hacía. Pero no era verdad. La gente se conocía en el trabajo, en la biblioteca, a través de amigos comunes, en el gimnasio, en cafeterías, en el avión, el autobús o el tren. Se conocían como tenía que ser, sin tensiones, sin sentirse presionados, y luego podían conservar la ilusión romántica de que había intervenido el destino, de que su comienzo había sido inocente y limpio. Quería esa ilusión. Borraría su cuenta. No era la primera vez que se lo proponía, pero esta vez lo haría, esa misma noche.
Cruzó la calle Sofienberg, sacó la llave para abrir el portal contiguo a la frutería.
Empujó la puerta y penetró en la oscuridad del portal. Se detuvo de golpe. Eran dos.
Sus ojos tardaron un par de segundos en acostumbrarse a la penumbra y distinguir lo que tenían en la mano. Los dos hombres, con los pantalones desabrochados, se sujetaban el pene colgando. Reculó. No se dio la vuelta, solo rogó que no hubiera alguien detrás de ella también.
—Joder, sorry.
El taco y la disculpa fueron pronunciados por una voz juvenil, Elise le calculó entre dieciocho y veinte años. Y no estaba sobrio.
—Tío —dijo el otro muerto de risa—. ¡Me has meado en los zapatos!
—¡Es que he dado un bote!
Elise se ciñó el abrigo y pasó junto a los chicos, que se habían vuelto de nuevo hacia la pared.
—Esto no es ningún meadero —dijo.
Sorry, es que había muchas ganas. No se repetirá, tía.
 Geir iba deprisa por la calle Schleppegrell.
Meditaba, no estaba tan seguro de ese cálculo según el cual, entre dos hombres y una mujer, ella tenía una probabilidad de uno a ocho de morir asesinada; la cosa era un poco más complicada. Todo era siempre más complicado.
Había pasado la calle Romsdal cuando algo le hizo girarse. Un hombre caminaba a unos cincuenta metros de distancia. No estaba seguro, pero ¿no era el mismo que había visto al otro lado de la calle, mirando un escaparate, cuando salió del bar Jealousy? Geir apretó el paso, iba hacia el este, hacia Dælenenga y la fábrica de chocolate; en esa zona no había nadie por la calle, solo un autobús que parecía ir adelantado sobre su horario y esperaba en la parada. Geir miró a su espalda. El tipo seguía allí, a la misma distancia. A Geir le daba miedo la gente de piel oscura desde siempre, pero no podía distinguirlo bien. Se estaban alejando de la zona blanca y moderna para aproximarse a las viviendas sociales y a los inmigrantes. Geir podía ver el portal de su casa a unos cien metros, pero cuando se giró vio que el tío había echado a correr, y entonces salió por piernas aterrado ante la idea de que le diera caza un somalí totalmente traumatizado en Mogadiscio. Geir llevaba años sin correr, y cada vez que sus talones impactaban contra el suelo una conmoción le recorría el cerebro y la visión. Llegó a la puerta, consiguió meter la llave en la cerradura al primer intento, se lanzó al interior y cerró el pesado portón tras de sí. Se apoyó en la madera húmeda. Le faltaba el aliento y el ácido láctico le quemaba los muslos. Se dio la vuelta y miró por el cristal de la puerta. No vio a nadie en la calle. A lo mejor no era un somalí. Geir no pudo contener la risa. Joder, había que ver lo miedoso que se volvía uno solo por haber hablado un poco de potenciales asesinatos. ¿Y qué había dicho Elise de su acosador?
A Geir todavía le faltaba el resuello cuando abrió la puerta del apartamento. Cogió una cerveza de la nevera, vio que la ventana de la cocina estaba abierta y la cerró. Luego entró en el despacho y encendió la luz.
Apretó una tecla del ordenador y la gran pantalla de veinte pulgadas se iluminó. Escribió «Pornhub» y «french» en el buscador. Fue pasando las fotos hasta dar con una mujer que tenía al menos el mismo color de pelo de Elise y también un peinado parecido. Los tabiques del piso eran muy finos, así que enchufó los auriculares al ordenador antes de hacer doble clic en la foto, desabrocharse los pantalones y bajárselos. La mujer se parecía tan poco a Elise que Geir prefirió cerrar los ojos y concentrarse en sus gemidos mientras intentaba visualizar la boca pequeña y algo severa de Elise, su mirada despreciativa, la blusa sencilla y muy sexy. Nunca la habría tenido, jamás, de otra manera. Geir se detuvo. Abrió los ojos. Soltó la polla al notar que el vello de la nuca se le erizaba por la corriente fría que entraba por la puerta que era muy consciente de haber dejado cerrada. Levantó la mano para quitarse los auriculares, pero ya era demasiado tarde.

 Elise echó la cadena a la puerta y se quitó los zapatos en el recibidor. Pasó la mano por la foto sujeta en el marco del espejo en la que aparecía con su sobrina Ingvild. Era un ritual cuyo significado desconocía, pero era evidente que cubría alguna necesidad muy humana, igual que las historias sobre lo que nos espera después de la muerte. Fue al salón y se tumbó en el sofá de su apartamento de un dormitorio, pequeño pero acogedor, y además de su propiedad. Consultó el móvil.
Había un mensaje del trabajo avisando de que la vista de la mañana siguiente se había aplazado.
No le había contado al tío de la cita de esa noche que trabajaba como abogada ofreciendo asistencia a víctimas de violación, ni que su estadística sobre el riesgo que corrían los hombres de ser asesinados no era del todo cierta. En los crímenes por motivos sexuales, la probabilidad de que la víctima fuera una mujer era cuatro veces mayor. No en vano, lo primero que había hecho cuando compró el piso fue cambiar la cerradura y poner una cadena de seguridad, un invento muy poco noruego que todavía no manejaba con soltura.
Entró en Tinder. Había sido correspondida por tres de los hombres que había deslizado hacia la derecha aquella tarde. ¡Ah!, lo que enganchaba no era quedar con ellos, sino esto, saber que estaban ahí fuera y que la deseaban. ¿Y si se permitía un último coqueteo verbal, un trío virtual con sus dos últimos desconocidos antes de borrar la cuenta y la app para siempre?
No. Debía darse de baja ya.
Entró en el menú, completó los campos y finalmente se enfrentó a la pregunta de si «de verdad» deseaba cancelar su cuenta.
Elise se miró el dedo. Temblaba.
Por Dios, ¿sería adicta? Adicta a saber que había alguien, alguien que no tenía ni idea de quién ni cómo era ella en realidad, pero al menos alguien que la quería tal y como era en su foto de perfil. ¿Muy enganchada o solo un poco? Descubrirlo era tan fácil como dar de baja su cuenta y proponerse estar un mes sin Tinder. Un mes, y si no era capaz de cumplirlo es que le pasaba algo grave. Acercó un dedo tembloroso a la tecla aniquiladora.
Y si era eso que consideraban adicta, ¿acaso era tan peligroso? Todos necesitamos sentir que pertenecemos a alguien y que alguien nos pertenece. Había leído que los recién nacidos pueden morir si no reciben un mínimo de contacto con la piel de otro ser humano. No creía que fuera verdad, pero, por otro lado, ¿qué sentido tenía vivir solo para una misma, para un trabajo que te devora? Para unos amigos con los que se veía sobre todo por obligación y porque el miedo a la soledad pesaba más que su aburrida cantinela de quejas sobre los niños, el marido o la falta de una de esas dos cosas. Y tal vez el hombre que estaba buscando estuviera en Tinder en ese mismo momento. Así que, vale, un último intento. Apareció la primera foto y la arrastró hacia la izquierda, a la papelera, al no te quiero. Hizo lo mismo con la segunda, y con la tercera.
Su mente divagaba. En cierta ocasión asistió a una conferencia de un psicólogo que había estudiado a algunos de los peores delincuentes sexuales del país. Explicó que los hombres mataban motivados por el sexo, el dinero y el poder. Las mujeres, por los celos y el miedo.
Dejó de arrastrar hacia la izquierda. Había algo vagamente familiar en el rostro de la foto, a pesar de estar oscura y algo desenfocada. No sería la primera vez que ocurría. Al fin y al cabo, Tinder emparejaba a personas que estaban próximas entre sí. Y, según la aplicación, ese hombre se encontraba a menos de un kilómetro de ella, incluso podría estar en la misma manzana. La foto desenfocada delataba que no se había estudiado los consejos prácticos para el uso eficiente de Tinder, y eso ya era un dato positivo en sí mismo. El texto era sencillamente «Hola». No hacía ningún esfuerzo por aparentar ser diferente. No era indicio de que tuviera una gran imaginación, pero al menos se mostraba seguro de sí mismo. Sí, estaba convencida de que le gustaría un hombre que se acercara a ella en una fiesta y le dijera tan solo «Hola», y con una mirada tranquila y firme le preguntara: «¿Seguimos adelante?».
Arrastró la foto hacia la derecha. A «Siento curiosidad por saber quién eres». Una vez más oyó el alegre pling del iPhone que indicaba que se había producido otro emparejamiento.

 Geir respiraba con fuerza por la nariz.
Se subió los pantalones y giró la silla despacio.
La pantalla del ordenador era la única fuente de luz y solo iluminaba las manos y el torso de la persona que unos instantes antes se encontraba a su espalda. No veía su rostro, tan solo unas manos blancas que le entregaban algo. Era una correa de cuero negro terminada en una lazada. La persona dio un paso hacia delante y Geir se echó hacia atrás instintivamente.
—¿Sabes cuál es el único ser más simple que tú que conozco? —susurró la voz desde la oscuridad mientras las manos tensaban la correa de cuero.
Geir tragó saliva.
—El perro —dijo la voz—. Esa mierda de perro del que tú prometiste ocuparte y que se caga en el suelo de la cocina porque a nadie le da la gana pasearlo.
Geir carraspeó.
—Pero, Kari, vamos…
—A la calle. Y no se te ocurra ponerme la mano encima cuando te acuestes.
Geir cogió la correa del perro y ella salió dando un portazo.
Se quedó sentado en la oscuridad, parpadeando.
«Nueve —pensó—. Dos hombres y una mujer, un asesinato. En ese caso, las probabilidades de que la mujer sea la víctima es de uno a nueve, no de uno a ocho.»

 Mehmet iba conduciendo su viejo BMW despacio, alejándose de las calles del centro, hacia la colina de Kjelsås, chalets, vistas al fiordo y aire más fresco. Giró hacia su calle, silenciosa y durmiente. Divisó un Audi R8 aparcado delante de su casa, junto al garaje. Mehmet redujo la velocidad mientras valoraba durante unos instantes la posibilidad de acelerar, seguir adelante. Pero sabía que solo conseguiría aplazarlo. Claro que, por otra parte, eso era precisamente lo que necesitaba: un aplazamiento. Pero Banks acabaría localizándole y este podía ser un buen momento. Era una noche tranquila, estaba oscuro y no habría testigos. Mehmet aparcó junto a la acera. Abrió la guantera. Observó lo que tenía allí guardado desde hacía días, precisamente en previsión de que se produjera una situación como aquella. Se lo metió en el bolsillo y tomó aire. Bajó del coche y empezó a caminar hacia la casa.
Se abrió la puerta del Audi y Danial Banks bajó. Cuando Mehmet le conoció en el restaurante Pearl of India, supo que el nombre de pila paquistaní y el apellido británico serían tan falsos como su firma en el supuesto contrato que habían firmado. Pero el efectivo que contenía el maletín que le entregó era auténtico.
La gravilla que cubría el acceso al garaje crujió bajo sus pies.
—Bonita casa —dijo Danial Banks, apoyado en el R8 con los brazos cruzados—. ¿No le bastó a tu banco para avalar tu préstamo?
—Solo soy inquilino, de la planta baja.
—Pues lo siento por mí —dijo Banks. Era mucho más bajo que Mehmet, pero no lo parecía cuando tensaba los bíceps escondidos bajo la chaqueta del traje—. Eso quiere decir que no me serviría de nada prenderle fuego para que cobres el seguro y pagues tu deuda, ¿verdad que no?
—Supongo que no.
—Pues lo siento por ti también, porque voy a tener que utilizar un método muy doloroso. ¿Quieres saber en qué consiste?
—¿No te gustaría saber antes si puedo pagarte?
Banks negó con la cabeza y se sacó algo del bolsillo.
—El plazo venció hace tres días y te advertí que la puntualidad es vital. Y para que no solo tú sino todos mis clientes sepan que no toleraré retrasos, tengo que reaccionar sin hacer excepciones. —Acercó el objeto a la luz. Mehmet sintió que le faltaba el aire—. Sé que no resulta muy original —dijo Banks ladeando la cabeza para observar la tenaza—, pero funciona.
—Pero…
—¿Qué parte de «Cierra el pico» no entiendes? Puedes elegir dedo. La mayoría elige el meñique izquierdo.
Mehmet sabía lo que le esperaba. Furia. Tomó aire hasta hinchar el pecho.
—Tengo una solución mejor aquí mismo, Banks.
—¿Ah, sí?
—Sé que no es muy original —dijo Mehmet metiendo la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta. La sacó. Sujetaba algo con las dos manos tendidas hacia Banks—. Pero funciona.
Banks le observó sorprendido, asintiendo con la cabeza.
—Tienes razón —dijo Banks cogiendo el fajo de billetes y quitándole la goma.
—Cubre el importe del primer plazo hasta la última corona —dijo Mehmet—. Pero no te cortes, puedes contarlo.

 Un pling.
Un match en Tinder.
El sonido triunfal de tu móvil cuando alguien a quien has desplazado hacia la derecha hace lo mismo con tu foto.
A Elise le daba vueltas la cabeza, su corazón galopaba. Sabía que se trataba de un efecto bien conocido del sonido de un emparejamiento en Tinder: aumento de la frecuencia cardíaca a consecuencia de la emoción. Que se liberaban una serie de sustancias placenteras que podían crear adicción. Pero su corazón no se había desbocado por eso. Ese pling no procedía de su teléfono.
Había sonado en el mismo momento en que ella había arrastrado la foto hacia la derecha. La foto de una persona que, según Tinder, se encontraba a menos de un kilómetro de ella. Fijó la mirada en la puerta cerrada del dormitorio. Tragó saliva.
El sonido tenía que proceder de un piso vecino. En el bloque residían muchos solteros, muchos usuarios potenciales de Tinder. Y ahora todo estaba en silencio, incluso en el piso de abajo, donde unas horas antes, cuando salió de casa, las chicas tenían montada una fiesta. Pero solo hay una manera de deshacerse de los monstruos imaginarios: comprobarlo.
Elise se levantó del sofá y dio los cuatro pasos que la separaban de la puerta del dormitorio. Dudó. Por su mente pasaron un par de casos de abuso en los que había trabajado.
Hizo un esfuerzo y abrió.
Se quedó en el umbral respirando con dificultad. No había nadie, al menos nadie cuyo olor pudiera detectar.
La luz del cabecero de la cama estaba encendida, y lo primero que vio fue las suelas de unas botas de cowboy que asomaban de los pies de la cama. Pantalones vaqueros y unas largas piernas cruzadas. El hombre tumbado estaba como el de la foto, en penumbra, medio desenfocado. Pero se había desabrochado la camisa dejando el pecho a la vista. Y sobre él llevaba tatuada una cara. La mirada de Elise se quedó enredada en ella, en ese rostro que emitía un grito sordo. Como si estuviera atrapado e intentara escapar. Tampoco Elise fue capaz de gritar.
Cuando el hombre de la cama levantó la cabeza, la luz del móvil iluminó su cara.
—Así que volvemos a encontrarnos, Elise —susurró.
Y al oír su voz comprendió por qué la foto de perfil le había resultado familiar. Tenía otro color de pelo y debía de haberse operado la cara, podía ver las marcas de los puntos.
Él levantó la mano y se metió algo en la boca. Elise lo observaba mientras retrocedía. Se dio la vuelta, consiguió respirar, supo que debía emplear el aire que había entrado en sus pulmones para correr, no para gritar. No había más de cinco, como mucho seis pasos hasta la puerta de la calle. Oyó que la cama crujía, pero él tendría que recorrer un camino más largo. Si conseguía salir al descansillo podría gritar y alguien acudiría en su ayuda. Ya estaba en el recibidor, había llegado hasta la puerta, bajó la manilla y empujó, pero la puerta no se abrió del todo. La cadena de seguridad. Tiró de la puerta, agarró la cadena, pero iba demasiado lenta, como en una pesadilla, y supo que ya era tarde. Algo le tapó la boca y la arrastró hacia atrás. Desesperada, sacó el brazo por la rendija, por encima de la cadena, consiguió agarrar el exterior del marco de la puerta, intentó gritar, pero la mano grande que apestaba a nicotina le apretaba la boca con demasiada fuerza. La arrancó de allí de un tirón y la puerta se cerró ante ella.
La voz le susurró al oído:
—¿No te he gustado? Tú tampoco estás tan guapa como en tu foto de perfil, nena. Solo tenemos que conocernos mejor. No tuvimos oportunidad aquella ve-vez.
Su voz, y ese tartamudeo final. Los había oído antes. Intentó dar patadas y escabullirse, pero estaba atrapada. La arrastró hasta colocarla delante del espejo y apoyó la cabeza en su hombro.
—No fue culpa tuya que me condenaran, Elise. Las pruebas eran concluyentes. Pero no estoy aquí por eso. ¿Me creerías si te dijera que ha sido una casualidad?
Emitió una risa burlona. Elise tenía la mirada clavada en su boca. La dentadura parecía estar hecha de hierro, pintada de negro y oxidada, con pinchos afilados en la parte de arriba y en la de abajo, como un cepo para zorros.
Rechinó ligeramente cuando abrió la boca, como si tuviera muelles.
Acababa de recordar los detalles del caso. Las fotos del lugar del crimen. Y supo que muy pronto habría muerto.
Él mordió.
Elise Hermansen intentó gritar dentro de la palma de su mano cuando vio el chorro de sangre que le brotaba del cuello.
Él volvió a levantar la cabeza. Se miró en el espejo. La sangre chorreaba por su flequillo, por las cejas, le resbalaba por la barbilla.
—Esto sí que es un match, nena —susurró.
Mordió otra vez.
Elise se sentía mareada. Ya no la agarraba con tanta fuerza. No era necesario, porque un frío paralizante, una oscuridad desconocida se extendía sobre ella, por sus entrañas. Consiguió liberar una mano y la alargó hacia la foto del marco del espejo. Intentó tocarla, pero sus dedos no llegaron a alcanzarla.

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