Policía
Jo Nesbø
Traducción de Carmen Montes Cano
Para Knut Nesbø, futbolista, guitarrista, amigo, hermano
Prólogo
Dormía allí dentro, detrás de la
puerta.
El interior de la rinconera olía a
madera vieja, a restos de pólvora y lubricante para armas. Cuando el sol
iluminó la habitación a través de la ventana, se materializó en el agujero de
la cerradura del armario una luz con forma de reloj de arena; y, cuando el sol
alcanzó el ángulo exacto, le arrancó un débil destello a la pistola que había
en el estante, en medio del armario.
La pistola era una Odessa rusa,
una copia de la más conocida Stetchin.
Aquella arma había llevado una
existencia errabunda, había viajado con los kulakí
de Lituania hasta Siberia, se había desplazado entre los distintos cuarteles
generales de los urki en el sur de
Siberia, había sido propiedad de un atamán, de un líder cosaco, al que había
matado la policía con la Odessa en ristre, antes de ir a parar a las manos de
un director de prisiones de Tagil, que era coleccionista de armas. Al final,
aquella pistola tan fea y llena de aristas llegó a Noruega con Rudolf Asáiev
que, antes de desaparecer, y gracias al opioide llamado «violín», parecido a la
heroína, monopolizó el mercado de estupefacientes de Oslo. La misma ciudad en
la que el arma se encontraba ahora, y más en concreto, en la calle
Holmenkollveien, en la casa de Rakel Fauke. La Odessa tenía un cargador para
veinte balas del calibre Makarov 9 × 18 mm , y con ella se podían efectuar tanto
disparos aislados como ráfagas. Le quedaban doce balas en el cargador.
Tres de las que faltaban las
habían disparado contra traficantes albanokosovares de la competencia, pero
solo una había dado en un cuerpo. Las otras dos mataron a Gusto Hanssen, un
joven ladrón y traficante que había malversado el dinero y la droga de Asáiev.
La pistola aún olía a las tres
últimas balas, que habían hecho impacto en la cabeza y el pecho del antiguo
policía Harry Hole, precisamente durante la investigación del asesinato de
Gusto Hanssen. Y, además, en el mismo lugar, la calle Hausmann, número 92.
La policía aún no había resuelto
el caso de Gusto, y el chico de dieciocho años al que detuvieron en primer
lugar fue puesto en libertad. Entre otras razones porque no lograron encontrar
el arma homicida ni vincularlo con ella. El muchacho se llamaba Oleg Fauke y
todas las noches se despertaba y se quedaba con los ojos abiertos en la
oscuridad, oyendo los disparos. No aquellos con los que mató a Gusto, sino los
otros. Los que disparó contra el policía que había sido como un padre para él
durante su infancia. El policía que él soñó en su día que podría casarse con su
madre, Rakel. Harry Hole. Su mirada brillaba ante Oleg en la oscuridad, y
pensaba en la pistola que estaba lejos, en un armario, con la esperanza de no
volver a verla nunca más en la noche. De que nadie volviera a verla nunca más.
De que siguiera durmiendo eternamente.
Él dormía allí dentro, detrás de
la puerta.
La habitación de hospital que
mantenían bajo vigilancia olía a medicamentos y a pintura. El aparato que había
a su lado registraba los latidos del corazón.
Isabelle Skøyen, la concejal de
asuntos sociales del gobierno municipal, y Mikael Bellman, el nuevo jefe
provincial de la policía, tenían la esperanza de no volver a verlo nunca más.
De que nadie volviera a verlo
nunca más.
De que siguiera durmiendo
eternamente.
1
Había sido un día de septiembre
cálido y largo, con esa luz que transforma el fiordo de Oslo en plata derretida
y hace que las pinceladas otoñales que ya tienen las colinas se vean
refulgentes. Uno de esos días que impulsan a la gente de la ciudad a prometer
que nunca, nunca se van a mudar de allí. El sol iba descendiendo detrás del
barrio de Ullern, y los últimos rayos incidían horizontales sobre el paisaje,
sobre casas sencillas y bajas, testimonio de los orígenes modestos de Oslo,
sobre lujosos áticos cuyas terrazas hablaban de la aventura petrolífera que, de
repente, había convertido al país en el más rico del mundo, sobre los
drogadictos del parque Stensparken de aquella ciudad mediana y organizada donde
se producían más muertes por sobredosis que en ciudades europeas ocho veces más
grandes. Sobre jardines cuyas camas elásticas estaban aseguradas con redes, y
los niños no saltaban más que de tres en tres, tal y como recomendaban las
instrucciones de uso. Y sobre las colinas y el bosque que rodeaba la mitad de
la llamada «Olla de Oslo». El sol no quería abandonar la ciudad, alargaba los
rayos convirtiéndolos en dedos, como una despedida interminable a través de la
ventanilla de un tren.
El día había empezado con un aire
frío y claro, y con una luz intensa, como la de las lámparas de un quirófano. A
medida que pasaban las horas, la temperatura fue subiendo, el cielo adquirió un
azul más intenso y el aire, esa textura suave que hacía de septiembre el mes
más agradable del año. Y cuando llegaba el atardecer, blando y cuidadoso, el
ambiente en las zonas residenciales de la pendiente que desembocaba en el lago
de Maridalsvannet olía a manzanas y a pinar tibio.
Erlend Vennesla se acercaba a la
cima de la última colina. Ya notaba el ácido láctico, pero se concentró en la
correcta presión vertical sobre los pedales para mantener las rodillas
ligeramente hacia dentro. Porque era importante seguir la técnica correcta.
Sobre todo cuando uno empezaba a cansarse y al cerebro le entraban ganas de
cambiar de postura y cargar músculos más descansados pero menos eficaces. Podía
sentir la rigidez del cuadro de la bicicleta, cómo absorbía y utilizaba cada
vatio que le descargaba al pedalear, cómo imprimía velocidad cuando cambiaba a
una marcha más larga, se ponía de pie y trataba de mantener la misma
frecuencia, más o menos noventa pedaleos por minuto. Miró el indicador del pulso.
Ciento sesenta y ocho. Dirigió la linterna que llevaba en la cabeza hacia la
pantalla del GPS que tenía fijado en el manillar. Mostraba un plano detallado
de Oslo y alrededores, y tenía un emisor activo. La bicicleta y el equipamiento
adicional habían costado más de lo que un investigador de asesinatos recién
jubilado debería haber gastado, quizá. Pero era importante mantenerse en forma
ahora que la vida ofrecía otros retos.
Retos menores, para ser sincero.
El ácido láctico le quemaba en
los muslos y en las pantorrillas. Una promesa dolorosa pero agradable de lo que
le esperaba. Un banquete de endorfinas. Músculos doloridos. La conciencia
tranquila. Una cerveza con su mujer en el balcón, si la temperatura no bajaba
drásticamente después de la puesta de sol.
Y de pronto, allí estaba, en lo
alto. La carretera se allanó y, ante su vista, se extendía el lago
Maridalsvannet. Redujo la velocidad. Estaba en el campo. En realidad, resultaba
absurdo pensar que después de quince minutos en bicicleta desde el centro de
una capital europea uno pudiera verse de repente rodeado de granjas, campos
sembrados y bosques densos atravesados por senderos que se perdían en la
oscuridad de la noche. Le picaba el cuero cabelludo por el sudor debajo del
casco gris oscuro de la marca Bell; solo eso le había costado tanto como la
bicicleta infantil que había comprado para el sexto cumpleaños de su nieta
Line-Marie. Pero Erlend Vennesla no se quitó el casco. La mayoría de los casos
de muerte de ciclistas se debía a lesiones en la cabeza.
Miró el pulsómetro. Ciento
setenta y cinco. Ciento setenta y dos. Una brisa bienvenida le trajo el júbilo
de la ciudad, allá abajo. Debía de provenir del estadio de Ullevaal, donde se
celebraba un encuentro internacional, con Eslovaquia, o Eslovenia. Erlend
Vennesla se imaginó por unos segundos que los vítores eran por él. Hacía ya
tiempo de la última vez que alguien lo había aplaudido. Debió de ser en la
ceremonia de despedida en la sede de Kripos, la policía judicial, en Bryn.
Tarta, un discurso del jefe, Mikael Bellman, que continuó luego con rumbo
estable hacia el puesto de jefe provincial de la policía. Y Erlend aceptó el
aplauso, los miró a los ojos, les dio las gracias e incluso notó que se le
hacía un nudo en la garganta cuando llegó el momento de pronunciar su breve
discurso de agradecimiento basado en datos, tal y como es tradición en el seno
de Kripos. Había tenido sus éxitos y sus fracasos como investigador de
asesinatos, pero había evitado cometer grandes errores. Al menos, que él
supiera, de esas respuestas uno no podía estar seguro al cien por cien. Es
decir, ahora que las técnicas de reconocimiento de ADN habían llegado tan lejos
y que desde la jefatura habían señalado que pensaban recurrir a ellas para
revisar unos cuantos casos antiguos, corrían el riesgo de obtener precisamente
eso: respuestas. Respuestas nuevas. Resultados. Mientras se tratara de casos
abiertos, le parecía bien; pero Erlend no comprendía por qué había que invertir
recursos en hurgar en casos cerrados hacía ya mucho tiempo.
La oscuridad se volvía más
compacta y, a pesar de las luces de las farolas, estuvo a punto de pasarse el
indicador de madera que señalaba el acceso al bosque. Pero allí estaba. Tal y
como él lo recordaba. Dejó la carretera y giró hacia un blando sendero que se
adentraba en el bosque. Iba pedaleando tan despacio como podía sin perder el
equilibrio. El haz de luz de la linterna del casco bañaba el sendero y se
perdía en la oscura pared de abetos que flanqueaban el camino. Las sombras
corrían ante él, temerosas y raudas, se transformaban y se escondían. Así se lo
imaginaba él cuando trataba de ponerse en el lugar de ella. Corriendo, huyendo
con una linterna en la mano, encerrada y violada durante tres días seguidos.
Y cuando, en ese mismo instante,
Erlend vio la luz que se encendía ante él en la oscuridad, pensó primero que se
trataba de su linterna, que allí estaba ella corriendo otra vez, y que él iba
en la moto que la perseguía, y que la atrapaba otra vez. La luz que había
delante de Erlend se movió de un lado a otro antes de quedarse fija en su
persona. Se paró y se bajó de la bicicleta. Enfocó el pulsómetro con la
linterna del casco. Ya iba por debajo de cien. No estaba mal.
Soltó la tira de la barbilla, se
quitó el casco y se rascó la cabeza. Madre mía, qué gusto. Apagó la linterna,
colgó el casco en el manillar y llevó la bicicleta rodando hacia la luz de la
linterna. Notaba cómo el casco iba balanceándose y le iba dando en la muñeca.
Se detuvo ante la linterna, cuya
luz se elevó. La intensidad del resplandor le escoció los ojos. Y, así, cegado
como estaba, atinó a pensar que aún se oía respirar tranquilamente, que era
extraño que tuviera el pulso tan lento. Intuyó un movimiento, algo que se
elevaba por detrás del gran círculo de luz temblorosa, oyó un silbido en el
aire y, entonces, se le vino a la cabeza una idea extraña. Que no debería haber
hecho aquello. Que no debería haberse quitado el casco. Que la mayoría de los
casos de muerte de ciclistas…
Fue como si el pensamiento mismo
tartamudeara, como una alteración en el tiempo, como si la transmisión de las
imágenes se hubiera interrumpido un instante.
Erlend Vennesla se quedó atónito
mirando al frente y notó una gota de sudor cálido que le rodaba por la frente.
Dijo algo, pero con unas palabras sin contenido, como si se hubiera producido
un error en la conexión entre el cerebro y la boca. Volvió a oír el mismo
silbido débil. Luego, desapareció. Se esfumaron todos los sonidos, ya ni
siquiera oía su respiración. Y se dio cuenta de que estaba de rodillas, y de
que la bicicleta caía despacio en la cuneta. Allí delante bailaba aquella luz
amarilla, pero desapareció cuando la gota de sudor le alcanzó la nariz, le cayó
en los ojos y lo cegó. Y entonces comprendió que no era sudor.
Sintió el tercer golpe como un
témpano que le estuviera atravesando la cabeza, la garganta y el cuerpo. Todo
se le estaba helando.
No quiero morir, pensó tratando
de levantar el brazo para protegerse la cabeza pero, dado que no podía mover un
solo miembro, comprendió que estaba paralizado.
El cuarto golpe no llegó a
registrarlo, pero por el olor a tierra mojada, supo que estaba tendido en el
suelo. Parpadeó varias veces y recobró la vista en un ojo. Delante mismo de la
cara vio un par de botas enormes y sucias en el barro. Levantaban los talones y
las botas se elevaban un poco del suelo, como si quien golpeaba saltara un
poco. Saltaba para tener más fuerza aún en cada golpe. Y el último pensamiento
que le cruzó la cabeza fue que tenía que recordar cómo se llamaba su nieta, no
podía olvidar su nombre.
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