lunes, 7 de diciembre de 2015

John Dickson Carr. Novela: El que susurra (He Who Whispers).


John Dickson Carr (30 de noviembre de 1906 – 27 de Febrero de 1997) fue un escritor norteamericano de novelas policíacas. Además de firmar mucho de sus libros, también los seudónimos Carter Dickson, Carr Dickson y Roger Fairbairn. Pese a su nacionalidad, Carr vivió durante muchos años en Inglaterra y a menudo se le incluye en el grupo de los escritores británicos de la edad dorada del género. De hecho la mayoría, pero no todas, de sus obras tienen lugar en Inglaterra. De hecho sus dos más famosos detectives son ingleses: Dr. Fell y Sir Henry Merrivale. Se le considera el rey del problema del cuarto cerrado (parece que debido a la influencia de Gaxton Leroux, otro especialista en ese subgénero). De entre sus obras, The Hollow man (1935) fue elegida en 1981 como la mejor novela de cuarto cerrado de todos los tiempos. Durante su carrera obtuvo dos premios Edgar, uno en 1950 por su biografía de Sir Arthur Conan Doyle y otro en 1970 por su cuarenta años como escritor de novela policíaca.


*** 
El que susurra (He Who Whispers) es una novela de vampiros del escritor norteamericano John Dickson Carr, publicada en 1946. El que susurra mezcla dos géneros en apariencia irreconciliables: el cuento de vampiros y el relato de detectives. John Dickson Carr inicia su novela narrando un crimen aberrante, que indica un origen sobrenatural, quizás un vampiro que recorre la ciudad al amparo de la noche, para luego desentrañar el misterio y echar una luz racional sobre los móviles del crimen, menos relacionados con el vampirismo que con los ejemplos habituales de una psiquis perturbada.

 

  John Dickson Carr

 El que susurra
Título original: He Who Whispers
John Dickson Carr, 1946
Traducción: Clara de la Rosa

 Retoque de portada: alnoah y Piolin

 
CAPÍTULO PRIMERO
UNA cena en el Murder Club[1] —nuestra primera reunión en más de cinco años— tendrá lugar en el Restaurante de Beltring el viernes 19 de junio a las 8.30 p, m. El orador será el profesor Rigaud. Hasta ahora no se han admitido invitados, pero si usted, mi querido Hammond, quisiera venir como mi convidado…

  Eso, pensó él, era un signo de los tiempos.
  Cuando Miles Hammond, que venía por la avenida Shaftesbury, dobló en Dean Street, caía una ligera lluvia, mejor dicho una llovizna pegajosa. Aunque mal se podía calcular, dada la oscuridad del cielo, serían aproximadamente las nueve y media, Estar invitado a una cena del Murder Club y llegar allí casi con una hora de retraso, era algo más que una simple descortesía, por buenas que fuesen sus razones; su tardanza era de un infernal e imperdonable descaro.
  Sin embargo, Miles Hammond se detuvo al llegar al primer recodo en donde Romilly Street se prolonga hasta los arrabales de Soho. Era un signo de los tiempos aquella carta que tenía en su bolsillo. Un signo de este año de mil novecientos cuarenta y cinco en que la paz se insinuaba sobre Europa, y para la cual él no estaba preparado.
  Miles miró a su alrededor en la esquina de Romilly Street: tenía a su izquierda la pared del costado este de la iglesia de Santa Ana. El muro gris, con su gran ventana redonda, se elevaba casi intacto; pero no había vidrios en la ventana, y nada había detrás, excepto una torre grisácea que se divisaba a través de aquélla. En el sitio donde los fuertes explosivos habían hecho grandes destrozos a lo largo de Dean Street, formando un caos con los entarimados de las casas, las ristras de ajo arrojadas a la calle, los vidrios rotos y el polvo de las bombas, se había construido ahora un limpio depósito de agua, rodeado de alambre de púas para que los niños no se cayeran y se ahogaran. Pero bajo la lluvia murmurante quedaban las cicatrices. En la pared este de Santa Ana, exactamente debajo del vano de aquella ventana, había una placa conmemorativa del sacrificio de los que murieron durante la última guerra.
¡Irreal!
No, se dijo a sí mismo Miles Hammond, de nada servía calificar este sentimiento de morboso, imaginario o producido por el estado nervioso de la guerra. Su vida entera, ahora, tanto en la buena como en la mala fortuna, era irreal.
Hacía largo tiempo que había ingresado en el ejército, con la sensación de que se desmoronaban sólidas paredes y de que, de cualquier forma, había que hacer algo. Sin heroísmo, se envenenó con los gases tóxicos desprendidos de los tanques, que son tan mortales como todo cuanto arroja el enemigo. Durante dieciocho meses estuvo postrado en una cama de hospital, entre ásperas sábanas blancas, mientras las horas pasaban con tanta lentitud que se perdía la noción del tiempo. Cuando los árboles recuperaron una vez más sus hojas, le comunicaron que el tío Charles había muerto, tan cómodamente como había vivido, en un seguro hotel de Devon, y que él y su hermana habían heredado todo.
¿Le había molestado siempre no tener dinero? Ahora tenía cuanto podía desear.
¿Le había agradado siempre aquella casa de la New Forest, con la biblioteca del tío Charles incluso? ¡Era suya!
Aun más que por estas cosas, ¿lo había anhelado para verse libre de la sofocación de la muchedumbre, de la fuerte opresión de los seres humanos tal como la presión física de los viajeros atestados dentro de un ómnibus? ¿Podía ahora verse libre de reglamentaciones, con espacio para moverse y volver a respirar? ¿Para tener libertad de leer y soñar, sin la sensación del deber para con alguien o para con todos? Todo esto también sería posible si de una vez terminara la guerra.
Entonces, boqueando hasta los últimos momentos como un Gauleiter que traga veneno, la guerra había terminado. Miles salió del hospital, un poco débil, con su licencia militar en el bolsillo, encontrándose con un Londres todavía oprimido por las privaciones; un Londres con largas colas, con ómnibus desorganizados, con fondas vacías; un Londres en el que se encendían las luces de las calles e inmediatamente se las apagaba para economizar combustible, pero un Londres al fin libre del peso intolerable de las amenazas.
La gente no celebró aquella victoria histéricamente como a los periódicos, por una razón u otra, les agrada decirlo. Los noticieros presentaron sólo una migaja de la inmensa superficie de la ciudad. Miles Hammond pensaba que, como él, la mayor parte de la gente se sentía un poco apática porque aún no podía creer que fuera cierto.
Pero algo se despertó en lo más hondo de los corazones de los seres humanos cuando los resultados del cricket reaparecieron en los periódicos y las cuchetas desaparecieron del subterráneo. Hasta las instituciones de tiempos de paz como el Murder Club…
—¡Así no se va a ninguna parte! —dijo Miles Hammond, al encajarse sobre los ojos el sombrero que chorreaba, y dobló a la derecha por Romilly Street en dirección al restaurante de Beltring. Ahí estaba, a la izquierda, con sus cuatro pisos otrora pintados de blanco y aún ligeramente blanquecinos en la penumbra. A lo lejos, un ómnibus tardío retumbaba en Cambrigde Circus haciendo trepidar la calle. Las ventanas iluminadas hacían frente a la llovizna que parecía golpear allí más ruidosamente. Como en los mejores tiempos, estaba el botones uniformado a la entrada del restaurante de Beltring.
Pero no se entraba por la puerta del frente para asistir a una cena del Murder Club. Había que dar vuelta en la esquina hasta la entrada lateral de Greek Street. Pasando una puerta baja, y subiendo un tramo de escalera cubierto por gruesa alfombra (según la leyenda popular, ésta fue antaño la discreta vía de entrada de la realeza) , se llegaba a un corredor del piso alto que tenía a su largo las puertas de las habitaciones privadas.
A mitad de camino, mientras subía la escalera, Miles Hammond tuvo un momento de verdadero pánico al oír apenas aquel murmullo amortiguado, característico de un restaurante alegre.
Esa noche estaba invitado por el doctor Gideon Fell, pero a pesar de ser un invitado, no dejaba de ser un extraño.
La leyenda de este Murder Club se hizo tan famosa como las hazañas de aquel vástago de la realeza cuya escalera privada Miles ascendía ahora. El número de miembros del Club se limitaba a trece: nueve hombres y cuatro mujeres. Los nombres de sus socios eran famosos en leyes, en literatura, en ciencias y en arte. Algunos tanto más célebres cuanto que lo eran sin pretensiones. El juez Coleman era socio, también lo eran el toxicólogo doctor Banford, el novelista Merridew y la actriz Ellen Nye.
Antes de la guerra acostumbraban a reunirse cuatro veces al año, en dos habitaciones privadas del Restaurante Beltring, siempre reservadas para ellos por el mayordomo Federico; había una exterior, con un bar improvisado, y otra interior para la cena. En la última, en la que Federico, en esas ocasiones, colgaba siempre en la pared el grabado de una calavera, estos hombres y mujeres, tan solemnes como criaturas, permanecían hasta altas horas de la noche discutiendo casos criminales que habían llegado a ser clásicos.
Con todo, aquí estaba él, Miles Hammond…
¡Calma!
Ahí estaba él, un extraño, casi un impostor, con su sombrero e impermeable empapados, que goteaban al subir la escalera de un restaurante en el que antes rara vez había podido permitirse el lujo de comer. Llegaba escandalosamente tarde y se sentía muy desaliñado y mísero, dándose ánimos a sí mismo para enfrentar los estirados cuellos e inquisitivas cejas que…
¡Cálmate, condenado!
Debió recordar que una vez, en los lejanos y confusos días anteriores a la guerra, hubo un estudioso llamado Miles Hammond, último de una larga línea de antepasados académicos, entre ellos su tío, Sir Charles Hammond, que acababa de morir. Un estudioso llamado Miles Hammond había ganado el premio Nobel de Historia en mil novecientos treinta y ocho. Y esta persona, cosa sorprendente, era él. No debía permitir que la enfermedad carcomiera sus nervios. ¡Tenía todo el derecho de estar ahí! Pero el mundo siempre varía, cambiando de forma, y la gente olvida con suma facilidad.
Con esta cínica disposición de ánimo Miles llegó al vestíbulo del piso alto en el que luces discretas, bajo cristales opacos brillaban sobre las puertas de caoba lustrada; todo estaba desierto y sosegado, sólo se oía un lejano murmullo de conversación. Podría haber sido el restaurante de Beltring de antes de la guerra. Sobre una puerta había una señal luminosa que decía «Guardarropa de Caballeros»; ahí dentro colgó su sombrero y su abrigo. De allí, a través del vestíbulo, miró hacia una puerta de caoba con la placa «Murder Club».
Miles abrió la puerta y se detuvo bruscamente.
—Quién… —Una voz femenina, en la que se notaba cierta alarma, le interpeló de pronto antes de recuperar su tono suave y habitual.
—Discúlpeme —agregó insegura—, ¿quién es usted?
—Busco el Murder Club —respondió Miles.
—Sí, por supuesto. Solamente…
Algo ocurría allí; algo muy raro.
Una joven, de vestido blanco de baile, estaba parada en medio de la habitación exterior. Su traje se destacaba sobre la gruesa alfombra oscura. El cuarto se iluminaba poco a través de las pantallas amarillentas; los pesados cortinajes con adornos dorados, estaban corridos sobre las ventanas que miran a Romilly Street; una mesa larga cubierta de blanco mantel había sido arrimada delante de estas ventanas para utilizarla como bar; una botella de jerez, una de ginebra y otra de bítter habían sido colocadas junto a una docena de pulidos vasos sin usar. A excepción de la joven, nadie había en la habitación.
Miles observó a su derecha, en la pared, una puerta doble, parcialmente abierta, que comunicaba con la habitación interior. Alcanzaba a ver una gran mesa redonda dispuesta para la cena, con algunas sillas colocadas inflexiblemente a su alrededor. La fulgurante platería estaba arreglada con la misma tiesura; la decoración de la mesa eran unas rosas, que formaban un dibujo escarlata junto a los helechos verdes sobre el blanco mantel; las cuatro velas estaban apagadas. Más allá, sobre la chimenea, pendía grotescamente el grabado con la calavera, indicador de que el Murder Club estaba en sesión.
Pero el Murder Club no sesionaba. Por otra parte, no había nadie ahí.
Miles notó entonces que la joven se había adelantado.
—Lo siento mucho —dijo ella con voz baja y vacilante, infinitamente encantadora, que templó su corazón, habituado a oír los placenteros tonos profesionales de las enfermeras—. Fue muy descortés de mi parte gritar así.
—¡Absolutamente! ¡Absolutamente!
—Yo…, yo creo que deberíamos presentarnos. —Alzó la vista—. Soy Bárbara Morell.
¿Bárbara Morell? ¿Bárbara Morell? ¿Cuál de las celebridades podía ser ésta?
Era joven y tenía ojos grises; se observaba, sobre todo, su extraordinaria vivacidad, su vitalidad, en un mundo medio desangrado por la guerra; lo demostraba en el brillo de sus ojos grises, en el porte de la cabeza, en la movilidad de los labios y en el ligero tono sonrosado de la piel de su rostro, de su cuello y de sus hombros, sobre el vestido blanco. ¿Cuánto tiempo hacía —pensó él— que no veía una joven en traje de baile?
Y frente a ello, ¡qué adefesio debía de parecer él! En la pared, entre las dos ventanas que miraban hacia Romilly Street, colgaba un espejo largo. Miles podía ver oscuramente reflejada la espalda del vestido de Bárbara Morell, interrumpida en la cintura por la mesa del bar, y el blando rodete que había formado con su suave cabello rubio ceniciento. Por sobre el hombro de ella se reflejaba su propio semblante enfermizo, amargado e irónico, con los pómulos prominentes bajo sus alargados ojos castaños rojizos; los hilos grises de su cabello le hacían aparentar más de cuarenta años en lugar de sus treinta y cinco, tal como un Carlos II intelectual y, ¡por Dios!, no más atrayente.
—Yo soy Miles Hammond —le dijo, y buscó desesperadamente a su alrededor a alguien con quien disculparse por su demora.
—¿Hammond? —Ella hizo una ligera pausa y sus ojos grises bien abiertos se fijaron en él—. ¿Entonces no es usted socio del club?
—No. Soy un invitado del doctor Gideon Fell.
—¿Del doctor Fell? ¡Yo también! Tampoco soy socia. Pero esto es justamente el inconveniente. —Bárbara Morell extendió sus manos—. Ni un solo socio ha aparecido esta noche. Todo el club ha… desaparecido.
—¿Desaparecido?
—Sí.
Miles miró fijamente alrededor de la habitación.
—No hay nadie aquí —explicó la joven—, excepto usted, yo y el profesor Rigaud. Federico, el mayordomo, está casi frenético, y en cuanto al profesor Rigaud… ¡Bueno! —Se interrumpió—. ¿De qué se ríe?
Miles no había pensado en reír; en ningún caso, se dijo, esto podía llamarse risa.
—Le pido que me disculpe —se apuró a decir—. Solamente estaba pensando…
—¿Pensando en qué?
—Bueno, durante años los miembros de este club se han reunido con un orador diferente en cada sesión para que les refiera la historia íntima de algún horror célebre. Discuten el crimen, gozan con él y hasta, como símbolo, cuelgan el cuadro de una calavera en la pared.
—¿Y?
Miles observaba el arranque del cabello de la joven, de un rubio tan ceniciento que parecía casi blanco, partido en el medio de una manera que a él le parecía anticuada. Se encontró con los ojos grises que se alzaban con sus oscuras pestañas y los puntos negros del iris. Bárbara Morell juntó sus manos, tenía una manera vehemente, muy halagadora para los nervios cicatrizados de un hombre convaleciente, de prestar toda su atención, de aparentar que tomaba en cuenta cada palabra que se pronunciaba.
Él sonrió burlonamente.
—Sólo pensaba —respondió—, que sería un éxito de sensacionalismo si, en la noche de esta reunión, cada miembro del club desapareciera misteriosamente de su casa, o si cada uno fuese encontrado, al sonar el reloj, sentado tranquilamente en su casa con un cuchillo clavado en la espalda.
La tentativa de broma tuvo poco éxito. Bárbara Morell cambió ligeramente de color.
—¡Qué idea horrible!
—¿Le parece? Lo siento. Sólo quise…
—¿Por casualidad escribe usted cuentos policiales?
—No, pero leo muchos. Bueno, es decir…
—Esto es serio —le aseguró ella con ingenuidad infantil y hasta un subido color en el rostro—. Después de todo, el profesor Rigaud ha venido de muy lejos para narrarles este caso, este crimen de la torre, y ¡lo tratan así! ¿Por qué?
Suponiendo que hubiese sucedido algo… Sería increíble, fantástico; sin embargo, cualquier cosa parecería posible cuando toda la noche era irreal. Miles volvió a la realidad.
—¿No podemos hacer algo para saber qué ha pasado? —preguntó—. ¿No podemos telefonear?
—¡Han telefoneado!
—¿A quién?
—Al doctor Fell, el secretario honorario; pero no hubo contestación. El profesor Rigaud está tratando ahora de comunicarse con el presidente, ese juez Coleman…
Fue evidente, no obstante, que no pudo comunicarse con el presidente del Murder Club. La puerta del vestíbulo se abrió con una amortiguada explosión y el profesor Rigaud entró.
Georges Antoine Rigaud, profesor de literatura francesa en la Universidad de Edimburgo, tenía un salvaje balanceo felino en su porte; era bajo y grueso; estaba inquieto y desarreglado desde el lazo de la corbata y su brilloso traje oscuro hasta sus zapatos de puntas cuadradas. Su cabello aparecía muy negro sobre las orejas, en contraste con la amplia cabeza calva y la tez ligeramente purpurina. Por lo general, el profesor Rigaud variaba entre una portentosa vehemencia de maneras y una risita expansiva que mostraba el brillo de un diente de oro.
Pero ahora no demostraba ninguna expansión. La delgada armazón de sus lentes y el parche de su bigote negro parecían temblar de rígida indignación. Su voz era áspera y ronca, su inglés casi sin acento. Tendió una mano con la palma para afuera.
—Por favor no me hable —dijo.
Sobre el asiento de una silla de brocado rosado, junto a la pared, había un sombrero oscuro, blando, de ala caída, y un grueso bastón de puño curvo. El profesor Rigaud se inclinó lanzándose sobre ellos. Su aspecto denotaba ahora una gran tragedia.
—Durante años —dijo antes de enderezarse—, me han pedido que viniera a este club. Les decía: ¡no, no y no!, porque no me agradan los periodistas. «No habrá periodistas», me dicen, «para repetir lo que usted diga». «¿Me lo prometen?», pregunto. «¡Sí!», me dicen. Ahora me he venido desde Edimburgo. Y tampoco pude conseguir coche-dormitorio en el ferrocarril a causa de las «prioridades». —Se irguió y sacudió en el aire un voluminoso brazo—. ¡Esta palabra prioridad es una palabra que apesta en las narices de los hombres honestos!
—Eso, eso, eso —dijo Miles con fervor.
El profesor Rigaud dominó su indignación mirando fijamente a Miles con severos ojitos relucientes, detrás de la delgada armazón de sus lentes.
—¿Está de acuerdo, amigo?
—¡Sí!
—Es muy amable. ¿Usted es…?
—No. —Miles contestó a su muda interrogación—. No soy un socio ausente del club. Soy, también, un invitado. Me llamo Hammond.
—¿Hammond? —repitió el otro, animada su mirada por el interés y la sospecha—. ¿No es usted Sir Charles Hammond?
—No. Sir Charles Hammond era mi tío. Él…
—¡Oh, es cierto! —El profesor Rigaud castañeteó sus dedos—. Sir Charles Hammond ha muerto. ¡Sí, sí, sí! Lo leí en los periódicos. Usted tiene una hermana. Usted y su hermana han heredado la biblioteca.
Miles observó que Bárbara Morel los miraba algo más que perpleja.
—Mi tío —le dijo a ella— era historiador. Durante años vivió en una casita en la New Forest, acumulando miles de libros, apilados en el desorden más descabellado y extravagante. En realidad, mi principal motivo para venir a Londres ha sido ver si podía conseguir un bibliotecario preparado para ordenar los libros. El doctor Fell me invitó al Murder Club…
—¡La biblioteca! —suspiró el profesor Rigaud—. ¡La biblioteca!
Una fuerte agitación interna parecía encenderse y extenderse dentro de él como si fuera vapor, haciendo que su pecho se inflara y su tez se pusiera más purpúrea.
—Este Hammond —declaró con entusiasmo— ¡era un gran hombre! ¡Era curioso! ¡Era activo! —El profesor Rigaud dobló la muñeca como quien hace girar una llave—. ¡Escudriñaba las cosas! Por examinar su biblioteca daría yo mucho, por examinar su biblioteca daría yo… Pero me olvidaba que estoy furioso. —Golpeó su sombrero—. Ahora me voy.
—Profesor Rigaud —llamó suavemente la joven. Miles Hammond, siempre sensible al ambiente, notó una pequeña conmoción. Por alguna razón había habido un sutil cambio en la actitud de sus dos acompañantes, por lo menos así le pareció, desde que él mencionó la casa de su tío en la New Forest. No podía analizarlo, quizá se lo había imaginado.
Pero cuando Bárbara Morell de pronto apretó sus manos y clamó, no podía haber duda sobre la desesperada urgencia de su tono.
—¡Profesor Rigaud! ¡Por favor! ¿No podríamos… no podríamos, después de todo, celebrar la reunión del Murder Club?
Rigaud se dio vuelta.
—¡Mademoiselle!

—Le han tratado mal. Lo sé —se apresuró a decir. La semisonrisa de sus labios contrastaba con la súplica de sus ojos—. ¡He esperado tanto para venir aquí! El caso del que iba a hablar —en pocas palabras, apelaba a Miles—, es muy especial y sensacional. Sucedió en Francia justamente antes de la guerra, y el profesor Rigaud es una de las pocas personas, de las que aún viven, que lo conocen. Es sobre…
—Es sobre la influencia —dijo el profesor Rigaud— de cierta mujer sobre las vidas de otros.
—El señor Hammond y yo podemos ser un excelente auditorio y no soplaríamos ni una palabra a la prensa, ¡ninguno de nosotros! Además, usted sabrá que debemos cenar en alguna parte; dudo que consigamos algo para comer si nos vamos de aquí… ¿No podríamos hacerla, profesor Rigaud? ¿No podríamos? ¿No podríamos?
Federico, el mayordomo, desalentado, enojado y triste, se deslizó silenciosamente por la puerta medio abierta, hacia el vestíbulo, haciendo una ligera señal con los dedos a alguien que rondaba afuera.
—La cena está servida —dijo.

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