domingo, 6 de diciembre de 2015

Carlos Fuentes. Los cinco Soles de México.


Prefacio
LOS CINCO SOLES DE MÉXICO
Recientemente, un periodista nos preguntó a un grupo de mexicanos: «¿Cuándo empezó México?»
Un tanto perplejo, consulté mi respuesta con un amigo argentino, toda vez que la Argentina es, en América Latina, el polo opuesto de México, tanto geográfica como culturalmente.
Mi amigo, el novelista Martín Caparrós, me contestó primero con un famoso chiste:
«Los mexicanos descienden de los aztecas. Los argentinos descendimos de los barcos.»
Y es cierto: el carácter migratorio reciente de la Argentina contrasta con el perfil antiquísimo de México.
Pero Caparrós me dijo algo más:
«La verdadera diferencia es que la Argentina tiene un comienzo, pero México tiene un origen.»
Se puede decir con cierta facilidad cuándo comenzó algo. Es mucho más difícil entender cuándo se originó algo.
Yo quisiera poseer la convicción, o la clarividencia, necesarias para definir el origen de México, para ponerle fecha precisa a mi país, pero siempre me encuentro con numerosas dudas que se me vuelven preguntas:
¿Empezó «México» cuando creció en su suelo la primera planta de maíz?
¿O aquella noche en que los dioses se reunieron en Teotihuacán y decidieron crear al mundo?
¿Comenzamos con la agricultura, o con el mito?
¿Con el hambre de la palabra, o con la palabra del hombre?
¿Quién dijo, en México, la primera palabra?
¿Hubo siquiera una primera palabra, o bastó escuchar el rumor desarticulado, el ladrido del perro, el trino del ave, la oración del sufriente, para convocar un mundo?
Y algo más: ¿Nació México aislado singularmente, o somos, desde un principio, origen y destino de vastas migraciones, hermanados con el resto del mundo por los pies de muchos caminantes?
Hay diversos orígenes posibles para una tierra tan vasta, tan antigua, y tan misteriosa como la nuestra, y todavía tan poco explorada hacia el pasado y hacia el porvenir: mi visión de México está siempre capturada entre el enigma de la aurora y el acertijo del crepúsculo y, en verdad, no se cuál es cuál, pues, ¿no contiene cada noche el día que la precedió, y cada mañana la memoria de la noche que le dio origen?
Permítanme entonces imaginar que, al principio, no había nada.
Entonces, de noche, en la oscuridad, los dioses se reunieron en Teotihuacán y crearon a la humanidad.
Que haya luz —exclama el Popol Vuh—, que ilumine la aurora los cielos y la tierra. No habrá gloria para los dioses hasta que la criatura humana exista.
Cuentan las memorias vivas de Yucatán que el mundo fue creado por dos dioses, el uno llamado Corazón de los Cielos y el otro Corazón de la Tierra.
Al encontrarse, la Tierra y el Cielo fertilizaron todas las cosas al nombrarlas.
Nombraron la tierra, y la tierra fue hecha.
La creación, a medida que fue nombrada, se disolvió y multiplicó.
Nombradas, las montañas se disiparon desde el fondo del mar. Nombrados, se formaron mágicos valles, nubes y árboles. Los dioses se llenaron de alegría cuando dividieron las aguas y dieron nacimiento a los animales.
Pero nada de esto poseía lo mismo que lo había creado, es decir, la palabra.
Bruma, tierra, pino y agua, mudos.
Entonces los dioses decidieron crear los únicos seres capaces de hablar y nombrar a todas las cosas creadas por las palabras de los dioses.
Y así nacieron los hombres, con el propósito de mantener día con día la creación divina mediante lo mismo que dio origen a la tierra, el cielo y cuanto en ellos se halla: la palabra.
El ser humano y la palabra se convirtieron en la gloria de los dioses.
Sin embargo, no hay mito de la creación que no contenga la advertencia de la destrucción.
Esto es así porque la creación ocurre en el tiempo: paga su existencia con cuotas de tiempo. Los antiguos mexicanos inscribieron el tiempo del hombre y su palabra en una sucesión de soles: cinco soles.
El primero fue el Sol de Agua y pereció ahogado.
El segundo se llamó Sol de Tierra, y lo devoró, como una bestia feroz, una larga noche sin luz.
El tercero se llamó Sol de Fuego, y fue destruido por una lluvia de llamas.
El cuarto fue el Sol de Viento y se lo llevó un huracán.
El Quinto Sol es el nuestro, bajo él vivimos, pero también él desaparecerá un día, devorado, como por el agua, como por la tierra, como por el fuego, como por el viento, por otro temible elemento: el movimiento.
El Quinto Sol, el sol final, contenía esta terrible advertencia: El movimiento nos matará.
¿Cómo no ver en estas profecías de la antigua creación mexicana un espejo para nuestro propio tiempo, para nuestra empecinada divergencia entre la promesa de la vida y la certeza de la muerte, entre la adelantada conciencia humanista, científica, verbalizable, ética, y la fatal inconciencia política de la destrucción, el silencio y la muerte? La creación, gozo de la vida, nace así acompañada siempre de la destrucción, anuncio de la muerte. Nosotros los seres llamados «modernos» —¿y cómo nos llamará a nosotros el porvenir?— disimulamos y nos hacemos sordos ante esta advertencia. Pero los pueblos del origen saben que creación y catástrofe van siempre juntas.
Saben, como el Edipo de Hölderlin, que en el origen de la historia está el temor de ser devorado por la naturaleza y el tiempo, pero también el temor de ser expulsado de la naturaleza y el tiempo.
Sofocados por el abrazo de los padres.
O exiliados del propio hogar, declarados huérfanos, sin techo.
Veo en este sentimiento el origen de la vida mexicana, común a todas las culturas, pero singularmente vigente en la nuestra. Pero desde el origen, surge la pregunta política: ¿quién ejerce el poder en nombre de los hombres?
Esta proximidad de la creación y la muerte, del tiempo original y del apocalipsis histórico, otorga un inmenso poder a quienes, como dice un poema maya, «poseen el poder de contar los días». Pues sólo ellos, añade el poema, «tienen el derecho de hablarle a los dioses». Los hombres que asumen el poder —príncipes, sacerdotes, guerreros, escribas— lo usan para asegurarle al pueblo que el tiempo durará, que el caos natural —fuego, tierra, agua, viento— no nos aniquilará otra vez...
La población rural del México antiguo, para conciliar la creación y el tiempo, trató de explotar poco y bien la riqueza de la selva y la fragilidad del llano.
Pero cuando las castas gobernantes pusieron la grandeza del poder por encima de la grandeza de la vida, la tierra no bastó para sostener, tanto y tan rápidamente, las exigencias de reyes, sacerdotes, guerreros y funcionarios.
Vinieron, en el antiguo imperio maya, las guerras, el abandono de las tierras, la fuga a las ciudades primero, y de las ciudades después. La tierra ya no pudo mantener el poder. Cayó el poder. Permaneció la tierra.
Permanecieron los hombres y las mujeres sin más poder que el de la tierra.
Mirémonos en estos espejos de la antigüedad mexicana.
Estemos atentos, ayer y hoy, al momento en que el cristal se empaña y deja de reflejar la vida; el momento en que el espejo se rompe y anuncia los años de la mala suerte que al cabo cayó sobre el mundo indígena de México.
El dios más celebrado de las antiguas cosmogonías mexicanas fue Quetzalcóatl, la Serpiente Emplumada, dios creador de la agricultura, la educación, la poesía, las artes y los oficios.
Envidiosos de él, los demonios menores, encabezados por el dios de la noche Tezcatlipoca, cuyo nombre significa «espejo de humo», se dirigieron al palacio de Quetzalcóatl para ofrecerle un regalo envuelto en algodones.
¿Qué es?, se preguntó el dios bienhechor.
Era un espejo.
Cuando Quetzalcóatl lo desenvolvió, vio su rostro reflejado por primera vez.
Siendo un dios, creía que no tenía rostro. Era eterno.
Ahora, al descubrir sus facciones humanas en el reflejo del cristal, temió tener, también, un destino humano; es decir, histórico; es decir, pasajero, mortal. Esa noche, se emborrachó y cometió incesto con su hermana.
Al día siguiente, abandonó México en una balsa de serpientes y partió rumbo al levante, prometiendo regresar un día a ver si los hombres y las mujeres habían cumplido la obligación de cuidar la tierra.
Prometió regresar en una fecha precisa durante el período del Quinto Sol: el año Ce Acatl, que significa Uno Caña y que, en los calendarios europeos, correspondía al año 1519 de la Era Cristiana.
Es el año preciso —el día de pascua de 1519— en que el capitán español Hernán Cortés, al frente de 508 hombres, 16 caballos y 11 navíos, desembarcó en la costa de Veracruz y emprendió la conquista del mayor reino indígena de la América del Norte: el imperio azteca gobernado por Moctezuma desde la ciudad más poblada —ayer y hoy— del hemisferio occidental, México-Tenochtitlán.
Fundada por un pueblo de inmigrantes en un lago donde encontraron un águila devorando una serpiente, la ciudad de los aztecas se apropió la promesa cultural de Quetzalcóatl —la vida como creación y paz— pero la alió a la exigencia del dios de la guerra, Huitzilopochtli, y ésta era una demanda de expansión territorial, sumisión de los pueblos más débiles, exacciones, tributos y el terror del sacrificio humano.
Toda nación, advierte Isaiah Berlin, nace como respuesta a una herida infligida a la sociedad.
Es una respuesta en busca de una adhesión, de una identidad: Familia, tribu, casta, clan, nación.
Si nacer es posiblemente una herida para el ser que abandona el seno materno, pronto la cicatriza el hecho mismo de estar vivo, en el mundo.
Morir tan terriblemente como murió el universo de los aztecas, es una herida que difícilmente cicatriza pero que nos obligó a los mexicanos a construir algo nuevo, algo distinto y sin embargo algo fiel a nosotros mismos, con la sangre que mana de la gran lanzada española contra el cuerpo de la nación mexicana.
Moctezuma, el Gran Tlatoani de México, es decir el Señor de la Gran Voz, el Dueño Absoluto de la Palabra, es despojado de sus atributos por la alianza de un europeo renacentista, un Maquiavelo avant la lettre, Hernán Cortés, y una mujer que le da la lengua indígena a los conquistadores y la lengua española a los conquistados: Marina, La Malinche, princesa esclava, traductora, amante de Cortés y madre, simbólicamente, del primer mestizo mexicano, el primer niño de sangre india y europea.
Moctezuma duda entre someterse a la fatalidad de lo que ocurre —el regreso de Quetzalcóatl, en el día previsto por las profecías— o combatir a estos seres blancos y barbados, montados sobre monstruos de cuatro patas y armados de fuego y trueno. La duda de Moctezuma le cuesta la vida: ya no es dueño ni del tiempo ni de las palabras. Su propio pueblo lo lapida.
Cuauhtémoc, el último emperador, combate por la supervivencia de la nación azteca como centro de identificación y de adhesión de los pueblos mexicanos.
Es demasiado tarde.
Cortés, el político maquiavélico, ha descubierto la debilidad secreta del imperio azteca: los pueblos sometidos a Moctezuma lo detestan y se unen a los españoles contra el déspota centralista. Pierden la tiranía azteca, pero ganan la tiranía española.
Ganan, sin embargo, algo más. La sangre de la Conquista mana hacia un país nuevo, indio y europeo, pero no sólo español, sino, a través de España, mediterráneo, griego y romano, árabe y judío. La profecía se cumplió: el Quinto Sol fue matado por el movimiento, el mito por la épica, el aislamiento por el trasiego de culturas.
El primer México, aislado entre sus montañas, separado por el océano, fiel a los mitos de sus antepasados, se abrirá al movimiento épico de un universo en expansión, mundo de descubrimientos y migraciones, de mercantilismo y colonización.
Súbitamente, las tradiciones que conforman a México se multiplican y diversifican. Dejamos de ser centro de exclusiones para convertirnos en centro de inclusiones.
El Quinto Sol se apagó en medio de la pólvora y el fuego.
Cayó la nación azteca.
Pero el nuevo sol, naciente, inacabado, aparece inmediatamente en el horizonte por donde regresó Quetzalcóatl.
Viejos centros de adhesión e identificación desaparecen, nuevas alianzas e identidades se establecen para construir eso que llamamos «México».
Entre el 27 de agosto y el 2 de septiembre de 1520, en el palacio real de Bruselas, Alberto Durero fue el primer artista europeo en ver los objetos del arte azteca enviados por el conquistador Cortés al emperador Carlos V. «He visto las cosas enviadas al rey desde la nueva tierra del sol —escribe Durero—. En todos los días de mi vida, no he visto nada que regocije mi corazón tanto como estas cosas, pues en ellas vi obras de arte, que me hicieron asombrarme ante el sutil ingenio de los pueblos de esas tierras extrañas.»
De un golpe, Durero universaliza el arte de los antiguos mexicanos, lo hace fraternal del suyo en Europa.
Pero va más allá. Ve su significado profundo, no sólo su belleza formal. Lo ve como signos creadores del tiempo: Durero copia los símbolos de la luna y el sol para encabezar el capítulo de un libro titulado «Cómo se demuestra el tiempo».
Sin saberlo anecdóticamente, pero entendiéndolo mediante la simpatía artística, Flandes le devolvió a México el regalo de un tiempo humano compartido.
La mirada privilegiada de Durero explica inmediatamente una de las consecuencias fundamentales de la Conquista: México sale del aislamiento, descubre y es descubierto por el mundo.
Y aunque, repetidamente, nuestra nostalgia materna nos lleve a darle la espalda al mundo, nuestra maldición paterna —si lo es— nos fuerza a mirar el mundo, estar en él, ver al otro y saber que nosotros mismos somos el otro del otro.
El Quinto Sol, tal fue la profecía, fue destruido por el movimiento.
El Sexto Sol —sol sexual, plexo solar— es el sol que se mueve y nos acompaña para crear esa movilidad de lo eterno que es el tiempo humano, la historia.
La mirada de Durero en Flandes nos anuncia, también, que ha empezado un nuevo tiempo para México.
No sólo el tiempo de la Conquista, sino el de la Contraconquista. Pues por cada pica española puesta en suelo de México, hay una pica mexicana puesta en suelo de España.
Quiero decir Conquista, sí, pero también Contraconquista.
Los antiguos dioses son desterrados, sus templos aniquilados, sus sacrificios prohibidos.
Pero el cristianismo se impone doblemente, con fuerza genética, paterna y materna.
Por vía del Padre, porque la figura de Cristo crucificado asombra y subyuga a los indios: el nuevo dios no pide que nos sacrifiquemos por él, él se sacrifica por nosotros.
Por vía de la Madre, porque la sensación de orfandad y abandono que sigue a la Conquista es pronto superada por una operación política y racial asombrosa: la Virgen María, la Madre de Dios, se aparece ante el más humilde campesino indígena y le ofrece rosas en invierno. Es una virgen morena, tiene un nombre árabe, se convierte en la madre pura del mexicano nuevo: Santa María de Guadalupe.
El arte del barroco, que en la Europa de la Reforma y la Contrarreforma sirve de refugio a las sensualidades prohibidas, en México salva un abismo aún mayor.
El barroco mexicano colma el vacío entre la promesa utópica del Nuevo Mundo imaginado por Europa —la política de Tomás Moro— y la realidad terrible de la colonización impuesta por Europa —la política de Nicolás Maquiavelo—. Entre Moro y Maquiavelo, Erasmo de Rotterdam abre el campo del humanismo, la serena locura donde todo es relativo, tanto la fe como la razón. No hay influencia intelectual moderna más grande en el mundo hispánico que la del sabio de Rotterdam.
El barroco, asimismo, abre un espacio donde el pueblo conquistado puede enmascarar su antigua fe y manifestarla en la forma y el color, ambos abundantes, de un altar de ángeles morenos y diablos blancos.
Pero hay un nuevo pueblo, mestizo y criollo, descendiente de México y de España, que se pregunta:
¿Cuál es nuestro sitio en el mundo?
¿A quién le debemos lealtad?
¿A nuestros padres españoles?
¿A nuestras madres aztecas y mayas?
¿A quién debemos rezarle ahora: a los antiguos dioses, o a los nuevos?
¿Qué lengua debemos hablar ahora, la de los conquistados o la de los conquistadores?
El barroco mexicano abre un espacio para todas estas preguntas. Pues nada expresa estas ambigüedades mejor que un arte de la paradoja, el barroco, nombre de una perla —es decir, de una irritación exasperada—, arte de la abundancia pero nacido de la necesidad; arte de la proliferación basada en la inseguridad; arte opulento pero nacido de la miseria: Tonantzintla, Santo Domingo en Oaxaca, el Rosario en Puebla, la poesía de Sor Juana Inés de la Cruz.
El barroco llena rápidamente los vacíos de nuestra historia colectiva e individual después de la Conquista con cuanto encuentra a la mano, plata y polvo, oro y excremento.
Un arte en movimiento perpetuo, semejante a un espejo acelerado en el que vemos el rostro de nuestra identidad en constante transformación.
Un arte que concilia el esplendor del origen mítico, inmutable, y los accidentes del devenir épico.
Es el arte un nuevo sol, Sol sexual del mestizaje, plexo solar de la emoción.
Una nueva genealogía americana creció bajo las cúpulas del barroco. En ella ganaron su voz los silenciosos, y adquirieron un nombre los anónimos: indios, mestizos y negros.
Todos estos hechos nos convierten a los mexicanos en testigos del acto terrible de nuestra propia muerte y resurrección inmediatas.
Tenemos todos ante la mirada del presente el acto que nos gestó.
Testigos eternos de nuestra propia creación, los descendientes de españoles e indígenas en México sabemos que la Conquista fue un hecho cruel, sangriento, criminal. Fue un hecho catastrófico. Pero no fue un hecho estéril.
María Zambrano, la gran pensadora andaluza, solía decir que una catástrofe sólo es verdaderamente catastrófica si de ella no se desprende algo que la rescata, algo que la sobrepasa.
Para ello se necesita tiempo. El tiempo necesario para transformar la experiencia en conocimiento y el conocimiento, con suerte, en destino.
No permanecimos en el desastre porque nacimos de él.
De la catástrofe de la Conquista nacimos todos nosotros, los mexicanos.
Fuimos, inmediatamente, mestizos. Hablamos, mayoritariamente, español.
Y creyentes o no, nos creamos en la cultura del catolicismo —pero de un catolicismo sincrético incomprensible sin sus máscaras indias.
Somos el rostro de un occidente rayado, como dijo el poeta mexicano Ramón López Velarde, de moro y de azteca —y, añadiría yo, de judío y de africano, de romano y de griego.
No permanecimos en el desastre porque nacimos de él.
Y desde el primer momento nos hicimos las preguntas de la identidad.
¿Quiénes somos?
¿Cómo se llama ahora este río?
¿Cómo se llamó antes esa montaña?
¿Quiénes fueron nuestros padres y nuestras madres?
¿Reconocemos a nuestros hermanos?
¿Qué recordamos?
¿Qué deseamos?
Y nos hicimos también las preguntas de la justicia:
¿A quiénes pertenecen legítimamente estas tierras y sus frutos?
¿Por qué tienen tan pocos, tanto, y tantos, tan poco?
Haber formulado estas preguntas desde el siglo XVI, nos convierte a los mexicanos en los más antiguos ciudadanos del siglo XXI.
Porque las preguntas de la fundación del México mestizo son las preguntas de la sociedad contradictoria y migrante de nuestro tiempo, capturada entre la identidad tradicional y la alteridad moderna, entre la aldea local y la aldea global, entre la interdependencia económica y la balcanización política.
México ha vivido con esta, nuestra radical modernidad presente, desde hace quinientos años.
Vean ustedes en lo que digo una aproximación urgida, un deseo de aprovechar lecciones, pero sobre todo un esfuerzo de relación vital entre las culturas del Viejo y el Nuevo Mundos, hoy que ambos, europeos y americanos, compartimos la enorme crisis de nuestra vida urbana y nos debatimos entre la mezquindad de excluir o la generosidad de incluir.
Las respuestas a estas preguntas fueron hechas desde la ciudad barroca como centro político, cultural y comercial de las nuevas naciones —México, Perú, Venezuela, Argentina, Chile— que se fueron gestando bajo la protección tutelar del imperio español y sus tradiciones trasplantadas a América:
El pensamiento de origen griego, árabe y judío. El derecho, la lengua y la religión derivados de Roma. Una cultura política medieval, escolástica: San Agustín y Santo Tomás de Aquino son los padres fundadores del pensamiento político en México e Iberoamérica.
Pero bajo esta cúpula tutelar española, un mundo nuevo, mestizo, indígena, criollo, se gestó con características culturales propias, con ritmos, voces, colores nuevos: ni europeo ni indígena, rara vez buen salvaje, más a menudo trabajador de la hacienda y de la mina, rígidamente situado dentro de clases sociales y mal que bien protegido por instituciones que querían lograr un equilibrio entre la autoridad y la justicia, entre las expectativas y las desilusiones, entre los viejos y los nuevos dioses, entre la aldea aislada y la lejana metrópolis imperial, entre las promesas y las injusticias, el latinoamericano de la Colonia convirtió a la ciudad barroca en el centro del Nuevo Mundo mexicano e hispanoamericano, como lo es, con conflictos similares, la ciudad moderna en este final de nuestro brevísimo siglo XX, que empezó en Sarajevo en 1914 y terminó en Sarajevo en 1994.
Con brazos indígenas y negros, España fundó en las Américas un rosario incomparable de ciudades, verdaderas urbes del Nuevo Mundo, de San Francisco en California a Santiago del Nuevo Extremo en Chile, de San Agustín en la Florida a Buenos Aires en el Plata, ciudades fortaleza de las costas y las islas: La Habana, San Juan de Puerto Rico, Cartagena de Indias; serpentinas ciudades mineras de las montañas: Guanajuato, Taxco, Potosí; grandes capitales: Lima, México, Quito, Santa Fe de Bogotá.
Nadie, nunca, sobre territorio tan vasto, ha construido tanto, con tanta energía y en tan poco tiempo, como España en América. Ciudades con imprentas, universidades, pintores y poetas, un siglo antes de que nada de esto apareciese en Angloamérica —ciudades con injusticia también: ciudades nacidas bajo los signos de la energía, el contraste y la imaginación omni-inclusivas del barroco.
Culturas inclusivas: La fachada de la iglesia de la Soledad, en Oaxaca, exhibe ejemplarmente los tres órdenes clásicos, Corintio, Jónico y Dórico, instantánea y simultáneamente, sin hiato temporal o concesión a las etapas del desarrollo. El barroco tiene prisa, es impaciente:
La iglesia de Jolalpan en Puebla, de un solo golpe, cuenta en su portada tanto el Antiguo como el Nuevo Testamento en una sola visión barroca, instantánea, sin aliento.
A imagen y semejanza de su arte, una sociedad enérgica, impaciente, injusta, ambiciosa, imaginativa, mestiza, criolla, empieza a tener sueños y a reclamar derechos.
Más allá del mundo del imperio, el oro y el poder, más acá de las guerras entre religiones y dinastías en Europa, un mundo nuevo acabó por formarse en las Américas, con voces y manos americanas.
Las revoluciones de independencia contra España a partir de 1810 fueron una afirmación de la identidad nacional alcanzada por países como México, Chile, Argentina y Venezuela.
Pero también fueron combates contra las fuerzas centrífugas —las republiquetas, los caudillos— que intentaban balcanizar la ruptura del imperio español ayer, como la ruptura del imperio soviético hoy; la nación fue el compromiso entre el imperialismo y el separatismo. Establecer bases de unidad en las antiguas colonias: sólo la identificación de la nación y su cultura podía lograrlo.
La dinámica modernizante de las revoluciones de independencia en cambio, y por desgracia, terminó por excluir el pasado indígena y el pasado negro, considerados bárbaros, así como el pasado español, considerado oscurantista.
México y la América Latina crearon una fachada legal modernizadora, que ocultó un arrière pays pobre, retrasado, injusto.
La libertad fue proclamada. La igualdad fue olvidada.
Por un acto de voluntarismo político quisimos convertirnos en democracias instantáneas: Bastaba copiar las leyes de Francia, Inglaterra y los Estados Unidos, para ser, como ellos, naciones viables, sociedades progresistas... Repúblicas Nescafé.
La nación legal ocultó a la nación real.
Y una nueva herida se abrió en nuestro cuerpo:
Perdimos el paternalismo imperial de España, autoritario y lejano con los Habsburgo, intervencionista y demasiado cercano con los Borbones.
Fuimos huérfanos de vuelta. Caímos en la anarquía o la dictadura.
México, en las palabras del historiador Enrique González Pedrero, se convirtió en el país de un solo hombre: el general Antonio López de Santa Anna. —Como Paraguay en el país del Doctor Francia, o Argentina en el país de Juan Manuel de Rosas.
Pero la paradoja del dictador es que, para salvarnos de la anarquía, crea otro caos, éste despótico, autoritario.
México, desorganizado, sin rumbo, se volvió campo de invasiones extranjeras.
Perdimos la mitad del territorio nacional en una guerra injusta iniciada por los Estados Unidos de América para cumplir su destino manifiesto.
Pero rechazamos un imperio impuesto desde Francia por Napoleón III con dos figuras desventuradas, el archiduque austríaco Maximiliano y la princesa belga Carlota Amalia.
Estuvimos a punto de perder la nación independiente.
El presidente liberal Benito Juárez, al derrotar al partido conservador, al imperio de Maximiliano y a la intervención francesa, le devuelve el sentido a la Nación y sienta las bases del Estado. Juárez era un indio zapoteca que sólo aprendió el español a los doce años de edad. Para derrotar a los franceses, se convirtió en un abogado más francés que los franceses.
Pero el Estado liberal, progresista de la República restaurada, no recogió la pluralidad cultural de México, las culturas indígenas, míticas, españolas, católicas, sincréticas, barrocas...
El liberalismo del siglo XIX colocó a la ley, y al desarrollo económico, por encima de la cultura.
La experiencia no nos es privativa.
En toda la América Latina, la civilización europea, progresista, legalista y romántica, se debía imponer a la barbarie agraria, indígena, negra, ibérica. Era el mandato de la civilización.
La larga dictadura de Porfirio Díaz, entre 1876 y 1910, quiso darnos progreso sin libertad. Díaz convirtió la república liberal de Juárez en un Estado autoritario, desarrollista, despótico.
A los indios y a los campesinos (pero también a la naciente clase obrera) les dio más barbarie: represión y esclavitud.
En cambio, el factor económico de la ecuación liberal fue protegido y desarrollado: progreso sin libertad, sin democracia, sin ley. El país terminó por rechazar esta fórmula, así como la discriminación cultural que identificaba civilización con Europa, raza blanca, positivismo.
La Revolución Mexicana fue un intento —el mayor de nuestra historia— de reconocer la totalidad cultural de México, ninguna de cuyas partes era sacrificable.
Las grandes cabalgatas de los hombres de Pancho Villa desde el Norte y de los guerrilleros de Emiliano Zapata desde el Sur, son una revancha contra la muerte del Quinto Sol que mató con su movimiento al universo indígena.
Ahora, el movimiento revolucionario de todos los mexicanos, a lo largo y ancho del país, funda un nuevo sol, el Sol del reconocimiento mutuo, la aceptación de todo lo que hemos sido, el valor otorgado a todas y cada una de las aportaciones que hacen, de México, una nación multicultural en un mundo, a su vez, cada vez más variado y pluralista.
No nos engañemos: la Revolución Mexicana fue una revolución verdadera, tan profunda y decisiva para los destinos de nuestro país como lo fueron las revoluciones francesa, soviética y china, o la norteamericana en sus dos etapas (Washington en el siglo XVIII, Lincoln en el siglo XIX) para los suyos.
La Revolución Mexicana, en las palabras del historiador Enrique Florescano, «no es una ilusión ideológica, es un cambio real que revoluciona al Estado, desplaza violentamente a la antigua oligarquía dominante, promueve el ascenso de nuevos actores políticos, e instaura un nuevo tiempo, el tiempo de la revolución...».
Este tiempo revolucionario nace de una nueva herida: un millón de muertos en diez años de encarnizados combates; una incalculable destrucción de riqueza...
Muchas de estas heridas cicatrizan gracias al logro mayor de la revolución: el proceso de autoconocimiento nacional, el descubrimiento de una continuidad cultural que ha sobrevivido a todos los avatares de la historia, pero que aún no se refleja plenamente en la historia política y económica del país.
Es en la cultura donde la revolución encarna: pensamiento, pintura, literatura, música, cine... pues revolución que acalla las voces de la creación y de la crítica, es revolución muerta.
La Revolución Mexicana, con todos sus defectos, no silenció a sus artistas: México entendió que la crítica es un acto de amor, y el silencio una condena de muerte.
Somos lo que somos gracias al autodescubrimiento de los años de la revolución.
Somos lo que somos gracias a la filosofía de José Vasconcelos, a la prosa de Alfonso Reyes, a las novelas de Mariano Azuela, a la poesía de Ramón López Velarde, a la música de Carlos Chávez, a la pintura de Orozco, Siqueiros, Diego Rivera y Frida Kahlo...
Nunca más podremos ocultar nuestros rostros indígenas, mestizos, europeos: son todos nuestros.
El espejo de Quetzalcóatl se llenó de caras: las nuestras.
El tiempo de la revolución estableció, sin embargo, un compromiso indiscutible, un contrato nacional.
En esencia, es éste: Organicemos al país devastado por la anarquía y la guerra. Creemos instituciones, creemos riqueza, creemos progreso, educación, salud, y un mínimo de justicia social.
Pero, a fuer de buenos escolásticos, mantengamos la unidad, contra la reacción interna, contra las presiones norteamericanas, para alcanzar las metas de la revolución: alcancemos el bien común tomista, gracias a la intercesión de la jerarquía agustiniana. La gracia divina —es decir, la democracia— no la alcanzan los fieles —es decir, los ciudadanos— por sí solos.
Evitemos las dictaduras militares, las permanencias prolongadas en el poder, los factores del desequilibrio latinoamericano. El Ejército se vuelve institucional, la presidencia también: todo el poder para César, pero sólo por seis años, nunca más; no reelección, como pidió Madero al iniciar la revolución en 1910.
Pero Madero también pidió sufragio efectivo. Y éste, pleno, transparente, creíble, luchamos por alcanzarlo. Estamos luchando por alcanzarlo. No nos rendiremos hasta alcanzarlo.
La revolución, mediante sus políticas de salud, educación y desarrollo material, creó nuevas clases medias, trabajadoras, juveniles.
Varias generaciones de mexicanos fueron educadas en los ideales de justicia, libertad, progreso, democracia. Ahora, los hijos de la revolución piden los frutos finales de la revolución: Desarrollo económico con democracia política y con justicia social.
No están solos. Toda la América Latina pide la unión de esos tres factores, democracia, desarrollo y justicia, sin aplazamientos bizantinos, sin sofismas intolerables: democracia, desarrollo y justicia.
Sólo así nuestra gran cultura ininterrumpida alimentará, y le dará vigor y estabilidad, a nuestros sistemas políticos, a nuestras aún débiles instituciones.
Una revolución, dice también María Zambrano, es como una anunciación. Es tan importante por lo que logra como por lo que promete. Su vigor puede medirse por sus caídas pero también por su capacidad para levantarse y reanudar su marcha.
La ruptura del compacto autosatisfecho de la política mexicana comenzó en 1968. El movimiento estudiantil creyó en las promesas de la Revolución Mexicana, las aprendió en la escuela y las exigió en la calle. El gobierno no tuvo respuestas políticas para demandas políticas; empleó, en cambio, la fuerza, culminando con la matanza de Tlatelolco.
Los acontecimientos a partir de enero de 1994 en el estado de Chiapas son un poderoso recordatorio de todo lo que la Revolución Mexicana no hizo: Pancho Villa nunca cabalgó hasta Chiapas, y a Emiliano Zapata le tomó ochenta años llegar allí.
Chiapas nos ha obligado a todos a recordar que somos todo lo que hemos sido, pero también todo lo que nos falta ser y hacer.
Chiapas nos recordó todo lo que habíamos olvidado, cuánto habíamos olvidado, y qué incompletos y mutilados seremos si no incorporamos Chiapas a México o si permitimos que México sufra su propia balcanización, una fractura entre un norte relativamente próspero y un sur fatalmente abandonado.
Pero el desarrollo económico no puede llegar a Chiapas sin la democracia tanto en Chiapas como en México.
Ésta es la gran lección del movimiento zapatista: la reforma económica no basta. Es necesaria la reforma democrática. De lo contrario, los frutos de la economía jamás llegarán a las manos y a las bocas de la mayoría.
México no tiene sólo una cultura política autoritaria; tiene una cultura democrática íntimamente aliada a la libertad de su cultura pero sobre todo a la lucha social ininterrumpida de su pueblo.
Tenemos dos continuidades asombrosas: la cultura y la lucha social, y dos fracturas superables: el autoritarismo político y la desigualdad económica. La democracia es el puente entre cultura y política, entre sociedad y equidad.
Lo que hemos ganado es porque lo hemos exigido, todos; no es una concesión graciosa.
Lo que falta por obtener también será fruto de la demanda social y cultural.
Tenemos una urgente agenda en México, a partir del año 2000, una agenda de reformas políticas y sociales, que requieren el concurso activo y actualizado de los partidos y la sociedad civil.
Un nuevo sol parece nacer, después de la Guerra Fría, en el horizonte de México y del Mundo.
El movimiento de la Conquista, que destruyó el Quinto Sol de los aztecas, renació como movimiento revolucionario en 1910 y hoy, cargado de promesas y de peligros, aparece como movimiento de pueblos, de culturas, de economías.
El Tratado de Libre Comercio entre México, los Estados Unidos y Canadá, más allá de sus virtudes y de sus defectos —ambos abundantes— representa una apertura inevitable aunque paradójica.
México, el país tradicionalmente aislado, se abre y busca un sitio en los nuevos sistemas de relación internacional que seguirán al rígido mundo bipolar de los pasados 50 años.
Los Estados Unidos, la nación abierta, se cierra, fatigada, acaso, después de medio siglo de liderazgo internacional: incierta, acaso, ante problemas internos largo tiempo aplazados y escondidos en nombre de la lucha contra el comunismo.
Pero el sol se mueve y nos recuerda a todos los habitantes del continente americano, que todos somos inmigrantes en las Américas, que todos llegamos de otra parte, desde el primer hombre que cruzó el estrecho de Bering desde Asia hace treinta o sesenta mil años, hasta el último trabajador que anoche cruzó la frontera entre Tijuana y San Diego, sin olvidar a esos ilustres inmigrantes sin visas ni permisos de trabajo, los puritanos ingleses que desembarcaron en Plymouth Rock en 1620.
Durante quinientos años, el Occidente se paseó por lo que hoy llamamos «el Tercer Mundo», imponiendo sus valores políticos, económicos y culturales sin pedirle permiso a nadie.
Hoy, el Tercer Mundo regresa al Primer Mundo y pone a prueba la capacidad occidental, europea, y norteamericana, de recibir al otro, de reconocerse en el otro y de evitar los holocaustos que han denigrado la humanidad de nuestra civilización común en el siglo XX.
México es parte de la América Latina y con nuestros hermanos del Sur estamos viviendo una profunda transformación:
Económica, en busca de modelos adecuados para un desarrollo con justicia.
Política, en busca de una identificación de la cultura con las instituciones públicas.
Social, mediante una dolorosa voluntad de superar las terribles desigualdades e injusticias de nuestra creciente población: somos 450 millones de latinoamericanos, la mitad menores de dieciocho años, la mitad viviendo en la pobreza.
En el año 2000, la población de Latinoamérica duplicará la de los Estados Unidos.
Después de la Guerra Fría, los latinoamericanos queremos relacionarnos cada vez más con el mundo.
Pero el movimiento del mundo nos habla bien alto a todos.
Aprendamos a vivir con él o ella que no son como tú y yo.
Éste será, quizás, el desafío más serio del siglo venidero.
Cada uno de nosotros —individuos, naciones— seremos cada vez más importantes los unos para los otros.
Ya no por consideraciones estratégicas derivadas de la Guerra Fría, sino por consideraciones concretas, jurídicas, económicas, culturales, humanas, propias de un mundo que, de repente, se encuentra con muchos centros, no sólo dos; muchas culturas, no sólo una.
Vivimos en el tiempo, el tiempo es historia y en la historia nunca estamos solos.
Jean-Paul Sartre dijo, famosamente, que el infierno son los demás. Pero ¿hay otro paraíso que el que podamos construir con nuestros hermanos?
Necesitamos al otro. Nadie puede ver una realidad completa por sí solo. Necesitamos al otro para completarnos a nosotros mismos. Si rehúso al otro —distante de mí, detrás de mí, o muy por delante de mí— minimizo mi propia integridad: Cada uno de nosotros sólo es único porque hay otro, distinto de nosotros, ocupando otro tiempo y otro espacio en el mundo. Entender la relatividad del mundo es entender el carácter inacabado del mundo. El mundo no está terminado, el mundo se está haciendo, nosotros estamos haciéndonos constantemente, pero portando nuestro pasado, la cultura que nosotros mismos hemos hecho.
Preservemos nuestra identidad nacional y regional, pero también pongámosla a prueba, aceptemos el desafío del otro. El otro define nuestro yo. Una identidad aislada pronto fenece. Sólo las culturas que se comunican viven y florecen.
Estamos en el mundo, vivimos con los otros, vivimos en la historia y debemos responder a la historia en nombre de la continuidad de la vida.
Pero sólo seremos efectivos globalmente si somos responsables nacionalmente.
A todos nos corresponde poner nuestras casas en orden.
México es un país fluido, no enajenado a ideologías rígidas, consciente de su patrimonio cultural, rico en recursos naturales pero rico, sobre todo, en su capital humano.
Somos cien millones de mexicanos.
Estamos pasando rápidamente del concepto de población al concepto de ciudadanía.
Estamos trasladando nuestra cultura, nuestra pasión, nuestra historia, nuestro amor —todo lo que he evocado aquí— a las organizaciones de la sociedad civil, a los grupos ecológicos y de derechos humanos, a los sindicatos obreros y a las cooperativas agrarias, a las universidades y a la prensa, a los grupos empresariales y a las asociaciones de barrio.
Pero al trabajar por nosotros, trabajamos por el mundo.
Cada vez más, las cosas que nos unen a los demás superan a las que nos separan.
Cada vez más, Norte y Sur, Este y Oeste, compartimos los inmensos problemas de la crisis de la civilización urbana: Crimen, violencia, droga, falta de techo, falta de escuela, discriminación racial, xenofobia, epidemias incontrolables, los derechos de la mujer, del anciano, de las minorías... Hay mendigos en Boston, Birmingham y Bogotá. Hay niños asesinados en las calles de Río, Los Ángeles y Chicago.
El Tercer Mundo tiene su Primer Mundo de privilegio.
Pero el Primer Mundo tiene su Tercer Mundo de injusticia y miseria.
Con razón nos pregunta el estadista sueco Pierre Schori: ¿Cuánta pobreza soporta la democracia, cuánto subdesarrollo tolera la seguridad global?
La gran cultura de México, la inmensa energía de mi país, contesta con las voces de la imaginación, de la diversidad racial, del pluralismo cultural, de la vocación internacional y de la voluntad de creación.
Completamos así el círculo y regresamos a los orígenes de México: Basta sentir el pulso de nuestra gente, mirar el cráter de un volcán, hacer camino al andar y subir a una pirámide, bañarse en una cañada serpentina, o hincarse frente a un altar barroco, para descubrir que México tiene el rostro de la creación inacabada.
Y que esto es así porque en México la creación del país coincide con la creación del mundo, del ser humano, y de la palabra.
Ahora, vivimos todos en el hogar común de la humanidad.
Sepamos todos afirmar el valor supremo de la historia, para asegurar la continuidad de la vida.
El propósito de este libro es recordar, al inicio de un nuevo milenio, la extraordinaria vivencia del pasado milenio mexicano. Narrativa, ensayo, teatro: las voces que aquí se escuchan tienen diversas modulaciones, pero obedecen todas a una preocupación central de mi obra. Cuándo, dónde, cómo ocurre el encuentro del individuo y la historia. Cuándo, dónde, cómo se cruzan los caminos del ser personal y del ser colectivo.
Ojalá que esta antología sirva para animar nuestras memorias, nuestras imaginaciones y nuestras interrogantes acerca de nosotros mismos. La divisa de este Memorial mexicano bien podría ser: Imagina el pasado. Recuerda el futuro.
La grandeza de México es que el pasado siempre está vivo. No como una carga, no como una losa, salvo para el más crudo ánimo modernizador. La memoria salva, escoge, filtra, pero no mata. La memoria y el deseo saben que no hay presente vivo con pasado muerto, ni habrá futuro sin ambos. Recordamos hoy, aquí. Deseamos aquí, hoy. México existe en el presente, su ahora es ahora porque no olvida la riqueza de un pasado vivo, una memoria insepulta. Su horizonte también es hoy, porque no disminuye la fuerza de su vivo deseo.
Sí, somos más que los calendarios. No cabemos en ellos. Sabemos que nada tiene principio ni fin absoluto. A veces pienso que México posee una visión renacentista permanente que no acepta la tiranía de la Razón ni la tiranía de la Fe —nuestros extremos— sino que celebra incansablemente la continuidad de la vida, múltiple, portadora del pasado que nosotros creamos, inventora del porvenir que nosotros imaginamos.
No nos atemos nunca a un dogma, a una esencia, a una meta excluyente. Ayudemos al mundo a recrear una modernidad INcluyente, capaz de abrazar razas, culturas, aspiraciones diversas.
Abracemos la emancipación de los signos, la escala humana de las cosas, la inclusión, el sueño del otro.
Carlos Fuentes
México, D.F., febrero 2000

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