lunes, 25 de septiembre de 2023

Francis Bacon De la sabiduría egoísta Francis Bacon, 2015 Traducción: Luis Escolar Bareño FRAGMENTO

 




Francis Bacon

De la sabiduría egoísta

Francis Bacon, 2015

Traducción: Luis Escolar Bareño


De la venganza

La venganza es una especie de justicia salvaje que cuanto más crece en la naturaleza humana más debiera extirparla la ley; en cuanto al primer daño, no hace sino ofender a la ley, pero la venganza de ese daño coloca a la ley fuera de su función. En verdad que, al tomar venganza, un hombre se iguala con su enemigo, pero si la sobrepasa, es superior; pues es parte del príncipe perdonar; y estoy seguro que Salomón dice: Es glorioso para un hombre excusar una ofensa. Lo pasado se ha ido y es irrevocable; y los hombres prudentes tienen demasiado que hacer con las cosas presentes y venideras; por tanto no harían más que burlarse de sí mismos ocupándose de asuntos pasados. No hay hombre que cometa el mal a cuenta del mal mismo, sino para obtener provecho propio, o placer, u honor o algo semejante; por tanto, ¿por qué me voy a encolerizar con un hombre que se ama a sí más que a mí? Y si algún hombre cometiera el mal meramente por maldad natural, no sería más que como el espino o la zarza que pinchan y arañan porque no pueden hacer otra cosa. La clase de venganza más tolerable es la debida a los males que no hay ley que los remedie; pero entonces, dejar que un hombre se ocupe de la venganza es como si no hubiera ley para castigar; además el enemigo de un hombre siempre se anticipa y ya son dos por uno. Algunos, cuando toman venganza, están deseosos de que la parte contraria sepa de quién procede. Ésta es la más generosa: pues el goce parece estar no tanto en cometer el daño como en hacer que la parte contraria se arrepienta; pero los cobardes bajos y taimados son como las flechas lanzadas en la oscuridad. Cosme, duque de Florencia, lanzó una desesperanzadora frase contra los amigos pérfidos y despreciables como si esos males fuesen imperdonables: Leeréis que se nos manda perdonar a nuestros enemigos; pero nunca leeréis que se nos mande perdonar a nuestros amigos. Sin embargo, el espíritu de Job era aún más adecuado: También recibimos el bien de Dios ¿y el mal no recibiremos?, y en la misma proporción respecto a los amigos. Esto es cierto, que un hombre que proyecte vengarse, conserva abiertas sus propias heridas porque si no se cerrarían y curarían. Las venganzas públicas son afortunadas en su mayoría; como fue la muerte de César; la muerte de Pertinax; la muerte de Enrique III de Francia; y muchas otras. Pero no sucede así con las venganzas privadas; no, más bien las personas vengativas llevan la vida de las brujas, quienes, como son malignas, terminan desgraciadamente.


De los padres y los hijos

Las alegrías de los padres son secretas y así lo son sus penas y temores; no pueden manifestar las unas ni manifestarán las otras. Los hijos endulzan los trabajos, pero hacen más amargos los infortunios; acrecientan los cuidados de la vida pero mitigan el recuerdo de la muerte. El perpetuarse por la generación es también común a las bestias; pero la memoria, el mérito y las obras nobles son propias de los humanos; y seguramente se comprobará que las obras y creaciones más nobles proceden de hombres sin hijos que han procurado expresar las imaginaciones de su mente en aquello en que su cuerpo ha fallado; por eso el cuidado por la posteridad es mayor en aquellos que no la tienen. Quienes son los primeros creadores de sus casas son más indulgentes con sus hijos, teniéndolos como continuadores no sólo de su estirpe sino de su obra; y así son a la vez sus hijos y su creación.

La diferencia en afecto de los padres hacia sus diversos hijos es muchas veces desigual y algunas otras inmerecida, especialmente en la madre; como dijo Salomón: El hijo sabio alegra al padre; y el hijo necio es tristeza de su madre. Se podrá ver que donde hay una casa llena de niños, uno o dos de los mayores son respetuosos y el más pequeño es travieso; pero a los medianos se les olvida y, sin embargo, muchas veces, demuestran ser los mejores. La tacañería de los padres con respecto a sus hijos es un error dañoso; les hace ruines, les obliga a recurrir a arterías, que busquen malas compañías y que quieran más cuando ya tienen mucho; y por tanto, es mejor método cuando los padres conservan la autoridad sobre sus hijos, pero no la bolsa. Los hombres (tanto los padres como los maestros y criados) tienen una forma tonta de crear y fomentar una emulación entre los hermanos durante la niñez, que muchas veces se torna en discordia cuando se hacen hombres y altera las familias. Los italianos hacen pocos distingos entre los hijos, sobrinos y parientes cercanos; así forman un conjunto, sin preocuparse de más, aunque no pertenezcan propiamente a la familia; y, a decir verdad, en la naturaleza sucede de modo análogo; por eso vemos que algunas veces un sobrino se parece más al tío o a un pariente que a sus propios padres, como ocurre en la herencia de la sangre. Dejemos que los padres elijan a tiempo la profesión y los medios que sus hijos han de seguir, porque entonces serán más flexibles; y no les dejemos dedicarse demasiado a disponer de sus hijos creyendo que aceptarán mejor lo que han pensado más. Cierto es que si el afecto o inclinación de los hijos es extraordinario, entonces conviene no interferirlo; pero, en general, el precepto resulta bueno. Optimum elige, suave et facile illud faciet consuetudo[1]. Los hermanos más jóvenes generalmente son afortunados, pero rara vez donde el mayor es desheredado.


Del matrimonio y la soltería

El que tiene esposa e hijos ha dado rehenes a la fortuna; pues son impedimentos para las grandes empresas, tanto virtuosas como malignas. Cierto es que las mejores obras y los mayores méritos para el público han procedido de los hombres solteros o sin hijos, los cuales, tanto en afecto como en medios de acción se han casado con el público. Sin embargo, hay razones poderosas para que quienes tienen hijos se hayan cuidado más del porvenir, al cual saben que han de transmitir sus prendas más queridas. Algunos hay que aunque hacen vida de soltería, sin embargo, sus pensamientos terminan en ellos mismos y consideran el porvenir como una nimiedad; también hay otros que tienen en cuenta la esposa y los hijos pero como facturas que pagar; aún más, hay algunos hombres insensatos, ricos, codiciosos que tienen a orgullo no tener hijos porque así les creerán más ricos; pues quizá han oído decir algo así: Ése es un hombre muy rico; y otro le ataja, sí, pero tiene una gran carga de hijos; como si eso fuese disminución de sus riquezas. Pero la causa más corriente de la soltería es la libertad, especialmente para ciertas mentalidades placenteras y singulares que son tan sensibles a todas las restricciones, que estarán muy próximas a creer que el cinturón y las ligas se les convertirán en ataduras y grilletes. Los solteros son los mejores amigos, los mejores amos, los mejores sirvientes; pero no siempre los mejores súbditos, porque son propicios a escaparse y casi todos los fugitivos tienen ese estado. La soltería es adecuada para los eclesiásticos porque la caridad difícilmente regará el suelo cuando tiene que llenar primero un estanque. Es indiferente para los jueces y magistrados, pues si son asequibles y corruptibles tendremos más fácilmente un criado cinco veces peor que una esposa. En cuanto a los soldados encuentro que los generales, por lo común, en sus arengas evocan en sus hombres el recuerdo de la esposa y los hijos; y creo que el desprecio de los turcos hacia el matrimonio hace que el soldado raso sea más ruin. En verdad que la esposa y los hijos son una especie de disciplina de la humanidad; y los solteros, aunque muchas veces sean más caritativos, ya que sus medios económicos están menos exhaustos, sin embargo, son por otra parte, más crueles y duros de corazón (buenos para ser inquisidores severos) porque su ternura no se siente excitada con tanta frecuencia. Los caracteres serios, llevados por la costumbre, y por lo tanto constantes, son por lo general amantes esposos, como se dijo de Ulises: Vetulam suam praetulit immortalitati[2]. Las mujeres castas con frecuencia son orgullosas e indómitas, prevaliéndose del mérito de su castidad. Es uno de los mejores lazos en la esposa, tanto el de la castidad como el de la obediencia, si ella cree que su esposo es prudente, lo cual nunca hará si le juzga celoso. Las esposas son amantes para los jóvenes, compañeras para los maduros y enfermeras para los ancianos, así es que un hombre puede tener pretexto para casarse cuando quiera; sin embargo, se reputó como a uno de los hombres más sensatos al que contestó a la pregunta de cuándo debería casarse el hombre: Todavía no cuando es joven, en modo alguno cuando es viejo. Se ve con frecuencia que los malos esposos tienen esposas muy buenas; ya sea porque eso eleva el precio de la amabilidad del marido cuando eso ocurre o que las esposas se enorgullecen de su paciencia; pero eso nunca falla, si los malos esposos fuesen de su propia elección, en contra de la opinión de sus amigos, porque entonces estarían bien seguras de hacer buena su propia tontería.


De la envidia

No hay ningún sentimiento que se haya observado que fascine o hechice, a no ser el amor y la envidia. Ambos tienen poderes vehementes; se transforman fácilmente en fantasías y sugestiones y se presentan con facilidad ante los ojos, especialmente, ante la presencia de los objetos causantes de la fascinación, si es que hay alguno. Así, vemos que las Escrituras llaman a la envidia ojo maligno; y los astrólogos llaman a la mala influencia de las estrellas, malos aspectos; así es que en el acto de la envidia, parece haber conocimiento, una emanación o irradiación del ojo. Además, algunos han sido tan observadores que han notado que el momento en que la mirada de un ojo envidioso produce más daño es cuando la parte envidiada está en su momento de gloria o triunfo, porque eso agudiza la envidia; al mismo tiempo, en tales momentos, el espíritu de la persona envidiada saldrá más al exterior, y así tropezará con la desagradable mirada.

Pero dejando esos detalles (aunque merecen que se piense en ellos a su debido tiempo), nos ocuparemos de qué personas están más sujetas a ser envidiadas; y cuál es la diferencia entre envidia pública y privada.

Un hombre que no tiene virtudes jamás envidia la virtud de otros; porque la mente de los hombres se nutrirá ya de su propio bien, ya del mal ajeno; y el que desea lo uno, perseguirá lo otro; y quien carece de esperanza para alcanzar la virtud de otro, tratará de apoderarse de la fortuna del otro.

El hombre que es afanoso y curioso, por lo general, es envidioso; pues saber mucho sobre los asuntos de los demás no puede ser sino a causa de que toda esa preocupación pueda concernir a sus propios bienes; por tanto, tiene que ser que encuentre cierto placer en fijarse en las fortunas de otros; ni el que se afana en sus propios asuntos tiene mucho que envidiar; pues la envidia es una pasión ociosa que pasea por las calles y no le gusta estar en casa: Non est curiosus quim idem sit malevolus[3].

Los hombres de noble cuna se caracterizan por ser envidiosos de los hombres que se encumbran, porque se altera la distancia que los separa; y es como un engaño a los ojos porque cuando otros vienen, piensan que ellos retroceden.

Las personas deformadas y los eunucos, los viejos y los bastardos son envidiosos; porque el que no puede enmendar su propio caso, hará lo que pueda por estropear el de los otros; salvo que esos defectos se produzcan en naturalezas muy bravas y valientes que piensen hacer de sus carencias naturales parte integrante de su honra; en ese caso, debería decirse: ese eunuco, o ese cojo, hizo tales cosas grandes, dando a entender la honra de un milagro: como sucedió con Narsés el eunuco, y Agesilao y Tamerlán que eran cojos.

El mismo caso es el de los hombres que se levantan después de calamidades y desgracias; pues son como hombres reñidos con su tiempo que consideran el daño de otros como una redención de sus propios sufrimientos.

Los que desean sobresalir en muchos asuntos, aparte de la frivolidad y la vanagloria, son siempre envidiosos porque no pueden desear trabajo; ya que es imposible que en cada uno de los asuntos puedan sobrepasar a los otros; ése era el carácter del emperador Adriano, que envidiaba mortalmente a los poetas y pintores y a los diestros en el trabajo, respecto al cual sentía afán de sobresalir.

Finalmente, los parientes y los compañeros de oficio y aquéllos que se han criado juntos, son más apropiados para envidiar a sus iguales cuando éstos se elevan; porque esto les vitupera su propia suerte, les señala y les acude con frecuencia a la memoria y del mismo modo hace que los otros se fijen en él; y la envidia siempre se redobla con la charla y la fama. La envidia de Caín hacia su hermano Abel fue la más vil y maligna, porque cuando su sacrificio era mejor aceptado no había nadie que lo viera. Así sucede con muchos que son propicios a la envidia.

Respecto a los que están más o menos sujetos a la envidia, primeramente, las personas de virtuosidad eminente, cuando lo son en grado avanzado, son menos envidiadas porque su fortuna parece debida a ellos; y nadie envidia el pago de una deuda sino más bien las recompensas y libertades. Además, la envidia siempre va unida a la comparación que el hombre hace consigo mismo, y donde no hay comparación, no hay envidia; por tanto, los reyes no son envidiados sino por reyes. No obstante, debe tenerse en cuenta que las personas sin mérito son más envidiadas en su primera aparición y después sobrepasan mejor la envidia; mientras que, contrariamente, las personas de valía y mérito son más envidiadas cuando su buena suerte se prolonga; pues para entonces, aunque su virtuosidad sea la misma, ya no tiene el mismo lustre; pues los recién venidos la empañan.

Las personas de sangre no le son menos envidiadas en su encumbramiento, pues parece que es un derecho correspondiente a su cuna; además, no parece agregar demasiado a su suerte; y la envidia es como los rayos del sol, que calientan más en las elevaciones o cumbres que en el llano; y, por la misma razón, los que avanzan gradualmente son menos envidiados que quienes avanzan súbitamente y per saltum.

Los que juntan a sus honores grandes cuidados laboriosos, o peligros, están menos sujetos a la envidia, pues los hombres consideran que se ganan sus honores con fatiga y algunas veces se apiadan de ellos, y la piedad siempre cura a la envidia. Por lo cual, se observará que cuanto más profunda y cauta sea la clase de políticos en su grandeza, más se quejarán siempre de la vida que llevan, entonando el quanta patimur[4]; no es que lo sientan así, sino sólo para embotar el filo de la envidia; pero esto debe entenderse en negocios que pesan sobre los hombres, no los que ellos se buscan; pues nada acrecienta más la envidia que el aumento innecesario y ambicioso de los negocios; y nada extingue más la envidia hacia una persona importante que mantener a todos sus empleados inferiores en los plenos derechos y preeminencias de sus cargos; porque, por este medio, habrá muchas pantallas entre él y la envidia.

Sobre todo, están más sujetos a la envidia los que llevan la grandeza de su suerte en forma insolente y orgullosa; no encontrándose a gusto sino cuando ostentan cuán grandes son, ya con pompa externa o triunfando sobre toda oposición o competición. Por lo contrario, los hombres prudentes no se sacrificarán a la envidia sufriendo, a veces de propósito, impedimentos y sobrecargas en cosas que no les atañen mucho. No obstante, es muy cierto que el llevar la grandeza en forma declarada (aunque sin arrogancia ni vanagloria) provoca menos envidia que si se lleva de modo más hábil y artero; pues de esa forma el hombre no hace más que denegar la suerte, y parecer que se da cuenta de su propio deseo de valía, y enseñar a otros a que le envidien.

Por último, para terminar esta parte, como hemos dicho al principio que el acto de envidiar tiene en sí algo de hechicería, no tiene más curación que la que tiene la hechicería; y no es quitarse de encima la carga (como se dice) y echarla sobre otro; por esa razón las personas eminentes de mayor prudencia siempre colocan en primer término a alguien sobre quien desvían la envidia que caería sobre ellas; algunas veces sobre ministros o sirvientes, otras, sobre colegas y socios o algo semejante; y para esa desviación nunca faltan algunas personas de naturaleza valiente y emprendedora que, con tal de tener poderío y negocios, lo aceptarán a toda costa.

Pasemos ahora a hablar de la envidia pública: hay algo de bueno en la envidia pública que, contrariamente, no hay en la privada; porque la envidia pública es como un ostracismo que eclipsa a los hombres cuando se engrandecen demasiado; y, por tanto, es también un freno para los grandes que les mantiene dentro de los límites.

Esta envidia, llamada en latín invidia, circula en las lenguas modernas como el nombre del descontento, del cual hablaremos al ocuparnos de la sedición. Es una enfermedad en un Estado análoga a una infección; pues una infección se extiende sobre el que está sano y lo infecta, asimismo cuando la envidia entra una vez en un Estado, difama incluso sus mejores acciones, y las convierte en pestíferas; por tanto, se gana poco mezclando acciones plausibles porque eso no indica más que temor a la envidia, lo cual daña mucho más, como sucede en las infecciones que, si se las teme, es como llamarlas sobre uno.

Esta envidia pública parece recaer principalmente sobre funcionarios importantes y ministros, más que sobre reyes y naciones. Pero es una regla fija que si la envidia hacia los ministros es grande, la causa que la produce en ellos es pequeña; o que si la envidia es general hacia todos los ministros del Estado, entonces la envidia (aunque escondida) es verdaderamente hacia el propio Estado. Y gran parte de la envidia pública o descontento, y de la diferencia de ésta con la privada, es de lo que se trató en primer lugar.

Añadiremos que, en general, tocante al sentimiento de la envidia, de todos los sentimientos es el más inoportuno y constante; pues otros sentimientos se dan en ocasiones, por lo cual se dijo acertadamente: Invidia festos dies non agit[5], pues siempre actúa sobre uno u otros. Y también es de notar que el amor y la envidia abaten al hombre, lo cual no hacen otros sentimientos porque no son tan constantes. Es también el más vil de los sentimientos y el más depravado; por esa causa es el atributo más apropiado del demonio, del cual se dice que durmiendo los hombres, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo; y siempre ocurre que la envidia opera sutilmente, en la sombra y en perjuicio de las cosas buenas como lo es el trigo.

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