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viernes, 14 de noviembre de 2025

MARCO TULIO CICERÓN EL ORADOR (A MARCO BRUTO) PRÓLOGO

  

 

 


 

MARCO TULIO CICERÓN

 

 

EL ORADOR (A MARCO BRUTO)

 

 

 

 

M. TVLLI CICERONIS

ORATOR AD M. BRVTVM

 

 

 

Texto latino de esta edición tomado de: http://www.thelatinlibrary.com/cicero/brut.shtml

 

 

Traducción española de Marcelino Menéndez Pelayo (en los fragmentos que se ha comprobado falta de traducción se ha utilizado, rellenando las lagunas existentes, la versión de E. Sánchez Salor publicada en Alianza Editorial, Madrid, 1991).

 

Otras obras de consulta sobre el tema:

OBRAS COMPLETAS DE MARCO TULIO, T. II  Menéndez Pelayo, Marcelino Traductor      http://www.bibliojuridica.org/libros/libro.htm?l=788

 

Obras de Literatura clásica Grecolatina: http://ar.geocities.com/cayocesarcaligula/Libros.html

 

Traducción inglesa: http://www.gutenberg.org/etext/9776


EN TORNO AL ORATOR: MODERNIDAD DE CICERÓN

 

En este artículo el autor demuestra que la escuela aticista de Roma no puede ser disociada de este  movimiento  neo-ático  que  se  dio  en  Grecia,  Asia  e  Italia  en  ese  siglo.  Sus  pretensiones  eran  la imitación del arte ático en su pureza original, estableciendo los modelos que debían ser seguidos.

 

1. Composición del tratado: su estructura

 

En el año 46 a. C., apartado Cicerón de la vida pública en un retiro forzoso bajo la dictadura de César, escribe entre otras dos obras fundamentales sobre teoría retórica: el Brutus y el Orator, que junto con el De oratore, publicado nueve años antes, en el 55, constituyen la trilogía fundamental en la teoría ciceroniana de la elocuencia. Si en el De oratore  había  compuesto  un  diálogo  a  la  manera  aristotélica  donde  plasmar  sus planteamientos sobre la mejor educación y cultura del orador, y en el Brutus realiza un inteligente repaso a  la  oratoria  romana,  analizando  sus  principales  figuras,  en  esta tercera  obra  intenta  indagar  cuál  es  el  orador  ideal  (en  el  sentido  platónico).  Pero  al mismo tiempo la redacción de esta obra obedecía a motivos más prácticos e inmediatos.

La corriente estética aticista, que había recorrido Grecia, Asia e Italia en el siglo I a. C. y que se había manifestado tanto en las artes plásticas como en las literarias, amenazaba con  imponerse  en  la  oratoria  romana1. Los  aticistas  propugnaban  una  elocuencia caracterizada  por  la  sobriedad  y  la  selección  de  los  modelos  y  sus  acerbas  críticas  al estilo del Arpinate nos son conocidas gracias al testimonio de Quintiliano2. En lugar de una  diatriba  contra  sus  detractores,  Cicerón  escribió  un  tratado  en  el  que  defendía  su estilo y sobre todo definía aquello que más lo caracterizaba, el ritmo en prosa3; además, la  obra  debe  entenderse  también  como  un  intento  de  convencer  al  dedicatario,  Bruto, buen  amigo  de  Cicerón  y  al  que  éste  veía  como  su  posible  sucesor  en  la  oratoria romana, de que abandonase la escuela aticista y acogiese una prosa más elaborada y con mayor fuerza, aunque sus esfuerzos en este sentido fueron vanos4.

 

La  obra  ha  sido  acusada  en  numerosas  ocasiones  de  anarquía  compositiva.  A ello  han  contribuido  en  gran  medida  las  frecuentes  repeticiones  del  texto,  en  el  que incluso se pueden hallar varias introducciones. Una explicación ingeniosa y elaborada a la aparente desorganización de este tratado fue propuesta por Remigio Sabbadini5. De los 236 parágrafos en que se divide la obra, los 97 últimos (140-236) corresponden a la teoría  del  ritmo  en  prosa,  y  por  lo  tanto  constituyen  una  pieza  aparte  dentro  de  la estructura general. Según Sabbadini, si dividimos los primeros 139 en seis fragmentos6 y  se  suprimen  los  pares  nos  encontramos  con  que  se  eliminan  las  contradicciones  y repeticiones; estas tres partes encajarían perfectamente en una hipotética carta a Bruto que constituiría la primera redacción de la obra. Posteriormente Cicerón habría añadido los  otros  fragmentos  para  elaborar  así  un  tratado  sobre  el  mejor  estilo  oratorio;  el ensamblaje de distintas redacciones o la inclusión de nuevos temas habría originado la aparente desorganización estructural. Esta teoría resulta atractiva y por ello ha gozado de  crédito durante mucho tiempo, siendo recogida por la mayoría de editores del Orator7.

 

Pero recientemente Sánchez Salor8 ha puesto de relieve ciertas incongruencias en  la  argumentación  de  Sabbadini.  En  primer  lugar,  ha  demostrado  que  el  hilo conductor de la obra es doble: por un lado el concepto de decorum, por otro, la crítica a los neoáticos. Las partes eliminadas en la supuesta primera redacción evitan, es cierto, muchas  repeticiones,  pero  también  gran  parte      de  los  elementos  que  suponen  la polémica con los neoáticos, con lo que uno de dichos hilos conductores queda truncado. Pero sobre todo lo que le parece inaceptable son ciertas agrupaciones y ciertos cortes, como el hecho de que una parte, la segunda, termine con una dedicatoria a Bruto, o que al partir los fragmentos cuarto y quinto se separe el tratamiento de la elocutio, quedando en uno la de los filósofos, historiadores y poetas y en otro la de los oradores. Según este autor,  la  obra  tiene  una  estructura  que  obedece  al  siguiente  esquema:  los  §§1-19 corresponden al prólogo y el resto (§§20-236) a la descripción del orador perfecto. Esta descripción se establece en cinco apartados de desigual extensión: §§20-32 en lo que se refiere al estilo oratorio; §§33-42 en lo que se refiere al género oratorio; §§43-112 en lo que se refiere a los officia oratoris; §§113-139 en lo que se refiere a los conocimientos del orador; §§140-236 en lo que se refiere al empleo de la prosa rítmica.

 

La  estructuración  propuesta  por  Sánchez  Salor  es  congruente  y  convincente, pero no lo son tanto sus críticas a Sabbadini. El hecho de que en los fragmentos que se habrían  compuesto  en  primer  lugar  no  hubiera  un  enfrentamiento  claro  con  los neoáticos sólo supondría que entre ambas redacciones se agrió la polémica por algún motivo,  o  bien  que  en  una  originaria  carta  privada  a  Bruto  el  Arpinate  no  juzgase adecuado incluir esa crítica, que posteriormente sería incorporada. Por otra parte, que un fragmento termine con una dedicatoria no es tan extraño si se tiene en cuenta que es uno de los incorporados en la hipotética segunda redacción, cuando ya el autor tiene en mente la trabazón definitiva. Lo mismo ocurre con la separación del tratamiento de la elocutio: no parece inverosímil que Cicerón hubiera hablado en principio sólo de la del orador  y  después,  una  vez  concebido  el  plan  final  de  la  obra,  antepusiera  la  de  los filósofos,  historiadores  y  poetas.  En  definitiva,  creemos  que  la  interpretación  de Sánchez  Salor  es  altamente  clarificadora  y  la  compartimos,  pero  pensamos  que  no invalida la tesis de Sabbadini de la doble cronología en la redacción.

 

2. Filosofía y Retórica

 

Una vez aclarada la estructura del tratado, debemos preguntarnos qué es lo que Cicerón trata en él. Como hemos apuntado al principio, si seguimos la cronología de los tres   tratados   ciceronianos   de   retórica   más   importantes,   podemos   ver   una   clara evolución.  En  el  De  oratore  el  Arpinate  es  magister,  nos  enseña  cuál  debe  ser  la educación  del  orador,  mo  debe  desenvolverse  para  inventar,  ordenar  y  redactar  sus discursos. En el Brutus es historicus que narra y juzga a los representantes de la oratoria romana.  En  el  Orator,  finalmente,  se  hace  existimator,  crítico  en  busca  de  un  ideal artístico, el tipo eterno e inmutable que constituye la idea platónica9. Cicerón lo expresa varias  veces  a  lo  largo  del  tratado:  «Recordemos...que  voy  a  actuar  para  dar  la impresión de que soy un crítico, no un maestro»10; «como dije más arriba, quiero ser un crítico, no un maestro»11; «Pero, puesto que yo no busco un orador al que instruir, sino un orador al que aprobar...»12.

 

La  evolución  no  sólo  se  constata  en  cuanto  a  la  postura  de  Cicerón  (maestro, historiador o crítico), sino al mismo tiempo en la búsqueda del modelo de elocuencia o de  hombre  elocuente.  En  el  De  oratore  se  nos  ofrece  una  imagen  virtual  de  la perfección oratoria centrada en la formación intelectual del orador: ni Craso ni Antonio (los  interlocutores  del  diálogo,  pertenecientes  a  una  generación  anterior  a  la  del Arpinate) se tienen por elocuentes, pero se apunta a una posibilidad futura que podría estar encarnada, aunque nunca se nombre debido a la fecha dramática de la acción (91 a. C.), por el propio Cicerón. En el Brutus (donde es el interlocutor principal) ya se le ve como  modelo  que  encarna  el  ideal  oratorio.  Finalmente  en  el  Orator  avanza  un  paso más: el modelo que se busca no es ni Demóstenes (a quien alaba constantemente como uno  de  los  oradores  más  completos)  ni  él  mismo,  sino  la  idea  platónica  del  orador, inalcanzable,  que  nunca  se  dará  en  la  realidad13.  Como  dice  De  Marchi14,  he  ahí  el porqué  del  título  de  Orator,  encarnación  del  ideal,  al  igual  que  Maquiavelo  tituló  su obra  el  Príncipe.  Este  ideal  es  inalcanzable,  pero  al  ser  comprehensible  por  la  mente sirve de estímulo para intentar acercarse a él. En palabras de Cicerón: « “Nunca”, dirás, “existió uno así”. Pues que no haya existido. Pero yo hablo de lo que es mi ideal, no de lo que he visto, y me remito a aquella forma e imagen platónica de que hablé, imagen que,  si  bien  no  vemos,  podemos  sin  embargo  tener  en  la  mente»15.  Esta  postura  de Cicerón,  más  definitoria  de  un  ideal  que  educadora,  ha  sido  contrapuesta  a  la  de Quintiliano por Alberte16.

Sobre las relaciones entre filosofía y retórica en la concepción ciceroniana de la elocuencia  se  ha  escrito  mucho,  pero  sin  duda  el  autor  a  quien  más  se  debe  en  este terreno  es  Alain  Michel17.  El  tema  es  demasiado  complejo  para  abordarlo  aquí  en profundidad,  pero  nos  gustaría  mencionarlo  someramente  porque  en  las  conclusiones finales volveremos a hacer referencia a ello. Baste decir que con Cicerón se unen estas dos disciplinas que se habían separado e incluso nos atreveríamos a decir enemistado desde  Sócrates  y  los  sofistas:  una  buscaba  la  verdad,  la  esencia,  y  otra  la  opinión,  la apariencia.  Cicerón,  en  cambio,  que  reclama la necesidad de una profunda formación filosófica  en  el  orador  y  critica  la  desnudez  ornamental  del  filósofo  ajeno  a  la elocuencia, proclama con orgullo no haber sido formado en las escuelas de los rétores sino en la Academia: «Y confieso que soy un orador -si es que lo soy, o en la medida en que  lo  sea-  salido,  no  de  los  talleres  de los rétores, sino de los paseos de  la Academia»18, pues no en vano había sido discípulo del filósofo Filón de Larisa, aunque algunos   autores consideran que  en  esta afirmación exagera, por cuestiones de oportunidad y conveniencia, su deuda con la Academia19.

 

3. El estilo oratorio

 

Dentro de este breve repaso que estamos realizando a algunos puntos relevantes del Orator no podemos pasar por alto uno de los aspectos más importantes que en él trata Cicerón: nos estamos refiriendo a la teoría de los tres estilos20. Aquí se encuentra seguramente  la  innovación  más  importante  del  Arpinate  en  el  terreno  de  la  teoría retórica.  Desde  luego,  la  triple  vertiente  de  los  estilos  genera  dicendi  no  es  en absoluto novedosa, pues viene de la tradición retórica helena y se remonta a Teofrasto; una  alteración  que  tampoco  tiene  excesiva  relevancia  es  la  descomposición  del  estilo sublime  en  “rudo”  y  “pulido”  y  del  estilo  humilde  en  “descuidado”  y  “armonioso”21. Pero lo que supone una trascendental novedad es, como ha puesto de relieve Douglas22, la relación que se establece entre cada uno de los tres estilos y cada una delas  funciones  del  orador:  el  humilde,  sutil  o  tenue  para  el  docere,  el  medio  para  el delectare o conciliare, el grave, sublime o vehemente para el mouere.  En la Rhetorica ad Herennium puede descubrirse ya una relación entre los tres estilos y las partes del discurso, pero no con   los officia   oratoris; pero no se trata de una relación explícitamente  tratada  como  tal,  sino  implícita,  al  ilustrar  el  estilo  sublime  con  una peroración, el medio con una argumentación y el humilde con un fragmento narrativo23.

Es en el Orator donde encontramos por vez primera esta vinculación entre las funciones aristotélicas del orador y los genera de Teofrasto, en el siguiente pasaje: «Será, pues, elocuente...aquel que en las causas forenses y civiles habla de forma que pruebe, agrade y convenza: probar, en aras de la necesidad; agradar, en aras de la belleza; y convencer, en aras de la victoria; esto último es, en efecto, lo que más importancia de todo tiene para conseguir la vistoria. Pero a cada una de estas funciones del orador corresponde un tipo de estilo: preciso a la hora de probar; mediano a la hora de deleitar; vehemente, a la hora de convencer»24. Es decir, que los métodos para alcanzar el fin del orador, que es siempre la persuasión, son las pruebas materiales, que se presentan en un estilo sencillo y  llano, la  impresión  causada  por  el  carácter  del  hablante  cuando  emplea  un  estilo armonioso    bello,    la   capacidad   de   mover   las   pasiones   del   auditorio   con   la vehemencia de su estilo más apasionado25.

 

¿Cuál es entonces el mejor estilo para el orador perfecto que se intenta definir? Los  tres  lo  son,  pues  el  mejor  orador  es  el  que  los  sabe  conjugar  y  emplear  según convenga a la causa en cada momento. Cicerón considera uno de sus mayores logros el ser  capaz  de  hablar  bien  en  los  tres  genera  dicendi,  pudiendo  cambiar  de  uno  a  otro según  las  exigencias  de  cada  caso,  cosa  que  ningún  otro  había  conseguido  en  Roma:

«Así  pues,  encontramos que  los  oídos  de  nuestros  ciudadanos  están  ayunos  de  esa oratoria multiforme e igualmente repartida entre todos los estilos, y he sido yo el que por  primera  vez,  en  la medida de  mis posibilidades, y por  poco  que  valgan  mis discursos, me los he atraído a la increíble afición de escuchar ese tipo de elocuencia»26.

De  hecho,  algunos  autores  como  Kumaniecki27  han  cifrado  el  éxito  sin  parangón  del Arpinate  frente  a  la  decadencia  de  Hortensio  porque  este  último  se  obstinaba  en mantener  un  estilo  vehemente,  asianista,  que  le  había  reportado  gran  éxito  en  su juventud pero que no convenía a un hombre maduro, mientras que Cicerón, que en sus primeros discursos no era muy diferente de Hortensio, había alcanzado un alto grado de uarietas en su oratoria, que le permitía cambiar de uno a otro estilo según las exigencias del decorum. Él mismo lo afirma en su tratado: «Y es que ningún orador, ni siquiera los desocupados  griegos,  escribieron  tantos  discursos  como  yo,  discursos  que  tienen precisamente esa variedad que yo apruebo»28. El exhaustivo análisis estilístico que de sus discursos realizó Laurand29  demuestra que la praxis de la oratoria ciceroniana sigue de cerca sus propias teorías retóricas y que no se jacta en vano de la variedad de estilos de que hizo gala.

 

El eclecticismo entre los tres estilos es sólo aparente. Aunque las circunstancias de  su polémica con  los  aticistas  le  hacen  tratarlos  por  igual, no logra  disimular  su preferencia por el estilo vehemente  o sublime. Como señala Alain Michel,  parece desprenderse de las declaraciones de Cicerón que este estilo reúne todas las cualidades: instruye como el simple, deleita como el medio y además conmueve30. Si los ataques contra los vicios del estilo elevado son más virulentos, esto sólo se debe a la necesidad de defenderse de las acusaciones de asianismo. Así, nos dice que el que sólo se dedica al estilo llano y nunca se eleva por encima de éste, si consigue al menos la perfección en ese ámbito será un buen orador, aunque no sea el mejor; y lo mismo ocurre con el que se  entrega  a  la  práctica  del  estilo  medio,  que  puede  alcanzar  el  éxito  sin  arriesgarse demasiado, ya que de poca altura puede caer. En cambio, el que sólo emplea el tono vehemente es totalmente despreciable, pues al tratar determinados temas poco importantes que no exigen este estilo parecerá un loco o un borracho tambalándose en medio de sobrios31. Pero en otra parte del discurso, sin disimular su simpatía hacia este genus   dicendi   apasionado,   dice   al   hablar   de   la   fuerza   patética   (del  pathos del sentimiento arrebatado): «...es vehemente, encendida, impetuosa, arrebata las causas y, cuando es llevada impetuosamente, no puede de ninguna forma ser resistida. Gracias a esto último, yo, que soy un orador mediano o incluso menos, pero que recurro siempre a esa   gran   impetuosidad,   he   conseguido   con   frecuencia   que   mi adversarios   se tambaleen»32.

 

La forma de combinar los estilos, es decir, de decidir cuándo emplear uno u otro, viene determinada por el decorum, que, como ya hemos dicho antes, constituye el hilo conductor de la obra junto con la polémica contra los neoáticos. «Es elocuente», dice Cicerón, «el que es capaz de decir las cosas sencillas con sencillez, las cosas elevadas con fuerza, y las cosas intermedias con tono medio»33.

 

4. Modernidad de Cicerón

 

Una vez vista la estructura de la obra y tras una breve reflexión sobre la filosofía y  la  teoría  del  estilo  en  el  tratado  ciceroniano,  nos  resta  tan  sólo,  para  cerrar  nuestra intervención,  aportar  unos  pequeños  apuntes  sobre  un  tema  que  debería  ser  más  a menudo  objeto  de  nuestra  atención:  la  modernidad  de  los  clásicos.  Muchas  veces latinistas y helenistas olvidamos que los clásicos lo son precisamente por no pasar de moda,  o  lo  que  es  lo  mismo,  por  ser  siempre  modernos.  El  pensamiento  ciceroniano reflejado  en  el  Orator  es  un  buen  ejemplo  de  ello.  Apenas  echamos  un  vistazo sorprende   la   palpable   actualidad   de   algunos   de   sus   temas.   Sin   pretensiones   de exhaustividad hemos entresacado algunos que merecen ser comentados:

 

Destacaremos en primer lugar su pragmatismo, si bien esta es una característica que en general define a la cultura romana por oposición a la griega. En el apartado 2, al hablar de las relaciones entre filosofía y retórica en  su teoría oratoria, hemos señalado el hecho de que Cicerón mismo nos cuenta que su educación se basó más en los paseos de la Academia que en las escuelas de rétores34. Aunque esto es comúnmente aceptado como  cierto  por  la  mayoría  de  estudiosos,  nada  lleva  a  pensar,  como  bien  apunta Grube35,  que  su  concepción  de  la  filosofía,  o  mejor  dicho,  del  lugar  de  la  filosofía dentro de los estudios de formación del orador, provenga de ninguna escuela filosófica.

En  efecto,  es  difícil  imaginar  alguna  de  ellas  que  entre  sus  enseñanzas  incluyera  el subordinar  la  filosofía  a  la  retórica,  o  bien  que  potenciara  la  educación  práctica  a expensas de la contemplativa. Lo que Cicerón propugna como modelo de enseñanza es la que él mismo recibió, la encaminada a una formación “útil” con vistas a la práctica forense  y  a  la  política,  en  definitiva,  una  más  “romana”  que  “griega”.  Pero  donde  el pragmatismo ciceroniano entronca más tristemente con la realidad de nuestros tiempos modernos es quizás en la necesidad de justificar los estudios de filosofía e historia: «y sin una formación filosófica», argumenta el Arpinate, «no podemos distinguir el género y la especie de ninguna cosa, ni definirla, ni clasificarla, ni juzgar lo que es verdadero y lo que es falso, ni analizar las consecuencias lógicas, ver lo contradictorio y distinguir lo ambiguo»36; «desconocer qué es lo que ha ocurrido antes de nuestro nacimiento es ser siempre un niño. ¿Q es, en efecto, la vida de un hombre, si no se une a la vida de sus antepasados mediante el recuerdo de los hechos antiguos?»37. Ante esta defensa de la utilidad práctica de dos disciplinas como la filosofía y la historia uno no puede menos de sorprenderse ante la inmediatez y la modernidad de las palabras de Cicerón. ¡Cuán reciente tenemos en España la memoria del intento de eliminar de los planes de estudio de bachillerato la asignatura de filosofía, y la controversia creada sobre su utilidad y la necesidad de su mantenimiento!

 

La  filosofía  ciceroniana  es  menos  elaborada  que  la  socrática,  pero  aún  así  ha conseguido seguramente una mayor repercusión en el mundo moderno, debido sin lugar a  dudas  a  que  vivimos  en  una  cultura  pragmática  con  la  que  conecta  fácilmente.  Los estudiosos  Perelman  y  Olbrechts38 distinguen  entre  filosofías  “primarias”  y  filosofías “regresivas”. Las primarias parten de principios fundamentales que constituyen la base de  toda  una  construcción  lógica  que  se  elabora  mediante  demostraciones de carácter lógico-matemático. Las regresivas operan a través de la razón argumentativa sin partir de términos precisos fijados de una   vez   por todas. Tomando como base estas definiciones, Barilli39 ha analizado el pensamiento ciceroniano, llegando a la conclusión de que lo que  se  había  llamado  eclecticismo  del  Arpinate  puede  ser  mejor  precisado como filosofía regresiva, estando caracterizado todo su sistema por la preocupación de remitirse a la communis opinio, que constituye el punto de partida y el de llegada de la filosofía ciceroniana. De esta forma, entronca con el pragmatismo norteamericano y la fenomenología  husserliana,  filosofías  también  regresivas  que  asumen  como  punto  de partida,  respectivamente,  el  sentido  común  y  la  Lebenswelt,  basándose  ambas  en  la praxis cotidiana40.

 

Esta referencia constante a la communis opinio y la moldeabilidad del estilo ante la referencia del efecto buscado en el auditorio, de la que hablamos anteriormente en el apartado 3, permiten afirmar que también el sistema teórico retórico de Cicerón puede ser definido como pragmático, en el sentido que tiene esta palabra en la semiótica de G. Klaus  como  el  efecto  de  signos  lingüísticos  que  alcanzan  a  los  destinatarios41.  No debemos olvidar que entre las categorías que la retórica toma en consideración se hallan muchas que ofrecen un evidente interés para la lingüística moderna. Al ocuparse de la persuasión, es decir, de un mensaje enunciado por un hablante con una intencionalidad determinada de actuar sobre el oyente, entramos en el campo de la lingüística aplicada. Como el efecto buscado repercute en la esfera emocional del auditorio, la psicolingüística también se ve implicada. Además, el criterio del decorum o adecuación del mensaje al acto de comunicación en sí, variando según los oyentes y la situación circunstancial  (que  abarca  tiempo,  lugar,  anteriores  mensajes...) entra de  lleno  en  la pragmática lingüística y en la sociolingüística42.

 

También tiene un sabor  notable  a  modernidad,  o  quizá  sería  mejor  decir  a problema eterno de todos los tiempos, una cuestión concreta de la diatriba ciceroniana con  los  aticistas.  Nos referimos a la cuestión  del  destinatario  del  discurso.  Los neoáticos,  continuadores  de  la  filosofía  estoica,  buscaban  los  aplausos  del  público entendido, capaces de comprender sus estructurados   razonamientos. Cicerón, en cambio, no desdeña, sino que busca una elocuencia que agrade al público llano, incluso al inculto; por este motivo critica también a los neoteroi, cuyo arte es demasiado sutil para  poder  ser  popular.  Desmouliez43  ha  planteado  los  problemas  que  puede  acarrear esta  postura,  pues  al subordinar el  estilo  al  gusto  del  público se  corre el  riesgo  de hipotecar  virtudes  estéticas.  El  problema  es  tan  antiguo  como  el  arte;  hoy  en  día  se plantea en los términos de someterse a los dictámenes de la crítica o del público. Pero, tal como apunta Desmouliez, el  Arpinate no cree que  sea  necesario  elegir entre complacer al gran público o a los entendidos, pues no tiene por qué haber desacuerdo entre  los  gustos  estéticos  de  ambos.  La  naturaleza  ha  dotado  a  los  hombres  de  un instinto para apreciar la belleza, por lo que todos pueden sentirla y deleitarse con ella; los entendidos, además, pueden analizar los recursos técnicos del artífice. Una vez más se  puede  decir  que  la  cuestión  que  subyace  en  el  fondo  es  el  criterio  del  decorum: Cicerón considera necesario adecuar el estilo al alma del oyente; al sentir predilección por el genus grauis y estar éste relacionado, según su propia teoría, con el mouere, es decir,  con  el  territorio  de  los  sentimientos,  del  pathos,  era  conclusión  inevitable  su concepto de  oratio, que por antonomasia   era  la oratio  popularis,  es decir, la desarrollada ante la multitud, principalmente en el foro. Los aticistas, en cambio, que fundaban  sus  principios  en  la  filosofía  estoica  (que  por  principio  rechaza  los  afectos como  turbadores  de  la  razón)  no  encontraban  otro  público  apto  que  no  fuera  la  élite culta  capaz  de  comprender  verdades  en  una  formulación  lógica  desnuda  de  pasión44. Punto fundamental de discrepancia  era  que  los  aticistas  sostenían  que  en  el  pueblo inculto  sólo  actuaba  la  persuasión  por  medio  del  mouere,  pues  eran  incapaces de comprender las argumentaciones propias del probare o docere, abandonando la razón y quedando a merced del vaivén de las emociones. Frente a esto, el Arpinate sostenía que a  través  del  mouere  las  clases  populares  también  percibían  la  trabazón  lógica  del probare. La cuestión ha adquirido un nuevo significado en la actualidad, en España al menos, con la polémica ley del jurado. Viéndose obligada gente no especialista en leyes a  determinar  sobre  cuestiones de  complicados  matices,  si  tan  sólo  el  ámbito de los sentimientos y la  vehemencia  de  un  abogado  pueden  modelar  una  decisión  tan trascendental,  si  los  aticistas  tenían  razón  en  su  diatriba  contra  Cicerón,  habría  que plantearse de nuevo la ética de la ley.

 

El alejamiento de las élites se percibe no sólo en sus discursos, sino también en sus obras de teoría retórica. Como ha señalado acertadamente Atkins45, la elaboración del  material, tanto  en  el  De  oratore  como  en  el  Brutus,  se  aparta  del  tratado  para especialistas,  cuyo  modelo  sería  Aristóteles,  y  se  aproxima  más  al  diálogo  platónico para el público en general. En el caso del primero, supo elegir los interlocutores entre los oradores más prestigiosos de la generación anterior para dar un aire de credibilidad y autoridad romana a su obra; además, el diálogo permite una exposición que sin dejar de ser ordenada se muestra mucho más viva. En el Orator adopta la forma de la carta o ensayo, pero el tratamiento sigue siendo igualmente lúcido.

 

Finalizaremos nuestra intervención reflexionando sobre la rehabilitación que ha experimentado la retórica en los últimos años. El auge de las ciencias argumentativas ha sido provocado, como  apunta  Valenti46, por  el  debate filosófico que ha  puesto  de manifiesto la insuficiencia de la lógica formal y del razonamiento more geometrico. La pérdida  de  seguridad  en  los  presupuestos  de  las  ciencias  basadas  en  la  deducción matemática  o  la  inducción experimental  (provocada  al  mismo  tiempo  por  la  revisión constante de  los presupuestos que antes se creían axiomáticos, inmutables) ha revalorizado esas otras esferas del conocimiento tradicionalmente relegadas al campo de lo  irracional.  Entre  las  ciencias  de  la  argumentación  nació  en  los  años  cincuenta  la «Nueva  Retórica». No  deja  de  constituir  una  cierta  ironía47 el  hecho de  que  la rehabilitación de la retórica no fuera promovida por filólogos clásicos ni por autores de manuales de estilística, que siempre la han manejado y la han tenido en cuenta, sino por sus tradicionales enemigos, los filósofos, con lo que se ha producido, dos mil años más tarde, esa unión de filosofía y retórica que propugnaba Cicerón. Schopenhauer, uno de los precursores de la revitalización de las ciencias argumentativas, preconizó al mismo tiempo la restauración de la retórica en su acepción estrictamente literaria y criticó ese estilo  descuidado  que  había  caracterizado  durante  siglos  a  la  filosofía. Nihil  noui  sub sole, porque ya Cicerón había clamado contra la mollis oratio philosophorum48.

 

 

Carlos de Miguel Mora

Universidad de Granada



1 Cf. Desmouliez, A., «Sur la pomique de Cicéron et des atticistes», Revue des Études Latines, 30 (1952)

2 Quintiliano (Inst. orat., XII, 10, 12) dice a propósito de la opinión que los aticistas tenían de Cicerón: «tumidiorem et Asianum et redundantem et in repetitionibus nimium et in salibus aliquando frigidum et in compositione fractum, exultantem ac paene, quod procul absit, uiro molliorem».

3 G.M.A. Grube (The Greek and Roman Critics, London 1924, p.184) ha puesto de relieve que se debe entender el Orator como una defensa de Cicerón ante los ataques de los aticistas y que en este sentido hay que comprender la extensa discusión sobre la prosa rítmica.

4 Así  se  lo  comenta  Cicerón  a  Ático  (Ad  Att.,  XIV,  20,  3):  «Cum  ipsius  precibus  paene  adductus scripsissem ad eum de optimo genere dicendi, non modo mihi sed etiam tibi scripsit sibi illud quod mihi placeret non probari».

5 En «La composizione dell’Orator ciceroniano», Rivista di Filologia e d’Istruzione Classica, 44 (1916) 1-22.

6 Que serían: I=§§ 3-19; II=§§ 20-35; III=§§ 36-42; IV=§§ 43-68; V=§§ 69-111; VI=§§ 112-139.

7 Así, por ejemplo, C. de Marchi-E. Stampini (Turín 1960), A. Yon (París 1964), A. Tovar-A.R. Bujaldón (Barcelona 1967)…

8 Cicerón, El orador, traducción, introducción y notas de E. Sánchez Salor, Madrid 1991, pp.8-20.

9 Cf. de Marchi en la introducción a su edición del Orator (Turín 1960), p. XII.

10 Orat., XXXI, 112: «meminerimus:...ita potius acturos, ut existimatores videamur loqui, non magistri». Para  las  citas  del  texto  latino  sigo  la  edición  de  Bernhard  Kytzler  (München-Zürich  1988).  Las traducciones están extraídas de la de E. Sánchez  (op. cit.).

11 Orat., XXXIII, 117: «...ut supra dixi, iudicem esse me, non doctorem volo».

12 Orat., XXXV, 123: «Quoniam autem non quem doceam quaero, sed quem probem,...»

13 Cf. Desmouliez, A., Cicéron et son goût. Essai sur une définition d’une esthétique romaine à la fin de la République, Bruxelles 1976, pp.476-479.

14 Cicerone, Orator, commento di C. de Marchi e E. Stampini, Torino 1960, pp.XII-XIII.

15 Orat., XXIX, 101: « “Nemo is”, inquies, “umquam fuit”.

Ne  fuerit.  ego  enim  quid  desiderem,  non  quid  viderim  disputo  redeoque  ad  illam  Platonis,  de  qua dixeram, rei formam et speciem, quam, etsi non cernimus, tamen animo tenere possumus».

16 Alberte   González,   A.,   «Cicerón    Quintiliano   ante  la   Retórica.   Distintas   actitudes   adoptadas», Helmantica, 34 (1983) 249-266.

17 Obra clave es Michel, A., Les rapports de la Rhétorique et de la Philosophie dans l’oeuvre de Cicéron. Recherches sur les fondements philosophiques de l’art de persuader, Paris 1960.

18 Orat., III, 12: «et fateor me oratorem, si modo sim aut etiam quicumque sim, non ex rhetorum officinis, sed ex Academiae spatiis extitisse».

19 Cf. Leeman, A.D., Orationis ratio, Amsterdam 1963, p.96.

20 Com ha   advertido   mu bien   J.W.H.   Atkins   (Literary   Criticism   in   Antiquity.    sketch   of  its development,  vol.  II,  London  1952,  pp.29-30),  la  contribución  ciceroniana  será  clave  importante  en  la formación de la doctrina de los estilos literarios o “colores” en la Edad Media y Renacimiento. Es cierto que el planteamiento del Arpinate incluía sólo la oratoria, pero fue extendido a la literatura en general gracias en parte a la clasificación aristotélica de las formas poéticas.

21 Orat.,  V-VI,  20:  «nam  et  grandiloqui,  ut  ita  dicam,  fuerunt  cum  ampla  et  sententiarum  gravitate  et maiestate verborum, vehementes varii copiosi graves, ad permovendos et convertendos animos instructi et parati -quod ipsum alii aspera tristi horrida oratione neque perfecta atque conclusa consequebantur, alii  levi  et  structa  et  terminata-;  et  contra  tenues  acuti,  omnia  docentes  et  dilucidiora,  non  ampliora facientes,  subtili  quadam  et  pressa  oratione  limati;  in  eodemque  genere  alii  callidi,  sed  impoliti  et consulto  rudium  similes  et  imperitorum,  alii  in  eadem  ieiunitate  concinniores,  id  est  faceti,  florentes etiam et leviter ornati».

22 Douglas, A.E., «A Ciceronian Contribution to Rhetorical Theor, Eranos, 55 (1957) 18-26.

23 Cf. Ibíd., p.23.

24 Orat., XXI, 69: «Erit igitur eloquens...is, qui in foro causisque civilibus ita dicet, ut probet, ut delectet, ut flectat. probare necessitatis est, delectare suavitatis, flectere victoriae; nam id unum ex omnibus ad obtinendas  causas  potest  plurimum.  sed  quot  officia  oratoris,  tot  sunt  genera  dicendi:  subtile  in probando, modicum in delectando, vehemens in flectendo».

25 Cf. Grube, op. cit., pp.180-181.

26 Orat.,  XXX,  106:  «Ieiunas  igitur  huius  multiplicis  et  aequabiliter  in  omnia  genera  fusae  orationis aures  civitatis  accepimus,  easque  nos  primi,  quicumque  eramus  et  quantulumcumque  dicebamus,  ad huius generis dicendi audiendi incredibilia studia convertimus».

27 Kumaniecki, K., «Tradition et apport personnel dans l’oeuvre de Cicéron», Revue des Études Latines, 37 (1959) 171-183.

28 Orat., XXX, 108: «nemo enim orator tam multa en in Graeco quidem otio scripsit, quam multa sunt nostra, eaque hanc ipsam habent, quam probo, varietatem».

29 Laurand, L., Études sur le style des discours de Cicéron, avec une esquisse de l’histoire du «cursus» (3 vols.), Paris 1928-1931.

30 Michel,  A.,  «L’eloquenza  romana»,  en  Introduzione  allo  Studio  della  Cultura  Classica,  Marzorati editore, Vol. I: Letteratura, Milano 1972, pp.551-575 (p.560).

31 Cf. Orat., XXVIII, 98-99.

32 Orat., XXXVII, 128-129: «hoc vehemens incensum incitatum, quo causae eripiuntur; quod cum rapide fertur, sustineri nullo pacto potest. quo genere nos mediocres aut multo etiam minus, sed magno semper usi impetu saepe adversarios de statu omni deiecimus».

33 Orat., XIX, 100: «is est enim eloquens, qui et humilia subtiliter et magna graviter et mediocria temperate potest dicere».

34 Cf. nota 17.

35 Op. cit., p.174.

36 Orat., IV, 16: «nec vero sine philosophorum disciplina genus et speciem cuiusque rei cernere neque eam definiendo explicare nec tribuere in partes possumus nec iudicare, quae vera, quae falsa sint, neque cernere consequentia, repugnantia videre, ambigua distinguere».

37 Orat.,  XXXIV,  120:  «nescire  autem  quid  ante  quam  natus  sis  acciderit,  id  est  semper  esse  puerum. quid enim est aetas hominis, nisi ea memoria rerum veterum cum superiorum aetate contexitur?».

38 Perelman, C.-Olbrechts Tyteca, L., Rhetorique et philosophie, Paris 1952, cap. IV.

39 Barilli, R., «La retorica di Cicerone», en Poetica e Retorica, Torino 1969, pp.21-53.

40 Cf.,  Valenti  Pagnini,  V.,  «La  retorica  di  Cicerone  nella  moderna  problematica  cultural»,  Bolletino  di Studi Latini, 7 (1977) 327-342.

41 Cf. Spillner, B., Lingüística y Literatura, trad. esp. de Elena Bombín, Madrid 1979, p.172.

42 Cf. ibíd., pp.168-169.

43 Cicéron et son goût, cit., pp.254-256.

44 Cf. Alberte González, A., Historia de la retórica latina, Amsterdam 1992, pp.14-16.

45 Op. cit., p.25.

46 Art. cit., pp.327-328.

47 Así lo hace notar V. Florescu (La rhétorique et la néorhétorique, Paris 1982, p.4).

48 Cf. ibíd., pp.154-155.

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