lunes, 29 de mayo de 2023

LA CINQUE GIORNATE — 1973 — Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé

 

 




 
 LA CINQUE GIORNATE

 

— 1973 —

 

 

El éxito obtenido por «El guapo» (1971) de Sergio Corbucci, una producción SEDA con Adriano Celentano de protagonista, ambientada en la Roma de 1800, animó al clan Argento a explotar el filón. Para ello se recuperó una historia escrita por Argento en sus tiempos de guionista, centrada en el levantamiento popular contra la dominación austríaca en Milán, en 1848. Ugo Tognazzi tenía que ser su protagonista y Nanni Loy, su director. Cuando éste último dejó el proyecto, Tognazzi insistió en que fuera Dario Argento quien tomara la dirección. Cuando éste aceptó, Luigi Cozzi, Enzo Ungari y el poeta Nanni Balestrini se le unieron para ultimar una nueva versión del libreto. A punto de iniciarse el rodaje, Tognazzi se apeó de la aventura y fue sustituido por Adriano Celentano. «La cinque giornate», un film completamente al margen del resto de la filmografia de Argento, supuso, sin embargo, el encuentro profesional de Argento con el escenógrafo Giuseppe Bassan, que acompañaría al cineasta en buena parte de su filmografía futura, y con Luigi Kuveiller, que reincidiría en su cometido en «Rojo oscuro», el siguiente film de Argento y su primera obra maestra.

 

 

 

 

 

Argento, fotografiado durante el rodaje de «La Sindrome di Stendhal».

 

 

 


  Sinopsis

 

 

 

 

 

Milán. 1848. El pueblo se levanta en armas contra el invasor austríaco. Un cañonazo libera de la prisión a Cainazzo (Adriano Celentano), un ladrón de poca monta ajeno a todo aquello que no tenga que ver con su oficio. Perdido en medio de unas calles tomadas por los revolucionarios, Cainazzo busca a su antiguo jefe y camarada Zampino, que se ha enrolado con los insurrectos y se hace llamar Libertad. Durante un bombardeo, Cainazzo se refugia en una panadería donde conoce a Romulo (Enzo Cerusico), un ingenuo panadero tan desorientado como él por los turbulentos acontecimientos. La pareja asiste, atónita, a los sucesos acaecidos en las barricadas que lidera una aristócrata (Marilú Tolo), que se excita en el fragor de la batalla con la sangre de los caídos. Por la noche, Cainazzo y Romulo entran en un palacio con la intención de robar y se encuentran con sus dos extraños moradores: un noble que les recibe medio desnudo y su sobrina que ha perdido el juicio. La visión que el aristócrata da de la revolución es desalentadora. Los dos amigos se enrolan con los revolucionarios del Barón Tranzunto (Sergio Graziani). Durante una ataque a un edificio ocupado por austríacos son testigos de una violencia extrema y sin sentido. Cainazzo cree que el ingenuo panadero ha muerto en la sangrienta refriega y huye del lugar, abatido por la pérdida del amigo y horrorizado por los estragos de la escaramuza. El constante peregrinar de Cainazzo hace de él un espectador excepcional de surrealistas acontecimientos que nada dicen a favor de la revolución. Una crítica al Comité de guerra le cuesta un paliza de la que le salva finalmente Romulo, que logró sobrevivir milagrosamente a la matanza callejera. La viuda de un traidor (Carla Tatú) invita a la pareja a su casa, después de que la hayan ayudado a deshacerse de un grupo de revolucionarios resentidos. Romulo se siente atraído por la mujer y Cainazzo aprovecha para irse. Dispuesto a abandonar Milán a toda costa, Cainazzo decide arriesgarse y cruzar por la zona austríaca, pero es hecho prisionero. El destino quiere que el presidente del tribunal que debe condenarlo a muerte sea su amigo Zampino. Cainazzo se muestra profundamente decepcionado al descubrir que su viejo camarada es un traidor. De nuevo en libertad, los pasos de Cainazzo coinciden con los de Romulo, que vuelve a estar en el grupo del Barón Tranzunto. Una joven milanesa (Ivana Monti), amante de un soldado austríaco, es delatada por su despechado pretendiente. El Barón y sus hombres sorprenden a la pareja de enamorados. El austríaco es asesinado sin contemplaciones. El Barón decide entonces violar a la muchacha. Romulo se opone y los dos hombres luchan. El Barón cae por unas escaleras y se rompe el cuello. Romulo es fusilado sin que Cainazzo pueda hacer nada. El pueblo celebra la victoria sobre los austríacos. Cainazzo dirige unas palabras a sus compatriotas desde un palco oficial: “Yo quiero decir que nos han jodido. Sí, todos éstos —señalando a los dirigentes que lo acompañan en el palco— nos han jodido”.

 

 

 

 

 

  Notas breves a un paréntesis sin consecuencias

 

 

El tiempo ha hecho de esta simpática sátira histórica que es «La cinque giornate» una intrusa en la filmografía de Dario Argento. El film narra el itinerario físico y moral que sigue el ladrón Cainazzo por una ciudad tomada y cambiada por la revolución, y se vertebra a partir de pequeños episodios independientes que mezclan con variable fortuna lo cómico y lo trágico.

“«La cinque giornate» —expone Argento— era absolutamente surrealista. Los referentes históricos eran muy fuertes, pero el relato estaba en clave de farsa, de comedia musical… La realicé de la forma más diferente posible de como la hubiera hecho un director italiano: era irónica, sarcástica, anómala con respecto a la idea que se tiene de los films de época”.

La anomalía a la que alude el realizador se apoya en distintos y reconocibles modelos cinematográficos, el más evidente de los cuales es el cine cómico norteamericano, al que se homenajea con persecuciones aceleradas y acompañamiento musical. No falta tampoco el ascendente Chaplin —y muy en concreto el de «Tiempos modernos»— como inductor del gag con Cainnazzo portando la bandera tricolor mientras detrás de él se congrega una multitud ávida de acción. En contraposición a la celeridad del burlesque, destaca el uso del ralentí a lo Sam Peckinpah para enfatizar el dramatismo de algunas secuencias: el niño junto al cadáver de su madre, mientras la banda sonora reproduce exclusivamente su llanto; la pelea de Cainazzo con los revolucionarios después de que les haya criticado; y el fusilamiento de Romulo. La afortunada secuencia que muestra al protagonista escondido bajo la mesa durante un banquete de la aristocracia, asistiendo atónito al cruce clandestino y frívolo de los pies de los comensales, se diría inspirada, por su parte, en el mejor cine de Lubitsch. Y hasta el soviético Eisenstein es llamado a filas por Argento, reinterpretado en el montaje del asalto a la catedral de Milán. Del anterior Argento de la trilogía, zoológica se reconoce el gusto por los movimientos de cámara (algunos tan impecables como el que abre el film, con la descripción minuciosa de la cochambrosa cárcel, o el que redime la exasperante secuencia de la parturienta), la efectividad de las elipsis (de la muerte del Barón Tranzunto pasamos al carro que se lleva a Romulo al patíbulo), la utilización de la cámara subjetiva en la secuencia de la condesa ofreciéndose a la improvisada tropa popular, el encuentro en la biblioteca con el inquietante aristócrata y su sobrina (que recupera las noches del giallo y anuncia los interiores de «Suspiria» e «Inferno»), la concepción de la ciudad de Milán como un laberinto y la devoción casi patológica por el arma blanca y por los apuñalamientos.

domingo, 28 de mayo de 2023

Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé CUATRO MOSCAS SOBRE TERCIOPELO GRIS — 1972 —

 





  CUATRO MOSCAS SOBRE TERCIOPELO GRIS

 

— 1972 —

 

 

El éxito de los dos primeros films de Argento despertó el interés de la Paramount, que se comprometió para la distribución mundial del tercero. El interés de la productora por conseguir un reparto atractivo trajo consigo una inestable lista de posibles estrellas, de la que llegaron a formar parte Terence Stamp, Tony Musante, Michael York, John Lennon y Ringo Starr. El realizador, sin embargo, impuso a un joven actor desconocido: Michael Brandon. Se ha dicho a menudo que Brandon guardaba un cierto parecido físico con Argento, y éste quería hacer de «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» un raro ejercicio autobiográfico. Si ese criterio fuese cierto, debió alcanzar también a la actriz Mimsy Farmer, cuyo parecido con la mujer de Argento en aquella época (Marisa Casale), ha sido reconocido por el propio director. Luigi Cozzi repitió su colaboración dramática, participando en la escritura del argumento, y Ennio Morricone siguió siendo el colaborador imprescindible para extender la creación alquímica del miedo a la banda sonora.

 

 

 

 

 

Roberto Tobias dando palos de ciego.

 

 


  Sinopsis

 

 

La vida cotidiana del músico Roberto Tobias (Michael Brandon) se ve alterada por un desconocido que le sigue continuamente. Dispuesto a terminar con la situación, Roberto decide encararse con el hombre que lo espía, pero éste huye sin mediar palabra. El joven le persigue hasta el interior de un gran teatro vacío donde ambos discuten, hasta que el desconocido saca una navaja que, durante el forcejeo, se vuelve contra él. Alguien, desde un palco superior, fotografía el siniestro acontecimiento. Roberto, incapaz de reaccionar, guarda para sí el incidente, y nada dice a su esposa Nina (Mimsy Farmer). Sin embargo, pronto se ve atrapado por la tela de araña que teje el invisible fotógrafo chantajista: le manda objetos del muerto, le cuela entre sus discos las fotografías tomadas en el teatro y hasta entra en su casa durante la noche para amenazarlo de muerte. El curso desconcertante que toma la pesadilla obliga a Roberto a confesarse ante su esposa. Paralelamente, su vida onírica se ve trastornada por un sueño recurrente: una ejecución pública en la que se decapita al reo. Roberto pide ayuda al estrambótico Carlo (Bud Spencer), que vive como un indigente en un pequeña barraca. Éste le da la dirección de un detective privado, no sin antes haberle presentado a «El profesor» (Oreste Lionello), personaje de pintoresca catadura, que se compromete a vigilar la casa de los Tobias día y noche. La doncella del matrimonio conoce la identidad del chantajista y se pone en contacto con él, vía telefónica. Se citan en un parque. El tiempo pasa y la mujer empieza a inquietarse. El parque cierra sus puertas con ella dentro. Al sentirse amenazada, la mujer inicia una desesperada huida que finaliza con su asesinato. El misterioso hombre que Roberto creyó matar accidentalmente en el teatro sigue vivo. Todo forma parte de un plan más complejo que alguien dirige desde la sombra. El falso muerto se entrevista con el responsable del plan y le pide más dinero a cambio de su silencio. Sólo consigue una muerte inmediata. Las amenazas persisten y Nina, sujeta a una tensión creciente, decide abandonar la casa. Roberto, por su lado, se pone en contacto con Gianni Arrosio (JeanPierre Marielle), el detective privado que le recomendara Carlo, al tiempo que inicia una relación sentimental con Dalia (Francine Racette), una prima de su mujer. Arrosio descubre algo revelador e inquietante en las fotografías personales que Roberto le diera como material de partida, y acaba descubriendo la identidad del chantajista. Pero es asesinado mientras sigue a éste en el interior del metro. La joven amante de Roberto corre la misma suerte. La puesta en marcha de una novedoso experimento policial —la fotografía de la última imagen que ha quedado impresa en el ojo de Dalia en el momento de su muerte— da como resultado la visión de cuatro enigmáticas moscas sobre un fondo de terciopelo gris. Roberto se propone terminar con el caso de manera expeditiva. Carlo le proporciona un revólver. Por la noche, solo en casa, aguarda la llegada del asesino. Quien aparece es Nina. Roberto le cuenta su determinación, y hace lo posible para que se vaya. Ya en la puerta, descubre que el medallón de Nina, al oscilar en su cuello, crea la imagen de las cuatro moscas que delató la retina de Dalia. Nina se apodera del revólver y le confiesa la razón de su violencia: el trato brutal a que la sometió su padre y su posterior deseo de venganza. El parecido físico de Roberto con el padre hace que ella lo utilice a modo de chivo expiatorio. Nina dispara a Roberto, pero la llegada de Carlo evita la muerte de éste. Nina huye en su coche, pero se estrella contra un camión, y muere decapitada como el reo del sueño.

 

 

 

 

 

  Los abismos de la elipsis

 

 

El film que cierra la trilogía zoológica de Dario Argento presenta un curioso giro en relación a sus predecesores. Hay, a priori, y aún conjugando situaciones y motivos del universo criminal y policíaco, una menor presencia de los efectos propios del giallo. Ello hace de «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» un film de factura más cotidiana pero no menos personal. Cambiando el sentido de una frase de Chandler para su tratado ‘El simple arte de matar’, podríamos decir que Argento devuelve el crimen a unos ambientes y personajes que no están aparentemente acostumbrados a él. Argento propone en su tercer film un ejercicio terapéutico que tiene como objetivo desprenderse de sus fantasmas inmediatos. El parecido físico que Argento y su esposa Marisa Casale guardan con la pareja protagonista del film permite el exorcismo autoral, en una obra en que la sangre fluye con una calidez inédita y en que el dolor inscrito en la imagen es más espeso que el miedo sobre el que se funda. Una apertura virtuosa con sabor a montaje de atracciones sirve al cineasta romano para introducirnos en la intriga: un solo de batería interrumpido, a modo de contrapunto visual y sonoro, por la imagen y el latido de un inesperado corazón, el movimiento envolvente de cámara que nos presenta a Roberto y lo relaciona con el misterioso hombre que le acecha, un encuadre imposible desde el interior de una guitarra, Roberto conduciendo su automóvil, la impertinente mosca que muere aplastada entre los platillos y el hombre de gafas negras que no cesa en su acoso. Al trepidante prólogo sigue una persecución a través de la noche por calles sin apenas transeúntes. Una cámara sumamente estilizada permite unir en rápida panorámica la imagen de Roberto en plano general con un primer plano de la nuca del hombre misterioso. Cada nuevo plano inyecta velocidad a la carrera de Roberto en pos del otro: a los tres planos sucesivos de aproximación a la puerta del teatro, le siguen rápidos planos subjetivos de Roberto atravesando distintas capas de espesos cortinajes. Prisionero de este movimiento vertiginoso, el protagonista cruza el umbral y aterriza en el corazón de un teatro fantasmagórico. Allí se las ve con quien hasta entonces fuera su perseguidor. Con la muerte accidental de éste, al clavarse su propia navaja en el forcejeo, Roberto queda integrado en la órbita de lo liminal, lugar de lo inesperado y lo imposible. Tan sólo le resta sobrevivir al ritual de dolor y muerte que oficia y dirige quien se esconde tras la máscara, en un ejercicio de forzosa soledad iniciática, sujeto a mecanismos que perturban la nitidez de su entorno. La elipsis se revela como magnífico utensilio retórico a la hora de puntuar las imágenes y empaparlas del creciente desconcierto en el que Roberto se debate. Éste recibe una carta con el documento de identidad del hombre muerto. Un primer plano de Roberto/un primer plano del documento/un nuevo primer plano del joven que interpretamos como continuación de la secuencia, pero una desconcertante voz en off que le llama —le creíamos solo— y una panorámica nos muestra la casa llena de invitados. Ha habido un salto en el tiempo que no afecta, sin embargo, al protagonista, que permanece indeciso, como petrificado en su pesadilla. Es precisamente esta actitud la que mejor le define. Roberto acusa un recurrente aislamiento en su entorno, del que solo se libera en contacto con el estrambótico Dios interpretado por Bud Spencer, ese personaje maduro y experimentado que enlaza con el veterano policía de «El pájaro de las plumas de cristal» y con el Arno de «El gato de las nueve colas», todos ellos integrados a la inexorable lógica paterno-filial que hace evidente el contenido iniciático de todas las historias de la trilogía zoológica. La benefactora influencia de Dios (Spencer) en la vida de Roberto invita a éste, por primera vez en la película, a tomar la decisión de actuar, de no quedar al margen de la intriga criminal en la que se encuentra inmerso y que ya se ha cobrado una víctima inocente (su propia criada). Para mostrar ese cambio de actitud, que cristaliza en su visita a un detective privado, Argento se decanta de nuevo por una elipsis agresiva, a mitad de camino entre lo épico y lo irónico: varios planos en contrapicado de Roberto al volante se combinan —siempre con el denominador común del rugiente sonido del motor del coche— con los futuros contraplanos subjetivos del protagonista subiendo escaleras, marchando por un pasillo y abriendo la oficina del detective.

 

 

 

 

 

El estrambótico Dios interpretado por Bud Spencer

 

  Cadáveres exquisitos

 

 

—La doncella de los Tobías. Este asesinato se inspira en el capítulo ‘Conchita Contreras’ de la obra de Cornell Woolrich, ‘Coartada negra’. La joven invocada en el título va a una cita galante clandestina a un cementerio. El tiempo pasa, y su pareja no hace acto de presencia. El cementerio cierra sus puertas dejándola dentro. El capítulo es la crónica de su miedo y de su muerte a manos de un invisible asesino:

Sin embargo, Conchita se dio cuenta de que, desde la masa negra del follaje, algo miraba hacia ella. Algo vagamente luminoso, de un verde pálido, fosforescente. Un ojo ávido, despiadado, que la miraba”.

Jacques Touneur filmó en 1943 una estilizada versión de la novela, que conservaba inalterable el episodio. La propuesta de Argento para «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» tiene lugar en un plácido parque público. Como tantas otras veces, el personaje es explícitamente condenado en una secuencia preliminar, en la que una llamada telefónica relaciona a la doncella con el misterioso personaje que mueve los hilos de la conspiración. Un travelling de aproximación a un cabina telefónica situada en el centro del encuadre, al que se suma un zoom, nos presenta a la mujer hablando por teléfono. Varios planos en movimiento siguen y persiguen la conversación a través de los hilos. El interlocutor no tiene rostro, pero el cineasta desnuda en imágenes sus fantasmas, la forma lancinante de su locura: una agresiva voz en off masculina planea sobre la imagen de varias fotografías en una mesa, antes de dar paso a una violenta panorámica de 360 grados en el interior de Una celda acolchada en impetuoso blanco. El primer plano de una navaja de afeitar advierte que la ceremonia entre emisor y receptor será sangrienta. El inicio de la secuencia del asesinato está regido por un tono de plácida cotidianidad que bien podría leerse como esbozo de la magnífica secuencia del asesinato de John Saxon en «Tenebrae». La mujer aguarda sentada en un banco. Un diegético hilo musical invade el lugar, mientras Argento monta planos del rostro de la mujer mirando, con banales contraplanos de la vida en el parque: unos niños jugando en unos columpios, una pareja besándose… Argento imprime el tiempo en cada plano. El de la espera, al principio. Y el que trae la muerte, después. Luego, la música de los altavoces cesa. La mujer se ha quedado sola, encerrada en el parque. Para evidenciarlo, Argento repite los contraplanos del espacio donde estaban los niños y la pareja, para mostrarlos ahora vacíos. El sonido del viento trae oscuros presagios. La cámara inicia una virtuosa danza de seguimiento de la mujer alejándose, con travellings frontales y laterales. Con la llegada de la noche, el parque cobra una nueva entidad, se hace laberíntico como las futuras construcciones arquitectónicas de «Suspiria» e «Inferno», vive y se estrecha contra la mujer. No vemos el desenlace pormenorizado. Al contrario, el asesinato se transfiere a un único primer plano: el de la mano de la mujer rasgando, en la agonía, el muro que le impide abandonar el parque.

—El impostor. La mano vuelve a ser utilizada como motivo visual en la segunda y auténtica muerte de ese oscuro personaje que Roberto acuchillaba accidentalmente en el teatro. Hay un tratamiento virtuoso del plano subjetivo del criminal, con una cámara que avanza en travelling siguiendo al hombre hasta una sucia habitación. Un jarrón de metal que reposa en la zona derecha del encuadre es elegido como improvisada arma homicida que avanza contra el hombre siguiendo la estricta subjetividad del plano. Asistimos luego al minucioso rastreo de la habitación a través de una cámara que continúa manteniendo su naturaleza subjetiva. La focalización nos lleva hasta un rollo de alambre. Argento pasa a un primer plano de la mano del hombre inconsciente y mantiene la toma el tiempo necesario para que el espectador lea en la mano el dolor que se le inflinge al cuerpo con el alambre hasta la muerte.

—El detective Arrosio. Con la homosexualidad del detective Arrosio, Argento rompe los esquemas habituales que el espectador suele esperar de una profesión mitificada en miles de páginas de novelas hard-boiled (esa condición insólita encontraría perfecto acomodo, en nuestro país, en la piel de Gay Flower, el recalcitrante detective privado creado por el escritor José García Martínez). Su recorrido por «Cuatro moscas sobre terciopelo gris» no se olvida con facilidad. Arrosio es afable, divertido, y un excelente profesional. Tras una ardua investigación, el detective descubre la verdad, y localiza el piso del criminal. Sin embargo, el asesino también es consciente del éxito de Arrosio: hay un expresivo y perturbador plano de éste en la calle, filmado desde una de las ventanas, en el que se confunden los puntos de vista de detective y criminal, pero dejando claro que la escala y la angulación en picado condenan al indefenso Arrosio de antemano. Esa impresión de muerte se intensifica con minuciosas imágenes de la preparación de la jeringuilla y el veneno que acabarán con su vida. La secuencia de la muerte, iniciada en el interior de un vagón de metro donde Arrosio parece seguir al misterioso asesino, basa buena parte de su tensión en el desconocimiento que el espectador tiene de la identidad de este último, que puede ser cualquiera y de la información sobre la jeringuilla cargada con veneno que Arrosio ignora. El detective pierde a su presa entre el gentío de una de las estaciones. El andén, las escaleras adyacentes y pasillos se vacían, en esa ya clásica figuración del despoblamiento que precisan las antológicas secuencias de muerte de la filmografía de Argento. Arrosio opta por entrar en los lavabos. La blancura del lugar contrasta con la semipenumbra del espacio anterior. La cámara subjetiva vuelve a tener un protagonismo excepcional. El objetivo de la cámara se aproxima a Arrosio hasta una intimidad que sólo puede ser conductora de amor o de muerte, polos opuestos que en Argento se mezclan sin rubor. Es imposible olvidar la mirada del detective hacia su verdugo, y cómo esa misma mirada se congela en la agonía, arrebatándonos el anhelado contraplano.

 

 

 

 

 

La geografía melancólica de Dario Argento, en estado puro.

 

 

—Delia. Una verdad a medias es la que retendrá el ojo de la última víctima, un enigma sobre el que toma cuerpo el título del film, y cuya resolución delatará a ese culpable que Argento nos escamotea crimen a crimen. El ojo pertenece a Delia, la amante de Roberto, a la que vemos morir en una prolongada sequenza que conjuga la lentitud y contención temporal del suspense con la velocidad del montaje metonímico, a base de planos de contundente y agresiva visualidad. Acosada por el criminal, Delia se refugia en el interior de un armario. La cámara permanece con ella dentro del armario, aislándola de un exterior que se manifiesta tan sólo a través del apretado campo visual que le permite la ranura de la puerta casi cerrada. Vemos lo que ella ve y oímos lo que ella oye. Sólo al final, cuando se cree segura y abandona el refugio, la cámara la precede, dejándola fuera de campo unos segundos, para hacer coincidir su entrada con la del cuchillo asesino que le corta la cara. Los planos se suceden con rapidez y sin soporte musical: el simple ruido de la cabeza de Delia rebotando por los escalones, su grito al ver el reflejo de su cara en el filo del cuchillo descendiendo y el sonido de la puñalada en off, mientras un primerísimo primer plano del rostro de Delia ocupa por completo el encuadre, intensifican descarnadamente el desenlace.

 


  La muerte eternizada

 

 

La relación Roberto/Nina, prolongación de las inquietudes que agitan los vínculos entre Argento y su propia esposa, se ha convertido en piedra angular de todo el film. Desde el principio, Argento ha advertido (aunque el espectador no quiera verlo) la profunda turbiedad de ese matrimonio, que viaja cinematográficamente hacia la destrucción. Ya la secuencia de presentación de Nina al lado del marido, en una inquietante media penumbra que ilustra la ambigüedad en que ambos viven, violentamente ensamblados a partir de un osadísimo salto de eje que parece advertimos de lo artificioso de esa unión, ha puesto en cuarentena todo espejismo de confort matrimonial. Esta heterodoxa incorrección visual encuentra una coherente rima en el último trayecto del film, cuando es otro salto de eje el que separa a la pareja para siempre, al descubrir Roberto que su mujer es la asesina. La escritura de Argento, visualizando el momento en que Nina dispara contra el protagonista, se hace, aquí, espectacular y violenta: una rapidísima panorámica parte del marido y barre el espacio, hasta ser sesgada por un plano detalle de la boca de Nina y por el sorprendente plano en ralentí que sigue la trayectoria de la bala. El mismo gusto por el ralentí es utilizado en la visualización del accidente inmediato que Nina sufre al huir en coche: el flujo expresivo de una cámara lenta elevada al cubo (y deudora directa del final de «Zabriskie Point»), sumerge al público en una metamorfosis de formas líquidas, entre las que sobresale el rostro de la mujer, aún frágil y hermoso, en cuyos ojos se está imprimiendo este ballet abstracto e ingrávido de hierros y cristales que la envuelve y la mata: un espejismo que cesa con el seco plano de su cabeza rodando por el asfalto.

sábado, 27 de mayo de 2023

Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé EL GATO DE LAS NUEVE COLAS — 1971 —

 





  EL GATO DE LAS NUEVE COLAS

 

— 1971 —

 

 

La rapidez con la que Dario Argento se puso al frente de «El gato de las nueve colas» traducía la favorable acogida que se dispensó a su ópera prima, una acogida que incentivó, de paso, la puesta en marcha del giallo en el interior de la industria cinematográfica italiana. Para su segunda película. Argento recurrió a dos actores norteamericanos con cierto renombre: el veterano Karl Malden y el apuesto James Franciscus. A ellos se unió la bella Catherine Spaak. El argumento del film —concebido en colaboración con Luigi Collo y Dardano Sacchetti— se inspiraba en dos anteriores producciones anglosajonas: el clásico de Robert Siodmak «La escalera de caracol», en el que un psicópata invisible —sólo veíamos su ojo— asesinaba a jóvenes con algún defecto físico, y un thriller británico de 1969, «Twisted Nerve», escrito por el guionista de «El fotógrafo del pánico» Leo Marks, que aportaría la idea de la doble “Y” cromosómica como forma de identificación de la psicología criminal.

 

 

  Sinopsis

 

 

Ciego a causa de un accidente que le alejó del periodismo, Franco Arno (Karl Malden) vive en compañía de una sobrina de corta edad, Lori (Cinzia De Coralis). Una noche en que ambos vuelven a casa. Amo escucha una extraña conversación en un coche aparcado frente al vecino Instituto Terzi, sociedad científica que tiene como objetivo el estudio de la genética. Esa misma noche, uno de los ocupantes del coche entra clandestinamente en el Instituto tras golpear furiosamente al guarda. Por la mañana, cuando el periodista Bruno Giordani (James Franciscus) se dirige al instituto para cubrir la noticia del misterioso asalto, se tropieza con Amo, y, después de percatarse de su ceguera, le informa de lo sucedido. Ya en el interior del instituto, conversa con el fotógrafo de su periódico, Righetto (Vitorio Congia), y con el comisario Spimi (Pier Paolo Capponi), amigo personal y encargado del caso. Spimi manifiesta su sorpresa ante el hecho de que nada se ha sustraído. Quien sí parece saber lo ocurrido es el doctor Calabresi (Carlo Alighiero), que transmite sus certeras sospechas a su amante Bianca Merusi (Rada Rassimov), y que acude, acto seguido, a una estación de tren, donde se ha citado con el responsable del asalto nocturno. Este aprovecha la llegada de uno de los trenes para empujar a Calabresi a las vías. Casualmente, Righetto se encuentra en el lugar, y fotografía lo que parece sólo un accidente. Lori, la sobrina de Arno, reconoce a Calabresi, cuya muerte ocupa la primera plana del periódico, como uno de los dos hombres que conversaban en el interior del coche. Arno contacta con Giordani y le expone la extraña coincidencia. Ambos barajan la posibilidad de que la fotografía del accidente contenga más información. Giordani telefonea a Righetto y le pide que analice el negativo. Pero mientras Giordani y Arno se dirigen al domicilio del fotógrafo, éste es estrangulado sádicamente. Arno y Giordani unen sus fuerzas para encontrar al culpable, a pesar de diversos intentos criminales que se ciernen sobre ellos. Se perfilan varios sospechosos, todos vinculados al Instituto de investigación genética: los doctores Casoni (Aldo Reggiani), Mombelli (Emilio Marchesini) y Braun (Horts Frank), —que aparecerá posteriormente asesinado—, el propio Terzi (Tino Carraro) y su hija Anna (Catherine Spaak). Giordani inicia una relación sentimental con ésta, que le proporciona información sobre los sospechosos.

Bianca Merusi, la que fuera amante de Calabresi, también tiene sus sospechas. Llevada de una intuición, busca en el coche aparcado del difunto, se hace con una hoja de la agenda donde está anotado el nombre del asesino y la esconde en el interior de su medallón. Pero, después de citar a Arno para ofrecerle tan decisiva prueba, es asesinada en su apartamento. El doctor Casoni refiere a Giordani los últimos experimentos del Instituto Terzi, basados en una teoría según la cual si el cuadro cromosómico de un individuo se cierra con la tríada XYY, ese individuo tendrá una natural tendencia a la criminalidad. Llevados por la intuición de Arno, éste y Giordano profanan la tumba de Bianca Merusi en busca del medallón que contenía el nombre del asesino. Pero éste irrumpe en escena antes de que puedan leer el nombre y huye con la nota. Amo tiene tiempo de herirle con su bastón de estoque. Para evitar el asedio al que está siendo sometido, el criminal secuestra a Lori, la sobrina del ciego. Giordani pide ayuda a su amigo Spimi, y ambos registran el hogar y el instituto de los Terzi, hasta encontrar a Lori en la azotea. Su secuestrador no es otro que el joven y brillante doctor Casoni. Giordani y el asesino luchan, y el primero es herido. Aparece Amo, ante quien el médico reconoce que su cuadro cromosomático terminaba en las fatídicas XYY (síntoma inequívoco de su condición criminal), y que el doctor Calabresi se proponía chantajearlo. Amo y Casoni forcejean, y éste último cae a través del hueco del ascensor.

 

 

 

 

 

Lori en el cuarto de los ratones.

 

 

  Ojos asesinos

 

 

El título de «El gato de las nueve colas», nada tiene que ver con la vida animada, y sí con el número de pistas que los protagonistas contabilizan antes de resolver el enigma: nueve pistas, como nueve son las terminaciones de los látigos de castigo que utilizaban los piratas, conocidos como gatos de las nueve colas, según refiere el viejo Arno a su amigo Giordani. Un título, en definitiva, tan abstracto como el de «El pájaro de las plumas de cristal», cuya fascinación zoológica enmarca una nueva investigación policíaca (aún está lejos el giallo sobrenatural), que mezcla los mecanismos del whodunit (la localización de un asesino entre diversos sospechosos), con la poética hitchcokiana del macguffin (la constante búsqueda de objetos como trampolín para la acción dramática). La herencia de la literatura criminal sigue siendo evidente, además, en el tratamiento de sus dos protagonistas. Los modelos referenciales de Arno y Giordani, los dos investigadores de esta nueva serie criminal, pueden rastrearse en parejas carismáticas del género como Perry Mason y Paul Drake en las obras de Earle Stanley Gardner, Nero Wolfe y Archie Goodvvin en las de Rex Stout, o Ed Hunter y su tío Am en las de Fredric Brown, por citar algunas amistades literarias caracterizadas por una matemática división entre cerebro y piernas. El cerebro del dúo es Arno, un enigmático periodista ciego, dedicado a confeccionar jeroglíficos y provisto de un bastón con un cuchillo escondido en su extremo, que bien pudiera ser el reflejo violento de un pasado turbio que no nos será revelado jamás. Giordani, la parte activa —y atractiva— de este dúo de periodistas investigadores, sustituye el bastón por unos buenos puños y, en la mejor tradición de los añejos héroes edgarwallacianos, se presenta dispuesto a combinar los lances épicos con las tribulaciones sentimentales. (Tan atento debió de estar a las enseñanzas del maestro ciego, que el actor que lo encarnaba, James Franciscus, no tardaría en heredar esa ceguera sabia cuando, dos años después, interpretase al abogado invidente Longstreet en la homónima serie de televisión). El film, sin embargo, trasciende el material de base policíaca, para privilegiar el territorio del Miedo sobre el del Enigma, y encontrar en aquel su vocación auténtica. Es lícito aventurar que Argento está reescribiendo el género en busca de nuevos códigos que le permitan la máxima creatividad, códigos que sólo encontrará plenamente a partir de «Rojo oscuro». Buen ejemplo de esa búsqueda obstinada es la magnífica apertura de «El gato de las nueve colas», donde una conversación sorprendida al azar en el interior de un automóvil aparcado —mientras Amo y su sobrina caminan de regreso a casa— enhebra, en la imaginación oracular del ciego, imágenes teñidas de siniestros presagios. Una vez en el apartamento, Arno acuesta a su sobrina, y queda solo, dedicado a su cotidiana actividad de confeccionar crucigramas en clave Braille. Pero la llamada del miedo ya ha tenido lugar en la captura de esa breve conversación criminal. Lo que viene a continuación es un abanico de imágenes nacidas para corroborarlo —Arno, desde el interior del edificio, presiente la mirada criminal que late en la calle—, a partir de métodos más propios de lo que consideraríamos un cine de arte y ensayo que de la pura caligrafía de un psychothriller. Argento, lisa y llanamente, se atreve a insertarnos un flashforward (la imagen enigmática de un cuerpo cayendo) que, unos segundos después, veremos completar en tiempo presente. ¿Premonición oracular del ciego, sumido en sus pensamientos? ¿Imagen subjetiva del ojo asesino, que, desde el exterior del edificio, contempla un retazo de su actividad inminente? Argento no responde. Pero el recurso del flashforward (figura retórica que Argento utiliza con intención elíptica en varias ocasiones, aunque con desigual fortuna), indica hasta qué punto el cineasta desafía la lógica lineal de lo narrativo para explorar e investigar los mecanismos del miedo a través del montaje. Lo que sí deja claro la secuencia es el duelo de paradójicos poderes que ha de enfrentar, en los noventa minutos sucesivos, el ojo criminal con la mirada ciega (pero sabia) del investigador. Después del plano del cuerpo cayendo, Arno abre una de las indiscretas ventanas que dan a la calle. Un plano general desde el exterior nos lo muestra en el borde. Hay una ligera vibración en la textura de este plano, que delata su condición subjetiva, de mirada proveniente de un sujeto oculto en el exterior. A continuación, la pantalla se llena con el primerísimo plano de un ojo, motivo icónico habitual en la posterior obra de Argento, y consustancialmente ligado al asesino. El siguiente plano retoma la fachada del edificio y tras una panorámica —seguimos sujetos a la mirada del ojo— recupera, en el mismo punto, la desconcertante imagen del hombre caído que se interpuso al primer plano de Arno antes mencionado, desvelándonos así su naturaleza de flashforward. Al margen de su efecto turbador, la secuencia encauza su sentido límite en la paradoja que se establece entre la imposibilidad de la mirada en Arno, que es ciego, y ese ojo gigante, de naturaleza monstruosa, cuyo deseo excesivo e incontenible prolongará algunos planos subjetivos de largo calibre. Un ojo, pues, contra un ciego: un ojo de mirada fálica y voraz, que será destruido por la parte más oscura de Arno, que no es la ceguera, sino un punto en su memoria (“¿No cree que siempre hay algo que no está claro en el pasado de todo el mundo?” —le dirá a Giordani), y que, como hemos advertido, parece encarnarse en el cuchillo que duerme en el extremo de su bastón. A lo largo del film. Argento hace lo posible para utilizar la ceguera de Arno en abierta oposición al tratamiento que le dio Terence Young, sólo dos años antes, en su celebrado film «Sola en la oscuridad». Allí, la ceguera dejaba a la protagonista a merced de sus peligrosos antagonistas; en el caso de «El gato de las nueve colas», Arno está siempre fuera de las secuencias de amenaza y, en contrapartida irónica, es Giordani quien sufre en sus carnes los peligros que esconde el relato, hasta convertirse en víctima directa de la oscuridad más aterradora, al quedar atrapado en el panteón junto al cadáver de Blanca Merusi. Al fin y al cabo, todas las víctimas del criminal han visto su rostro, y por ello perecen, pero sólo el ciego, auténtico Tiresias de este thriller en clave oracular, sobrevive sabiamente, y marca al asesino con su bastón de estoque, precipitando su caída.

 

 


  Cadáveres exquisitos

 

 

—El doctor Calabresi. La presencia del ojo, y un largo plano subjetivo, vehiculan el trazado inicial de la secuencia de la estación, en la que perece el doctor Calabresi. Los diferentes movimientos de la cámara esperando la llegada del tren —dos panorámicas de derecha a izquierda y viceversa— transmiten la impaciencia de quien siente crecer el impulso criminal en medio de esa borrachera de cromosomas asesinos que se revela en el pintoresco desenlace. Esa vorágine interior se formaliza cuando el criminal empuja a Calabresi fuera del andén, en un acto que comporta un deje de trágica sorpresa por ambas partes: la del hombre que se descubre capaz de matar —pensemos que es su primer asesinato— y la de la víctima que no espera morir. El rostro de Calabresi se convierte en una máscara sobre la que se cincela el horror descarnado de la muerte, en una secuencia que quiere atrapar la mayor cantidad de detalles en el menor tiempo: su expresión desconcertada al ser expulsado fuera del campo de visión del asesino, su caída que se sabe sin retorno y su cara chocando con la parte frontal de la máquina, antes de llegar al plano conclusivo de su cuerpo desmadejado bajo las ruedas del tren y a un bello correlato metafórico de su sangre invisible: el jersey rojo intenso de un anónimo viajero que atraviesa el andén se apodera por completo del encuadre, para ratificar de forma abstracta el estallido simbólico de la muerte. Y es que en esta aparatosa espiral que engulle a la víctima para mostrarnos progresivamente su miedo ante lo irremediable y su cuerpo roto tras la colisión, no es el mecanismo del crimen (por otra parte brillante), sino el terror que se desborda de su interior, lo que Argento anhela conducir hasta la superficie de la pantalla.

 

 

Uno de los sospechosos de «El gato de las nueve colas».

 

 

—El fotógrafo Righetti. Una fotografía que guarda dentro de su encuadre un perturbador secreto, un mecánico click capaz de perfilar un infierno: de “Las babas del diablo” en palabra de Cortázar a las imágenes pop del «Blow up» de Antonioni —sin olvidar aquel revelador macguffin fotográfico que William Irish concibió para su novela ‘La negra senda del miedo’ (una fotografía inocente denunciando, sin saberlo, una culpable mano criminal)—, el fotógrafo Righetti de «El gato de las nueve colas» podría encontrar multitud de referentes en los que reflejarse para objetivar su condición de azaroso depositario de una prueba criminal contenida en una de sus fotografías. Pero para saber VER —efecto irónico típicamente argentoniano— hay que ser ciego como Amo. Ver sin saber significa la muerte, al menos según la lógica que rige la conducta de «El gato de las nueve colas». Como antes Calabresi (que no sabe ver y por eso muere) y más tarde Bianca Merusi (que leerá el nombre del culpable sólo a tiempo para ser su víctima), Righetto descubre demasiado tarde la mano del criminal invadiendo su fotografía. La secuencia de su asesinato, situada (no podía ser de otra forma) en su laboratorio fotográfico, viene precedida del habitual cortejo de planos que tensa el tiempo antes del desenlace: la puerta inexplicablemente abierta, la cámara que se detiene en el espacio unos segundos más de lo que se espera y la música intermitente de Morricone, que cesa de súbito para dejarnos oír el sonido del lazo que va a segar la vida del fotógrafo. El crimen se desarrolla bajo una luz verde —Righetto esta revelando la fotografía— que hace de él un cadáver antes de llegar a serlo. Nuevamente, el desbordamiento simbólico de las imágenes es superior a la pura ejecución del crimen. Los angustiantes planos de la boca abierta en pos del aire y el lazo que se adhiere al cuello como un reptil enloquecido actúan de percutores del miedo, pero es el rostro del fotógrafo el lugar donde se escribe el tránsito de la agonía a la muerte, y donde apunta la cámara de Argento a fin de atrapar el descarnado horror del instante. La tensión, lejos de relajarse, se mantiene con la llegada inmediata de Giordani y Arno. El asesino, en cámara subjetiva, abandona el portal después de que el periodista haya subido al apartamento del fotógrafo. En la calle, la paradoja inquietante entre la mirada ostentosa del criminal y la no-mirada de Arno vuelve a reproducir el desasosiego que nos transmitía en el arranque del film: el movimiento continuo de la cámara se interrumpe para mostrarnos el ojo del asesino, bajo el rasgo mayúsculo del plano detalle, en un instante de naturaleza exclamatoria, de sorpresa y desconcierto, al descubrir al ciego en un contexto que no esperaba. Un plano de Arno escuchando los pasos del criminal que se alejan nos hace abandonar la intimidad del asesino —su ojo y su mirada—, para trasladarnos a la inquietud sin forma que pugna en la oscuridad del veterano periodista, que parece relacionar la cadencia de los pasos con los que oyera desde su casa la primera noche. Sin embargo, pronto recuperamos el plano subjetivo del asesino alejándose del lugar.

—Bianca Merusi. La muerte de Bianca Merussi sola en casa, sigue parámetros similares a los del fotógrafo, pero Argento la construye sobre un descarnado e hiriente realismo, que en el caso de Righeti se veía distanciado por el color verde de la iluminación. Bianca muere en su apartamento, sometida a un largo y exasperante estrangulamiento por lazo. La vemos debatirse a través de la mirada subjetiva del asesino, en una proximidad que incomoda. Se trata de aprehender, en el instante, toda la fisicidad posible que conlleva el miedo y la agonía de la muerte. No existe esa sensualidad perversa que Argento perpetrará en los crímenes venideros. Hay, en este acto violento, una suciedad y hasta una vulgaridad que lo humanizan. El plano a ras de suelo de Bianca con la boca desencajada, sometida al último estertor, es de una duración perversa que busca, una vez más, filmar el límite entre el cuerpo vivo todavía y el inminente cadáver.

 

 

  El cadáver profanado (nace la ‘sequenza lunga’)

 

 

Con la secuencia del cementerio y la profanación del cadáver de Bianca (homenaje, según Argento, a la necrofilia de su admirado Edgar Alan Poe,) el director inaugura lo que el llama sequenze lunghe, un modelo de representación que será decisivo en la estructura de sus films venideros. La sequenza lunga supone un relato autosuficiente que sobresale del relato principal, capítulos con su propia estructura de presentación, nudo y desenlace, y que acostumbra a tener en el asesinato su epicentro motor. En esta primera exploración, el cineasta romano busca el pulso de la secuencia en el terror atávico que se pone inexorablemente en marcha cuando se filma un cementerio y se tiene por objetivo profanar una tumba para hacerse con un molesto macguffin que reposa alrededor del cuello de un cadáver. Si a la excéntrica pareja de protagonistas (el periodista ciego guiando a su compañero) añadimos la presencia de un peligroso criminal, tendremos una de las colas más inolvidables del metafórico felino que da título al film. La sequenza esconde, en su resolución, al desconcertado Giordani encerrado en la oscuridad tenebrosa del panteón, y su encuentro con un Amo poseído por una mirada impensable en el personaje —una mirada aprehendida en oportuno primerísimo plano—, empuñando el bastón que ahora es un arma mortífera.

 

 

 

 

 

Cartel original italiano.

 

 

 

  Crimen interruptus: la leche envenenada

 

 

Una de los más extraños momentos del film acontece entre Anna y Giordani en el apartamento de este último, cuando están a punto de beber unos vasos de leche envenenada dispuestos por el asesino. En esta secuencia sorprendente, Argento combina un extraño e insólito juego de erotismo y muerte. Hay, al principio, un diálogo desafortunado entre ambos que invita al rubor, pero luego la situación toma un cariz visual imprevisible. Está resuelta de forma elíptica, a partir de diferentes primeros planos: la mirada alternada de los dos amantes —tensa la de él, ausente y temerosa la de ella—, el plano de un brazo que resbala sensualmente por el sofá, un plano recordando los dos cartones de leche envenenada, y otro del pie de la mujer moviéndose con suave ligereza. Estamos ante una secuencia de pulso hipnótico, de un erotismo mórbido, que parece querer desbordarse en su contención y silencio asfixiante, apuntando indistintamente hacia el amor y hacia la muerte. En el futuro. Argento resolverá esa disyuntiva decantándose sin ambages hacia el lado de la muerte, y convirtiendo el asesinato en aria metafórica y sustitutiva del lance sexual. Hay que anotar aún, en relación a esta secuencia misteriosa, el suspense de cuño hitchcockiano en torno a la leche envenenada. Giordani —que es abstemio— no tiene nada mejor que ofrecer a la joven. Los dos vasos de leche se convierten en el centro gravitatorio de la secuencia, que va afilando sus puntas de manera inexorable: a) Giordani con los dos vasos acercándose a la cámara, b) travelling de aproximación a Anna con los dos vasos en primerísimo término. Sin embargo, una llamada telefónica de Arno, que ha sido víctima a su vez de un atentado, pone en alerta al periodista y evita el envenenamiento. La solución, todo hay que decirlo, no convence al completo. La llamada es demasiado oportuna, y el off al que se ve sujeto el personaje de Amo le resta entereza al conjunto.

 

 

 

 

  Ascensor para el cadalso

 

 

El desenlace, en el tejado del instituto Terzi, viene presidido por el sadismo habitual del realizador, que compone un violentísimo enfrentamiento entre Giordani y Casoni, dejando al primero malherido —nada más sabremos de él— y reservando al criminal la impactante caída a través del hueco del ascensor, caída que combina un escalofriante plano subjetivo —las manos agarrándose y desgarrándose en los cables engrasados— con el punto y final del cuerpo chocando con el ascensor.

viernes, 26 de mayo de 2023

Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé EL PÁJARO DE LAS PLUMAS DE CRISTAL — 1970 —

 





  

EL PÁJARO DE LAS PLUMAS DE CRISTAL

 

— 1970 —

 

 

El argumento de la novela ‘The Screaming Mimi’ —que en su edición italiana debió detentar las tapas amarillas (giallo) que darían nombre al género cinematográfico popularizado por Argento— gira en tomo a un periodista alcohólico que se prenda de una showgirl herida por un supuesto psicópata, e inicia su particular cruzada detectivesca en pos del culpable, hasta dar con una pista en forma de estatuilla, que representa a una joven gritando de terror: la screaming Mimi del título original. Al final, la bella showgirl resulta ser la responsable de los asesinatos. El pasaje literario en el que Brown da cuenta de su descubrimiento debió entusiasmar a Argento, de tan cercano a su sensibilidad:

Tu hermano Charlie modeló la estatua —continuó—, Bessie. Tú fuiste su modelo. La estatua expresaba perfectamente lo que sentiste cuando… cuando ocurrió lo que fue causa de tu locura. Ignoro si te reconociste en la figura o si comprendiste que era obra de Charlie. Mas la vista de la estatua destruyó todo lo que Greene había hecho por ti. Con una diferencia, mejor dicho, una ‘transferencia’. Al verte a ti misma en la estatua, en calidad de víctima, te convertiste mentalmente en tu agresor. En el asesino con el cuchillo”.

Con más suerte de la que tuviera en su momento F. W. Murnau con Florence (Bram) Stoker para su «Nosferatu», versión pirata donde las haya del ‘Dracula’ literario original, Dario Argento canibalizó sin efectos secundarios el texto de Brown (que no figura en los créditos), tomando y cambiando macguffins a su gusto, para hacer de su ópera prima la institucionalización de un género que había pergeñado tiempo atrás su caro amigo y maestro Mario Bava. Con el guión bajo el brazo, y la sólida certeza de que sólo él debía dirigirlo, el cineasta buscó fuentes de financiación que le obligaron, inicialmente, a ceder la realización: la Euro Films propuso a Terence Young como candidato ideal, dado que en aquel momento había probado su solvencia en el campo del thriller con «Sola en la oscuridad». Argento, decidido a dirigirlo él, unió entonces fuerzas con su padre, el productor Salvatore Argento, y ambos formaron una sociedad de producción, la SEDA, proponiendo «El pájaro de las plumas de cristal» a la poderosa Titanus, regentada por Goffredo Lombardo. El proyecto prosperó, pero también las dificultades. Lombardo, que no se fiaba del nuevo cineasta, intentó sustituirlo a medio rodaje por Ferdinando Baldi, pero una providencial cláusula en el contrato se lo impidió. La profesionalidad y experiencia de Salvatore, así como la confianza plena en el trabajo de su hijo, fueron decisivas para conducir el film hasta la correcta línea de salida, donde triunfaría por sí solo.

 

 

 

 

 

Cartel original de «El pájaro de las plumas de cristal».

 

 

Sinopsis

 

 

El escritor norteamericano Sam Dalmas (Tony Musante) es testigo de la agresión criminal que sufre una mujer. Monica Ranieri (Eva Renzi), en el interior de una galería de arte. La delicada situación de Dalmas en el lugar de los hechos —está accidentalmente atrapado entre dos puertas de cristal— hace de él un sospechoso para el Comisario Morosini (Enrico Maria Salerno), que investiga el anterior asesinato de otras tres mujeres. De regreso a su casa. Dalmas escapa milagrosamente de un atentado, hecho que lo convence de que ha sido testigo de algún detalle excepcional —aunque es incapaz de recordarlo— y que el asesino es consciente de ello. Con la bendición del comisario, y la aquiescencia, a regañadientes, de su compañera sentimental Julia (Suzy Kendall), Dalmas va implicándose en el caso. Las pesquisas le conducen hasta una tienda de antigüedades, donde adquiere la reproducción de un cuadro cuyo original pertenecía a la primera víctima: el cuadro muestra el asesinato de una adolescente. Los acontecimientos se precipitan a partir de dos nuevos crímenes, y de dos llamadas telefónicas del propio criminal: de ambas emerge, como ruido de fondo, un sonido indescifrable. Dalmas sufre un intento de atropello, en compañía de Julia. Después, ambos son tiroteados por un desconocido que lleva una cazadora amarilla (Reggie Nalder), y que resulta ser un ex púgil contratado circunstancialmente por el asesino. Dalmas encontrará su cadáver en una posterior indagación. El protagonista visita finalmente al autor de la pintura, Berto Consalvi (Mario Adorf), que le revela que el tema del cuadro está basado en un hecho auténtico. Mientras, Julia se enfrenta al asedio del criminal, que no consigue su propósito gracias al oportuno regreso de Dalmas. Carlo, un ornitólogo, identifica el sonido de fondo de la grabación telefónica: se trata del canto del Hornitus Novalis, un pájaro del que existe un ejemplar en el zoo de la ciudad. Frente a su jaula, los investigadores, descubren las ventanas del apartamento de los Ranieri. La policía irrumpe en el lugar salvando a la esposa de la violencia del marido. Éste, durante el forcejeo, cae a través de una ventana. Segundos antes de morir, se confiesa autor de los crímenes. Dalmas quiere hablar con Mónica, pero ésta ha desaparecido, junto a Julio y Carlo. Dalmas los busca hasta llegar a un viejo edificio en cuyo interior encuentra la pintura original de Berto Consalvi, el cadáver de Carlo, a Julia amordazada, y al auténtico asesino: la mismísima Monica Ranieri. Súbitamente, Dalmas recuerda el detalle excepcional que se le resistía en la memoria: era Monica quien empuñaba el arma, y era su marido quien intentaba detenerla. Dalmas persigue a la mujer hasta la galería de arte donde la vio por vez primera. Ella intenta apuñalarlo, pero la llegada de la policía le salva la vida. Un psiquiatra da las oportunas explicaciones: Monica, que fue atacada por un loco en su adolescencia, revivió la traumática experiencia al encontrarse con una pintura que representaba una situación similar, pero se identificó esta vez con su atacante, y inició el rosario de muertes. El marido, conocedor de los hechos, pretendía protegerla a cualquier precio.

 

 

 

 

 

Los suaves modales del anticuario amenazan la virilidad de Sam Dalmas.

 

 

 


  Invitación al Giallo

 

 

Las primeras imágenes de «El pájaro de las plumas de cristal» poseen, bajo su trazo vigoroso y su eco bavariano, el valor añadido de lo fundacional. Nos hallamos en la ominosa antesala del crimen, y en presencia de su ejecutor, del que tan sólo apreciamos las manos, enfundadas en guantes negros, y sorprendidas en gestos de estudiada ritualidad, mientras eligen el instrumento destructor, un arma blanca de poderoso filo reluciente. Una suma de planos hilvanados por Argento con encomiable sentido de la elipsis permiten un recorrido que relaciona, por una parte, al enigmático asesino con su víctima inmediata, cuya muerte se consuma en un off expeditivo y, por otra, con el protagonista del film, Sam Dalmas, el rostro del cual se nos descubre tras un periódico con titulares del sangriento acontecimiento. En el aire queda el apunte musical debido a Ennio Morricone, que nos atrapa en su contraste, inaugurando los futuros sonidos del giallo. No sería descabellado pensar que el nombre de Dalmas constituya un homenaje a uno de los primeros personajes que sirvieron de borrador a Raymond Chandler para su inmortal detective Philip Marlowe. Pero el protagonista de «El pájaro de las plumas de cristal» no es detective, sino un aburrido escritor norteamericano cuya estancia en Italia no ha dado más frutos literarios que el encargo de un libro de ornitología, escrito a su pesar, los dividendos del cual le van a permitir costearse el viaje de vuelta a Nueva York. Tal situación se verá intensamente trastocada, al ser conducido por un todavía novicio Dario Argento a una suerte de sádico vía crucis, que le permitirá recuperar —la letra con sangre entra— el gusto por la escritura. El giallo encuentra su inolvidable rito de fundación cuando los pasos de Dalmas convergen en el escaparate de la galería de arte donde él cree ver un asesinato. El escritor, testigo solitario de esa supuesta agresión criminal, queda atrapado en una doble puerta de cristal y asiste impotente a la petición de ayuda de Monica Ranieri, que se arrastra por el suelo de la galería tras ser apuñalada. La secuencia, con un total de sesenta y seis planos, y más de tres minutos de duración, posee un enfermizo poder de atracción, pero también es una magnífica prefiguración de lo que será el peculiar sentido espacial, de resonancias onírico-operísticas, de toda la obra posterior del cineasta. Aquí, Argento aboga por un tempo lento, mostrando el recorrido del personaje femenino que, herido, se debate en medio de una atmósfera cuya textura acuática parece contener a la mujer, y exasperando la imposibilidad del contacto físico entre la víctima y Dalmas, atrapado a su vez en un espacio que no le permite ni entrar ni salir: peces en una pecera, según la voluntad del propio realizador. La composición de la secuencia en tomo a tan singular escaparate, cuya marcada geometría e intensa luminosidad lo asemejan a una pantalla de cine, invita a alinear esas imágenes con algunas de las inolvidables alegorías sobre la realidad, el cine y la ficción que nacieron quizás en «El moderno Sherlock Holmes», y que encontraron en «La ventana indiscreta» su más incuestionable paradigma… La pantalla/escaparate, cuya transparencia permite al protagonista el acceso visual a un intento de asesinato, actúa de umbral lewiscarrolliano que, en su vocacional forma de pantalla de cine, atrapa, seduce y succiona a Dalmas para conducirlo por las sendas todavía vírgenes de lo que será el nuevo género del giallo cinematográfico. La estilizada dramaturgia a que recurre el cineasta parece, pues, llevar implícita la férrea voluntad de querer institucionalizar el giallo como un ámbito estético de carácter insolentemente italiano. El protagonista se introduce —y nos introduce— en un hábitat desconocido donde el crimen y el miedo van a tener una nueva proyección plástica. No son solamente dos figuras en conflicto lo que ve Sam Dalmas a través del escaparate: es un incipiente universo genérico que se manifiesta y agita. Podríamos acudir a la ironía y sostener en último término, que el escritor norteamericano se ve en la obligación de completar su educación italiana, que hasta ese momento había consistido en ciudades pintorescas, bonanza climática, arte, descanso, vino y espaguettis, incorporando a su experiencia turística los rigores de una muy especial crónica negra cinematográfica, que acabará siendo tan genuina del país como el resto de excelencias mencionadas. El giallo de Argento, nacido de esta magistral secuencia primigenia, será ya, desde entonces, un abstracto laberinto de crímenes a los que se llega, con excelente sentido de la elipsis, después de un diligente recorrido por los mínimos espacios cotidianos de sus súbitos héroes. En el caso de «El pájaro de las plumas de cristal», ese entorno cotidiano tiene su centro más seguro en la figura de Julia, novia del protagonista, pero a la que éste rehúsa significativamente, llamado por la inesperada invitación al giallo que ha constituido el prólogo. Y es que si el protagonista de la novela de Brown se enamoraba de la víctima, y ello actuaba de acicate para la búsqueda del culpable, en «El pájaro de las plumas de cristal» es el espectáculo de la muerte por sí sola lo que consigue despertar la aburrida mirada del escritor, ponerle en marcha, y dejar atrás su convencional relación amorosa. Antes que de Julia, la novia legítima, Sam parece órficamente enamorado de esa Señora Muerte con la que se ha encontrado por azar, y que ni tan sólo ha sabido entender bien (su mismo sentido de la percepción se alía, paradójicamente, en su contra, al velarle el auténtico significado de lo que ha visto), y a la que seguirá la pista —y con él, su sorprendido público— por una serie de antológicas secuencias de violencia, la primera (y quizás más comedida) de las muchas series sangrientas que edifican la filmografía de Argento.

 

 

 

 

 

Sam Dalmas visita al excéntrico pintor y comedor de gatos.

 

 

  Cadáveres exquisitos

 

 

Junto con la escena inicial (en realidad, un falso intento de asesinato), los crímenes que Sam Dalmas descubre en ese primer itinerario de giallo sangriento, se concretan en dos secuencias ejemplares, que sirven de impecable carta de presentación para un cineasta que hará de tales acciones un segmento de referencia obligada en su obra venidera.

—La chica del hipódromo. El prólogo del primero de los crímenes filmados por Argento está construido como una auténtica abertura hacia el territorio del miedo: Dalmas y Julia se abrazan en su apartamento. La joven contempla, inquieta, por encima del hombro, la reproducción en blanco y negro de un cuadro que Dalmas ha traído del archivo del anticuario donde trabajaba una anterior víctima del criminal, y que se ha constituido como una pista clave de la investigación. La reproducción en blanco y negro ocupa toda la pantalla, para fundirse, a continuación, con la pintura auténtica en color: estamos en la mismísima guarida del asesino que, mediante una mezcla de zoom y travelling de retroceso, nos es mostrado sentado en un sillón, de espaldas a nosotros. Reconocemos, en las fotografías que reposan sobre una mesa cercana, la imagen de una joven que habíamos visto fotografiada anteriormente por el criminal (acción en apariencia banal pero que pudiera conectar con el hecho de poseer la pieza antes de cazarla). La perturbadora sensación que se desprende del inminente asesinato nace de la concatenación de las secuencias anteriores, a partir de la mirada de Julia sobre la reproducción de la pintura, y su fundido encadenado con la original, de la que penden fascinados los ojos del asesino. La pintura es vista, pues, como una desasosegante superficie en la que colisionan dos miradas —la del miedo y la de la muerte—, de cuya comunión se contagia el espectador como paso previo para el crimen. De la guarida del asesino pasamos nuevamente a la imagen de la futura víctima fotografiada, ahora caminando por un parque solitario, y seguida de cerca por los ojos del aquel. Una vez en su casa, la joven se tumba en la cama, y Argento le concede el privilegio extraño de la cámara subjetiva, tantas otras veces cedida a la mirada criminal. Somos, por unos instantes, los ojos de la inminente víctima, y vemos lo que ella ve: el vano de la puerta que da entrada a la habitación queda unos segundos fuera de campo al moverse la joven —la cámara— para apagar un cigarrillo: al volver al punto de partida, el asesino, con gabardina y sombrero, se recorta en dicho vano. Un corte directo, rompiendo el plano subjetivo, muestra un inesperado y provocativo primerísimo plano de la lengua de la joven, que se abre rápidamente mediante un zoom violento, y que canaliza su grito de terror. Siguen varios planos del asesino y la víctima compartiendo el encuadre —él le arranca la ropa con el cuchillo—, combinados con tres esencialísimos primeros planos: la mano de la víctima acusando el dolor, el arma descendiendo, y la almohada salpicada por la sangre. En este impecable ejercicio de concisión late ya la demostrada capacidad de Argento para aunar la sensualidad con el crimen.

—La chica del ascensor. Mucho más escueto es el segundo asesinato que Argento visualiza (otra indefensa chica baja de un coche, entra en un portal, sube una escalera y es asesinada a golpes de navaja), pero merece destacarse por la densidad atmosférica que Argento —con la complicidad maestra de Storaro— extrae de la oscura arquitectura interior, por el picado sobre el hueco triangular de la escalera y, sobre todo, por el brutal desenlace en el ascensor del edificio: un choque de planos entre la imagen incisiva de la navaja y la joven recibiendo cortes en las manos con las que pretende vanamente protegerse, cruel ejercicio quirúrgico de manicura sangrienta que Brian De Palma repetirá, en un escenario similar, para la muerte de Angie Dickinson en «Vestida para matar».

 


  Cazar a una asesina

 

 

La confirmación definitiva del talento de Argento tuvo lugar, más allá de los crímenes descritos hasta ahora, en el abrumador clímax de su opera prima, que es inevitable convocar plano a plano. Tras la muerte del marido de Monica Ranieri, que se ha confesado culpable de los asesinatos (una secuencia filmada con el realismo y la crudeza de los reportajes periodísticos de crónica negra), una rara sensación de extrañeza se adhiere y expande por las imágenes de «El pájaro de las plumas de cristal». Se diría, incluso, que los policías recuperan su condición de figurantes, de extras y actores puntuales que dan por terminado un rodaje después de la última secuencia. Y, sin embargo. Dalmas sigue en el interior de la ficción, negándose a aceptar lo que a todas luces promete ser el definitivo acto, atrapado en una red de misterios que le sigue aislando del mundo con más ímpetu que nunca. La búsqueda de su novia Julia y de su amigo ornitólogo Carlo, ambos desaparecidos tras la muerte de Ranieri, ya no es meramente una operación mecánica que reclama el relato, sino una necesidad vital del personaje para reencontrar su identidad. A la indefensión de Dalmas se une la sospecha de que el verdadero miedo todavía no ha sido desvelado: un sugerente movimiento de cámara con zoom y panorámica, que se inicia con un expresivo picado del protagonista, nos adelanta el lugar en que se oculta el verdadero criminal. Un pasillo y una escalera median entre Dalmas y la verdad, pero ni uno ni otra son ajenos a la densidad del momento: Argento teje un tenso y ominoso halo que interrumpe su vocación realista y que refleja el perfil de lo que serán sus expresivas arquitecturas del miedo. Tres rápidos planos nos muestran la escalera y el pasillo que Dalmas ha dejado atrás, espacios sin figura que refuerzan la tonalidad angustiosa del inminente desenlace.

 

 

 

 

 

Siguen las indagaciones del protagonista.

 

 

Espacios vacíos y en pasado que clausuran toda posibilidad de retorno y preparan a Dalmas y al espectador para cruzar el umbral de la zona prohibida, refugio sagrado para el demiurgo criminal. Dalmas descorre una cortina, ejerciendo una acción casi simbólica, pues está dejando entrar la luz para que el misterio se revele. Esa luz trepa por la superficie de la pintura a la que esta ligado el asesino, y nos descubre a Carlo empuñando un cuchillo, desconcertándonos unos segundos que nos obligan a rebobinar todo el relato. Pero es una falsa alarma que admite el giallo: Carlo está muerto, y el verdadero culpable no tarda en manifestarse. Una risa histérica nos anuncia su aparición. Una figura emerge del fondo de la oscuridad, como naciendo de ella: una figura femenina, Monica Ranieri, la primera de la larga serie de hermosas asesinas que poblarán el cine de Dario Argento. La auténtica caída de telón de «El pájaro de las plumas de cristal» tiene lugar justo entonces, en la galería de arte del inicio, pero está precedida por un golpe visual inolvidable: durante la persecución de la mujer, Dalmas entra por una puerta que le lleva hasta una nueva zona de oscuridad total. Argento mantiene el plano unos segundos, con un encuadre en el que sólo es visible el hueco de la puerta —un rectángulo menor y luminoso inscrito en el gran y oscuro rectángulo que permite el formato panorámico— y luego se produce un súbito relámpago de luz cegadora que nos devuelve al espacio originario, la galería de arte, con la misma Monica Ranieri del inicio, la supuesta víctima primera, como dueña y perversa señora del lugar. El círculo se cierra y Dalmas, al fin, en el corazón mismo de la pantalla del giallo, purga su soltería pusilánime, atrapado por el peso de una escultura cósmica, inoportuna vagina dentada que le arroja la Ranieri. La llegada de la policía y la invocación del nombre de Julia como su salvadora no dejan lugar a dudas sobre el destino final de Dalmas. El misterio que le alejaba de Julia y Nueva York, y en el cual afianzaba inconscientemente su independencia, ha tocado a su fin. Un expeditivo rite de passage con indiscutible sabor a giallo hace de Dalmas un nuevo personaje, que acude sumiso al avión donde le aguardan los brazos de su compañera. Aunque es posible que, después de todo. Sam Dalmas, escritor de éxito, vuelva a Roma con los rasgos de Peter Neal, el protagonista de la aún lejana «Tenebrae», para entrar nueva y definitivamente en los laberintos fascinantes que Dario Argento ha puesto en marcha, dando ensangrentadas alas de giallo a aquel primitivo pájaro de las plumas de cristal.

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