EL GATO
DE LAS NUEVE COLAS
— 1971 —
La rapidez con la que Dario Argento se puso al frente de «El gato de las
nueve colas» traducía la favorable acogida que se dispensó a su ópera prima,
una acogida que incentivó, de paso, la puesta en marcha del giallo en el interior de la industria
cinematográfica italiana. Para su segunda película. Argento recurrió a dos
actores norteamericanos con cierto renombre: el veterano Karl Malden y el
apuesto James Franciscus. A ellos se unió la bella Catherine Spaak. El
argumento del film —concebido en colaboración con Luigi Collo y Dardano
Sacchetti— se inspiraba en dos anteriores producciones anglosajonas: el clásico
de Robert Siodmak «La escalera de caracol», en el que un psicópata invisible
—sólo veíamos su ojo— asesinaba a jóvenes con algún defecto físico, y un thriller británico de 1969, «Twisted
Nerve», escrito por el guionista de «El fotógrafo del pánico» Leo Marks, que
aportaría la idea de la doble “Y” cromosómica como forma de identificación de
la psicología criminal.
Sinopsis
Ciego a causa de un accidente que le alejó del periodismo, Franco Arno
(Karl Malden) vive en compañía de una sobrina de corta edad, Lori (Cinzia De
Coralis). Una noche en que ambos vuelven a casa. Amo escucha una extraña
conversación en un coche aparcado frente al vecino Instituto Terzi, sociedad
científica que tiene como objetivo el estudio de la genética. Esa misma noche,
uno de los ocupantes del coche entra clandestinamente en el Instituto tras
golpear furiosamente al guarda. Por la mañana, cuando el periodista Bruno
Giordani (James Franciscus) se dirige al instituto para cubrir la noticia del
misterioso asalto, se tropieza con Amo, y, después de percatarse de su ceguera,
le informa de lo sucedido. Ya en el interior del instituto, conversa con el
fotógrafo de su periódico, Righetto (Vitorio Congia), y con el comisario Spimi
(Pier Paolo Capponi), amigo personal y encargado del caso. Spimi manifiesta su
sorpresa ante el hecho de que nada se ha sustraído. Quien sí parece saber lo
ocurrido es el doctor Calabresi (Carlo Alighiero), que transmite sus certeras
sospechas a su amante Bianca Merusi (Rada Rassimov), y que acude, acto seguido,
a una estación de tren, donde se ha citado con el responsable del asalto
nocturno. Este aprovecha la llegada de uno de los trenes para empujar a
Calabresi a las vías. Casualmente, Righetto se encuentra en el lugar, y
fotografía lo que parece sólo un accidente. Lori, la sobrina de Arno, reconoce
a Calabresi, cuya muerte ocupa la primera plana del periódico, como uno de los
dos hombres que conversaban en el interior del coche. Arno contacta con
Giordani y le expone la extraña coincidencia. Ambos barajan la posibilidad de
que la fotografía del accidente contenga más información. Giordani telefonea a
Righetto y le pide que analice el negativo. Pero mientras Giordani y Arno se
dirigen al domicilio del fotógrafo, éste es estrangulado sádicamente. Arno y
Giordani unen sus fuerzas para encontrar al culpable, a pesar de diversos
intentos criminales que se ciernen sobre ellos. Se perfilan varios sospechosos,
todos vinculados al Instituto de investigación genética: los doctores Casoni
(Aldo Reggiani), Mombelli (Emilio Marchesini) y Braun (Horts Frank), —que
aparecerá posteriormente asesinado—, el propio Terzi (Tino Carraro) y su hija
Anna (Catherine Spaak). Giordani inicia una relación sentimental con ésta, que
le proporciona información sobre los sospechosos.
Bianca Merusi, la que fuera amante de Calabresi, también tiene sus
sospechas. Llevada de una intuición, busca en el coche aparcado del difunto, se
hace con una hoja de la agenda donde está anotado el nombre del asesino y la
esconde en el interior de su medallón. Pero, después de citar a Arno para
ofrecerle tan decisiva prueba, es asesinada en su apartamento. El doctor Casoni
refiere a Giordani los últimos experimentos del Instituto Terzi, basados en una
teoría según la cual si el cuadro cromosómico de un individuo se cierra con la
tríada XYY, ese individuo tendrá una natural tendencia a la criminalidad.
Llevados por la intuición de Arno, éste y Giordano profanan la tumba de Bianca
Merusi en busca del medallón que contenía el nombre del asesino. Pero éste
irrumpe en escena antes de que puedan leer el nombre y huye con la nota. Amo
tiene tiempo de herirle con su bastón de estoque. Para evitar el asedio al que
está siendo sometido, el criminal secuestra a Lori, la sobrina del ciego.
Giordani pide ayuda a su amigo Spimi, y ambos registran el hogar y el instituto
de los Terzi, hasta encontrar a Lori en la azotea. Su secuestrador no es otro
que el joven y brillante doctor Casoni. Giordani y el asesino luchan, y el
primero es herido. Aparece Amo, ante quien el médico reconoce que su cuadro
cromosomático terminaba en las fatídicas XYY (síntoma inequívoco de su
condición criminal), y que el doctor Calabresi se proponía chantajearlo. Amo y
Casoni forcejean, y éste último cae a través del hueco del ascensor.
Lori en el cuarto de los ratones.
Ojos asesinos
El título de «El gato de las nueve colas», nada tiene que ver con la vida
animada, y sí con el número de pistas que los protagonistas contabilizan antes
de resolver el enigma: nueve pistas, como nueve son las terminaciones de los
látigos de castigo que utilizaban los piratas, conocidos como gatos de las
nueve colas, según refiere el viejo Arno a su amigo Giordani. Un título, en
definitiva, tan abstracto como el de «El pájaro de las plumas de cristal», cuya
fascinación zoológica enmarca una nueva investigación policíaca (aún está lejos
el giallo sobrenatural), que mezcla
los mecanismos del whodunit (la
localización de un asesino entre diversos sospechosos), con la poética hitchcokiana
del macguffin (la constante búsqueda
de objetos como trampolín para la acción dramática). La herencia de la
literatura criminal sigue siendo evidente, además, en el tratamiento de sus dos
protagonistas. Los modelos referenciales de Arno y Giordani, los dos
investigadores de esta nueva serie criminal, pueden rastrearse en parejas
carismáticas del género como Perry Mason y Paul Drake en las obras de Earle
Stanley Gardner, Nero Wolfe y Archie Goodvvin en las de Rex Stout, o Ed Hunter
y su tío Am en las de Fredric Brown, por citar algunas amistades literarias
caracterizadas por una matemática división entre cerebro y piernas. El cerebro
del dúo es Arno, un enigmático periodista ciego, dedicado a confeccionar
jeroglíficos y provisto de un bastón con un cuchillo escondido en su extremo,
que bien pudiera ser el reflejo violento de un pasado turbio que no nos será
revelado jamás. Giordani, la parte activa —y atractiva— de este dúo de
periodistas investigadores, sustituye el bastón por unos buenos puños y, en la
mejor tradición de los añejos héroes edgarwallacianos, se presenta dispuesto a
combinar los lances épicos con las tribulaciones sentimentales. (Tan atento
debió de estar a las enseñanzas del maestro ciego, que el actor que lo
encarnaba, James Franciscus, no tardaría en heredar esa ceguera sabia cuando,
dos años después, interpretase al abogado invidente Longstreet en la homónima
serie de televisión). El film, sin embargo, trasciende el material de base
policíaca, para privilegiar el territorio del Miedo sobre el del Enigma, y
encontrar en aquel su vocación auténtica. Es lícito aventurar que Argento está
reescribiendo el género en busca de nuevos códigos que le permitan la máxima
creatividad, códigos que sólo encontrará plenamente a partir de «Rojo oscuro».
Buen ejemplo de esa búsqueda obstinada es la magnífica apertura de «El gato de
las nueve colas», donde una conversación sorprendida al azar en el interior de
un automóvil aparcado —mientras Amo y su sobrina caminan de regreso a casa—
enhebra, en la imaginación oracular del ciego, imágenes teñidas de siniestros
presagios. Una vez en el apartamento, Arno acuesta a su sobrina, y queda solo,
dedicado a su cotidiana actividad de confeccionar crucigramas en clave Braille.
Pero la llamada del miedo ya ha tenido lugar en la captura de esa breve
conversación criminal. Lo que viene a continuación es un abanico de imágenes
nacidas para corroborarlo —Arno, desde el interior del edificio, presiente la
mirada criminal que late en la calle—, a partir de métodos más propios de lo
que consideraríamos un cine de arte y ensayo que de la pura caligrafía de un psychothriller. Argento, lisa y
llanamente, se atreve a insertarnos un flashforward
(la imagen enigmática de un cuerpo cayendo) que, unos segundos después, veremos
completar en tiempo presente. ¿Premonición oracular del ciego, sumido en sus
pensamientos? ¿Imagen subjetiva del ojo asesino, que, desde el exterior del
edificio, contempla un retazo de su actividad inminente? Argento no responde.
Pero el recurso del flashforward
(figura retórica que Argento utiliza con intención elíptica en varias
ocasiones, aunque con desigual fortuna), indica hasta qué punto el cineasta
desafía la lógica lineal de lo narrativo para explorar e investigar los
mecanismos del miedo a través del montaje. Lo que sí deja claro la secuencia es
el duelo de paradójicos poderes que ha de enfrentar, en los noventa minutos
sucesivos, el ojo criminal con la mirada ciega (pero sabia) del investigador.
Después del plano del cuerpo cayendo, Arno abre una de las indiscretas ventanas
que dan a la calle. Un plano general desde el exterior nos lo muestra en el
borde. Hay una ligera vibración en la textura de este plano, que delata su
condición subjetiva, de mirada proveniente de un sujeto oculto en el exterior.
A continuación, la pantalla se llena con el primerísimo plano de un ojo, motivo
icónico habitual en la posterior obra de Argento, y consustancialmente ligado
al asesino. El siguiente plano retoma la fachada del edificio y tras una
panorámica —seguimos sujetos a la mirada del ojo— recupera, en el mismo punto,
la desconcertante imagen del hombre caído que se interpuso al primer plano de
Arno antes mencionado, desvelándonos así su naturaleza de flashforward. Al margen de su efecto turbador, la secuencia
encauza su sentido límite en la paradoja que se establece entre la
imposibilidad de la mirada en Arno, que es ciego, y ese ojo gigante, de
naturaleza monstruosa, cuyo deseo excesivo e incontenible prolongará algunos
planos subjetivos de largo calibre. Un ojo, pues, contra un ciego: un ojo de
mirada fálica y voraz, que será destruido por la parte más oscura de Arno, que
no es la ceguera, sino un punto en su memoria (“¿No cree que siempre hay algo que no está claro en el pasado de todo el
mundo?” —le dirá a Giordani), y que, como hemos advertido, parece
encarnarse en el cuchillo que duerme en el extremo de su bastón. A lo largo del
film. Argento hace lo posible para utilizar la ceguera de Arno en abierta
oposición al tratamiento que le dio Terence Young, sólo dos años antes, en su
celebrado film «Sola en la oscuridad». Allí, la ceguera dejaba a la
protagonista a merced de sus peligrosos antagonistas; en el caso de «El gato de
las nueve colas», Arno está siempre fuera de las secuencias de amenaza y, en
contrapartida irónica, es Giordani quien sufre en sus carnes los peligros que
esconde el relato, hasta convertirse en víctima directa de la oscuridad más
aterradora, al quedar atrapado en el panteón junto al cadáver de Blanca Merusi.
Al fin y al cabo, todas las víctimas del criminal han visto su rostro, y por
ello perecen, pero sólo el ciego, auténtico Tiresias de este thriller en clave oracular, sobrevive
sabiamente, y marca al asesino con su bastón de estoque, precipitando su caída.
Cadáveres exquisitos
—El doctor Calabresi. La presencia del ojo, y un largo plano subjetivo,
vehiculan el trazado inicial de la secuencia de la estación, en la que perece
el doctor Calabresi. Los diferentes movimientos de la cámara esperando la
llegada del tren —dos panorámicas de derecha a izquierda y viceversa—
transmiten la impaciencia de quien siente crecer el impulso criminal en medio
de esa borrachera de cromosomas asesinos
que se revela en el pintoresco desenlace. Esa vorágine interior se formaliza
cuando el criminal empuja a Calabresi fuera del andén, en un acto que comporta
un deje de trágica sorpresa por ambas partes: la del hombre que se descubre
capaz de matar —pensemos que es su primer asesinato— y la de la víctima que no
espera morir. El rostro de Calabresi se convierte en una máscara sobre la que
se cincela el horror descarnado de la muerte, en una secuencia que quiere
atrapar la mayor cantidad de detalles en el menor tiempo: su expresión
desconcertada al ser expulsado fuera del campo de visión del asesino, su caída
que se sabe sin retorno y su cara chocando con la parte frontal de la máquina,
antes de llegar al plano conclusivo de su cuerpo desmadejado bajo las ruedas
del tren y a un bello correlato metafórico de su sangre invisible: el jersey
rojo intenso de un anónimo viajero que atraviesa el andén se apodera por
completo del encuadre, para ratificar de forma abstracta el estallido simbólico
de la muerte. Y es que en esta aparatosa espiral que engulle a la víctima para
mostrarnos progresivamente su miedo ante lo irremediable y su cuerpo roto tras
la colisión, no es el mecanismo del crimen (por otra parte brillante), sino el
terror que se desborda de su interior, lo que Argento anhela conducir hasta la
superficie de la pantalla.
Uno de los sospechosos de «El gato de las nueve colas».
—El fotógrafo Righetti. Una fotografía que guarda dentro de su encuadre un
perturbador secreto, un mecánico click capaz de perfilar un infierno: de “Las babas del diablo” en palabra de
Cortázar a las imágenes pop del «Blow up» de Antonioni —sin olvidar aquel
revelador macguffin fotográfico que
William Irish concibió para su novela ‘La negra senda del miedo’ (una
fotografía inocente denunciando, sin saberlo, una culpable mano criminal)—, el
fotógrafo Righetti de «El gato de las nueve colas» podría encontrar multitud de
referentes en los que reflejarse para objetivar su condición de azaroso
depositario de una prueba criminal contenida en una de sus fotografías. Pero
para saber VER —efecto irónico
típicamente argentoniano— hay que ser ciego como Amo. Ver sin saber significa
la muerte, al menos según la lógica que rige la conducta de «El gato de las
nueve colas». Como antes Calabresi (que no sabe ver y por eso muere) y más
tarde Bianca Merusi (que leerá el nombre del culpable sólo a tiempo para ser su
víctima), Righetto descubre demasiado tarde la mano del criminal invadiendo su
fotografía. La secuencia de su asesinato, situada (no podía ser de otra forma)
en su laboratorio fotográfico, viene precedida del habitual cortejo de planos
que tensa el tiempo antes del desenlace: la puerta inexplicablemente abierta,
la cámara que se detiene en el espacio unos segundos más de lo que se espera y
la música intermitente de Morricone, que cesa de súbito para dejarnos oír el
sonido del lazo que va a segar la vida del fotógrafo. El crimen se desarrolla
bajo una luz verde —Righetto esta revelando la fotografía— que hace de él un
cadáver antes de llegar a serlo. Nuevamente, el desbordamiento simbólico de las
imágenes es superior a la pura ejecución del crimen. Los angustiantes planos de
la boca abierta en pos del aire y el lazo que se adhiere al cuello como un
reptil enloquecido actúan de percutores del miedo, pero es el rostro del
fotógrafo el lugar donde se escribe el tránsito de la agonía a la muerte, y
donde apunta la cámara de Argento a fin de atrapar el descarnado horror del
instante. La tensión, lejos de relajarse, se mantiene con la llegada inmediata
de Giordani y Arno. El asesino, en cámara subjetiva, abandona el portal después
de que el periodista haya subido al apartamento del fotógrafo. En la calle, la
paradoja inquietante entre la mirada ostentosa del criminal y la no-mirada de
Arno vuelve a reproducir el desasosiego que nos transmitía en el arranque del
film: el movimiento continuo de la cámara se interrumpe para mostrarnos el ojo
del asesino, bajo el rasgo mayúsculo del plano detalle, en un instante de
naturaleza exclamatoria, de sorpresa y desconcierto, al descubrir al ciego en
un contexto que no esperaba. Un plano de Arno escuchando los pasos del criminal
que se alejan nos hace abandonar la intimidad del asesino —su ojo y su mirada—,
para trasladarnos a la inquietud sin forma que pugna en la oscuridad del
veterano periodista, que parece relacionar la cadencia de los pasos con los que
oyera desde su casa la primera noche. Sin embargo, pronto recuperamos el plano
subjetivo del asesino alejándose del lugar.
—Bianca Merusi. La muerte de Bianca Merussi sola en casa, sigue parámetros
similares a los del fotógrafo, pero Argento la construye sobre un descarnado e
hiriente realismo, que en el caso de Righeti se veía distanciado por el color
verde de la iluminación. Bianca muere en su apartamento, sometida a un largo y
exasperante estrangulamiento por lazo. La vemos debatirse a través de la mirada
subjetiva del asesino, en una proximidad que incomoda. Se trata de aprehender,
en el instante, toda la fisicidad posible que conlleva el miedo y la agonía de
la muerte. No existe esa sensualidad perversa que Argento perpetrará en los
crímenes venideros. Hay, en este acto violento, una suciedad y hasta una
vulgaridad que lo humanizan. El plano a ras de suelo de Bianca con la boca
desencajada, sometida al último estertor, es de una duración perversa que
busca, una vez más, filmar el límite entre el cuerpo vivo todavía y el inminente
cadáver.
El cadáver profanado (nace la ‘sequenza
lunga’)
Con la secuencia del cementerio y la profanación del cadáver de Bianca
(homenaje, según Argento, a la necrofilia de su admirado Edgar Alan Poe,) el
director inaugura lo que el llama sequenze
lunghe, un modelo de representación que será decisivo en la estructura de
sus films venideros. La sequenza lunga
supone un relato autosuficiente que sobresale del relato principal, capítulos
con su propia estructura de presentación, nudo y desenlace, y que acostumbra a
tener en el asesinato su epicentro motor. En esta primera exploración, el
cineasta romano busca el pulso de la secuencia en el terror atávico que se pone
inexorablemente en marcha cuando se filma un cementerio y se tiene por objetivo
profanar una tumba para hacerse con un molesto macguffin que reposa alrededor del cuello de un cadáver. Si a la
excéntrica pareja de protagonistas (el periodista ciego guiando a su compañero)
añadimos la presencia de un peligroso criminal, tendremos una de las colas más
inolvidables del metafórico felino que da título al film. La sequenza esconde, en su resolución, al
desconcertado Giordani encerrado en la oscuridad tenebrosa del panteón, y su
encuentro con un Amo poseído por una mirada impensable en el personaje —una
mirada aprehendida en oportuno primerísimo plano—, empuñando el bastón que
ahora es un arma mortífera.
Cartel original italiano.
Crimen interruptus: la leche envenenada
Una de los más extraños momentos del film acontece entre Anna y Giordani en
el apartamento de este último, cuando están a punto de beber unos vasos de
leche envenenada dispuestos por el asesino. En esta secuencia sorprendente,
Argento combina un extraño e insólito juego de erotismo y muerte. Hay, al
principio, un diálogo desafortunado entre ambos que invita al rubor, pero luego
la situación toma un cariz visual imprevisible. Está resuelta de forma
elíptica, a partir de diferentes primeros planos: la mirada alternada de los
dos amantes —tensa la de él, ausente y temerosa la de ella—, el plano de un
brazo que resbala sensualmente por el sofá, un plano recordando los dos
cartones de leche envenenada, y otro del pie de la mujer moviéndose con suave
ligereza. Estamos ante una secuencia de pulso hipnótico, de un erotismo mórbido,
que parece querer desbordarse en su contención y silencio asfixiante, apuntando
indistintamente hacia el amor y hacia la muerte. En el futuro. Argento
resolverá esa disyuntiva decantándose sin ambages hacia el lado de la muerte, y
convirtiendo el asesinato en aria metafórica y sustitutiva del lance sexual.
Hay que anotar aún, en relación a esta secuencia misteriosa, el suspense de
cuño hitchcockiano en torno a la leche envenenada. Giordani —que es abstemio—
no tiene nada mejor que ofrecer a la joven. Los dos vasos de leche se
convierten en el centro gravitatorio de la secuencia, que va afilando sus
puntas de manera inexorable: a) Giordani con los dos vasos acercándose a la
cámara, b) travelling de aproximación
a Anna con los dos vasos en primerísimo término. Sin embargo, una llamada
telefónica de Arno, que ha sido víctima a su vez de un atentado, pone en alerta
al periodista y evita el envenenamiento. La solución, todo hay que decirlo, no
convence al completo. La llamada es demasiado oportuna, y el off al que se ve sujeto el personaje de
Amo le resta entereza al conjunto.
Ascensor para el cadalso
El desenlace, en el tejado del instituto Terzi, viene presidido por el
sadismo habitual del realizador, que compone un violentísimo enfrentamiento entre
Giordani y Casoni, dejando al primero malherido —nada más sabremos de él— y
reservando al criminal la impactante caída a través del hueco del ascensor,
caída que combina un escalofriante plano subjetivo —las manos agarrándose y
desgarrándose en los cables engrasados— con el punto y final del cuerpo
chocando con el ascensor.
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