sábado, 27 de mayo de 2023

Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé EL GATO DE LAS NUEVE COLAS — 1971 —

 





  EL GATO DE LAS NUEVE COLAS

 

— 1971 —

 

 

La rapidez con la que Dario Argento se puso al frente de «El gato de las nueve colas» traducía la favorable acogida que se dispensó a su ópera prima, una acogida que incentivó, de paso, la puesta en marcha del giallo en el interior de la industria cinematográfica italiana. Para su segunda película. Argento recurrió a dos actores norteamericanos con cierto renombre: el veterano Karl Malden y el apuesto James Franciscus. A ellos se unió la bella Catherine Spaak. El argumento del film —concebido en colaboración con Luigi Collo y Dardano Sacchetti— se inspiraba en dos anteriores producciones anglosajonas: el clásico de Robert Siodmak «La escalera de caracol», en el que un psicópata invisible —sólo veíamos su ojo— asesinaba a jóvenes con algún defecto físico, y un thriller británico de 1969, «Twisted Nerve», escrito por el guionista de «El fotógrafo del pánico» Leo Marks, que aportaría la idea de la doble “Y” cromosómica como forma de identificación de la psicología criminal.

 

 

  Sinopsis

 

 

Ciego a causa de un accidente que le alejó del periodismo, Franco Arno (Karl Malden) vive en compañía de una sobrina de corta edad, Lori (Cinzia De Coralis). Una noche en que ambos vuelven a casa. Amo escucha una extraña conversación en un coche aparcado frente al vecino Instituto Terzi, sociedad científica que tiene como objetivo el estudio de la genética. Esa misma noche, uno de los ocupantes del coche entra clandestinamente en el Instituto tras golpear furiosamente al guarda. Por la mañana, cuando el periodista Bruno Giordani (James Franciscus) se dirige al instituto para cubrir la noticia del misterioso asalto, se tropieza con Amo, y, después de percatarse de su ceguera, le informa de lo sucedido. Ya en el interior del instituto, conversa con el fotógrafo de su periódico, Righetto (Vitorio Congia), y con el comisario Spimi (Pier Paolo Capponi), amigo personal y encargado del caso. Spimi manifiesta su sorpresa ante el hecho de que nada se ha sustraído. Quien sí parece saber lo ocurrido es el doctor Calabresi (Carlo Alighiero), que transmite sus certeras sospechas a su amante Bianca Merusi (Rada Rassimov), y que acude, acto seguido, a una estación de tren, donde se ha citado con el responsable del asalto nocturno. Este aprovecha la llegada de uno de los trenes para empujar a Calabresi a las vías. Casualmente, Righetto se encuentra en el lugar, y fotografía lo que parece sólo un accidente. Lori, la sobrina de Arno, reconoce a Calabresi, cuya muerte ocupa la primera plana del periódico, como uno de los dos hombres que conversaban en el interior del coche. Arno contacta con Giordani y le expone la extraña coincidencia. Ambos barajan la posibilidad de que la fotografía del accidente contenga más información. Giordani telefonea a Righetto y le pide que analice el negativo. Pero mientras Giordani y Arno se dirigen al domicilio del fotógrafo, éste es estrangulado sádicamente. Arno y Giordani unen sus fuerzas para encontrar al culpable, a pesar de diversos intentos criminales que se ciernen sobre ellos. Se perfilan varios sospechosos, todos vinculados al Instituto de investigación genética: los doctores Casoni (Aldo Reggiani), Mombelli (Emilio Marchesini) y Braun (Horts Frank), —que aparecerá posteriormente asesinado—, el propio Terzi (Tino Carraro) y su hija Anna (Catherine Spaak). Giordani inicia una relación sentimental con ésta, que le proporciona información sobre los sospechosos.

Bianca Merusi, la que fuera amante de Calabresi, también tiene sus sospechas. Llevada de una intuición, busca en el coche aparcado del difunto, se hace con una hoja de la agenda donde está anotado el nombre del asesino y la esconde en el interior de su medallón. Pero, después de citar a Arno para ofrecerle tan decisiva prueba, es asesinada en su apartamento. El doctor Casoni refiere a Giordani los últimos experimentos del Instituto Terzi, basados en una teoría según la cual si el cuadro cromosómico de un individuo se cierra con la tríada XYY, ese individuo tendrá una natural tendencia a la criminalidad. Llevados por la intuición de Arno, éste y Giordano profanan la tumba de Bianca Merusi en busca del medallón que contenía el nombre del asesino. Pero éste irrumpe en escena antes de que puedan leer el nombre y huye con la nota. Amo tiene tiempo de herirle con su bastón de estoque. Para evitar el asedio al que está siendo sometido, el criminal secuestra a Lori, la sobrina del ciego. Giordani pide ayuda a su amigo Spimi, y ambos registran el hogar y el instituto de los Terzi, hasta encontrar a Lori en la azotea. Su secuestrador no es otro que el joven y brillante doctor Casoni. Giordani y el asesino luchan, y el primero es herido. Aparece Amo, ante quien el médico reconoce que su cuadro cromosomático terminaba en las fatídicas XYY (síntoma inequívoco de su condición criminal), y que el doctor Calabresi se proponía chantajearlo. Amo y Casoni forcejean, y éste último cae a través del hueco del ascensor.

 

 

 

 

 

Lori en el cuarto de los ratones.

 

 

  Ojos asesinos

 

 

El título de «El gato de las nueve colas», nada tiene que ver con la vida animada, y sí con el número de pistas que los protagonistas contabilizan antes de resolver el enigma: nueve pistas, como nueve son las terminaciones de los látigos de castigo que utilizaban los piratas, conocidos como gatos de las nueve colas, según refiere el viejo Arno a su amigo Giordani. Un título, en definitiva, tan abstracto como el de «El pájaro de las plumas de cristal», cuya fascinación zoológica enmarca una nueva investigación policíaca (aún está lejos el giallo sobrenatural), que mezcla los mecanismos del whodunit (la localización de un asesino entre diversos sospechosos), con la poética hitchcokiana del macguffin (la constante búsqueda de objetos como trampolín para la acción dramática). La herencia de la literatura criminal sigue siendo evidente, además, en el tratamiento de sus dos protagonistas. Los modelos referenciales de Arno y Giordani, los dos investigadores de esta nueva serie criminal, pueden rastrearse en parejas carismáticas del género como Perry Mason y Paul Drake en las obras de Earle Stanley Gardner, Nero Wolfe y Archie Goodvvin en las de Rex Stout, o Ed Hunter y su tío Am en las de Fredric Brown, por citar algunas amistades literarias caracterizadas por una matemática división entre cerebro y piernas. El cerebro del dúo es Arno, un enigmático periodista ciego, dedicado a confeccionar jeroglíficos y provisto de un bastón con un cuchillo escondido en su extremo, que bien pudiera ser el reflejo violento de un pasado turbio que no nos será revelado jamás. Giordani, la parte activa —y atractiva— de este dúo de periodistas investigadores, sustituye el bastón por unos buenos puños y, en la mejor tradición de los añejos héroes edgarwallacianos, se presenta dispuesto a combinar los lances épicos con las tribulaciones sentimentales. (Tan atento debió de estar a las enseñanzas del maestro ciego, que el actor que lo encarnaba, James Franciscus, no tardaría en heredar esa ceguera sabia cuando, dos años después, interpretase al abogado invidente Longstreet en la homónima serie de televisión). El film, sin embargo, trasciende el material de base policíaca, para privilegiar el territorio del Miedo sobre el del Enigma, y encontrar en aquel su vocación auténtica. Es lícito aventurar que Argento está reescribiendo el género en busca de nuevos códigos que le permitan la máxima creatividad, códigos que sólo encontrará plenamente a partir de «Rojo oscuro». Buen ejemplo de esa búsqueda obstinada es la magnífica apertura de «El gato de las nueve colas», donde una conversación sorprendida al azar en el interior de un automóvil aparcado —mientras Amo y su sobrina caminan de regreso a casa— enhebra, en la imaginación oracular del ciego, imágenes teñidas de siniestros presagios. Una vez en el apartamento, Arno acuesta a su sobrina, y queda solo, dedicado a su cotidiana actividad de confeccionar crucigramas en clave Braille. Pero la llamada del miedo ya ha tenido lugar en la captura de esa breve conversación criminal. Lo que viene a continuación es un abanico de imágenes nacidas para corroborarlo —Arno, desde el interior del edificio, presiente la mirada criminal que late en la calle—, a partir de métodos más propios de lo que consideraríamos un cine de arte y ensayo que de la pura caligrafía de un psychothriller. Argento, lisa y llanamente, se atreve a insertarnos un flashforward (la imagen enigmática de un cuerpo cayendo) que, unos segundos después, veremos completar en tiempo presente. ¿Premonición oracular del ciego, sumido en sus pensamientos? ¿Imagen subjetiva del ojo asesino, que, desde el exterior del edificio, contempla un retazo de su actividad inminente? Argento no responde. Pero el recurso del flashforward (figura retórica que Argento utiliza con intención elíptica en varias ocasiones, aunque con desigual fortuna), indica hasta qué punto el cineasta desafía la lógica lineal de lo narrativo para explorar e investigar los mecanismos del miedo a través del montaje. Lo que sí deja claro la secuencia es el duelo de paradójicos poderes que ha de enfrentar, en los noventa minutos sucesivos, el ojo criminal con la mirada ciega (pero sabia) del investigador. Después del plano del cuerpo cayendo, Arno abre una de las indiscretas ventanas que dan a la calle. Un plano general desde el exterior nos lo muestra en el borde. Hay una ligera vibración en la textura de este plano, que delata su condición subjetiva, de mirada proveniente de un sujeto oculto en el exterior. A continuación, la pantalla se llena con el primerísimo plano de un ojo, motivo icónico habitual en la posterior obra de Argento, y consustancialmente ligado al asesino. El siguiente plano retoma la fachada del edificio y tras una panorámica —seguimos sujetos a la mirada del ojo— recupera, en el mismo punto, la desconcertante imagen del hombre caído que se interpuso al primer plano de Arno antes mencionado, desvelándonos así su naturaleza de flashforward. Al margen de su efecto turbador, la secuencia encauza su sentido límite en la paradoja que se establece entre la imposibilidad de la mirada en Arno, que es ciego, y ese ojo gigante, de naturaleza monstruosa, cuyo deseo excesivo e incontenible prolongará algunos planos subjetivos de largo calibre. Un ojo, pues, contra un ciego: un ojo de mirada fálica y voraz, que será destruido por la parte más oscura de Arno, que no es la ceguera, sino un punto en su memoria (“¿No cree que siempre hay algo que no está claro en el pasado de todo el mundo?” —le dirá a Giordani), y que, como hemos advertido, parece encarnarse en el cuchillo que duerme en el extremo de su bastón. A lo largo del film. Argento hace lo posible para utilizar la ceguera de Arno en abierta oposición al tratamiento que le dio Terence Young, sólo dos años antes, en su celebrado film «Sola en la oscuridad». Allí, la ceguera dejaba a la protagonista a merced de sus peligrosos antagonistas; en el caso de «El gato de las nueve colas», Arno está siempre fuera de las secuencias de amenaza y, en contrapartida irónica, es Giordani quien sufre en sus carnes los peligros que esconde el relato, hasta convertirse en víctima directa de la oscuridad más aterradora, al quedar atrapado en el panteón junto al cadáver de Blanca Merusi. Al fin y al cabo, todas las víctimas del criminal han visto su rostro, y por ello perecen, pero sólo el ciego, auténtico Tiresias de este thriller en clave oracular, sobrevive sabiamente, y marca al asesino con su bastón de estoque, precipitando su caída.

 

 


  Cadáveres exquisitos

 

 

—El doctor Calabresi. La presencia del ojo, y un largo plano subjetivo, vehiculan el trazado inicial de la secuencia de la estación, en la que perece el doctor Calabresi. Los diferentes movimientos de la cámara esperando la llegada del tren —dos panorámicas de derecha a izquierda y viceversa— transmiten la impaciencia de quien siente crecer el impulso criminal en medio de esa borrachera de cromosomas asesinos que se revela en el pintoresco desenlace. Esa vorágine interior se formaliza cuando el criminal empuja a Calabresi fuera del andén, en un acto que comporta un deje de trágica sorpresa por ambas partes: la del hombre que se descubre capaz de matar —pensemos que es su primer asesinato— y la de la víctima que no espera morir. El rostro de Calabresi se convierte en una máscara sobre la que se cincela el horror descarnado de la muerte, en una secuencia que quiere atrapar la mayor cantidad de detalles en el menor tiempo: su expresión desconcertada al ser expulsado fuera del campo de visión del asesino, su caída que se sabe sin retorno y su cara chocando con la parte frontal de la máquina, antes de llegar al plano conclusivo de su cuerpo desmadejado bajo las ruedas del tren y a un bello correlato metafórico de su sangre invisible: el jersey rojo intenso de un anónimo viajero que atraviesa el andén se apodera por completo del encuadre, para ratificar de forma abstracta el estallido simbólico de la muerte. Y es que en esta aparatosa espiral que engulle a la víctima para mostrarnos progresivamente su miedo ante lo irremediable y su cuerpo roto tras la colisión, no es el mecanismo del crimen (por otra parte brillante), sino el terror que se desborda de su interior, lo que Argento anhela conducir hasta la superficie de la pantalla.

 

 

Uno de los sospechosos de «El gato de las nueve colas».

 

 

—El fotógrafo Righetti. Una fotografía que guarda dentro de su encuadre un perturbador secreto, un mecánico click capaz de perfilar un infierno: de “Las babas del diablo” en palabra de Cortázar a las imágenes pop del «Blow up» de Antonioni —sin olvidar aquel revelador macguffin fotográfico que William Irish concibió para su novela ‘La negra senda del miedo’ (una fotografía inocente denunciando, sin saberlo, una culpable mano criminal)—, el fotógrafo Righetti de «El gato de las nueve colas» podría encontrar multitud de referentes en los que reflejarse para objetivar su condición de azaroso depositario de una prueba criminal contenida en una de sus fotografías. Pero para saber VER —efecto irónico típicamente argentoniano— hay que ser ciego como Amo. Ver sin saber significa la muerte, al menos según la lógica que rige la conducta de «El gato de las nueve colas». Como antes Calabresi (que no sabe ver y por eso muere) y más tarde Bianca Merusi (que leerá el nombre del culpable sólo a tiempo para ser su víctima), Righetto descubre demasiado tarde la mano del criminal invadiendo su fotografía. La secuencia de su asesinato, situada (no podía ser de otra forma) en su laboratorio fotográfico, viene precedida del habitual cortejo de planos que tensa el tiempo antes del desenlace: la puerta inexplicablemente abierta, la cámara que se detiene en el espacio unos segundos más de lo que se espera y la música intermitente de Morricone, que cesa de súbito para dejarnos oír el sonido del lazo que va a segar la vida del fotógrafo. El crimen se desarrolla bajo una luz verde —Righetto esta revelando la fotografía— que hace de él un cadáver antes de llegar a serlo. Nuevamente, el desbordamiento simbólico de las imágenes es superior a la pura ejecución del crimen. Los angustiantes planos de la boca abierta en pos del aire y el lazo que se adhiere al cuello como un reptil enloquecido actúan de percutores del miedo, pero es el rostro del fotógrafo el lugar donde se escribe el tránsito de la agonía a la muerte, y donde apunta la cámara de Argento a fin de atrapar el descarnado horror del instante. La tensión, lejos de relajarse, se mantiene con la llegada inmediata de Giordani y Arno. El asesino, en cámara subjetiva, abandona el portal después de que el periodista haya subido al apartamento del fotógrafo. En la calle, la paradoja inquietante entre la mirada ostentosa del criminal y la no-mirada de Arno vuelve a reproducir el desasosiego que nos transmitía en el arranque del film: el movimiento continuo de la cámara se interrumpe para mostrarnos el ojo del asesino, bajo el rasgo mayúsculo del plano detalle, en un instante de naturaleza exclamatoria, de sorpresa y desconcierto, al descubrir al ciego en un contexto que no esperaba. Un plano de Arno escuchando los pasos del criminal que se alejan nos hace abandonar la intimidad del asesino —su ojo y su mirada—, para trasladarnos a la inquietud sin forma que pugna en la oscuridad del veterano periodista, que parece relacionar la cadencia de los pasos con los que oyera desde su casa la primera noche. Sin embargo, pronto recuperamos el plano subjetivo del asesino alejándose del lugar.

—Bianca Merusi. La muerte de Bianca Merussi sola en casa, sigue parámetros similares a los del fotógrafo, pero Argento la construye sobre un descarnado e hiriente realismo, que en el caso de Righeti se veía distanciado por el color verde de la iluminación. Bianca muere en su apartamento, sometida a un largo y exasperante estrangulamiento por lazo. La vemos debatirse a través de la mirada subjetiva del asesino, en una proximidad que incomoda. Se trata de aprehender, en el instante, toda la fisicidad posible que conlleva el miedo y la agonía de la muerte. No existe esa sensualidad perversa que Argento perpetrará en los crímenes venideros. Hay, en este acto violento, una suciedad y hasta una vulgaridad que lo humanizan. El plano a ras de suelo de Bianca con la boca desencajada, sometida al último estertor, es de una duración perversa que busca, una vez más, filmar el límite entre el cuerpo vivo todavía y el inminente cadáver.

 

 

  El cadáver profanado (nace la ‘sequenza lunga’)

 

 

Con la secuencia del cementerio y la profanación del cadáver de Bianca (homenaje, según Argento, a la necrofilia de su admirado Edgar Alan Poe,) el director inaugura lo que el llama sequenze lunghe, un modelo de representación que será decisivo en la estructura de sus films venideros. La sequenza lunga supone un relato autosuficiente que sobresale del relato principal, capítulos con su propia estructura de presentación, nudo y desenlace, y que acostumbra a tener en el asesinato su epicentro motor. En esta primera exploración, el cineasta romano busca el pulso de la secuencia en el terror atávico que se pone inexorablemente en marcha cuando se filma un cementerio y se tiene por objetivo profanar una tumba para hacerse con un molesto macguffin que reposa alrededor del cuello de un cadáver. Si a la excéntrica pareja de protagonistas (el periodista ciego guiando a su compañero) añadimos la presencia de un peligroso criminal, tendremos una de las colas más inolvidables del metafórico felino que da título al film. La sequenza esconde, en su resolución, al desconcertado Giordani encerrado en la oscuridad tenebrosa del panteón, y su encuentro con un Amo poseído por una mirada impensable en el personaje —una mirada aprehendida en oportuno primerísimo plano—, empuñando el bastón que ahora es un arma mortífera.

 

 

 

 

 

Cartel original italiano.

 

 

 

  Crimen interruptus: la leche envenenada

 

 

Una de los más extraños momentos del film acontece entre Anna y Giordani en el apartamento de este último, cuando están a punto de beber unos vasos de leche envenenada dispuestos por el asesino. En esta secuencia sorprendente, Argento combina un extraño e insólito juego de erotismo y muerte. Hay, al principio, un diálogo desafortunado entre ambos que invita al rubor, pero luego la situación toma un cariz visual imprevisible. Está resuelta de forma elíptica, a partir de diferentes primeros planos: la mirada alternada de los dos amantes —tensa la de él, ausente y temerosa la de ella—, el plano de un brazo que resbala sensualmente por el sofá, un plano recordando los dos cartones de leche envenenada, y otro del pie de la mujer moviéndose con suave ligereza. Estamos ante una secuencia de pulso hipnótico, de un erotismo mórbido, que parece querer desbordarse en su contención y silencio asfixiante, apuntando indistintamente hacia el amor y hacia la muerte. En el futuro. Argento resolverá esa disyuntiva decantándose sin ambages hacia el lado de la muerte, y convirtiendo el asesinato en aria metafórica y sustitutiva del lance sexual. Hay que anotar aún, en relación a esta secuencia misteriosa, el suspense de cuño hitchcockiano en torno a la leche envenenada. Giordani —que es abstemio— no tiene nada mejor que ofrecer a la joven. Los dos vasos de leche se convierten en el centro gravitatorio de la secuencia, que va afilando sus puntas de manera inexorable: a) Giordani con los dos vasos acercándose a la cámara, b) travelling de aproximación a Anna con los dos vasos en primerísimo término. Sin embargo, una llamada telefónica de Arno, que ha sido víctima a su vez de un atentado, pone en alerta al periodista y evita el envenenamiento. La solución, todo hay que decirlo, no convence al completo. La llamada es demasiado oportuna, y el off al que se ve sujeto el personaje de Amo le resta entereza al conjunto.

 

 

 

 

  Ascensor para el cadalso

 

 

El desenlace, en el tejado del instituto Terzi, viene presidido por el sadismo habitual del realizador, que compone un violentísimo enfrentamiento entre Giordani y Casoni, dejando al primero malherido —nada más sabremos de él— y reservando al criminal la impactante caída a través del hueco del ascensor, caída que combina un escalofriante plano subjetivo —las manos agarrándose y desgarrándose en los cables engrasados— con el punto y final del cuerpo chocando con el ascensor.

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