viernes, 26 de mayo de 2023

Dario Argento o la alquimia del miedo Salvador Bernabé EL PÁJARO DE LAS PLUMAS DE CRISTAL — 1970 —

 





  

EL PÁJARO DE LAS PLUMAS DE CRISTAL

 

— 1970 —

 

 

El argumento de la novela ‘The Screaming Mimi’ —que en su edición italiana debió detentar las tapas amarillas (giallo) que darían nombre al género cinematográfico popularizado por Argento— gira en tomo a un periodista alcohólico que se prenda de una showgirl herida por un supuesto psicópata, e inicia su particular cruzada detectivesca en pos del culpable, hasta dar con una pista en forma de estatuilla, que representa a una joven gritando de terror: la screaming Mimi del título original. Al final, la bella showgirl resulta ser la responsable de los asesinatos. El pasaje literario en el que Brown da cuenta de su descubrimiento debió entusiasmar a Argento, de tan cercano a su sensibilidad:

Tu hermano Charlie modeló la estatua —continuó—, Bessie. Tú fuiste su modelo. La estatua expresaba perfectamente lo que sentiste cuando… cuando ocurrió lo que fue causa de tu locura. Ignoro si te reconociste en la figura o si comprendiste que era obra de Charlie. Mas la vista de la estatua destruyó todo lo que Greene había hecho por ti. Con una diferencia, mejor dicho, una ‘transferencia’. Al verte a ti misma en la estatua, en calidad de víctima, te convertiste mentalmente en tu agresor. En el asesino con el cuchillo”.

Con más suerte de la que tuviera en su momento F. W. Murnau con Florence (Bram) Stoker para su «Nosferatu», versión pirata donde las haya del ‘Dracula’ literario original, Dario Argento canibalizó sin efectos secundarios el texto de Brown (que no figura en los créditos), tomando y cambiando macguffins a su gusto, para hacer de su ópera prima la institucionalización de un género que había pergeñado tiempo atrás su caro amigo y maestro Mario Bava. Con el guión bajo el brazo, y la sólida certeza de que sólo él debía dirigirlo, el cineasta buscó fuentes de financiación que le obligaron, inicialmente, a ceder la realización: la Euro Films propuso a Terence Young como candidato ideal, dado que en aquel momento había probado su solvencia en el campo del thriller con «Sola en la oscuridad». Argento, decidido a dirigirlo él, unió entonces fuerzas con su padre, el productor Salvatore Argento, y ambos formaron una sociedad de producción, la SEDA, proponiendo «El pájaro de las plumas de cristal» a la poderosa Titanus, regentada por Goffredo Lombardo. El proyecto prosperó, pero también las dificultades. Lombardo, que no se fiaba del nuevo cineasta, intentó sustituirlo a medio rodaje por Ferdinando Baldi, pero una providencial cláusula en el contrato se lo impidió. La profesionalidad y experiencia de Salvatore, así como la confianza plena en el trabajo de su hijo, fueron decisivas para conducir el film hasta la correcta línea de salida, donde triunfaría por sí solo.

 

 

 

 

 

Cartel original de «El pájaro de las plumas de cristal».

 

 

Sinopsis

 

 

El escritor norteamericano Sam Dalmas (Tony Musante) es testigo de la agresión criminal que sufre una mujer. Monica Ranieri (Eva Renzi), en el interior de una galería de arte. La delicada situación de Dalmas en el lugar de los hechos —está accidentalmente atrapado entre dos puertas de cristal— hace de él un sospechoso para el Comisario Morosini (Enrico Maria Salerno), que investiga el anterior asesinato de otras tres mujeres. De regreso a su casa. Dalmas escapa milagrosamente de un atentado, hecho que lo convence de que ha sido testigo de algún detalle excepcional —aunque es incapaz de recordarlo— y que el asesino es consciente de ello. Con la bendición del comisario, y la aquiescencia, a regañadientes, de su compañera sentimental Julia (Suzy Kendall), Dalmas va implicándose en el caso. Las pesquisas le conducen hasta una tienda de antigüedades, donde adquiere la reproducción de un cuadro cuyo original pertenecía a la primera víctima: el cuadro muestra el asesinato de una adolescente. Los acontecimientos se precipitan a partir de dos nuevos crímenes, y de dos llamadas telefónicas del propio criminal: de ambas emerge, como ruido de fondo, un sonido indescifrable. Dalmas sufre un intento de atropello, en compañía de Julia. Después, ambos son tiroteados por un desconocido que lleva una cazadora amarilla (Reggie Nalder), y que resulta ser un ex púgil contratado circunstancialmente por el asesino. Dalmas encontrará su cadáver en una posterior indagación. El protagonista visita finalmente al autor de la pintura, Berto Consalvi (Mario Adorf), que le revela que el tema del cuadro está basado en un hecho auténtico. Mientras, Julia se enfrenta al asedio del criminal, que no consigue su propósito gracias al oportuno regreso de Dalmas. Carlo, un ornitólogo, identifica el sonido de fondo de la grabación telefónica: se trata del canto del Hornitus Novalis, un pájaro del que existe un ejemplar en el zoo de la ciudad. Frente a su jaula, los investigadores, descubren las ventanas del apartamento de los Ranieri. La policía irrumpe en el lugar salvando a la esposa de la violencia del marido. Éste, durante el forcejeo, cae a través de una ventana. Segundos antes de morir, se confiesa autor de los crímenes. Dalmas quiere hablar con Mónica, pero ésta ha desaparecido, junto a Julio y Carlo. Dalmas los busca hasta llegar a un viejo edificio en cuyo interior encuentra la pintura original de Berto Consalvi, el cadáver de Carlo, a Julia amordazada, y al auténtico asesino: la mismísima Monica Ranieri. Súbitamente, Dalmas recuerda el detalle excepcional que se le resistía en la memoria: era Monica quien empuñaba el arma, y era su marido quien intentaba detenerla. Dalmas persigue a la mujer hasta la galería de arte donde la vio por vez primera. Ella intenta apuñalarlo, pero la llegada de la policía le salva la vida. Un psiquiatra da las oportunas explicaciones: Monica, que fue atacada por un loco en su adolescencia, revivió la traumática experiencia al encontrarse con una pintura que representaba una situación similar, pero se identificó esta vez con su atacante, y inició el rosario de muertes. El marido, conocedor de los hechos, pretendía protegerla a cualquier precio.

 

 

 

 

 

Los suaves modales del anticuario amenazan la virilidad de Sam Dalmas.

 

 

 


  Invitación al Giallo

 

 

Las primeras imágenes de «El pájaro de las plumas de cristal» poseen, bajo su trazo vigoroso y su eco bavariano, el valor añadido de lo fundacional. Nos hallamos en la ominosa antesala del crimen, y en presencia de su ejecutor, del que tan sólo apreciamos las manos, enfundadas en guantes negros, y sorprendidas en gestos de estudiada ritualidad, mientras eligen el instrumento destructor, un arma blanca de poderoso filo reluciente. Una suma de planos hilvanados por Argento con encomiable sentido de la elipsis permiten un recorrido que relaciona, por una parte, al enigmático asesino con su víctima inmediata, cuya muerte se consuma en un off expeditivo y, por otra, con el protagonista del film, Sam Dalmas, el rostro del cual se nos descubre tras un periódico con titulares del sangriento acontecimiento. En el aire queda el apunte musical debido a Ennio Morricone, que nos atrapa en su contraste, inaugurando los futuros sonidos del giallo. No sería descabellado pensar que el nombre de Dalmas constituya un homenaje a uno de los primeros personajes que sirvieron de borrador a Raymond Chandler para su inmortal detective Philip Marlowe. Pero el protagonista de «El pájaro de las plumas de cristal» no es detective, sino un aburrido escritor norteamericano cuya estancia en Italia no ha dado más frutos literarios que el encargo de un libro de ornitología, escrito a su pesar, los dividendos del cual le van a permitir costearse el viaje de vuelta a Nueva York. Tal situación se verá intensamente trastocada, al ser conducido por un todavía novicio Dario Argento a una suerte de sádico vía crucis, que le permitirá recuperar —la letra con sangre entra— el gusto por la escritura. El giallo encuentra su inolvidable rito de fundación cuando los pasos de Dalmas convergen en el escaparate de la galería de arte donde él cree ver un asesinato. El escritor, testigo solitario de esa supuesta agresión criminal, queda atrapado en una doble puerta de cristal y asiste impotente a la petición de ayuda de Monica Ranieri, que se arrastra por el suelo de la galería tras ser apuñalada. La secuencia, con un total de sesenta y seis planos, y más de tres minutos de duración, posee un enfermizo poder de atracción, pero también es una magnífica prefiguración de lo que será el peculiar sentido espacial, de resonancias onírico-operísticas, de toda la obra posterior del cineasta. Aquí, Argento aboga por un tempo lento, mostrando el recorrido del personaje femenino que, herido, se debate en medio de una atmósfera cuya textura acuática parece contener a la mujer, y exasperando la imposibilidad del contacto físico entre la víctima y Dalmas, atrapado a su vez en un espacio que no le permite ni entrar ni salir: peces en una pecera, según la voluntad del propio realizador. La composición de la secuencia en tomo a tan singular escaparate, cuya marcada geometría e intensa luminosidad lo asemejan a una pantalla de cine, invita a alinear esas imágenes con algunas de las inolvidables alegorías sobre la realidad, el cine y la ficción que nacieron quizás en «El moderno Sherlock Holmes», y que encontraron en «La ventana indiscreta» su más incuestionable paradigma… La pantalla/escaparate, cuya transparencia permite al protagonista el acceso visual a un intento de asesinato, actúa de umbral lewiscarrolliano que, en su vocacional forma de pantalla de cine, atrapa, seduce y succiona a Dalmas para conducirlo por las sendas todavía vírgenes de lo que será el nuevo género del giallo cinematográfico. La estilizada dramaturgia a que recurre el cineasta parece, pues, llevar implícita la férrea voluntad de querer institucionalizar el giallo como un ámbito estético de carácter insolentemente italiano. El protagonista se introduce —y nos introduce— en un hábitat desconocido donde el crimen y el miedo van a tener una nueva proyección plástica. No son solamente dos figuras en conflicto lo que ve Sam Dalmas a través del escaparate: es un incipiente universo genérico que se manifiesta y agita. Podríamos acudir a la ironía y sostener en último término, que el escritor norteamericano se ve en la obligación de completar su educación italiana, que hasta ese momento había consistido en ciudades pintorescas, bonanza climática, arte, descanso, vino y espaguettis, incorporando a su experiencia turística los rigores de una muy especial crónica negra cinematográfica, que acabará siendo tan genuina del país como el resto de excelencias mencionadas. El giallo de Argento, nacido de esta magistral secuencia primigenia, será ya, desde entonces, un abstracto laberinto de crímenes a los que se llega, con excelente sentido de la elipsis, después de un diligente recorrido por los mínimos espacios cotidianos de sus súbitos héroes. En el caso de «El pájaro de las plumas de cristal», ese entorno cotidiano tiene su centro más seguro en la figura de Julia, novia del protagonista, pero a la que éste rehúsa significativamente, llamado por la inesperada invitación al giallo que ha constituido el prólogo. Y es que si el protagonista de la novela de Brown se enamoraba de la víctima, y ello actuaba de acicate para la búsqueda del culpable, en «El pájaro de las plumas de cristal» es el espectáculo de la muerte por sí sola lo que consigue despertar la aburrida mirada del escritor, ponerle en marcha, y dejar atrás su convencional relación amorosa. Antes que de Julia, la novia legítima, Sam parece órficamente enamorado de esa Señora Muerte con la que se ha encontrado por azar, y que ni tan sólo ha sabido entender bien (su mismo sentido de la percepción se alía, paradójicamente, en su contra, al velarle el auténtico significado de lo que ha visto), y a la que seguirá la pista —y con él, su sorprendido público— por una serie de antológicas secuencias de violencia, la primera (y quizás más comedida) de las muchas series sangrientas que edifican la filmografía de Argento.

 

 

 

 

 

Sam Dalmas visita al excéntrico pintor y comedor de gatos.

 

 

  Cadáveres exquisitos

 

 

Junto con la escena inicial (en realidad, un falso intento de asesinato), los crímenes que Sam Dalmas descubre en ese primer itinerario de giallo sangriento, se concretan en dos secuencias ejemplares, que sirven de impecable carta de presentación para un cineasta que hará de tales acciones un segmento de referencia obligada en su obra venidera.

—La chica del hipódromo. El prólogo del primero de los crímenes filmados por Argento está construido como una auténtica abertura hacia el territorio del miedo: Dalmas y Julia se abrazan en su apartamento. La joven contempla, inquieta, por encima del hombro, la reproducción en blanco y negro de un cuadro que Dalmas ha traído del archivo del anticuario donde trabajaba una anterior víctima del criminal, y que se ha constituido como una pista clave de la investigación. La reproducción en blanco y negro ocupa toda la pantalla, para fundirse, a continuación, con la pintura auténtica en color: estamos en la mismísima guarida del asesino que, mediante una mezcla de zoom y travelling de retroceso, nos es mostrado sentado en un sillón, de espaldas a nosotros. Reconocemos, en las fotografías que reposan sobre una mesa cercana, la imagen de una joven que habíamos visto fotografiada anteriormente por el criminal (acción en apariencia banal pero que pudiera conectar con el hecho de poseer la pieza antes de cazarla). La perturbadora sensación que se desprende del inminente asesinato nace de la concatenación de las secuencias anteriores, a partir de la mirada de Julia sobre la reproducción de la pintura, y su fundido encadenado con la original, de la que penden fascinados los ojos del asesino. La pintura es vista, pues, como una desasosegante superficie en la que colisionan dos miradas —la del miedo y la de la muerte—, de cuya comunión se contagia el espectador como paso previo para el crimen. De la guarida del asesino pasamos nuevamente a la imagen de la futura víctima fotografiada, ahora caminando por un parque solitario, y seguida de cerca por los ojos del aquel. Una vez en su casa, la joven se tumba en la cama, y Argento le concede el privilegio extraño de la cámara subjetiva, tantas otras veces cedida a la mirada criminal. Somos, por unos instantes, los ojos de la inminente víctima, y vemos lo que ella ve: el vano de la puerta que da entrada a la habitación queda unos segundos fuera de campo al moverse la joven —la cámara— para apagar un cigarrillo: al volver al punto de partida, el asesino, con gabardina y sombrero, se recorta en dicho vano. Un corte directo, rompiendo el plano subjetivo, muestra un inesperado y provocativo primerísimo plano de la lengua de la joven, que se abre rápidamente mediante un zoom violento, y que canaliza su grito de terror. Siguen varios planos del asesino y la víctima compartiendo el encuadre —él le arranca la ropa con el cuchillo—, combinados con tres esencialísimos primeros planos: la mano de la víctima acusando el dolor, el arma descendiendo, y la almohada salpicada por la sangre. En este impecable ejercicio de concisión late ya la demostrada capacidad de Argento para aunar la sensualidad con el crimen.

—La chica del ascensor. Mucho más escueto es el segundo asesinato que Argento visualiza (otra indefensa chica baja de un coche, entra en un portal, sube una escalera y es asesinada a golpes de navaja), pero merece destacarse por la densidad atmosférica que Argento —con la complicidad maestra de Storaro— extrae de la oscura arquitectura interior, por el picado sobre el hueco triangular de la escalera y, sobre todo, por el brutal desenlace en el ascensor del edificio: un choque de planos entre la imagen incisiva de la navaja y la joven recibiendo cortes en las manos con las que pretende vanamente protegerse, cruel ejercicio quirúrgico de manicura sangrienta que Brian De Palma repetirá, en un escenario similar, para la muerte de Angie Dickinson en «Vestida para matar».

 


  Cazar a una asesina

 

 

La confirmación definitiva del talento de Argento tuvo lugar, más allá de los crímenes descritos hasta ahora, en el abrumador clímax de su opera prima, que es inevitable convocar plano a plano. Tras la muerte del marido de Monica Ranieri, que se ha confesado culpable de los asesinatos (una secuencia filmada con el realismo y la crudeza de los reportajes periodísticos de crónica negra), una rara sensación de extrañeza se adhiere y expande por las imágenes de «El pájaro de las plumas de cristal». Se diría, incluso, que los policías recuperan su condición de figurantes, de extras y actores puntuales que dan por terminado un rodaje después de la última secuencia. Y, sin embargo. Dalmas sigue en el interior de la ficción, negándose a aceptar lo que a todas luces promete ser el definitivo acto, atrapado en una red de misterios que le sigue aislando del mundo con más ímpetu que nunca. La búsqueda de su novia Julia y de su amigo ornitólogo Carlo, ambos desaparecidos tras la muerte de Ranieri, ya no es meramente una operación mecánica que reclama el relato, sino una necesidad vital del personaje para reencontrar su identidad. A la indefensión de Dalmas se une la sospecha de que el verdadero miedo todavía no ha sido desvelado: un sugerente movimiento de cámara con zoom y panorámica, que se inicia con un expresivo picado del protagonista, nos adelanta el lugar en que se oculta el verdadero criminal. Un pasillo y una escalera median entre Dalmas y la verdad, pero ni uno ni otra son ajenos a la densidad del momento: Argento teje un tenso y ominoso halo que interrumpe su vocación realista y que refleja el perfil de lo que serán sus expresivas arquitecturas del miedo. Tres rápidos planos nos muestran la escalera y el pasillo que Dalmas ha dejado atrás, espacios sin figura que refuerzan la tonalidad angustiosa del inminente desenlace.

 

 

 

 

 

Siguen las indagaciones del protagonista.

 

 

Espacios vacíos y en pasado que clausuran toda posibilidad de retorno y preparan a Dalmas y al espectador para cruzar el umbral de la zona prohibida, refugio sagrado para el demiurgo criminal. Dalmas descorre una cortina, ejerciendo una acción casi simbólica, pues está dejando entrar la luz para que el misterio se revele. Esa luz trepa por la superficie de la pintura a la que esta ligado el asesino, y nos descubre a Carlo empuñando un cuchillo, desconcertándonos unos segundos que nos obligan a rebobinar todo el relato. Pero es una falsa alarma que admite el giallo: Carlo está muerto, y el verdadero culpable no tarda en manifestarse. Una risa histérica nos anuncia su aparición. Una figura emerge del fondo de la oscuridad, como naciendo de ella: una figura femenina, Monica Ranieri, la primera de la larga serie de hermosas asesinas que poblarán el cine de Dario Argento. La auténtica caída de telón de «El pájaro de las plumas de cristal» tiene lugar justo entonces, en la galería de arte del inicio, pero está precedida por un golpe visual inolvidable: durante la persecución de la mujer, Dalmas entra por una puerta que le lleva hasta una nueva zona de oscuridad total. Argento mantiene el plano unos segundos, con un encuadre en el que sólo es visible el hueco de la puerta —un rectángulo menor y luminoso inscrito en el gran y oscuro rectángulo que permite el formato panorámico— y luego se produce un súbito relámpago de luz cegadora que nos devuelve al espacio originario, la galería de arte, con la misma Monica Ranieri del inicio, la supuesta víctima primera, como dueña y perversa señora del lugar. El círculo se cierra y Dalmas, al fin, en el corazón mismo de la pantalla del giallo, purga su soltería pusilánime, atrapado por el peso de una escultura cósmica, inoportuna vagina dentada que le arroja la Ranieri. La llegada de la policía y la invocación del nombre de Julia como su salvadora no dejan lugar a dudas sobre el destino final de Dalmas. El misterio que le alejaba de Julia y Nueva York, y en el cual afianzaba inconscientemente su independencia, ha tocado a su fin. Un expeditivo rite de passage con indiscutible sabor a giallo hace de Dalmas un nuevo personaje, que acude sumiso al avión donde le aguardan los brazos de su compañera. Aunque es posible que, después de todo. Sam Dalmas, escritor de éxito, vuelva a Roma con los rasgos de Peter Neal, el protagonista de la aún lejana «Tenebrae», para entrar nueva y definitivamente en los laberintos fascinantes que Dario Argento ha puesto en marcha, dando ensangrentadas alas de giallo a aquel primitivo pájaro de las plumas de cristal.

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