Dario
Argento
o la alquimia del miedo
Salvador Bernabé
Título original: Dario Argento o la
alquimia del miedo
Salvador Bernabé, 2001
Diseño de cubierta: Recesvinto
Editor digital: Titivilus
ePub base r1.2
Para Samuel, pirata de primavera,
bajo cuyo pabellón navegan los insignes Chucky, Creepy y Tom Savini;
y un grumete pokemón oculto en el barril de las manzanas.
Con el sincero deseo de que algún día le alcance la luz de Moonfleet.
1a
Parte.
Introducción
Introducción a Dario Argento
«En la infancia no desfigura muñecas, no rompe
platos ni martiriza animales. Pero apenas crece, se siente atraído de manera
irresistible precisamente por esa clase de diversiones. Busca febrilmente una
esfera de aplicación en la que pueda manifestar sus apetitos de la manera menos
peligrosa. Así, no puede dejar de convertirse en director de cine…».
S. M. Eisenstein
“A lo largo de mi carrera he matado a más de 150 personas” confesó,
finalmente, Dario Argento en Sitges, en octubre de 1999, durante la XXXII
edición del Festival Internacional de Cinema de Catalunya. La transparente
inculpación podría pasar por una justificable broma del maestro del giallo, si no fuera por la denodada
convicción con que el autor de «Rojo oscuro» se ha entregado siempre al arte
del crimen cinematográfico. Como él mismo refiere en la entrevista incluida en
este libro, todo empezó de una forma fortuita durante el rodaje de «El pájaro
de las plumas de cristal», su impactante ópera prima, cuando, para ajustarse al
tiempo y al presupuesto del que disponía, utilizó la imagen de sus propias
manos para dar vida a las del primero de sus múltiples psicópatas de celuloide.
La puntual improvisación le sedujo en tal grado que la adoptó luego, de forma
sistemática, hasta el extremo de convertirla en dogma para todas sus puestas en crimen. Uno de los placeres
adicionales que proporciona el cine de Dario Argento es la contemplación de
esas manos de artesano, en conexión con el impulso criminal del lunático que
actúa desde la sombra. Pero tan sugestiva transferencia posee connotaciones que
desbordan su componente lúdico. O, al menos, así nos gusta sentirlo. Las manos
de Argento contienen el goce de la huella que se inserta adrede en el delito,
pero son también la evidente encarnación de una presencia habitual en los ritos
sacrificiales: la del chamán que,
pertinentemente ungido del poder que su estatus le confiere, va a hacer posible
y efectiva la ceremonia. Presentes en cada uno de sus films, las manos de
Argento son la encarnación radical de un demiurgo que, lejos de contentarse con
dirigir el film desde el exterior, se
adentra en él con una incontinencia kamikaze.
Junto a esas manos de naturaleza oscura y taumatúrgica, Argento libera su
delirio escoptofílico mediante una cámara de subjetividad esquizofrénica, al
conjugar la mirada del asesino y la del cineasta, que se cuela en el relato
aprovechando el vacío que deja el
encuadre. El terror que proporciona esa mirada tiene el mismo origen que las
manos asesinas: nace de una ambigüedad no poco opresiva. ¿Quién mira a las
víctimas? ¿Argento? ¿El criminal? ¿Su público? Con su celebración casi
autobiográfica del crimen, su prolífica expresión artesanal de un insaciable complejo de Orlac, y su malabarista
necesidad de convertirse en un nuevo fotógrafo
del pánico que prolongue los manierismos de «Peeping Tom», Dario Argento ha
terminado por elaborar una presencia fantasmagórica y liminar que habita en los
intersticios que separan al realizador de sus películas. Ese ente intermedio
canaliza lo más desasosegante que esconde su creación artística. El espectro
intangible que el director agita, a manera de máscara, como reclamo para sus
más acérrimos seguidores esconde, entre su pliegues, las claves de la condición
chamánica de su arte: su capacidad alquímica para extraer, de la naturaleza
evanescente del celuloide, el elemento matérico del miedo.
Mario Bava —maestro iniciador de Argento por tantas razones— soñó una vez
en un músico que tocaba una serenata con los nervios de su brazo. Émulo de esa
bella parábola onírica. Argento ha ejecutado, con gravedad extrema, una
sinfonía cinematográfica de excesos sadomasoquistas a la que nunca ha querido
dar límites. Es una implicación directa con el material en que se forjan sus
antológicas series criminales lo que consigue revelar ante su público la cara
pura y dura del terror. Los objetivos eminentemente catárticos de esa operación
son compartibles por sus espectadores, pero nacen de las necesidades de su
propio autor. Los miedos que convoca el cine de Dario Argento son los miedos originarios del cineasta, aunque
su transferencia en la platea sea ritualmente posible por su saber chamánico,
por su dominio de la liturgia. El diálogo que las víctimas de sus películas
sienten con el verdugo es, también, el diálogo solitario de los espectadores
con sus propios miedos, que el estilo sacerdotal
de Dario Argento pone al descubierto. Ese viaje hacia un mundo solitario y
despoblado (despoblada es siempre la escenografía de sus películas,
programáticamente antinaturalista), lleva implícito el recurso al mundo de lo
sueños, pesadillas íntimas que parecen constituir la única geografía posible de
su entramado dramatúrgico. La ausencia de lógica de muchos de sus guiones,
sustituida por una magistral coherencia simbólica, traslada su cine a un
territorio de abstracción máxima, a las antípodas de toda tentación realista.
En el corazón de esa poética, existen unos trazos persistentes que afirman la
irreductible identidad del cineasta. Antes de pasar a estudiar, film a film,
los prodigios concretos que se plasman en su construcción artesanal y alquímica
del miedo, puede ser útil al lector que repasemos brevemente algunas de las
claves de su arte ritual.
Una de las condiciones que tuvo que aceptar Dario Argento para el rodaje de
la serie de televisión «La porta sul buio» fue la de no incluir ningún
cuchillo, por estar considerado un símbolo fálico que no tenía cabida en la
moral de la pequeña pantalla. Ni corto ni perezoso, el cineasta se decidió, en
el episodio «Il tram», por un gancho de hierro, artilugio sin duda tenebroso al
que los ejecutivos de la RAI dieron, paradójicamente, su visto bueno. Fálicas o
no, las armas en el giallo son tan
decisivas como el crimen y la sangre. En el cine de Dario Argento reina el arma
blanca (cuchillos de brillante y erecto
filo, dagas aristocráticas, tijeras puntiagudas, navajas de afeitar)… pero
tampoco se excluyen las armas de fuego, ni las hachas de leñador, las hachetas
de carnicero, un buen lazo de estrangulador (o un improvisado alambre para el
mismo efecto), una jeringuilla con veneno, un cortador de cabezas eléctrico, o
el simple cristal roto de una ventana. Los asesinos de sus films son auténticos
profesionales, devotos de sus
herramientas: una imagen clásica de sus películas es la que nos muestra la
intimidad del criminal en contacto con las armas, observándolas, eligiendo la
más precisa. La cámara de Argento las privilegia siempre, aislándolas de la
secuencia con primerísimos planos, y filmándolas con delectación fetichista. Las
armas son el rostro del criminal, lo representan metonímicamente, y se cargan
de su malignidad. Hagamos inventario:
La mirada de Cristina Marsillach, víctima de la alquimia del maestro, en
«Opera».
El demonio de las armas
«… y en su boca abierta sintió el
agudo filo de un cuchillo atravesándole la lengua y después la mejilla; chirrió
la hoja al tropezar con los dientes».
‘El cuchillo’, Patricia Highsmith.
—Armas blancas. La herramienta destructora más utilizada en el cine de
Dario Argento es el cuchillo o la daga. Pocas veces se han visto instrumentos
criminales poseídos de tanta física ferocidad. Entre el cuchillo fálico que
arranca la ropa a una de las víctimas en «El pájaro de las plumas de cristal» y
la cuchillada mortal que le infringe el cazador de ratas a Erik en «Il fantasma
dell’Opera», median una selecta colección de crímenes protagonizados por arma
blanca: el rostro de la amante de Roberto se refleja fugazmente en la hoja del
cuchillo que se abate inexorable sobre ella en «Cuatro moscas sobre terciopelo
gris»; el profesor Giordani se arma con una daga para defenderse del asesino
que le acecha, ignorando que empuña el instrumento que causará su propia
muerte, en «Rojo oscuro»; una de las alumnas de la misteriosa academia de baile
de «Suspiria» es apuñalada una y otra vez, mientras contemplamos, en opresivo
primer plano, la hoja del cuchillo abriendo brechas en su corazón; Sara, la
amiga del protagonista de «Inferno», es brutalmente asesinada por el mismo
cuchillo que ha atravesado el cuello de un escéptico cronista deportivo; el
agente literario de Peter Neal es apuñalado en el vientre por un reluciente
cuchillo en medio de una plaza pública y a pleno día, en «Tenebrae»; la daga es
el instrumento ritual en los juegos sexuales y criminales de Santini y la madre
de Betty, en «Opera»; en ese mismo film, es el arma que utilizará el primero
para asesinar al amante de Betty, para destrozar su vestido de Lady Macbeth, y
para saciar su impulso criminal destazando unos cuantos cuervos.
Una variante en el instrumental con filo muy querida por Argento es la
clásica navaja de afeitar. La encontramos ya en «El pájaro de las plumas de
cristal»: un asesinato en un ascensor, con la joven víctima interponiendo las
manos para protegerse mientras su atacante se las corta sucesivamente. La
navaja vuelve a ser protagonista en la muerte de la Sara de «Suspiria»: destaca
el momento en que el arma intenta abrir el pestillo de la puerta tras la que se
esconde la víctima, y el primer plano del filo cortándole el cuello. Y en
«Tenebrae», una navaja es el arma que utiliza el asesino que se inspira
presuntamente en los libros del escritor Peter Neal, y la que éste mismo
utilizará para fingir su muerte; Argento ironiza al descubrirnos la falsedad
del artilugio: una hoja de pega con un pequeño depósito de hemoglobina que se
acciona al presionar.
Dario Argento empuñando uno de sus más queridos instrumentos litúrgicos.
—Armas de fuego. Son las que menos abundan. La secuencia del tiroteo del
que es víctima Sam Dalmas en «El pájaro de las plumas de cristal» sorprende por
la poca relación que tiene con el cine que después ha practicado Argento.
A pesar de todo, un arma de fuego puede convertir una secuencia en un
espectacular tour de force técnico en
el clímax de «Cuatro moscas sobre terciopelo gris»: Nina Tobias dispara contra
su marido, y el ralentí nos deja apreciar nítidamente cómo la bala sale del
cañón. La imagen, que tiene su origen en «Performance» de Nicolás Roeg y Donald
Cammell, volverá a ser tratada por el cineasta romano en «Opera», pero de forma
espectacular e hiperbólica: el personaje interpretado por Daría Nicolodi
intenta ver el rostro del asesino a través del ojo de la cerradura; el asesino
dispara su arma y Argento nos coloca en el interior de la mirilla para
ofrecemos una visión insólita de la trayectoria de la bala. Años más tarde, en
«La sindrome di Stendhal», la visualización de un proyectil que sale de la
pistola y traspasa la cara de una joven es una de las imágenes de impacto que
sobrecoge por su efectividad visual inmediata, pero también como la guinda
cruel de la experiencia brutal que vive la protagonista en Florencia.
—El lazo. Al inicio de «Los estranguladores de Bombay» de Terence Fisher,
el cabecilla de la secta asesina que protagoniza el film contaba a los neófitos
el mito fundacional del grupo: un combate entre la diosa Kali y un feroz
monstruo se saldaba con la victoria de la primera; sin embargo, de las gotas de
sangre de su contrincante muerto nacían nuevos monstruos en lo que prometía ser
una cadena infinita. A fin de evitarlo, la diosa utilizó un lazo de seda. No
sabemos si la escasez de estranguladores en las películas de Dario Argento
viene motivada precisamente por ser un método excesivamente cauto con la sangre, un elemento indispensable de sus
puestas en crimen. En todo caso, el
cineasta eligió el lazo como rnodus
operandi del asesino genético de «El gato de las nueve colas», quizás como
homenaje a uno de sus mitos del terror, el Erik de «Il fantasma dell’Opera»,
del cual cuenta Gastón Lerroux que era un experto en el manejo del lazo de
Pendjab (como recordaba la versión cinematográfica de Lon Chaney, donde los dos
protagonistas debían mantener el brazo alzado durante su descenso a los
subterráneos de la ópera para evitar que el fantasma les sorprendiera con el
susodicho lazo). «El gato de las nueve colas» contenía dos muertes por asfixia:
la del fotógrafo Righetto y la de Bianca Merusi, dos asesinatos a los que el
cineasta sabía dotar del tempo
cinematográfico que demanda el letal ejercicio del lazo. Una variación sobre el
tema se produce en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris», con Nina Tobias
utilizando un alambre para acabar con la vida de su cómplice, pero con una puesta en crimen más elíptica.
Peter Neal, en «Tenebrae», recuperaría el lazo para acabar con su joven e
incauto admirador Guianni, en un plano en el que la subjetividad del criminal y
la mirada de la víctima era tan tensa como el lazo que les unía.
Sara, literalmente digerida en uno de los ámbitos siniestros de «Suspiria».
—Tijeras. En «El pájaro de las plumas de cristal» el criminal asedia a
Julia en su apartamento. La joven, aterrorizada, ve impotente cómo su asaltante
va abriendo pacientemente un agujero en la puerta utilizando un cuchillo. Julia
se arma con unas tijeras, y cuando el asesino mira a través del hueco se lanza
hacia él. Aunque su ataque falla, la sensación que transmite la posible
colisión entre el ojo y la punta de la tijera es escalofriante. Las tijeras de
la posterior «Phenomena» sí alcanzan su objetivo, clavándose primero en la mano
de la turista que interpreta Fiora Argento, y después en su vientre. El
rocambolesco ejemplo de «Opera» hace gala de una brutalidad sin cuento: la
víctima, al morir, se traga una pulsera en la que figura el nombre de su
asesino. Este utiliza la punta de las tijeras para hurgar en la boca de la
muerta, y ante la inutilidad de este gesto
se decide sin más dilación por la autopsia.
—Cristales. Helga Ulman, la vidente de «Rojo oscuro», se estrella contra el
cristal de la ventana después de recibir un último golpe de hacheta: su cuerpo
cae a peso y se incrusta en el cristal astillado de la base. Con esta hiriente
conclusión, Dario Argento se inicia en los placeres
sádicos de la comunión entre la carne y el cristal, debilidad para la cual no
ha dudado, en los años siguientes, en orquestar quebradizas set pieces de formato barroco, entre las
que destaca la del crimen inicial de «Suspiria», con el techo de cristal
viniéndose abajo después de engullir
a una de las víctimas y eliminar, de paso, a su aterrorizada amiga con la
mortal lluvia de fragmentos. Tan cortante
modalidad criminal irá apareciendo de forma intermitente en su filmografía: la
hermana del protagonista de «Inferno» muere degollada por una improvisada
guillotina de cristal que una mano se encarga de hacer descender un par de
veces; en «Tenebrae» la frenética noche de la louma (artilugio especial que posibilitó una serie de complicados
movimientos de la cámara sobre la fachada de la casa de las víctimas) se salda
con la muerte de dos mujeres, una de las cuales encuentra el reposo definitivo
entre los filos de una cristalera que encuentra trágicamente en su camino; y en
«Phenomena», la turista danesa del inicio sigue una suerte similar al embestir
el cristal del mirador de una cascada, después de ser apuñalada.
—Hachas, hachetas y otras formas de cortar cabezas. La hacheta de «Rojo
oscuro», con la cual era asesinada la médium, pesa con rotundidad en la memoria
del aficionado por la gran interpretación que Argento conseguía del
instrumento: un montaje encadenadamente agresivo daba a la truculencia gore —el filo abriéndose camino en la
víctima— más trascendencia de la que en realidad tenía. Peter Neal, el escritor
loco de «Tenebrae», alterna, como ya hemos dicho, el arma blanca con el lazo,
pero obtiene sus mejores páginas empuñando el hacha, como el Jack Torrance de
«El resplandor». De sus sangrientos resultados se hacen perfecto eco los
cadáveres que se amontonan en el suelo del escenario en el último acto del film.
Pero la reina de las decapitaciones de Argento quizás sea la guillotina
doméstica con la que la perturbada Adriana Petrescu despacha un equipo médico
al completo en «Trauma»: un ingenio ideado por Argento y construido por Tom
Savini a partir de una irónica derivación de los modelos Black & Decker.
Fiora Argento sometida a la disciplina paternal en «Phenomena».
El demonio de los elementos
—El agua. Elemento indispensable de su poética, adopta distintas formas.
Uno. El agua ligada a la lluvia.
Aparece por primera vez en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris»: Roberto
Tobias golpea a un cartero bajo la lluvia al confundirlo con el chantajista que
le asedia. Nada hace presagiar, todavía, las antológicas tormentas de
«Suspiria» e «Inferno»: manifestaciones latentes del Mal en estado puro,
tormentas que Argento no tuvo más remedio que trucar hasta conseguir su
fantástica densidad. Argento, que quería abrir «Inferno» con el delirante plano
subjetivo de un rayo (sueño que no pudo realizar por falta de medios) se ha
seguido luego acompañando de la lluvia para practicar su alquimia del miedo: en
«Tenebrae» una tormenta sirve de telón de fondo para el violento desenlace; en
«Opera», Betty vaga sin rumbo bajo otra tormenta, después de presenciar la
muerte de su amante; en «Trauma», la asesina sólo actúa los días de lluvia; y
el primer plano de «Il fantasma dell’Opera» nos muestra a una mujer caminando
desolada por la lluvia después de deshacerse de su pequeño hijo.
Dos. El agua ligada a la inmersión.
La mejor secuencia de este tipo pertenece a «Inferno»; Rose Elliot se
sumerge en la habitación inundada, a modo de simbólico viaje intrauterino. El
motivo reaparece en «Phenomena», con la estancia forzosa de la protagonista en
la fosa de los cadáveres putrefactos y, después, en una última prueba ritual,
en su descenso a las aguas purificadoras del lago; en «La sindrome di Stendhal»
Anna penetra y se sumerge en el fondo acuático de una obra de Brueghel,
constituyendo una de las más felices evocaciones que el cine ha ofrecido nunca
sobre los poderes hipnóticos de la pintura.
Tres. El agua trepidante de las cataratas.
Con la incorporación del paisaje natural en «Phenomena», Argento amplía su
pasión por el agua hacia esos accidentes geográficos que le ayudan a abrigar el
crimen: el asesinato inicial de la turista danesa extraviada se produce, así,
ante una espectacular cascada. Otras cataratas, simbólicas arquitecturas de la
fuerza implacable de una naturaleza criminal donde la vida humana pinta más
bien poco, serán las que se lleven el cuerpo de Alfredo en «La sindrome di
Stendhal».
Cuatro. El agua ligada a un grifo abierto.
Esta persistente imagen constituye una obsesión visual en Argento, cuyos
máximos exponentes quizás se encuentren en el asesinato de la escritora Amanda
Righetti en «Rojo oscuro» (con toda la grifería del cuarto de baño chorreando
agua caliente); en los respectivos lavados de la navaja asesina bajo el grifo
de «Tenebrae», y de la pulsera sangrienta con las iniciales del psicópata en
«Opera»; y en dos secuencias simétricas de «Suspiria» y «Phenomena», con sus
respectivas heroínas en idéntico empeño: Jessica Harper deshaciéndose del vino
envenenado en el lavabo, y Jennifer Connolly intentando vomitar las pastillas
que le ha dado Daria Nicolodi, siempre ante la persistencia enfermiza del grifo
abierto.
La metafórica vuelta al vientre de la madre en «Inferno».
—El viento. Roberto Tobias aguarda en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris»
la inminente llegada del asesino; en el exterior, las ramas de unos árboles se
agitan con el viento. El efecto aún es ingenuo, y se pierde en medio del fragor
de la intriga. Como para tantos otros motivos visuales de la obra de Argento,
habrá que esperar a la inabarcable «Inferno» para dar al viento su carta de
nobleza. Al descubrir la imposibilidad de obtener el mencionado plano subjetivo
de la trayectoria de un rayo, Argento se decidirá por la subjetividad del
viento: la cámara, cual pluma al viento, entra espectacularmente en el
auditorio romano, sumándose al ‘Va Pensiero’ de Verdi. En «Phenomena» el viento
tiene nombre propio, el Phón, y una naturaleza que puede hacer enloquecer al
más templado. Originariamente, Argento quería prescindir de toda música y
concentrarse exclusivamente en el sonido de ese viento. Erik, el protagonista
de «Il fantasma dell’Opera» está también unido al viento. Su poder se
manifiesta a través de él. El nacimiento de un súbito viento frío obliga al
cazador de ratas a dejarse atrapar en una de sus trampas; otro misterioso
viento obliga al periodista y a la vieja acomodadora a abandonar el palco del
Fantasma. Christine acude a la llamada de Erik, y su traje blanco revolotea con
el viento, marcándole el camino que debe seguir. Cuando la joven se ve acosada
en el escenario por el cazador de ratas, el Fantasma acude en su ayuda, y su
descenso está concebido como un impetuoso arranque de invisible viento.
—El fuego. El fuego ligado siempre a la función purificadora tiene su
primera aparición en «Rojo oscuro»: la misteriosa casa modernista, donde va a parar
el protagonista Marcus Daly en su retorcida investigación, arde
irremisiblemente, llevándose consigo los secretos criminales que oculta. Otra
vez es en la trilogía inacabada de las Madres («Suspiria» e «Inferno») donde el
fuego adquirirá rasgos catárticos, al destruir con contundencia los dominios
del Mal. Es un fuego que nace desde el corazón de las entrañas mismas de los
edificios donde se produce la aventura, una vez desmantelado el poder oculto de
sus ocupantes. El carácter purificador del fuego llega, luego, a «Phenomena»,
cuando unas llamas definitivamente benéficas se suman a la terapia de las
aguas, para la ceremonia de renacimiento de la princesa Corbino.
El asesino conduce a su víctima a un lóbrego altar para ser sacrificada en
«La sindrome di Stendhal».
La oscuridad
La oscuridad es una de las grandes protagonistas de «El pájaro de las
plumas de cristal». En la escena inaugural, una estancia apenas iluminada por
una lamparilla de mesa da paso a la oscuridad total cuando una mano enguantada
la apaga, en un gesto que nos conduce inapelablemente al crimen. Contra esa
misma oscuridad lucha el investigador Saín Dalmas en las últimas secuencias del
film: la bombilla que se apaga en el rellano, la habitación sin luz del
criminal —las manos de Dalmas buscan desesperadamente un interruptor que le
libere— y la total negrura que le conduce hasta la trampa mortal que es la
galería de arte. La oscuridad más memorable de «El gato de las nueve colas» la
experimenta el periodista Giordani al quedarse encerrado en una cripta con la
única compañía de los muertos. Otra aterradora oscuridad es convocada en el
vestíbulo del hogar de los Tobias en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris»,
desde donde un intruso amenaza de muerte al protagonista. Esa luz que se apaga
sin avisar, a menudo por la mano del propio criminal, se ha convertido en un
axioma del cine de Argento: el preludio de la oscuridad trae consigo la muerte.
A veces es pura experimentación, como en «Rojo oscuro», donde el cineasta
practica un teatral y brevísimo fundido en negro sobre el profesor Giordani
antes de que éste muera, o como en «Inferno», donde la muerte de Sara se
acompaña de una luz que viene y va, intermitente, al son del entrecortado ‘Va
Pensiero’. Al otro extremo de ese gusto por la oscuridad se sitúa una escena de
«Tenebrae»: el asesinato del agente literario de Neal a plena luz diurna, pero
el film, en su conjunto, no descuida ni el clásico apagón preparatorio para el
crimen —el asesinato de la mechera—, ni el premonitorio plano de la navaja de
afeitar rompiendo la bombilla antes de entrar en acción.
La zoología
El protagonismo de los animales en los films de Argento ha ido creciendo a
medida que el título de éstos dejaba de nombrarlos. La fascinación zoológica de
sus tres primeros films no está contenida en la fauna que muestran sus
imágenes, sino en el poder sugerente de sus títulos. «El pájaro de las plumas
de cristal», «El gato de las nueve colas» y «Cuatro moscas sobre terciopelo
gris» parecen el resultado de una partida memorable de cadáver exquisito con fondo cinegético. De su contagioso
surrealismo dará perfecta cuenta la lista de giallos que adoptan la llamada de la zoología en sus serpenteantes
títulos: «La tarántula del vientre negro», «Una lagartija con piel de mujer»,
«La lengua de fuego de la iguana», «Una mariposa con las alas ensangrentadas»…
Víctima propiciatoria o verdugo recalcitrante, el gato es indudablemente el
animal por el que Dario Argento siente mayor debilidad. Aparece ya en «El
pájaro de las plumas de cristal», como integrante de la dieta del pintor
ermitaño, y se mantiene en su papel de víctima —esta vez ahorcado— en «Cuatro
moscas sobre terciopelo gris». La gran apoteosis felina se produce en
«Inferno»: el palacio neogótico del episodio de Nueva York está plagado de
gatos, y su intervención es clave en relación a dos personajes, la condesa
Elisa, que muere en un feroz ataque, y el anticuario Kazanian, que se dedica a
ahogarlos en una charca de Central Park. Paradojas del mundo animal, serán
luego las ratas las que, por una vez, edifiquen una venganza ejemplar contra
Kazanian, con la misma persistencia tenebrosa con que decidirán criar
piadosamente al futuro Fantasma de la ópera en la versión de Argento. Siguiendo
todavía con los gatos, en su versión de ‘El gato negro’ Argento cruza
nuevamente su pasión felina con la de Edgar Alan Poe, para dar vida a un gato
de subjetividad steadicamizada, que
asoma terroríficamente su cabeza por el tabique que Usher ha construido para
esconder el cadáver de la esposa. Y hasta en la frenética «Trauma» el
realizador no puede evitar un pequeño alto en el camino criminal, para
mostrarnos al asesino acariciando a un gato, mientras vigila la casa de Mark.
Los pájaros de Argento están ligados sobre todo a filigranas técnicas: tanto en
la secuencia de «Suspiria» rodada en la Kéningplatz de Munich, con el pianista
ciego vigilado por unos diabólicos pájaros de piedra, como en el delirante
vuelo de los cuervos a la caza de Santini dentro del teatro en «Opera», la
cámara aérea representa con todo su esplendor ingrávido la mirada subjetiva de
las aves. Una utilización premonitora de la muerte alada tiene lugar, por otra
parte, en una secuencia prodigiosa de «Rojo oscuro»: el asesinato de Giuliana
Calandra viene precedido por el atmosférico ataque a la mujer por parte de unos
inquietantes pajarracos negros. Aunque un sin fin de planos fugaces de
mariposas, arañas, gusanos y hormigas han alimentado de pasión entomóloga todas
las películas de Dario Argento, es en «Phenomena» donde se edifica su más
emocionante himno a los insectos, y donde la propia cámara —que, por una vez,
les otorga mirada subjetiva— ofrece algunas memorables páginas de conciliación
con los mismos. Al lado de esos planos imposibles de miradas invertebradas y
ligeras destacan también los travellings
de Jennifer Corvino siguiendo a una luciérnaga hasta el guante que el criminal
ha olvidado, y acompañando luego al gran
necrófago en su búsqueda de restos humanos. De ese amor por los bichos se
nutrirá más tarde la emocionante caída de telón de «Opera», con la imagen naif de su desquiciada protagonista
arrastrándose por el prado suizo, en comunicación extática con lo más diminuto
e inocente de la fauna alpina. Cierran la cadena zoológica manifestaciones
mamíferas aisladas: el chimpancé nodriza del entomólogo inválido de
«Phenomena», criatura paciente y bondadosa que no vacila en armarse con una
navaja de afeitar para vengar la muerte de su amo; el impertinente doberman que
persigue a la joven Maria hasta la casa del asesino en «Tenebrae»; y, como delicatessen más terrible y excesiva, el
perro del pianista ciego, volcándose embrujado contra su indefenso amo hasta
acabar con él, en la cenital escena de la plaza desierta de «Suspiria».
Las ratas de Central Park dan buena cuenta de las piernas de Kazanian en
«Inferno».
El demonio de los sentimientos
—La familia. Para los personajes —siempre víctimas— del cine de Argento, la
familia es lugar poco confortable: su hermético caparazón doméstico suele
esconder cadáveres en la despensa. Paradigma de esa mirada siniestra sobre el
claustrofóbico mundo del hogar es «Rojo oscuro»: de niño, Carlo fue testigo del
asesinato de su padre a manos de su propia madre; ese lejano crimen navideño
saldrá de nuevo a flote para destruir a ambos sobrevivientes, no sin dejar por
el camino una estela de sangre inocente. Antes de este film crucial, los dos
últimos títulos de la Trilogía Zoológica de Argento ya destapan un cúmulo de
horrores escondidos en familia: en «El gato de las nueve colas», el respetable
profesor Terzi siente unos inconfesables deseos incestuosos por su hija Anna;
en «Cuatro moscas sobre terciopelo gris», la locura que impulsa a Nina Tobias
hacia el crimen tiene su origen en un padre déspota y sádico que, empeñado en
tener un varón en la familia, amargó la infancia de la inocente niña. La
filmografía posterior de Argento sigue insistiendo en estas biografías
sombrías, crecidas al amparo de la institución familiar. Destaca, en el
conjunto, la particular colección de madres
terribles que el director ha ido perfilando a la sombra hitchcockiana de la
madre criminal de «Rojo oscuro»: así, la Ms. Bruckner de «Phenomena», capaz de
los más abyectos actos para encubrir a su monstruosa descendencia; la madre de
Betty en «Ópera», devota de una sexualidad aberrante y sanguinaria; y la
Adriana Petrescu de «Trauma», parricida y vengadora compulsiva. La lista se
completa, claro está, con la versión fantástica del asunto: la tríada de las
Madres, que sobrevuelan los cielos hechiceros de «Suspiria» e «Inferno», “en realidad perversas madrastras”, según
define un personaje de este último film, con nombres tan definitivos como Mater
Tenebrarum. Mater Lacrimorum y Mater Suspiriorum.
—La Pareja. Antes que la familia, estuvo la pareja: Argento la trata con el
mismo pesimismo escéptico. En «El pájaro de las plumas de cristal», Sam Dalmas
supedita su proyecto de investigación obsesiva a su relación con Julia, su
compañera sentimental, hasta poner en crisis el romance. En el mismo film, el
matrimonio de los Ranieri —cómplices en el crimen, y prisioneros de su infierno
privado— constituye una nada halagüeña visión de la vida marital. La historia
de amor entre Giordani y Anna en «El gato de las nueve colas» sufre un
progresivo deterioro que culmina cuando el periodista sospecha que la joven es
responsable de las muertes: Giordani se da cuenta finalmente de su error, pero
Argento mantiene firme el plano general, dejando que el silencio construya una
barrera, que el realizador hará infranqueable al no incluir, en el montaje
final del film, la secuencia de la reconciliación de la pareja. Cuenta Fabio
Giovannini (‘Dario Argento: il brivido, il sangue, il trilling’) hasta qué
punto sorprendió a los miembros del rodaje de «Cuatro moscas sobre terciopelo
gris» el parecido físico entre Maria Casale, esposa del cineasta por aquel
entonces, y la actriz protagonista Mimsy Farmer. Que esta última interpretase
el papel de asesina, y que su marido fuera la víctima propiciatoria, da
perfecta idea de las tentaciones autobiográficas del caso: el film actuaba de
perfecto ejercicio terapéutico, liberador, con Argento dando rienda suelta a
sus más ocultos demonios:
“Las mujeres me dan miedo, son
misteriosas, tienen muchas caras; cuando era más joven pensaba que mi novia
quería asesinarme. Me resulta enormemente difícil conciliar el sueño con una
mujer al lado: la respiración de una persona extraña me inquieta”.
Reflejando, en clave de giallo,
un pasaje decisivo de su vida privada, Argento anticipaba, no hace falta
decirlo, su divorcio inminente con Maria Casale. La guerra de sexos al estilo screwball comedy se impone tímidamente
en algunos momentos de la relación entre la periodista y el músico de «Rojo
oscuro», pero Argento no permite que el asunto trascienda al plano sentimental,
y les niega nuevamente, como a la pareja protagonista de su segundo film, un
reencuentro tranquilizador al final de la pesadilla. El panorama no mejora en
«Tenebrae», donde Peter Neal no perdona la traición de su esposa, a la que
asesina a golpes de hacha, ni es capaz de emprender ninguna relación con su
secretaria, a la que intenta asesinar más tarde. La felicidad que promete el
idílico paisaje suizo para Marco y Betty, protagonistas de «Opera», salta
brutalmente por los aires con la inesperada aparición de Santini, que acaba con
el rival masculino sin contemplaciones. «El gato negro» ofrece una desoladora
crónica de la vida doméstica de una pareja, y de su inevitable destrucción. Y
si bien en «Trauma», por una vez. Argento se muestra condescendiente, y permite
que Mark y Aura encaren su futuro con ciertas esperanzas, en «La sindrome di
Stendhal» las aguas vuelven a su cauce negativo: el fatídico encuentro con
Alfredo en Florencia trae funestas consecuencias para la inspectora Anna Manni
que, transformada ella misma en asesina, queda imposibilitada para cualquier
relación sentimental venidera. En cuanto al final de «Il fantasma dell’Opera»,
trae consigo la muerte de Erik, y el forzoso debilitamiento del amor entre
Christine y Raoul: el generoso sacrificio del fantasma supondrá, para la
pareja, un recuerdo interpuesto del que difícilmente podrá prescindir.
Julia y Sam, intimando en «El pájaro de las plumas de cristal».
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