François Mitterrand
El automóvil oficial que nos
conduce a la ceremonia culminante de la toma de posesión de François
Mitterrand se detiene a la altura de la rue St. Jacques a espaldas de
la Sorbona. Como una tortuga exhausta, el Peugeot dice: No puedo
avanzar más. ¿Cien mil, doscientas mil personas? Nuestro auto es
una pulga perdida en la multitud: medio millón de franceses que
tratan de llegar a la Plaza del Panteón para ver al nuevo presidente
y vivir la hora más exaltada de este nuevo mayo en París. El
policía nos pide descender y caminar, como podamos, hasta el
Panteón.
Elie Wiesel, el escritor judío,
es pequeño y ágil; trata de abrirse paso entre la marea que empuja
contra las barreras en ambos lados de la rue Soufflot. William Styron
y yo bromeamos con los franceses; déjennos pasar; hemos venido de
muy lejos; ellos nos dicen que no somos los únicos, ellos también
han venido de lejos, en el espacio, sí, pero también en el tiempo.
¿No lo dijo Mitterrand esta mañana, con palabras que ahora todos
repiten porque ahora son de todos: este pueblo ha formado la historia
de Francia, pero sólo ha tenido acceso a esa misma historia en
algunos momentos breves y gloriosos, verdaderas “fracturas de
nuestra sociedad”? Ahora, la mayoría política se ha identificado
con la mayoría social, nos dijo un Mitterrand sobrio y tranquilo,
con un destello de alegría y orgullo en la mirada.
Arthur Miller sobresale en la
multitud que nos impide llegar al lugar de nuestra cita. No lucha a
brazo partido como Styron, Wiesel y yo; Miller puede verlo todo desde
donde quiera que esté porque mide casi dos metros. Parece, dice
Styron, un Abraham Lincoln judío. François Mitterrand nos dio la
mano esta mañana en los jardines del Elíseo y dijo que saludaba a
la literatura colosal del Nuevo Mundo. Sospecho que se refería sólo
a Miller y a Julio Cortázar, que pueden mirarse directamente a los
ojos y no necesitan periscopios como los niños y los viejos de la
multitud que, de veinte o treinta en fondo, hace imposible el paso
hasta la plaza descubierta y estrangula a quien intenta vencer esa
muralla humana contenida por una débil y gentil barrera policíaca
(“Mira, esta vez los policías están de nuestra parte”, exclama
un joven melenudo) y vence a los cuatro escritores inermes que han
cruzado el Atlántico para estar aquí, a esta hora y en este lugar
vedados ahora por el fervor y el número del pueblo de París.
Nos damos
por vencidos. El día brillante que acompañó las ceremonias tensas,
aliviadas por la “fuerza tranquila” de Mitterrand, de la
transmisión del poder, cedió ante un mediodía lluvioso bajo el
Arco del Triunfo y luego regresó con una tarde asoleada en los
jardines del palacio presidencial. Ahora, al filo de las cinco de la
tarde, las nubes vuelven a cargarse, bajas y veloces, sobre el Barrio
Latino. Nos ponemos los impermeables y bajamos, desanimados, por las
callecitas menos concurridas hasta la rue des Écoles. Arthur Miller
se detiene, ajeno al simbolismo involuntario, bajo el signo que
anuncia la película The
Misfits
en el Cinema Champolion.
Todos somos
misfits,
diría Cohn Bendit en el otro mayo, el del 68, y ahora esa proclama
de letras negras sobre fondo rojo sólo comenta, con ironía, nuestro
pequeño problema personal. Qué remedio: nos iremos a tomar una copa
juntos en algún café de St. Germain. Las prisas para reunirnos un
martes en la noche en casa de Styron en Connecticut, levantarnos al
alba para llegar al aeropuerto Kennedy a tiempo, abordar el Concorde,
vencer ciertas aerofobias muy deslavadas ya (yo me perdí quince años
de adelantos de la aviación civil: pasé del Constellation al
Concorde, que es como pasar de la mula al Mercedes), llegar a París
antes de salir de Nueva York o alguna confusión así de cortazariana
que el jet-lag sólo acentúa hasta el insomnio más feroz: todo en
vano. La fiesta de la victoria socialista tendrá lugar sin nosotros.
Vamos a tomar una copa y a recordar.
Recordar: “París es la
ciudad de la memoria”, ha escrito Mitterrand. Abotono mi
impermeable y recuerdo el otro mayo que aquí viví en 1968, la otra
fiesta de París sin la cual esta de 1981 no hubiese sido posible.
Este pueblo, el más inteligente del mundo, esta juventud, estos
hombres políticos que ahora se aglomeran en el día de la victoria,
hicieron la primera crítica activa de una sociedad que les daba más
y más pero no les permitía ser más y más. No tener más, sino ser
más: quizás éste fue el deseo, la inconformidad, la inteligencia
de mayo del 68. Recuerdo hoy estas mismas calles cuando eran
trincheras de la revuelta contra el consumismo y el paternalismo,
barricadas ardientes cuyo fuego verdadero era el de la duda, la
pregunta constante, la “cuestión” sobre la posibilidad de una
sociedad pluralista, descentralizada, democrática, capaz de
gobernarse a sí misma. Debajo de los adoquines, las playas. La
imaginación al poder. ¿Cómo se llama hoy esa playa, cuál es la
imaginación del socialismo hoy en el poder? La más alta exigencia
para su gobierno, nos dijo el presidente Mitterrand esta mañana, es
demostrar la posibilidad del socialismo con libertad. Esto es lo que
la Francia del 68 y la Francia de 81 pueden ofrecerle al mundo de
mañana.
Pero medio millón de franceses
me impide ver el acto culminante de esta jornada. Estuvo bien
reunirse bajo la gran bandera tricolor en el Arco de Triunfo al
mediodía, esperar la llegada de Mitterrand por los Campos Elíseos,
estudiar los rostros presentes en la ceremonia, identificar el más
alegre de ellos (no tardé en hallarlo: era el de Jacques Chirac, el
alcalde de París, jefe del golismo y ahora de las fuerzas políticas
de la derecha: era el rostro inmensamente satisfecho del gato de
Alicia, el rostro del vencedor cuya sonrisa se decía y le decía al
mundo: “Yo le di la victoria a Giscard en 74 y se la quité en
81”). Reconocer a viejos amigos. Conocer a nuevos amigos.
El grupo
latinoamericano es el más nutrido; están mis viejos cuates Julio
Cortázar y Gabriel García Márquez, mi nuevo amigo Juan Bosch y
alguien que, más que un amigo, es ese entrañable espectro que un
novelista llama su personaje: Miguel Otero Silva, el novelista
venezolano, el periodista de El
Nacional
de Caracas; y mis queridas Tencha Allende y Matilde Neruda y otro
recuerdo de esa segunda patria mía, Chile, donde estas dos mujeres
mostraron y muestran su valor inmenso contra las bayonetas, por las
palabras. Porfirio Muñoz Ledo me presenta a Mario Soares, quien me
cuenta cómo, durante la clandestinidad contra la dictadura de
Salazar, firmaba sus artículos de prensa con el seudónimo “Carlos
Fuentes”. Le aseguro que, si alguna vez debo escribir
clandestinamente, usaré el seudónimo “Mario Soares”.
Tantos
rostros amigos que ayer eran la oposición y hoy son el poder: Régis
Debray, Jack Lang, Lionel Jospin. Y Jean Daniel, que nos recibe con
extraordinaria hospitalidad a Styron y a mí con todo su consejo
editorial en el Nouvel
Observateur.
Quieren conocer nuestra manera de ver las cosas, como norteamericano
Styron, como latinoamericano yo. Contestamos pero nos formulamos
nosotros mismos la pregunta que adivino en la mirada inteligente de
Daniel, de sus colaboradores K. S. Karol, Giesbert, Nicole Boulanger,
Priouret, Catherine David: cómo pasar de la oposición al apoyo
crítico, del monopolio de la virtud a la parcelación de errores y
aciertos, de la teoría y de la imaginación ilimitadas a la
responsabilidad compartida. Yo estoy seguro de que en las páginas
que admirablemente dirige nuestro amigo Daniel encontraremos algo tan
importante como la lúcida oposición de ayer: la información de
hoy, la educación política que es más larga que cualquier
ideología, la identificación de los problemas, el orden de las
prioridades, la salud de la duda, la perseverancia crítica.
Mitterrand no ha invitado a
gobiernos, sino a escritores que ha leído, a amigos que han
compartido con él la “larga marcha” de la campaña presidencial
contra De Gaulle en 1965 y contra Giscard en 1974, las tragedias de
Argelia y Suez, la explosión de mayo y la reconstrucción, a partir
del Congreso de Epinay en 1971, de un Partido Socialista dañado por
el tiempo, desprestigiado por demasiados compromisos, fraccionado por
demasiados bizantinismos ideológicos. Mitterrand sabe que no es la
ideología lo que hace la historia, sino la acción de la sociedad
civil y su realidad (tradición y aspiración) cultural.
Lo veo, en el almuerzo del
Elíseo, comer y beber con gusto, mirar a las mujeres guapas,
bromear, mostrar atenciones singulares. En un momento dado, se
levanta de la mesa; creemos que es la hora de los discursos; pero no
habrá tal cosa: el presidente se dirige a la mesa donde, inquieto,
el maestro Daniel Barenboim come sus perlas de salmón. Mitterrand le
dice que puede irse sin protocolo a ensayar con la orquesta de París;
sabe que el almuerzo se prolonga y Barenboim quisiera estar con sus
músicos. Barenboim agradece la gentileza de este hombre de Estado
que oye música, lee libros, discute ideas y obviamente sabe comer,
beber y amar con gusto, aun con brío, pero que es también un
político hábil y duro, astuto y perseverante. En 1971, el disperso
Partido Socialista tenía el 13% del voto y el Partido Comunista el
23%. Mitterrand dijo en Epinay: llegaremos al poder cuando los
comunistas desciendan al 15% del voto nacional. Esto ha sucedido en
1981. Los socialistas están en el Elíseo, en Matignon y en el
Palais Bourbon. Los comunistas han sido premiados por su derrota.
Pero ahora,
esta tarde del mes de mayo, caminamos ya sin grandes esperanzas de
participar en la fiesta de la Plaza del Panteón. Al cabo Mitterrand
también es un hombre de caminatas. Un largo camino para un buen
caminante. Yo conocí a Mitterrand cuando Silvia y yo habitábamos su
misma rue de Bievre en el año 73. Callecita estrecha, popular y
magrebina, viejo canal de castores entre el Boulevard St. Germain y
el Quai de la Tournelle, calle con cierta memoria literaria —allí
vivió Dante e inició la redacción de la Comedia;
también el rey de los techos de París, el novelista y aventurero
nocturno, Restif de la Bretonne.
Gracias a la
rue de Bievre y su olor de cuscús y su cante jondo arábigo frente a
mis ventanas me atreví a organizar el final de Terra
nostra.
Más importante: allí nació mi hijo. Vi muchas veces a Mitterrand
caminar hacia el Sena, contemplar Notre Dame, seguir en busca de los
buquinistas hacia la île de la Cité, dirigirse diariamente a la
Brasserie Lipp. Otras veces coincidimos bajo la lluvia esperando un
taxi en la Place Maubert; su chambergo lo protegía, me prestó Le
Monde
para cubrirme la cabeza. Desde la embajada de México, años después,
me correspondió organizar su viaje a México, una iniciativa de
Muñoz Ledo que no le agradó a todos en el gobierno mexicano ni en
el gobierno francés, pero que hoy parece un acto no sólo previsor,
sino normal. La América Latina no debe sacrificar apoyos en Europa;
la alternancia política debe ser normal y cultivable en y con la
democracia francesa.
Y Mitterrand es la imagen de un
hombre que camina largas horas en las landas del suroeste de Francia,
en esas playas y esos senderos descritos por Mauriac. Un hombre, nos
lo dicen sus libros, con un estilo para escribir y para pensar,
ganado en la soledad que nuestro tiempo le niega a nuestra identidad
más profunda: la que sólo puede actuar en el mundo y con otros si
antes ha actuado a solas y en lucha consigo misma.
Arthur
Miller sigue detenido, sin sospecharlo, bajo el signo de The
Misfits;
Wiesel, Styron y yo arrastramos las gabardinas. Melina Mercouri pasa
en un coche de la policía, abriéndose paso a duras penas entre el
gentío. Es una mujer espléndida, fulgurante, un tanto homérica,
casi un Mediterráneo en sí misma, y la imagen de Mitterrand en las
playas del Atlántico se mezcla con la imagen de Mercouri en las
playas del Egeo. No hay tragedia en sus ojos tristes porque al final
de la tragedia “todos se fueron muy contentos a la playa.” Le
pregunto desde la calle si nos permite subir al auto con ella; es la
única oportunidad de llegar a la Plaza del Panteón. Nos invita a
hacerlo. El caos es digno de los Marx: chofer, Melina, Papandreou el
líder del socialismo griego, dos policías y Harpo Fuentes, Groucho
Styron, Chico Wiesel y Zeppo Miller. El auto avanza treinta metros y
se detiene para siempre, devorado por la multitud. Buscamos el kepí
más importante de la región: deben abrirnos paso, la frustración
empieza a volverse peligrosa. Una barrera humana nos separa del
Boulevard St. Michel, despejado para el paso de Mitterrand. Si nos
atrevemos a recorrerlo a solas, nos van a insultar, nos van a bromear
feo…
Unimos hombros, codos,
esfuerzos y llegamos a la avenida despejada. El hombre del kepí
tenía razón: rechiflas, burlas, injurias gálicas. Entonces Melina
Mercouri toma una rosa roja y marcha avenida arriba, por el centro,
tomando la gran vía, conquistando la ruta real, agitando la rosa y
la melena, convocando toda la luz de la tarde hacia su sonrisa y sus
ojos de tristeza ojerosa. Decenas de miles de voces a nuestro paso,
ahora, agitan sus rosas en respuesta a la rosa de Melina, los gritos
son de alegría, viva Melina, Mercouri, Mercouri, te amamos. Y detrás
de ella cuatro ignorados escritores con impermeables a la Bogart,
gafas oscuras y cabezas gachas. Sin duda, los guardaespaldas de la
Mercouri. No identificables en las fotografías. Secretamente
agradecidos.
La policía
nos detiene en la esquina de St. Michel y la rue Soufflot. La
caravana presidencial se aproxima. Mitterrand llega en un coche
descubierto. Salta a la calle, toma a Mercouri de la mano y nos pide
que lo sigamos hacia el Panteón. Sentimos que del negro pozo de la
desesperación hemos sido elevados a las nubes de la gloria. Ahora el
cortejo multitudinario con Mitterrand a la cabeza avanza, entre
cientos de miles de seres que se amasan en las aceras, cuelgan de las
lámparas, atestan los balcones, pueblan precariamente los techos y
gritan, ¡ganamos!, ¡ganamos! Arrojan las rosas y todo vuela, las
flores, las mariposas de papel, las nubes cargadas, la gente llegada
de todo París, de toda Francia, las oriflamas tricolores, los brazos
abiertos en V, el gran himno final de la Novena de Beethoven dirigido
por Barenboim, la tormenta que estalla arriba en el cielo y abajo
entre los adoquines donde están las playas. Mitterrand, la memoria,
ha entrado al Panteón a depositar sus rosas en las tumbas de Jean
Jaurés y Jean Moulin. Una memoria es compartida adentro y afuera del
monumento. Jaurés, el socialismo con libertad, Moulin, la lucha
contra el totalitarismo y algo más, menos tangible, en la memoria
profunda de París: la memoria de sus grandes jornadas, cuando
Mitterrand sale del Panteón y la multitud rompe las barreras
policiales y el cielo oscuro cruje y los tambores resuenan, y Plácido
Domingo canta La
Marsellesa
orquestada por Berlioz y todos estamos amenazados por la borrasca, la
multitud, los caballos nerviosos de la Guardia Republicana y su
propia tormenta de oros, bronces, damascos: París de mayo del 68,
pero también París de la Comuna proletaria de 1870, París del 1848
nacionalista y republicano. París del 1830 burgués y
revolucionario, París del 1789 inflamado con todas las promesas que
nacieron y murieron y renacieron en las fechas subsiguientes, fechas
de ida y vuelta acarreadas por las voces de Mirabeau y Danton, de
Lamartine y Flaubert, de Hugo y Jules Vallés, que volvemos a
escuchar en la gran cantata republicana de esta tarde. Es una misa
laica, sí. Es también una liberación del instante: estamos a la
vez en el tiempo y fuera de él. Es un presente porque contiene un
pasado y un porvenir. No hay ilusiones. Sí hay emoción. Sí hay la
“fuerza tranquila”.
Un viejecillo empapado,
pequeñito, con esos inimitables bigotillos franceses que sólo
crecen en estrecha prolongación de las aletas nasales, llega a las
puertas pesadas y metálicas del Panteón. Ahora están cerradas para
impedir que la multitud avasalle el recinto. Las cámaras de
televisión han sido retiradas detrás de las puertas. El viejecillo
trae un grueso cable en la mano y repite sin cesar:
—Quiero
enchufar con el Panteón. Quiero enchufar con el Panteón.
Lo miro con cierto
estremecimiento. No, no hay ilusión y toda historia humana tendrá
su parte de muerte y luego su parte de vida que es esa memoria
convocada y evocada por Mitterrand en este día. Recordar la
historia, recordar la muerte para recordar mejor la historia, como lo
ha hecho hoy el presidente de Francia. No hay orden, seguridad o
permanencia alguna, nos ha dicho, allí donde reina la injusticia y
gobierna la intolerancia. La memoria y la muerte serán continuidad y
no fatalidad, vida escogida y no desaparición inevitable en la
medida en que impidan el reino de la injusticia y el gobierno de la
intolerancia.
Una
muchacha, empapada también, se acerca a pedirle a Styron una firma
para pegarla a su ejemplar de La
choix de Sophie.
La muchedumbre se dispersa. Pierre Salinger hace la seña de cortar a
los equipos de camarógrafos de la cadena ABC. Marc Riboud, más
modestamente, ciega con un tapón su cámara y Polifemo, ahora, se va
a dormir.
—No ha
habido nada igual desde la Liberación —dice un hombre que la
vivió.
—No, desde
el entierro de Victor Hugo —le dice su hijo, que quizás ha visto
algunas fotografías.
Desciende
por los escalones del Panteón una mujer esbelta, contenida,
extrañamente alegre y melancólica a un tiempo. Volteo para
reconocerla. Pienso. Se aleja. Lo sé. Es la muchacha que apareció
en la portada de mi reportaje sobre el 68: París:
La Revolución de Mayo.
Estoy seguro, es la misma. ¿Cómo voy a olvidar, si he visto esa
portada todos los días durante trece años? Es ella. Pero es otra.
Ya no tiene 25 años. Se pierde en la multitud dispersa de este
crepúsculo. No olvidaré nunca su paso, su alegría, su desencanto,
su determinación. Su contradicción vital. No me habló nunca, pero
me dijo: —No soy más. Soy mejor. Era la voz del otro mayo
hablándole a este mayo.
El presidente de Francia,
François Mitterrand, usa el manto del poder con una determinación
serena que sus compatriotas llaman “La force tranquile”. Conviene
recordar que esta fuerza se forjó en la adversidad, no en el
triunfo. Mitterrand asumió la dirección del Partido Socialista en
el punto más bajo de la historia de esa formación política. Diez
años más tarde, los socialistas ocupan los tres centros del poder
en Francia: la Presidencia en el Palacio del Elíseo, el Gobierno en
el Hotel Matignon y la mayoría de la Asamblea Nacional en el
Palais-Bourbon.
Observar al presidente
Mitterrand es darse cuenta de que sólo un político profesional pudo
obtener este milagro. Pero junto con el político pragmático,
coexiste en Mitterrand el hombre sensitivo y paradójico que prohíja
el cambio gracias a una conciencia de la tradición, que se alimenta
con la lectura de Montaigne y que posee una especial afinidad con el
mundo de los escritores.
La víspera
del Año Nuevo de 1982, Mitterrand salvó al eminente filósofo y
crítico francés, Jacques Derrida, de un proceso prefabricado y una
sentencia de dos años de cárcel determinados por las autoridades
checoslovacas con base en una acusación fraudulenta de “tráfico
de drogas”. Derrida se encontraba en Praga dando cursos
particulares de filosofía en un país donde los intelectuales no
tenían derecho a poseer una biblioteca y donde el pensamiento, en
efecto, podía pasar por una droga. Los gobernantes de Praga querían
advertir que, después de Polonia, deberían cesar los contactos
intelectuales garantizados por los Acuerdos de Helsinki. El
presidente Mitterrand no se dejó intimidar por semejante bluff.
Tengo entendido que sus palabras no representaron un llamado a las
autoridades checas, sino una advertencia de las más severas
consecuencias diplomáticas. Al día siguiente Derrida fue liberado.
A fines de diciembre de 1981,
Mitterrand entregó a Gabriel García Márquez las insignias de la
Legión de Honor. Durante el almuerzo que siguió, elaboró una
visión del mundo que ya había bosquejado durante una reunión
anterior en México, en vísperas de la conferencia de Cancún.
Ahora, Mitterrand se mostró satisfecho de haber cumplido sus
promesas electorales durante los primeros seis meses de su gobierno:
nacionalizaciones que al fortalecer al sector público aseguran que
el proceso de re-industrialización y modernización económica, como
en el gobierno golista de la posguerra, beneficiarán a la
colectividad más que a las transnacionales; una descentralización
que devuelve iniciativas democráticas fundamentales a los ciudadanos
y a la clase obrera; medidas tan populares como el aumento del
salario de garantía y mayores beneficios sociales. Contó con el
entonces poderoso Partido Comunista para su primera elección. Le dio
dos carteras al PC, alarmó a muchos ricachones franceses, algunos de
los cuales retiraron sus fondos de Francia. Alarmó al entonces
presidente Ronald Reagan pero al cabo las políticas de Mitterrand
disminuyeron la influencia del comunismo en Francia y su decidido
apoyo a la Unión Europea y la amistad con la Alemania Federal
apaciguaron a las voluntades adversas.
—Qué
lástima que no fue usted embajador durante mi mandato —me dijo un
día.
Largo mandato, de 1981 a 1995,
que me hizo recordar el modesto inicio de nuestra amistad. Y
seguirlo, más tarde, en sus viajes a la Ciudad de México y a
Cancún. En el D. F., el gobierno organizó una manifestación
monstruo en el Monumento de la Revolución en la que nadie —un
millón de mexicanos— entendió el discurso de Mitterrand. García
Márquez y yo lo acompañamos en el avión presidencial a la
conferencia de Cancún. Nos recibió en el aeropuerto el presidente
José López Portillo, sin ocultar su asombro de que Mitterrand nos
diese los lugares de privilegio a dos escritores.
Viajaba Régis Debray en la
comitiva de Mitterrand. Régis nos aseguró un espacio excéntrico
para observar las deliberaciones secretas de la conferencia y las
equivocaciones constantes del presidente Reagan. El mandatario de
Tanzania, Julius Nyerere, le contestó cuando Reagan, paternalmente,
le pidió al “tercer mundo” abandonar la agricultura a favor de
la industria:
—Pero,
señor Reagan, Estados Unidos es el primer productor agrícola del
mundo.
Y cuando Indira Gandhi, la
primera ministra hindú, le reclamó a Reagan el elogio del consumo
como felicidad hecho por el norteamericano:
—Pero,
señor Reagan, algunos ciudadanos nuestros ni siquiera tienen
zapatos.
Mitterrand lo observaba todo
con cierta fría distancia y divertida sonrisa. Él era el maestro
del debate político y de la respuesta justa. Se reservaba. Si
hablaba, no era para perder el tiempo. Y podía ir directo a la
yugular del opositor. En los debates televisivos con el candidato de
derecha, Jacques Chirac, éste, en algún momento, le dijo:
—Pero
seamos más cordiales. Dígame Jacques y yo le diré François.
Contestó Mitterrand:
—Cómo no,
señor primer ministro.
Mitterrand sabía que Francia
es el país de las fórmulas, que las fórmulas expresan cortesía y,
a veces, distancia sin insulto.
En cambio, la cultura literaria
de un presidente francés nunca sorprende. Neruda me contó que sus
reuniones con el presidente Pompidou siendo Pablo embajador de Chile
en Francia, tenían como pretexto discutir la política económica
del Club de París, pero en realidad eran largas pláticas sobre la
poesía de Baudelaire. Lo que sorprende es que un presidente de
Estados Unidos lea libros.
Cosa que
descubrimos Gabo y yo una noche en Martha’s Vineyard, escuchando a
Bill Clinton recitar de memoria pasajes enteros de Faulkner,
demostrar que había leído el Quijote
y por qué Marco Aurelio era su autor de cabecera. Pregunta
innecesaria: ¿Qué habrá leído Bush? Y para cerrar el capítulo
político, otro lector-estadista: Felipe González, un hombre que
habla como un libro porque piensa como un libro porque ha leído
todos los libros y sin embargo —oh, Mallarmé— no está triste.
Faltaba conocer a Barack Obama para tener otro presidente-lector.