Magister dixit
José Campillo estaba demasiado
cerca de nosotros; sería, entonces, un hombre de poco más de
treinta años y era difícil otorgarle la severidad magisterial que
él mismo, con razón, exigía en esa cueva de vaciladores, léperos,
inconscientes y tarugos que a veces era su clase de Derecho del
Trabajo. La selección ya no era la máxima virtud de la Universidad;
un populismo mal entendido abría con demasiada comodidad sus puertas
a muchos jóvenes que terminarían como lumpemproletariado
profesional. Las exigencias de admisión, asistencia, redacción,
investigación y exámenes son igualmente altas en Moscú, Pekín y
Harvard: una educación diversificada y racional no priva a nadie de
oportunidades; al contrario, las multiplica a niveles proporcionales
con las exigencias reales del desarrollo de una nación. Pero México,
decía Alfonso Reyes, es un país muy formalista, y el título
profesional es el asa con la que los demás levantan la copa de
nuestra identidad: “Señor Licenciado”.
Pepe
Campillo asustaba a los tigres que malamente podían leer el
periódico deportivo Esto
pero reservaba su extraordinaria gentileza personal para las horas
fuera de clase en las que su casa se abría para los alumnos
interesados de veras en el derecho como parte del saber humano. Pepe
Campillo era amigo muy cercano del trágico, vibrante y socrático
Jorge Portilla, el más brillante filósofo mexicano de su
generación, un católico apadrinado por Nietzsche y Dostoyevsky. Con
él, con Campillo, con Raúl Medina Mora, algunos miembros de mi
generación descubrimos la realidad de la cultura cristiana en
México. A menudo reducida a bandera de vituperio encarnizado, de
mera posición ideológica, de justa limitación por la sociedad
civil, la civilización católica aparecía en las discusiones del
grupo de Campillo como una construcción racional estremecida por una
sospecha trágica. Sentí entonces que, acaso, sólo el catolicismo
nos ofrece a los latinoamericanos la posibilidad de ese conflicto
entre valores igualmente justos que es la esencia de lo trágico.
¿Cómo trascender el maniqueísmo clerical, bien contra mal, para
llegar al cristianismo trágico, bien contra bien? Tal era la
modernidad magisterial de Pepe Campillo; era casi un chamaco como
nosotros por esto y porque bebía, reía, leía lo mismo que
nosotros, nos entendía.
MARIO DE LA CUEVA
Mario de la
Cueva se encontró en el justo medio, en la distancia necesaria que
nuestra generación necesitó para ser eso, una generación, es
decir, un grupo de unidades diversas y de diversidades únicas. Había
un elemento profundamente conmovedor en el maestro De la Cueva: su
soledad, traducida de inmediato a una suerte de desamparo que era una
espera. Todos, intuitivamente, lo llamábamos “el Maestro”, “el
Maestro De la Cueva”, porque adivinábamos que nos estaba
esperando, que dependía de nosotros, de todos nosotros, como
generación, como grupo. Su elegancia y discreción eran muy grandes;
nunca nos hizo sentir que, también, nosotros dependíamos de él. Y
sin embargo, ésta era y es la verdad. Creo que nadie me desmentirá
cuando digo que Mario de la Cueva fue un maestro que nos hizo sentir
que su misión como educador dependía de nosotros. Lo repetía
siempre en relación con una generación pasada de la joven cultura
mexicana: la que se reunió alrededor de Mario de la Cueva en la
revista Tierra
Nueva:
José Luis Martínez, Alí Chumacero, Jorge González Durán,
Leopoldo Zea… De la Cueva hablaba de esa revista, de esos
escritores, como de un fuego que lo había iluminado. Valdría
añadir: ellos lo acompañaron, ellos lo esperaron a él.
Nosotros,
escritores, oradores, juristas, políticos, periodistas en ciernes,
teníamos cierta envidia de esa famosa generación de Tierra
Nueva.
Martínez era el crítico literario por excelencia en el México de
los cincuenta; Chumacero, un poeta secreto y esbelto, formalmente
perfecto y sustancialmente turbulento; González Durán, el poeta de
una insatisfacción tormentosa, otra vez (signo mexicano) dominada
por un deseo de clasicismo; Zea, el historiador de la filosofía, el
ordenador de nuestra casa mental y sus rémoras positivistas. ¿Íbamos
a ser tan “chingones” como ellos? ¿Más? ¿Menos? ¿Íbamos a
ganarle a la generación favorita del Maestro De la Cueva? ¿Íbamos
a estar a la altura del Maestro, de sus exigencias, de su soledad, de
su espera?
No era, por
lo demás, un hombre de aspecto simpático. “Chato” le decían y
chato era, chato como una tortilla, chato cara de manazo, con un
aspecto a menudo feroz, canino, subrayado por su mimetismo prusiano,
sus gestos a menudo cortantes, sus frases severas. Alemania era su
modelo cultural, su momento de formación pero también, lo
adivinábamos, su instante de ternura, de debilidad, de frágil
reconocimiento. En la filosofía alemana encontraba De la Cueva su
asidero intelectual; conocía admirablemente la lengua y la
literatura germánicas; tenía algo del clásico profesor de gimnasio
o del docente que asociamos, en las novelas de principios de siglo,
con las facultades de Leipzig o Heidelberg. Colorado de tez,
perdiendo el tono rubio de una cabellera tiesa, de oficial a las
órdenes de Von Moltke, amante de la cerveza y la choucrout,
a veces cercano a esa manifestación del espíritu germano que se
llama el gemütlich,
De La Cueva era también un mexicano clásico, de esos que nunca
aparecen en las caricaturas norteamericanas o en las operetas
francesas, un mexicano tan clásico por ajeno al clisé del bigotudo
empistolado como, digamos, Juan Goytisolo y Jorge Semprún lo son del
español de pandereta, o Michelangelo Antonioni e Italo Calvino del
napolitano de feria.
A medida que su amistad se
afirmaba, el perfil castizo de Mario de la Cueva se iba revelando
como un conflicto entre las dos tendencias de nuestros orígenes
políticos independientes. Desde 1810, todo mexicano es un poco
conservador, es decir, defensor de los privilegios y de la tradición
y guardián celoso de la integridad nacional contra la fuerza
modernizante e imperial de Estados Unidos, y por ello, cercano a la
cultura política y estética de Europa como contrapeso de la
vecindad norteamericana; y es también un poco liberal, es decir,
enemigo de los privilegios, modernizante, aliado natural de la
democracia igualitaria, antiaristocrática y populachera de Estados
Unidos. Las trasposiciones de algunos de estos términos explican
buena parte de nuestra historia política e intelectual.
Creo que por primera vez, como
discípulo y amigo de Mario de la Cueva en la escuela de San
Ildefonso en los años cincuenta, pude hacerme una idea viva de este
conflicto. Pues, del conservador mexicano clásico, De la Cueva lo
tenía todo, menos el apego a un orden de privilegios; y del clásico
liberal, todo menos la confianza excesiva, o la ausencia de caución,
respecto a la manera de tratar con los norteamericanos. Más bien
dicho: era un hombre en el que la tradición cultural no quería
reñir con los riesgos de la modernidad; era un conservador que
exigía como primera condición de la estabilidad la verdadera
justicia, por revolucionaria que fuese; era un liberal que se negaba
a entronizar al porvenir como dios de una sociedad que, sin pasado,
carecía de futuro. Era un nacionalista cuyas exigencias de justicia
comenzaban adentro de nuestra casa, porque en la justicia interna
estaba el primer baluarte contra la injusticia externa.
En efecto, para Mario de la
Cueva los valores de la civilización —la tolerancia, la
imaginación, la convivencia, la creación, el amor— no eran
posibles sin una base en la justicia. No creía De la Cueva en
utopías de justicia instantánea; tampoco se dejaba engañar por
utopías de justicia infinitamente pospuesta en el porvenir a cambio
del imperio, en nombre de la justicia, de la Razón de Estado. Más
modesta, pero más exigente, su idea de la justicia como base de la
civilización sólo era posible en una actualización diaria —en el
trato con los semejantes; en la demanda hoy, no mañana, del trato
debido para este niño hambriento, para este joven iletrado, para
esta mujer ofendida, para este hombre despojado— que convertía a
la justicia, aliada con la cultura, en la definición de la libertad.
No, De la Cueva no imaginaba nada en términos de filantropía
pasajera. Su justicia se formalizaba en leyes, instituciones y
práctica del derecho. Pero ese derecho auténtico no podía ser ni
una evocación nostálgica ni una promesa engañosa. La libertad, la
justicia y la cultura tienen lugar hoy o no tienen lugar nunca. Tal
es la condición para que tengan lugar, realmente, mañana.
No daba Mario de la Cueva esta
lección en abstracto. Para mí, su imagen moral e intelectual se
prolonga y actualiza en algo muy importante en un país como México:
De la Cueva no era un hombre interesado en el dinero. Toda su vida
tuvo lo necesario para vivir, leer, escribir, viajar, enseñar. Pero
nunca vivió para ganar dinero. Vivíamos en los años cincuenta, en
San Ildefonso, con él, en un México balzaciano, pero aún no
babilónico en su desfiguración glotona por obra del lucro. Cuando
quería elogiar a un joven, De La Cueva decía: “Le importa la
cultura, no el poder o el dinero”. Yo lo digo ahora sobre él y en
su honor. Para De la Cueva era más importante decir la verdad que
callar por conveniencia; era más importante leer a Schopenhauer que
leer una cuenta de banco; era más importante poseer la emoción de
un cuarteto de Schubert que poseer un castillo rococó en el
Pedregal; era más importante la riqueza de la intimidad que la de la
apariencia; el poder estaba en lo que uno mismo decía, escribía o
pensaba, no en lo que se decía, escribía o pensaba sobre uno; el
poder no consistía en disciplinar a los demás, sino disciplinarse a
uno mismo; no existía poder sobre la nada: la política era trato
entre iguales, no humillación del débil por el fuerte.
Sobre este
temperamento, con estas ideas, nos dio Mario de la Cueva, a muchos de
nosotros, nuestras primeras armas intelectuales. Decidió celebrar
con honor y juventud el IV Centenario de la Facultad de Derecho que
entonces dirigía. En el concurso de ensayos que organizó, muchos de
nosotros pudimos decir y publicar por primera vez lo que pensábamos
de nuestro país y del mundo. Nos dio una revista, Medio
Siglo,
que nombró, situó y proyectó a nuestra generación. Nuestra
generación: Víctor Flores Olea, Porfirio Muñoz Ledo, Salvador
Bermúdez, Sergio Pitol, Xavier Wimer, Enrique González Pedrero,
Genaro Vásquez, Arturo González Cosío, Salvador Elizondo, Marco
Antonio Montes de Oca, Mario Moya Palencia.
Mario de la Cueva, en su
inteligencia que era, como escribió Gorostiza, “soledad en
llamas”, no sólo concibió: creó. Lo cierto es que él nos creó
a nosotros. Mostraba un orgullo enorme, una verdadera emoción, ante
el destino de algunos de esos alumnos que se convirtieron en sus
amigos de toda la vida. Ese orgullo nunca será comparable al que
todos y cada uno de nosotros sentimos por el maestro que lo fue
constante, dentro y fuera del aula, antes y después de los años de
universidad. Quizá su orgullo por algunos de nosotros no sea
justificado. Lo cierto es que nosotros podemos, para siempre,
sentirnos orgullosos de Mario de la Cueva.
Yo salí de
la escuela de San Ildefonso sabiendo mejor quién era y qué quería
gracias a Mario de la Cueva; gracias, también, a la generación de
amigos nutrida por la soledad, la inteligencia, la disciplina y el
fervor de justicia de Mario de la Cueva. Ahora que el gran maestro y
jurista mexicano, el constitucionalista, el internacionalista, el
director de la Facultad de Derecho de la UNAM, el autor del Derecho
Mexicano del Trabajo,
el delegado a Bogotá, el articulista disidente se ha ido, digo lo
que le debo y lo que aún me falta por pagarle.
MANUEL PEDROSO
Asocio a don Manuel Pedroso, de
manera inmediata, con largas caminatas que recrean en mi espíritu lo
que aparentaba la Ciudad de México hacia 1952. Don Manuel era un
maestro al estilo medieval. Un profesor que no cerraba la lista de
asistencia al terminar la clase, sino que proseguía su magisterio
acompañado siempre de al menos media docena de alumnos, de la
Facultad de Derecho en la calle de San Ildefonso hasta la casa de don
Manuel en la colonia Cuauhtémoc.
Hablo de
Manuel Pedroso y su soberana inteligencia europea. Pedroso fue
Gibraltar en la Facultad de Derecho. Cuando las olas del derecho
mercantil amenazaban con anegar mi pobre espíritu literario, Pedroso
me dirigía a la lectura de Balzac y la tormenta se calmaba: toda la
realidad, todo el drama del comercio eran supremamente inteligibles a
través de la novela de César Birotteau. Contra el atiborrado
ambiente, Pedroso ofrecía una selección severa: bastaba, decía,
leer tres libros en la clase de Teoría del Estado para entender el
tema: La
república
de Platón, El
príncipe
de Maquiavelo y El
contrato social
de Rousseau.
Pero Manuel Pedroso, su gracia
andaluza, su ocasional severidad teutona, sus guiños tropicales, sus
tardes de café, confidencia y Kant y España dolorosa y perdida, no
era sólo nuestro. Era el de su larga carrera en la educación y la
diplomacia españolas, lector de la Universidad de Sevilla, embajador
en Moscú y Caracas, traductor de Dilthey y Marx. Era el de sus
nostalgias indivisibles, era de todos los secretos que nosotros no
podíamos entender en el alma de la Europa devastada por el fascismo.
Pedroso le pertenece a muchas generaciones en la Escuela de Derecho;
pero fue de algo más que no estaba allí, que quizás había muerto
con la aparición de los nazis en el seno de la civilización
alemana, y que Pedroso —éste era su semblante trágico, su
asociación discreta con el dolor— mantenía vivo con la memoria y
la enseñanza, como si entendiese que la muerte no nos priva de un
futuro, sino de un pasado. Éste era el sentido heroico de sus
clases, de su conversación, de su biblioteca: proclamar la vida de
estas ideas, de estos libros, a pesar de Franco, a pesar de Hitler.
No sé si fuimos dignos de Pedroso. Nos rebasaba, nos precedía
demasiado, nos anunciaba demasiado. ¿Cómo íbamos a ser universales
a los veintiún años? Pero ¿cómo íbamos a pensar en términos que
no fuesen universales (aunque fracasásemos en nuestro intento)
después de frecuentar a Don Manuel?
El café que
nos aguardaba en el quinto piso de la calle de Amazonas donde don
Manuel y Lita, su mujer, caminaban, comían, conversaban, recibían,
entre paredes cargadas de libros, cumpliendo así el desideratum
de Jorge Luis Borges (o Borgués): el Paraíso es dormir rodeado de
libros.
No eran, los de don Manuel,
libros a secas. Eran joyas recuperadas. Eran tomos vueltos a nacer.
La gran biblioteca de Pedroso en Sevilla, donde era rector de la
Universidad, fue saqueada e incendiada por las tropas bárbaras del
general Franco, eco comprobable del grito igualmente bárbaro del
cosido y recosido general Millán Astray: “Muera la inteligencia”.
En esa hoguera de libros, en ese aullido de la muerte, se cifra no
sólo el discurso del fascismo español, sino la razón —simbólica
y fáctica a la vez— del éxodo republicano que trajo a Pedroso a
nuestras tierras.
¡Cuánto nos dieron esos seres
excepcionales que no se rindieron jamás ante la dictadura, sino que
la avergonzaron para siempre y la desnudaron por completo! Se fueron
los mejores, pero al irse no abandonaron a España. Fueron ellos y
ellas, la España Peregrina que reservó sus frutos para un futuro
español mejor y los entregó a un mejor presente mexicano.
Emilio Prados, Luis Cernuda,
Miguel Altolaguirre, Agustí Bartra, León Felipe, poetas; Max Aub,
narrador; Adolfo Salazar, musicólogo; Luis Buñuel, cineasta;
Francisco Giner de los Ríos, arquitecto; José Moreno Villa y Elvira
Gascón, pintores; Margarita Nelken y Ceferino Palencia, críticos de
arte: Cipriano Rivas Cherif y Álvaro Custodio, promotores teatrales;
José Gaos, Eduardo Nicol, Gallegos Rocafull, María Zambrano,
filósofos; Joaquín Díez-Canedo, Juan Grijalbo, Eugenio Ímaz,
editores; Eulalio Ferrer, publicista; y los juristas y profesores de
derecho Néstor de Buen, Luis Recaséns Siches, Niceto Alcalá
Zamora, Mariano Ruiz Funes y Manuel Pedroso.
Don Manuel se había formado en
Alemania, de acuerdo con el proyecto europeísta de Ortega y Gasset,
destinado por un tiempo corto en años y largo en trascendencia, a
desmentir el dicho: “África empieza en los Pirineos” y a
recuperar una tradición abierta y civilizatoria, interrumpida una y
otra vez por la España inquisitorial, racista, de hidalga incuria y
cerrazón eclesiástica; y recuperada una y otra vez también por el
humanismo indoblegable de Jovellanos, el sueño de la razón de Goya,
la perspectiva crítica de Blanco White y la narración de la nación
por Pérez Galdós y Leopoldo Alas “Clarín”.
A veces, ser aristócrata y de
izquierda es una garantía contra la corrupción y don Manuel fue
eso. Jamás sacó a relucir su título de nobleza. Tampoco, su
militancia socialista. Pero ambas —alcurnia de sangre y conciencia
de pueblo— configuraron las preferencias intelectuales de Pedroso
y, lo que más contó para nosotros, sus estudiantes privilegiados,
su manera de impartir enseñanza.
Debo admitir que muchos de
nosotros, a principios de los cincuenta, teníamos serias reservas
acerca de los métodos de enseñanza en la Facultad de Derecho.
Algunos, como Flores Olea, González Pedrero y yo mismo, habíamos
pasado ya por universidades europeas donde pervivía el estrecho
contacto entre maestros y alumnos, como sucedió en las primeras
universidades del Viejo Mundo, Bolonia y París. Nuestra Facultad de
Derecho sufría de plétora, debido al gran número de estudiantes
(índice de una generosa apertura) pero sin la organización de
grupos más reducidos que mantuviesen contacto más estrecho con sus
profesores. No era el número el problema, sino la plétora de clases
de cien o más alumnos, en vez de tener más cursos de veinte
alumnos.
A unos veinte limitaba don
Manuel sus cursos de Teoría del Estado y Derecho Internacional
Público. La calidad se conllevaba con la cantidad. Y, lo que es más
importante, Pedroso no atiborraba a los estudiantes del indigesto
total de la teoría política de Platón a Gramsci, manera de saberlo
todo sin entender nada. Pedroso nos limitaba a la lectura de tres
libros esenciales, los ya mencionados.
—Leamos a
fondo tres libros durante el año y sabremos más de teoría del
Estado que si pasamos volando sobre cuarenta autores.
Ahora bien, ¿por qué sólo
tres autores y por qué esos tres autores?
Sólo tres porque Platón,
Maquiavelo y Rousseau son filósofos de frontera, situados en el filo
de la navaja entre épocas distintas, pensadores de transición de un
tiempo a otro diferente, ubicados, como dice el poeta romántico
francés Alfred de Musset, del fin de la era napoleónica en Francia,
con un pie en el lodo y el otro en el surco.
Y sólo tres porque cada uno
era un centro solar en torno al cual giraban otros grandes
pensadores, iluminados, así fuese controversialmente, por las
lámparas del griego, el florentino y el ginebrino.
Platón
representa tanto la culminación como la crisis del ideal de la
paideia,
es decir, de la educación en su más alto grado espiritual. Lejos ya
del ideal heroico de la epopeya homérica, Platón inserta el ideal
educativo no en un origen épico ni en un desenlace político, sino
en la continuidad de un ideal de cultura como principio formativo del
individuo, pero del individuo, precisamente, en sociedad.
Pedroso daba
al pensamiento platónico como paideia o ideal formativo del
individuo y la sociedad, un amplio devenir histórico. Los valores de
la educación ni aparecen ni se cumplen por fiat
divino. No son instantáneos. Requieren tiempo, y el tiempo es
definido por Platón como la eternidad —cuando se mueve.
Evocaba
Pedroso el gran libro de Werner Jaeger, Paideia,
los ideales de la cultura griega,
para describir el ideal de una educación naciente “que se
desarrolla en el suelo de un pueblo y persiste a través de los
cambios históricos”. La educación en la ciudad, es decir,
política, en la polis, “recoge y acepta todos los cambios de su
destino y todas las etapas de su desarrollo histórico”. “Sería
un error fatal ver en la voluntad de forma de los griegos una norma
rígida y definitiva”, concluye Jaeger.
Creo que
esta lectura de Platón es esencial para entender el pensamiento de
Pedroso y la cualidad de su magisterio. No pasaba por alto don Manuel
los aspectos negativos de un determinado pensamiento político. Por
ejemplo, la propuesta aristocrática de La
República
ha de ser considerada en su contexto histórico y aun nominativo.
Para Platón, aristocracia es el gobierno de los mejores, en
contradicción con timocracia (el Estado militar), oligarquía (el
Estado plutocrático) y democracia (que en el vocabulario platónico
se asimila a la voluntad irresponsable).
Pero si
éstas son categorías nacidas de la crisis de la Ciudad-Estado
griega, hay valores que las trascienden y que se proyectan más allá
de cualquier coyuntura. En el Gorgias,
Sócrates lo explica: La ética es la regla soberana de la vida
pública y privada, en oposición al oportunismo. Si para Platón la
ética política adopta la forma del Estado aristocrático como para
nosotros encarna en el Estado democrático, lo cierto es que, más
allá del nominalismo, Platón le propone a La
República
—la suya y la nuestra— el problema ético de la justicia.
¿Quiénes son, pues, los gobernantes ideales de la república de
Platón? Son los filósofos. Primero, porque tienen una idea más
clara de la justicia como forma del Bien. Segundo, porque se sujetan
a la severidad de la dialéctica, que en Platón, notoriamente, se da
en el proceso del diálogo. Y el diálogo, al desarrollarse mediante
preguntas y respuestas, asegura la sabiduría, el conocimiento y la
educación.
Pongo este
ejemplo de cómo Pedroso podía, sin traicionar la circunstancia
histórica de una obra de teoría política, insertarla en un devenir
dialéctico que se sostiene en las formas conjugadas de la ética y
de la educación. La circunstancia política se desvanece. La verdad
ética permanece y su nombre es educación
para la justicia.
La
propedéutica del maestro Pedroso vuelve a brillar en su
interpretación de la segunda obra de nuestro año universitario: El
príncipe
de Maquiavelo. La mala fama que acompaña como una sombra fatal a
este libro parte de una confusión. Maquiavelo no nos está diciendo
lo que debe
ser (como Tomás Moro en su Utopía)
ni lo que puede
ser (como Erasmo de Rotterdam en su Elogio
de la locura)
sino, llanamente, lo
que es.
Claro que el florentino tiene un propósito ulterior y éste es la
unificación de Italia, hecho que sólo ocurrió tres siglos después
de la publicación de El
príncipe.
Platón escribe en la era
crítica de Grecia: perdida la epopeya, sufrida la tragedia, el
Estado-Ciudad transita incierto entre la cultura del pasado y la
cultura por venir.
Maquiavelo escribe cuando las
grandes promesas del humanismo renacentista —todo es posible, sólo
despreciamos lo que ignoramos— son negadas por las necesidades de
los nuevos Estados-Nación beligerantes y colonizantes.
Juan Jacobo Rousseau,
finalmente, escribe a medida que se abre la honda fisura entre el
poder absoluto de los reyes y la aspiración revolucionaria de la
democracia y los derechos humanos. Escribe en vísperas de la crisis
de la antigua economía agrícola y artesanal y el despertar de la
revolución industrial. Escribe entre la corte real de Luis XV y la
corte burguesa de Honoré de Balzac.
Rousseau es el padre del
Romanticismo, y la esencia de este gran movimiento que pervivió
hasta el siglo XX es la restauración de la unidad perdida. Alguna
vez, en la Edad de Oro, el hombre era dueño de su propia unidad.
Ahora, vive disperso. Antes, el hombre era libre. Ahora, está en
cadenas. ¿Cómo restaurar, si no una completa y quizás ilusoria
unidad perdida, al menos una semblanza de identidad recuperada?
Mediante un contrato social
dictado por una soberanía popular inalienable y, sobre todo, no
delegable. Al contrario de los pragmáticos ingleses o el sereno
Montesquieu, el romántico Rousseau no admite que la soberanía sea
objeto de representación fuera de su origen mismo, el pueblo. Si
culturalmente el Romanticismo busca restaurar la totalidad perdida,
políticamente esa totalidad indelegable puede desembocar en el
totalitarismo.
“Una
humanidad liberada no sería, de manera alguna, una totalidad”,
advierte T. W. Adorno. Y añade: “Un mundo justo sería intolerable
para cualquier ciudadano de nuestro mundo fallido”. Y concluye el
filósofo de Frankfurt: “Estamos demasiado dañados como para ser
redimidos”.
Si cito a un filósofo moderno
es porque Adorno me abre la puerta a una dimensión romántica —la
sensual— que acaso, para Pedroso, redimía al filósofo de Ginebra
de lo que hoy llamaríamos la tentación totalitaria.
Porque Pedroso, con su aspecto
de figura pintada por El Greco, su porte de caballero español con la
mano en el pecho, su dignidad generosa semejante a la del Caballero
del Verde Gabán en el Quijote, era también un sensualista
romántico, un rousseauniano cuyas confesiones exploran un Paraíso
sin Dios pero con muchas Evas.
El corazón
tiene su propia historia, escribe el ginebrino en sus Confesiones
de 1770, y la historia del corazón no puede ser agotada por el
pensamiento porque su propósito, el objetivo increíble del alma, es
ni más ni menos que la recuperación del Paraíso, y el Paraíso de
Rousseau son las recámaras donde las bellas mujeres se confiesan a
Rousseau y Rousseau se confiesa a ellas.
¿Cuál es el contrato del
amor?
¿Y cuál, su soberanía?
Yo imagino
que Manuel Pedroso, quien celosamente guardaba retratos de algunas
inquietantes mujeres del Berlín que se coronó de placeres entre la
Constitución de Weimar y el estreno de El
Ángel Azul
con Marlene Dietrich, asociaba secretamente su interés hacia
Rousseau el filósofo con su pasión hacia Rousseau el amante.
Acaso este nervio sensual le
hacía admirar a Rousseau ayer más de lo que, después del trágico
siglo XX, le admiramos hoy. Pero esto me devuelve a la inteligencia
de don Manuel para extraer del pensamiento político una verdad no
anclada en determinada época, sino fluida, capaz de decirnos algo
importante hoy.
Y para Pedroso la importancia
actual de Rousseau era que fue el primer teórico moderno de la
soberanía —por no decir, el descubridor de ese continente del
derecho público.
Sin embargo, nada le ha sido
criticado con mayor vehemencia a Rousseau que su teoría de la
soberanía. El poder soberano, escribe Rousseau, es por esencia
ilimitado. “Lo puede todo o no puede nada.” El pueblo soberano es
la autoridad legislativa de la comunidad. La soberanía es
inalienable e indivisible. La voluntad general, por ello mismo, no
puede ser atribuida a nada y a nadie.
Una mala lectura de Rousseau ha
conducido a creer que el filósofo no admite limitación alguna a las
prerrogativas del pueblo soberano. Pedroso sabía que esto no era
así, porque ello conduce a la tiranía de la mayoría, de acuerdo
con la famosa crítica de Rosa Luxemburgo a Lenin: “La libertad
sólo para quienes apoyan al gobierno, sólo para los miembros del
partido, por numerosos que éstos sean, no es de ninguna manera
libertad. La libertad es siempre y exclusivamente libertad para los
que piensan distinto”.
¿Fue culpable Rousseau de
proponer precisamente una tiranía de la mayoría contra la minoría?
Pedroso argumentaba contra esta crítica con un razonamiento vigoroso
y simple: la existencia de la soberanía depende de la calidad de la
voluntad general y ésta no es excluyente, es incluyente y encarna el
deseo compartido por todos de alcanzar el bien común. La soberanía
política no deja afuera a nadie.
La importancia que Pedroso daba
a Rousseau como primer teórico moderno de la soberanía se
relacionaba íntimamente con las enseñanzas de nuestro profesor
acerca del derecho internacional, donde, lo olvidamos con frecuencia,
la soberanía es un concepto limitante del poder internacional de los
Estados, no una autorización a proceder sin límites.
Evoco la sabiduría
internacionalista de Manuel Pedroso para advertir contra los riesgos
de la doctrina del ataque preventivo, que introduce el principio de
inestabilidad e incertidumbre permanentes en el mundo.
Evoco a don Manuel para
recordar que sólo el consenso entre Estados y el respeto a la ley
dan legitimidad a la fuerza y fuerza a la legitimidad.
Evoco las convicciones de mi
maestro para que todos luchemos por un orden internacional basado en
el derecho, la cooperación y la justicia.
Era nuestro amigo, el de todos
los que pasamos por su cátedra. Como el Diego de Miranda de la
epopeya cervantina, distinguía y comprendía a cada uno. Se enteraba
de la forma de ser personal de cada alumno y a cada uno lo
encarrilaba por su senda real.
—Maestro
—le dije un día—, mi vocación es ser escritor, no abogado. Me
cuesta un chingo entender el Código Penal y el Código Mercantil.
—No te
preocupes —me contestó Pedroso—. Lee a Dostoyevsky y entenderás
el derecho penal. Lee a Balzac y entenderás el derecho mercantil.
Descubría al internacionalista
y le hacía comprender, para siempre, que el objeto de su vida era
luchar por un orden de paz en la justicia. Descubría al escritor y
electrizaba su vocación con un sentido de trabajo arduo y
responsabilidad permanente. Descubría al investigador y aceraba su
espíritu para las tareas de la verdad y la crítica. Nunca un
maestro dio tanto a tantos.
IGNACIO CHÁVEZ
¡Ay de los jóvenes que no
tienen maestros! En mi generación, la del Medio Siglo en la Facultad
de Derecho de la UNAM, mis compañeros y yo tuvimos la inmensa
fortuna de contar, por lo menos, con tres grandes maestros: Mario de
la Cueva y José Campillo en el arte de la jurisprudencia, y Manuel
Pedroso en el arte de la vida, la lectura y el diálogo, que él
encubría bajo el rubro abarcador de Teoría del Estado.
Ellos nos dieron un sentido de
la justicia, de la vida pública, del lenguaje social y de la
inseparable pertenencia del Derecho a las Humanidades.
Como
escritor joven, yo tuve la suerte de contar con otras dos influencias
mayores en mi formación. En primer término, la de Alfonso Reyes,
miembro fundador de El Colegio Nacional, a quien Jorge Luis Borges
llamó, con toda razón, el mejor prosista de la lengua castellana en
el siglo pasado. Don Alfonso, de quien me separaban cuarenta años,
era amigo cercano de mi familia, y me dispensó, desde la niñez,
atención y enseñanzas que nunca podré pagar. Con razón dice de él
uno de mis compañeros de generación, Sergio Pitol, en su admirable
libro El
arte de la fuga:
“Debo a
nuestro gran polígrafo y a los varios años de tenaz lectura la
pasión por su lenguaje: admiro su secreta y serena originalidad, su
infinita capacidad combinatoria, su humor… Era tal su discreción,
que muchos aún ahora no acaban de enterarse de esa hazaña
portentosa, la de transformar, renovándola, nuestra lengua.”
Éstas —en el derecho, en la
literatura— eran correspondencias naturales, evidentes, que
contrastaban con la falsa oposición, en boga por aquellos años,
entre la ciencia y las humanidades, “las dos culturas” en el
famoso libro de C. P. Snow. Alfonso Reyes, cuyo genio civilizador,
aunado a un estilo insuperable, le permitió traducir la cultura de
Occidente a términos y lenguaje hispanoamericanos, publicó por
aquellos años un precioso libro que trascendía, al seguir la
trayectoria de Goethe, la falsa polémica entre “las dos culturas”.
Marcos Moshinsky recordaba,
evocando sus años de estudiante en Princeton, que hombres de ciencia
allí presentes, como Einstein, Oppenheimer y Niels Bohr, eran
grandes lectores, humanistas cabales. No muchos escritores son
conocedores de la ciencia; deberíamos aprender de los científicos.
En Goethe, Reyes encontraba al
escritor y al científico que no violentaba a la naturaleza sino que,
en las palabras de Albert Schweitzer —otro hombre de ciencia y
humanismo—, nos invita a encontrar nuestra ubicación en la
naturaleza mediante un acto de simpatía que nos permita afirmar
conjuntamente el espíritu humanista y el trabajo científico. Tanto
ciencia como humanismo se sustentan en la naturaleza. El puente entre
ambos es la moral.
Estos conceptos describen
perfectamente al doctor Ignacio Chávez. Recuerdo la primera vez que,
adolescente aún, visité su casa en la esquina de Reforma y Río
Neva. Mis amigos y yo no íbamos allí atraídos ni por las ciencias
ni por las humanidades, sino por las reuniones que ofrecía la
muchacha más bella de nuestra generación: Celia, la hija del doctor
Chávez.
No obstante, sin mengua de este
motivo ideal, primordial e insustituible, pues unos ojos verdes valen
más que toda la ciencia y literatura del mundo, nunca olvidaré el
momento en que entré por primera vez a la biblioteca del doctor
Chávez y no me encontré, como mi temprana, aunque primitiva,
imaginación gótica pudo suponerlo, con esqueletos o cartas
fisiológicas (ni con cráneos recién desenterrados), sino con una
espléndida colección de literatura en castellano, francés e inglés
y con un retrato del doctor Chávez por Diego Rivera donde don
Ignacio aparecía, como era la costumbre en los retratos del pintor
guanajuatense, con dos pies izquierdos.
Me encontré
también con varios lienzos de Orozco y con una gran cabeza del joven
Victor Hugo en bronce. ¿Qué hacían en el estudio de un eminente
médico los clásicos griegos y latinos? ¿Qué hacía allí la
cabeza del gran escritor romántico, conciencia de la oposición
política a Napoleón III, portador de todo el dolor y la esperanza
de los miserables de esta tierra, Victor Hugo el exiliado, el
enamorado y hélas,
como exclamó Jean Cocteau, el mejor poeta de la lengua francesa?
¿Qué hacía el autor de La
leyenda de los siglos
presidiendo la intimidad intelectual de un cardiólogo mexicano? ¿Qué
hacían allí esos cuadros del gran pintor jalisciense, animados de
sagrada cólera contra las injusticias del mundo y de terrible sorna
contra quienes las infligían?
En la penumbra del estudio de
Ignacio Chávez, iluminado por los atardeceres cristalinos de aquel
Valle de México, era posible entender la atracción y descifrar el
enigma del hombre de ciencia humanista, el científico que era hombre
de letras y de artes, que en Hugo discernía la gigantesca simpatía
hacia el dolor humano y la desposesión dolorosa de las multitudes
mexicanas, y en Orozco una rabia contra la injusticia que Ignacio
Chávez, michoacano al fin, sabía dominar con una ironía tranquila,
con una sonrisa cordial no desprovista de severidad, interesada en
ver lúcidamente los males del mundo con toda la pasión de un Victor
Hugo o un Clemente Orozco, pero también con toda la serenidad de un
Copérnico mirando la revolución de los astros o de un Esculapio
examinando las entrañas del gallo que le ofreció Sócrates.
En Chávez, la pasión y la
distancia se equilibraban, al cabo, en el sentido del deber.
Distancia para ver claro, pasión para sentir mucho, pero compasión
para atender y curar los males de la criatura humana.
Era michoacano, digo, y esto
contaba mucho en el carácter de Ignacio Chávez; en él se templaba
la fogosidad tropical con la frescura de un lago profundo y la altura
de un volcán sólo en apariencia apagado. Hombre de raíz indígena,
mestizo, heredero de culturas muy antiguas y de gestas muy recientes,
paisano de Melchor Ocampo y Lázaro Cárdenas, Ignacio Chávez le
daba a su tierra natal los rasgos de una fuerza serena, a la vez
memoriosa y anhelante.
Fue una fortuna para México
que este michoacano de inteligencia precaria y voluntad
inquebrantable coincidiese con un momento tan tenso y tan creativo de
nuestra historia; el de la era posrevolucionaria, de 1920 a 1950. Es
en este tiempo cuando el doctor Chávez estudia, se recibe, empieza a
curar y empieza a construir. No lo habría hecho sin el concurso de
la educación pública establecida por otro miembro fundador de El
Colegio Nacional, José Vasconcelos, y sin la existencia de una
Universidad Nacional reinaugurada, en las postrimerías del
porfiriato, por otro ministro del ramo, Justo Sierra, y regida, a
partir de la presidencia de Emilio Portes Gil, por un estatuto
autónomo.
Ignacio Chávez, es más, no
habría sido el doctor Chávez que hoy recordamos y celebramos sin un
Estado nacional que animó el surgimiento de las clases sociales
modernas sobre las bases establecidas por los gobiernos de Obregón y
la campaña nacional por la educación pública; de Calles y su
fundación de estructuras financieras modernas y comunicaciones antes
inexistentes; de Cárdenas y su liberación del trabajo, de la tierra
y de la energía petrolera que le dio a la incipiente clase
empresarial base para el crecimiento que alentaron Ávila Camacho y
Alemán.
Entre estos paréntesis
políticos crece y crea Ignacio Chávez, un joven pobre, brillante y
prontamente maduro profesionista egresado de la Universidad Nacional,
rector de la Universidad Nicolaíta de Morelia a los veintitrés años
de edad, médico interno del Hospital General de la Ciudad de México,
fundador y jefe del servicio de cardiología de esa institución, y
eventualmente director general de la misma y director de la Facultad
de Medicina de la UNAM. Un médico que no se contentó con el éxito
privado, sino que pugnó por extender su ciencia a la naciente
sociedad civil mexicana, con el apoyo decisivo del Estado nacional,
sin cuyo concurso no habría levantado el Instituto Nacional de
Cardiología, que fue la obra cumbre del doctor Ignacio Chávez. El
hombre de ciencia humanista le dio a México una institución
ejemplar, señera, que abrió caminos para la cardiología en todo el
mundo.
Extraordinario organizador, el
maestro Chávez dejó a su paso por las instituciones que creó y
condujo un ánimo constructivo y modernizador ejemplar, reformas
pedagógicas, escuelas de graduados, apertura de la enseñanza médica
a los adelantos universales, renovación de la docencia y de la
investigación, y todo ello con el concurso del Estado como he dicho,
pero también de la iniciativa privada y de las asociaciones
profesionales de todo el país, aunque sin perder nunca la
independencia, ni la de Chávez el director de facultades, institutos
y universidades, ni la del capital humano mismo, ese estudiante que
el Maestro quería “rebelde a todo dogmatismo pero respetuoso de
toda superioridad en el talento o en el saber”.
De esta manera, en un solo
hombre, en un solo creador —Ignacio Chávez—, se resolvían ante
mi mirada admirativa las pugnas entre el origen y la oportunidad
sociales, entre la rebeldía y la disciplina creadora, entre el
talento individual y la tarea colectiva, entre las dos culturas —la
científica y la humanista—, y entre el sector público y el sector
privado.
Chávez, como México,
crecieron sobre la base de educación, comunicación, infraestructura
y propósito nacional del Estado posrevolucionario, que alentó, como
Mazarino y Colbert en Francia, como Isabel I en Inglaterra, como
Andrew Jackson en Estados Unidos y como el Japón de la restauración
meiji, el surgimiento de clases sociales modernas, reconociendo que
el Estado y la empresa privada tienen ambos funciones propias,
insustituibles y complementarias, pero que requieren un puente, una
relación social clarificadora, una función intermediaria que le dé
a ambos sectores, el público y el privado, su sentido colectivo, su
utilidad social.
Pero Ignacio Chávez creció
junto con una sociedad educada en la escuela pública y en la
Universidad Autónoma, que va extendiéndose en las tareas del campo
y de la fábrica, de las profesiones liberales, del periodismo y de
la arquitectura, del magisterio y, sobre todo, en una del servicio
social, de la asociación de barrio y del movimiento femenino, de los
frentes contra la discriminación sexual, de las demandas para la
justicia indígena, pero, sobre todo, en una sociedad que aprende a
reconocerse en su cultura.
Chávez es uno de los grandes
creadores de esta sociedad mexicana vigorosa, contradictoria,
golpeada a veces, resistente siempre, y que aún no encuentra
correspondencia cabal entre su continuidad cultural dinámica, por
una parte, y sus retrasos políticos y económicos, por la otra.
Hombre enérgico, básicamente optimista, con inmensa fe en el país,
Chávez podía ser también un escéptico al que escuché decir, en
más de una ocasión: “¿Por qué, cada vez que estamos a punto de
lograr el país que deseamos, algo nos sale mal y nos vuelve a echar
atrás?”.
Ignacio Chávez convivió con
gobiernos en los que la autoridad y el autoritarismo mantenían un
cierto equilibrio. Pero cuando el autoritarismo se desbocó,
sacrificando su autoridad por falta de respuesta a las demandas de la
sociedad juvenil de los años sesenta, el doctor Chávez, rector de
la UNAM, fue la víctima anunciatoria de los aciagos días por venir
para la Universidad, para la juventud y para el país.
La violenta expulsión del
rector Ignacio Chávez en 1966 fue el preámbulo de los trágicos
acontecimientos de 1968, cuando la juventud mexicana quiso comprobar
en las calles las lecciones de la educación nacional para la
democracia, la justicia y la libre expresión aprendidas en las aulas
y encontró, en cambio, la respuesta de la muerte. Pero el doctor
Chávez, creador de instituciones, promotor de foros para la
comunidad, educador y curador, investigador y escritor, había
contribuido ya, con su ejemplo, a la respuesta que México le dio y
le está dando a la tragedia del 68 y sus secuelas: la voluntad de
reunir en un solo haz, a pesar de todos los escollos y resistencias,
la continuidad de la cultura, el desarrollo de la economía, la
impartición de la justicia y la política democrática.
Ignacio Chávez, el médico, el
humanista, el científico, el ciudadano, ocupa un lugar eminente en
la creación de un México vigoroso en los debates constructivos,
respetuoso de las opiniones divergentes y favorecedor de la suma de
voluntades sin sacrificio de las convicciones de cada uno.
Recordamos a un hombre que fue
ejemplo vivo del mexicano civilizado, hombre de ciencia y humanidad,
paradigma de una patria que se conoce, se entrega y se levanta sobre
lo mejor de sí misma.
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