martes, 30 de octubre de 2018

CARLOS FUENTES. PERSONAS. JOSÉ CAMPILLO.


Magister dixit

José Campillo estaba demasiado cerca de nosotros; sería, entonces, un hombre de poco más de treinta años y era difícil otorgarle la severidad magisterial que él mismo, con razón, exigía en esa cueva de vaciladores, léperos, inconscientes y tarugos que a veces era su clase de Derecho del Trabajo. La selección ya no era la máxima virtud de la Universidad; un populismo mal entendido abría con demasiada comodidad sus puertas a muchos jóvenes que terminarían como lumpemproletariado profesional. Las exigencias de admisión, asistencia, redacción, investigación y exámenes son igualmente altas en Moscú, Pekín y Harvard: una educación diversificada y racional no priva a nadie de oportunidades; al contrario, las multiplica a niveles proporcionales con las exigencias reales del desarrollo de una nación. Pero México, decía Alfonso Reyes, es un país muy formalista, y el título profesional es el asa con la que los demás levantan la copa de nuestra identidad: “Señor Licenciado”.
Pepe Campillo asustaba a los tigres que malamente podían leer el periódico deportivo Esto pero reservaba su extraordinaria gentileza personal para las horas fuera de clase en las que su casa se abría para los alumnos interesados de veras en el derecho como parte del saber humano. Pepe Campillo era amigo muy cercano del trágico, vibrante y socrático Jorge Portilla, el más brillante filósofo mexicano de su generación, un católico apadrinado por Nietzsche y Dostoyevsky. Con él, con Campillo, con Raúl Medina Mora, algunos miembros de mi generación descubrimos la realidad de la cultura cristiana en México. A menudo reducida a bandera de vituperio encarnizado, de mera posición ideológica, de justa limitación por la sociedad civil, la civilización católica aparecía en las discusiones del grupo de Campillo como una construcción racional estremecida por una sospecha trágica. Sentí entonces que, acaso, sólo el catolicismo nos ofrece a los latinoamericanos la posibilidad de ese conflicto entre valores igualmente justos que es la esencia de lo trágico. ¿Cómo trascender el maniqueísmo clerical, bien contra mal, para llegar al cristianismo trágico, bien contra bien? Tal era la modernidad magisterial de Pepe Campillo; era casi un chamaco como nosotros por esto y porque bebía, reía, leía lo mismo que nosotros, nos entendía.

MARIO DE LA CUEVA

Mario de la Cueva se encontró en el justo medio, en la distancia necesaria que nuestra generación necesitó para ser eso, una generación, es decir, un grupo de unidades diversas y de diversidades únicas. Había un elemento profundamente conmovedor en el maestro De la Cueva: su soledad, traducida de inmediato a una suerte de desamparo que era una espera. Todos, intuitivamente, lo llamábamos “el Maestro”, “el Maestro De la Cueva”, porque adivinábamos que nos estaba esperando, que dependía de nosotros, de todos nosotros, como generación, como grupo. Su elegancia y discreción eran muy grandes; nunca nos hizo sentir que, también, nosotros dependíamos de él. Y sin embargo, ésta era y es la verdad. Creo que nadie me desmentirá cuando digo que Mario de la Cueva fue un maestro que nos hizo sentir que su misión como educador dependía de nosotros. Lo repetía siempre en relación con una generación pasada de la joven cultura mexicana: la que se reunió alrededor de Mario de la Cueva en la revista Tierra Nueva: José Luis Martínez, Alí Chumacero, Jorge González Durán, Leopoldo Zea… De la Cueva hablaba de esa revista, de esos escritores, como de un fuego que lo había iluminado. Valdría añadir: ellos lo acompañaron, ellos lo esperaron a él.
Nosotros, escritores, oradores, juristas, políticos, periodistas en ciernes, teníamos cierta envidia de esa famosa generación de Tierra Nueva. Martínez era el crítico literario por excelencia en el México de los cincuenta; Chumacero, un poeta secreto y esbelto, formalmente perfecto y sustancialmente turbulento; González Durán, el poeta de una insatisfacción tormentosa, otra vez (signo mexicano) dominada por un deseo de clasicismo; Zea, el historiador de la filosofía, el ordenador de nuestra casa mental y sus rémoras positivistas. ¿Íbamos a ser tan “chingones” como ellos? ¿Más? ¿Menos? ¿Íbamos a ganarle a la generación favorita del Maestro De la Cueva? ¿Íbamos a estar a la altura del Maestro, de sus exigencias, de su soledad, de su espera?
No era, por lo demás, un hombre de aspecto simpático. “Chato” le decían y chato era, chato como una tortilla, chato cara de manazo, con un aspecto a menudo feroz, canino, subrayado por su mimetismo prusiano, sus gestos a menudo cortantes, sus frases severas. Alemania era su modelo cultural, su momento de formación pero también, lo adivinábamos, su instante de ternura, de debilidad, de frágil reconocimiento. En la filosofía alemana encontraba De la Cueva su asidero intelectual; conocía admirablemente la lengua y la literatura germánicas; tenía algo del clásico profesor de gimnasio o del docente que asociamos, en las novelas de principios de siglo, con las facultades de Leipzig o Heidelberg. Colorado de tez, perdiendo el tono rubio de una cabellera tiesa, de oficial a las órdenes de Von Moltke, amante de la cerveza y la choucrout, a veces cercano a esa manifestación del espíritu germano que se llama el gemütlich, De La Cueva era también un mexicano clásico, de esos que nunca aparecen en las caricaturas norteamericanas o en las operetas francesas, un mexicano tan clásico por ajeno al clisé del bigotudo empistolado como, digamos, Juan Goytisolo y Jorge Semprún lo son del español de pandereta, o Michelangelo Antonioni e Italo Calvino del napolitano de feria.
A medida que su amistad se afirmaba, el perfil castizo de Mario de la Cueva se iba revelando como un conflicto entre las dos tendencias de nuestros orígenes políticos independientes. Desde 1810, todo mexicano es un poco conservador, es decir, defensor de los privilegios y de la tradición y guardián celoso de la integridad nacional contra la fuerza modernizante e imperial de Estados Unidos, y por ello, cercano a la cultura política y estética de Europa como contrapeso de la vecindad norteamericana; y es también un poco liberal, es decir, enemigo de los privilegios, modernizante, aliado natural de la democracia igualitaria, antiaristocrática y populachera de Estados Unidos. Las trasposiciones de algunos de estos términos explican buena parte de nuestra historia política e intelectual.
Creo que por primera vez, como discípulo y amigo de Mario de la Cueva en la escuela de San Ildefonso en los años cincuenta, pude hacerme una idea viva de este conflicto. Pues, del conservador mexicano clásico, De la Cueva lo tenía todo, menos el apego a un orden de privilegios; y del clásico liberal, todo menos la confianza excesiva, o la ausencia de caución, respecto a la manera de tratar con los norteamericanos. Más bien dicho: era un hombre en el que la tradición cultural no quería reñir con los riesgos de la modernidad; era un conservador que exigía como primera condición de la estabilidad la verdadera justicia, por revolucionaria que fuese; era un liberal que se negaba a entronizar al porvenir como dios de una sociedad que, sin pasado, carecía de futuro. Era un nacionalista cuyas exigencias de justicia comenzaban adentro de nuestra casa, porque en la justicia interna estaba el primer baluarte contra la injusticia externa.
En efecto, para Mario de la Cueva los valores de la civilización —la tolerancia, la imaginación, la convivencia, la creación, el amor— no eran posibles sin una base en la justicia. No creía De la Cueva en utopías de justicia instantánea; tampoco se dejaba engañar por utopías de justicia infinitamente pospuesta en el porvenir a cambio del imperio, en nombre de la justicia, de la Razón de Estado. Más modesta, pero más exigente, su idea de la justicia como base de la civilización sólo era posible en una actualización diaria —en el trato con los semejantes; en la demanda hoy, no mañana, del trato debido para este niño hambriento, para este joven iletrado, para esta mujer ofendida, para este hombre despojado— que convertía a la justicia, aliada con la cultura, en la definición de la libertad. No, De la Cueva no imaginaba nada en términos de filantropía pasajera. Su justicia se formalizaba en leyes, instituciones y práctica del derecho. Pero ese derecho auténtico no podía ser ni una evocación nostálgica ni una promesa engañosa. La libertad, la justicia y la cultura tienen lugar hoy o no tienen lugar nunca. Tal es la condición para que tengan lugar, realmente, mañana.
No daba Mario de la Cueva esta lección en abstracto. Para mí, su imagen moral e intelectual se prolonga y actualiza en algo muy importante en un país como México: De la Cueva no era un hombre interesado en el dinero. Toda su vida tuvo lo necesario para vivir, leer, escribir, viajar, enseñar. Pero nunca vivió para ganar dinero. Vivíamos en los años cincuenta, en San Ildefonso, con él, en un México balzaciano, pero aún no babilónico en su desfiguración glotona por obra del lucro. Cuando quería elogiar a un joven, De La Cueva decía: “Le importa la cultura, no el poder o el dinero”. Yo lo digo ahora sobre él y en su honor. Para De la Cueva era más importante decir la verdad que callar por conveniencia; era más importante leer a Schopenhauer que leer una cuenta de banco; era más importante poseer la emoción de un cuarteto de Schubert que poseer un castillo rococó en el Pedregal; era más importante la riqueza de la intimidad que la de la apariencia; el poder estaba en lo que uno mismo decía, escribía o pensaba, no en lo que se decía, escribía o pensaba sobre uno; el poder no consistía en disciplinar a los demás, sino disciplinarse a uno mismo; no existía poder sobre la nada: la política era trato entre iguales, no humillación del débil por el fuerte.
Sobre este temperamento, con estas ideas, nos dio Mario de la Cueva, a muchos de nosotros, nuestras primeras armas intelectuales. Decidió celebrar con honor y juventud el IV Centenario de la Facultad de Derecho que entonces dirigía. En el concurso de ensayos que organizó, muchos de nosotros pudimos decir y publicar por primera vez lo que pensábamos de nuestro país y del mundo. Nos dio una revista, Medio Siglo, que nombró, situó y proyectó a nuestra generación. Nuestra generación: Víctor Flores Olea, Porfirio Muñoz Ledo, Salvador Bermúdez, Sergio Pitol, Xavier Wimer, Enrique González Pedrero, Genaro Vásquez, Arturo González Cosío, Salvador Elizondo, Marco Antonio Montes de Oca, Mario Moya Palencia.
Mario de la Cueva, en su inteligencia que era, como escribió Gorostiza, “soledad en llamas”, no sólo concibió: creó. Lo cierto es que él nos creó a nosotros. Mostraba un orgullo enorme, una verdadera emoción, ante el destino de algunos de esos alumnos que se convirtieron en sus amigos de toda la vida. Ese orgullo nunca será comparable al que todos y cada uno de nosotros sentimos por el maestro que lo fue constante, dentro y fuera del aula, antes y después de los años de universidad. Quizá su orgullo por algunos de nosotros no sea justificado. Lo cierto es que nosotros podemos, para siempre, sentirnos orgullosos de Mario de la Cueva.
Yo salí de la escuela de San Ildefonso sabiendo mejor quién era y qué quería gracias a Mario de la Cueva; gracias, también, a la generación de amigos nutrida por la soledad, la inteligencia, la disciplina y el fervor de justicia de Mario de la Cueva. Ahora que el gran maestro y jurista mexicano, el constitucionalista, el internacionalista, el director de la Facultad de Derecho de la UNAM, el autor del Derecho Mexicano del Trabajo, el delegado a Bogotá, el articulista disidente se ha ido, digo lo que le debo y lo que aún me falta por pagarle.

MANUEL PEDROSO

Asocio a don Manuel Pedroso, de manera inmediata, con largas caminatas que recrean en mi espíritu lo que aparentaba la Ciudad de México hacia 1952. Don Manuel era un maestro al estilo medieval. Un profesor que no cerraba la lista de asistencia al terminar la clase, sino que proseguía su magisterio acompañado siempre de al menos media docena de alumnos, de la Facultad de Derecho en la calle de San Ildefonso hasta la casa de don Manuel en la colonia Cuauhtémoc.
Hablo de Manuel Pedroso y su soberana inteligencia europea. Pedroso fue Gibraltar en la Facultad de Derecho. Cuando las olas del derecho mercantil amenazaban con anegar mi pobre espíritu literario, Pedroso me dirigía a la lectura de Balzac y la tormenta se calmaba: toda la realidad, todo el drama del comercio eran supremamente inteligibles a través de la novela de César Birotteau. Contra el atiborrado ambiente, Pedroso ofrecía una selección severa: bastaba, decía, leer tres libros en la clase de Teoría del Estado para entender el tema: La república de Platón, El príncipe de Maquiavelo y El contrato social de Rousseau.
Pero Manuel Pedroso, su gracia andaluza, su ocasional severidad teutona, sus guiños tropicales, sus tardes de café, confidencia y Kant y España dolorosa y perdida, no era sólo nuestro. Era el de su larga carrera en la educación y la diplomacia españolas, lector de la Universidad de Sevilla, embajador en Moscú y Caracas, traductor de Dilthey y Marx. Era el de sus nostalgias indivisibles, era de todos los secretos que nosotros no podíamos entender en el alma de la Europa devastada por el fascismo. Pedroso le pertenece a muchas generaciones en la Escuela de Derecho; pero fue de algo más que no estaba allí, que quizás había muerto con la aparición de los nazis en el seno de la civilización alemana, y que Pedroso —éste era su semblante trágico, su asociación discreta con el dolor— mantenía vivo con la memoria y la enseñanza, como si entendiese que la muerte no nos priva de un futuro, sino de un pasado. Éste era el sentido heroico de sus clases, de su conversación, de su biblioteca: proclamar la vida de estas ideas, de estos libros, a pesar de Franco, a pesar de Hitler. No sé si fuimos dignos de Pedroso. Nos rebasaba, nos precedía demasiado, nos anunciaba demasiado. ¿Cómo íbamos a ser universales a los veintiún años? Pero ¿cómo íbamos a pensar en términos que no fuesen universales (aunque fracasásemos en nuestro intento) después de frecuentar a Don Manuel?
El café que nos aguardaba en el quinto piso de la calle de Amazonas donde don Manuel y Lita, su mujer, caminaban, comían, conversaban, recibían, entre paredes cargadas de libros, cumpliendo así el desideratum de Jorge Luis Borges (o Borgués): el Paraíso es dormir rodeado de libros.
No eran, los de don Manuel, libros a secas. Eran joyas recuperadas. Eran tomos vueltos a nacer. La gran biblioteca de Pedroso en Sevilla, donde era rector de la Universidad, fue saqueada e incendiada por las tropas bárbaras del general Franco, eco comprobable del grito igualmente bárbaro del cosido y recosido general Millán Astray: “Muera la inteligencia”. En esa hoguera de libros, en ese aullido de la muerte, se cifra no sólo el discurso del fascismo español, sino la razón —simbólica y fáctica a la vez— del éxodo republicano que trajo a Pedroso a nuestras tierras.
¡Cuánto nos dieron esos seres excepcionales que no se rindieron jamás ante la dictadura, sino que la avergonzaron para siempre y la desnudaron por completo! Se fueron los mejores, pero al irse no abandonaron a España. Fueron ellos y ellas, la España Peregrina que reservó sus frutos para un futuro español mejor y los entregó a un mejor presente mexicano.
Emilio Prados, Luis Cernuda, Miguel Altolaguirre, Agustí Bartra, León Felipe, poetas; Max Aub, narrador; Adolfo Salazar, musicólogo; Luis Buñuel, cineasta; Francisco Giner de los Ríos, arquitecto; José Moreno Villa y Elvira Gascón, pintores; Margarita Nelken y Ceferino Palencia, críticos de arte: Cipriano Rivas Cherif y Álvaro Custodio, promotores teatrales; José Gaos, Eduardo Nicol, Gallegos Rocafull, María Zambrano, filósofos; Joaquín Díez-Canedo, Juan Grijalbo, Eugenio Ímaz, editores; Eulalio Ferrer, publicista; y los juristas y profesores de derecho Néstor de Buen, Luis Recaséns Siches, Niceto Alcalá Zamora, Mariano Ruiz Funes y Manuel Pedroso.
Don Manuel se había formado en Alemania, de acuerdo con el proyecto europeísta de Ortega y Gasset, destinado por un tiempo corto en años y largo en trascendencia, a desmentir el dicho: “África empieza en los Pirineos” y a recuperar una tradición abierta y civilizatoria, interrumpida una y otra vez por la España inquisitorial, racista, de hidalga incuria y cerrazón eclesiástica; y recuperada una y otra vez también por el humanismo indoblegable de Jovellanos, el sueño de la razón de Goya, la perspectiva crítica de Blanco White y la narración de la nación por Pérez Galdós y Leopoldo Alas “Clarín”.
A veces, ser aristócrata y de izquierda es una garantía contra la corrupción y don Manuel fue eso. Jamás sacó a relucir su título de nobleza. Tampoco, su militancia socialista. Pero ambas —alcurnia de sangre y conciencia de pueblo— configuraron las preferencias intelectuales de Pedroso y, lo que más contó para nosotros, sus estudiantes privilegiados, su manera de impartir enseñanza.
Debo admitir que muchos de nosotros, a principios de los cincuenta, teníamos serias reservas acerca de los métodos de enseñanza en la Facultad de Derecho. Algunos, como Flores Olea, González Pedrero y yo mismo, habíamos pasado ya por universidades europeas donde pervivía el estrecho contacto entre maestros y alumnos, como sucedió en las primeras universidades del Viejo Mundo, Bolonia y París. Nuestra Facultad de Derecho sufría de plétora, debido al gran número de estudiantes (índice de una generosa apertura) pero sin la organización de grupos más reducidos que mantuviesen contacto más estrecho con sus profesores. No era el número el problema, sino la plétora de clases de cien o más alumnos, en vez de tener más cursos de veinte alumnos.
A unos veinte limitaba don Manuel sus cursos de Teoría del Estado y Derecho Internacional Público. La calidad se conllevaba con la cantidad. Y, lo que es más importante, Pedroso no atiborraba a los estudiantes del indigesto total de la teoría política de Platón a Gramsci, manera de saberlo todo sin entender nada. Pedroso nos limitaba a la lectura de tres libros esenciales, los ya mencionados.
Leamos a fondo tres libros durante el año y sabremos más de teoría del Estado que si pasamos volando sobre cuarenta autores.
Ahora bien, ¿por qué sólo tres autores y por qué esos tres autores?
Sólo tres porque Platón, Maquiavelo y Rousseau son filósofos de frontera, situados en el filo de la navaja entre épocas distintas, pensadores de transición de un tiempo a otro diferente, ubicados, como dice el poeta romántico francés Alfred de Musset, del fin de la era napoleónica en Francia, con un pie en el lodo y el otro en el surco.
Y sólo tres porque cada uno era un centro solar en torno al cual giraban otros grandes pensadores, iluminados, así fuese controversialmente, por las lámparas del griego, el florentino y el ginebrino.
Platón representa tanto la culminación como la crisis del ideal de la paideia, es decir, de la educación en su más alto grado espiritual. Lejos ya del ideal heroico de la epopeya homérica, Platón inserta el ideal educativo no en un origen épico ni en un desenlace político, sino en la continuidad de un ideal de cultura como principio formativo del individuo, pero del individuo, precisamente, en sociedad.
Pedroso daba al pensamiento platónico como paideia o ideal formativo del individuo y la sociedad, un amplio devenir histórico. Los valores de la educación ni aparecen ni se cumplen por fiat divino. No son instantáneos. Requieren tiempo, y el tiempo es definido por Platón como la eternidad —cuando se mueve.
Evocaba Pedroso el gran libro de Werner Jaeger, Paideia, los ideales de la cultura griega, para describir el ideal de una educación naciente “que se desarrolla en el suelo de un pueblo y persiste a través de los cambios históricos”. La educación en la ciudad, es decir, política, en la polis, “recoge y acepta todos los cambios de su destino y todas las etapas de su desarrollo histórico”. “Sería un error fatal ver en la voluntad de forma de los griegos una norma rígida y definitiva”, concluye Jaeger.
Creo que esta lectura de Platón es esencial para entender el pensamiento de Pedroso y la cualidad de su magisterio. No pasaba por alto don Manuel los aspectos negativos de un determinado pensamiento político. Por ejemplo, la propuesta aristocrática de La República ha de ser considerada en su contexto histórico y aun nominativo. Para Platón, aristocracia es el gobierno de los mejores, en contradicción con timocracia (el Estado militar), oligarquía (el Estado plutocrático) y democracia (que en el vocabulario platónico se asimila a la voluntad irresponsable).
Pero si éstas son categorías nacidas de la crisis de la Ciudad-Estado griega, hay valores que las trascienden y que se proyectan más allá de cualquier coyuntura. En el Gorgias, Sócrates lo explica: La ética es la regla soberana de la vida pública y privada, en oposición al oportunismo. Si para Platón la ética política adopta la forma del Estado aristocrático como para nosotros encarna en el Estado democrático, lo cierto es que, más allá del nominalismo, Platón le propone a La República —la suya y la nuestra— el problema ético de la justicia. ¿Quiénes son, pues, los gobernantes ideales de la república de Platón? Son los filósofos. Primero, porque tienen una idea más clara de la justicia como forma del Bien. Segundo, porque se sujetan a la severidad de la dialéctica, que en Platón, notoriamente, se da en el proceso del diálogo. Y el diálogo, al desarrollarse mediante preguntas y respuestas, asegura la sabiduría, el conocimiento y la educación.
Pongo este ejemplo de cómo Pedroso podía, sin traicionar la circunstancia histórica de una obra de teoría política, insertarla en un devenir dialéctico que se sostiene en las formas conjugadas de la ética y de la educación. La circunstancia política se desvanece. La verdad ética permanece y su nombre es educación para la justicia.
La propedéutica del maestro Pedroso vuelve a brillar en su interpretación de la segunda obra de nuestro año universitario: El príncipe de Maquiavelo. La mala fama que acompaña como una sombra fatal a este libro parte de una confusión. Maquiavelo no nos está diciendo lo que debe ser (como Tomás Moro en su Utopía) ni lo que puede ser (como Erasmo de Rotterdam en su Elogio de la locura) sino, llanamente, lo que es. Claro que el florentino tiene un propósito ulterior y éste es la unificación de Italia, hecho que sólo ocurrió tres siglos después de la publicación de El príncipe.
Platón escribe en la era crítica de Grecia: perdida la epopeya, sufrida la tragedia, el Estado-Ciudad transita incierto entre la cultura del pasado y la cultura por venir.
Maquiavelo escribe cuando las grandes promesas del humanismo renacentista —todo es posible, sólo despreciamos lo que ignoramos— son negadas por las necesidades de los nuevos Estados-Nación beligerantes y colonizantes.
Juan Jacobo Rousseau, finalmente, escribe a medida que se abre la honda fisura entre el poder absoluto de los reyes y la aspiración revolucionaria de la democracia y los derechos humanos. Escribe en vísperas de la crisis de la antigua economía agrícola y artesanal y el despertar de la revolución industrial. Escribe entre la corte real de Luis XV y la corte burguesa de Honoré de Balzac.
Rousseau es el padre del Romanticismo, y la esencia de este gran movimiento que pervivió hasta el siglo XX es la restauración de la unidad perdida. Alguna vez, en la Edad de Oro, el hombre era dueño de su propia unidad. Ahora, vive disperso. Antes, el hombre era libre. Ahora, está en cadenas. ¿Cómo restaurar, si no una completa y quizás ilusoria unidad perdida, al menos una semblanza de identidad recuperada?
Mediante un contrato social dictado por una soberanía popular inalienable y, sobre todo, no delegable. Al contrario de los pragmáticos ingleses o el sereno Montesquieu, el romántico Rousseau no admite que la soberanía sea objeto de representación fuera de su origen mismo, el pueblo. Si culturalmente el Romanticismo busca restaurar la totalidad perdida, políticamente esa totalidad indelegable puede desembocar en el totalitarismo.
Una humanidad liberada no sería, de manera alguna, una totalidad”, advierte T. W. Adorno. Y añade: “Un mundo justo sería intolerable para cualquier ciudadano de nuestro mundo fallido”. Y concluye el filósofo de Frankfurt: “Estamos demasiado dañados como para ser redimidos”.
Si cito a un filósofo moderno es porque Adorno me abre la puerta a una dimensión romántica —la sensual— que acaso, para Pedroso, redimía al filósofo de Ginebra de lo que hoy llamaríamos la tentación totalitaria.
Porque Pedroso, con su aspecto de figura pintada por El Greco, su porte de caballero español con la mano en el pecho, su dignidad generosa semejante a la del Caballero del Verde Gabán en el Quijote, era también un sensualista romántico, un rousseauniano cuyas confesiones exploran un Paraíso sin Dios pero con muchas Evas.
El corazón tiene su propia historia, escribe el ginebrino en sus Confesiones de 1770, y la historia del corazón no puede ser agotada por el pensamiento porque su propósito, el objetivo increíble del alma, es ni más ni menos que la recuperación del Paraíso, y el Paraíso de Rousseau son las recámaras donde las bellas mujeres se confiesan a Rousseau y Rousseau se confiesa a ellas.
¿Cuál es el contrato del amor?
¿Y cuál, su soberanía?
Yo imagino que Manuel Pedroso, quien celosamente guardaba retratos de algunas inquietantes mujeres del Berlín que se coronó de placeres entre la Constitución de Weimar y el estreno de El Ángel Azul con Marlene Dietrich, asociaba secretamente su interés hacia Rousseau el filósofo con su pasión hacia Rousseau el amante.
Acaso este nervio sensual le hacía admirar a Rousseau ayer más de lo que, después del trágico siglo XX, le admiramos hoy. Pero esto me devuelve a la inteligencia de don Manuel para extraer del pensamiento político una verdad no anclada en determinada época, sino fluida, capaz de decirnos algo importante hoy.
Y para Pedroso la importancia actual de Rousseau era que fue el primer teórico moderno de la soberanía —por no decir, el descubridor de ese continente del derecho público.
Sin embargo, nada le ha sido criticado con mayor vehemencia a Rousseau que su teoría de la soberanía. El poder soberano, escribe Rousseau, es por esencia ilimitado. “Lo puede todo o no puede nada.” El pueblo soberano es la autoridad legislativa de la comunidad. La soberanía es inalienable e indivisible. La voluntad general, por ello mismo, no puede ser atribuida a nada y a nadie.
Una mala lectura de Rousseau ha conducido a creer que el filósofo no admite limitación alguna a las prerrogativas del pueblo soberano. Pedroso sabía que esto no era así, porque ello conduce a la tiranía de la mayoría, de acuerdo con la famosa crítica de Rosa Luxemburgo a Lenin: “La libertad sólo para quienes apoyan al gobierno, sólo para los miembros del partido, por numerosos que éstos sean, no es de ninguna manera libertad. La libertad es siempre y exclusivamente libertad para los que piensan distinto”.
¿Fue culpable Rousseau de proponer precisamente una tiranía de la mayoría contra la minoría? Pedroso argumentaba contra esta crítica con un razonamiento vigoroso y simple: la existencia de la soberanía depende de la calidad de la voluntad general y ésta no es excluyente, es incluyente y encarna el deseo compartido por todos de alcanzar el bien común. La soberanía política no deja afuera a nadie.
La importancia que Pedroso daba a Rousseau como primer teórico moderno de la soberanía se relacionaba íntimamente con las enseñanzas de nuestro profesor acerca del derecho internacional, donde, lo olvidamos con frecuencia, la soberanía es un concepto limitante del poder internacional de los Estados, no una autorización a proceder sin límites.
Evoco la sabiduría internacionalista de Manuel Pedroso para advertir contra los riesgos de la doctrina del ataque preventivo, que introduce el principio de inestabilidad e incertidumbre permanentes en el mundo.
Evoco a don Manuel para recordar que sólo el consenso entre Estados y el respeto a la ley dan legitimidad a la fuerza y fuerza a la legitimidad.
Evoco las convicciones de mi maestro para que todos luchemos por un orden internacional basado en el derecho, la cooperación y la justicia.
Era nuestro amigo, el de todos los que pasamos por su cátedra. Como el Diego de Miranda de la epopeya cervantina, distinguía y comprendía a cada uno. Se enteraba de la forma de ser personal de cada alumno y a cada uno lo encarrilaba por su senda real.
Maestro —le dije un día—, mi vocación es ser escritor, no abogado. Me cuesta un chingo entender el Código Penal y el Código Mercantil.
No te preocupes —me contestó Pedroso—. Lee a Dostoyevsky y entenderás el derecho penal. Lee a Balzac y entenderás el derecho mercantil.
Descubría al internacionalista y le hacía comprender, para siempre, que el objeto de su vida era luchar por un orden de paz en la justicia. Descubría al escritor y electrizaba su vocación con un sentido de trabajo arduo y responsabilidad permanente. Descubría al investigador y aceraba su espíritu para las tareas de la verdad y la crítica. Nunca un maestro dio tanto a tantos.

IGNACIO CHÁVEZ

¡Ay de los jóvenes que no tienen maestros! En mi generación, la del Medio Siglo en la Facultad de Derecho de la UNAM, mis compañeros y yo tuvimos la inmensa fortuna de contar, por lo menos, con tres grandes maestros: Mario de la Cueva y José Campillo en el arte de la jurisprudencia, y Manuel Pedroso en el arte de la vida, la lectura y el diálogo, que él encubría bajo el rubro abarcador de Teoría del Estado.
Ellos nos dieron un sentido de la justicia, de la vida pública, del lenguaje social y de la inseparable pertenencia del Derecho a las Humanidades.
Como escritor joven, yo tuve la suerte de contar con otras dos influencias mayores en mi formación. En primer término, la de Alfonso Reyes, miembro fundador de El Colegio Nacional, a quien Jorge Luis Borges llamó, con toda razón, el mejor prosista de la lengua castellana en el siglo pasado. Don Alfonso, de quien me separaban cuarenta años, era amigo cercano de mi familia, y me dispensó, desde la niñez, atención y enseñanzas que nunca podré pagar. Con razón dice de él uno de mis compañeros de generación, Sergio Pitol, en su admirable libro El arte de la fuga:
Debo a nuestro gran polígrafo y a los varios años de tenaz lectura la pasión por su lenguaje: admiro su secreta y serena originalidad, su infinita capacidad combinatoria, su humor… Era tal su discreción, que muchos aún ahora no acaban de enterarse de esa hazaña portentosa, la de transformar, renovándola, nuestra lengua.”
Éstas —en el derecho, en la literatura— eran correspondencias naturales, evidentes, que contrastaban con la falsa oposición, en boga por aquellos años, entre la ciencia y las humanidades, “las dos culturas” en el famoso libro de C. P. Snow. Alfonso Reyes, cuyo genio civilizador, aunado a un estilo insuperable, le permitió traducir la cultura de Occidente a términos y lenguaje hispanoamericanos, publicó por aquellos años un precioso libro que trascendía, al seguir la trayectoria de Goethe, la falsa polémica entre “las dos culturas”.
Marcos Moshinsky recordaba, evocando sus años de estudiante en Princeton, que hombres de ciencia allí presentes, como Einstein, Oppenheimer y Niels Bohr, eran grandes lectores, humanistas cabales. No muchos escritores son conocedores de la ciencia; deberíamos aprender de los científicos.
En Goethe, Reyes encontraba al escritor y al científico que no violentaba a la naturaleza sino que, en las palabras de Albert Schweitzer —otro hombre de ciencia y humanismo—, nos invita a encontrar nuestra ubicación en la naturaleza mediante un acto de simpatía que nos permita afirmar conjuntamente el espíritu humanista y el trabajo científico. Tanto ciencia como humanismo se sustentan en la naturaleza. El puente entre ambos es la moral.
Estos conceptos describen perfectamente al doctor Ignacio Chávez. Recuerdo la primera vez que, adolescente aún, visité su casa en la esquina de Reforma y Río Neva. Mis amigos y yo no íbamos allí atraídos ni por las ciencias ni por las humanidades, sino por las reuniones que ofrecía la muchacha más bella de nuestra generación: Celia, la hija del doctor Chávez.
No obstante, sin mengua de este motivo ideal, primordial e insustituible, pues unos ojos verdes valen más que toda la ciencia y literatura del mundo, nunca olvidaré el momento en que entré por primera vez a la biblioteca del doctor Chávez y no me encontré, como mi temprana, aunque primitiva, imaginación gótica pudo suponerlo, con esqueletos o cartas fisiológicas (ni con cráneos recién desenterrados), sino con una espléndida colección de literatura en castellano, francés e inglés y con un retrato del doctor Chávez por Diego Rivera donde don Ignacio aparecía, como era la costumbre en los retratos del pintor guanajuatense, con dos pies izquierdos.
Me encontré también con varios lienzos de Orozco y con una gran cabeza del joven Victor Hugo en bronce. ¿Qué hacían en el estudio de un eminente médico los clásicos griegos y latinos? ¿Qué hacía allí la cabeza del gran escritor romántico, conciencia de la oposición política a Napoleón III, portador de todo el dolor y la esperanza de los miserables de esta tierra, Victor Hugo el exiliado, el enamorado y hélas, como exclamó Jean Cocteau, el mejor poeta de la lengua francesa? ¿Qué hacía el autor de La leyenda de los siglos presidiendo la intimidad intelectual de un cardiólogo mexicano? ¿Qué hacían allí esos cuadros del gran pintor jalisciense, animados de sagrada cólera contra las injusticias del mundo y de terrible sorna contra quienes las infligían?
En la penumbra del estudio de Ignacio Chávez, iluminado por los atardeceres cristalinos de aquel Valle de México, era posible entender la atracción y descifrar el enigma del hombre de ciencia humanista, el científico que era hombre de letras y de artes, que en Hugo discernía la gigantesca simpatía hacia el dolor humano y la desposesión dolorosa de las multitudes mexicanas, y en Orozco una rabia contra la injusticia que Ignacio Chávez, michoacano al fin, sabía dominar con una ironía tranquila, con una sonrisa cordial no desprovista de severidad, interesada en ver lúcidamente los males del mundo con toda la pasión de un Victor Hugo o un Clemente Orozco, pero también con toda la serenidad de un Copérnico mirando la revolución de los astros o de un Esculapio examinando las entrañas del gallo que le ofreció Sócrates.
En Chávez, la pasión y la distancia se equilibraban, al cabo, en el sentido del deber. Distancia para ver claro, pasión para sentir mucho, pero compasión para atender y curar los males de la criatura humana.
Era michoacano, digo, y esto contaba mucho en el carácter de Ignacio Chávez; en él se templaba la fogosidad tropical con la frescura de un lago profundo y la altura de un volcán sólo en apariencia apagado. Hombre de raíz indígena, mestizo, heredero de culturas muy antiguas y de gestas muy recientes, paisano de Melchor Ocampo y Lázaro Cárdenas, Ignacio Chávez le daba a su tierra natal los rasgos de una fuerza serena, a la vez memoriosa y anhelante.
Fue una fortuna para México que este michoacano de inteligencia precaria y voluntad inquebrantable coincidiese con un momento tan tenso y tan creativo de nuestra historia; el de la era posrevolucionaria, de 1920 a 1950. Es en este tiempo cuando el doctor Chávez estudia, se recibe, empieza a curar y empieza a construir. No lo habría hecho sin el concurso de la educación pública establecida por otro miembro fundador de El Colegio Nacional, José Vasconcelos, y sin la existencia de una Universidad Nacional reinaugurada, en las postrimerías del porfiriato, por otro ministro del ramo, Justo Sierra, y regida, a partir de la presidencia de Emilio Portes Gil, por un estatuto autónomo.
Ignacio Chávez, es más, no habría sido el doctor Chávez que hoy recordamos y celebramos sin un Estado nacional que animó el surgimiento de las clases sociales modernas sobre las bases establecidas por los gobiernos de Obregón y la campaña nacional por la educación pública; de Calles y su fundación de estructuras financieras modernas y comunicaciones antes inexistentes; de Cárdenas y su liberación del trabajo, de la tierra y de la energía petrolera que le dio a la incipiente clase empresarial base para el crecimiento que alentaron Ávila Camacho y Alemán.
Entre estos paréntesis políticos crece y crea Ignacio Chávez, un joven pobre, brillante y prontamente maduro profesionista egresado de la Universidad Nacional, rector de la Universidad Nicolaíta de Morelia a los veintitrés años de edad, médico interno del Hospital General de la Ciudad de México, fundador y jefe del servicio de cardiología de esa institución, y eventualmente director general de la misma y director de la Facultad de Medicina de la UNAM. Un médico que no se contentó con el éxito privado, sino que pugnó por extender su ciencia a la naciente sociedad civil mexicana, con el apoyo decisivo del Estado nacional, sin cuyo concurso no habría levantado el Instituto Nacional de Cardiología, que fue la obra cumbre del doctor Ignacio Chávez. El hombre de ciencia humanista le dio a México una institución ejemplar, señera, que abrió caminos para la cardiología en todo el mundo.
Extraordinario organizador, el maestro Chávez dejó a su paso por las instituciones que creó y condujo un ánimo constructivo y modernizador ejemplar, reformas pedagógicas, escuelas de graduados, apertura de la enseñanza médica a los adelantos universales, renovación de la docencia y de la investigación, y todo ello con el concurso del Estado como he dicho, pero también de la iniciativa privada y de las asociaciones profesionales de todo el país, aunque sin perder nunca la independencia, ni la de Chávez el director de facultades, institutos y universidades, ni la del capital humano mismo, ese estudiante que el Maestro quería “rebelde a todo dogmatismo pero respetuoso de toda superioridad en el talento o en el saber”.
De esta manera, en un solo hombre, en un solo creador —Ignacio Chávez—, se resolvían ante mi mirada admirativa las pugnas entre el origen y la oportunidad sociales, entre la rebeldía y la disciplina creadora, entre el talento individual y la tarea colectiva, entre las dos culturas —la científica y la humanista—, y entre el sector público y el sector privado.
Chávez, como México, crecieron sobre la base de educación, comunicación, infraestructura y propósito nacional del Estado posrevolucionario, que alentó, como Mazarino y Colbert en Francia, como Isabel I en Inglaterra, como Andrew Jackson en Estados Unidos y como el Japón de la restauración meiji, el surgimiento de clases sociales modernas, reconociendo que el Estado y la empresa privada tienen ambos funciones propias, insustituibles y complementarias, pero que requieren un puente, una relación social clarificadora, una función intermediaria que le dé a ambos sectores, el público y el privado, su sentido colectivo, su utilidad social.
Pero Ignacio Chávez creció junto con una sociedad educada en la escuela pública y en la Universidad Autónoma, que va extendiéndose en las tareas del campo y de la fábrica, de las profesiones liberales, del periodismo y de la arquitectura, del magisterio y, sobre todo, en una del servicio social, de la asociación de barrio y del movimiento femenino, de los frentes contra la discriminación sexual, de las demandas para la justicia indígena, pero, sobre todo, en una sociedad que aprende a reconocerse en su cultura.
Chávez es uno de los grandes creadores de esta sociedad mexicana vigorosa, contradictoria, golpeada a veces, resistente siempre, y que aún no encuentra correspondencia cabal entre su continuidad cultural dinámica, por una parte, y sus retrasos políticos y económicos, por la otra. Hombre enérgico, básicamente optimista, con inmensa fe en el país, Chávez podía ser también un escéptico al que escuché decir, en más de una ocasión: “¿Por qué, cada vez que estamos a punto de lograr el país que deseamos, algo nos sale mal y nos vuelve a echar atrás?”.
Ignacio Chávez convivió con gobiernos en los que la autoridad y el autoritarismo mantenían un cierto equilibrio. Pero cuando el autoritarismo se desbocó, sacrificando su autoridad por falta de respuesta a las demandas de la sociedad juvenil de los años sesenta, el doctor Chávez, rector de la UNAM, fue la víctima anunciatoria de los aciagos días por venir para la Universidad, para la juventud y para el país.
La violenta expulsión del rector Ignacio Chávez en 1966 fue el preámbulo de los trágicos acontecimientos de 1968, cuando la juventud mexicana quiso comprobar en las calles las lecciones de la educación nacional para la democracia, la justicia y la libre expresión aprendidas en las aulas y encontró, en cambio, la respuesta de la muerte. Pero el doctor Chávez, creador de instituciones, promotor de foros para la comunidad, educador y curador, investigador y escritor, había contribuido ya, con su ejemplo, a la respuesta que México le dio y le está dando a la tragedia del 68 y sus secuelas: la voluntad de reunir en un solo haz, a pesar de todos los escollos y resistencias, la continuidad de la cultura, el desarrollo de la economía, la impartición de la justicia y la política democrática.
Ignacio Chávez, el médico, el humanista, el científico, el ciudadano, ocupa un lugar eminente en la creación de un México vigoroso en los debates constructivos, respetuoso de las opiniones divergentes y favorecedor de la suma de voluntades sin sacrificio de las convicciones de cada uno.

Recordamos a un hombre que fue ejemplo vivo del mexicano civilizado, hombre de ciencia y humanidad, paradigma de una patria que se conoce, se entrega y se levanta sobre lo mejor de sí misma.

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