miércoles, 31 de octubre de 2018

CARLOS FUENTES. PERSONAS. François Mitterrand-.


François Mitterrand

El automóvil oficial que nos conduce a la ceremonia culminante de la toma de posesión de François Mitterrand se detiene a la altura de la rue St. Jacques a espaldas de la Sorbona. Como una tortuga exhausta, el Peugeot dice: No puedo avanzar más. ¿Cien mil, doscientas mil personas? Nuestro auto es una pulga perdida en la multitud: medio millón de franceses que tratan de llegar a la Plaza del Panteón para ver al nuevo presidente y vivir la hora más exaltada de este nuevo mayo en París. El policía nos pide descender y caminar, como podamos, hasta el Panteón.
Elie Wiesel, el escritor judío, es pequeño y ágil; trata de abrirse paso entre la marea que empuja contra las barreras en ambos lados de la rue Soufflot. William Styron y yo bromeamos con los franceses; déjennos pasar; hemos venido de muy lejos; ellos nos dicen que no somos los únicos, ellos también han venido de lejos, en el espacio, sí, pero también en el tiempo. ¿No lo dijo Mitterrand esta mañana, con palabras que ahora todos repiten porque ahora son de todos: este pueblo ha formado la historia de Francia, pero sólo ha tenido acceso a esa misma historia en algunos momentos breves y gloriosos, verdaderas “fracturas de nuestra sociedad”? Ahora, la mayoría política se ha identificado con la mayoría social, nos dijo un Mitterrand sobrio y tranquilo, con un destello de alegría y orgullo en la mirada.
Arthur Miller sobresale en la multitud que nos impide llegar al lugar de nuestra cita. No lucha a brazo partido como Styron, Wiesel y yo; Miller puede verlo todo desde donde quiera que esté porque mide casi dos metros. Parece, dice Styron, un Abraham Lincoln judío. François Mitterrand nos dio la mano esta mañana en los jardines del Elíseo y dijo que saludaba a la literatura colosal del Nuevo Mundo. Sospecho que se refería sólo a Miller y a Julio Cortázar, que pueden mirarse directamente a los ojos y no necesitan periscopios como los niños y los viejos de la multitud que, de veinte o treinta en fondo, hace imposible el paso hasta la plaza descubierta y estrangula a quien intenta vencer esa muralla humana contenida por una débil y gentil barrera policíaca (“Mira, esta vez los policías están de nuestra parte”, exclama un joven melenudo) y vence a los cuatro escritores inermes que han cruzado el Atlántico para estar aquí, a esta hora y en este lugar vedados ahora por el fervor y el número del pueblo de París.
Nos damos por vencidos. El día brillante que acompañó las ceremonias tensas, aliviadas por la “fuerza tranquila” de Mitterrand, de la transmisión del poder, cedió ante un mediodía lluvioso bajo el Arco del Triunfo y luego regresó con una tarde asoleada en los jardines del palacio presidencial. Ahora, al filo de las cinco de la tarde, las nubes vuelven a cargarse, bajas y veloces, sobre el Barrio Latino. Nos ponemos los impermeables y bajamos, desanimados, por las callecitas menos concurridas hasta la rue des Écoles. Arthur Miller se detiene, ajeno al simbolismo involuntario, bajo el signo que anuncia la película The Misfits en el Cinema Champolion.
Todos somos misfits, diría Cohn Bendit en el otro mayo, el del 68, y ahora esa proclama de letras negras sobre fondo rojo sólo comenta, con ironía, nuestro pequeño problema personal. Qué remedio: nos iremos a tomar una copa juntos en algún café de St. Germain. Las prisas para reunirnos un martes en la noche en casa de Styron en Connecticut, levantarnos al alba para llegar al aeropuerto Kennedy a tiempo, abordar el Concorde, vencer ciertas aerofobias muy deslavadas ya (yo me perdí quince años de adelantos de la aviación civil: pasé del Constellation al Concorde, que es como pasar de la mula al Mercedes), llegar a París antes de salir de Nueva York o alguna confusión así de cortazariana que el jet-lag sólo acentúa hasta el insomnio más feroz: todo en vano. La fiesta de la victoria socialista tendrá lugar sin nosotros. Vamos a tomar una copa y a recordar.
Recordar: “París es la ciudad de la memoria”, ha escrito Mitterrand. Abotono mi impermeable y recuerdo el otro mayo que aquí viví en 1968, la otra fiesta de París sin la cual esta de 1981 no hubiese sido posible. Este pueblo, el más inteligente del mundo, esta juventud, estos hombres políticos que ahora se aglomeran en el día de la victoria, hicieron la primera crítica activa de una sociedad que les daba más y más pero no les permitía ser más y más. No tener más, sino ser más: quizás éste fue el deseo, la inconformidad, la inteligencia de mayo del 68. Recuerdo hoy estas mismas calles cuando eran trincheras de la revuelta contra el consumismo y el paternalismo, barricadas ardientes cuyo fuego verdadero era el de la duda, la pregunta constante, la “cuestión” sobre la posibilidad de una sociedad pluralista, descentralizada, democrática, capaz de gobernarse a sí misma. Debajo de los adoquines, las playas. La imaginación al poder. ¿Cómo se llama hoy esa playa, cuál es la imaginación del socialismo hoy en el poder? La más alta exigencia para su gobierno, nos dijo el presidente Mitterrand esta mañana, es demostrar la posibilidad del socialismo con libertad. Esto es lo que la Francia del 68 y la Francia de 81 pueden ofrecerle al mundo de mañana.
Pero medio millón de franceses me impide ver el acto culminante de esta jornada. Estuvo bien reunirse bajo la gran bandera tricolor en el Arco de Triunfo al mediodía, esperar la llegada de Mitterrand por los Campos Elíseos, estudiar los rostros presentes en la ceremonia, identificar el más alegre de ellos (no tardé en hallarlo: era el de Jacques Chirac, el alcalde de París, jefe del golismo y ahora de las fuerzas políticas de la derecha: era el rostro inmensamente satisfecho del gato de Alicia, el rostro del vencedor cuya sonrisa se decía y le decía al mundo: “Yo le di la victoria a Giscard en 74 y se la quité en 81”). Reconocer a viejos amigos. Conocer a nuevos amigos.
El grupo latinoamericano es el más nutrido; están mis viejos cuates Julio Cortázar y Gabriel García Márquez, mi nuevo amigo Juan Bosch y alguien que, más que un amigo, es ese entrañable espectro que un novelista llama su personaje: Miguel Otero Silva, el novelista venezolano, el periodista de El Nacional de Caracas; y mis queridas Tencha Allende y Matilde Neruda y otro recuerdo de esa segunda patria mía, Chile, donde estas dos mujeres mostraron y muestran su valor inmenso contra las bayonetas, por las palabras. Porfirio Muñoz Ledo me presenta a Mario Soares, quien me cuenta cómo, durante la clandestinidad contra la dictadura de Salazar, firmaba sus artículos de prensa con el seudónimo “Carlos Fuentes”. Le aseguro que, si alguna vez debo escribir clandestinamente, usaré el seudónimo “Mario Soares”.
Tantos rostros amigos que ayer eran la oposición y hoy son el poder: Régis Debray, Jack Lang, Lionel Jospin. Y Jean Daniel, que nos recibe con extraordinaria hospitalidad a Styron y a mí con todo su consejo editorial en el Nouvel Observateur. Quieren conocer nuestra manera de ver las cosas, como norteamericano Styron, como latinoamericano yo. Contestamos pero nos formulamos nosotros mismos la pregunta que adivino en la mirada inteligente de Daniel, de sus colaboradores K. S. Karol, Giesbert, Nicole Boulanger, Priouret, Catherine David: cómo pasar de la oposición al apoyo crítico, del monopolio de la virtud a la parcelación de errores y aciertos, de la teoría y de la imaginación ilimitadas a la responsabilidad compartida. Yo estoy seguro de que en las páginas que admirablemente dirige nuestro amigo Daniel encontraremos algo tan importante como la lúcida oposición de ayer: la información de hoy, la educación política que es más larga que cualquier ideología, la identificación de los problemas, el orden de las prioridades, la salud de la duda, la perseverancia crítica.
Mitterrand no ha invitado a gobiernos, sino a escritores que ha leído, a amigos que han compartido con él la “larga marcha” de la campaña presidencial contra De Gaulle en 1965 y contra Giscard en 1974, las tragedias de Argelia y Suez, la explosión de mayo y la reconstrucción, a partir del Congreso de Epinay en 1971, de un Partido Socialista dañado por el tiempo, desprestigiado por demasiados compromisos, fraccionado por demasiados bizantinismos ideológicos. Mitterrand sabe que no es la ideología lo que hace la historia, sino la acción de la sociedad civil y su realidad (tradición y aspiración) cultural.
Lo veo, en el almuerzo del Elíseo, comer y beber con gusto, mirar a las mujeres guapas, bromear, mostrar atenciones singulares. En un momento dado, se levanta de la mesa; creemos que es la hora de los discursos; pero no habrá tal cosa: el presidente se dirige a la mesa donde, inquieto, el maestro Daniel Barenboim come sus perlas de salmón. Mitterrand le dice que puede irse sin protocolo a ensayar con la orquesta de París; sabe que el almuerzo se prolonga y Barenboim quisiera estar con sus músicos. Barenboim agradece la gentileza de este hombre de Estado que oye música, lee libros, discute ideas y obviamente sabe comer, beber y amar con gusto, aun con brío, pero que es también un político hábil y duro, astuto y perseverante. En 1971, el disperso Partido Socialista tenía el 13% del voto y el Partido Comunista el 23%. Mitterrand dijo en Epinay: llegaremos al poder cuando los comunistas desciendan al 15% del voto nacional. Esto ha sucedido en 1981. Los socialistas están en el Elíseo, en Matignon y en el Palais Bourbon. Los comunistas han sido premiados por su derrota.
Pero ahora, esta tarde del mes de mayo, caminamos ya sin grandes esperanzas de participar en la fiesta de la Plaza del Panteón. Al cabo Mitterrand también es un hombre de caminatas. Un largo camino para un buen caminante. Yo conocí a Mitterrand cuando Silvia y yo habitábamos su misma rue de Bievre en el año 73. Callecita estrecha, popular y magrebina, viejo canal de castores entre el Boulevard St. Germain y el Quai de la Tournelle, calle con cierta memoria literaria —allí vivió Dante e inició la redacción de la Comedia; también el rey de los techos de París, el novelista y aventurero nocturno, Restif de la Bretonne.
Gracias a la rue de Bievre y su olor de cuscús y su cante jondo arábigo frente a mis ventanas me atreví a organizar el final de Terra nostra. Más importante: allí nació mi hijo. Vi muchas veces a Mitterrand caminar hacia el Sena, contemplar Notre Dame, seguir en busca de los buquinistas hacia la île de la Cité, dirigirse diariamente a la Brasserie Lipp. Otras veces coincidimos bajo la lluvia esperando un taxi en la Place Maubert; su chambergo lo protegía, me prestó Le Monde para cubrirme la cabeza. Desde la embajada de México, años después, me correspondió organizar su viaje a México, una iniciativa de Muñoz Ledo que no le agradó a todos en el gobierno mexicano ni en el gobierno francés, pero que hoy parece un acto no sólo previsor, sino normal. La América Latina no debe sacrificar apoyos en Europa; la alternancia política debe ser normal y cultivable en y con la democracia francesa.
Y Mitterrand es la imagen de un hombre que camina largas horas en las landas del suroeste de Francia, en esas playas y esos senderos descritos por Mauriac. Un hombre, nos lo dicen sus libros, con un estilo para escribir y para pensar, ganado en la soledad que nuestro tiempo le niega a nuestra identidad más profunda: la que sólo puede actuar en el mundo y con otros si antes ha actuado a solas y en lucha consigo misma.
Arthur Miller sigue detenido, sin sospecharlo, bajo el signo de The Misfits; Wiesel, Styron y yo arrastramos las gabardinas. Melina Mercouri pasa en un coche de la policía, abriéndose paso a duras penas entre el gentío. Es una mujer espléndida, fulgurante, un tanto homérica, casi un Mediterráneo en sí misma, y la imagen de Mitterrand en las playas del Atlántico se mezcla con la imagen de Mercouri en las playas del Egeo. No hay tragedia en sus ojos tristes porque al final de la tragedia “todos se fueron muy contentos a la playa.” Le pregunto desde la calle si nos permite subir al auto con ella; es la única oportunidad de llegar a la Plaza del Panteón. Nos invita a hacerlo. El caos es digno de los Marx: chofer, Melina, Papandreou el líder del socialismo griego, dos policías y Harpo Fuentes, Groucho Styron, Chico Wiesel y Zeppo Miller. El auto avanza treinta metros y se detiene para siempre, devorado por la multitud. Buscamos el kepí más importante de la región: deben abrirnos paso, la frustración empieza a volverse peligrosa. Una barrera humana nos separa del Boulevard St. Michel, despejado para el paso de Mitterrand. Si nos atrevemos a recorrerlo a solas, nos van a insultar, nos van a bromear feo…
Unimos hombros, codos, esfuerzos y llegamos a la avenida despejada. El hombre del kepí tenía razón: rechiflas, burlas, injurias gálicas. Entonces Melina Mercouri toma una rosa roja y marcha avenida arriba, por el centro, tomando la gran vía, conquistando la ruta real, agitando la rosa y la melena, convocando toda la luz de la tarde hacia su sonrisa y sus ojos de tristeza ojerosa. Decenas de miles de voces a nuestro paso, ahora, agitan sus rosas en respuesta a la rosa de Melina, los gritos son de alegría, viva Melina, Mercouri, Mercouri, te amamos. Y detrás de ella cuatro ignorados escritores con impermeables a la Bogart, gafas oscuras y cabezas gachas. Sin duda, los guardaespaldas de la Mercouri. No identificables en las fotografías. Secretamente agradecidos.
La policía nos detiene en la esquina de St. Michel y la rue Soufflot. La caravana presidencial se aproxima. Mitterrand llega en un coche descubierto. Salta a la calle, toma a Mercouri de la mano y nos pide que lo sigamos hacia el Panteón. Sentimos que del negro pozo de la desesperación hemos sido elevados a las nubes de la gloria. Ahora el cortejo multitudinario con Mitterrand a la cabeza avanza, entre cientos de miles de seres que se amasan en las aceras, cuelgan de las lámparas, atestan los balcones, pueblan precariamente los techos y gritan, ¡ganamos!, ¡ganamos! Arrojan las rosas y todo vuela, las flores, las mariposas de papel, las nubes cargadas, la gente llegada de todo París, de toda Francia, las oriflamas tricolores, los brazos abiertos en V, el gran himno final de la Novena de Beethoven dirigido por Barenboim, la tormenta que estalla arriba en el cielo y abajo entre los adoquines donde están las playas. Mitterrand, la memoria, ha entrado al Panteón a depositar sus rosas en las tumbas de Jean Jaurés y Jean Moulin. Una memoria es compartida adentro y afuera del monumento. Jaurés, el socialismo con libertad, Moulin, la lucha contra el totalitarismo y algo más, menos tangible, en la memoria profunda de París: la memoria de sus grandes jornadas, cuando Mitterrand sale del Panteón y la multitud rompe las barreras policiales y el cielo oscuro cruje y los tambores resuenan, y Plácido Domingo canta La Marsellesa orquestada por Berlioz y todos estamos amenazados por la borrasca, la multitud, los caballos nerviosos de la Guardia Republicana y su propia tormenta de oros, bronces, damascos: París de mayo del 68, pero también París de la Comuna proletaria de 1870, París del 1848 nacionalista y republicano. París del 1830 burgués y revolucionario, París del 1789 inflamado con todas las promesas que nacieron y murieron y renacieron en las fechas subsiguientes, fechas de ida y vuelta acarreadas por las voces de Mirabeau y Danton, de Lamartine y Flaubert, de Hugo y Jules Vallés, que volvemos a escuchar en la gran cantata republicana de esta tarde. Es una misa laica, sí. Es también una liberación del instante: estamos a la vez en el tiempo y fuera de él. Es un presente porque contiene un pasado y un porvenir. No hay ilusiones. Sí hay emoción. Sí hay la “fuerza tranquila”.
Un viejecillo empapado, pequeñito, con esos inimitables bigotillos franceses que sólo crecen en estrecha prolongación de las aletas nasales, llega a las puertas pesadas y metálicas del Panteón. Ahora están cerradas para impedir que la multitud avasalle el recinto. Las cámaras de televisión han sido retiradas detrás de las puertas. El viejecillo trae un grueso cable en la mano y repite sin cesar:
Quiero enchufar con el Panteón. Quiero enchufar con el Panteón.
Lo miro con cierto estremecimiento. No, no hay ilusión y toda historia humana tendrá su parte de muerte y luego su parte de vida que es esa memoria convocada y evocada por Mitterrand en este día. Recordar la historia, recordar la muerte para recordar mejor la historia, como lo ha hecho hoy el presidente de Francia. No hay orden, seguridad o permanencia alguna, nos ha dicho, allí donde reina la injusticia y gobierna la intolerancia. La memoria y la muerte serán continuidad y no fatalidad, vida escogida y no desaparición inevitable en la medida en que impidan el reino de la injusticia y el gobierno de la intolerancia.
Una muchacha, empapada también, se acerca a pedirle a Styron una firma para pegarla a su ejemplar de La choix de Sophie. La muchedumbre se dispersa. Pierre Salinger hace la seña de cortar a los equipos de camarógrafos de la cadena ABC. Marc Riboud, más modestamente, ciega con un tapón su cámara y Polifemo, ahora, se va a dormir.
No ha habido nada igual desde la Liberación —dice un hombre que la vivió.
No, desde el entierro de Victor Hugo —le dice su hijo, que quizás ha visto algunas fotografías.
Desciende por los escalones del Panteón una mujer esbelta, contenida, extrañamente alegre y melancólica a un tiempo. Volteo para reconocerla. Pienso. Se aleja. Lo sé. Es la muchacha que apareció en la portada de mi reportaje sobre el 68: París: La Revolución de Mayo. Estoy seguro, es la misma. ¿Cómo voy a olvidar, si he visto esa portada todos los días durante trece años? Es ella. Pero es otra. Ya no tiene 25 años. Se pierde en la multitud dispersa de este crepúsculo. No olvidaré nunca su paso, su alegría, su desencanto, su determinación. Su contradicción vital. No me habló nunca, pero me dijo: —No soy más. Soy mejor. Era la voz del otro mayo hablándole a este mayo.
El presidente de Francia, François Mitterrand, usa el manto del poder con una determinación serena que sus compatriotas llaman “La force tranquile”. Conviene recordar que esta fuerza se forjó en la adversidad, no en el triunfo. Mitterrand asumió la dirección del Partido Socialista en el punto más bajo de la historia de esa formación política. Diez años más tarde, los socialistas ocupan los tres centros del poder en Francia: la Presidencia en el Palacio del Elíseo, el Gobierno en el Hotel Matignon y la mayoría de la Asamblea Nacional en el Palais-Bourbon.
Observar al presidente Mitterrand es darse cuenta de que sólo un político profesional pudo obtener este milagro. Pero junto con el político pragmático, coexiste en Mitterrand el hombre sensitivo y paradójico que prohíja el cambio gracias a una conciencia de la tradición, que se alimenta con la lectura de Montaigne y que posee una especial afinidad con el mundo de los escritores.
La víspera del Año Nuevo de 1982, Mitterrand salvó al eminente filósofo y crítico francés, Jacques Derrida, de un proceso prefabricado y una sentencia de dos años de cárcel determinados por las autoridades checoslovacas con base en una acusación fraudulenta de “tráfico de drogas”. Derrida se encontraba en Praga dando cursos particulares de filosofía en un país donde los intelectuales no tenían derecho a poseer una biblioteca y donde el pensamiento, en efecto, podía pasar por una droga. Los gobernantes de Praga querían advertir que, después de Polonia, deberían cesar los contactos intelectuales garantizados por los Acuerdos de Helsinki. El presidente Mitterrand no se dejó intimidar por semejante bluff. Tengo entendido que sus palabras no representaron un llamado a las autoridades checas, sino una advertencia de las más severas consecuencias diplomáticas. Al día siguiente Derrida fue liberado.
A fines de diciembre de 1981, Mitterrand entregó a Gabriel García Márquez las insignias de la Legión de Honor. Durante el almuerzo que siguió, elaboró una visión del mundo que ya había bosquejado durante una reunión anterior en México, en vísperas de la conferencia de Cancún. Ahora, Mitterrand se mostró satisfecho de haber cumplido sus promesas electorales durante los primeros seis meses de su gobierno: nacionalizaciones que al fortalecer al sector público aseguran que el proceso de re-industrialización y modernización económica, como en el gobierno golista de la posguerra, beneficiarán a la colectividad más que a las transnacionales; una descentralización que devuelve iniciativas democráticas fundamentales a los ciudadanos y a la clase obrera; medidas tan populares como el aumento del salario de garantía y mayores beneficios sociales. Contó con el entonces poderoso Partido Comunista para su primera elección. Le dio dos carteras al PC, alarmó a muchos ricachones franceses, algunos de los cuales retiraron sus fondos de Francia. Alarmó al entonces presidente Ronald Reagan pero al cabo las políticas de Mitterrand disminuyeron la influencia del comunismo en Francia y su decidido apoyo a la Unión Europea y la amistad con la Alemania Federal apaciguaron a las voluntades adversas.
Qué lástima que no fue usted embajador durante mi mandato —me dijo un día.
Largo mandato, de 1981 a 1995, que me hizo recordar el modesto inicio de nuestra amistad. Y seguirlo, más tarde, en sus viajes a la Ciudad de México y a Cancún. En el D. F., el gobierno organizó una manifestación monstruo en el Monumento de la Revolución en la que nadie —un millón de mexicanos— entendió el discurso de Mitterrand. García Márquez y yo lo acompañamos en el avión presidencial a la conferencia de Cancún. Nos recibió en el aeropuerto el presidente José López Portillo, sin ocultar su asombro de que Mitterrand nos diese los lugares de privilegio a dos escritores.
Viajaba Régis Debray en la comitiva de Mitterrand. Régis nos aseguró un espacio excéntrico para observar las deliberaciones secretas de la conferencia y las equivocaciones constantes del presidente Reagan. El mandatario de Tanzania, Julius Nyerere, le contestó cuando Reagan, paternalmente, le pidió al “tercer mundo” abandonar la agricultura a favor de la industria:
Pero, señor Reagan, Estados Unidos es el primer productor agrícola del mundo.
Y cuando Indira Gandhi, la primera ministra hindú, le reclamó a Reagan el elogio del consumo como felicidad hecho por el norteamericano:
Pero, señor Reagan, algunos ciudadanos nuestros ni siquiera tienen zapatos.
Mitterrand lo observaba todo con cierta fría distancia y divertida sonrisa. Él era el maestro del debate político y de la respuesta justa. Se reservaba. Si hablaba, no era para perder el tiempo. Y podía ir directo a la yugular del opositor. En los debates televisivos con el candidato de derecha, Jacques Chirac, éste, en algún momento, le dijo:
Pero seamos más cordiales. Dígame Jacques y yo le diré François.
Contestó Mitterrand:
Cómo no, señor primer ministro.
Mitterrand sabía que Francia es el país de las fórmulas, que las fórmulas expresan cortesía y, a veces, distancia sin insulto.
En cambio, la cultura literaria de un presidente francés nunca sorprende. Neruda me contó que sus reuniones con el presidente Pompidou siendo Pablo embajador de Chile en Francia, tenían como pretexto discutir la política económica del Club de París, pero en realidad eran largas pláticas sobre la poesía de Baudelaire. Lo que sorprende es que un presidente de Estados Unidos lea libros.

Cosa que descubrimos Gabo y yo una noche en Martha’s Vineyard, escuchando a Bill Clinton recitar de memoria pasajes enteros de Faulkner, demostrar que había leído el Quijote y por qué Marco Aurelio era su autor de cabecera. Pregunta innecesaria: ¿Qué habrá leído Bush? Y para cerrar el capítulo político, otro lector-estadista: Felipe González, un hombre que habla como un libro porque piensa como un libro porque ha leído todos los libros y sin embargo —oh, Mallarmé— no está triste. Faltaba conocer a Barack Obama para tener otro presidente-lector.

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