André
Malraux
En 1960, el presidente de
Francia, Charles de Gaulle, hizo una provocadora visita a México. La
llamo “provocadora” porque primero De Gaulle fue a Canadá y
exaltó al “Quebec libre”, es decir a la nación francófona
dentro del esquema bilingüe de Canadá. Gran alboroto. De Gaulle
desafiaba no sólo a la “Commonwealth” canadiense sino al vecino
anglo-parlante, Estados Unidos.
Enseguida, el General se
dirigió al otro vecino norteamericano, México, hispano-parlante
pero objeto —o sujeto— de una ocupación militar francesa entre
1861 y 1867. No era esto lo que deseaba evocar De Gaulle en México
sino —como en Canadá— la relación México-Americana (“tan
lejos de Dios, tan cerca de los Estados Unidos”).
Mis amigos y yo ocupamos un
balcón del hotel Majestic, de cara al Zócalo, la Plaza de la
Constitución, centro de la ciudad desde la época de Moctezuma. La
caravana automovilística de De Gaulle avanzó por la Avenida Madero
hasta la esquina del Zócalo, ocupado por un millón de mexicanos a
la espera del “héroe de la Segunda Guerra Mundial” como era
anunciado el General. En la esquina, De Gaulle descendió del auto y
se dispuso a avanzar, sin otra protección que él mismo, entre la
vasta multitud. Tan alto como era, el General sobresalía a la masa
de mexicanos. Alto, uniformado, tocado con el kepí del ejército
francés, De Gaulle avanzó lenta, casi majestuosamente, entre un
millón de mexicanos.
Desde el
balcón del Majestic veíamos la escena con K. S. Karol, corresponsal
del L’Express,
un periodista norteamericano de la revista Newsweek,
Fernando Benítez, Víctor Flores Olea y Salvador Elizondo, el agudo
escritor que fue quien dijo lo indecible: —¡Qué lástima que los
franceses no ganaron la guerra en 1867 y se quedaron en México!
¡Hoy, Francia sería vecina de Estados Unidos!
Esa noche, Jean Sirol,
consejero cultural de la embajada de Francia en México, ofreció una
cena para André Malraux, quien acompañaba a De Gaulle como ministro
de Cultura. Instado por Malraux, o quizá por iniciativa propia,
Sirol invitó a vocales críticos del gobierno mexicano: Jaime García
Terrés, Jorge Portilla, Víctor Flores Olea, Enrique González
Pedrero, yo mismo.
La discusión
fue intensa. Más que nada, en ese momento le reprochábamos a
Malraux el haber abandonado lo que nosotros éramos (o queríamos
ser): escritores independientes, a favor de un compromiso político y
burocrático. Malraux se mostró más defensivo que otra cosa. Evocó
su pasado. Le reprochamos el abandono del mismo. García Terrés
defendió, sobre todo, una libertad de prensa que sentía violada por
el gobierno y los ataques contra la revista crítica L’Express.
Portilla discutió, con fervor, el tema de la muerte de Dios en
Malraux. Éste expuso con brillo su sentimiento de que la muerte de
Dios acrecentaba la soledad de la persona, pero también su
responsabilidad. Flores Olea conocía bien la obra de Malraux y le
preguntó si los espíritus encarnados en La
condición humana
—erotismo, juego y terror— sumaban las posibilidades de un mundo
sin Dios. No, contestó Malraux, la única posibilidad que permanece,
trascendiendo nuestra muerte, es el arte. González Pedrero se acercó
al tema mayor de Malraux, la relación entre acción y destino.
Malraux contestó que el destino individual no se concibe sin el
destino colectivo. La dignidad humana es parte o resultado de ambos.
García Terrés volvió a la carga: ¿a nombre de qué se censura a
la prensa y se arrojan al Sena ejemplares de L’Express?
Malraux no tuvo una respuesta convincente: a nombre de la dignidad de
Francia.
Arropados en
nuestro activismo político (1960) publicamos en nuestra revista
eventual, El
Espectador,
un resumen de la conversación. Fuimos injustos. Comparamos al
Malraux de hoy, el ministro, con el Malraux de ayer, el
revolucionario. Max Aub, compañero de Malraux en la guerra de
España, nos comunicó el disgusto del ministro. “No me gusta
terminar en Le
Canard Enchaîné”
(revista satírica y crítica). No lo volvimos a ver. Pero acaso,
como derivación de ese encuentro, lo releímos con seriedad. Creo
que yo llegué a una conclusión que no era ajena al encuentro con el
escritor: André Malraux era un escritor que no concebía la
literatura sin la acción que, de una sola vez, reuniese narración y
política. La relectura de La
condición humana
confirmaba en mi espíritu que para Malraux la acción era necesaria
para salvarnos del absurdo y que el absurdo era la existencia sin
Dios: el desamparo.
Recorrí de
nuevo la vida de Malraux, sobre todo a partir de sus viajes a
Indochina (donde despojó a algunos templos de sus tesoros) y a China
misma, en el Shanghai en huelga y revolución de los años veinte,
que el novelista encarnó en La
condición humana.
Una novela colectiva, cercana en esto al gran modelo de John Dos
Passos, USA
o al de la Yoknapatawpha de William Faulkner, dos autores presentados
por Malraux en la NRF Gallimard. Aunque más tarde se supo que
Malraux no participó en los sucesos descritos en La
condición humana,
tampoco Faulkner y Dos Passos vivieron lo que imaginaron. ¿Por qué,
entonces, a Malraux se le exigía lo que a otros no? ¿Porque Malraux
los concibió desde la comodidad de un barco de pasajeros? En parte,
porque él mismo ofrecía su imaginación como experiencia, hecho que
negó el título mismo de su autobiografía, Antimemorias
de 1967. Más aún, porque la vida de Malraux estuvo ligada en
extremo a la política del siglo XX. Contradictoriamente, Malraux
defiende a Trotsky y quiere salvarlo del exilio interno en Alma-Ata.
Quiere la épica que vio en el Acorazado
Potemkin
de Eisenstein, prohibida por la censura francesa en 1927. Cree
encontrarla en Trotsky. Admira la elocuencia de Trotsky comparada con
la chatarra discursiva de Stalin y del propio Lenin. Pero la relación
con Trotsky pronto tropieza con la realidad política y la diferencia
personal. Trotsky critica a los personajes de Los
conquistadores
de Malraux: sus conquistadores no conquistan nada. Malraux insiste en
admirar a Trotsky: en los desfiles de Moscú, dice, hay retratos de
Stalin, pero la presencia es de Trotsky. Las masas, según Malraux,
pensaban en el ausente, Trotsky. “Usted es un proscrito, no un
emigrado”, le escribe Malraux a Trotsky. Éste ve símbolos en los
personajes de Malraux. No, alega éste. “Trotsky sostiene a varios
personajes del momento, yo los reintegro a la duración.” Concluye
Malraux: Trotsky no conoce las condiciones de la creación artística.
Stalin mucho menos.
—¿Qué
hay de interesante en París? —le pregunta Stalin a Malraux.
—La última
película de Laurel y Hardy —le contesta el rebelde, el irónico
Malraux, que sin embargo, hace el elogio de Stalin y excusa las
purgas de Moscú, que no disminuyen, alega Malraux, “la dignidad
del comunismo”. Pero cuando se trata de defender al trotskista
Víctor Serge, Malraux se abstiene. En cambio, con André Gide, viaja
a la Alemania nazi para defender al dirigente comunista Georgi
Dimitrov, acusado de incendiar el Reichstag y liberado gracias a una
brillante autodefensa.
La guerra de
España marca el momento más alto de Malraux. Se confunden aquí su
vocación internacionalista y su compromiso nacional. En España
concurren ambos. Malraux (quien no sabe manejar un automóvil) forma
una escuadrilla aérea, posa como aviador y filma una película
notable por su directa desnudez: L’Espoir
(La esperanza),
en la que se confunden la ficción y las biografías (aparecen con
otros nombres) de Ehrenburg y Hemingway, Bergamin y Chiaramonte. Un
mundo de “fraternidad entre hombres”. Max Aub es el colaborador
más cercano de Malraux. La guerra de España es para Malraux una
visión del mundo y del papel de la clase obrera. También es una
defensa de España el país, de la nación, que prepara a Malraux
para combatir a los nazis y defender a la nación francesa contra la
ocupación alemana. Ha aprendido, acaso, una lección. En España, la
Unión Soviética ha combatido a la izquierda más que a Franco. En
Francia, la derrota, la ocupación y la represión alemana atentan
directamente contra la patria, la nación francesa. Malraux se da
cuenta de que la clase en peligro en Francia se llama el fascismo. La
nación que peligra es jacobina y no hay nadie más jacobino que un
francés.
Como el
“Coronel Berger”, Malraux dirige la brigada Alsace-Lorraine y
emerge heroicamente de la guerra. Pero el héroe mayor es Charles de
Gaulle, quien nunca admitió la derrota de Francia y regresó a
encabezar el gran desfile de los Campos Elíseos en París, en agosto
de 1944. A De Gaulle se une Malraux porque De Gaulle (¡desde su
apellido!) encarna a Francia. O sea: no hay general sin Francia, ni
Francia sin general. Malraux firma con Sartre y Mauriac contra la
censura al libro de Henri Alleg sobre la tortura en Argelia (1958).
Pero en ese mismo año es nombrado primer ministro de Estado de la
Cultura. No volverá a escribir una novela aunque sus Antimemorias
son la novela de su vida, incluyendo a su imaginación. Jean
Lacouture dirá que este libro “atraviesa la historia del siglo
como una espada atraviesa la entraña del toro”.
Como ministro de Cultura, y
después de serlo, Malraux escribe sobre el arte con pasión y
discriminación. Se da cuenta de que sería un error pensar la obra
política como obra de arte. Crea, en vez, un “mundo imaginario”
que nos permite apreciar las posibilidades del pasado. El arte es
“una vasta posibilidad proyectada sobre el pasado”. La obra
revive y se transforma. La cultura es el conjunto de formas que han
sido más fuertes que la muerte. ¿Es Malraux un hereje nestoriano
que cree en dos cosas a la vez: en un Cristo humano al lado de un
Cristo divino? De Gaulle, es sabido, cree sin soberbia en un “yo”
que es un “nosotros” y afirma: “Mi único rival es Tintín”
(el personaje de historieta).
¿Le queda a Malraux, cuando De
Gaulle ocupa todo el espacio político, otra cosa que el espacio
cultural? Es posible y fue importante. Aparte de su obra material
(museos, libros, exposiciones, relación de Francia con otras
culturas, limpieza de monumentos), Malraux el ministro jamás
abandonó su visión pesimista del mundo. Dios ha muerto y sólo
existe la condición humana. Esta condición consiste en erotismo,
juego y terror. Sólo la salvan la visión del destino y la acción,
pero la historia se vuelve contra ambos y sólo nos da una salida: el
arte como antidestino.
“Soy un
agnóstico ávido de trascendencia que aún no recibe su revelación.”
Pero “¿qué me importa lo que sólo me importa a mí?”. Yo creo
que fue en sus novelas, más que en sus estudios de estética, donde
Malraux tomó su figura más antidogmática. El escritor no le da
razón a todos. Les da voz. O como dijo un día, “los navegantes
descubren pericos, pero los pericos no descubren navegantes”. Añade
que “hacen falta sesenta años para hacer a un ser humano y después
sólo sirve para morir”. Sin embargo, más allá de toda
consideración acerca de lo verdadero y lo falso, se encuentra lo
vivido. ¿Se le puede pedir más a un ser humano? ¿La singularidad
del hombre Malraux no participa, al cabo, de lo que somos y hacemos
todos: vivir?
En 1976, siendo yo embajador de
México en Francia, el diputado golista Raymond Offroy nos invitó a
Silvia mi mujer y a mí a un almuerzo en honor de Malraux. Era una
tarde fría de diciembre y el anfitrión sentó a Silvia a la
izquierda de Malraux, a mí muy cerca del homenajeado. En esos
diecisiete años desde la cena en México, Malraux había envejecido
no tanto por el paso del tiempo, sino debido a la acentuación del
gesto. La presencia protagónica de las manos, la abundancia de tics,
la abundancia y brillo del verbo, describían su presencia. Hasta que
un gesto casi imperceptible, una mirada a mi mujer, un vistazo debajo
del mantel, una sonrisa inmediata y la aclaración seguida: el gato
de los Offroy andaba estirándose debajo de los manteles, se acercó
a la pierna de Malraux, éste creyó que Silvia le acercaba la suya,
el gato resolvió el misterio y todos nos reímos.
El gato —¿o la gata?— le
sirvió a Malraux, empero, para lanzarse a una disquisición
histórica sobre la llegada a Europa de los primeros gatos, traídos
desde Egipto por Cleopatra. No había, pues, felinos en Europa y los
de la reina egipcia pronto demostraron su utilidad, cazando, comiendo
y matando a la multitud de ratones que se juntaban en Roma, granero
del Imperio.
Que Malraux hablara de gatos
era natural. Tan natural que pudo parecer poco improvisado. No fue
así. Los gatos acuden a quien los quiere. A quien huele como ellos.
Por eso se acercaron a Malraux, aunque éste, terminado el capítulo
“gatos”, se apresuró a comentarle a Silvia:
—Pero no
hay nada más antiguo que las arañas.
Historia de las arañas,
historia de los caballos como antípodas del mundo arácnido.
Historia de la edad de los caballos, para culminar con historia de la
edad de los artistas, Miguel Ángel, Rembrandt.
Imaginé a Malraux, en ese
momento, como otro momento: el del verbo. El verbo de Indochina y las
novelas abanderadas de ficción con reportaje, el militante de
izquierda del Frente Popular, el combatiente de la guerra de España,
el resistente contra la ocupación nazi de Francia, el ministro de De
Gaulle, el dialogante con Nehru y Mao, el reanimador del arte antiguo
de México y Egipto. En fin, el hombre nervioso, brillante, acaso
nostálgico de la juventud y la belleza quien, al levantarnos de la
mesa esa tarde fría de diciembre de 1976, me dijo:
—Usted es
mi cómplice.
Para Malraux, todo arte era
reencarnación. La creación era más importante que la perfección.
Sentía remordimiento de ser él mismo. El destino sólo tiene un
lugar. La conciencia. La valentía no es más que un sentimiento de
invulnerabilidad. Es un error pensar en la obra política como obra
de arte. La cultura es el conjunto de formas que han sido más
fuertes que la muerte. Más allá de lo verdadero y lo falso está lo
vivido.
—Soy un
agnóstico ávido de trascendencia que aún no recibe su revelación.
Novelas que son memorias,
memorias que son ficción, política sin estética, estética sin
política, aventura que es acción, acción que es a la vez realidad
e idea de la realidad…
Podríamos citar sin descanso
al Malraux fabricante de frases célebres y de ideas incitantes. Pero
sólo lo haríamos a expensas de una obra en que la memoria miente
para ser ficción y la ficción, según lo acostumbra, se vuelve
verdad. Dijo de Lawrence de Arabia: “Parecía apartado de todo lo
que, para la mayor parte de los hombres, constituye la vida misma.
Era uno de esos hombres que han preferido una parte de lo divino,
haciendo de ello su uniforme, su sotana invisible”.
¿Convienen esas palabras de
Malraux sobre Lawrence al propio Malraux? Acaso Malraux las supera en
el sentido de que quiso ser, sólo que a un nivel estético, lo que
fue Lawrence a un nivel político. Y lo obtuvo a veces, en España,
con la Resistencia. Sólo que Malraux también tuvo algo que la
“santidad” misma de Lawrence no admitiría: la contradicción, no
diabólica, sino humana, a los valores propuestos por el propio
Malraux.
¿Éramos, por ese motivo, como
me llamó un día, “cómplices”?
Palabras misteriosas que nunca
acabé de entender, ni siquiera, el día que amaneció con la muerte
de Malraux el 23 de noviembre de 1976. No se habla de una ceremonia
fúnebre nacional. Llamo a mi amiga, la ministra de Cultura de
Francia, Françoise Giroud.
—Malraux
merece un homenaje nacional —le digo.
—Las
banderas del Ministerio están a media asta— me contesta.
—¿Y la
ceremonia? —insisto.
—Quiso ser
enterrado en su pueblo, Verrieres-le-Buisson.
—¿Y el
homenaje nacional? —insisto.
Cuando al fin, en 1996, las
cenizas del escritor fueron trasladadas al Panteón, el presidente
Jacques Chirac, como suele suceder en estas ocasiones, le habló de
“usted” —que no de tú— a Malraux.
—Es usted
el hombre de la inquietud, de la búsqueda, el hombre que abre su
propio camino…
Con menos oratoria, con más
certeza, Paul Morand había dicho desde los años treinta:
—Malraux
es el único suicida vivo.
Malraux, menos pragmático, más
ingenioso, sólo nos preguntó:
—¿Por qué
no aceptar a Dios como un pintor moderno?
Hugh Thomas tuvo la última
palabra:
“André
Malraux fue el Byron de su época”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario