viernes, 2 de noviembre de 2018

CARLOS FUENTES. PERSONAS. André Malraux.


André Malraux
En 1960, el presidente de Francia, Charles de Gaulle, hizo una provocadora visita a México. La llamo “provocadora” porque primero De Gaulle fue a Canadá y exaltó al “Quebec libre”, es decir a la nación francófona dentro del esquema bilingüe de Canadá. Gran alboroto. De Gaulle desafiaba no sólo a la “Commonwealth” canadiense sino al vecino anglo-parlante, Estados Unidos.
Enseguida, el General se dirigió al otro vecino norteamericano, México, hispano-parlante pero objeto —o sujeto— de una ocupación militar francesa entre 1861 y 1867. No era esto lo que deseaba evocar De Gaulle en México sino —como en Canadá— la relación México-Americana (“tan lejos de Dios, tan cerca de los Estados Unidos”).
Mis amigos y yo ocupamos un balcón del hotel Majestic, de cara al Zócalo, la Plaza de la Constitución, centro de la ciudad desde la época de Moctezuma. La caravana automovilística de De Gaulle avanzó por la Avenida Madero hasta la esquina del Zócalo, ocupado por un millón de mexicanos a la espera del “héroe de la Segunda Guerra Mundial” como era anunciado el General. En la esquina, De Gaulle descendió del auto y se dispuso a avanzar, sin otra protección que él mismo, entre la vasta multitud. Tan alto como era, el General sobresalía a la masa de mexicanos. Alto, uniformado, tocado con el kepí del ejército francés, De Gaulle avanzó lenta, casi majestuosamente, entre un millón de mexicanos.
Desde el balcón del Majestic veíamos la escena con K. S. Karol, corresponsal del L’Express, un periodista norteamericano de la revista Newsweek, Fernando Benítez, Víctor Flores Olea y Salvador Elizondo, el agudo escritor que fue quien dijo lo indecible: —¡Qué lástima que los franceses no ganaron la guerra en 1867 y se quedaron en México! ¡Hoy, Francia sería vecina de Estados Unidos!
Esa noche, Jean Sirol, consejero cultural de la embajada de Francia en México, ofreció una cena para André Malraux, quien acompañaba a De Gaulle como ministro de Cultura. Instado por Malraux, o quizá por iniciativa propia, Sirol invitó a vocales críticos del gobierno mexicano: Jaime García Terrés, Jorge Portilla, Víctor Flores Olea, Enrique González Pedrero, yo mismo.
La discusión fue intensa. Más que nada, en ese momento le reprochábamos a Malraux el haber abandonado lo que nosotros éramos (o queríamos ser): escritores independientes, a favor de un compromiso político y burocrático. Malraux se mostró más defensivo que otra cosa. Evocó su pasado. Le reprochamos el abandono del mismo. García Terrés defendió, sobre todo, una libertad de prensa que sentía violada por el gobierno y los ataques contra la revista crítica L’Express. Portilla discutió, con fervor, el tema de la muerte de Dios en Malraux. Éste expuso con brillo su sentimiento de que la muerte de Dios acrecentaba la soledad de la persona, pero también su responsabilidad. Flores Olea conocía bien la obra de Malraux y le preguntó si los espíritus encarnados en La condición humana —erotismo, juego y terror— sumaban las posibilidades de un mundo sin Dios. No, contestó Malraux, la única posibilidad que permanece, trascendiendo nuestra muerte, es el arte. González Pedrero se acercó al tema mayor de Malraux, la relación entre acción y destino. Malraux contestó que el destino individual no se concibe sin el destino colectivo. La dignidad humana es parte o resultado de ambos. García Terrés volvió a la carga: ¿a nombre de qué se censura a la prensa y se arrojan al Sena ejemplares de L’Express? Malraux no tuvo una respuesta convincente: a nombre de la dignidad de Francia.
Arropados en nuestro activismo político (1960) publicamos en nuestra revista eventual, El Espectador, un resumen de la conversación. Fuimos injustos. Comparamos al Malraux de hoy, el ministro, con el Malraux de ayer, el revolucionario. Max Aub, compañero de Malraux en la guerra de España, nos comunicó el disgusto del ministro. “No me gusta terminar en Le Canard Enchaîné” (revista satírica y crítica). No lo volvimos a ver. Pero acaso, como derivación de ese encuentro, lo releímos con seriedad. Creo que yo llegué a una conclusión que no era ajena al encuentro con el escritor: André Malraux era un escritor que no concebía la literatura sin la acción que, de una sola vez, reuniese narración y política. La relectura de La condición humana confirmaba en mi espíritu que para Malraux la acción era necesaria para salvarnos del absurdo y que el absurdo era la existencia sin Dios: el desamparo.
Recorrí de nuevo la vida de Malraux, sobre todo a partir de sus viajes a Indochina (donde despojó a algunos templos de sus tesoros) y a China misma, en el Shanghai en huelga y revolución de los años veinte, que el novelista encarnó en La condición humana. Una novela colectiva, cercana en esto al gran modelo de John Dos Passos, USA o al de la Yoknapatawpha de William Faulkner, dos autores presentados por Malraux en la NRF Gallimard. Aunque más tarde se supo que Malraux no participó en los sucesos descritos en La condición humana, tampoco Faulkner y Dos Passos vivieron lo que imaginaron. ¿Por qué, entonces, a Malraux se le exigía lo que a otros no? ¿Porque Malraux los concibió desde la comodidad de un barco de pasajeros? En parte, porque él mismo ofrecía su imaginación como experiencia, hecho que negó el título mismo de su autobiografía, Antimemorias de 1967. Más aún, porque la vida de Malraux estuvo ligada en extremo a la política del siglo XX. Contradictoriamente, Malraux defiende a Trotsky y quiere salvarlo del exilio interno en Alma-Ata. Quiere la épica que vio en el Acorazado Potemkin de Eisenstein, prohibida por la censura francesa en 1927. Cree encontrarla en Trotsky. Admira la elocuencia de Trotsky comparada con la chatarra discursiva de Stalin y del propio Lenin. Pero la relación con Trotsky pronto tropieza con la realidad política y la diferencia personal. Trotsky critica a los personajes de Los conquistadores de Malraux: sus conquistadores no conquistan nada. Malraux insiste en admirar a Trotsky: en los desfiles de Moscú, dice, hay retratos de Stalin, pero la presencia es de Trotsky. Las masas, según Malraux, pensaban en el ausente, Trotsky. “Usted es un proscrito, no un emigrado”, le escribe Malraux a Trotsky. Éste ve símbolos en los personajes de Malraux. No, alega éste. “Trotsky sostiene a varios personajes del momento, yo los reintegro a la duración.” Concluye Malraux: Trotsky no conoce las condiciones de la creación artística.
Stalin mucho menos.
¿Qué hay de interesante en París? —le pregunta Stalin a Malraux.
La última película de Laurel y Hardy —le contesta el rebelde, el irónico Malraux, que sin embargo, hace el elogio de Stalin y excusa las purgas de Moscú, que no disminuyen, alega Malraux, “la dignidad del comunismo”. Pero cuando se trata de defender al trotskista Víctor Serge, Malraux se abstiene. En cambio, con André Gide, viaja a la Alemania nazi para defender al dirigente comunista Georgi Dimitrov, acusado de incendiar el Reichstag y liberado gracias a una brillante autodefensa.
La guerra de España marca el momento más alto de Malraux. Se confunden aquí su vocación internacionalista y su compromiso nacional. En España concurren ambos. Malraux (quien no sabe manejar un automóvil) forma una escuadrilla aérea, posa como aviador y filma una película notable por su directa desnudez: L’Espoir (La esperanza), en la que se confunden la ficción y las biografías (aparecen con otros nombres) de Ehrenburg y Hemingway, Bergamin y Chiaramonte. Un mundo de “fraternidad entre hombres”. Max Aub es el colaborador más cercano de Malraux. La guerra de España es para Malraux una visión del mundo y del papel de la clase obrera. También es una defensa de España el país, de la nación, que prepara a Malraux para combatir a los nazis y defender a la nación francesa contra la ocupación alemana. Ha aprendido, acaso, una lección. En España, la Unión Soviética ha combatido a la izquierda más que a Franco. En Francia, la derrota, la ocupación y la represión alemana atentan directamente contra la patria, la nación francesa. Malraux se da cuenta de que la clase en peligro en Francia se llama el fascismo. La nación que peligra es jacobina y no hay nadie más jacobino que un francés.
Como el “Coronel Berger”, Malraux dirige la brigada Alsace-Lorraine y emerge heroicamente de la guerra. Pero el héroe mayor es Charles de Gaulle, quien nunca admitió la derrota de Francia y regresó a encabezar el gran desfile de los Campos Elíseos en París, en agosto de 1944. A De Gaulle se une Malraux porque De Gaulle (¡desde su apellido!) encarna a Francia. O sea: no hay general sin Francia, ni Francia sin general. Malraux firma con Sartre y Mauriac contra la censura al libro de Henri Alleg sobre la tortura en Argelia (1958). Pero en ese mismo año es nombrado primer ministro de Estado de la Cultura. No volverá a escribir una novela aunque sus Antimemorias son la novela de su vida, incluyendo a su imaginación. Jean Lacouture dirá que este libro “atraviesa la historia del siglo como una espada atraviesa la entraña del toro”.
Como ministro de Cultura, y después de serlo, Malraux escribe sobre el arte con pasión y discriminación. Se da cuenta de que sería un error pensar la obra política como obra de arte. Crea, en vez, un “mundo imaginario” que nos permite apreciar las posibilidades del pasado. El arte es “una vasta posibilidad proyectada sobre el pasado”. La obra revive y se transforma. La cultura es el conjunto de formas que han sido más fuertes que la muerte. ¿Es Malraux un hereje nestoriano que cree en dos cosas a la vez: en un Cristo humano al lado de un Cristo divino? De Gaulle, es sabido, cree sin soberbia en un “yo” que es un “nosotros” y afirma: “Mi único rival es Tintín” (el personaje de historieta).
¿Le queda a Malraux, cuando De Gaulle ocupa todo el espacio político, otra cosa que el espacio cultural? Es posible y fue importante. Aparte de su obra material (museos, libros, exposiciones, relación de Francia con otras culturas, limpieza de monumentos), Malraux el ministro jamás abandonó su visión pesimista del mundo. Dios ha muerto y sólo existe la condición humana. Esta condición consiste en erotismo, juego y terror. Sólo la salvan la visión del destino y la acción, pero la historia se vuelve contra ambos y sólo nos da una salida: el arte como antidestino.
Soy un agnóstico ávido de trascendencia que aún no recibe su revelación.” Pero “¿qué me importa lo que sólo me importa a mí?”. Yo creo que fue en sus novelas, más que en sus estudios de estética, donde Malraux tomó su figura más antidogmática. El escritor no le da razón a todos. Les da voz. O como dijo un día, “los navegantes descubren pericos, pero los pericos no descubren navegantes”. Añade que “hacen falta sesenta años para hacer a un ser humano y después sólo sirve para morir”. Sin embargo, más allá de toda consideración acerca de lo verdadero y lo falso, se encuentra lo vivido. ¿Se le puede pedir más a un ser humano? ¿La singularidad del hombre Malraux no participa, al cabo, de lo que somos y hacemos todos: vivir?
En 1976, siendo yo embajador de México en Francia, el diputado golista Raymond Offroy nos invitó a Silvia mi mujer y a mí a un almuerzo en honor de Malraux. Era una tarde fría de diciembre y el anfitrión sentó a Silvia a la izquierda de Malraux, a mí muy cerca del homenajeado. En esos diecisiete años desde la cena en México, Malraux había envejecido no tanto por el paso del tiempo, sino debido a la acentuación del gesto. La presencia protagónica de las manos, la abundancia de tics, la abundancia y brillo del verbo, describían su presencia. Hasta que un gesto casi imperceptible, una mirada a mi mujer, un vistazo debajo del mantel, una sonrisa inmediata y la aclaración seguida: el gato de los Offroy andaba estirándose debajo de los manteles, se acercó a la pierna de Malraux, éste creyó que Silvia le acercaba la suya, el gato resolvió el misterio y todos nos reímos.
El gato —¿o la gata?— le sirvió a Malraux, empero, para lanzarse a una disquisición histórica sobre la llegada a Europa de los primeros gatos, traídos desde Egipto por Cleopatra. No había, pues, felinos en Europa y los de la reina egipcia pronto demostraron su utilidad, cazando, comiendo y matando a la multitud de ratones que se juntaban en Roma, granero del Imperio.
Que Malraux hablara de gatos era natural. Tan natural que pudo parecer poco improvisado. No fue así. Los gatos acuden a quien los quiere. A quien huele como ellos. Por eso se acercaron a Malraux, aunque éste, terminado el capítulo “gatos”, se apresuró a comentarle a Silvia:
Pero no hay nada más antiguo que las arañas.
Historia de las arañas, historia de los caballos como antípodas del mundo arácnido. Historia de la edad de los caballos, para culminar con historia de la edad de los artistas, Miguel Ángel, Rembrandt.
Imaginé a Malraux, en ese momento, como otro momento: el del verbo. El verbo de Indochina y las novelas abanderadas de ficción con reportaje, el militante de izquierda del Frente Popular, el combatiente de la guerra de España, el resistente contra la ocupación nazi de Francia, el ministro de De Gaulle, el dialogante con Nehru y Mao, el reanimador del arte antiguo de México y Egipto. En fin, el hombre nervioso, brillante, acaso nostálgico de la juventud y la belleza quien, al levantarnos de la mesa esa tarde fría de diciembre de 1976, me dijo:
Usted es mi cómplice.
Para Malraux, todo arte era reencarnación. La creación era más importante que la perfección. Sentía remordimiento de ser él mismo. El destino sólo tiene un lugar. La conciencia. La valentía no es más que un sentimiento de invulnerabilidad. Es un error pensar en la obra política como obra de arte. La cultura es el conjunto de formas que han sido más fuertes que la muerte. Más allá de lo verdadero y lo falso está lo vivido.
Soy un agnóstico ávido de trascendencia que aún no recibe su revelación.
Novelas que son memorias, memorias que son ficción, política sin estética, estética sin política, aventura que es acción, acción que es a la vez realidad e idea de la realidad…
Podríamos citar sin descanso al Malraux fabricante de frases célebres y de ideas incitantes. Pero sólo lo haríamos a expensas de una obra en que la memoria miente para ser ficción y la ficción, según lo acostumbra, se vuelve verdad. Dijo de Lawrence de Arabia: “Parecía apartado de todo lo que, para la mayor parte de los hombres, constituye la vida misma. Era uno de esos hombres que han preferido una parte de lo divino, haciendo de ello su uniforme, su sotana invisible”.
¿Convienen esas palabras de Malraux sobre Lawrence al propio Malraux? Acaso Malraux las supera en el sentido de que quiso ser, sólo que a un nivel estético, lo que fue Lawrence a un nivel político. Y lo obtuvo a veces, en España, con la Resistencia. Sólo que Malraux también tuvo algo que la “santidad” misma de Lawrence no admitiría: la contradicción, no diabólica, sino humana, a los valores propuestos por el propio Malraux.
¿Éramos, por ese motivo, como me llamó un día, “cómplices”?
Palabras misteriosas que nunca acabé de entender, ni siquiera, el día que amaneció con la muerte de Malraux el 23 de noviembre de 1976. No se habla de una ceremonia fúnebre nacional. Llamo a mi amiga, la ministra de Cultura de Francia, Françoise Giroud.
Malraux merece un homenaje nacional —le digo.
Las banderas del Ministerio están a media asta— me contesta.
¿Y la ceremonia? —insisto.
Quiso ser enterrado en su pueblo, Verrieres-le-Buisson.
¿Y el homenaje nacional? —insisto.
Cuando al fin, en 1996, las cenizas del escritor fueron trasladadas al Panteón, el presidente Jacques Chirac, como suele suceder en estas ocasiones, le habló de “usted” —que no de tú— a Malraux.
Es usted el hombre de la inquietud, de la búsqueda, el hombre que abre su propio camino…
Con menos oratoria, con más certeza, Paul Morand había dicho desde los años treinta:
Malraux es el único suicida vivo.
Malraux, menos pragmático, más ingenioso, sólo nos preguntó:
¿Por qué no aceptar a Dios como un pintor moderno?
Hugh Thomas tuvo la última palabra:


 “André Malraux fue el Byron de su época”.

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