sábado, 3 de noviembre de 2018

CARLOS FUENTES. PERSONAS. NERUDA.


Pablo Neruda

Escuché a Pablo Neruda antes de conocerlo. Llegué de noche a Concepción. El poeta daba una lectura junto al mar. La voz del hombre y la del océano parecían fundirse en una sola, vasta y anónima, salida del mar ceñido y filoso de Chile al encuentro de la tierra de uva y lodo y cobre y salitre encerrada entre los Andes y el Pacífico.
Era como si en el séptimo día de la creación americana tanto Dios como el diablo se hubiesen cansado y entonces Pablo Neruda tomó la palabra y bautizó todas las cosas.
Aún no lo conocía. Sabía su biografía. Poeta chileno, hijo de trabajadores, nacido y criado en Parras, una provincia olvidada por todos salvo la lluvia y el hambre, el mar le envió un barco ebrio, los bosques se cubrieron de hojas de hierba. El poeta adolescente, flanqueado por Rimbaud y Whitman, salió a los veinte años a revolucionar la poesía escrita en castellano.
De la húmeda soledad del Valle de Temuco, enseguida de las calles de Santiago y los muelles de Valparaíso, siempre desde el fin del mundo, Robinson de las islas chilenas de su nacimiento y de su muerte, Neruda, antes de haberlos leído, escribía ya con Eliot y Saint John Perse, con Éluard y Cummings. Y con ellos transformaba el rostro del verbo. Pero si ellos procedían de los centros, Neruda hubo de escribir desde la frontera muda de una cultura excéntrica.
Chile fue llamado el Nuevo Extremo por los conquistadores. Desde ese límite polar de la tierra, Pablo Neruda envió las carabelas de Colón de regreso a España. Fue, después de Rubén Darío, el primer gran poeta de la lengua castellana desde el siglo XVII. Descubrió las voces perdidas de Quevedo y Góngora. Fue el adelantado de la respuesta cultural de la América española a la conquista española. Le devolvió a la lengua adormecida por siglos de inquisición, retórica, miedo, mediocridad y buenas costumbres una vitalidad a la vez ancestral y actual.
Sin la aventura poética de Neruda, no habría literatura moderna en América Latina. O por lo menos, no la que conocemos, admiramos y sustentamos. Su enorme alcance se debe a que Neruda asumió los riesgos de la impureza, de la imperfección y, también, de la banalidad. Estaba obligado a hacerlo, a fin de nombrar todo un mundo. Nuestro mundo. Lo condujo a las zonas salvajes de nuestro idioma olvidado. Nos liberó de las normas de la forma exquisita y del buen gusto yermo. Nos enseñó a comer y a beber. Nos obligó a mirar dentro de las peluquerías y a temblar ante nuestros fantasmas en las vitrinas de las zapaterías. Nos sacó de los jardines de nuestros Versalles literarios y nos arrojó al fango de las alcantarillas urbanas y a la putrefacción de las selvas tropicales. Nos mostró desnudos en desiertos de oro. Elevó nuestra altura a las cimas volcánicas. Le dio voz a los vivos y los muertos, a los amantes crepusculares en los apartamentos urbanos y a los príncipes indígenas en sus ciudadelas de piedra.
Toda la América española resucitó en su lengua. Su poesía nos permitió recuperar cinco siglos de historia perdida, una historia enmascarada por oratoria hueca y proclamas grandiosas, una historia mutilada por imperialismos extranjeros y opresiones internas. Una historia desfigurada por el silencio ofendido de los muchos y la mentira ofensiva de los pocos.
Todo esto era Neruda. Y no era nada porque era todos.
Aquel año de 1961, acompañado del poeta Poli Délano, paseándome cerca de la desembocadura del río Biobío, “grave río”, al apagarse el día, un grupo de trabajadores se reunió en torno a una fogata, uno de ellos tomó una guitarra y otro cantó los versos de Neruda en honor del guerrillero de la independencia, José Miguel Carrera.
Al poeta le gustaría saber que ustedes cantan sus versos —les dije.
¿Cuál poeta? —me contestaron.
Neruda había regresado a la palabra anónima, a la voz de todos.
Y sin embargo aquí estaba, sentado en la primera fila del encuentro que año con año organizaba Gonzalo Rojas en la Universidad de Concepción, no lejos del mar, ciudad devastada por los trepidantes terremotos chilenos, consumida y reconstruida y en este año, 1962, sede de una reunión llamativa de escritores de las dos Américas. Alejo Carpentier de Cuba, Mario Benedetti de Uruguay, José Bianco de Argentina, José Donoso de Chile, Claribel Alegría de El Salvador, Carolina María de Jesús de Brasil, y de Chile también, claro, Neruda en primera fila y dos norteamericanos famosos, el premio Nobel de química Linus Pauling y el sociólogo Frank Tannenbaum.
Todo transcurrió —y hubiese continuado— en pacífico flujo literario, hasta que Tannenbaum subió a la tribuna. Intelectual de mérito, Tannenbaum había escrito sobre México y la América Latina, especialmente sobre la presidencia de Lázaro Cárdenas. Pero al tomar la palabra en Concepción, lanzó, acaso con inocencia, sin duda con reacción que no esperaba, la sugerencia de una unión federal entre Estados Unidos y América Latina, en la que ésta tendría un papel similar al de Nebraska o Vermont. ¿Ciudad capital o imperio federativo? ¿Jefe de Estado? ¿Identidades culturales?
Tannenbaum no tuvo tiempo de adentrar más allá de un segundo las exclamaciones negativas que surgieron de una audiencia altamente consciente del vuelco de la política de Buen Vecino de Roosevelt a la agresiva postura del gobierno de Eisenhower y su canciller, John Foster Dulles, autores del golpe contra el régimen electo de Jacobo Arbenz en Guatemala. Súmese a este recuerdo el de la novedad de la Revolución Cubana apenas cuatro años antes, la malograda invasión de Bahía de Cochinos, y se entenderá que una propuesta de federación entre Estados Unidos y América Latina era una tontería o una provocación.
Así lo entendimos todos y Neruda dio cuenta de lo sucedido en sus memorias Confieso que he vivido:
Qué buen idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores torvos… Éstos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras, por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras, frijolitos, tabaco negro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban, con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de las botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí resplandecientes.”
Se selló así una amistad duradera que continuamos en la reunión del Pen Club en Nueva York el año de 1965. Convocada por Norman Mailer y presidida por Arthur Miller, la conferencia invitó a Nemesio Antúnez el pintor; a Mario Vargas Llosa y a Juan Carlos Onetti, a Ernesto Sabato y Victoria Ocampo. También quiso traer a un grupo de escritores de la Unión Soviética y el bloque comunista. Se trataba, en suma, de distinguir entre la política de bloques de la Guerra Fría, que separaba, y la creación literaria y artística, que unía por encima de las diferencias ideológicas, sin suprimirlas.
Todos tuvieron una voz en Manhattan. Nadie fue silenciado. Todas las tendencias se manifestaron. Los escritores cubanos, en cambio, no asistieron y a las pocas semanas del Congreso del Pen, una carta acusatoria emanó en las oficinas de Roberto Fernández Retamar, el escribiente del gobierno cubano. Se acusaba a Neruda poco menos —o más que— de traidor por haber viajado a Nueva York y recibir un homenaje de sus pares latino y norteamericanos. La “carta abierta” de los cubanos contra Neruda sumaba centenares de nombres. Algunos esperados, como los de Nicolás Guillén, rival poético de Neruda, quien de ahí en adelante lo llamó “Guillén el malo” para distinguirlo de Jorge Guillén. Otros desesperados, como Alejo Carpentier, sin duda obligado por su compromiso con el gobierno de Castro, que aquí pesó más que la amistad con Neruda. Y otros inesperados, como José Lezama Lima, el menos político de los escritores.
Sospechamos, Neruda y yo, que a muchos de los firmantes ni siquiera se les consultó si ponían sus nombres. Decisión autoritaria. La referencia a mi persona me obligó a decidir que no volvería a Cuba mientras Fernández Retamar siguiese (como siguió) al frente de la burocracia cultural de la isla. Me explico. Yo continuaría defendiendo la independencia de Cuba y los méritos relativos de la revolución en materia de educación y salud. Seguiría, también, condenando la ceguera de los sucesivos gobiernos de Washington, ferozmente contrarios a Cuba como si la antigua colonia de España debiera ser, ahora y por siempre, protectorado de Estados Unidos. Ello le permitiría a Castro presentarse como defensor de la independencia cubana. Este motivo se hubiese evaporado con una política norteamericana, no de apoyo, sino de relación normalizada con Cuba. El hecho es que ni Estados Unidos le tendió la mano a Cuba, ni Cuba cedió ante los “gringos”, pero se enajenó a Moscú y al bloque soviético.
Así las cosas, yo podría sorprenderme del ataque a Neruda, primero, porque desconocía el rumbo que tomaban tanto la Guerra Fría como las políticas de coexistencia y distensión en la era nuclear. Y segundo, porque la militancia comunista de Neruda era antigua, y superior a la de los propios funcionarios cubanos que lo amonestaron.
Véase: de Chile al Asia, cónsul en Colombo, Batavia (donde se casa con María Antonieta Hagenaar), Singapur y de regreso a Chile en 1932. Enseguida cónsul en Buenos Aires, amistad con Federico García Lorca, con quien da una famosa “conferencia al alimón” en el Pen Club de Buenos Aires y en 1935 cónsul en Madrid. Ahí nace su hija, Malva Marina, afectada de hidrocefalia. Se separa al cabo de María Antonieta e inicia una larga relación con la argentina Delia del Carril.
De esta época datan los primeros libros de Neruda, Crepusculario (1923) y Veinte poemas de amor y una canción desesperada (1924):
Puedo escribir los versos más tristes esta
[noche […]
Ella me quiso, a veces yo también la
[quería”.
Tentativa del hombre infinito (1926). Y
ese mismo año
Anillos y El habitante y su
esperanza. El hondero entusiasta
en 1933:
Libértame de mí. Quiero salir de mi
[alma”.
También en 1933, la primera Residencia
en la tierra
:
Y por oírte orinar, en la oscuridad, en el
[fondo de la casa
como vertiendo una miel delgada,
[trémula, argentina, obstinada”,
seguido de la segunda Residencia:
Si me preguntan en dónde he estado
debo decir ‘sucede’”,
tema retomado en el gran poema Walking Around:
Sucede que me canso de ser hombre […]
El olor de las peluquerías me hace llorar
[a gritos”.
La guerra de España afecta a Neruda en todos los sentidos. Aquí están sus amigos Altolaguirre, Alberri, Emilio Prados, Luis Cernuda, León Felipe, José Herrera Petere, José Bergamín y pronto muerto, Miguel Hernández y asesinado, García Lorca. En Chile atacan a Neruda, Pablo de Rokha lo acusa de plagiarlo. Huidobro está enojado porque Lorca celebra a Neruda como “el mejor poeta de América después de Rubén Darío”. Y en 1936 el Frente Popular es elegido en España, y Francisco Franco se levanta en armas.
Neruda ayuda a organizar el congreso de escritores para la defensa de la cultura en 1937. Asisten Aragón, Max Aub, César Vallejo, Carlos Pellicer, Huidobro y Nicolás Guillén, así como la muy joven pareja de Octavio Paz y Elena Garro, que Neruda recibe en la estación de trenes.
Malva y la hija de Neruda se van a Holanda. Neruda embarca rumbo a Chile con Delia del Carril. Forma la Alianza de Intelectuales, publica su España en el corazón, explicativa del momento:
Preguntaréis ¿por qué su poesía
no nos habla del sueño, de las hojas,
de los grandes volcanes de su país natal?
Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver
la sangre por las calles,
¡venid a ver la sangre
por las calles!”.
El presidente Pedro Aguirre Cerda le encarga a Neruda asistir a los exiliados republicanos de la Guerra Civil española. “Tráiganme millares de españoles —le indica Aguirre Cerda—, tenemos trabajo para todos”. El barco Winnipeg llega a Valparaíso con el gran grupo de españoles, algunos de los cuales, pocos años después, serían mis profesores en escuelas chilenas. Nombrado cónsul en México, Neruda da un visado a David Alfaro Siqueiros para pintar el mural de una escuela en Chillán, ciudad devastada por el terremoto de 1939. Siqueiros se aleja así de las acusaciones por el atentado contra la vida de Trotsky. La guerra mundial parecería absolver a Stalin: la resistencia soviética a la invasión nazi consigna al olvido el pacto Ribbentrop-Molotov de 1939. Stalin aparece, heroico, en la portada de Time, su rostro azotado por la nieve. Neruda canta al “padre de los pueblos”. Ana Ajmatova pasa de ser tratada de “prostituta” a heroína de Leningrado. Sergei Einsenstein, quien ha exaltado el nacionalismo ruso en Alejandro Nevsky (1939). se prepara para filmar la doble faz de la tiranía en Iván el terrible (1943-1946): unificador de Rusia y amo de Rusia. Stalin escoge la primera versión. Muchos amigos de la URSS ya se decepcionaron: André Gide a la cabeza. Neruda tardará hasta la denuncia de Stalin por Krushov en 1956, ante el XX Congreso del PC.
No sabíamos —me dice Neruda con asombro.
No le creo. Lo leo, pues de esta época es el magnífico Canto general (1945), el más vasto poema sobre la grandeza y servidumbre de la América indo-hispana-nuestra América, que como poema es el espejo de las alturas y caídas, de las felicidades e infierno de nuestras patrias. Es increíble la fraternidad lírica del poema con la realidad histórica que evoca. Al cabo, se dejan atrás las chaturas y se retienen, incomparables, las alturas. Alturas del Machu Picchu:
Piedra en la piedra, el hombre, ¿dónde
                [estuvo?
Aire en el aire, el hombre, ¿dónde estuvo?
Tiempo en el tiempo, el hombre,
[¿dónde estuvo?
[…]
Sube a nacer conmigo, hermano.
Dame la mano desde la profunda
zona de tu dolor diseminado”.
Elegido senador en ese mismo 1945 por el Partido Comunista, al que Neruda ingresa el 18 de junio. Desde la elección de Aguirre Cerda hasta la muerte de Juan Antonio Ríos en 1946, el Frente Popular reúne a los partidos comunista, socialista y radical. Nadie más radical que el radical Gabriel González Videla, elegido presidente y sometido a una presión, resistible por otro mandatario (pienso en Ricardo Lagos) que desemboca en la ruptura con el PC chileno y sus tres ministros en el gobierno. Neruda ataca a González Videla y éste promueve el desafuero y detención del poeta. Neruda encuentra refugio inmediato en la embajada de México, presidida por el grande y noble don Pedro de Alba e inicia una difícil retirada a la Argentina, disfrazado, a pie, a caballo, barbado, armado de una cédula de identidad falsa. “Neftalí Reyes”, que se convirtió en “Pablo Neruda” ahora, pasajeramente, será “Antonio Ruiz Legorreta”.
Miguel Ángel Asturias, Luis Cardoza y Aragón, Paul Éluard y Pablo Picasso van extendiendo la protección de la amistad a Neruda. El poeta se siente feliz escribiendo Las uvas y el viento (1954). Sus lectores, no tanto. Aquí, por una vez, la ideología abruma al verso. Pero la poesía renace en el exilio de la isla de Capri, evocado de manera tan bella por Antonio Skármeta en El cartero de Neruda y luego en la ópera de Daniel Catán, Pablo se ha enamorado y le escribe a Matilde Urrutia Los versos del capitán (1952), obra de “ese pobre muchacho que te quiere” a la mujer que lo acompañará hasta la muerte.
De regreso a Chile en 1952, Neruda tendrá tres casas. En Santiago, la Casa Michoacán: biblioteca y caracolas. En Valparaíso, la Sebastiana, una casa que parece modelo para la ciudad entera, como lo es Valparaíso para la Sebastiana. Y en la costa, Isla Negra: mascarones de proa, las piedras que recogen el llanto, la oración, el cortejo, el albedrío; la antigua noche, la sal desordenada, el latido del océano, el rumor de la costa: el mascarón de proa de Neruda.
Todo ello radica a Neruda en Chile, pese a sus muchos viajes a Europa y Asia. En 1954, publica las Odas elementales, que serán continuadas en 1956 y 1957 y que son un maravilloso re-encuentro de la palabra con las cosas ausentes de ella: la alcachofa, el caldillo de congrio, la madera, el tomate, el aceite, el jabón, la mariposa y el limón, las tijeras y un ramo de violetas.
En el mar / tormentoso / de Chile / vive el rosado congrio, / gigantesca anguila / de nevada carne.”
Y en las cosas, de las cosas, para las cosas, están los seres humanos, “somos los pequeñitos / pescadores, / los hombres de ladrillo, / tenemos frío y hambre”.
Vuelvo al inicio, repasando apenas el triunfo electoral de Salvador Allende en 1970, la embajada de Neruda en París y su regreso a Chile en 1972, enfermo ya, para morir, días después del infame golpe militar de 1973, encabezado por un tirano de voz aflautada y corrupción pandillera, Augusto Pinochet.
Recuerdo a Neruda.
Si sus disputas con los hombres de su generación fueron a menudo amargas, con nosotros, los escritores entonces jóvenes, siempre fue generoso, abierto, inteligente, capaz de diálogo, razón y disensión. Y es que lo que nos unía era muchísimo más grande que lo que pudiese separarnos. Escribimos nuestras novelas bajo el signo de Neruda: darle al pasado inerte un presente vivo, prestarle voz actual a los silencios de la historia. Esta raíz genética fue mucho más importante que nuestras discrepancias acerca de la forma que el futuro debiese adoptar, porque si no salvábamos nuestro pasado para hacerlo vivir en el presente, no tendríamos futuro alguno.
El día en que murió mi amigo Neruda, recordé sobre todo la comunidad de valores que compartimos y quisimos mantener. La velación de Neruda tuvo lugar en una casa tomada. Soplan los vientos finales del invierno austral a través de ventanas rotas, removiendo las cenizas de libros quemados. Una casa saqueada, una nación violada. Esta terrible coincidencia de dos agonías me hace recordar algo que una vez me dijo Pablo:
Nosotros, los escritores latinoamericanos, quisiéramos volar. Pero nuestras alas cargan el peso de la sangre de nuestros pueblos.
El pueblo libre por el cual Neruda dio tanto de su vida fue asesinado por una pandilla de hombres desleales a su juramento de fidelidad a Chile. Un jefe de Estado que no mató a nadie, Salvador Allende, fue empujado a la muerte, quizás porque respetaba demasiado la vida.
¿Hemos, Bolívar, arado en el mar? La vida y la obra de Neruda nos dicen que no es así. Hemos llorado por el poeta y su pueblo. Pero un poeta no es su cuerpo, ni su posición política, ni sus opiniones personales. Un poeta es la totalidad de un lenguaje. Y el lenguaje del Canto general, Residencia en la tierra, Odas elementales y Veinte poemas de amor no ha muerto. Conoce, aún, ya lo dije, la gloria del anonimato: los poemas de Neruda son cantados con desafío y gritados con rabia y murmurados con amor por millones de latinoamericanos que, a veces, ni siquiera saben el nombre del poeta que escribió las palabras:
Eres, Chile (…) un niño
que no sabe su nombre todavía”.
Una poesía sin forma. Como un templo, como una montaña.
Las cosas no nos pertenecen a todos. Pero las palabras sí. Las palabras son la primera y más natural instancia de una propiedad común. La escritura, lo quiera o no el escritor, es siempre una comunidad y una comunión. Pablo Neruda no es dueño sólo de las palabras que escribió porque él no es sólo Pablo Neruda. Es el poeta: es todos. El poeta nace después de su acto: el poema. El poema crea al autor así como crea al lector.
La poesía de Neruda regresó como una promesa de libertad a su pueblo injuriado. Su poesía volvió a ser desierto y mar, montaña y lluvia. Su poesía volvió a ser, como en un principio, Temuco, Atacama, Biobío.
En 1913, en mi patria mexicana, otro presidente que respetaba la vida y la justicia, otro Salvador Allende llamado Francisco Madero, fue asesinado por otro Pinochet llamado Huerta. Los militares tomaron el poder y proclamaron el control de la situación. Pero entonces, de las sombras de la historia, surgieron los nombres sin nombre, Emiliano Zapata, Pancho Villa…

Temuco, Atacama, Biobío. De los nombres de la poesía de Pablo Neruda surgieron también los hombres y las mujeres de la democracia chilena. Porque nos dio un pasado y un presente, Pablo Neruda estará con nosotros en la arriesgada conquista del futuro.

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