Pablo Neruda
Escuché a Pablo Neruda antes
de conocerlo. Llegué de noche a Concepción. El poeta daba una
lectura junto al mar. La voz del hombre y la del océano parecían
fundirse en una sola, vasta y anónima, salida del mar ceñido y
filoso de Chile al encuentro de la tierra de uva y lodo y cobre y
salitre encerrada entre los Andes y el Pacífico.
Era como si en el séptimo día
de la creación americana tanto Dios como el diablo se hubiesen
cansado y entonces Pablo Neruda tomó la palabra y bautizó todas las
cosas.
Aún no lo conocía. Sabía su
biografía. Poeta chileno, hijo de trabajadores, nacido y criado en
Parras, una provincia olvidada por todos salvo la lluvia y el hambre,
el mar le envió un barco ebrio, los bosques se cubrieron de hojas de
hierba. El poeta adolescente, flanqueado por Rimbaud y Whitman, salió
a los veinte años a revolucionar la poesía escrita en castellano.
De la húmeda soledad del Valle
de Temuco, enseguida de las calles de Santiago y los muelles de
Valparaíso, siempre desde el fin del mundo, Robinson de las islas
chilenas de su nacimiento y de su muerte, Neruda, antes de haberlos
leído, escribía ya con Eliot y Saint John Perse, con Éluard y
Cummings. Y con ellos transformaba el rostro del verbo. Pero si ellos
procedían de los centros, Neruda hubo de escribir desde la frontera
muda de una cultura excéntrica.
Chile fue llamado el Nuevo
Extremo por los conquistadores. Desde ese límite polar de la tierra,
Pablo Neruda envió las carabelas de Colón de regreso a España.
Fue, después de Rubén Darío, el primer gran poeta de la lengua
castellana desde el siglo XVII. Descubrió las voces perdidas de
Quevedo y Góngora. Fue el adelantado de la respuesta cultural de la
América española a la conquista española. Le devolvió a la lengua
adormecida por siglos de inquisición, retórica, miedo, mediocridad
y buenas costumbres una vitalidad a la vez ancestral y actual.
Sin la aventura poética de
Neruda, no habría literatura moderna en América Latina. O por lo
menos, no la que conocemos, admiramos y sustentamos. Su enorme
alcance se debe a que Neruda asumió los riesgos de la impureza, de
la imperfección y, también, de la banalidad. Estaba obligado a
hacerlo, a fin de nombrar todo un mundo. Nuestro mundo. Lo condujo a
las zonas salvajes de nuestro idioma olvidado. Nos liberó de las
normas de la forma exquisita y del buen gusto yermo. Nos enseñó a
comer y a beber. Nos obligó a mirar dentro de las peluquerías y a
temblar ante nuestros fantasmas en las vitrinas de las zapaterías.
Nos sacó de los jardines de nuestros Versalles literarios y nos
arrojó al fango de las alcantarillas urbanas y a la putrefacción de
las selvas tropicales. Nos mostró desnudos en desiertos de oro.
Elevó nuestra altura a las cimas volcánicas. Le dio voz a los vivos
y los muertos, a los amantes crepusculares en los apartamentos
urbanos y a los príncipes indígenas en sus ciudadelas de piedra.
Toda la América española
resucitó en su lengua. Su poesía nos permitió recuperar cinco
siglos de historia perdida, una historia enmascarada por oratoria
hueca y proclamas grandiosas, una historia mutilada por imperialismos
extranjeros y opresiones internas. Una historia desfigurada por el
silencio ofendido de los muchos y la mentira ofensiva de los pocos.
Todo esto era Neruda. Y no era
nada porque era todos.
Aquel año de 1961, acompañado
del poeta Poli Délano, paseándome cerca de la desembocadura del río
Biobío, “grave río”, al apagarse el día, un grupo de
trabajadores se reunió en torno a una fogata, uno de ellos tomó una
guitarra y otro cantó los versos de Neruda en honor del guerrillero
de la independencia, José Miguel Carrera.
—Al poeta
le gustaría saber que ustedes cantan sus versos —les dije.
—¿Cuál
poeta? —me contestaron.
Neruda había regresado a la
palabra anónima, a la voz de todos.
Y sin embargo aquí estaba,
sentado en la primera fila del encuentro que año con año organizaba
Gonzalo Rojas en la Universidad de Concepción, no lejos del mar,
ciudad devastada por los trepidantes terremotos chilenos, consumida y
reconstruida y en este año, 1962, sede de una reunión llamativa de
escritores de las dos Américas. Alejo Carpentier de Cuba, Mario
Benedetti de Uruguay, José Bianco de Argentina, José Donoso de
Chile, Claribel Alegría de El Salvador, Carolina María de Jesús de
Brasil, y de Chile también, claro, Neruda en primera fila y dos
norteamericanos famosos, el premio Nobel de química Linus Pauling y
el sociólogo Frank Tannenbaum.
Todo transcurrió —y hubiese
continuado— en pacífico flujo literario, hasta que Tannenbaum
subió a la tribuna. Intelectual de mérito, Tannenbaum había
escrito sobre México y la América Latina, especialmente sobre la
presidencia de Lázaro Cárdenas. Pero al tomar la palabra en
Concepción, lanzó, acaso con inocencia, sin duda con reacción que
no esperaba, la sugerencia de una unión federal entre Estados Unidos
y América Latina, en la que ésta tendría un papel similar al de
Nebraska o Vermont. ¿Ciudad capital o imperio federativo? ¿Jefe de
Estado? ¿Identidades culturales?
Tannenbaum no tuvo tiempo de
adentrar más allá de un segundo las exclamaciones negativas que
surgieron de una audiencia altamente consciente del vuelco de la
política de Buen Vecino de Roosevelt a la agresiva postura del
gobierno de Eisenhower y su canciller, John Foster Dulles, autores
del golpe contra el régimen electo de Jacobo Arbenz en Guatemala.
Súmese a este recuerdo el de la novedad de la Revolución Cubana
apenas cuatro años antes, la malograda invasión de Bahía de
Cochinos, y se entenderá que una propuesta de federación entre
Estados Unidos y América Latina era una tontería o una provocación.
Así lo
entendimos todos y Neruda dio cuenta de lo sucedido en sus memorias
Confieso
que he vivido:
“Qué buen
idioma el mío, qué buena lengua heredamos de los conquistadores
torvos… Éstos andaban a zancadas por las tremendas cordilleras,
por las Américas encrespadas, buscando patatas, butifarras,
frijolitos, tabaco negro, maíz, huevos fritos, con aquel apetito
voraz que nunca más se ha visto en el mundo… Todo se lo tragaban,
con religiones, pirámides, tribus, idolatrías iguales a las que
ellos traían en sus grandes bolsas… Por donde pasaban quedaba
arrasada la tierra… Pero a los bárbaros se les caían de las
botas, de las barbas, de los yelmos, de las herraduras, como
piedrecitas, las palabras luminosas que se quedaron aquí
resplandecientes.”
Se selló así una amistad
duradera que continuamos en la reunión del Pen Club en Nueva York el
año de 1965. Convocada por Norman Mailer y presidida por Arthur
Miller, la conferencia invitó a Nemesio Antúnez el pintor; a Mario
Vargas Llosa y a Juan Carlos Onetti, a Ernesto Sabato y Victoria
Ocampo. También quiso traer a un grupo de escritores de la Unión
Soviética y el bloque comunista. Se trataba, en suma, de distinguir
entre la política de bloques de la Guerra Fría, que separaba, y la
creación literaria y artística, que unía por encima de las
diferencias ideológicas, sin suprimirlas.
Todos tuvieron una voz en
Manhattan. Nadie fue silenciado. Todas las tendencias se
manifestaron. Los escritores cubanos, en cambio, no asistieron y a
las pocas semanas del Congreso del Pen, una carta acusatoria emanó
en las oficinas de Roberto Fernández Retamar, el escribiente del
gobierno cubano. Se acusaba a Neruda poco menos —o más que— de
traidor por haber viajado a Nueva York y recibir un homenaje de sus
pares latino y norteamericanos. La “carta abierta” de los cubanos
contra Neruda sumaba centenares de nombres. Algunos esperados, como
los de Nicolás Guillén, rival poético de Neruda, quien de ahí en
adelante lo llamó “Guillén el malo” para distinguirlo de Jorge
Guillén. Otros desesperados, como Alejo Carpentier, sin duda
obligado por su compromiso con el gobierno de Castro, que aquí pesó
más que la amistad con Neruda. Y otros inesperados, como José
Lezama Lima, el menos político de los escritores.
Sospechamos, Neruda y yo, que a
muchos de los firmantes ni siquiera se les consultó si ponían sus
nombres. Decisión autoritaria. La referencia a mi persona me obligó
a decidir que no volvería a Cuba mientras Fernández Retamar
siguiese (como siguió) al frente de la burocracia cultural de la
isla. Me explico. Yo continuaría defendiendo la independencia de
Cuba y los méritos relativos de la revolución en materia de
educación y salud. Seguiría, también, condenando la ceguera de los
sucesivos gobiernos de Washington, ferozmente contrarios a Cuba como
si la antigua colonia de España debiera ser, ahora y por siempre,
protectorado de Estados Unidos. Ello le permitiría a Castro
presentarse como defensor de la independencia cubana. Este motivo se
hubiese evaporado con una política norteamericana, no de apoyo, sino
de relación normalizada con Cuba. El hecho es que ni Estados Unidos
le tendió la mano a Cuba, ni Cuba cedió ante los “gringos”,
pero se enajenó a Moscú y al bloque soviético.
Así las cosas, yo podría
sorprenderme del ataque a Neruda, primero, porque desconocía el
rumbo que tomaban tanto la Guerra Fría como las políticas de
coexistencia y distensión en la era nuclear. Y segundo, porque la
militancia comunista de Neruda era antigua, y superior a la de los
propios funcionarios cubanos que lo amonestaron.
Véase: de Chile al Asia,
cónsul en Colombo, Batavia (donde se casa con María Antonieta
Hagenaar), Singapur y de regreso a Chile en 1932. Enseguida cónsul
en Buenos Aires, amistad con Federico García Lorca, con quien da una
famosa “conferencia al alimón” en el Pen Club de Buenos Aires y
en 1935 cónsul en Madrid. Ahí nace su hija, Malva Marina, afectada
de hidrocefalia. Se separa al cabo de María Antonieta e inicia una
larga relación con la argentina Delia del Carril.
De esta
época datan los primeros libros de Neruda, Crepusculario
(1923) y Veinte
poemas de amor y una canción desesperada
(1924):
“Puedo
escribir los versos más tristes esta
[noche […]
Ella me quiso, a veces yo también la
[quería”.
[noche […]
Ella me quiso, a veces yo también la
[quería”.
Tentativa
del hombre infinito
(1926). Y
ese mismo año Anillos y El habitante y su
esperanza. El hondero entusiasta en 1933:
ese mismo año Anillos y El habitante y su
esperanza. El hondero entusiasta en 1933:
“Libértame
de mí. Quiero salir de mi
[alma”.
[alma”.
También en
1933, la primera Residencia
en la tierra:
en la tierra:
“Y por
oírte orinar, en la oscuridad, en el
[fondo de la casa
como vertiendo una miel delgada,
[trémula, argentina, obstinada”,
[fondo de la casa
como vertiendo una miel delgada,
[trémula, argentina, obstinada”,
seguido de
la segunda Residencia:
“Si me
preguntan en dónde he estado
debo decir ‘sucede’”,
debo decir ‘sucede’”,
tema
retomado en el gran poema Walking
Around:
“Sucede
que me canso de ser hombre […]
El olor de las peluquerías me hace llorar
[a gritos”.
El olor de las peluquerías me hace llorar
[a gritos”.
La guerra de España afecta a
Neruda en todos los sentidos. Aquí están sus amigos Altolaguirre,
Alberri, Emilio Prados, Luis Cernuda, León Felipe, José Herrera
Petere, José Bergamín y pronto muerto, Miguel Hernández y
asesinado, García Lorca. En Chile atacan a Neruda, Pablo de Rokha lo
acusa de plagiarlo. Huidobro está enojado porque Lorca celebra a
Neruda como “el mejor poeta de América después de Rubén Darío”.
Y en 1936 el Frente Popular es elegido en España, y Francisco Franco
se levanta en armas.
Neruda ayuda a organizar el
congreso de escritores para la defensa de la cultura en 1937. Asisten
Aragón, Max Aub, César Vallejo, Carlos Pellicer, Huidobro y Nicolás
Guillén, así como la muy joven pareja de Octavio Paz y Elena Garro,
que Neruda recibe en la estación de trenes.
Malva y la
hija de Neruda se van a Holanda. Neruda embarca rumbo a Chile con
Delia del Carril. Forma la Alianza de Intelectuales, publica su
España
en el corazón,
explicativa del momento:
“Preguntaréis
¿por qué su poesía
no nos habla del sueño, de las hojas,
de los grandes volcanes de su país natal?
Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver
la sangre por las calles,
¡venid a ver la sangre
por las calles!”.
no nos habla del sueño, de las hojas,
de los grandes volcanes de su país natal?
Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver
la sangre por las calles,
¡venid a ver la sangre
por las calles!”.
El
presidente Pedro Aguirre Cerda le encarga a Neruda asistir a los
exiliados republicanos de la Guerra Civil española. “Tráiganme
millares de españoles —le indica Aguirre Cerda—, tenemos trabajo
para todos”. El barco Winnipeg
llega a Valparaíso con el gran grupo de españoles, algunos de los
cuales, pocos años después, serían mis profesores en escuelas
chilenas. Nombrado cónsul en México, Neruda da un visado a David
Alfaro Siqueiros para pintar el mural de una escuela en Chillán,
ciudad devastada por el terremoto de 1939. Siqueiros se aleja así de
las acusaciones por el atentado contra la vida de Trotsky. La guerra
mundial parecería absolver a Stalin: la resistencia soviética a la
invasión nazi consigna al olvido el pacto Ribbentrop-Molotov de
1939. Stalin aparece, heroico, en la portada de Time,
su rostro azotado por la nieve. Neruda canta al “padre de los
pueblos”. Ana Ajmatova pasa de ser tratada de “prostituta” a
heroína de Leningrado. Sergei Einsenstein, quien ha exaltado el
nacionalismo ruso en Alejandro
Nevsky
(1939). se prepara para filmar la doble faz de la tiranía en Iván
el terrible
(1943-1946): unificador de Rusia y amo de Rusia. Stalin escoge la
primera versión. Muchos amigos de la URSS ya se decepcionaron: André
Gide a la cabeza. Neruda tardará hasta la denuncia de Stalin por
Krushov en 1956, ante el XX Congreso del PC.
—No
sabíamos —me dice Neruda con asombro.
No le creo.
Lo leo, pues de esta época es el magnífico Canto
general
(1945), el más vasto poema sobre la grandeza y servidumbre de la
América indo-hispana-nuestra América, que como poema es el espejo
de las alturas y caídas, de las felicidades e infierno de nuestras
patrias. Es increíble la fraternidad lírica del poema con la
realidad histórica que evoca. Al cabo, se dejan atrás las chaturas
y se retienen, incomparables, las alturas. Alturas
del Machu Picchu:
“Piedra en
la piedra, el hombre, ¿dónde
[estuvo?
Aire en el aire, el hombre, ¿dónde estuvo?
Tiempo en el tiempo, el hombre,
[¿dónde estuvo?
[estuvo?
Aire en el aire, el hombre, ¿dónde estuvo?
Tiempo en el tiempo, el hombre,
[¿dónde estuvo?
[…]
Sube a nacer conmigo, hermano.
Dame la mano desde la profunda
zona de tu dolor diseminado”.
Elegido senador en ese mismo
1945 por el Partido Comunista, al que Neruda ingresa el 18 de junio.
Desde la elección de Aguirre Cerda hasta la muerte de Juan Antonio
Ríos en 1946, el Frente Popular reúne a los partidos comunista,
socialista y radical. Nadie más radical que el radical Gabriel
González Videla, elegido presidente y sometido a una presión,
resistible por otro mandatario (pienso en Ricardo Lagos) que
desemboca en la ruptura con el PC chileno y sus tres ministros en el
gobierno. Neruda ataca a González Videla y éste promueve el
desafuero y detención del poeta. Neruda encuentra refugio inmediato
en la embajada de México, presidida por el grande y noble don Pedro
de Alba e inicia una difícil retirada a la Argentina, disfrazado, a
pie, a caballo, barbado, armado de una cédula de identidad falsa.
“Neftalí Reyes”, que se convirtió en “Pablo Neruda” ahora,
pasajeramente, será “Antonio Ruiz Legorreta”.
Miguel Ángel
Asturias, Luis Cardoza y Aragón, Paul Éluard y Pablo Picasso van
extendiendo la protección de la amistad a Neruda. El poeta se siente
feliz escribiendo Las
uvas y el viento
(1954). Sus lectores, no tanto. Aquí, por una vez, la ideología
abruma al verso. Pero la poesía renace en el exilio de la isla de
Capri, evocado de manera tan bella por Antonio Skármeta en El
cartero de Neruda
y luego en la ópera de Daniel Catán, Pablo se ha enamorado y le
escribe a Matilde Urrutia Los
versos del capitán
(1952), obra de “ese pobre muchacho que te quiere” a la mujer que
lo acompañará hasta la muerte.
De regreso a Chile en 1952,
Neruda tendrá tres casas. En Santiago, la Casa Michoacán:
biblioteca y caracolas. En Valparaíso, la Sebastiana, una casa que
parece modelo para la ciudad entera, como lo es Valparaíso para la
Sebastiana. Y en la costa, Isla Negra: mascarones de proa, las
piedras que recogen el llanto, la oración, el cortejo, el albedrío;
la antigua noche, la sal desordenada, el latido del océano, el rumor
de la costa: el mascarón de proa de Neruda.
Todo ello
radica a Neruda en Chile, pese a sus muchos viajes a Europa y Asia.
En 1954, publica las Odas
elementales,
que serán continuadas en 1956 y 1957 y que son un maravilloso
re-encuentro de la palabra con las cosas ausentes de ella: la
alcachofa, el caldillo de congrio, la madera, el tomate, el aceite,
el jabón, la mariposa y el limón, las tijeras y un ramo de
violetas.
“En el mar
/ tormentoso / de Chile / vive el rosado congrio, / gigantesca
anguila / de nevada carne.”
Y en las cosas, de las cosas,
para las cosas, están los seres humanos, “somos los pequeñitos /
pescadores, / los hombres de ladrillo, / tenemos frío y hambre”.
Vuelvo al inicio, repasando
apenas el triunfo electoral de Salvador Allende en 1970, la embajada
de Neruda en París y su regreso a Chile en 1972, enfermo ya, para
morir, días después del infame golpe militar de 1973, encabezado
por un tirano de voz aflautada y corrupción pandillera, Augusto
Pinochet.
Recuerdo a Neruda.
Si sus disputas con los hombres
de su generación fueron a menudo amargas, con nosotros, los
escritores entonces jóvenes, siempre fue generoso, abierto,
inteligente, capaz de diálogo, razón y disensión. Y es que lo que
nos unía era muchísimo más grande que lo que pudiese separarnos.
Escribimos nuestras novelas bajo el signo de Neruda: darle al pasado
inerte un presente vivo, prestarle voz actual a los silencios de la
historia. Esta raíz genética fue mucho más importante que nuestras
discrepancias acerca de la forma que el futuro debiese adoptar,
porque si no salvábamos nuestro pasado para hacerlo vivir en el
presente, no tendríamos futuro alguno.
El día en que murió mi amigo
Neruda, recordé sobre todo la comunidad de valores que compartimos y
quisimos mantener. La velación de Neruda tuvo lugar en una casa
tomada. Soplan los vientos finales del invierno austral a través de
ventanas rotas, removiendo las cenizas de libros quemados. Una casa
saqueada, una nación violada. Esta terrible coincidencia de dos
agonías me hace recordar algo que una vez me dijo Pablo:
—Nosotros,
los escritores latinoamericanos, quisiéramos volar. Pero nuestras
alas cargan el peso de la sangre de nuestros pueblos.
El pueblo libre por el cual
Neruda dio tanto de su vida fue asesinado por una pandilla de hombres
desleales a su juramento de fidelidad a Chile. Un jefe de Estado que
no mató a nadie, Salvador Allende, fue empujado a la muerte, quizás
porque respetaba demasiado la vida.
¿Hemos,
Bolívar, arado en el mar? La vida y la obra de Neruda nos dicen que
no es así. Hemos llorado por el poeta y su pueblo. Pero un poeta no
es su cuerpo, ni su posición política, ni sus opiniones personales.
Un poeta es la totalidad de un lenguaje. Y el lenguaje del Canto
general,
Residencia
en la tierra,
Odas
elementales
y Veinte
poemas de amor
no ha muerto. Conoce, aún, ya lo dije, la gloria del anonimato: los
poemas de Neruda son cantados con desafío y gritados con rabia y
murmurados con amor por millones de latinoamericanos que, a veces, ni
siquiera saben el nombre del poeta que escribió las palabras:
“Eres,
Chile (…) un niño
que no sabe su nombre todavía”.
Una poesía sin forma. Como un
templo, como una montaña.
Las cosas no nos pertenecen a
todos. Pero las palabras sí. Las palabras son la primera y más
natural instancia de una propiedad común. La escritura, lo quiera o
no el escritor, es siempre una comunidad y una comunión. Pablo
Neruda no es dueño sólo de las palabras que escribió porque él no
es sólo Pablo Neruda. Es el poeta: es todos. El poeta nace después
de su acto: el poema. El poema crea al autor así como crea al
lector.
La poesía de Neruda regresó
como una promesa de libertad a su pueblo injuriado. Su poesía volvió
a ser desierto y mar, montaña y lluvia. Su poesía volvió a ser,
como en un principio, Temuco, Atacama, Biobío.
En 1913, en mi patria mexicana,
otro presidente que respetaba la vida y la justicia, otro Salvador
Allende llamado Francisco Madero, fue asesinado por otro Pinochet
llamado Huerta. Los militares tomaron el poder y proclamaron el
control de la situación. Pero entonces, de las sombras de la
historia, surgieron los nombres sin nombre, Emiliano Zapata, Pancho
Villa…
Temuco, Atacama, Biobío. De
los nombres de la poesía de Pablo Neruda surgieron también los
hombres y las mujeres de la democracia chilena. Porque nos dio un
pasado y un presente, Pablo Neruda estará con nosotros en la
arriesgada conquista del futuro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario