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sábado, 9 de marzo de 2024

Stefan Zweig Viajes FRAGMENTO

 



Stefan Zweig

Viajes

Escritos durante la primera mitad del siglo XX, estos textos dan fe del natural inquieto y curioso de Stefan Zweig, quien siempre pensó que viajar debía ser una aventura, un salto al vacío azaroso e incierto de lo desconocido, una vía de escape de una vida que, cada vez más, se había visto automatizada y reglada, desprovista de cualquier tipo de sobresalto. De Sevilla a Salzburgo, pasando por Brujas, Arlés, Amberes y los jardines y huertos ingleses, así como el mítico hotel Schwert o la Foire gastronomique de Dijon, estos escritos devienen una crónica sentimental del viejo continente, un viaje por su geografía, que anticipa la alargada sombra de la Segunda Guerra Mundial.

«Viajar debería ser un despilfarro, un abandono del orden frente al azar, de lo cotidiano frente a lo extraordinario, habría de ser una creación de lo más personal y propia, hecha de acuerdo a nuestras afinidades».

Una selección

1902 DÍAS DE TEMPORADA EN OSTENDE

Los días de temporada alta en Ostende implican una ininterrumpida y colorida alternancia de celebraciones y eventos públicos. Para quienes frecuentan esta ciudad balneario belga —la más grande y elegante de todas— de inmediato queda en un segundo plano ese reclamo que, por norma general, lleva a la mayoría de la gente a visitar un lugar como este, es decir, la necesidad de reposo y esparcimiento. Las personas que durante todo el año se sienten inmersas en la atropellada y frenética rueda de las diversiones de la gran ciudad, quienes sienten además en su máximo esplendor el pulso de la vida y su consecuente tensión, están, por así decirlo, sobresaturadas de cultura y refinamiento y suelen intentar disfrutar de sus semanas de verano desconectando de toda esa presión, buscando el esparcimiento armónico, contemplativo y callado de la naturaleza. Pero el público de Ostende no. Para ellos el veraneo no es una pausa ni una desconexión, sino un resplandeciente eslabón más en la infinita cadena de los placeres mundanos, un sustituto para los soleados y calurosos bulevares de la gran ciudad, sus teatros, sus fiestas y jardines, que el verano hace impracticables. Poco a poco, Ostende se ha convertido en el improvisado punto de encuentro de esas aristocracias, auténticas y falsas, que, cual reluciente espuma, flotan siempre visibles sobre las olas de las capitales, aristocracias que se encuentran y se reconocen por todas partes, pues para ellas una ciudad natal no es más que una estación de paso desde la que llegar a los grandes centros internacionales de la diversión. Y Ostende acoge de muy buena gana a estos visitantes durante los meses álgidos del verano, desde julio hasta los últimos días de agosto.

Se podría hablar largo y tendido de esos días sin mencionar una sola palabra sobre lo magnífica que es la ubicación de Ostende, pues la naturaleza aquí no es más que otro ornamento en la imagen global. En apariencia, su suntuosa hermosura solo tiene como finalidad ensalzar el triunfo de la cultura moderna y ofrecer un marco digno a la perfección de la que aquí hacen gala la belleza humana y los logros del virtuosismo de la humanidad. El paseo marítimo de Ostende no funciona tanto como un amplio mirador desde el que contemplar el mar, que avanza con su brisa aromática y saludable, sino más bien como un sitio para admirar la asombrosa elegancia de los hoteles de playa y el esplendor de los trajes de las damas, que se pasean por allí como por la alameda de la gran ciudad. El muelle se adentra considerablemente en el mar y exhibe los grandiosos logros de la ingeniería moderna, con el puerto y sus elegantes barcos de vapores y veleros; las aguas en sí interesan más por los distinguidos trajes de baño y la

relativamente relajada libertad de los usos y costumbres que por sus efectos beneficiosos. Como ya se ha dicho, en este lugar la naturaleza cuasi empequeñece ante la obra del ser humano, pues la civilización se planta frente a ella con sus avances más recientes, los más grandes y refinados.

La fisionomía de Ostende refleja desde luego la idiosincrasia de sus visitantes. Quienes trabajan mucho durante el año sienten en verano la necesidad de estar inactivos; sin embargo, las personas sin ocupación, o para las que su oficio en realidad nunca es un incordio, ansían en todo momento tener algún quehacer superficial, anhelo aquí satisfecho gracias al deporte y al juego. Para ilustrar hasta qué punto el juego se ha convertido en condición necesaria para la existencia de Ostende basta con saber que el año pasado, cuando hubo que clausurar los salones de juego de Ostende y Spa, el Estado belga quiso garantizar a estas dos ciudades una indemnización de siete millones de francos, normativa que, no obstante, por ahora no se ha hecho efectiva. En cualquier caso, la cuantía de la indemnización da una idea aproximada del desorbitado volumen de negocio que genera el juego por sí solo todas las temporadas.

En Ostende, el epicentro del mundo de la elegancia está representado por el casino. Su espléndido y voluminoso edificio se alza en el dique: a un lado y otro está flanqueado por hileras de elegantes casas residenciales y en la parte de atrás ofrece vistas al parque Leopold y a la ciudad. El distinguido público de Ostende se congrega en el salón grande para los conciertos de la tarde y la noche, sobre todo en el de la noche, cuando los caballeros solo tienen permitido presentarse con traje de etiqueta o de baile y las damas, de todas las nacionalidades, compiten entre sí con sus atuendos de gala y sus joyas: es entonces cuando el enorme salón se llena hasta el último asiento con los representantes más selectos del mundo distinguido, pero también del distinguido demi monde. A esas horas, Ostende ejerce un efecto verdaderamente deslumbrante incluso para quienes vienen de una gran ciudad. Tras el concierto se celebra a diario el baile, aunque en ese momento la mayoría de los asistentes se retira a los otros salones que ocupan la parte trasera del casino. En el primero de esos salones el juego es público y accesible para todo el mundo; desde luego, el volumen de dinero para el rouge et noir nunca es muy alto y las apuestas más ambiciosas permanecen fijadas en trescientos francos. El auténtico juego se da en los círculos privados, que conforman el mayor club de juego de Ostende y cuyo acceso se rige por un sistema de bola negra —no demasiado embarazoso, en cualquier caso— y una entrada de veinte francos. En estos salones se desarrollan esas escenas tan interesantes de las que por lo general, al día siguiente, todo el público de Ostende tiene conocimiento: la ruleta y el rouge et noir generan pérdidas y ganancias de muchos miles de francos. Ahí se congregan en plena hermandad los vestidos más fastuosos, llevados por princesas auténticas y princesas de variedades, pero también una nutrida representación de esas figuras internacionales de las que

nadie sabe mucho, más allá de que han visitado todos los salones de juego del mundo y nunca van a faltar mientras sigan abriéndose este tipo de sitios. La imagen perdurará inalterable desde la mañana hasta que de nuevo lleguen las primeras horas de la mañana siguiente.

De entre las otras numerosas diversiones cabe destacar la Fiesta de las Flores, en la que compiten gusto, riqueza y hermosura a partes iguales. Esta temporada la fiesta ha variado ligeramente en comparación con los años anteriores, a saber: las flores solo pueden verse en calles cortadas que se visitan previo pago de una entrada. Como resultado, ha mermado mucho su esplendor de antaño, dado que antiguamente la ciudad entera participaba con sumo interés en esta batalla de confetis y flores que cubría casi todas las calles elegantes; ahora, sin embargo, el desfile de esas carrozas de ricos adornos ha ganado en intimidad, mientras que la batalla exhala mayor nobleza y adolece de los molestos excesos que en los últimos años habían impedido la participación del público más distinguido. En cualquier caso, la competición por la carroza más bonita y el balcón mejor decorado ha tenido unos resultados muy airosos.

Como es obvio, en Ostende tampoco falta el deporte. Las carreras de automóviles se alternan con regatas de veleros, carreras atléticas, tiros de pichón, carreras de galgos, y apenas pasa un día sin que se presente alguna oportunidad de jugar y apostar (en especial para los ingleses). Las más frecuentadas son las carreras de caballos, en las que los premios están estipulados en un valor total de cuatrocientos mil francos y que, sobre todo los días del Grand Prix d’Ostende, ofrecen una magnífica estampa en cuanto a la configuración del público: a las jornadas cruciales no solo asiste gente reclutada entre las filas de los huéspedes del balneario, sino también los sportsmen más distinguidos de la cercana Bruselas, de Londres y del mismísimo París. En esos días, cuando también procura asistir el rey, Ostende despliega todo su esplendor, unificando bajo su cetro los millones de las naciones más diversas acompañados por sus bellezas. La grandiosidad de estos momentos solo encuentra parangón en las veladas nocturnas, cuando el mar y el puerto comienzan a salir de la profunda oscuridad gracias al brillo de miles de luces de colores y atraviesan la noche los fuegos artificiales, alzándose con el dique reluciente al fondo, que la bombilla del faro ilumina de forma mágica.

Sin embargo, la mejor baza de la temporada la encarna el gran desfile de los oficiales a caballo, en el que se inscribe un abundante número de hombres procedentes de casi todos los ejércitos y que sin duda se cuenta entre los eventos más interesantes del año. Luego llega septiembre y, con él, el lento difuminar de estos luminosos colores. Los hoteles cierran y Ostende, la ciudad, emerge poco a poco: los pescadores, que a duras penas subsisten capturando peces en el mar; el puerto, del que parten los barcos a Londres y a Holanda; y sobre todo la pobreza y la escasez, que tienden a pasarse por

alto durante la temporada vacacional, nubladas por el brillo y el lujo. También el palacio de verano del rey Leopoldo de Bélgica (quien de buena gana ejerce en Ostende su querencia por la vida internacional de los baños estivales, mientras que en los meses de invierno hace lo propio en la Riviera francesa, y que durante la temporada pasada desplegó los honores de Ostende ante un muy exótico invitado, el sah de Persia) cierra sus puertas y persianas, igual que los hoteles, que solo tienen actividad en verano. Desde el mar del Norte sopla la fresca brisa otoñal. A continuación, siguen entre ocho y nueve meses tristes en los que todo queda como sumido en un pesado letargo, hasta que de nuevo comienza ese memorable juego de debilidades, pasiones y diversiones humanas que todos los años se dan cita para pasar la temporada en esta ciudad balneario belga.

1904 BRUJAS

Cuesta recorrer de noche las estrechas y cada vez más oscuras calles de esta ciudad de ensueño sin sumirse en una leve melancolía, en esa dulce nostalgia propia de los últimos días del otoño, cuando ya han pasado las ruidosas fiestas de las cosechas y solo queda el callado espectáculo de la lenta muerte voluntaria y el vigor que se va apagando. Llevado por la ola constante de las devotas campanadas nocturnas, uno se adentra poco a poco en este mar sin orilla de recuerdos insondables, que susurran aquí en cada puerta y en cada muro ajado. El peregrinar es despreocupado hasta que, de pronto, uno cobra plena consciencia de la dimensión de este espectáculo, en el que el caminar propio, cuidadoso y amortiguado, parece ser el elemento activo y vivo, mientras que los grandes poderes se alzan mudos, cual escenarios sombríos. Quizá ninguna otra ciudad haya sabido encarnar en símbolo con una fuerza tan imperativa como Brujas la tragedia de la muerte y de algo aún más terrible, lo moribundo. Lo moribundo se percibe en toda su plenitud en esos pseudoconventos que son los beguinajes, a los que van a morir muchas personas mayores; porque lo que de noche solo se adivina en los austeros contornos de las calles, en estos sitios se dibuja con miradas fatigadas, opacas, solo débilmente iluminadas por el reflejo de la vida: que hay una vida sin esperanza, sin horizonte al que mirar, hundida por completo en la indolente contemplación del pasado. Estas personas resultan inolvidables, observando impasibles la lánguida floración de los jardincitos de esos conventos, sin dirigirse con ninguna curiosidad al forastero. Del mismo modo, maravilla la imagen crepuscular de las vetustas y pasivas calles.

No obstante, lo raro es que aquí esa quietud no se da solo durante la noche, cuando queda entrelazada en los muchos sueños y recuerdos melancólicos de esas horas, sino que sobre estos viejos tejados con gabletes parece extenderse a perpetuidad un velo gris en el que queda atrapado todo lo ruidoso y escandaloso, como una sordina que reduce el bullicio a murmullo, el júbilo a sonrisa y el grito a suspiro. Es posible que, a la luz del mediodía, en las calles la vida no esté del todo extinta: carros y coches traquetean por el adoquinado, la gente se afana por ganarse el pan, cafés, restaurantes y bares se esfuerzan, incluso en gran número, por servir al bienestar terrenal, pero de todos modos no aparece una sola sonrisa en la ciudad ni en las personas. En ninguna parte se ve esa alegría pueblerina de las ciudades flamencas, el tropel de niños cantando y haciendo repiquetear sus zuecos detrás de los organillos, en ningún sitio brilla el colorido destello de los llamativos trajes regionales. Y siempre la misma amortiguación de los ruidos. Si

uno sube la fría y oscura escalera de caracol del campanario (que se alza en la plaza del mercado con hombros anchos y cuello recio, como la estatua de Rolando en Bremen), levemente angustiado por la amortiguada oscuridad, ve entonces con un alegre sobresalto la luz que se vierte en colores brillantes, pero nota la falta de voces en el nítido círculo del aletargado trajín. De la ciudad, que se expande a lo largo y ancho, y de su encantador cinturón sube un rumor, un zumbido, indefinido y mágico como las campanas de Vineta sobre el mar dominical[1]. Y así, este colorido enjambre de tejados de ladrillo rojo, gabletes dentados y alféizares blancos y brillantes no parece otra cosa que un juguete dejado por una mano lánguida sobre un terreno verde. Deliciosa e inánime resulta esa composición de cartón que forman las casitas apiñadas y los conventos redondos, diestramente entremezclados con pequeñas parcelas de frondosos jardines verdes y amplias avenidas, que poco a poco conducen hacia un floreciente campo flamenco en el que se alzan ya los grandes molinos con sus aspas giratorias (requisito indispensable del paisaje holandés). Pero tampoco desde esta altura, que exalta el carácter juguetón y ornamental de la ciudad, puede pasarse por alto el gesto trágico que apunta a la muda tristeza de las calles: se trata de ese brazo extendido que busca el mar distante, el amplio canal por el que el puerto cegado con arena aspira a alcanzar la corriente bienhechora. A uno se le viene entonces a la cabeza la trágica historia de Brujas: la floreciente juventud, cuando todos los armadores tenían aquí su propio kontor y cientos de embarcaciones surcaban el puerto engalanadas de banderines, cuando los reyes se rebajaban a negociar con los escabinos y las reinas, llenas de secreta envidia, contemplaban los fastuosos vestidos de las mujeres de la ciudad. Y luego el lento declive: los muchos años de guerras, epidemias y conflictos y al fin el mar, con cuya retirada se marchó también lentamente toda la buena fortuna de los muros. Ese mar se extiende ahora a lo lejos, no es más que una franja plateada en el horizonte los días claros. En la ciudad misma los colores se desvanecen: solo los paños de los altares han conservado el brillo purpúreo de los pesados brocados; por lo demás, el hábito de las monjas se ha convertido también en el de la ciudad, en la que el alboroto del puerto y el clamor de las tabernas abarrotadas de gente han quedado para siempre en silencio. Súbitamente entiende uno el gesto de desprecio con el que esta ciudad —al igual que Ypres, su hermana mayor— actuó como aislada de todas las demás que, bajo el signo de los nuevos tiempos, habían monopolizado el poder y los tributos de la cultura. Mientras que Amberes, Hamburgo, Bruselas y otras ciudades hermanas enarbolaron la bandera de la vida en los fragores de la batalla, Brujas se fue envolviendo cada vez más en el hábito oscuro de su aislamiento y se ciñó con fuerza la vieja faja de sus muros. Tras siglos de permanecer así de sombría y encorsetada, anclada por completo en el pasado, ha adquirido la actitud majestuosa y lóbrega de un gigante monacal que despierta nostalgia y al mismo tiempo impone un mayúsculo respeto, y que representa además lo maravilloso y atractivo que tiene esta ciudad.

La sensación de lo efímero e inestable, que aflige aquí a quien se siente ensombrecido por tan apabullante pasado, ha ejercido su influencia sin cesar y durante largo tiempo, hasta generar en las personas que habitan entre estos muros esa conciencia de dependencia sobre la que se basa toda religión. Las calles, con sus muchos monumentos a la vida desaparecida, instan a la humildad con demasiada vehemencia para permitir escapar a la fe a quienes han crecido con este anatema. Así pues, el prodigio aquí no tiene expresión en lo eterno, sino en Dios y en los símbolos de la Iglesia católica. En esta ciudad prevalece una creencia sombría, recia y austera como las propias iglesias, que se plantan ante Dios sin adorno alguno, con un rigor imperturbable, sin la típica ornamentación lúdica del pináculo gótico y la coqueta torrecilla. Misales e imágenes de santos decoran las tiendas, mientras que las campanadas hacen resonar casi sin cesar sus devotas llamadas a la oración. A cada instante, frailes y monjas se cruzan con saludos quedos y raudo caminar, estremecedores a primera vista cual mensajeros de la muerte, con sus prisas calladas y negras; sin embargo, cuando se acercan lentamente, pastoreando las largas filas de niños que tienen encomendados, pueden verse unos rostros serenos y plácidos bajo las tocas blancas o las sombras de los anchos sombreros, y entonces se entiende que solo la admonición de la grandeza y de la muerte crearía una severidad tan implacable y dibujaría una imagen tan amarga de la vida en sus rasgos. Y una y otra vez, los tañidos de las campanas, las formas de los santos sobre puentes silenciosos. No obstante, en la dura oscuridad de esta fe titila también una mística luz purpúrea: se trata de la fervorosa celebración de los grandes milagros, el efusivo afecto de la adoración a la Virgen María y esa suave poesía de las cosas sagradas que solo el ingenuo fervor de las personas sencillas es capaz de componer. Debe causar una infinita impresión presenciar el día en el que sacan de su capilla, en tono festivo, la urna cubierta de gemas que contiene las gotas de sangre del Redentor. La ciudad muda reluce con entusiasmo: es un día en el que toda esta gente, carente de sonrisas que dedicar a las cosas mundanas, estalla con una misericordia que provee de una enorme y silenciosa dicha. ¿Y no es encantador avanzar por estos caminos, todos con nombres tan tiernos y de tan dulce sonoridad, recorrer el incomparable Quai de Rosaire y pasar por las hermanas de la caridad, por Notre Dame, el beguinaje y el hospital, hasta llegar al Minnewater, ese Lago del Amor? Es este un estanque oscuro, quieto y silencioso, en cuyo margen descansa una torre redonda y lóbrega, como un guarda que hubiese fenecido. En el caudal negro parece reposar el cielo y nubes blancas deambulan arriba, como mensajeras del paraíso. ¡Cómo de festivo y grandioso ha de ser el amor para estas gentes, si han dado a este paisaje seráfico de ensueño un nombre tan maravilloso!

En general, cuesta concebir algo más tristemente hermoso que los canales de Brujas. Resulta conmovedor verlos y emocionan en su mutismo, surten su efecto sin el romanticismo locuaz de los canales de Venecia, que murmuran con el deslizar nocturno

de las góndolas negras, con el brillo de dagas iluminadas por la luna, con tribunales clandestinos, puertas ocultas, serenatas solitarias (ese requisito tan trillado en las novelas de en torno a 1830). Hay un par de versos de George Rodenbach que alaban su belleza melancólica de manera tan perfecta que uno los recita lentamente para sí mientras camina, como si fuesen la melodía secreta de estas aguas negras envueltas en sombras. Se trata de la melancólica elegía «Au lieu des vaisseaux grands, qui agitaient en elles», unos versos suaves y dulces que han ligado la obra de Rodenbach tan estrechamente a Brujas que no se puede más que dar la razón al pintor que creó el retrato de este autor (expuesto en el Musée du Luxembourg) con este paisaje de ensueño al fondo[2]. Pero hay muchos otros libros, serios, ligeros, alegres, que también sería bonito leer en los bancos de estas orillas, a la sombra de los grandes castaños que, meditabundos, parecen contemplar su propia imagen en las aguas oscuras; y es que los canales no hablan ni murmuran, solo escuchan. Fielmente portan las imágenes de las casas, cuyos muros en ruinas y cubiertos de hiedra se apoyan en sus orillas, al tiempo que reflejan el triste brillo de los puentes arqueados y de las altas torres, pero no saben pronunciar siquiera el tímido chapoteo de las batientes ondas del agua. Silencio y más silencio. Son la oscuridad eterna, aunque en su espejo negro queda cautivo el cielo: adentran lo trascendente, lo sobrenatural y lo estelar en la ciudad del gris y del mutismo.

Y entre el vuelo de nubes de brillo reverberante se cuelan de tanto en tanto sigilosas filas de cisnes blancos, esas criaturas maravillosas y solemnes cuyo silencio y muerte también esconden un milagro. Indescriptible es el efecto que provoca este deslizar ligero y severo en las aguas negras como la muerte: ningún poeta sabría crear una antítesis tan deslumbrante y aun así tan armónica como la que ha generado aquí la casualidad. Aunque también se le ha negado dicho mérito a la casualidad. Hay un par de leyendas que hablan sobre el origen de estos cisnes salvajes y silenciosos: según una de ellas, existirían para expiar el asesinato de un duque; según la otra, estaban destinados a recordar a las gentes de la ciudad, perdidas en continuas contiendas, el frívolo desperdicio de la fuerza de una vela al viento. Sin embargo, parece ser vano el esfuerzo por otorgar voluntad y sentido a esta belleza sobrecogedora y envolverla en la rugosa capa de la leyenda.

Y es que, en su ocaso, todo en esta ciudad de sueños y de muerte invoca el sentido mismo de la mística. Dado que Brujas ya tiene cierto elemento de desapego de la realidad, se tejen fácilmente románticas hiedras y poemas floridos en torno a sus destinos, que descansan en el regazo de siglos remotos. Y esta poesía, cuando trenza una forma viva, se torna en leyenda, y no pocas veces en una leyenda que, en su belleza, amenaza con mejorar la historia. Por su parte, esto ha dado lugar a una conmovedora leyenda sobre el mayor autor de la ciudad, Hans Memling, quien, con su devoto

espíritu, no contempló otra cosa que convertir lo real en algo beato y dulce y reflejar lo inalcanzable en el anhelo que hacía temblar su alma. Pese a todos los desmentidos de la historia del arte, aquí se considera de recibo saber que Hans Memling, al volver de la batalla de Nancy herido de gravedad, encontró fieles cuidados en el hospital de Saint Jean y, en agradecimiento, creó las ilustres pinturas que se conservan —tesoro incomparable— en el viejo y ajado edificio[3]. Así pues, ligeramente abatido por la perpetua tristeza de las calles, seguí caminando en dirección a dichas estampas, para disfrutar de su encanto floreciente y de la sentida pureza del aroma primaveral, que en esta ciudad parece un imposible. Se encuentran todas juntas en una pequeña estancia —mucho más impresionantes en esta concentración que en la exposición dedicada a los primitivos flamencos—, como una fina franja tejida en el sombrío paño de esta ciudad[4]. Cuesta dar preferencia a alguno de los cuadros, ya sea a la Virgen que le tiende al niño Jesús una manzana en gesto encantadoramente serio, o al famosísimo relicario de altar que narra la historia de la santa Úrsula, con labios devotos aunque algo infantiles. El alma de este artista debió ser de una ternura plena; recuerda un poco al segundo heraldo de Brujas, George Rodenbach, solo que menos consciente que él, un humilde adicto al amor celestial, repleto de visiones delicadas. ¿No sería quizá este el sentido de la leyenda: que esa delicadeza, herida por la vida, atravesara los muros de los conventos de la ciudad ya por entonces beata, para encontrar ahí su oculta prosperidad creativa?

Antes de regresar por las calles de la ciudad callada, que amenazaban ya a noche, me alejé de los cuadros un momento para contemplar el hospital en sí. Se llega a él por un patio angosto, entre figuras sagradas que parecen inclinarse. Hay pequeños lechos de flores delicadas, un poco marchitas. Desde los fríos pasillos pueden verse, tras las cortinas grises, las camas blancas de los enfermos dispuestas en filas muy juntas. Y aquí también ese pesado silencio. Monjas con tocas blancas pasan calladas. Pero en el jardín, afuera, hay un par de convalecientes ataviados con las ropas largas y grises del hospital, unas mujeres que descansan y un par de niños que juegan. Y en mitad de todo ello, manchas resplandecientes del sol que se pone. Los niños no eran muy ruidosos, aunque brincaban intentando darse caza, mientras los convalecientes los miraban maravillados, con esa ávida curiosidad que solo otorga la vida que despierta. Y al oír allí, tras las muchas horas de paseos callados, la nítida y argentina risa de unos niños me sentí como tocado por la dicha, pese a que resonara en esas paredes de muerte. Me inundó un leve miedo de regresar a aquella ciudad grande y fría como una tumba, cuyos símbolos me cercaban con una fuerza poderosa, y también una infinita compasión por las personas que aquí viven en la oscuridad y mueren en lo insondable. Raras veces he percibido de manera tan intensa la manida idea, presente en los libros de escuela, de que la muerte ha de ser algo muy triste y la vida, una fuerza infinita que incluso a los más reacios los mueve al amor.

1905 LA CIUDAD DE LOS PAPAS

En pocas ocasiones se tiene esta sensación con tanta intensidad, apremio e inmediatez como al ver Aviñón: aquí ha regido gente poderosa. En otras ciudades hay edificaciones soberbias, que a menudo son obra también de los planes de un antiguo regidor y de su figura misma, pero en ninguna parte se han manifestado las insignias del dominio absoluto con tanta vehemencia como en la ciudad de los papas. Esta ciudad provenzal, de lo más encantadora, se extiende indolente y apacible a las orillas del Ródano y de sus aguas azul oscuro, un paisaje maravilloso, agradable y de una belleza subyugante gracias a las bondades de la naturaleza. No obstante, por encima de estos tejados blancos que relucen y resplandecen a pleno sol, sobre ese mar blanco de rocío y espuma, se alza orgulloso y autoritario un peñasco colosal, unos muros contemplativos, fieros y altos: se trata del palacio, o mejor dicho, del castillo de los papas. La ciudad cuenta además con un estrecho cerco de murallas elevadas, como un enrejado de piedra, intactas aún hoy pese a las tormentas y las batallas. Por su parte, el amplio arco de piedra que se cierne sobre el Ródano, construido por el santo Benezet en 1177 y que los papas modelaron hasta convertirlo cuasi en una fortaleza, sí está resquebrajado, por lo que contempla la otra orilla desde la mitad del caudal con la mirada vacía. Se percibe con claridad la sensación de que estos muros indestructibles se crearon en tiempos de las batallas más cruentas: en tiempos de los tres papas, que no solo combatieron a base de excomuniones, sino también con armas y castillos; esa época de las grandes fuerzas de la naturaleza, cuya brutalidad nos traería más adelante, en el Renacimiento, y en armonía con lo artístico, las figuras más grandiosas de la historia.

Aviñón se ganó su importancia histórica en los tiempos en los que los papas, expulsados de Italia, buscaron un hogar en Francia. Durante aquellos cien años se levantó esta fortaleza colosal, imperativa por la precaria situación de los papas apátridas y siempre amenazada por nuevos enemigos, pero también por la ausencia de métodos defensivos naturales en esta ciudad dispuesta en llano. El cerco fue haciéndose cada vez más fuerte; las murallas, cada vez más altas y sólidas: un refugio inexpugnable, el bastión más seguro de la tiara. Luego, cuando los papas regresaron a Roma, anidaron los antipapas en este castillo de águilas; ya en el siglo XV Aviñón tomó por vez primera la forma de un episcopado pacífico de la Iglesia romana, y así se conservó hasta los sanguinarios días de la Revolución francesa. Sin embargo, pese a esos siglos de tranquilidad, Aviñón ha mantenido imperturbable el carácter de su pasado bélico.

Como en todas las ciudades grandes, también en esta la realidad se esfuerza mucho por desilusionar a las emociones sentidas ante los grandes monumentos históricos. La fortaleza de los papas es hoy un cuartel francés: por las trampillas se ven rostros sonrientes con sus quepis rojos, y unos reticentes oficiales comandan en los patios a hordas de reclutas. Pero aun así las dimensiones son demasiado imponentes para que se pierda la impresión de grandiosidad: las murallas de un metro de grosor, o las altas torres, desde cuyos tejados planos arrojaban a los prisioneros al inmenso abismo durante la Revolución. También causa una gran impresión, a su humilde modo, la iglesia de Notre-Dame, en mitad de la fortaleza, en cuya torre reluce una figura dorada de la santa Virgen increíblemente brillante, visible tierra adentro según el momento del día. Entre sus muros descansa la tumba de Juan XXII, un monumento de piedra blanca que se alza esbelto y delicado, sin inscripción ni imaginería. De la iglesia sale el camino que, por un jardín de hoja perenne, conduce a una amplia terraza desde donde se abarca todo el paisaje en flor con una sola mirada. Ahí uno entiende a la perfección el amor que le profesaban los papas a este lugar de residencia, a este castillo de hierro, en el que podían disfrutar tranquilamente de todos los encantos de una primavera meridional. Más abajo pasa fluyendo el caudal azul y amplio del Ródano, surcando con numerosos meandros el campo luminoso desde la distancia, hasta rodear la islita de Barthelasse justo delante del castillo. Allá reluce el torrente blanco de los tejados, mientras que las almenas de las torres de las iglesias saludan en gesto familiar: es una panorámica maravillosa, sobre todo gracias a los colores claros y puros y al azul del cielo. Desde la otra orilla del río, el fuerte de Saint-André lo observa todo, una construcción maciza del siglo XIV que domina la ciudad nueva a ese lado, igual que hace el castillo de los papas con la vieja Aviñón; en la distancia reluce la torre que servía para comunicar la ciudad vieja y el castillo papal mediante señales de fuego, y para protegerse así de los asaltos. Es imposible concebir nada mejor que esta panorámica en un día de primavera temprana, cuando aún los colores de los cultivos no se han fundido del todo con el verde puro de los jardines perennes y el paisaje se perfila con unas líneas marcadas sobre el cielo fresco y claro.

La ciudad guarda aún mucho que ofrecer: estampas muy diversas que siempre permiten captar con asombro renovado la belleza del paraje; iglesias viejas, como Saint-Pierre, Saint-Didier, Val de Benediction, que han conservado fielmente el estilo artístico de su época originaria (todas de principios de los siglos XIII y XIV, en la época del reinado papal), pero también la bonita imagen de una ciudad provenzal moderna, que se va escurriendo cada vez más entre los viejos monumentos. Aunque Aviñón todavía alberga un tierno recuerdo, si bien no exactamente entre sus muros: la famosa fuente de Vaucluse, inmortal gracias a esos dos grandes amantes, Laura y Petrarca. En Aviñón, en la iglesia, incluso está marcado el lugar en el que el poeta vio a su amada por vez primera; qué interesantes son asimismo los auténticos sitios históricos de su amor,

donde Petrarca, el gran erudito, compuso un buen número de sus maravillosos sonetos. La fuente en sí no es muy remarcable, pero en cualquier caso su romanticismo no desmerece del todo respecto al de Petrarca, quien la hiciera memorable: situada en un valle verde de montaña, apretujada entre unas rocas, el agua brota de repente como una llamarada blanca, para luego bajar deslizándose en una ruidosa caída hacia el valle, clara y transparente, una auténtica fuente de frescor. Luego, el paseo regresa de vuelta a Aviñón por unos caminos blancos, pasando de belleza en belleza, desde el lugar de un gran amor hacia el campo provenzal, la patria de las tonadas más tiernas del amor cortés y los viajes de la poesía caballeresca, hacia la verdadera tierra de la primavera.

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