martes, 30 de enero de 2024

Marcel Schwob Ensayos y perfiles Título original: Spicilège Marcel Schwob, 1896 Traducción: Juan Damonte FRAGMENTO

 



Marcel Schwob

Ensayos y perfiles

Título original: Spicilège

Marcel Schwob, 1896

Traducción: Juan Damonte


I. François Villon

Los poemas de Villon eran ya célebres a fines del siglo XV. El Pequeño y el Gran testamento eran conocidos de memoria. Rabelais llamaba a Villon “el buen poeta parisino”, aunque la mayoría de las alusiones satíricas de sus testamentos ya eran ininteligibles en el siglo XVI. Marot lo admiraba tanto que corrigió su obra y la editó. Boileau lo consideraba uno de los precursores de la literatura moderna. Ya en nuestra época, Théophile Gautier, Théodore de Banville, Dante Gabriel Rossetti, Robert Louis Stevenson y Algernon Charles Swinburne se apasionaron por él. Escribieron ensayos sobre su vida, y Rossetti tradujo varios de sus poemas. Pero hasta la publicación de los trabajos de Auguste Longnon y de Byvanck, editados entre 1873 y 1892, no se sabía a ciencia cierta casi nada sobre el texto de sus obras o sobre su verdadera biografía. Hoy podemos estudiar al hombre y su medio.

Aunque François Villon haya tomado de Alain Chartier la mayoría de sus ideas sobre la moral, y de Eustache Deschamps el marco de sus poemas y su forma poética; aunque, comparado con él, Carlos de Orleáns haya sido un poeta de gracia infinita, y Coquillart haya expresado lo que hay de satírico y de bufón en el carácter popular, fue el autor de los Testamentos quien se llevó la mayor parte de la gloria poética de su siglo. Esto se debe a que supo dar a sus poemas un tono tan personal que el estilo y la expresión literarias cedían terreno ante el estremecimiento nuevo de un alma “descaradamente falsa y cruelmente triste”. Byvanck dijo de él que hacía hablar y gritar a las cosas, hasta ese momento incrustadas en grandes maquinarias retóricas que bamboleaban su cabeza somnolienta constantemente. Transformó todo el legado de la Edad Media animándolo con la propia desesperación y los remordimientos de su vida desperdiciada. Adaptaba todo lo que los demás habían inventado como ejercicios del pensamiento o del lenguaje a unos sentimientos tan intensos que ya no se reconocía la poesía tradicional. Tenía la misma melancolía filosófica de Alain Chartier ante la vejez y la muerte; la tierna gracia y los suaves pensamientos de exilio del pobre Carlos de Orleáns, que vio tantas veces abrirse las flores de las praderas de Inglaterra en el día de San Valentín; el realismo cínico de Eustache Deschamps; la bufonería y la sátira disimulada de Guillaume Coquillart; pero las expresiones que en los otros eran modas literarias parecen convertirse en Villon en matices del espíritu; cuando pensamos que fue pobre, fugitivo, criminal, enamorado y digno de lástima, condenado a una muerte vergonzosa, prisionero durante largos meses, no podemos dejar de reconocer el acento doloroso de su obra. Para comprenderla bien y evaluar la sinceridad del poeta, debemos conocer, con la mayor veracidad posible, la historia de esta vida tan misteriosamente complicada.

I

Es imposible saber con seguridad dónde nació François Villon, o de qué condición eran sus padres. En cuanto a su nombre, lo más probable es que haya que aceptar definitivamente el de François de Montcorbier. Es así como figura en los registros de la Universidad de París. Una carta de indulto le da el nombre de François des Loges, y él se hizo conocido con el de François Villon.

Hoy se sabe que el nombre de Villon le fue dado al poeta por su padre adoptivo, maese Guillaume de Villon, capellán de la iglesia de Saint-Benoît-le-Bétourné. Este capellán, de acuerdo con una costumbre de la época, llevaba el nombre de la pequeña ciudad de la que provenía, Villon, situada a unos veintiocho kilómetros de Tonnerre. Su sobrina, Étiennette Flastrier, seguía viviendo allí después de su muerte, en 1481.

Villon nos dice que era pobre, de humilde cuna; a juzgar por la balada que compuso para su madre, ésta era una buena mujer, piadosa e iletrada. El poeta nació en 1431, cuando París estaba aún bajo la dominación inglesa. No se sabe cuándo maese Guillaume de Villon lo tomó bajo su protección y lo hizo estudiar en la universidad; en marzo de 1449 se recibió de bachiller en arte y hacia agosto de 1452 pasó el examen de grado y fue admitido a la maestría. Podemos hacernos una idea bastante clara de la forma de vida y las relaciones del joven entre 1438 y 1452. Tenía una pieza en la casa de maese Guillaume de Villon, en Porte Rouge, en el claustro de Saint-Benoît-le-Bétourné. Probablemente, a pesar de lo accidentado de su existencia, la conservó hasta el final de su vida, ya que el último documento que nos transmite un detalle de su vida íntima demuestra que en 1463 aún podía recibir amigos en esta pieza de Porte Rouge, bajo el reloj de Saint-Benoît.

Fue una época triste para los parisinos, luego de la llegada del rey Carlos VII, en 1437. Acababan de sufrir la ocupación inglesa, y el invierno siguiente, en 1438, fue terrible. Se declaró la peste en la ciudad, y la hambruna fue tan dura que los lobos erraban por las calles y atacaban a los hombres. Se han conservado curiosos documentos que nos dan información sobre un pequeño círculo social de esta época. Es el registro de gastos de alimentos del prior de Saint-Martin-des-Champs, Jacques Seguin, del 16 de agosto de 1438 al 21 de junio de 1439. Jacques Seguin era un hombre piadoso, simple y frugal, que a veces hacía él mismo sus compras, ya que le gustaba el pescado y quería elegirlo personalmente. Su administrador llevaba cuenta exacta de sus gastos. Por otra parte, el prior de Saint-Martin-des-Champs era un gran señor eclesiástico y, durante esta hambruna del invierno de 1438-1439, invitó con frecuencia a comer a sus amigos. Conocemos los nombres de los convidados gracias a las notas cuidadosas del administrador Gilles de Damery. Era gente importante: prelados, capitanes, vinateros del rey, procuradores y abogados. Entre otros, maese Guillaume de Villon aparece como convidado habitual del prior de Saint-Martin-des-Champs. Podemos suponer sin mucha malicia que estaba en buenas relaciones con el prelado, y que la mayoría de los convidados de Jacques Seguin formaba parte de su círculo de amigos. Las cenas no eran demasiado formales, puesto que asistían dos mujeres, que el administrador llama la Davie y Regnaulde. Pero lo que llama la atención es la cantidad de procuradores y abogados de Châtelet[1]. Figuran los abogados Jacques Charmolue, Germain Rapine, Guillaume de Bosco, Jean Tillart, examinador en el tribunal criminal, Raoul Crochetel, Jean Chouart, Jean Douxsire y otros más, hasta Jean Truquan, teniente de la brigada de lo criminal del preboste de París. Ésta era la compañía habitual del capellán de Saint-Benoît-le-Bétourné. Se comprende entonces que François Villon conociera a tanta gente de Châtelet, además de aquellos a quienes se vio forzado a tratar, y que tuviera una relación de amistad con el preboste Robert d’Estouteville. No sorprende tampoco que el capellán de Saint-Benoît pudiera sacar a su hijo adoptivo “de más de un lío”; se sabe así cuáles fueron las influencias de que se valió François Villon para obtener dos cartas de indulto por el mismo delito, solicitadas con nombres diferentes, y cómo logró ganar una causa después de apelar al Parlamento, en una época en que la apelación era de institución reciente, y cuando los que apelaban muy pocas veces tenían éxito. Es posible que Juan de Borbón, Ambroise de Loré, y aun Carlos de Orleáns intercedieran por él; pero lo más probable es que habitualmente recurriera a los amigos de Guillaume de Villon, entre quienes se había educado.

Fue así como escuchó desde muy pronto las conversaciones de la gente de toga. Cuando se decidió que fuera clérigo, tal vez de acuerdo con sus inclinaciones, fue enviado a la universidad, donde su pensión, que dejaba todas las semanas en manos del cura ecónomo, era de diez sous. Estudió con el maestro Jean de Conflans. Aristóteles y la lógica no parecen haberlo atraído mucho, ya que se burla de ellos sin piedad en su primera obra. Pero las leyendas del Antiguo y del Nuevo Testamento, la historia de Ammón, la de Sansón, el cuento griego de Orfeo, la vida de Tais, las conmovedoras aventuras de Helena y de Dido le dejaron vivos recuerdos. Desde una edad temprana adquirió el gusto por las viejas narraciones francesas y por los héroes de nuestra tradición. De hecho, su primer poema, el primer boceto que traza, siendo aún estudiante y que se ha perdido, era una composición heroico-cómica. La historia de esta obra está tan íntimamente ligada a la vida que llevaba François Villon durante este periodo, que es necesario que hagamos del mismo una exposición sucinta.

En 1452 la universidad estaba en un gran desorden, y François Villon ingresó en el momento en que los estudiantes eran más rebeldes y tumultuosos. La agitación se prolongaba desde 1444. El rector, con el pretexto de que había sido insultado por negarse a pagar una contribución, hizo cesar las clases desde el 4 de septiembre de 1444 al 4 de marzo de 1445, Domingo de Pasión. Existían precedentes, y la universidad ya había ganado la causa en un episodio de este tipo en 1408. Sin embargo, la justicia laica fue severa; algunos estudiantes fueron llevados a prisión y, a pesar de las protestas de la universidad, el rey Carlos VII hizo que se juzgara el caso en el Parlamento y amenazó con perseguir a los responsables del cese de las lecciones y los sermones. El cardenal Guillaume d’Estouteville fue delegado por el papa Nicolás V para que redactara un acta de reforma (1º de junio de 1452). Pero los estudiantes no aceptaron el nuevo reglamento. Se habían habituado al libertinaje. El procurador del rey, Popaincourt, protestando ante el Parlamento en junio de 1453, dijo que desde hace cuatro años a esta parte ha venido a notarse que algunos de la universidad cometían diversos excesos de los que se murmuraba en París, como haber arrancado mojones[2] y haber ido al Hostal del Rey[3] portando armas y no hacía mucho se habían trasladado con escaleras a la Puerta Baudet y habían arrancado de las casas las enseñas sostenidas con ganchos de hierro y se estaban jactando de tener otras enseñas.

Entre los mojones así arrancados, había una piedra muy notable, situada delante del palacio de la señorita de Bruyères, en la calle de Martelet-Saint-Jean, frente a Saint-Jean de Grève[4]. Desde 1322, el palacio mencionado lleva el nombre de Hôtel du Pet-au-Diable[5]. El mojón plantado frente a su fachada era una de las curiosidades de París. Sin duda estaría cincelado y cubierto de adornos. Fue robado en 1451 y el Parlamento comisionó en noviembre del mismo año a Jean Bezon, teniente de lo criminal, para que se informara sobre el lugar al cual había sido transportado, con orden de apresar a todos los que encontrara culpables. Jean Bezon lo recuperó y, esperando el proceso, lo hizo llevar al Hôtel du Roi, o Palacio de Justicia. Pero desapareció nuevamente y no se lo volvió a hallar hasta el 9 de mayo de 1453. Por otra parte, la señorita de Bruyères, persona vieja y caprichosa que gustaba de quejarse, orgullosa de su palacio y de la torre, que le daba una apariencia feudal —por lo que desde hacía años rehusaba pagar impuestos a la Comandancia de Temple—, se cansó de esperar e hizo remplazar el mojón. En cuanto la nueva piedra fue plantada ante el palacio de la calle de Martelet-Saint-Jean fue robada al igual que la primera.

Nadie ignoraba que los culpables eran los estudiantes de la universidad. Habían puesto una de las piedras sobre la montaña de Sainte-Geneviève, y la otra sobre el monte Saint-Hilaire, un poco más abajo, en el lugar del Colegio de Francia. Allí, entre ceremonias burlescas, habían casado a los dos mojones y consagrado sus privilegios. Todos los que pasaban por allí, y sobre todo los oficiales del rey, estaban obligados a cubrirse ante las piedras y a respetar sus prerrogativas. Los domingos y días de fiesta coronaban los mojones con “sombreros” de romero, y por la noche los estudiantes bailaban a su alrededor “al son de flautas y tambores”. Los estudiantes de la curia se habían unido a los otros en estas diversiones. Por la noche rompían las enseñas con gran tumulto, gritando: “¡Muera! ¡Muera!” para hacer que los burgueses se asomaran a las ventanas. Habían ido al mercado a descolgar la enseña de La Marrana que Hila, y uno de ellos, al caer de la escalera, que era demasiado corta, se mató en el acto. En la Puerta Baudet habían tomado la Enseña del Oso, más allá tomaron la del Ciervo y la del Papagayo. Se proponían celebrar el matrimonio de la Marrana y el Oso, con el Ciervo por testigo, y darle el ave a la recién casada como regalo de bodas. En Vanves habían raptado a una joven a quien mantenían desde entonces en su fortaleza. En Saint-Germain-des-Prés habían robado treinta gallinas y pollos. Los carniceros de la montaña de Sainte-Geneviève se quejaron al prebostazgo: los estudiantes se habían llevado los ganchos de hierro donde colgaban sus pedazos de carne. Finalmente se retiraron sobre la montaña, en el Palacio Saint-Etienne, donde tenían las enseñas, dos palancas cubiertas de sangre, los ganchos de hierro, un pequeño cañón y grandes espadas.

Esta extraña turbulencia duró hasta el mes de mayo de 1453. Los estudiantes “pululaban”, según los testigos, sobre la montaña de Sainte-Geneviéve. Los burgueses se lamentaban y los comerciantes se quejaban. Es probable que François Villon, que estaba aún en la universidad durante el verano de 1452, tomara parte en estas diversiones. Una tradición constante le atribuye picardías famosas durante esos años felices. Algunos de sus compañeros compusieron sobre esos temas unos cuentos en verso llamados Repues franches[6], y que se publicaron bajo el nombre de François Villon, por lo que Longnon las clasificó resueltamente como pruebas en su contra. Por estos cuentos nos enteramos que Villon y sus amigos hurtaban, para comer, pescado en la pescadería, tripas de una tripería del Petit-Pont, pan en la panadería, piezas de carne en la rosticería y vino de Beaune en la taberna de la Pomme de Pin. Este famoso “agujero” de la Pomme de Pin era un cabaret de la cité, en la calle de la Juiverie, con una segunda entrada por la calle de Feves, de no muy buena reputación, ya que en 1389 un ladrón común llamado Jeannin la Grève efectuó allí, con uno de sus camaradas, la repartición de una docena de escudillas robadas. El sitio se mantuvo célebre hasta los tiempos de Rabelais y aun después, conservando todas sus tradiciones de vida bohemia. En los tiempos en que François Villon la frecuentaba, esta taberna pertenecía a Robin Turgis. Villon menciona varias veces a Robin Turgis en el Gran testamento, y confiesa el hurto, luego tan conocido por las Repues franches. Por otra parte, sabemos que Villon abandonó París en 1456 y que no volvió hasta después de la publicación del Gran testamento, en 1461. Tenemos entonces que ubicar el robo del jarro de vino de Beaune en los años que preceden a su partida, es decir 1452 o 1453, cuando los estudiantes robaban las gallinas de Saint-Germain-des-Prés y los ganchos de hierro de los carniceros de la montaña de Sainte-Geneviève. Ésa es la época que Villon echa de menos:

Je plaings le temps de ma jeunesse,

Ouquel j’ay plus qu’autre gallé…

…………………………………

Hé Dieu! se j’eusse estudié

Au temps de ma jeunesse folle,

Et á bonnes meurs dedié,

J’eusse maison et couche molle

Mais quoy? je fuyoie l’escolle,

Comme fait le mauvais enfant…

En escripvant ceste parolle,

A peu que le cueur ne me fent[7].

Cuando llevaba esa vida fácil, alojado en la casa del capellán, mantenido por éste, sin preocupaciones, François Villon pudo mirar a su alrededor y tomarle el gusto a las descripciones realistas del verdadero París. En la esquina de una calle, entre Isabeau y Jehanneton, se encontró con “la belle qui fut heaulmière[8]”, vieja y canosa, cuyo astuto galán había muerto hacía más de treinta años. Ella alcanzó una edad extraordinaria, pues ya en 1410 había protagonizado un escándalo con el famoso Nicolas d’Orgemont, quien tuvo piedad de ella. Por otro lado, como la señorita de Bruyères, que debió de haber tenido un carácter bastante difícil, seguramente —y con la ayuda de sus camareras, que “tienen el pico tan afilado”— injuriaba a los estudiantes cuando iban en tumulto a arrancar los mojones de la calle de Martelet-Saint-Jean, Villon hizo sobre ella la balada “IL n’est bon bec que de Paris[9]”.

Finalmente, durante aquellos años Villon se relacionó mucho con dos estudiantes de mala vida, Regnier de Montigny y Colin de Cayeux. En agosto de 1452, Regnier de Montigny, que pertenecía a una familia de la nobleza de Bourges, fue condenado al destierro por haberles dado una buena tunda a dos sargentos, una noche, a la puerta del “Ostel de la Grosse Margot[10]”. Regnier de Montigny estaba con dos compañeros, Jehan Rosay, y un tal Taillelamine. Rosay fue aprehendido con él, y los volveremos a encontrar más tarde, acusados ambos en un terrible proceso. Hay que reconocer que en esa ocasión se trataba de una calaverada pesada de estudiantes. Uno de los sargentos, que estaba en servicio, desenvainó su daga, Montigny se la arrancó de las manos y golpeó con el mango la chichonera de su caperuza. No parece que François Villon ayudara a sus amigos esa noche. Pero conocía muy bien la casa con la enseña de la Grosse Margot, que sin duda frecuentaba con Montigny. La frase pintada en la plancha de madera colgada sobre el pórtico, “très douce face et pourtraicture” (“de cara y porte muy dulces”), le inspiró una balada cínica. No queremos decir con esto que el poema no relate un episodio real de la vida irregular del poeta: el proceso de aquellos que serían sus compañeros algunos años más tarde no deja ninguna duda al respecto; pero hay un equívoco literario. Si nos fijamos en que el primer verso del envío, que trasmite tanto desengaño:

Vente, gresle, gelle, j’ai mon pain cuit[11]!,

fue elegido para formar la primera letra del acróstico del nombre de Villon, resulta claro que esta balada es sobre todo un logro poético excepcional. Nada parece forzado ni ajustado en ella y en esto consiste la superioridad del arte del poeta.

Colin de Cayeux era hijo de un cerrajero que parece haber vivido en el barrio de Saint-Benoît-le-Bétourné, cerca de la Sorbona. Probablemente allí conoció desde temprana edad a François Villon. Este Colin era estudiante, y en 1452 ya había tenido dos veces problemas con la justicia por fullero, y había sido entregado al obispo de París. Era, pues, ya desde entonces, un hombre de muy malos hábitos. También, más tarde, lo encontramos en compañía de François Villon y de Regnier de Montigny. Estos dos amigos dieron ocasión a Villon de pasar rápidamente de la vida universitaria y colegial a una existencia de crimen y vagancia. Al mismo tiempo, sus relaciones con ellos le plantearían una especie de segunda existencia, baja y oscura, que probablemente debió atraer a una naturaleza de por sí depravada. Durante sus correrías nocturnas, en las que frecuentaba toda clase de gente, debió conocer barqueros, alcantarilleros, como Jehan le Loup, o camorristas, como Casin Cholet, con los cuales se iba a robar patos que sacaban de los muros de la ciudad. Este Casin Cholet, que era un gran buscapleitos, se batió con otro compañero de Villon, Guy Tabarie, antes de 1456, y después el 8 de julio de 1465 se divirtió dando falsas alarmas a los parisinos, gritando durante la noche: “¡Meteos todos en vuestras casas y cerrad vuestras puertas, los de Borgoña han entrado en París!”. Por esta fechoría lo encerraron en la cárcel en agosto, y lo azotaron en la vía pública. Era entonces sargento de Châtelet, y Villon tuvo varios compañeros entre los Unze-Vingts, como se les llamaba: Denis Richier, Jehan Valette, Michault du Four y Hutin du Moustier, todos gente de mala vida, alborotadores y borrachines; frecuentó a Hutin du Moustier por lo menos hasta 1463. En cuanto a Guy Tabarie, lo hallaremos más tarde mezclado en un asunto criminal.

Mientras tanto, los habitantes de las montañas de Sainte-Geneviève y de Saint-Hilaire, como la señorita de Bruyères, continuaban quejándose al preboste de París de la conducta licenciosa de los estudiantes. En la mañana de San Nicolás (el 9 de mayo de 1453), el preboste de París Robert d’Estouteville, el teniente de lo criminal, Jean Bezon, y algunos examinadores de Châtelet, junto con sargentos armados de garrotes, se presentaron en el barrio de las Écoles.

Los estudiantes habían anunciado que habría “cabezas golpeadas” si se les molestaba; pero esa mañana muchos de ellos estaban en la misa de sus “naciones”. Los sargentos forzaron las puertas de tres casas de la calle Saint-Jacques, donde estaban guardadas las enseñas descolgadas, arrancaron los mojones y los metieron en una carreta. Luego desfondaron un tonel de vino en una de las casas y bebieron y comieron de las provisiones de los estudiantes, ya que estaban en servicio extraordinario. Luego de beber, encontraron a la joven raptada en Vanves, que estaba cortando unos puerros, y la metieron también a la carreta, cubierta con la capa de un estudiante. Uno de los sargentos se disfrazó, en son de broma, con la toga de un estudiante y una caperuza, y los otros lo llevaban, para reírse, cogido por los brazos, como representante de los estudiantes de la universidad, golpeándolo por todos lados y gritándole: “¿Dónde están tus compañeros?”. Sin duda, después de haberse apoderado de los mojones y las enseñas, el teniente de lo criminal había dejado la ejecución de las órdenes en manos de sus sargentos. Finalmente, en el palacio del preboste de Amiens, en donde se alojaban muchos estudiantes que estaban bajo la dirección de un pedagogo, arrestaron a unos cuarenta y los llevaron a Châtelet. A los estudiantes la aventura les parecía divertida, y la celebraban, pero el teniente de lo criminal se indignó y, cuando un estudiante llegó a ver a su camarada prisionero, lo retuvo también en Châtelet. Mientras los interrogaba, seguían riéndose a carcajadas, al grado que el teniente le dio dos bofetadas a uno de ellos y gritó: “¡Vive Dios! ¡Si yo hubiera estado en ese lugar, habría habido muertos!”.

Fue lo que ocurrió por la tarde. El rector, a la cabeza de ochocientos estudiantes, formados en columna de a nueve en fondo, vino a reclamarle sus prisioneros al preboste, Robert d’Estouteville, que vivía en la calle de Jouy. El preboste consintió en entregar a los estudiantes, pero desgraciadamente, después de que Robert d’Estouteville envió las órdenes al teniente de lo criminal y a los sargentos con su barbero, hubo insultos entre estudiantes y gente de la patrulla. Se armó una trifulca terrible. Los estudiantes atacaron a pedradas, y los sargentos se defendieron con sus mazas y sus arcos. Un joven estudiante de derecho murió ahí mismo. El arquero Clouet tenía ya apuntado al rector; alguien desvió la flecha. Un pobre cura fue arrojado al arroyo y más de ochenta personas le pasaron por encima; perdió su caperuza y su capelo, y al encontrar a un sargento que estaba vestido con una cotilla violeta, le hizo notar que era cura, pero el sargento le tiró una cuchillada. Corrió entonces hacia la casa de un talabartero, que lo ahuyentó, y huyó luego al ver gente armada con palas y garrotes. Dos chiquillas le ofrecieron asilo pero él no aceptó por pudor. Finalmente logró llegar hasta la casa de un barbero, donde encontró muchos estudiantes metidos dentro de arcones y bajo las camas; él se refugió bajo la mesa, y gritaba que le dieran algo de beber.

Así fue la reyerta, juzgada en el Parlamento a pedido de la universidad, que ganó la causa, como ya era habitual, el 12 de septiembre de 1453. El origen del pleito había sido la piedra del Pet-au-Diable, robada del frente del palacio de la señorita de Bruyères. La aventura inspiró a Villon, quien, en 1461, presentó al maese Guillaume de Villon el manuscrito de su primer poema:

Je luy donne ma librairie

El le Rommant du Pet-au-Diable

Lequel maistre Guy Tabarie,

Grossa qui est homs véritable.

Par cayers et soubz une table.

Combien qu’il soit rudement fait,

La matière est si tres notable

Qu’elle amende tout le meffait[12].

Esta composición del Pet-au-Diable, que no ha llegado hasta nosotros, era una obra heroico-cómica en la cual Villon relataba la vida alegre de los estudiantes y también sus chascos. Probablemente contenía baladas intercaladas como el Roman de la rose, de Guillaume de Dol; el Roman de la violette, de Gérard de Nevers, o el de Meliador, de Froissart. Entre ellas podemos incluir, sin temor a equivocarnos, la Ballade des femmes de Paris. Por otra parte, el asunto de las enseñas daba “materia notable” para las bromas. Estos enredos siguieron siendo familiares en la obra de Villon. Eran muy del gusto de la época. En esos días se publicó una bufonada en prosa, Mariage des IV fils Hemon, que es el nombre de una enseña robada a la que los estudiantes casan con otra enseña, las Tres muchachas Dan Simon. Las Tres doncellas, que estaban delante de la casa de Jean Truquan, debían escoltar a las desposadas, y El Caballero del Cisne, de la calle de Lavandières, las conduciría al altar. Sin duda se hablaba, en la obra de François Villon, de un matrimonio parecido entre el Oso de la Puerta Baudet y la Marrana que hila del mercado, con el Papagayo para divertir a la novia y el Ciervo para oficiar la ceremonia. En otro sitio hablaría, tal vez, de los jarros de vino de Aulnis, que los estudiantes bebían en La Pomme de Pin y de las pillerías que hacían en la calle Saint-Jacques, en la de Juiverie y en el Petit-Pont. En las Repues franches encontramos fragmentos de todo esto.

¿Habrá participado Villon activamente en los desórdenes de la universidad? Nada lo demuestra, y él tenía un carácter que lo llevaba más bien a ser espectador. Cuando estuvo mezclado directamente en algo, mantenía siempre, durante la acción, una actitud de espera. Además, las relaciones que mantenía en esa época con el preboste de París le hubieran dificultado manifestar una oposición declarada. Todo permite suponer que en 1452 frecuentaba la casa de Ambroise de Loré, esposa de Robert d’Estouteville, en la calle de Jouy. Era una persona encantadora, afable e inteligente. Cuando Robert d’Estouteville cayó en desgracia, en 1460, Jehan Advin, consejero en el Parlamento, hizo una requisición en su casa; se revisaron cajas y cofres “y cometieron actos de rudeza en dicha casa, relata el autor de la Crónica escandalosa, contra la dama Ambroise de Loré, mujer del llamado d’Estouteville, que era muy juiciosa, noble y honesta dama. ¡Que Dios los castigue por sus obras, pues lo tienen bien merecido!”. El mismo cronista, al relatar la muerte de Ambroise de Loré, el 5 de mayo de 1468, repite que era “noble dama, buena y honesta, en cuya casa todas las personas nobles y honestas eran bien recibidas”. Tal vez algunos poetas eran recibidos en su casa. La fortuna y la alta posición social de su marido permiten suponerlo. Las obras de Alain Chartier contienen una endecha de catorce octavillas “presentada en París el año 1452”. Las primeras letras de cada octavilla componen el nombre de Ambroise de Loré. La endecha no es de Alain Chartier, fue recopilada con sus obras por error. Se deduce, pues, que los poetas componían versos para esta dama y que ella los recibía. De igual manera, François Villon dirigió a Robert d’Estouteville una balada que lleva el nombre de Ambroise de Loré en acróstico. Por un tiempo se creyó que fueron escritos en ocasión de su casamiento, pero hay una alusión muy clara al niño, que se parece a Robert d’Estouteville. Por lo tanto, la balada fue probablemente escrita en el año 1452, cuando otro poeta cantaba también a Ambroise de Loré.

No sabemos cuáles fueron las ocupaciones serias de François Villon cuando dejó la universidad, a principios de 1453. Vivía aún en el claustro de Saint-Benoît. Tal vez obtuvo, por intermediación del capellán, permiso para instalar una pequeña escuela. En aquella época debió haber tenido como alumnos a los tres “pobres huerfanitos”: Colin Laurens, Girard Gossouin y Jean Marceau. Podemos suponer lo que les enseñaba, a partir de la lista de libros que la reina María de Anjou hizo comprar para el delfín Luis XI, cuando éste tenía alrededor de once años de edad. Estos libros de clase eran “el Donato”, tratado de gramática del siglo IV de Elio Donato; “ung sept pseaumes”; es decir, los salmos de la penitencia, que se enseñaba a los niños antes de las Horas; “ung accidens”, sin duda una gramática que trataba de las declinaciones y las conjugaciones; “ung Caton” o los dísticos morales de Dionisio Catón, y finalmente “ung doctrinal”, el Doctrinale puerorum de Alexandre de Villedieu. Un poco después se pasaba a la Lógica de Occam. Villon parece haber conocido bien el Donato, justo por habérselo enseñado a estos tres niños durante los años 1453 y 1454. Podemos también suponer que continuaba frecuentando a Ambroise de Loré, a la vez que estrechaba relaciones con las malas compañías que lo arrastraron a sus aventuras. Debe de haber sido por una intriga amorosa que tuvo la lamentable riña del 5 de junio de 1455. Ese día tomaba el fresco, después de cenar, sentado sobre una piedra, bajo la esfera del reloj de Saint-Benoît-le-Bétourné, en la calle Saint-Jacques. Conversaba con un cura, de nombre Gilles, y una joven llamada Isabeau. Se hacía tarde esa noche de verano; eran las nueve. François Villon, por no pasar frío, llevaba sobre los hombros un ligero abrigo. Mientras conversaban, llegó un cura, Philippe Sermoise, acompañado por un estudiante de Tréguier, maese Jehan le Mardi. Philippe parecía excitado. En cuanto vio a Villon, gritó: “¡Maldito sea Dios! ¡Maese François, por fin nos encontramos!”. Ante esto Villon se levantó calmadamente y lo invitó a sentarse a su lado. Pero Philippe rehusó de mala manera. Villon le dijo, sorprendido: “¿Por qué está usted tan enfurecido, buen señor?”. Sin duda, el tono ofendió a Philippe, al igual que la calmada insolencia de sus palabras, por lo que le dio a Villon un fuerte empellón que lo sentó. Los demás asistentes, al ver que se preparaba una riña, se alejaron prudentemente, mientras que Philippe desenvainaba una larga daga y golpeaba a Villon en el labio superior. Villon, con el labio partido y la boca llena de sangre, desenvainó la daga que llevaba en la cintura, bajo el abrigo, e hirió a Philippe en la ingle; pero Jehan le Mardi, que había regresado, le arrancó la daga, que sostenía con la mano izquierda. Entonces Villon cogió una piedra y la arrojó a la cara de Philippe, quien cayó en el acto. En cuanto Villon vio que el cura había caído, se apresuró a buscar un barbero para hacerse curar. Como el barbero tenía que hacer un informe, le pidió su nombre y el de la persona que lo había herido. Villon le dio el nombre de Sermoise “para que el día siguiente fuera detenido y llevado a prisión”, pero él dijo llamarse Michel Mouton. No podemos pasar por alto, en esta escena, relatada en dos cartas de indulto que fueron tomadas de las propias declaraciones de François Villon, algunos de sus rasgos característicos. No se puede dudar de que él sabía que había irritado a Philippe Sermoise. Sin embargo, se pone de pie a su llegada, y lo invita a sentarse a tomar el fresco; lo trata de “buen señor”, se hace el sorprendido y, cuando se defiende, ataca al bajo vientre, y con la mano izquierda. Hay algo de traición en la pedrada final. Y, después de haber herido gravemente a su adversario, se apresura a denunciarlo para hacerlo arrestar. En cuanto a él, no quiere tener problemas con la justicia; utiliza de momento el nombre “Michel Mouton”, como si lo tuviera preparado desde tiempo atrás para utilizarlo en este tipo de situaciones. Era el primer problema grave en el que se veía comprometido; pero su actitud fue la misma, en una situación análoga, en 1463. Tendrá el mismo temor de ser llevado ante la justicia; intentará, como en esta ocasión, disimular; preferirá preparar los golpes y aprovecharlos a participar en su ejecución, y, en la riña de 1463, llegará hasta incitar a sus compañeros a que se metan en una trifulca, por razones que sólo él conoce, pero cuidándose bien de participar, para darse a la fuga a las primeras puñaladas. La mentira seguirá siendo de las características más marcadas de su carácter y, como se verá, durante el tiempo que pasó en Blois, Carlos de Orleáns parece haberse dado cuenta de ello.

A todo esto, Philippe Sermoise fue llevado a la prisión del claustro de Saint-Benoît, donde fue interrogado por un examinador de Châtelet. Se dice que allí declaró que perdonaba a su agresor “porque tenía sus razones para hacerlo”. Pero esto se afirma en una carta de indulto redactada por indicaciones de François Villon. Luego lo trasladaron al hospital del Hôtel-Dieu, donde murió el sábado siguiente. A pesar de la protección de maese Guillaume y del pretendido perdón del cura, François Villon fue arrestado, llevado a Châtelet y juzgado por el prebostazgo. El asesinato de un cura constituía un asunto grave, y las heridas de daga en la parte inferior del cuerpo estaban severamente penadas. Villon fue condenado a la horca. No conocemos los detalles del proceso, pero él creyó estar en peligro de ser ejecutado. La costumbre era torturar a los asesinos antes de ahorcarlos. Hay muchos puntos poco claros en este proceso a Villon. No podemos explicarnos por qué no exigió que se le sometiera a la jurisdicción del obispo de París, ya que era estudiante del clero. La justicia eclesiástica era, en general, menos dura, y la más grave de las condenas sólo llegaría a ser la de prisión perpetua a pan y agua. Muchos malhechores se hacían hacer falsas tonsuras y se aprendían la ceremonia de iniciación, la recitación de los salmos, y las dos bofetadas del obispo. Pero los jueces laicos exigían, para otorgar el privilegio de clerecía, una carta de tonsura o la declaración de testigos de la ceremonia. Además, el obispo se mostraba estricto en cuanto a sus prerrogativas; en 1390 fue condenado un secretario de juzgado que se encargaba de recoger, para los tribunales eclesiásticos, la lista de los que se decían estudiantes de clerecía. Se puede suponer que Villon intentó recurrir a este medio. Pero era fácil demostrar que frecuentaba mujeres, como aquella Isabeau, que estuvo tan cerca la noche del asesinato. Entonces se dijo que el estudiante de clerecía era bígamo, puesto que se había casado con mujer, además de con la Iglesia, y volvió a quedar bajo la jurisdicción laica. El preboste lo condenó a que se le afeitara toda la cabeza, a “ser simplemente calvo”, para hacer desaparecer la tonsura. Luego se le sometió a juicio, como a cualquiera. Debieron dejarlo sin un solo pelo, ya que él mismo escribe, refiriéndose a su apelación, en el Gran testamento:

Il fut rez, chief, barbe et sourcil,

Comme ung navet qu’on ret ou pelle[13].

El prebostazgo, luego de condenarlo a afeitarse la cabeza, lo trató como a cualquier lego. Lo torturaron en el caballete, y le daban de beber con un trapo. Entonces, a Villon se le ocurrió apelar al Parlamento. Tal como se hacía habitualmente con los que apelaban, fue trasladado a la prisión de la Conciergerie. A estas alturas, se puede suponer que Robert d’Estouteville se mostrara indulgente con un poeta que era amigo de su mujer. No opuso ninguna dificultad a la apelación de Villon, aunque en general el preboste se preocupaba poco por este tipo de pedidos, que rara vez eran atendidos. Etienne Garnier, carcelero de la Conciergerie, veía la situación del nuevo prisionero con escepticismo. No creía que el Parlamento pensara que Villon había “apelado correctamente”. Ignoramos cómo se manejó esta apelación, ya que los registros del Parlamento no la mencionan, pero fue considerada, y la pena se conmutó por el exilio. Villon debía abandonar París inmediatamente. Entonces se redescubrió poeta y, en reconocimiento al Parlamento, escribió una balada en la cual agradecía con sus cinco sentidos el que le hubieran devuelto la vida. En el envío de la balada pedía tres días para prepararse, despedirse de los suyos, y pedirles un poco de dinero. En cuanto a Etienne Garnier, se burla de él diciéndole:

Que vous semble de mon appel,

Garnier? feis-je sens ou folie?

………………………………………

Cuidiez-vous que soubz mon cappel

Y eust tant de philosophie,

Comme de dire: “J’en appel?”.

S’y avoit, je vous certiffie,

Combien que point trop ne m’y fie.

Quand on me dit, present notaire:

“Pendu serez!” je vous affie,

Estoit-il lors temps de me taire[14]?

Gracias a este poema podemos conocer la fecha en que Villon fue condenado. Étienne Garnier era carcelero de la Conciergerie en 1453, pero el 10 de febrero de 1456 fue remplazado por Jean Papin, quien se mantuvo en funciones hasta 1470. En uno de los manuscritos legítimos del Gran testamento (el que perteneció al presidente Fauchet), la Ballade de l’appel llevaba por título: La question que fit Villon au clerc au guichet[15]. El Garnier a quien Villon se dirige en ella es, pues, Étienne Garnier. Sólo nos queda saber si la condena de Villon fue anterior a febrero de 1456. Como en 1452 estaba en la universidad y, de acuerdo con las cartas de indulto de enero de 1455, su único delito hasta ese momento había sido el asesinato de Philippe Sermoise, podemos deducir que fue condenado a la horca y luego al exilio a causa de lo ocurrido en junio de 1455. Además, la segunda carta de indulto menciona el exilio. Si consideramos el episodio de esta manera, veremos la célebre Balada de los colgados desde otro punto de vista. El título nos dice que Villon la compuso para él y para sus compañeros, ya que creía que iba a ser colgado junto con ellos. Desde lo alto del cadalso de Montfaucon, Villon gritaba:

Vous nous voiez cy atachez cinq, six[16].

Como Villon cometió después crímenes asociado con otros, era fácil imaginar que hablaba en nombre de varios condenados. Pero esta balada fue compuesta después de la riña de 1455, en la cual Villon no tenía cómplices, así que los compañeros de los que habla no son más que sus vecinos en el cadalso. El esfuerzo literario es mayor, y el enfoque de la imaginación más fuerte. Villon se queja, en el cadalso, al lado de camaradas acusados de diversos crímenes que comparten su suerte por casualidad. Y sin embargo, se siente ligado a ellos por un cierto sentimiento de solidaridad. No parece haber cometido más que un solo acto de violencia, pero ya experimenta la fraternidad del crimen.

Hacia fines del mes de junio de 1455 Villon abandonó París, exiliado por la justicia. Dejaba atrás su refugio de Saint-Benoît, su relación con el maese Guillaume de Villon, Ambroise de Loré y las charlas del palacio de la calle de Jouy, para iniciar una vida de vagabundo, casi sin dinero y sin conocer otro oficio que el de estudiante de clerecía. Nada de lo que había hecho durante su vida le resultaría de ninguna utilidad. Pero tenía otros amigos y si bien Casin Cholet y Jehan le Loup no tenían más que la estrecha experiencia de los alrededores de París, Regnier de Montigny y Colin de Cayeux podían enseñarle a François Villon formas de ganarse la vida y de hacer contactos rápidos por todas las grandes rutas del reino.

sábado, 27 de enero de 2024

Libros y literatura [15, 22 y 29 de Octubre de 1926] ROBERT MUSIL DEL LIBRO ENSAYOS Y CONFERENCIAS




 Libros y literatura

[15, 22 y 29 de Octubre de 1926]

Aviso

Crítico, ¡vaya un empleo de guarda forestal literario! Vaya por delante que

yo no entiendo nada del oficio, y por añadir de inmediato algo que ilumine

aún más mi adecuación al cargo, a mí no me gusta leer libros.

Recuerdo que no he leído sino muy rara vez un libro hasta el final desde

hace ya años, salvo que fuera científico o alguna novela rematadamente mala,

de esas en que se te quedan los ojos clavados como si estuvieras viendo a

alguien comerse un gran plato de macarrones en aguardiente. Si por el

contrarío un libro es verdadera literatura, rara vez se pasa de la mitad; al irse

alargando la lectura crece exponencialmente una resistencia hasta hoy inexplicada;

como si las puertas por las que un libro ha de entrar se cerraran por una

convulsión nerviosa. Tan pronto se empieza a leer un libro, ya no se encuentra

uno en un estado natural, sino que se siente sometido a una operación. Se le

coloca en la cabeza un embudo de Nürenberg, y un individuo extraño trata de

trasegarle a uno el saber de su corazón y sus ideas. ¡No es extraño que se

escape de esa presión en cuanto se pueda!

Los americanos son otra cosa. Un hombre como Jack London, siendo tan

vivaz y tan sensato como es, no se tiene por tan bueno como para no ir a la

escuela del bendito capitán Marryat que alegró nuestra infancia, o para no

devanar su madeja exclusivamente con el vellón del carnero salvaje que, con

razón, sospecha en el interior del lector. Si de paso logra meter de contrabando

una o dos ideas profundas o alguna escena vigorosa, ya se da por más que

satisfecho; pues él ve la literatura como un negocio humano, que tiene que

ofrecer algo al comprador y al vendedor. Por el contrario los alemanes

practicamos una literatura de genios hasta alcanzar lo más hondo del kitsch

moral. El autor siempre es un ser humano inhabitual; o siente de una manera

inhabitualmente osada o inhabitualmente habitual; siempre está desplegando

ante nosotros su sistema anímico, ordenado de ésta o de aquella manera, para

que lo imitemos. Rara vez es un hombre que mire el entreternos como su

deber, y cuando lo hace, habitualmente naufraga sin resistencia en un

entretenimiento desmesuradamente vulgar, como campeón del sentimentalismo

o la hilaridad. (Quizás se pueda contar luego algo más al respecto). Por lo

demás, poco habría que objetar al afán de genialidad en cualquier literatura.

Sólo, naturalmente, una cosa: es muy poco probable que ni el más grande de

los pueblos pudiera producir suficiente número de genios para semejante

literatura.

¿No saben escribir los escritores, o no saben leer los lectores?

Se dice que la culpa la tienen los libros, y que los escritores alemanes no

saben escribir. Es una hipótesis muy amable, y muy esclarecedora para explicar

el peculiar desasosiego en que se ve uno metido cuando se pone a leer un libro.

¡Pero no olvidemos nunca que es una mera hipótesis! Como todas las

hipótesis, vela un hecho con un exceso, y si se quiere retener la desnuda

verdad que se esconde en esa afirmación de que los escritores no saben

escribir, lo único que se logrará constatar será simplemente que los lectores

alemanes ya no saben leer. Esto es lo único que queda firmemente establecido

y de lo que se puede partir. Los lectores alemanes sentimos hoy,'una rara

oposición de fondo contra nuestros libros, aún sin explicar. Todo lo demás es

extremadamente oscuro. También lo es quién y qué tenga la culpa. Cuestión

ésta para la que viene bien empezar por mirar alrededor, bien que mal, cómo

lee hoy en realidad un ser humano que no siente ninguna alegría al leer un

libro y que no obstante gasta su tiempo con él.

Vamos a acercarnos a esta cuestión con muchas precauciones, para no dar

la impresión de que conocemos una respuesta satisfactoria que pudiera hacer

caer a nuestros editores en un acceso de fiebre del oro.

Tampoco entenderemos por ser humano esas benditas víctimas de la

literatura por entregas, entre las que todavía da vueltas un auténtico entusiasno

lector, sino aquellos hombres que leen con la misma seriedad con que se elige

un consejo parroquial o el nombre del primogénito.

Hoy ya no hay genios

Ahora bien, el trato con estos últimos muestra al momento un fenómeno

al que le corresponde evidentemente un sitip en estas consideraciones: cuando

dos señores tan responsables se encuentran en alguna parte y su conversación

toma un rumbo elevado, no transcurren cinco minutos sin que den con alguna

expresión común para una convicción que, puesta en palabras, rezaría más o

menos así: ¡de todas maneras, es que hoy ya no hay genios, ni obras maestras!

No están pensando, de ninguna manera, en la especialidad a la que ellos

representen. Tampoco se trata de una forma particular de nostalgia de los

buenos^ y viejos tiempos. Pues lo que se pone de manifiesto es que los

cirujanos no consideran por ningún concepto a la época de Billroth más grande

quirúrgicamente hablando que la suya, que los pianistas están plenamente

convencidos de que la interpretación pianística ha hecho progresos desde

Liszt, e incluso que los teólogos albergan la convicción de que, pese a todo,

alguna que otra cuestión eclesiástica se conoce hoy mejor que en los días de

U N IV E R S ID A D D E A N T IO Q U IA 1 8 3

B I B L IO T E C A C E N T R A L

Cristo. Sólo en cuanto los teólogos se ponen a hablar de música, literatura o

ciencias naturales, o el científico natural de música, literatura y religión, o el

literato de ciencias naturales, etcetera, cada uno de ellos se muestra convencido

de que los demás no dan ni una a derechas, y de que, por mucho talento que

haya en esas aportaciones debidas a la comunidad, le siguen debiendo a la

comunidad lo más importante, lo último, eso que sería justamente el genio.

Este pesimismo cultural a costa de los demás es hoy un fenómeno

ampliamente difundido. Se encuentra en una peculiar contradicción con la

energía y habilidad que se despliegan por doquier en cada actividad particular.

Se tiene la impresión de que un ogro que come, bebe y trabaja descomunalmente

no quiere enterarse de nada de eso, y se tiene por una débil muchacha sin

alegría fatigada por su anemia. Hay muchas hipótesis que tratan de explicar el

fenómeno, empezando por la de verse como último peldaño de una humanidad

que se va volviendo desalmada, y hasta llegar a aquélla en la que uno se ve

como primer peldaño hacia algo de alguna manera nuevo. Vendría bien no

aumentar el número de tales hipótesis sin necesidad, y volverlas a revisar mejor

después de echar un vistazo a algunos otros fenómenos cercanos.

No hay más que genios

Pues en aparente contradicción con esa acritud que se acaba de describir,

está la ligereza con que hoy se otorgan las más altas alabanzas cuando a uno

se le antoja, y aun así, en el fondo probablemente ambas sean una sola cosa.

Tómese quien quiera la molestia de reunir durante un largo período

nuestras reseñas y comentarios de libros, con método y con el propósito de

alcanzar una visión de conjunto de los movimientos espirituales de la época.

Al cabo de unos años, se asombrará poderosamente de ver con cuánto heraldo

del alma éstremecedor a más no poder, cuánto maestro de la escena, cuánto

poeta excelso, insuperable, hondísimo, absolutamente grande y, por fin, con

cuánto gran poeta de nuevo se ha visto obsequiada la nación, cuán a menudo

se ha escrito la mejor historia de animales, la mejor novela de los últimos diez

años y el libro más hermoso. Si se tiene la oportunidad de hojear con

frecuencia tales recopilaciones, uno siempre se vuelve a asombrar de la

vehemencia de los efectos momentáneos, de los cuales, en la mayoría de los

casos, no se ve ya ni rastro pocos años más tarde.

Se puede hacer una segunda observación. Más que críticos individuales, son

círculos enteros los que se impermeabilizan herméticamente frente a cualquier

otro. Los constituyen determinado tipo de de editoriales a las que pertenecen

determinado tipo de autores, críticos, lectores, genios y éxitos. Pues lo más

significativo es que en cada uno de esos grupos uno puede llegar a ser un

genio, con tal de alcanzar determinada tirada, sin que los otros grupos

adviertan nada. Puede ser que, en el caso de los más grandes, una parte del

público deserte de una bandera en favor de otra; también es seguro que en

torno a los escritores más leídos se forma un público propio, procedente de

todas las posiciones; pero si se confecciona una lista de éxitos en orden

decreciente de tirada, en su composición se advierte al punto qué poco puede

hacer el par de figuras resplandecientes allí incluidas para modelar el gusto de

la mayoría, o para hacerle desistir de dedicarle a oscuras medianías el mismo

entusiasmo que a ellos; esos casos particulares desbordan los cauces prescritos

para el caso general, pero cuando sus efectos comienzan a menguar, son

captados por cúalquier regato del sistema de canalización existente.

Ese particularismo se muestra de manera aún más impresionante si la

observación no se limita simplemente a las bellas letras. Es casi imposible decir

cuántas Romas hay, sede cada una de un papa. El círculo en torno a George,

el grupo de Blüher, la escuela agrupada en torno a Klages, nada significan

frente al sinnúmero de sectas que esperan la redención del espíritu de la dieta

de cerezas, del teatro de parque de barrio, dé la gimnasia rítmica, del

mobiliario, la eubiótica, la lectura del. Sermón de la Montaña u otras mil cosas

más. Y en medio de cada una de esas sectas se sienta el gran Asiyasá, un

hombre cuyo nombre jamás han oído los no iniciados, pero que goza en su

círculo de los honores de un redentor del mundo. Toda Alemania está llena de

tales mancomunidades espirituales; de la gran Alemania, donde nueve de cada

diez escritores importantes no saben de qué vivir, le afluyen a. un sinnúmero

de medio locos los medios que les faltan para desplegar su propaganda,

imprimir libros y fundar revistas. N o tengo a mano la cifra actualizada, pero

antes de la guerra aparecían al año en Alemania más de mil nuevas revistas y

bastante más de treinta mil nuevos libros, y como es natural, nos hemos

imaginado que eso sería una señal luminosa de nuestro alto nivel''espiritual.

Quizás se pueda conjeturar también que esa desmesura es un signo' inadvertido

de un delirio sugestivo en plena expansión, cuyos grupúsculos reafirman su

vida entera en torno a una idea fija, a tal punto que un paranoico auténtico lo

tendría hoy difícil entre nosotros para defenderse de la competencia de los

aficionados.

Sólo literatura

El único modo que encuentra de defenderse de esa atmósfera borboteante,

que pugna por quitarle el aliento, un hombre que tiene un trabajo y al que le

gustaría leer con la misma naturalidad con que se respira hondo al volver de

la oficina, consiste en explicarse en legítima defensa que todo eso es «sólo

literatura». En tanto que épocas anteriores produjeron palabras como «plumífero»

o «criticastro» para defenderse de determinadas excrecencias de la literatura,

hoy es la misma palabra «literato» la que se ha convertido en un insulto. «Sólo

literatura» designa algo así como almas de polilla que revolotean en torno a

luces artísticas mientras afuera brilla el día. Al hombre activo le resulta

cargante su continuo trajín, y quién no le habrá oído explicar no hace mucho

con aire resuelto que encuentra más poesía y más estremecimientos en las

crónicas dé los juzgados, descripciones de viajes, biografías, discursos políticos,

conversaciones comerciales, en la cabecera de un enfermo, haciendo montañismo

o en la fábrica, que en la literatura contemporánea. De ahí ya no hay mucho

trecho a la convicción de que «en esta época efímera y sacudida por grandes

acontecimientos» en realidad sólo es arte vivo el pequeño suelto de periódico

o el folletón. Ese hombre asegura que la vida es el mayor de los poemas, y así

tiene la ventaja de elevarse a sí mismo al rango de genio poético, puesto que

cada uno es en cierto sentido autor de su vida. Pero con ello se esfuma el

último lector, y ya sólo quedan genios.

De manera que ya sólo tenemos que estudiar esa sencilla cuestión: ¿cómo

leen los genios?

Pero esto es cosa sabida. Los genios tienen la cualidad de reconocer

raramente los logros de otros genios. Sólo leen aquello que confirme sus

propios puntos de vista. Los Wandervogel1, lo de los Wandervogel, los

psicoanalistas lo de los psicoanalistas. Ellos se lo saben mejor (y así, al final

hasta es verdad). Por eso leen lápiz en ristre, y se les escapan los signos de

admiración y las observaciones. Y lo que les gusta de la literatura, algo

atrasada a sus ojos, no son los pormenores; la excitación basta. En realidad, lo

único que le leen son siempre los encabezamientos, como se hace al vuelo tan

requetebien en los periódicos; a veces lo reconocen, cuando hay mucho tráfico

de encabezamientos, y le llaman «agilidad espiritual»; a veces les sobrecoge en

su soledad, y entonces dicen que es «sólo literatura».

En una palabra: los genios leen tal y como hoy se lee.

Lo que hacen cuando escriben, no viene al caso.

Una pequeña teoría

Y ahora construyamos una pequeña teoría. N o de las grandes, de ésas que

explican estos fenómenos como algo histórico, sino una sencilla derivación de

la experiencia cotidiana. Nuestras cabezas y nuestros corazones elaboran tanto

mejor las impresiones que reciben cuanto más contextualizadas o menos

aisladas estén; rendimos más cuándo tenemos un sistema, o lo tienen las cosas.

Esto es un hecho conocido. Comienza con el trabajo rítmico, y se prolonga en

el reconocimiento de que en cualquier trabajo se rinde de diferente manera

cuando se sabe su sentido que cuando se cae a trozos aislados que no dan

ningún placer, hasta llegar a esa fructífera energía de las grandes teorías

científicas a resultas de la cual surge una multitud de descubrimientos

inesperados; la misma fuerza vivificadora de los movimientos espirituales, ese

peculiar despertar de ciertas décadas con alma en medio de otras completamente

diferentes, no parece ser otra cosa que un aumento de potencia y un conjuro

que hace alzarse potencias que de otro modo quedarían sin realizar, gracias a

la mágica levedad que el trabajo de creación personal adquiere amparado por

un gran orden común, incluso simplemente imaginado. La historia del espíritu,

y de forma destacada la del arte, no discurre porque sí a través de «direcciones»

y «corrientes»: la finalidad que se persigue, naturalmente, no es el surgimiento

del arte incontestablemente más hermoso, sino una artimaña psicotécnica que

facilite ese surgimiento.

Limitándose a la lectura, se puede decir que supone una diferencia abismal

el que se lea llevado de convicciones generales o no. Uno se asombra cuando

llega a saber hoy a cuánta granza le prestó atención junto a su mejor trigo la

época en torno a 1900, tan llena de esperanzas; en un futuro, habrá quien se

1 Organización juvenil del tip o montañero muy boyante en los años veinte. [N . del T .]

asombre igualmente de algunos escritores que hoy están en el candelera: no

obstante, incluso tales apreciaciones equivocadas prestan en cierto sentido el

mismo servicio que las atinadas; ayudan al lector a llegar a ser él mismo, o por

decir lo que en realidad sucede, a reforzar la sugestión mediante la cual sus

impresiones entran en un sistema de recíproca amplificación y transmisión

asistida de energía, mucho más eficaz que ese otro tan egocéntrico de la

«formación personal» o la «personalidad moral y humana» del que nos hemos

hecho cargo como herencia del siglo xvm, algo esclerótica ya a estas alturas.

Pero si varias de esas corrientes confluyen en el mismo punto, esto viene a

significar naturalmente tanto como ninguna, y entonces surge ese singular

espectáculo de que aun habiendo movimiento, e incluso aparentemente de

sobra si se lo mira fuera de contexto, en conjunto sin embargo se haga notar

una rápida caída de energía.

Años sin síntesis

Se podría caracterizar a estos años mediante una interferencia parecida de

ondas que se aniquilan entre sí, como observan con unánime asombro los

contendientes. Sería uno de los más injustificables engaños hacerse creer a sí

mismo o a otros que hoy no existe literatura alguna de la suficiente talla; al

contrario, fácilmente se podría enumerar media docena de nombres que en

conjunto arrojarían un saldo de saber hacer, audacia, libertad y otras cualidades

decisivas que no tendría porqué temer la comparación con cualquier otro

período de nuestra literatura; pero no desembocan en ninguna síntesis, ni

verdadera ni imaginada, y dicho cruda y literalmente, no hay nada conjunto

que hacer con ellos: lo cual explica no poco del sentimiento de desánimo y

decepción que tiene tan excitado al presente. Una decadencia así, que en cierto

modo alcanza a la energía literaria en su conjunto, no consiste primordialmente

en que haya pocas obras buenas, ni en que se abra paso entre ellas una mayor

cantidad de malas, sino que se manifiesta antes que nada en un cierto

desasosiego, impotencia, y porqué no, liberalidad en el gusto; que se mantiene

sólido, pero ya no denso; por toda clase de fisuras afluye a su interior todo lo

imaginable, lo que antes hubiera sido inimaginable; a base de sentimiento se

empiezan a perder las diferencias de clase entre obras, y se acaba nombrando

juntos sin parar para coger aire por ejemplo a Hamsun y Ganghofer. Hoy

semejante ejemplo todavía parece imposible, ¡pero no se vaya a creer que fué

muy largo el trayecto desde el imperio de Hebbel al de Wildenbruch!

En un momento así, uno se puede permitir recordar qué hay un sistema y

una síntesis más importante que el escritor, más duradera y extensa que las

corrientes: la literatura.

Por muy evidente que parezca esto, y por más que también se diga a

medias con frecuencia, no hay que pasar por alto que significa nada menos que

la inversión de rutinas firmemente establecidas. Pues no sólo viene a subrayar

la perogrullada de que la literatura es más importante que sus diversas

orientaciones, sino que barre también convicciones tales como que el arte es

un don de gracia, un encuentro afortunado con grandes hombres, una

distracción y, en cualquiera de sus formas, una excepción a lo humano.

Otorgar en serio un privilegio a la literatura significa llevar un concepto de

trabajo colectivo a alguna isla de los afortunados, y si se quiere expresar de

forma algo más perversa, embotar en conserva la fauna de esa isla sagrada. Una

empresa de la que sin duda habrá que conceder que lo mismo puede degenerar

en un demasiado que en un demasiado poco.

Literatura y lectura

Utilizado en este horizonte, «literatura» significa dirigir el interés no a la

suma ni al museo de las obras, sino a su función, a su efecto, a la vida de los

libros y a su convergencia en un efecto duradero y creciente. N o es posible

que el esfuerzo que miles de hombres, y entre ellos algunos muy dotados,

encaminan a escribir un poema o una novela se agote en gustarle a una

cantidad de lectores, en que emane de ellos una nube de excitación y

movimiento que penda por un tiempo sobre el lugar y luego disipen corrientes

de aire de todo tipo. Nuestros sentimientos y una experiencia no muy clara se

resisten a aceptarlo. N o obstante, cada vez que tropezamos con una obra o un

escritor nos volvemos a quedar solos frente a ellos, nos rozan, nos empujan de

nuestro sitio pero nos vuelven a abandonar, y cada texto es su propio

comienzo. Lo que llamamos historia de la literatura es en todo caso un

esfuerzo hacia lo firme; pero sus explicaciones de lo que ha sido a partir de las

condiciones de su tiempo y sus análisis causales más o menos fiables de

grandes personajes, incluso imaginándolos perfectos, ayudan desde luego al

entendimiento pero no a la vivencia, o sólo dando rodeos; en tanto se atenga

a los límites de su tarea, no es directamente una ordenación de vivencias e

impresiones, sino análisis y síntesis de personas, épocas, estilos e influencias,

así pues, algo totalmente distinto.

Pero por mucho que la obra de arte con todo lo que tiene de irrepetible se

deje poner en un orden histórico que no sea simplemente cronológico, también

se deja poner en otros. Ya el mero proceder instintivo del lector no pone la

vista en otra cosa que en dejar firmemente establecidos la eficacia, lo

significativo y el valor inmediatamente sentidos de un libro —es decir, su

efecto, su significado y lo que de su valor se adecúe a su persona—, y esto de

tal manera que ya nunca se pierda. Si se pregunta por los procesos mediante

los cuales se lleva a cabo tal operación, la más fugaz ojeada en uno mismo ya

enseña a reconocerlos. Se toman elementos de pensamiento que se pueden

guardar sin más; uno tiene la experiencia de que se le ocurren cosas, se le

aclaran otras, y se le abren perspectivas suscitadas por la lectura que

subsistirán incluso cuando el motivo haya sido olvidado hace mucho; uno da

en sentir, y las sensaciones que le dejan prendado las compone en palabras,

como experiencia, o en firmes resoluciones, como proyecto, o bien las

abandona a sí mismas para que luego, irradiando lenta y dispersa su energía, se

difundan entre los restantes sentimientos hasta disiparse; se guarda también lo

incierto e indescriptible de las obras, el ritmo, la forma, el tempo, la fisonomía

del conjunto, bien de manera puramente mimética durante algún tiempo, al

modo en que uno se queda prendado e imita por así decir con gestos internos

a hombres que le causan gran impresión, o bien haciendo el intento de

captarlo en palabras; sería muy dificultoso presentar exhaustivamente esos

procesos, pero la dirección en que se encuentra su objetivo se reconoce

enseguida. Lo que les falta a tales esfuerzos involuntarios es la síntesis en un

todo.

Pero si se entiende por literatura la suma de los textos, eso tampoco es un

todo. En tal caso sería una descomunal colección de ejemplos, cada uno de los

cuales sería diferente y aun así ya se habría dado antes, cada uno de los cuales

lo entendería cada quien de forma distinta y aun así con determinada similitud,

un asunto indeciblemente vasto, sin comienzo ni final, una maraña de hilados

soberbios que no formaría un tejido. Semejante agregado de lectores y libros

sólo se convierte en literatura cuando a la suma de las obras se le viene a

añadir el contenido de la experiencia de la lectura, una vez elaborada. En otras

palabras: la crítica.

La crítica, vista así

Hay mucha gente que niega que la crítica, así entendida, sea posjble, pues

eso ya presupone de alguna manera un arriba y un abajo, la elección de alguna

dirección en la que un paso adelante valga como progreso. Nuestra época ha

cargado con el horror de la generación precedente hacia cualquier regla de tres

estética que pretendiera establecer patrones de medida para el arte con la vista

puesta en los bustos de escayola clásicos. El impresionismo confió' en el sabor,

opinando que el arte encuentra algún camino inmediato hacia el corazón, no

demasiado claro fisiológicamente. El neoidealismo y el expresionismo operaban

con una «intuición» no menos inmediata de los pensamientos que no se solapa

por completo con la reflexión de la que procede. Hasta la misma, estética,

renovada por algunas cabezas ilustres, niega hoy su aplicación a la práctica;

este gato escaldado ya no quiere ser normativo. La consecuencia fue la crítica

del «me da la impresión» y la de los juegos artificiales de palabras, la que se

sentía sacudida por la obra y la que se la sacudía de encima, que cargan sobre

su conciencia con tanto del barullo del espíritu contemporáneo. La posición de

la crítica empero no es más difícil que la de la moral. Tampoco nos es dado

conocer por ningún camino leyes morales divinas e inmutables; la moral la

siguen creando en todas sus mudanzas hombres que primero la viven y luego

conminan a los restantes; pese a lo cual no se puede negar que tenga un

sistema a la vez mudable y firme. Crítica en éste sentido no es algo por encima

de la escritura literaria, sino entretejido con ella. Algo que complementa los

hallazgos ideológicos de ésta —donde ideológico ha de entenderse en un

sentido -amplio que englobe también los valores expresivos de las «formas»—

hasta convertirlos en una tradición, y que no autoriza la repetición de lo

mismo si no es con un nuevo sentido. Es una interpretación de la literatura

que se traspone en interpretación de la vida, y una celosa custodia del nivel

alcanzado. Una traducción así de lo parcialmente irracional a racional nunca es

completamente lograda; pero algo que es simplificación, extracto, y porque no,

decolorante de las cosas, al tiempo que desventajas tiene también la movilidad

en todas direcciones y el amplio alcance propios de las relaciones intelectuales.

Así resulta ser un menos y un más, y como cualquier orden ideológico, le sigue

debiendo muchos rasgos individuales a la vida, y a cambio le presta una cierta

generalidad. Esa crítica nada tiene que ver con la erudición; puede equivocarse,

pues jamás surge de uno solo, sino al alimón, de los esfuerzos de muchos, a

través de un proceso sin fin de revisiones, y en último término, de los mismos

libros que se critican, puesto que toda obra significativa tiene la virtud de

poner patas arriba todo lo que se creía antes de ella.

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