Libros y literatura
[15, 22 y 29 de Octubre de 1926]
Aviso
Crítico, ¡vaya un empleo de guarda forestal literario! Vaya por delante que
yo no entiendo nada del oficio, y por añadir de inmediato algo que ilumine
aún más mi adecuación al cargo, a mí no me gusta leer libros.
Recuerdo que no he leído sino muy rara vez un libro hasta el final desde
hace ya años, salvo que fuera científico o alguna novela rematadamente mala,
de esas en que se te quedan los ojos clavados como si estuvieras viendo a
alguien comerse un gran plato de macarrones en aguardiente. Si por el
contrarío un libro es verdadera literatura, rara vez se pasa de la mitad; al irse
alargando la lectura crece exponencialmente una resistencia hasta hoy inexplicada;
como si las puertas por las que un libro ha de entrar se cerraran por una
convulsión nerviosa. Tan pronto se empieza a leer un libro, ya no se encuentra
uno en un estado natural, sino que se siente sometido a una operación. Se le
coloca en la cabeza un embudo de Nürenberg, y un individuo extraño trata de
trasegarle a uno el saber de su corazón y sus ideas. ¡No es extraño que se
escape de esa presión en cuanto se pueda!
Los americanos son otra cosa. Un hombre como Jack London, siendo tan
vivaz y tan sensato como es, no se tiene por tan bueno como para no ir a la
escuela del bendito capitán Marryat que alegró nuestra infancia, o para no
devanar su madeja exclusivamente con el vellón del carnero salvaje que, con
razón, sospecha en el interior del lector. Si de paso logra meter de contrabando
una o dos ideas profundas o alguna escena vigorosa, ya se da por más que
satisfecho; pues él ve la literatura como un negocio humano, que tiene que
ofrecer algo al comprador y al vendedor. Por el contrario los alemanes
practicamos una literatura de genios hasta alcanzar lo más hondo del kitsch
moral. El autor siempre es un ser humano inhabitual; o siente de una manera
inhabitualmente osada o inhabitualmente habitual; siempre está desplegando
ante nosotros su sistema anímico, ordenado de ésta o de aquella manera, para
que lo imitemos. Rara vez es un hombre que mire el entreternos como su
deber, y cuando lo hace, habitualmente naufraga sin resistencia en un
entretenimiento desmesuradamente vulgar, como campeón del sentimentalismo
o la hilaridad. (Quizás se pueda contar luego algo más al respecto). Por lo
demás, poco habría que objetar al afán de genialidad en cualquier literatura.
Sólo, naturalmente, una cosa: es muy poco probable que ni el más grande de
los pueblos pudiera producir suficiente número de genios para semejante
literatura.
¿No saben escribir los escritores, o no saben leer los lectores?
Se dice que la culpa la tienen los libros, y que los escritores alemanes no
saben escribir. Es una hipótesis muy amable, y muy esclarecedora para explicar
el peculiar desasosiego en que se ve uno metido cuando se pone a leer un libro.
¡Pero no olvidemos nunca que es una mera hipótesis! Como todas las
hipótesis, vela un hecho con un exceso, y si se quiere retener la desnuda
verdad que se esconde en esa afirmación de que los escritores no saben
escribir, lo único que se logrará constatar será simplemente que los lectores
alemanes ya no saben leer. Esto es lo único que queda firmemente establecido
y de lo que se puede partir. Los lectores alemanes sentimos hoy,'una rara
oposición de fondo contra nuestros libros, aún sin explicar. Todo lo demás es
extremadamente oscuro. También lo es quién y qué tenga la culpa. Cuestión
ésta para la que viene bien empezar por mirar alrededor, bien que mal, cómo
lee hoy en realidad un ser humano que no siente ninguna alegría al leer un
libro y que no obstante gasta su tiempo con él.
Vamos a acercarnos a esta cuestión con muchas precauciones, para no dar
la impresión de que conocemos una respuesta satisfactoria que pudiera hacer
caer a nuestros editores en un acceso de fiebre del oro.
Tampoco entenderemos por ser humano esas benditas víctimas de la
literatura por entregas, entre las que todavía da vueltas un auténtico entusiasno
lector, sino aquellos hombres que leen con la misma seriedad con que se elige
un consejo parroquial o el nombre del primogénito.
Hoy ya no hay genios
Ahora bien, el trato con estos últimos muestra al momento un fenómeno
al que le corresponde evidentemente un sitip en estas consideraciones: cuando
dos señores tan responsables se encuentran en alguna parte y su conversación
toma un rumbo elevado, no transcurren cinco minutos sin que den con alguna
expresión común para una convicción que, puesta en palabras, rezaría más o
menos así: ¡de todas maneras, es que hoy ya no hay genios, ni obras maestras!
No están pensando, de ninguna manera, en la especialidad a la que ellos
representen. Tampoco se trata de una forma particular de nostalgia de los
buenos^ y viejos tiempos. Pues lo que se pone de manifiesto es que los
cirujanos no consideran por ningún concepto a la época de Billroth más grande
quirúrgicamente hablando que la suya, que los pianistas están plenamente
convencidos de que la interpretación pianística ha hecho progresos desde
Liszt, e incluso que los teólogos albergan la convicción de que, pese a todo,
alguna que otra cuestión eclesiástica se conoce hoy mejor que en los días de
U N IV E R S ID A D D E A N T IO Q U IA 1 8 3
B I B L IO T E C A C E N T R A L
Cristo. Sólo en cuanto los teólogos se ponen a hablar de música, literatura o
ciencias naturales, o el científico natural de música, literatura y religión, o el
literato de ciencias naturales, etcetera, cada uno de ellos se muestra convencido
de que los demás no dan ni una a derechas, y de que, por mucho talento que
haya en esas aportaciones debidas a la comunidad, le siguen debiendo a la
comunidad lo más importante, lo último, eso que sería justamente el genio.
Este pesimismo cultural a costa de los demás es hoy un fenómeno
ampliamente difundido. Se encuentra en una peculiar contradicción con la
energía y habilidad que se despliegan por doquier en cada actividad particular.
Se tiene la impresión de que un ogro que come, bebe y trabaja descomunalmente
no quiere enterarse de nada de eso, y se tiene por una débil muchacha sin
alegría fatigada por su anemia. Hay muchas hipótesis que tratan de explicar el
fenómeno, empezando por la de verse como último peldaño de una humanidad
que se va volviendo desalmada, y hasta llegar a aquélla en la que uno se ve
como primer peldaño hacia algo de alguna manera nuevo. Vendría bien no
aumentar el número de tales hipótesis sin necesidad, y volverlas a revisar mejor
después de echar un vistazo a algunos otros fenómenos cercanos.
No hay más que genios
Pues en aparente contradicción con esa acritud que se acaba de describir,
está la ligereza con que hoy se otorgan las más altas alabanzas cuando a uno
se le antoja, y aun así, en el fondo probablemente ambas sean una sola cosa.
Tómese quien quiera la molestia de reunir durante un largo período
nuestras reseñas y comentarios de libros, con método y con el propósito de
alcanzar una visión de conjunto de los movimientos espirituales de la época.
Al cabo de unos años, se asombrará poderosamente de ver con cuánto heraldo
del alma éstremecedor a más no poder, cuánto maestro de la escena, cuánto
poeta excelso, insuperable, hondísimo, absolutamente grande y, por fin, con
cuánto gran poeta de nuevo se ha visto obsequiada la nación, cuán a menudo
se ha escrito la mejor historia de animales, la mejor novela de los últimos diez
años y el libro más hermoso. Si se tiene la oportunidad de hojear con
frecuencia tales recopilaciones, uno siempre se vuelve a asombrar de la
vehemencia de los efectos momentáneos, de los cuales, en la mayoría de los
casos, no se ve ya ni rastro pocos años más tarde.
Se puede hacer una segunda observación. Más que críticos individuales, son
círculos enteros los que se impermeabilizan herméticamente frente a cualquier
otro. Los constituyen determinado tipo de de editoriales a las que pertenecen
determinado tipo de autores, críticos, lectores, genios y éxitos. Pues lo más
significativo es que en cada uno de esos grupos uno puede llegar a ser un
genio, con tal de alcanzar determinada tirada, sin que los otros grupos
adviertan nada. Puede ser que, en el caso de los más grandes, una parte del
público deserte de una bandera en favor de otra; también es seguro que en
torno a los escritores más leídos se forma un público propio, procedente de
todas las posiciones; pero si se confecciona una lista de éxitos en orden
decreciente de tirada, en su composición se advierte al punto qué poco puede
hacer el par de figuras resplandecientes allí incluidas para modelar el gusto de
la mayoría, o para hacerle desistir de dedicarle a oscuras medianías el mismo
entusiasmo que a ellos; esos casos particulares desbordan los cauces prescritos
para el caso general, pero cuando sus efectos comienzan a menguar, son
captados por cúalquier regato del sistema de canalización existente.
Ese particularismo se muestra de manera aún más impresionante si la
observación no se limita simplemente a las bellas letras. Es casi imposible decir
cuántas Romas hay, sede cada una de un papa. El círculo en torno a George,
el grupo de Blüher, la escuela agrupada en torno a Klages, nada significan
frente al sinnúmero de sectas que esperan la redención del espíritu de la dieta
de cerezas, del teatro de parque de barrio, dé la gimnasia rítmica, del
mobiliario, la eubiótica, la lectura del. Sermón de la Montaña u otras mil cosas
más. Y en medio de cada una de esas sectas se sienta el gran Asiyasá, un
hombre cuyo nombre jamás han oído los no iniciados, pero que goza en su
círculo de los honores de un redentor del mundo. Toda Alemania está llena de
tales mancomunidades espirituales; de la gran Alemania, donde nueve de cada
diez escritores importantes no saben de qué vivir, le afluyen a. un sinnúmero
de medio locos los medios que les faltan para desplegar su propaganda,
imprimir libros y fundar revistas. N o tengo a mano la cifra actualizada, pero
antes de la guerra aparecían al año en Alemania más de mil nuevas revistas y
bastante más de treinta mil nuevos libros, y como es natural, nos hemos
imaginado que eso sería una señal luminosa de nuestro alto nivel''espiritual.
Quizás se pueda conjeturar también que esa desmesura es un signo' inadvertido
de un delirio sugestivo en plena expansión, cuyos grupúsculos reafirman su
vida entera en torno a una idea fija, a tal punto que un paranoico auténtico lo
tendría hoy difícil entre nosotros para defenderse de la competencia de los
aficionados.
Sólo literatura
El único modo que encuentra de defenderse de esa atmósfera borboteante,
que pugna por quitarle el aliento, un hombre que tiene un trabajo y al que le
gustaría leer con la misma naturalidad con que se respira hondo al volver de
la oficina, consiste en explicarse en legítima defensa que todo eso es «sólo
literatura». En tanto que épocas anteriores produjeron palabras como «plumífero»
o «criticastro» para defenderse de determinadas excrecencias de la literatura,
hoy es la misma palabra «literato» la que se ha convertido en un insulto. «Sólo
literatura» designa algo así como almas de polilla que revolotean en torno a
luces artísticas mientras afuera brilla el día. Al hombre activo le resulta
cargante su continuo trajín, y quién no le habrá oído explicar no hace mucho
con aire resuelto que encuentra más poesía y más estremecimientos en las
crónicas dé los juzgados, descripciones de viajes, biografías, discursos políticos,
conversaciones comerciales, en la cabecera de un enfermo, haciendo montañismo
o en la fábrica, que en la literatura contemporánea. De ahí ya no hay mucho
trecho a la convicción de que «en esta época efímera y sacudida por grandes
acontecimientos» en realidad sólo es arte vivo el pequeño suelto de periódico
o el folletón. Ese hombre asegura que la vida es el mayor de los poemas, y así
tiene la ventaja de elevarse a sí mismo al rango de genio poético, puesto que
cada uno es en cierto sentido autor de su vida. Pero con ello se esfuma el
último lector, y ya sólo quedan genios.
De manera que ya sólo tenemos que estudiar esa sencilla cuestión: ¿cómo
leen los genios?
Pero esto es cosa sabida. Los genios tienen la cualidad de reconocer
raramente los logros de otros genios. Sólo leen aquello que confirme sus
propios puntos de vista. Los Wandervogel1, lo de los Wandervogel, los
psicoanalistas lo de los psicoanalistas. Ellos se lo saben mejor (y así, al final
hasta es verdad). Por eso leen lápiz en ristre, y se les escapan los signos de
admiración y las observaciones. Y lo que les gusta de la literatura, algo
atrasada a sus ojos, no son los pormenores; la excitación basta. En realidad, lo
único que le leen son siempre los encabezamientos, como se hace al vuelo tan
requetebien en los periódicos; a veces lo reconocen, cuando hay mucho tráfico
de encabezamientos, y le llaman «agilidad espiritual»; a veces les sobrecoge en
su soledad, y entonces dicen que es «sólo literatura».
En una palabra: los genios leen tal y como hoy se lee.
Lo que hacen cuando escriben, no viene al caso.
Una pequeña teoría
Y ahora construyamos una pequeña teoría. N o de las grandes, de ésas que
explican estos fenómenos como algo histórico, sino una sencilla derivación de
la experiencia cotidiana. Nuestras cabezas y nuestros corazones elaboran tanto
mejor las impresiones que reciben cuanto más contextualizadas o menos
aisladas estén; rendimos más cuándo tenemos un sistema, o lo tienen las cosas.
Esto es un hecho conocido. Comienza con el trabajo rítmico, y se prolonga en
el reconocimiento de que en cualquier trabajo se rinde de diferente manera
cuando se sabe su sentido que cuando se cae a trozos aislados que no dan
ningún placer, hasta llegar a esa fructífera energía de las grandes teorías
científicas a resultas de la cual surge una multitud de descubrimientos
inesperados; la misma fuerza vivificadora de los movimientos espirituales, ese
peculiar despertar de ciertas décadas con alma en medio de otras completamente
diferentes, no parece ser otra cosa que un aumento de potencia y un conjuro
que hace alzarse potencias que de otro modo quedarían sin realizar, gracias a
la mágica levedad que el trabajo de creación personal adquiere amparado por
un gran orden común, incluso simplemente imaginado. La historia del espíritu,
y de forma destacada la del arte, no discurre porque sí a través de «direcciones»
y «corrientes»: la finalidad que se persigue, naturalmente, no es el surgimiento
del arte incontestablemente más hermoso, sino una artimaña psicotécnica que
facilite ese surgimiento.
Limitándose a la lectura, se puede decir que supone una diferencia abismal
el que se lea llevado de convicciones generales o no. Uno se asombra cuando
llega a saber hoy a cuánta granza le prestó atención junto a su mejor trigo la
época en torno a 1900, tan llena de esperanzas; en un futuro, habrá quien se
1 Organización juvenil del tip o montañero muy boyante en los años veinte. [N . del T .]
asombre igualmente de algunos escritores que hoy están en el candelera: no
obstante, incluso tales apreciaciones equivocadas prestan en cierto sentido el
mismo servicio que las atinadas; ayudan al lector a llegar a ser él mismo, o por
decir lo que en realidad sucede, a reforzar la sugestión mediante la cual sus
impresiones entran en un sistema de recíproca amplificación y transmisión
asistida de energía, mucho más eficaz que ese otro tan egocéntrico de la
«formación personal» o la «personalidad moral y humana» del que nos hemos
hecho cargo como herencia del siglo xvm, algo esclerótica ya a estas alturas.
Pero si varias de esas corrientes confluyen en el mismo punto, esto viene a
significar naturalmente tanto como ninguna, y entonces surge ese singular
espectáculo de que aun habiendo movimiento, e incluso aparentemente de
sobra si se lo mira fuera de contexto, en conjunto sin embargo se haga notar
una rápida caída de energía.
Años sin síntesis
Se podría caracterizar a estos años mediante una interferencia parecida de
ondas que se aniquilan entre sí, como observan con unánime asombro los
contendientes. Sería uno de los más injustificables engaños hacerse creer a sí
mismo o a otros que hoy no existe literatura alguna de la suficiente talla; al
contrario, fácilmente se podría enumerar media docena de nombres que en
conjunto arrojarían un saldo de saber hacer, audacia, libertad y otras cualidades
decisivas que no tendría porqué temer la comparación con cualquier otro
período de nuestra literatura; pero no desembocan en ninguna síntesis, ni
verdadera ni imaginada, y dicho cruda y literalmente, no hay nada conjunto
que hacer con ellos: lo cual explica no poco del sentimiento de desánimo y
decepción que tiene tan excitado al presente. Una decadencia así, que en cierto
modo alcanza a la energía literaria en su conjunto, no consiste primordialmente
en que haya pocas obras buenas, ni en que se abra paso entre ellas una mayor
cantidad de malas, sino que se manifiesta antes que nada en un cierto
desasosiego, impotencia, y porqué no, liberalidad en el gusto; que se mantiene
sólido, pero ya no denso; por toda clase de fisuras afluye a su interior todo lo
imaginable, lo que antes hubiera sido inimaginable; a base de sentimiento se
empiezan a perder las diferencias de clase entre obras, y se acaba nombrando
juntos sin parar para coger aire por ejemplo a Hamsun y Ganghofer. Hoy
semejante ejemplo todavía parece imposible, ¡pero no se vaya a creer que fué
muy largo el trayecto desde el imperio de Hebbel al de Wildenbruch!
En un momento así, uno se puede permitir recordar qué hay un sistema y
una síntesis más importante que el escritor, más duradera y extensa que las
corrientes: la literatura.
Por muy evidente que parezca esto, y por más que también se diga a
medias con frecuencia, no hay que pasar por alto que significa nada menos que
la inversión de rutinas firmemente establecidas. Pues no sólo viene a subrayar
la perogrullada de que la literatura es más importante que sus diversas
orientaciones, sino que barre también convicciones tales como que el arte es
un don de gracia, un encuentro afortunado con grandes hombres, una
distracción y, en cualquiera de sus formas, una excepción a lo humano.
Otorgar en serio un privilegio a la literatura significa llevar un concepto de
trabajo colectivo a alguna isla de los afortunados, y si se quiere expresar de
forma algo más perversa, embotar en conserva la fauna de esa isla sagrada. Una
empresa de la que sin duda habrá que conceder que lo mismo puede degenerar
en un demasiado que en un demasiado poco.
Literatura y lectura
Utilizado en este horizonte, «literatura» significa dirigir el interés no a la
suma ni al museo de las obras, sino a su función, a su efecto, a la vida de los
libros y a su convergencia en un efecto duradero y creciente. N o es posible
que el esfuerzo que miles de hombres, y entre ellos algunos muy dotados,
encaminan a escribir un poema o una novela se agote en gustarle a una
cantidad de lectores, en que emane de ellos una nube de excitación y
movimiento que penda por un tiempo sobre el lugar y luego disipen corrientes
de aire de todo tipo. Nuestros sentimientos y una experiencia no muy clara se
resisten a aceptarlo. N o obstante, cada vez que tropezamos con una obra o un
escritor nos volvemos a quedar solos frente a ellos, nos rozan, nos empujan de
nuestro sitio pero nos vuelven a abandonar, y cada texto es su propio
comienzo. Lo que llamamos historia de la literatura es en todo caso un
esfuerzo hacia lo firme; pero sus explicaciones de lo que ha sido a partir de las
condiciones de su tiempo y sus análisis causales más o menos fiables de
grandes personajes, incluso imaginándolos perfectos, ayudan desde luego al
entendimiento pero no a la vivencia, o sólo dando rodeos; en tanto se atenga
a los límites de su tarea, no es directamente una ordenación de vivencias e
impresiones, sino análisis y síntesis de personas, épocas, estilos e influencias,
así pues, algo totalmente distinto.
Pero por mucho que la obra de arte con todo lo que tiene de irrepetible se
deje poner en un orden histórico que no sea simplemente cronológico, también
se deja poner en otros. Ya el mero proceder instintivo del lector no pone la
vista en otra cosa que en dejar firmemente establecidos la eficacia, lo
significativo y el valor inmediatamente sentidos de un libro —es decir, su
efecto, su significado y lo que de su valor se adecúe a su persona—, y esto de
tal manera que ya nunca se pierda. Si se pregunta por los procesos mediante
los cuales se lleva a cabo tal operación, la más fugaz ojeada en uno mismo ya
enseña a reconocerlos. Se toman elementos de pensamiento que se pueden
guardar sin más; uno tiene la experiencia de que se le ocurren cosas, se le
aclaran otras, y se le abren perspectivas suscitadas por la lectura que
subsistirán incluso cuando el motivo haya sido olvidado hace mucho; uno da
en sentir, y las sensaciones que le dejan prendado las compone en palabras,
como experiencia, o en firmes resoluciones, como proyecto, o bien las
abandona a sí mismas para que luego, irradiando lenta y dispersa su energía, se
difundan entre los restantes sentimientos hasta disiparse; se guarda también lo
incierto e indescriptible de las obras, el ritmo, la forma, el tempo, la fisonomía
del conjunto, bien de manera puramente mimética durante algún tiempo, al
modo en que uno se queda prendado e imita por así decir con gestos internos
a hombres que le causan gran impresión, o bien haciendo el intento de
captarlo en palabras; sería muy dificultoso presentar exhaustivamente esos
procesos, pero la dirección en que se encuentra su objetivo se reconoce
enseguida. Lo que les falta a tales esfuerzos involuntarios es la síntesis en un
todo.
Pero si se entiende por literatura la suma de los textos, eso tampoco es un
todo. En tal caso sería una descomunal colección de ejemplos, cada uno de los
cuales sería diferente y aun así ya se habría dado antes, cada uno de los cuales
lo entendería cada quien de forma distinta y aun así con determinada similitud,
un asunto indeciblemente vasto, sin comienzo ni final, una maraña de hilados
soberbios que no formaría un tejido. Semejante agregado de lectores y libros
sólo se convierte en literatura cuando a la suma de las obras se le viene a
añadir el contenido de la experiencia de la lectura, una vez elaborada. En otras
palabras: la crítica.
La crítica, vista así
Hay mucha gente que niega que la crítica, así entendida, sea posjble, pues
eso ya presupone de alguna manera un arriba y un abajo, la elección de alguna
dirección en la que un paso adelante valga como progreso. Nuestra época ha
cargado con el horror de la generación precedente hacia cualquier regla de tres
estética que pretendiera establecer patrones de medida para el arte con la vista
puesta en los bustos de escayola clásicos. El impresionismo confió' en el sabor,
opinando que el arte encuentra algún camino inmediato hacia el corazón, no
demasiado claro fisiológicamente. El neoidealismo y el expresionismo operaban
con una «intuición» no menos inmediata de los pensamientos que no se solapa
por completo con la reflexión de la que procede. Hasta la misma, estética,
renovada por algunas cabezas ilustres, niega hoy su aplicación a la práctica;
este gato escaldado ya no quiere ser normativo. La consecuencia fue la crítica
del «me da la impresión» y la de los juegos artificiales de palabras, la que se
sentía sacudida por la obra y la que se la sacudía de encima, que cargan sobre
su conciencia con tanto del barullo del espíritu contemporáneo. La posición de
la crítica empero no es más difícil que la de la moral. Tampoco nos es dado
conocer por ningún camino leyes morales divinas e inmutables; la moral la
siguen creando en todas sus mudanzas hombres que primero la viven y luego
conminan a los restantes; pese a lo cual no se puede negar que tenga un
sistema a la vez mudable y firme. Crítica en éste sentido no es algo por encima
de la escritura literaria, sino entretejido con ella. Algo que complementa los
hallazgos ideológicos de ésta —donde ideológico ha de entenderse en un
sentido -amplio que englobe también los valores expresivos de las «formas»—
hasta convertirlos en una tradición, y que no autoriza la repetición de lo
mismo si no es con un nuevo sentido. Es una interpretación de la literatura
que se traspone en interpretación de la vida, y una celosa custodia del nivel
alcanzado. Una traducción así de lo parcialmente irracional a racional nunca es
completamente lograda; pero algo que es simplificación, extracto, y porque no,
decolorante de las cosas, al tiempo que desventajas tiene también la movilidad
en todas direcciones y el amplio alcance propios de las relaciones intelectuales.
Así resulta ser un menos y un más, y como cualquier orden ideológico, le sigue
debiendo muchos rasgos individuales a la vida, y a cambio le presta una cierta
generalidad. Esa crítica nada tiene que ver con la erudición; puede equivocarse,
pues jamás surge de uno solo, sino al alimón, de los esfuerzos de muchos, a
través de un proceso sin fin de revisiones, y en último término, de los mismos
libros que se critican, puesto que toda obra significativa tiene la virtud de
poner patas arriba todo lo que se creía antes de ella.
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