sábado, 27 de enero de 2024

Libros y literatura [15, 22 y 29 de Octubre de 1926] ROBERT MUSIL DEL LIBRO ENSAYOS Y CONFERENCIAS




 Libros y literatura

[15, 22 y 29 de Octubre de 1926]

Aviso

Crítico, ¡vaya un empleo de guarda forestal literario! Vaya por delante que

yo no entiendo nada del oficio, y por añadir de inmediato algo que ilumine

aún más mi adecuación al cargo, a mí no me gusta leer libros.

Recuerdo que no he leído sino muy rara vez un libro hasta el final desde

hace ya años, salvo que fuera científico o alguna novela rematadamente mala,

de esas en que se te quedan los ojos clavados como si estuvieras viendo a

alguien comerse un gran plato de macarrones en aguardiente. Si por el

contrarío un libro es verdadera literatura, rara vez se pasa de la mitad; al irse

alargando la lectura crece exponencialmente una resistencia hasta hoy inexplicada;

como si las puertas por las que un libro ha de entrar se cerraran por una

convulsión nerviosa. Tan pronto se empieza a leer un libro, ya no se encuentra

uno en un estado natural, sino que se siente sometido a una operación. Se le

coloca en la cabeza un embudo de Nürenberg, y un individuo extraño trata de

trasegarle a uno el saber de su corazón y sus ideas. ¡No es extraño que se

escape de esa presión en cuanto se pueda!

Los americanos son otra cosa. Un hombre como Jack London, siendo tan

vivaz y tan sensato como es, no se tiene por tan bueno como para no ir a la

escuela del bendito capitán Marryat que alegró nuestra infancia, o para no

devanar su madeja exclusivamente con el vellón del carnero salvaje que, con

razón, sospecha en el interior del lector. Si de paso logra meter de contrabando

una o dos ideas profundas o alguna escena vigorosa, ya se da por más que

satisfecho; pues él ve la literatura como un negocio humano, que tiene que

ofrecer algo al comprador y al vendedor. Por el contrario los alemanes

practicamos una literatura de genios hasta alcanzar lo más hondo del kitsch

moral. El autor siempre es un ser humano inhabitual; o siente de una manera

inhabitualmente osada o inhabitualmente habitual; siempre está desplegando

ante nosotros su sistema anímico, ordenado de ésta o de aquella manera, para

que lo imitemos. Rara vez es un hombre que mire el entreternos como su

deber, y cuando lo hace, habitualmente naufraga sin resistencia en un

entretenimiento desmesuradamente vulgar, como campeón del sentimentalismo

o la hilaridad. (Quizás se pueda contar luego algo más al respecto). Por lo

demás, poco habría que objetar al afán de genialidad en cualquier literatura.

Sólo, naturalmente, una cosa: es muy poco probable que ni el más grande de

los pueblos pudiera producir suficiente número de genios para semejante

literatura.

¿No saben escribir los escritores, o no saben leer los lectores?

Se dice que la culpa la tienen los libros, y que los escritores alemanes no

saben escribir. Es una hipótesis muy amable, y muy esclarecedora para explicar

el peculiar desasosiego en que se ve uno metido cuando se pone a leer un libro.

¡Pero no olvidemos nunca que es una mera hipótesis! Como todas las

hipótesis, vela un hecho con un exceso, y si se quiere retener la desnuda

verdad que se esconde en esa afirmación de que los escritores no saben

escribir, lo único que se logrará constatar será simplemente que los lectores

alemanes ya no saben leer. Esto es lo único que queda firmemente establecido

y de lo que se puede partir. Los lectores alemanes sentimos hoy,'una rara

oposición de fondo contra nuestros libros, aún sin explicar. Todo lo demás es

extremadamente oscuro. También lo es quién y qué tenga la culpa. Cuestión

ésta para la que viene bien empezar por mirar alrededor, bien que mal, cómo

lee hoy en realidad un ser humano que no siente ninguna alegría al leer un

libro y que no obstante gasta su tiempo con él.

Vamos a acercarnos a esta cuestión con muchas precauciones, para no dar

la impresión de que conocemos una respuesta satisfactoria que pudiera hacer

caer a nuestros editores en un acceso de fiebre del oro.

Tampoco entenderemos por ser humano esas benditas víctimas de la

literatura por entregas, entre las que todavía da vueltas un auténtico entusiasno

lector, sino aquellos hombres que leen con la misma seriedad con que se elige

un consejo parroquial o el nombre del primogénito.

Hoy ya no hay genios

Ahora bien, el trato con estos últimos muestra al momento un fenómeno

al que le corresponde evidentemente un sitip en estas consideraciones: cuando

dos señores tan responsables se encuentran en alguna parte y su conversación

toma un rumbo elevado, no transcurren cinco minutos sin que den con alguna

expresión común para una convicción que, puesta en palabras, rezaría más o

menos así: ¡de todas maneras, es que hoy ya no hay genios, ni obras maestras!

No están pensando, de ninguna manera, en la especialidad a la que ellos

representen. Tampoco se trata de una forma particular de nostalgia de los

buenos^ y viejos tiempos. Pues lo que se pone de manifiesto es que los

cirujanos no consideran por ningún concepto a la época de Billroth más grande

quirúrgicamente hablando que la suya, que los pianistas están plenamente

convencidos de que la interpretación pianística ha hecho progresos desde

Liszt, e incluso que los teólogos albergan la convicción de que, pese a todo,

alguna que otra cuestión eclesiástica se conoce hoy mejor que en los días de

U N IV E R S ID A D D E A N T IO Q U IA 1 8 3

B I B L IO T E C A C E N T R A L

Cristo. Sólo en cuanto los teólogos se ponen a hablar de música, literatura o

ciencias naturales, o el científico natural de música, literatura y religión, o el

literato de ciencias naturales, etcetera, cada uno de ellos se muestra convencido

de que los demás no dan ni una a derechas, y de que, por mucho talento que

haya en esas aportaciones debidas a la comunidad, le siguen debiendo a la

comunidad lo más importante, lo último, eso que sería justamente el genio.

Este pesimismo cultural a costa de los demás es hoy un fenómeno

ampliamente difundido. Se encuentra en una peculiar contradicción con la

energía y habilidad que se despliegan por doquier en cada actividad particular.

Se tiene la impresión de que un ogro que come, bebe y trabaja descomunalmente

no quiere enterarse de nada de eso, y se tiene por una débil muchacha sin

alegría fatigada por su anemia. Hay muchas hipótesis que tratan de explicar el

fenómeno, empezando por la de verse como último peldaño de una humanidad

que se va volviendo desalmada, y hasta llegar a aquélla en la que uno se ve

como primer peldaño hacia algo de alguna manera nuevo. Vendría bien no

aumentar el número de tales hipótesis sin necesidad, y volverlas a revisar mejor

después de echar un vistazo a algunos otros fenómenos cercanos.

No hay más que genios

Pues en aparente contradicción con esa acritud que se acaba de describir,

está la ligereza con que hoy se otorgan las más altas alabanzas cuando a uno

se le antoja, y aun así, en el fondo probablemente ambas sean una sola cosa.

Tómese quien quiera la molestia de reunir durante un largo período

nuestras reseñas y comentarios de libros, con método y con el propósito de

alcanzar una visión de conjunto de los movimientos espirituales de la época.

Al cabo de unos años, se asombrará poderosamente de ver con cuánto heraldo

del alma éstremecedor a más no poder, cuánto maestro de la escena, cuánto

poeta excelso, insuperable, hondísimo, absolutamente grande y, por fin, con

cuánto gran poeta de nuevo se ha visto obsequiada la nación, cuán a menudo

se ha escrito la mejor historia de animales, la mejor novela de los últimos diez

años y el libro más hermoso. Si se tiene la oportunidad de hojear con

frecuencia tales recopilaciones, uno siempre se vuelve a asombrar de la

vehemencia de los efectos momentáneos, de los cuales, en la mayoría de los

casos, no se ve ya ni rastro pocos años más tarde.

Se puede hacer una segunda observación. Más que críticos individuales, son

círculos enteros los que se impermeabilizan herméticamente frente a cualquier

otro. Los constituyen determinado tipo de de editoriales a las que pertenecen

determinado tipo de autores, críticos, lectores, genios y éxitos. Pues lo más

significativo es que en cada uno de esos grupos uno puede llegar a ser un

genio, con tal de alcanzar determinada tirada, sin que los otros grupos

adviertan nada. Puede ser que, en el caso de los más grandes, una parte del

público deserte de una bandera en favor de otra; también es seguro que en

torno a los escritores más leídos se forma un público propio, procedente de

todas las posiciones; pero si se confecciona una lista de éxitos en orden

decreciente de tirada, en su composición se advierte al punto qué poco puede

hacer el par de figuras resplandecientes allí incluidas para modelar el gusto de

la mayoría, o para hacerle desistir de dedicarle a oscuras medianías el mismo

entusiasmo que a ellos; esos casos particulares desbordan los cauces prescritos

para el caso general, pero cuando sus efectos comienzan a menguar, son

captados por cúalquier regato del sistema de canalización existente.

Ese particularismo se muestra de manera aún más impresionante si la

observación no se limita simplemente a las bellas letras. Es casi imposible decir

cuántas Romas hay, sede cada una de un papa. El círculo en torno a George,

el grupo de Blüher, la escuela agrupada en torno a Klages, nada significan

frente al sinnúmero de sectas que esperan la redención del espíritu de la dieta

de cerezas, del teatro de parque de barrio, dé la gimnasia rítmica, del

mobiliario, la eubiótica, la lectura del. Sermón de la Montaña u otras mil cosas

más. Y en medio de cada una de esas sectas se sienta el gran Asiyasá, un

hombre cuyo nombre jamás han oído los no iniciados, pero que goza en su

círculo de los honores de un redentor del mundo. Toda Alemania está llena de

tales mancomunidades espirituales; de la gran Alemania, donde nueve de cada

diez escritores importantes no saben de qué vivir, le afluyen a. un sinnúmero

de medio locos los medios que les faltan para desplegar su propaganda,

imprimir libros y fundar revistas. N o tengo a mano la cifra actualizada, pero

antes de la guerra aparecían al año en Alemania más de mil nuevas revistas y

bastante más de treinta mil nuevos libros, y como es natural, nos hemos

imaginado que eso sería una señal luminosa de nuestro alto nivel''espiritual.

Quizás se pueda conjeturar también que esa desmesura es un signo' inadvertido

de un delirio sugestivo en plena expansión, cuyos grupúsculos reafirman su

vida entera en torno a una idea fija, a tal punto que un paranoico auténtico lo

tendría hoy difícil entre nosotros para defenderse de la competencia de los

aficionados.

Sólo literatura

El único modo que encuentra de defenderse de esa atmósfera borboteante,

que pugna por quitarle el aliento, un hombre que tiene un trabajo y al que le

gustaría leer con la misma naturalidad con que se respira hondo al volver de

la oficina, consiste en explicarse en legítima defensa que todo eso es «sólo

literatura». En tanto que épocas anteriores produjeron palabras como «plumífero»

o «criticastro» para defenderse de determinadas excrecencias de la literatura,

hoy es la misma palabra «literato» la que se ha convertido en un insulto. «Sólo

literatura» designa algo así como almas de polilla que revolotean en torno a

luces artísticas mientras afuera brilla el día. Al hombre activo le resulta

cargante su continuo trajín, y quién no le habrá oído explicar no hace mucho

con aire resuelto que encuentra más poesía y más estremecimientos en las

crónicas dé los juzgados, descripciones de viajes, biografías, discursos políticos,

conversaciones comerciales, en la cabecera de un enfermo, haciendo montañismo

o en la fábrica, que en la literatura contemporánea. De ahí ya no hay mucho

trecho a la convicción de que «en esta época efímera y sacudida por grandes

acontecimientos» en realidad sólo es arte vivo el pequeño suelto de periódico

o el folletón. Ese hombre asegura que la vida es el mayor de los poemas, y así

tiene la ventaja de elevarse a sí mismo al rango de genio poético, puesto que

cada uno es en cierto sentido autor de su vida. Pero con ello se esfuma el

último lector, y ya sólo quedan genios.

De manera que ya sólo tenemos que estudiar esa sencilla cuestión: ¿cómo

leen los genios?

Pero esto es cosa sabida. Los genios tienen la cualidad de reconocer

raramente los logros de otros genios. Sólo leen aquello que confirme sus

propios puntos de vista. Los Wandervogel1, lo de los Wandervogel, los

psicoanalistas lo de los psicoanalistas. Ellos se lo saben mejor (y así, al final

hasta es verdad). Por eso leen lápiz en ristre, y se les escapan los signos de

admiración y las observaciones. Y lo que les gusta de la literatura, algo

atrasada a sus ojos, no son los pormenores; la excitación basta. En realidad, lo

único que le leen son siempre los encabezamientos, como se hace al vuelo tan

requetebien en los periódicos; a veces lo reconocen, cuando hay mucho tráfico

de encabezamientos, y le llaman «agilidad espiritual»; a veces les sobrecoge en

su soledad, y entonces dicen que es «sólo literatura».

En una palabra: los genios leen tal y como hoy se lee.

Lo que hacen cuando escriben, no viene al caso.

Una pequeña teoría

Y ahora construyamos una pequeña teoría. N o de las grandes, de ésas que

explican estos fenómenos como algo histórico, sino una sencilla derivación de

la experiencia cotidiana. Nuestras cabezas y nuestros corazones elaboran tanto

mejor las impresiones que reciben cuanto más contextualizadas o menos

aisladas estén; rendimos más cuándo tenemos un sistema, o lo tienen las cosas.

Esto es un hecho conocido. Comienza con el trabajo rítmico, y se prolonga en

el reconocimiento de que en cualquier trabajo se rinde de diferente manera

cuando se sabe su sentido que cuando se cae a trozos aislados que no dan

ningún placer, hasta llegar a esa fructífera energía de las grandes teorías

científicas a resultas de la cual surge una multitud de descubrimientos

inesperados; la misma fuerza vivificadora de los movimientos espirituales, ese

peculiar despertar de ciertas décadas con alma en medio de otras completamente

diferentes, no parece ser otra cosa que un aumento de potencia y un conjuro

que hace alzarse potencias que de otro modo quedarían sin realizar, gracias a

la mágica levedad que el trabajo de creación personal adquiere amparado por

un gran orden común, incluso simplemente imaginado. La historia del espíritu,

y de forma destacada la del arte, no discurre porque sí a través de «direcciones»

y «corrientes»: la finalidad que se persigue, naturalmente, no es el surgimiento

del arte incontestablemente más hermoso, sino una artimaña psicotécnica que

facilite ese surgimiento.

Limitándose a la lectura, se puede decir que supone una diferencia abismal

el que se lea llevado de convicciones generales o no. Uno se asombra cuando

llega a saber hoy a cuánta granza le prestó atención junto a su mejor trigo la

época en torno a 1900, tan llena de esperanzas; en un futuro, habrá quien se

1 Organización juvenil del tip o montañero muy boyante en los años veinte. [N . del T .]

asombre igualmente de algunos escritores que hoy están en el candelera: no

obstante, incluso tales apreciaciones equivocadas prestan en cierto sentido el

mismo servicio que las atinadas; ayudan al lector a llegar a ser él mismo, o por

decir lo que en realidad sucede, a reforzar la sugestión mediante la cual sus

impresiones entran en un sistema de recíproca amplificación y transmisión

asistida de energía, mucho más eficaz que ese otro tan egocéntrico de la

«formación personal» o la «personalidad moral y humana» del que nos hemos

hecho cargo como herencia del siglo xvm, algo esclerótica ya a estas alturas.

Pero si varias de esas corrientes confluyen en el mismo punto, esto viene a

significar naturalmente tanto como ninguna, y entonces surge ese singular

espectáculo de que aun habiendo movimiento, e incluso aparentemente de

sobra si se lo mira fuera de contexto, en conjunto sin embargo se haga notar

una rápida caída de energía.

Años sin síntesis

Se podría caracterizar a estos años mediante una interferencia parecida de

ondas que se aniquilan entre sí, como observan con unánime asombro los

contendientes. Sería uno de los más injustificables engaños hacerse creer a sí

mismo o a otros que hoy no existe literatura alguna de la suficiente talla; al

contrario, fácilmente se podría enumerar media docena de nombres que en

conjunto arrojarían un saldo de saber hacer, audacia, libertad y otras cualidades

decisivas que no tendría porqué temer la comparación con cualquier otro

período de nuestra literatura; pero no desembocan en ninguna síntesis, ni

verdadera ni imaginada, y dicho cruda y literalmente, no hay nada conjunto

que hacer con ellos: lo cual explica no poco del sentimiento de desánimo y

decepción que tiene tan excitado al presente. Una decadencia así, que en cierto

modo alcanza a la energía literaria en su conjunto, no consiste primordialmente

en que haya pocas obras buenas, ni en que se abra paso entre ellas una mayor

cantidad de malas, sino que se manifiesta antes que nada en un cierto

desasosiego, impotencia, y porqué no, liberalidad en el gusto; que se mantiene

sólido, pero ya no denso; por toda clase de fisuras afluye a su interior todo lo

imaginable, lo que antes hubiera sido inimaginable; a base de sentimiento se

empiezan a perder las diferencias de clase entre obras, y se acaba nombrando

juntos sin parar para coger aire por ejemplo a Hamsun y Ganghofer. Hoy

semejante ejemplo todavía parece imposible, ¡pero no se vaya a creer que fué

muy largo el trayecto desde el imperio de Hebbel al de Wildenbruch!

En un momento así, uno se puede permitir recordar qué hay un sistema y

una síntesis más importante que el escritor, más duradera y extensa que las

corrientes: la literatura.

Por muy evidente que parezca esto, y por más que también se diga a

medias con frecuencia, no hay que pasar por alto que significa nada menos que

la inversión de rutinas firmemente establecidas. Pues no sólo viene a subrayar

la perogrullada de que la literatura es más importante que sus diversas

orientaciones, sino que barre también convicciones tales como que el arte es

un don de gracia, un encuentro afortunado con grandes hombres, una

distracción y, en cualquiera de sus formas, una excepción a lo humano.

Otorgar en serio un privilegio a la literatura significa llevar un concepto de

trabajo colectivo a alguna isla de los afortunados, y si se quiere expresar de

forma algo más perversa, embotar en conserva la fauna de esa isla sagrada. Una

empresa de la que sin duda habrá que conceder que lo mismo puede degenerar

en un demasiado que en un demasiado poco.

Literatura y lectura

Utilizado en este horizonte, «literatura» significa dirigir el interés no a la

suma ni al museo de las obras, sino a su función, a su efecto, a la vida de los

libros y a su convergencia en un efecto duradero y creciente. N o es posible

que el esfuerzo que miles de hombres, y entre ellos algunos muy dotados,

encaminan a escribir un poema o una novela se agote en gustarle a una

cantidad de lectores, en que emane de ellos una nube de excitación y

movimiento que penda por un tiempo sobre el lugar y luego disipen corrientes

de aire de todo tipo. Nuestros sentimientos y una experiencia no muy clara se

resisten a aceptarlo. N o obstante, cada vez que tropezamos con una obra o un

escritor nos volvemos a quedar solos frente a ellos, nos rozan, nos empujan de

nuestro sitio pero nos vuelven a abandonar, y cada texto es su propio

comienzo. Lo que llamamos historia de la literatura es en todo caso un

esfuerzo hacia lo firme; pero sus explicaciones de lo que ha sido a partir de las

condiciones de su tiempo y sus análisis causales más o menos fiables de

grandes personajes, incluso imaginándolos perfectos, ayudan desde luego al

entendimiento pero no a la vivencia, o sólo dando rodeos; en tanto se atenga

a los límites de su tarea, no es directamente una ordenación de vivencias e

impresiones, sino análisis y síntesis de personas, épocas, estilos e influencias,

así pues, algo totalmente distinto.

Pero por mucho que la obra de arte con todo lo que tiene de irrepetible se

deje poner en un orden histórico que no sea simplemente cronológico, también

se deja poner en otros. Ya el mero proceder instintivo del lector no pone la

vista en otra cosa que en dejar firmemente establecidos la eficacia, lo

significativo y el valor inmediatamente sentidos de un libro —es decir, su

efecto, su significado y lo que de su valor se adecúe a su persona—, y esto de

tal manera que ya nunca se pierda. Si se pregunta por los procesos mediante

los cuales se lleva a cabo tal operación, la más fugaz ojeada en uno mismo ya

enseña a reconocerlos. Se toman elementos de pensamiento que se pueden

guardar sin más; uno tiene la experiencia de que se le ocurren cosas, se le

aclaran otras, y se le abren perspectivas suscitadas por la lectura que

subsistirán incluso cuando el motivo haya sido olvidado hace mucho; uno da

en sentir, y las sensaciones que le dejan prendado las compone en palabras,

como experiencia, o en firmes resoluciones, como proyecto, o bien las

abandona a sí mismas para que luego, irradiando lenta y dispersa su energía, se

difundan entre los restantes sentimientos hasta disiparse; se guarda también lo

incierto e indescriptible de las obras, el ritmo, la forma, el tempo, la fisonomía

del conjunto, bien de manera puramente mimética durante algún tiempo, al

modo en que uno se queda prendado e imita por así decir con gestos internos

a hombres que le causan gran impresión, o bien haciendo el intento de

captarlo en palabras; sería muy dificultoso presentar exhaustivamente esos

procesos, pero la dirección en que se encuentra su objetivo se reconoce

enseguida. Lo que les falta a tales esfuerzos involuntarios es la síntesis en un

todo.

Pero si se entiende por literatura la suma de los textos, eso tampoco es un

todo. En tal caso sería una descomunal colección de ejemplos, cada uno de los

cuales sería diferente y aun así ya se habría dado antes, cada uno de los cuales

lo entendería cada quien de forma distinta y aun así con determinada similitud,

un asunto indeciblemente vasto, sin comienzo ni final, una maraña de hilados

soberbios que no formaría un tejido. Semejante agregado de lectores y libros

sólo se convierte en literatura cuando a la suma de las obras se le viene a

añadir el contenido de la experiencia de la lectura, una vez elaborada. En otras

palabras: la crítica.

La crítica, vista así

Hay mucha gente que niega que la crítica, así entendida, sea posjble, pues

eso ya presupone de alguna manera un arriba y un abajo, la elección de alguna

dirección en la que un paso adelante valga como progreso. Nuestra época ha

cargado con el horror de la generación precedente hacia cualquier regla de tres

estética que pretendiera establecer patrones de medida para el arte con la vista

puesta en los bustos de escayola clásicos. El impresionismo confió' en el sabor,

opinando que el arte encuentra algún camino inmediato hacia el corazón, no

demasiado claro fisiológicamente. El neoidealismo y el expresionismo operaban

con una «intuición» no menos inmediata de los pensamientos que no se solapa

por completo con la reflexión de la que procede. Hasta la misma, estética,

renovada por algunas cabezas ilustres, niega hoy su aplicación a la práctica;

este gato escaldado ya no quiere ser normativo. La consecuencia fue la crítica

del «me da la impresión» y la de los juegos artificiales de palabras, la que se

sentía sacudida por la obra y la que se la sacudía de encima, que cargan sobre

su conciencia con tanto del barullo del espíritu contemporáneo. La posición de

la crítica empero no es más difícil que la de la moral. Tampoco nos es dado

conocer por ningún camino leyes morales divinas e inmutables; la moral la

siguen creando en todas sus mudanzas hombres que primero la viven y luego

conminan a los restantes; pese a lo cual no se puede negar que tenga un

sistema a la vez mudable y firme. Crítica en éste sentido no es algo por encima

de la escritura literaria, sino entretejido con ella. Algo que complementa los

hallazgos ideológicos de ésta —donde ideológico ha de entenderse en un

sentido -amplio que englobe también los valores expresivos de las «formas»—

hasta convertirlos en una tradición, y que no autoriza la repetición de lo

mismo si no es con un nuevo sentido. Es una interpretación de la literatura

que se traspone en interpretación de la vida, y una celosa custodia del nivel

alcanzado. Una traducción así de lo parcialmente irracional a racional nunca es

completamente lograda; pero algo que es simplificación, extracto, y porque no,

decolorante de las cosas, al tiempo que desventajas tiene también la movilidad

en todas direcciones y el amplio alcance propios de las relaciones intelectuales.

Así resulta ser un menos y un más, y como cualquier orden ideológico, le sigue

debiendo muchos rasgos individuales a la vida, y a cambio le presta una cierta

generalidad. Esa crítica nada tiene que ver con la erudición; puede equivocarse,

pues jamás surge de uno solo, sino al alimón, de los esfuerzos de muchos, a

través de un proceso sin fin de revisiones, y en último término, de los mismos

libros que se critican, puesto que toda obra significativa tiene la virtud de

poner patas arriba todo lo que se creía antes de ella.

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