Luis Buñuel
El “Buñueloni” consiste en
mitad ginebra, un cuarto de cárpano y un cuarto de martini dulce.
Buñuel me lo ofrecía cada vez
que le visitaba en su casa de la calle de Félix Cuevas, en la Ciudad
de México, los viernes de cuatro a siete, cuando Buñuel estaba en
mi país. La casa no se distinguía demasiado de las demás de la
colonia Del Valle. Buñuel había coronado los muros exteriores de
vidrio roto, “para impedir que entren los ladrones”.
No que hubiese mucho que robar
en la casa de Buñuel. Rodeada de espacios que no llegaban a ser
jardín, la casa misma (colonial-moderna, México-Califórnica) tenía
en el vestíbulo de entrada el retrato de Buñuel por Salvador Dalí,
hecho en 1930.
—Es un
buen retrato —comentaba Luis.
El bar era el lugar preferido.
—Empiezo a
beber a las once de la mañana —dice sin más, ofreciéndome el
resistible “Buñueloni”.
Hay libreros
en el bar. En primer término, gruesas guías telefónicas de
diversas ciudades del mundo. Una tarde, esperando a Buñuel, me
atrevo a mirar atrás de los libros de teléfono. No me asombra lo
que encuentro. El
egoísta
de Meredith, Cumbres
borrascosas
de Brontë, Tess
D’Uberviles
y Jude
el oscuro,
ambas de Thomas Hardy. Lo confiesa Luis: son las novelas que le
hubiese gustado filmar. Llevó a la pantalla, sí, Cumbres
borrascosas
con un error de reparto y de acentos: Irasema Dillian es Cathy con
acento polaco, Jorge Mistral habla como andaluz en el Heathcliff
buñuelesco y los actores mexicanos (Lilia Prado, Ernesto Alonso) no
desdeñan el sonsonete de su parroquia. Buñuel no pudo realizar la
película en Francia, como hubiese deseado, en los años treinta. La
filmó en México en 1954 con un solo propósito: la música del
Tristán
de Wagner como comentario, superior lo oído a lo visto.
No volvió a usar temas
musicales. En el cine de Buñuel sólo se escucha, además del
diálogo, lo que dicen los animales, los bosques, las puertas, las
pisadas y los tambores de Calanda.
Él me
confiesa que le hubiese gustado realizar El
monje
de Lewis, y fracasó un proyecto fascinante: The
Loved Ones (Los seres amados)
de Evelyn Waugh, con Alec Guinness y Marilyn Monroe. Nos queda
imaginar lo que hubiese sido el matrimonio de la sátira británica y
el surrealismo español. Donde Waugh se ríe con amargura, Buñuel se
hubiese distanciado con ironía. La muerte inglesa es el fin de la
vida, la muerte en Buñuel es otra forma de vivir.
Hay primeras
ediciones firmadas de los escritores surrealistas, sobre todo un
volumen de fantasías germánicas de Max Ernst, que Luis me obsequia.
Hay más proyectos archivados, sobre todo un guión para Bajo
el volcán
de Lowry, en el cual colaboré y que anunciaba un gran reparto:
Jeanne Moreau, Richard Burton y Peter O’Toole. Y Una
historia de las herejías
del Abbé Migne que le sirvió para filmar La
Vía Láctea
(1970).
A veces
íbamos juntos al cine. Admiraba la libertad creativa de la Roma
de Fellini, y le conmovía moralmente Paths
of Glory
de Kubrick. Fuimos a ver —Cristo obliga— Rey
de Reyes
de Nicholas Ray con Jeffrey Hunter y fuimos corridos —ya nos
íbamos— del cine cuando el Demonio tienta a Jesús con una visión
de domos dorados y brillantes cúpulas en el desierto. Con voz muy
alta, Buñuel exclamó:
—¡Le ha
ofrecido Disneylandia!
Buñuel: la
religión y el cine. Nació al debutar el siglo XX en Calanda,
pequeño pueblo de Aragón, donde la Semana Santa es celebrada a
tambor batiente, única, angustiosa “música” que Buñuel
admitirá a partir de Nazarín
(1958). El padre de Luis había sido oficial del ejército español
en la colonia de Cuba y cuando Alfredo Guevara, el entonces joven
jefe del nuevo cine (el castrista) de Cuba invitó a Buñuel a filmar
en La Habana El
acoso
de Alejo Carpentier, el director se negó:
—No puedo.
Mi padre fusiló a Martí.
Calanda y
Aragón eran la raíz de Buñuel y España se hizo presente, con
tambor, incienso, pobreza y soledad, en todas sus obras. Era un
creador aragonés. Ni el surrealismo en París ni el exotismo en
México pudieron jamás expulsar la mirada española de Luis, mirada
de Cervantes, Rojas, Valle-Inclán y Galdós, origen este último de
Nazarín
y Tristana.
En la
residencia de estudiantes de Madrid, el joven Buñuel hizo amistad
con Federico García Lorca y Salvador Dalí. Con Lorca, perpetró
grandes bromas madrileñas, la mayor de todas, disfrazarse ambos de
monjas, tomar el tranvía y provocar sexualmente a los espantados (o
asombrados) pasajeros. Posan juntos en aeroplanos de feria, se
divierten porque Lorca, me dice Buñuel, valía más por su gracia
andaluza, su imaginación en la vida diaria, que por su poesía. Aun
así, Buñuel, mucho más tarde, quiso filmar La
casa de Bernarda Alba
con María Casares, pero los herederos de Lorca lo impidieron.
Con Salvador
Dalí había otra forma de hermandad. Buñuel entró al cine francés
como ayudante del director Jean Epstein en la adaptación de La
caída de la casa de Usher
de Poe. Epstein reñía a Buñuel:
—¿Cómo
se atreve un muchachito principiante como usted a opinar?
Pero al
llegar Dalí a París, ambos ingresaron al movimiento surrealista
encabezado —como un papado— por André Breton. La foto colectiva
del grupo y el cuadro pintado por Marx Ernst son alucinantes,
pasajeros y acaso conmovedores. Tendrían destino. René Crevel,
joven poeta suicida. Robert Desnos moriría en el campo de
concentración nazi de Theresienstadt. Benjamin Péret se exiliaría
en México y André Breton en Nueva York. Chirico se volvería
conservador y Éluard y Aragón, comunistas. Picasso sería Picasso y
Cocteau un gran juglar sin más convicción que Cocteau. Max Ernst
proseguiría como artista, gran pintor hasta el final. Dalí y Buñuel
harían juntos la película insignia (más que La
sangre de un poeta
de Cocteau) del surrealismo: Un
perro andaluz.
El
inconsciente no es conocido: de serlo, sería el consciente. El
surrealismo es un hecho personal pero universal. El azar (Breton
dixit)
es objetivo. El arte está al servicio del misterio, del sueño, de
lo irracional. Y más: las contradicciones del ser humano sólo se
resuelven en la libertad ejercida contra un sistema social inhumano
que es el nuestro.
Buena parte
de este ideario surrealista informa las imágenes de Un
perro andaluz.
Sin embargo, el significado nunca está lejos de la imagen. Al inicio
del film, Buñuel, actor, ve una nube que cubre la luna. Acto
seguido, corta por la mitad el ojo de la protagonista, Simone
Mareuil, a la cual, de inmediato, veremos protagonizar escenas en un
apartamento, en las calles y al cabo en una playa. Pero la escena
inicial, original, imprevista, implacable, será constantemente parte
de Buñuel. La paradoja del ojo rebanado nos remite al hecho de ver,
ver una película y no necesariamente proyectada del film a la
pantalla sino de los ojos del creador/espectador al muro de su casa.
Para entrar al arte de Buñuel, hay que volver una y otra vez a esa
imagen del ojo rebanado. El ojo verdadero no es el del cine o la
pintura. Es el ojo tuyo y mío proyectando en la pared de la
imaginación. La película final, el cine que inventamos tú y yo,
liberados de comercio, audiencia o duración. Es lo contrario de la
“Disneylandia” denunciada por Buñuel una tarde.
Un perro
andaluz
fue financiada con dinero enviado por la madre de Buñuel. La
siguiente película Dalí-Buñuel, L’Âge
D’Or,
contó con el apoyo de la condesa de Noailles. Pero en medio se coló
la separación de los amigos. Dalí se dejó seducir por su ambiciosa
rusa Elena Diakonova (“Gala”), mujer hasta entonces de Paul
Éluard. Por razones desconocidas, Buñuel intentó ahorcarla en la
playa de Cadaqués. Adivinaba, acaso, que Gala desviaría (como
sucedió) a Dalí de su destino artístico para convertirlo (como
sucedió) en un gran payaso con genio, explotador explotado del mundo
artístico y comercial. Avida Dollars, como lo llamaron en el acto
los surrealistas.
Solo,
Buñuel, dirigió una de las películas que dan fama y forma a la
cinematografía: La
edad de oro.
Profético, Buñuel inicia el film con tomas de los anuncios
comerciales que el protagonista (Gaston Modot) encuentra rumbo a la
fiesta elegante (todos los hombres de frac, y corbatas blancas) dada
por la familia del “objeto de su deseo” (tema constante de
Buñuel) Lya Liss. Para llegar a ella, Modot insulta a los invitados
de la fiesta, tira de las barbas a los ancianos, mientras Lya, en su
soledad, se chupa el dedo y admite a una vaca en su recámara. Cuando
al cabo la pareja se une, el amor no acaba de consumarse, todo es
prolegómeno erótico, los escorpiones ocupan la pantalla y Cristo
emerge de las páginas del Marqués de Sade, repartiendo bendiciones.
Es el duque de Blangis, que sale dando traspiés de una orgía con
seis muchachos y seis muchachas, a una de las cuales asesina.
Esta vez el
escándalo fue mayúsculo. Miembros del grupo de extrema derecha Les
camelots du roi
invadieron la sala de cine, arrojaron tinteros a la pantalla y
rasgaron a navajazos las obras de Tanguy, Miró, Dalí, en el
vestíbulo. El comisario de policía parisino, Chiappe, prohibió la
exhibición de La
edad de oro,
censura que duró hasta 1966, cuando el heroico Henri Langlois la
reestrenó en la cineteca de Chaillot y, por primera vez, la vi.
De vuelta en
España, Buñuel filmó Las
Hurdes
(1933), un documental sobre esta región pobre y aislada de España.
Se ha dicho que Buñuel exageró la miseria de la región: libertad
del artista, la obra permanece como un mito del cine. La propia
República Española censuró la película, aunque Buñuel representó
al asediado gobierno democrático en París. Al caer la República,
Buñuel viajó a Hollywood, contratado por la Warner Bros. Jugó al
tenis en la cancha de Chaplin, con el cómico y el cineasta ruso
Sergei Einsenstein, pero el trabajo no llegaba: Buñuel debía
aprender las reglas del cine norteamericano, pasivamente. Viendo
películas de Lilly Damita. Aunque escribió una idea que más tarde
se convirtió en The
Beast with Five Fingers
(Robert Florey, 1946) y que el propio Buñuel habría de utilizar en
El
ángel exterminador
(1962): una mano sin cuerpo, con vida propia, hace de las suyas.
El paso de
Buñuel por Hollywood fue rápido y estéril. Lo esperaba el museo de
Arte Moderno de Nueva York (MoMA) y su departamento de cine, dirigido
por Iris Barry. Se le encargó a Buñuel editar la espectacular
película de Leni Riefensthal, El
triunfo de la voluntad,
realizada en 1934, sobre las gigantescas manifestaciones nazis en el
estadio de Nuremberg. Ante todo, Buñuel pudo mostrarle la película
a dos cineastas: el ya citado Chaplin y René Clair. Chaplin se
tiraba al suelo de la risa cada vez que aparecía Hitler, señalándolo
con un dedo y exclamando:
—¡Me
imita, me imita!
Clair, en cambio, juzgó que se
trataba de una película muy peligrosa porque daba una idea
“invencible” del nazismo y de Hitler. Se decidió que el
presidente Roosevelt viera la película y diese el veredicto final.
FDR coincidió con Clair. La obra de Riefensthal era cine excelente y
propaganda peligrosa. La película fue archivada hasta después de la
guerra.
En 1946 Salvador Dalí llegó a
Nueva York y fue entrevistado por la prensa. El viejo amigo de Buñuel
calificó a éste de anarquista, comunista, ateo, maníaco sexual y
otras lindezas. El día que se publicó la entrevista, Buñuel se
percató de las miradas esquivas y el embarazo general de sus colegas
del MoMA; ese año en que la Guerra Fría entraba al refrigerador.
Buñuel presentó su renuncia. Fue aceptada y acto seguido citó a
Dalí en el bar del hotel Sherry-Netherland.
Al confrontar a su antiguo
camarada, Buñuel le dijo:
—Vine
decidido a romperte la cara. Pero al verte, me venció el recuerdo de
nuestra vieja amistad. Sólo te diré que eres un hijo de puta.
—¡Pero
Luis! —exclamó Dalí—. ¡Si yo sólo quería hacerme publicidad
a mí mismo!
La venganza —pospuesta— de
Buñuel la cumplió Max Ernst. En una cena en París a fines de los
sesenta, el gran pintor me contó que en el helado mes de febrero de
fines de los cuarenta vio a Dalí admirando una vitrina con obras de
Dalí en Cartier de Nueva York. Ernst se acercó, le arrebató a Dalí
el bastón, se lo estrelló en la cabeza y exclamó, mientras Dalí
rodaba Quinta Avenida abajo:
—¡Es por
Buñuel!
El productor
Oscar Dancigers (envidia: estuvo casado con Edwige Feuillère) trajo
a Buñuel a México. Luis llegó con su mujer Jeanne y sus hijos,
Juan Luis y Rafael. Dancigers lo puso a dirigir una película, Gran
casino
o En
el viejo Tampico,
en la que alternaban las rumbas de Meche Barba, las canciones de
Jorge Negrete y los tangos de Libertad Lamarque, esta última
verdadera realizadora de la película. Ordenaba las luces, las
cámaras, todo a su favor. Sólo en la escena final se hace sentir
Buñuel. Libertad y Jorge se besan junto a un pozo de petróleo.
Buñuel evita el beso de las estrellas. Jorge, con su chicote,
remueve un charco de petróleo.
—Es mierda
—me comenta Buñuel.
Luis pudo
dirigir un par de comedias dramáticas sin vergüenza y sin relieve.
En 1950, al cabo, Dancigers le dio al director la oportunidad. Los
olvidados
es una de las grandes películas de Buñuel y es gran cine tout
court.
Si su tema y tono son los del neo-realismo italiano, Buñuel
introduce un mundo onírico, un malestar cruel en la pobreza, que lo
redimen de cualquier sentimentalismo social. El Jaibo (Roberto Cobo)
y Don Carmelo (Miguel Inclán, junto con Pedro Armendáriz el mejor
actor mexicano) dan un tono de barbarie despiadada y falta de moral
intensas a la película. Inclán, además, es un ciego atroz que
carga una orquesta a cuestas, explota a los niños, pervierte a los
inocentes y al cabo es humillado por El Jaibo y su pandilla. Digo que
Inclán fue, junto con Pedro Armendáriz, el mejor actor del cine
mexicano. Nada mejoró a su ciego Don Carmelo en Los
olvidados,
aunque la galería, mínima pero intensa, de Inclán (mudo protector
de Ninón Sevilla en
Aventurera,
salvaje explotador de Del Río y Armendáriz en María
Candelaria,
aunque también honesto y sentimental policía en Salón
México)
es incomparable.
Era yo
estudiante en la Escuela de Altos Estudios Internacionales en Ginebra
cuando un cineclub local proyectó La
edad de oro
y Las
Hurdes,
atribuyéndolas a un cineasta surrealista maldito, muerto durante la
guerra de España. Levanté la mano y corregí. Buñuel acababa de
ganar la Palma de Oro al mejor director en el Festival de Cannes, con
Los
olvidados.
En otro
libro, Pantallas
de plata,
hablaré con mayor extensión de la etapa mexicana de Buñuel.
Alternan en estos años películas alimenticias junto con obras
notables, la más notable de todas, Él
(1953). El estudio de los celos, quienes los sienten y quienes los
sufren. Arturo de Córdova interpreta (o es) el celoso, fetichista,
católico y virgen protagonista, hasta que un Viernes Santo conoce al
objeto de su pasión insana, la admirable actriz argentina Delia
Garcés. La gama de la sospecha del marido se explaya de una escena a
otra, desde que, la noche de bodas, Delia cierra los ojos y Arturo le
pregunta: “¿En quién piensas?”, pasando por un intento de
asesinarla en la torre de la Catedral o de reparar la castidad de la
mujer armado de cuerdas, éter, navajas, hilo y agujas, restaurando
la virginidad y disfrazando la homosexualidad latente. Que al cabo el
celoso acabe en un monasterio y que su demencia la delate sólo la
manera de caminar, culminan esta obra maestra que Jacques Lacan, en
la Universidad de París, usaba para iniciar su curso de patología
sexual.
Si Él
destaca en la filmografía mexicana de Buñuel, esta etapa culmina
con otra obra maestra, Nazarín
(1958) donde Buñuel cuenta, con gran ambigüedad, la historia de un
sacerdote que decide imitar a Cristo y recibe, como recompensa, una
piña. Nazarín agradece, con emoción, este regalo: la hostia
vegetal. No olvido Ensayo
de un crimen (La vida criminal de Archibaldo de la Cruz,
1955) o la voluntad del crimen cumplido por otras manos. Un Robinson
Crusoe
(1952) en el que Robinson no esclaviza a Viernes, sino que lo hace
amigo necesario. Pero la más “Buñuelesca” de las películas
mexicanas de Buñuel es El
ángel exterminador
(1962). Maravillosa fábula del encierro, fabulosa crítica de la
voluntad. Un grupo de personas de la alta sociedad se reúne a cenar
en casa de Edmundo Nóbile (Enrique Rambal) y descubre que no pueden
o no saben o no quieren salir del encierro y regresar a sus hogares.
A medida que se prolongan las horas, los días, el tiempo, la ropa se
abandona y la cortesía también. Imperan la suciedad, el engaño, el
impulso, la animalidad próxima… Bastaba reanudar
la escena para escapar de ella, ir a la iglesia o dar gracias… y
volver al encierro, aliviado apenas por el ingreso de unos corderos
al templo.
De regreso
en España, Buñuel filmó Viridiana
(1961). Contraparte femenina de Nazarín,
la novicia (Silvia Pinal) Viridiana desea cumplir y hacer cumplir la
ley de Cristo en la casa de campo de su libidinoso tío (Fernando
Rey). Suicidado éste, Viridiana acoge a los pobres y los pobres se
aprovechan, se burlan de ella y le imponen un caos peor que (o
similar a) el orden anterior. Viridiana se rinde y se une a su primo
y la criada en una relación triangular en torno a la mesa del tute.
Es en la
prodigiosa hermandad de la visión personal y la visión de la cámara
donde Buñuel hace más explícita la imagen de su arte y de su
mundo. Catherine Deneuve, en Belle
de Jour,
encuentra la realización de sus sueños eróticos en un burdel. Las
cuatro paredes de la casa de prostitución se disuelven
constantemente gracias a la mirada de la actriz, que jamás nos ve de
frente, sino siempre de lado, fuera del marco de la pantalla. Mirada
liberadora que observa un mundo más ancho, una mirada que traspasa
no sólo las paredes del prostíbulo, sino las del cine, para
remitirnos al espacio exterior, social, de los demás. Que no son los
de menos, como lo ejemplifica la mirada irónica, soberana, de Jeanne
Moreau en el Diario
de una recamarera.
En el mejor papel de una gran actriz, Moreau lo mira todo con una
irónica distancia —el fetichismo del calzado de un anciano, las
convenciones de la casa rica, la brutalidad de un criado— hasta
unirlos en un haz social y político: lo que Jeanne Moreau está
viendo es nada menos que el ascenso del fascismo en Europa.
La segunda
etapa francesa de Buñuel comienza con Belle
de Jour
(1967). ¿Sueña Catherine Deneuve que cada tarde fornica en un
prostíbulo con fetichistas, muchachos de calcetines rotos y coreanos
dueños de cajitas misteriosas? ¿O vive todo esto en la realidad?
Robinson Crusoe observa su isla
desde la cima de una montaña. Se da cuenta: éste es el reino de la
soledad. Empieza a gritar, en espera del eco de la única voz que
puede escuchar, la única compañía que es asegurada: su propia voz.
Sartre dijo: “el infierno son
los demás”. Buñuel responde con honestidad: no hay paraíso sin
la compañía de otros hombres y mujeres.
Buñuel es
demasiado casto políticamente (no correcto: sólo limpio y modesto y
moralmente fuerte). No podía sumarse a una ideología o simplificar
un tema tan complicado como la solidaridad, la relación entre seres
humanos. Vi con él la película de De Sica, Milagro
en Milán
(1951). Buñuel no quedó contento. Se oponía a la idea de los ricos
como seres uniformemente egoístas, estúpidos y crueles y de los
pobres como buenos sin excepción, casi santos en su inocencia.
Por eso,
partiendo de (y recordando a) la mirada política de Diario
de una recamarera
podemos entender que Buñuel podía ser crítico implacable del dulce
encanto de la burguesía. En su obra desfilan personajes pagados de
sí, hipócritas, fríamente crueles o increíblemente estúpidos:
desde rollizas matronas y barbados jefes de orquesta en La
edad de oro
al chovinismo masculino de Fernando Rey en Ese
oscuro objeto del deseo.
El hidalgo español seduce niñas, droga monjas antes de violarlas,
se proclama liberal en las cafeterías pero bebe chocolate con los
curas.
Sólo que en
Buñuel los pobres no son mejores que los ricos (aunque los ricos, en
la celebrada respuesta de Fitzgerald a Hemingway, “tienen más
dinero que tú y yo”). La crueldad del Jaibo y del ciego en Los
olvidados,
del guardabosques en Diario
de una recamarera,
de la mercenaria madre de Conchita en Ese
oscuro objeto del deseo,
del siniestro grupo de mendigos en Viridiana,
apunta a la repetida crítica de Buñuel, la pobreza rebaja tanto
como la riqueza. La crueldad es menos obvia, más disfrazada en la
burguesía. Pero la crueldad, el egoísmo y la violencia no son
ajenos a la miseria. Son parte de la selva habitada por el homo
homini lupus
tanto en los barrios olvidados de México como en los elegantes
salones parisinos.
Nazarín
nos da la respuesta de Buñuel a semejante crueldad social. Nazarín
ha tratado de imitar a Cristo y a cambio ha sido burlado, encarcelado
y golpeado. Junto con una cuerda de presos, una mujer le ofrece una
piña. Primero, Nazarín la rechaza: no merece el obsequio. Pero en
seguida se detiene y acepta la inmanejable oferta, agradeciendo a la
mujer: “Que Dios se lo pague”. Nazarín ha perdido la fe en Dios
pero ha ganado la fe en los hombres.
Las palabras de Nazarín son la
respuesta a la soledad de Robinson. El verdadero eco a la voz del
náufrago solitario es la gratitud del sacerdote inmerso en la
sociedad.
Lo muy interesante en Buñuel
es que al lado de este mundo humano y espiritual coexiste siempre el
mundo natural, el universo de los objetos. La novicia Viridiana,
vestida con su largo camisón conventual, se hinca a rezar y abre su
negro maletín. De él extrae un crucifijo, clavos, un martillo, de
la misma manera que un mecánico podría sacar tornillos,
perforadoras y objetos cortantes. Son los instrumentos de su
profesión.
Buñuel les presta atención
minuciosa a los objetos. Entomólogo apasionado, uno de sus libros de
cabecera era la obra de Jean Henri Fabre acerca de las abejas, los
saltamontes y los coleópteros. A veces, la cámara de Buñuel es
como un microscopio. Se acerca a las cosas sin que la acción deje de
fluir. Un lento y baboso caracol se desplaza por la mano del padre
Nazarín mientras éste explica su filosofía panteísta a las dos
mujeres que se han unido a la peregrinación sagrada (Marga López y
Rita Macedo).
Escorpiones
en La
edad de oro,
mariposas caseras en Un
perro andaluz,
perros trotando debajo de las carretas en Viridiana,
corderos entrando a la iglesia en El
ángel exterminador:
objetos y bestias animados de una naturaleza enajenada que Buñuel
exhibe no para indicarnos nuestra enajenación del mundo de los
objetos, sino la presencia de las cosas que sostienen nuestros mundos
mentales, eróticos y políticos.
El
materialismo de Buñuel va de lo cotidiano a lo escandaloso. Pero aun
los hechos más físicos —comer, amar, caminar— pueden
convertirse en protagonistas. El grupo de bon
vivants
de El
discreto encanto de la burguesía
jamás pueden sentarse a comer. Defecar y comer son actos moralmente
invertidos en El
fantasma de la libertad.
Fernando Rey no puede violar la faja de castidad medieval de Carole
Bouquet en Ese
oscuro objeto…
y en Viridiana
no puede mirar el virginal cuerpo de Silvia Pinal sin drogarla
primero y luego escuchar el Mesías
de Hændel.
Los objetos,
vemos con alarma, no son pasivos o inanimados, se mueven porque son,
a veces, sujetos humanos (como la mano de El
ángel exterminador)
en tanto percepción deformada de un orden social que los ha
convertido en objetos. En Diario
de una recamarera,
entonces, el viejo duque que emplea a Celestine tiene una fijación
fetichista con el calzado. Y el fetichismo, nos recuerda Freud, puede
significar que el deseo es sustituido por el objeto, que el objeto se
sublima, e incluso, puede ser parte del trabajo del sueño.
Celestine lo observa todo y no
la engaña nada. El desfile de disfraces sexuales, decoraciones
morales y distorsiones sociales pasa ante su mirada fría e irónica.
Sólo al terminar la película, cuando todos los sucesos aislados se
reúnen como una realidad política —el ascenso del fascismo—
comprendemos que Buñuel ha apuntalado el horror político en el
terror personal.
La casa de Buñuel en México
es tan despojada como un monasterio. La recámara, en efecto, es
monacal: un lecho duro, sin colchón. Buñuel sentía gran aprecio
por su colección de pistolas de los siglos XVII y XVIII. Confiaba
demasiado en sus armas. Un día quiso probar una de ellas disparando
contra su hijo Juan Luis y el muchacho le dijo: “Papá, primero
dispárale al libro de teléfonos”. Buñuel lo hizo y perforó el
tomo telefónico. Cuando recibió el León de Oro del Festival de
Venecia en 1967, nos dijo a Juan Goytisolo y a mí: “Ahora
derretiré el premio para fabricar balas”.
En vez de
balas, hay una foto irrepetible de Buñuel en Hollywood, tomada
durante un almuerzo en casa de George Cukor. Allí están Ruben
Mamoulian, Billy Wilder y Alfred Hitchcock, quien le reveló a Buñuel
que su fascinación con la pierna perdida de Tristana lo llevó a
filmar una pierna de mujer, colgando de un camión en fuga, en Frenzy
(1972). Buñuel, por su parte, visitó a Fritz Lang, cuya película
Las
tres luces
(1921) decidió la manera fílmica de Buñuel.
De nuevo, mira el retrato que
le hizo Dalí y ahora añade con sequedad:
—Lo
conservo por razones sentimentales.
Buñuel tenía una debilidad
hacia la anarquía. Por ello le deleitaban las películas de Buster
Keaton: el cómico con cara de palo en medio de desastres
incontrolables. Sobre él escribió Buñuel: “La expresión de
Keaton es tan modesta como la de una botella. Sólo que en los
círculos claros y rotundos de su mirada, su alma ascética hace
piruetas”. Otros dos favoritos de Buñuel eran Laurel y Hardy,
ángeles exterminadores de pastelerías, automóviles y mansiones
suburbanas.
Sin embargo, Buñuel era un
anarquista pensante y hasta práctico. En teoría, me decía, sería
maravilloso volar el Louvre. “En la práctica, mataría a quien lo
intentase.” Y añadió:
—¿Por qué
no sabemos hacer distinciones prácticas entre las ideas y la acción?
¿No se bastan a sí mismos los sueños? Nos volveríamos locos si le
pidiéremos a cada sueño de la noche que se volviese realidad de
día…
¡Asómbrame!
Me contó Buñuel que visitó a André Breton moribundo en su cama de
hospital. Breton tomó la mano de Buñuel y le dijo:
—Mi amigo,
¿se ha dado cuenta de que nadie se escandaliza ya de nada?
Un hombre anciano, sentado en
la penumbra de un cuarto de hotel, dice en voz quebrada y burlona,
“Mi odio a la ciencia y la tecnología me devolverá la abominable
fe en Dios…”.
—Ése soy
yo —Buñuel me codea con gracia cuando vemos juntos la película.
Luis vivió los últimos días
de su vida hospitalizado y conversando con el sacerdote dominico
Julián Pablo.
“Buñuel
fue más allá de la religión formada, pero también más allá de
la religión formal, pero también más allá de la formalidad
mundana, para tocar la grandeza, la servidumbre y la libertad del
alma humana.”
Pero antes,
un grupo de amigos se ha reunido para celebrar a Buñuel en su 77
aniversario. El sitio es un lugar favorito de Luis, el restorán Le
train bleu
de la Gare de Lyon en París. Están ahí Julio Cortázar, Gabriel
García Márquez, Milan Kundera y Régis Debray.
Se establece una suerte de
tensión amistosa entre el joven Debray y el viejo Buñuel. Como si
Debray viese en Buñuel al hombre joven, temiendo que Buñuel viese
en Debray al hombre viejo. Acaso por ello Debray se dirige a Buñuel
con una violencia cordial.
“Usted es
el culpable, Buñuel, usted con sus obsesiones. Sin usted, nadie se
acordaría de la Santísima Trinidad, la Inmaculada Concepción o las
herejías gnósticas. Sólo gracias a sus películas la religión es
aún arte, aún cultura…”
Buñuel sonríe como el gato de
Alicia, resistiéndose a desaparecer. Sabe que él y Debray se hacen
la misma pregunta: ¿cómo llegar a los 77 años sin caer en la
tentación que el mundo te ofrece como un obsequio envenenado: la
falsa gloria de ser lo que la leyenda dice que eres? Padre de la
Iglesia, Buñuel. O rebelde consagrado, Debray.
Y la segunda pregunta es ésta:
¿se pierde la juventud? ¿O se gana tras un largo y difícil
aprendizaje?
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