lunes, 29 de octubre de 2018

CARLOS FUENTES. PERSONAS. LUIS BUÑUEL.



Luis Buñuel

El “Buñueloni” consiste en mitad ginebra, un cuarto de cárpano y un cuarto de martini dulce.
Buñuel me lo ofrecía cada vez que le visitaba en su casa de la calle de Félix Cuevas, en la Ciudad de México, los viernes de cuatro a siete, cuando Buñuel estaba en mi país. La casa no se distinguía demasiado de las demás de la colonia Del Valle. Buñuel había coronado los muros exteriores de vidrio roto, “para impedir que entren los ladrones”.
No que hubiese mucho que robar en la casa de Buñuel. Rodeada de espacios que no llegaban a ser jardín, la casa misma (colonial-moderna, México-Califórnica) tenía en el vestíbulo de entrada el retrato de Buñuel por Salvador Dalí, hecho en 1930.
Es un buen retrato —comentaba Luis.
El bar era el lugar preferido.
Empiezo a beber a las once de la mañana —dice sin más, ofreciéndome el resistible “Buñueloni”.
Hay libreros en el bar. En primer término, gruesas guías telefónicas de diversas ciudades del mundo. Una tarde, esperando a Buñuel, me atrevo a mirar atrás de los libros de teléfono. No me asombra lo que encuentro. El egoísta de Meredith, Cumbres borrascosas de Brontë, Tess D’Uberviles y Jude el oscuro, ambas de Thomas Hardy. Lo confiesa Luis: son las novelas que le hubiese gustado filmar. Llevó a la pantalla, sí, Cumbres borrascosas con un error de reparto y de acentos: Irasema Dillian es Cathy con acento polaco, Jorge Mistral habla como andaluz en el Heathcliff buñuelesco y los actores mexicanos (Lilia Prado, Ernesto Alonso) no desdeñan el sonsonete de su parroquia. Buñuel no pudo realizar la película en Francia, como hubiese deseado, en los años treinta. La filmó en México en 1954 con un solo propósito: la música del Tristán de Wagner como comentario, superior lo oído a lo visto.
No volvió a usar temas musicales. En el cine de Buñuel sólo se escucha, además del diálogo, lo que dicen los animales, los bosques, las puertas, las pisadas y los tambores de Calanda.
Él me confiesa que le hubiese gustado realizar El monje de Lewis, y fracasó un proyecto fascinante: The Loved Ones (Los seres amados) de Evelyn Waugh, con Alec Guinness y Marilyn Monroe. Nos queda imaginar lo que hubiese sido el matrimonio de la sátira británica y el surrealismo español. Donde Waugh se ríe con amargura, Buñuel se hubiese distanciado con ironía. La muerte inglesa es el fin de la vida, la muerte en Buñuel es otra forma de vivir.
Hay primeras ediciones firmadas de los escritores surrealistas, sobre todo un volumen de fantasías germánicas de Max Ernst, que Luis me obsequia. Hay más proyectos archivados, sobre todo un guión para Bajo el volcán de Lowry, en el cual colaboré y que anunciaba un gran reparto: Jeanne Moreau, Richard Burton y Peter O’Toole. Y Una historia de las herejías del Abbé Migne que le sirvió para filmar La Vía Láctea (1970).
A veces íbamos juntos al cine. Admiraba la libertad creativa de la Roma de Fellini, y le conmovía moralmente Paths of Glory de Kubrick. Fuimos a ver —Cristo obliga— Rey de Reyes de Nicholas Ray con Jeffrey Hunter y fuimos corridos —ya nos íbamos— del cine cuando el Demonio tienta a Jesús con una visión de domos dorados y brillantes cúpulas en el desierto. Con voz muy alta, Buñuel exclamó:
¡Le ha ofrecido Disneylandia!
Buñuel: la religión y el cine. Nació al debutar el siglo XX en Calanda, pequeño pueblo de Aragón, donde la Semana Santa es celebrada a tambor batiente, única, angustiosa “música” que Buñuel admitirá a partir de Nazarín (1958). El padre de Luis había sido oficial del ejército español en la colonia de Cuba y cuando Alfredo Guevara, el entonces joven jefe del nuevo cine (el castrista) de Cuba invitó a Buñuel a filmar en La Habana El acoso de Alejo Carpentier, el director se negó:
No puedo. Mi padre fusiló a Martí.
Calanda y Aragón eran la raíz de Buñuel y España se hizo presente, con tambor, incienso, pobreza y soledad, en todas sus obras. Era un creador aragonés. Ni el surrealismo en París ni el exotismo en México pudieron jamás expulsar la mirada española de Luis, mirada de Cervantes, Rojas, Valle-Inclán y Galdós, origen este último de Nazarín y Tristana.
En la residencia de estudiantes de Madrid, el joven Buñuel hizo amistad con Federico García Lorca y Salvador Dalí. Con Lorca, perpetró grandes bromas madrileñas, la mayor de todas, disfrazarse ambos de monjas, tomar el tranvía y provocar sexualmente a los espantados (o asombrados) pasajeros. Posan juntos en aeroplanos de feria, se divierten porque Lorca, me dice Buñuel, valía más por su gracia andaluza, su imaginación en la vida diaria, que por su poesía. Aun así, Buñuel, mucho más tarde, quiso filmar La casa de Bernarda Alba con María Casares, pero los herederos de Lorca lo impidieron.
Con Salvador Dalí había otra forma de hermandad. Buñuel entró al cine francés como ayudante del director Jean Epstein en la adaptación de La caída de la casa de Usher de Poe. Epstein reñía a Buñuel:
¿Cómo se atreve un muchachito principiante como usted a opinar?
Pero al llegar Dalí a París, ambos ingresaron al movimiento surrealista encabezado —como un papado— por André Breton. La foto colectiva del grupo y el cuadro pintado por Marx Ernst son alucinantes, pasajeros y acaso conmovedores. Tendrían destino. René Crevel, joven poeta suicida. Robert Desnos moriría en el campo de concentración nazi de Theresienstadt. Benjamin Péret se exiliaría en México y André Breton en Nueva York. Chirico se volvería conservador y Éluard y Aragón, comunistas. Picasso sería Picasso y Cocteau un gran juglar sin más convicción que Cocteau. Max Ernst proseguiría como artista, gran pintor hasta el final. Dalí y Buñuel harían juntos la película insignia (más que La sangre de un poeta de Cocteau) del surrealismo: Un perro andaluz.
El inconsciente no es conocido: de serlo, sería el consciente. El surrealismo es un hecho personal pero universal. El azar (Breton dixit) es objetivo. El arte está al servicio del misterio, del sueño, de lo irracional. Y más: las contradicciones del ser humano sólo se resuelven en la libertad ejercida contra un sistema social inhumano que es el nuestro.
Buena parte de este ideario surrealista informa las imágenes de Un perro andaluz. Sin embargo, el significado nunca está lejos de la imagen. Al inicio del film, Buñuel, actor, ve una nube que cubre la luna. Acto seguido, corta por la mitad el ojo de la protagonista, Simone Mareuil, a la cual, de inmediato, veremos protagonizar escenas en un apartamento, en las calles y al cabo en una playa. Pero la escena inicial, original, imprevista, implacable, será constantemente parte de Buñuel. La paradoja del ojo rebanado nos remite al hecho de ver, ver una película y no necesariamente proyectada del film a la pantalla sino de los ojos del creador/espectador al muro de su casa. Para entrar al arte de Buñuel, hay que volver una y otra vez a esa imagen del ojo rebanado. El ojo verdadero no es el del cine o la pintura. Es el ojo tuyo y mío proyectando en la pared de la imaginación. La película final, el cine que inventamos tú y yo, liberados de comercio, audiencia o duración. Es lo contrario de la “Disneylandia” denunciada por Buñuel una tarde.
Un perro andaluz fue financiada con dinero enviado por la madre de Buñuel. La siguiente película Dalí-Buñuel, L’Âge D’Or, contó con el apoyo de la condesa de Noailles. Pero en medio se coló la separación de los amigos. Dalí se dejó seducir por su ambiciosa rusa Elena Diakonova (“Gala”), mujer hasta entonces de Paul Éluard. Por razones desconocidas, Buñuel intentó ahorcarla en la playa de Cadaqués. Adivinaba, acaso, que Gala desviaría (como sucedió) a Dalí de su destino artístico para convertirlo (como sucedió) en un gran payaso con genio, explotador explotado del mundo artístico y comercial. Avida Dollars, como lo llamaron en el acto los surrealistas.
Solo, Buñuel, dirigió una de las películas que dan fama y forma a la cinematografía: La edad de oro. Profético, Buñuel inicia el film con tomas de los anuncios comerciales que el protagonista (Gaston Modot) encuentra rumbo a la fiesta elegante (todos los hombres de frac, y corbatas blancas) dada por la familia del “objeto de su deseo” (tema constante de Buñuel) Lya Liss. Para llegar a ella, Modot insulta a los invitados de la fiesta, tira de las barbas a los ancianos, mientras Lya, en su soledad, se chupa el dedo y admite a una vaca en su recámara. Cuando al cabo la pareja se une, el amor no acaba de consumarse, todo es prolegómeno erótico, los escorpiones ocupan la pantalla y Cristo emerge de las páginas del Marqués de Sade, repartiendo bendiciones. Es el duque de Blangis, que sale dando traspiés de una orgía con seis muchachos y seis muchachas, a una de las cuales asesina.
Esta vez el escándalo fue mayúsculo. Miembros del grupo de extrema derecha Les camelots du roi invadieron la sala de cine, arrojaron tinteros a la pantalla y rasgaron a navajazos las obras de Tanguy, Miró, Dalí, en el vestíbulo. El comisario de policía parisino, Chiappe, prohibió la exhibición de La edad de oro, censura que duró hasta 1966, cuando el heroico Henri Langlois la reestrenó en la cineteca de Chaillot y, por primera vez, la vi.
De vuelta en España, Buñuel filmó Las Hurdes (1933), un documental sobre esta región pobre y aislada de España. Se ha dicho que Buñuel exageró la miseria de la región: libertad del artista, la obra permanece como un mito del cine. La propia República Española censuró la película, aunque Buñuel representó al asediado gobierno democrático en París. Al caer la República, Buñuel viajó a Hollywood, contratado por la Warner Bros. Jugó al tenis en la cancha de Chaplin, con el cómico y el cineasta ruso Sergei Einsenstein, pero el trabajo no llegaba: Buñuel debía aprender las reglas del cine norteamericano, pasivamente. Viendo películas de Lilly Damita. Aunque escribió una idea que más tarde se convirtió en The Beast with Five Fingers (Robert Florey, 1946) y que el propio Buñuel habría de utilizar en El ángel exterminador (1962): una mano sin cuerpo, con vida propia, hace de las suyas.
El paso de Buñuel por Hollywood fue rápido y estéril. Lo esperaba el museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA) y su departamento de cine, dirigido por Iris Barry. Se le encargó a Buñuel editar la espectacular película de Leni Riefensthal, El triunfo de la voluntad, realizada en 1934, sobre las gigantescas manifestaciones nazis en el estadio de Nuremberg. Ante todo, Buñuel pudo mostrarle la película a dos cineastas: el ya citado Chaplin y René Clair. Chaplin se tiraba al suelo de la risa cada vez que aparecía Hitler, señalándolo con un dedo y exclamando:
¡Me imita, me imita!
Clair, en cambio, juzgó que se trataba de una película muy peligrosa porque daba una idea “invencible” del nazismo y de Hitler. Se decidió que el presidente Roosevelt viera la película y diese el veredicto final. FDR coincidió con Clair. La obra de Riefensthal era cine excelente y propaganda peligrosa. La película fue archivada hasta después de la guerra.
En 1946 Salvador Dalí llegó a Nueva York y fue entrevistado por la prensa. El viejo amigo de Buñuel calificó a éste de anarquista, comunista, ateo, maníaco sexual y otras lindezas. El día que se publicó la entrevista, Buñuel se percató de las miradas esquivas y el embarazo general de sus colegas del MoMA; ese año en que la Guerra Fría entraba al refrigerador. Buñuel presentó su renuncia. Fue aceptada y acto seguido citó a Dalí en el bar del hotel Sherry-Netherland.
Al confrontar a su antiguo camarada, Buñuel le dijo:
Vine decidido a romperte la cara. Pero al verte, me venció el recuerdo de nuestra vieja amistad. Sólo te diré que eres un hijo de puta.
¡Pero Luis! —exclamó Dalí—. ¡Si yo sólo quería hacerme publicidad a mí mismo!
La venganza —pospuesta— de Buñuel la cumplió Max Ernst. En una cena en París a fines de los sesenta, el gran pintor me contó que en el helado mes de febrero de fines de los cuarenta vio a Dalí admirando una vitrina con obras de Dalí en Cartier de Nueva York. Ernst se acercó, le arrebató a Dalí el bastón, se lo estrelló en la cabeza y exclamó, mientras Dalí rodaba Quinta Avenida abajo:
¡Es por Buñuel!
El productor Oscar Dancigers (envidia: estuvo casado con Edwige Feuillère) trajo a Buñuel a México. Luis llegó con su mujer Jeanne y sus hijos, Juan Luis y Rafael. Dancigers lo puso a dirigir una película, Gran casino o En el viejo Tampico, en la que alternaban las rumbas de Meche Barba, las canciones de Jorge Negrete y los tangos de Libertad Lamarque, esta última verdadera realizadora de la película. Ordenaba las luces, las cámaras, todo a su favor. Sólo en la escena final se hace sentir Buñuel. Libertad y Jorge se besan junto a un pozo de petróleo. Buñuel evita el beso de las estrellas. Jorge, con su chicote, remueve un charco de petróleo.
Es mierda —me comenta Buñuel.
Luis pudo dirigir un par de comedias dramáticas sin vergüenza y sin relieve. En 1950, al cabo, Dancigers le dio al director la oportunidad. Los olvidados es una de las grandes películas de Buñuel y es gran cine tout court. Si su tema y tono son los del neo-realismo italiano, Buñuel introduce un mundo onírico, un malestar cruel en la pobreza, que lo redimen de cualquier sentimentalismo social. El Jaibo (Roberto Cobo) y Don Carmelo (Miguel Inclán, junto con Pedro Armendáriz el mejor actor mexicano) dan un tono de barbarie despiadada y falta de moral intensas a la película. Inclán, además, es un ciego atroz que carga una orquesta a cuestas, explota a los niños, pervierte a los inocentes y al cabo es humillado por El Jaibo y su pandilla. Digo que Inclán fue, junto con Pedro Armendáriz, el mejor actor del cine mexicano. Nada mejoró a su ciego Don Carmelo en Los olvidados, aunque la galería, mínima pero intensa, de Inclán (mudo protector de Ninón Sevilla en Aventurera, salvaje explotador de Del Río y Armendáriz en María Candelaria, aunque también honesto y sentimental policía en Salón México) es incomparable.
Era yo estudiante en la Escuela de Altos Estudios Internacionales en Ginebra cuando un cineclub local proyectó La edad de oro y Las Hurdes, atribuyéndolas a un cineasta surrealista maldito, muerto durante la guerra de España. Levanté la mano y corregí. Buñuel acababa de ganar la Palma de Oro al mejor director en el Festival de Cannes, con Los olvidados.
En otro libro, Pantallas de plata, hablaré con mayor extensión de la etapa mexicana de Buñuel. Alternan en estos años películas alimenticias junto con obras notables, la más notable de todas, Él (1953). El estudio de los celos, quienes los sienten y quienes los sufren. Arturo de Córdova interpreta (o es) el celoso, fetichista, católico y virgen protagonista, hasta que un Viernes Santo conoce al objeto de su pasión insana, la admirable actriz argentina Delia Garcés. La gama de la sospecha del marido se explaya de una escena a otra, desde que, la noche de bodas, Delia cierra los ojos y Arturo le pregunta: “¿En quién piensas?”, pasando por un intento de asesinarla en la torre de la Catedral o de reparar la castidad de la mujer armado de cuerdas, éter, navajas, hilo y agujas, restaurando la virginidad y disfrazando la homosexualidad latente. Que al cabo el celoso acabe en un monasterio y que su demencia la delate sólo la manera de caminar, culminan esta obra maestra que Jacques Lacan, en la Universidad de París, usaba para iniciar su curso de patología sexual.
Si Él destaca en la filmografía mexicana de Buñuel, esta etapa culmina con otra obra maestra, Nazarín (1958) donde Buñuel cuenta, con gran ambigüedad, la historia de un sacerdote que decide imitar a Cristo y recibe, como recompensa, una piña. Nazarín agradece, con emoción, este regalo: la hostia vegetal. No olvido Ensayo de un crimen (La vida criminal de Archibaldo de la Cruz, 1955) o la voluntad del crimen cumplido por otras manos. Un Robinson Crusoe (1952) en el que Robinson no esclaviza a Viernes, sino que lo hace amigo necesario. Pero la más “Buñuelesca” de las películas mexicanas de Buñuel es El ángel exterminador (1962). Maravillosa fábula del encierro, fabulosa crítica de la voluntad. Un grupo de personas de la alta sociedad se reúne a cenar en casa de Edmundo Nóbile (Enrique Rambal) y descubre que no pueden o no saben o no quieren salir del encierro y regresar a sus hogares. A medida que se prolongan las horas, los días, el tiempo, la ropa se abandona y la cortesía también. Imperan la suciedad, el engaño, el impulso, la animalidad próxima… Bastaba reanudar la escena para escapar de ella, ir a la iglesia o dar gracias… y volver al encierro, aliviado apenas por el ingreso de unos corderos al templo.
De regreso en España, Buñuel filmó Viridiana (1961). Contraparte femenina de Nazarín, la novicia (Silvia Pinal) Viridiana desea cumplir y hacer cumplir la ley de Cristo en la casa de campo de su libidinoso tío (Fernando Rey). Suicidado éste, Viridiana acoge a los pobres y los pobres se aprovechan, se burlan de ella y le imponen un caos peor que (o similar a) el orden anterior. Viridiana se rinde y se une a su primo y la criada en una relación triangular en torno a la mesa del tute.
Es en la prodigiosa hermandad de la visión personal y la visión de la cámara donde Buñuel hace más explícita la imagen de su arte y de su mundo. Catherine Deneuve, en Belle de Jour, encuentra la realización de sus sueños eróticos en un burdel. Las cuatro paredes de la casa de prostitución se disuelven constantemente gracias a la mirada de la actriz, que jamás nos ve de frente, sino siempre de lado, fuera del marco de la pantalla. Mirada liberadora que observa un mundo más ancho, una mirada que traspasa no sólo las paredes del prostíbulo, sino las del cine, para remitirnos al espacio exterior, social, de los demás. Que no son los de menos, como lo ejemplifica la mirada irónica, soberana, de Jeanne Moreau en el Diario de una recamarera. En el mejor papel de una gran actriz, Moreau lo mira todo con una irónica distancia —el fetichismo del calzado de un anciano, las convenciones de la casa rica, la brutalidad de un criado— hasta unirlos en un haz social y político: lo que Jeanne Moreau está viendo es nada menos que el ascenso del fascismo en Europa.
La segunda etapa francesa de Buñuel comienza con Belle de Jour (1967). ¿Sueña Catherine Deneuve que cada tarde fornica en un prostíbulo con fetichistas, muchachos de calcetines rotos y coreanos dueños de cajitas misteriosas? ¿O vive todo esto en la realidad?
Robinson Crusoe observa su isla desde la cima de una montaña. Se da cuenta: éste es el reino de la soledad. Empieza a gritar, en espera del eco de la única voz que puede escuchar, la única compañía que es asegurada: su propia voz.
Sartre dijo: “el infierno son los demás”. Buñuel responde con honestidad: no hay paraíso sin la compañía de otros hombres y mujeres.
Buñuel es demasiado casto políticamente (no correcto: sólo limpio y modesto y moralmente fuerte). No podía sumarse a una ideología o simplificar un tema tan complicado como la solidaridad, la relación entre seres humanos. Vi con él la película de De Sica, Milagro en Milán (1951). Buñuel no quedó contento. Se oponía a la idea de los ricos como seres uniformemente egoístas, estúpidos y crueles y de los pobres como buenos sin excepción, casi santos en su inocencia.
Por eso, partiendo de (y recordando a) la mirada política de Diario de una recamarera podemos entender que Buñuel podía ser crítico implacable del dulce encanto de la burguesía. En su obra desfilan personajes pagados de sí, hipócritas, fríamente crueles o increíblemente estúpidos: desde rollizas matronas y barbados jefes de orquesta en La edad de oro al chovinismo masculino de Fernando Rey en Ese oscuro objeto del deseo. El hidalgo español seduce niñas, droga monjas antes de violarlas, se proclama liberal en las cafeterías pero bebe chocolate con los curas.
Sólo que en Buñuel los pobres no son mejores que los ricos (aunque los ricos, en la celebrada respuesta de Fitzgerald a Hemingway, “tienen más dinero que tú y yo”). La crueldad del Jaibo y del ciego en Los olvidados, del guardabosques en Diario de una recamarera, de la mercenaria madre de Conchita en Ese oscuro objeto del deseo, del siniestro grupo de mendigos en Viridiana, apunta a la repetida crítica de Buñuel, la pobreza rebaja tanto como la riqueza. La crueldad es menos obvia, más disfrazada en la burguesía. Pero la crueldad, el egoísmo y la violencia no son ajenos a la miseria. Son parte de la selva habitada por el homo homini lupus tanto en los barrios olvidados de México como en los elegantes salones parisinos.
Nazarín nos da la respuesta de Buñuel a semejante crueldad social. Nazarín ha tratado de imitar a Cristo y a cambio ha sido burlado, encarcelado y golpeado. Junto con una cuerda de presos, una mujer le ofrece una piña. Primero, Nazarín la rechaza: no merece el obsequio. Pero en seguida se detiene y acepta la inmanejable oferta, agradeciendo a la mujer: “Que Dios se lo pague”. Nazarín ha perdido la fe en Dios pero ha ganado la fe en los hombres.
Las palabras de Nazarín son la respuesta a la soledad de Robinson. El verdadero eco a la voz del náufrago solitario es la gratitud del sacerdote inmerso en la sociedad.
Lo muy interesante en Buñuel es que al lado de este mundo humano y espiritual coexiste siempre el mundo natural, el universo de los objetos. La novicia Viridiana, vestida con su largo camisón conventual, se hinca a rezar y abre su negro maletín. De él extrae un crucifijo, clavos, un martillo, de la misma manera que un mecánico podría sacar tornillos, perforadoras y objetos cortantes. Son los instrumentos de su profesión.
Buñuel les presta atención minuciosa a los objetos. Entomólogo apasionado, uno de sus libros de cabecera era la obra de Jean Henri Fabre acerca de las abejas, los saltamontes y los coleópteros. A veces, la cámara de Buñuel es como un microscopio. Se acerca a las cosas sin que la acción deje de fluir. Un lento y baboso caracol se desplaza por la mano del padre Nazarín mientras éste explica su filosofía panteísta a las dos mujeres que se han unido a la peregrinación sagrada (Marga López y Rita Macedo).
Escorpiones en La edad de oro, mariposas caseras en Un perro andaluz, perros trotando debajo de las carretas en Viridiana, corderos entrando a la iglesia en El ángel exterminador: objetos y bestias animados de una naturaleza enajenada que Buñuel exhibe no para indicarnos nuestra enajenación del mundo de los objetos, sino la presencia de las cosas que sostienen nuestros mundos mentales, eróticos y políticos.
El materialismo de Buñuel va de lo cotidiano a lo escandaloso. Pero aun los hechos más físicos —comer, amar, caminar— pueden convertirse en protagonistas. El grupo de bon vivants de El discreto encanto de la burguesía jamás pueden sentarse a comer. Defecar y comer son actos moralmente invertidos en El fantasma de la libertad. Fernando Rey no puede violar la faja de castidad medieval de Carole Bouquet en Ese oscuro objeto… y en Viridiana no puede mirar el virginal cuerpo de Silvia Pinal sin drogarla primero y luego escuchar el Mesías de Hændel.
Los objetos, vemos con alarma, no son pasivos o inanimados, se mueven porque son, a veces, sujetos humanos (como la mano de El ángel exterminador) en tanto percepción deformada de un orden social que los ha convertido en objetos. En Diario de una recamarera, entonces, el viejo duque que emplea a Celestine tiene una fijación fetichista con el calzado. Y el fetichismo, nos recuerda Freud, puede significar que el deseo es sustituido por el objeto, que el objeto se sublima, e incluso, puede ser parte del trabajo del sueño.
Celestine lo observa todo y no la engaña nada. El desfile de disfraces sexuales, decoraciones morales y distorsiones sociales pasa ante su mirada fría e irónica. Sólo al terminar la película, cuando todos los sucesos aislados se reúnen como una realidad política —el ascenso del fascismo— comprendemos que Buñuel ha apuntalado el horror político en el terror personal.
La casa de Buñuel en México es tan despojada como un monasterio. La recámara, en efecto, es monacal: un lecho duro, sin colchón. Buñuel sentía gran aprecio por su colección de pistolas de los siglos XVII y XVIII. Confiaba demasiado en sus armas. Un día quiso probar una de ellas disparando contra su hijo Juan Luis y el muchacho le dijo: “Papá, primero dispárale al libro de teléfonos”. Buñuel lo hizo y perforó el tomo telefónico. Cuando recibió el León de Oro del Festival de Venecia en 1967, nos dijo a Juan Goytisolo y a mí: “Ahora derretiré el premio para fabricar balas”.
En vez de balas, hay una foto irrepetible de Buñuel en Hollywood, tomada durante un almuerzo en casa de George Cukor. Allí están Ruben Mamoulian, Billy Wilder y Alfred Hitchcock, quien le reveló a Buñuel que su fascinación con la pierna perdida de Tristana lo llevó a filmar una pierna de mujer, colgando de un camión en fuga, en Frenzy (1972). Buñuel, por su parte, visitó a Fritz Lang, cuya película Las tres luces (1921) decidió la manera fílmica de Buñuel.
De nuevo, mira el retrato que le hizo Dalí y ahora añade con sequedad:
Lo conservo por razones sentimentales.
Buñuel tenía una debilidad hacia la anarquía. Por ello le deleitaban las películas de Buster Keaton: el cómico con cara de palo en medio de desastres incontrolables. Sobre él escribió Buñuel: “La expresión de Keaton es tan modesta como la de una botella. Sólo que en los círculos claros y rotundos de su mirada, su alma ascética hace piruetas”. Otros dos favoritos de Buñuel eran Laurel y Hardy, ángeles exterminadores de pastelerías, automóviles y mansiones suburbanas.
Sin embargo, Buñuel era un anarquista pensante y hasta práctico. En teoría, me decía, sería maravilloso volar el Louvre. “En la práctica, mataría a quien lo intentase.” Y añadió:
¿Por qué no sabemos hacer distinciones prácticas entre las ideas y la acción? ¿No se bastan a sí mismos los sueños? Nos volveríamos locos si le pidiéremos a cada sueño de la noche que se volviese realidad de día…
¡Asómbrame! Me contó Buñuel que visitó a André Breton moribundo en su cama de hospital. Breton tomó la mano de Buñuel y le dijo:
Mi amigo, ¿se ha dado cuenta de que nadie se escandaliza ya de nada?
Un hombre anciano, sentado en la penumbra de un cuarto de hotel, dice en voz quebrada y burlona, “Mi odio a la ciencia y la tecnología me devolverá la abominable fe en Dios…”.
Ése soy yo —Buñuel me codea con gracia cuando vemos juntos la película.
Luis vivió los últimos días de su vida hospitalizado y conversando con el sacerdote dominico Julián Pablo.
Buñuel fue más allá de la religión formada, pero también más allá de la religión formal, pero también más allá de la formalidad mundana, para tocar la grandeza, la servidumbre y la libertad del alma humana.”
Pero antes, un grupo de amigos se ha reunido para celebrar a Buñuel en su 77 aniversario. El sitio es un lugar favorito de Luis, el restorán Le train bleu de la Gare de Lyon en París. Están ahí Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Milan Kundera y Régis Debray.
Se establece una suerte de tensión amistosa entre el joven Debray y el viejo Buñuel. Como si Debray viese en Buñuel al hombre joven, temiendo que Buñuel viese en Debray al hombre viejo. Acaso por ello Debray se dirige a Buñuel con una violencia cordial.
Usted es el culpable, Buñuel, usted con sus obsesiones. Sin usted, nadie se acordaría de la Santísima Trinidad, la Inmaculada Concepción o las herejías gnósticas. Sólo gracias a sus películas la religión es aún arte, aún cultura…”
Buñuel sonríe como el gato de Alicia, resistiéndose a desaparecer. Sabe que él y Debray se hacen la misma pregunta: ¿cómo llegar a los 77 años sin caer en la tentación que el mundo te ofrece como un obsequio envenenado: la falsa gloria de ser lo que la leyenda dice que eres? Padre de la Iglesia, Buñuel. O rebelde consagrado, Debray.

Y la segunda pregunta es ésta: ¿se pierde la juventud? ¿O se gana tras un largo y difícil aprendizaje?

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