¿Pondría
en el mismo caso a los críticos de izquierda que encuentran malsana
su literatura?
En un
semanario de izquierda que aparecía en Buenos Aires leí una carta
de un lector que protestaba con indignación porque se hubiera
elogiado a un film que manifestaba «todos los elementos
contrarrevolucionarios de la derecha: masoquismo, frustración,
complejos, etc.; y donde se habla de todo menos de la salida
revolucionaria». Aunque caricaturesca, esa carta tipifica a ese tipo
de estética que caracteriza en buena medida a la izquierda, y muy
particularmente al comunismo.
No interesa
aquí defender al film incriminado. Lo que interesa es señalar la
superficialidad, la falsedad, la demagogia filosófica de esa
posición. Pues esas críticas, de ser valederas, arrasarían no sólo
con el imperfecto film incriminado sino con obras como Los
endemoniados.
El punto de
vista expresado por ese corresponsal es grosero pero no novedoso.
Rigió —y en buena medida sigue rigiendo en Rusia— hasta el punto
de que las obras de Dostoievsky no se editaban. Hasta el punto de que
un hombre como Kafka sea inédito.
Un
ensayista social, Hernández Arregui, sostiene, a propósito de
escritores como usted, que «a la economía de monocultivo
corresponde una literatura equívoca de introspección, donde los
personajes desorientados se analizan a sí mismos en medio de una
vaga sensación de inseguridad». ¿Tiene alguna razón?
Madame de
Staël llegó a sostener que hay un arte monárquico y un arte
republicano, pero es fácil demostrar qué triviales son estas
afirmaciones de los «reflejistas». Para Marx, el arte es un
epifenómeno de las relaciones económicas; y aunque sabemos que para
él debe entenderse en relación dialéctica, reaccionando sobre la
estructura material que lo soporta y, con las otras formas de la
cultura, hasta determinándola, modificándola, todos sabemos también
que para este filósofo es esa estructura económica la que en última
instancia
es decisiva. De esta posición a un mero economismo había un paso y
ese paso fue reiteradamente dado por muchos discípulos, quizá
encandilados por la evidente y poderosa impronta que la sociedad
capitalista e industrial ejerce sobre todas las actividades del
hombre. En el caso que usted trae, es obvio que ese aserto no resiste
el menor examen, ya que en sociedades tan poli-cultivadas como
Inglaterra y Francia surgieron grandes y extremados escritores de esa
tendencia, así como en auténticos países de monocultivo como el
Ecuador surgieron escritores sociales como Icaza.
La curiosa
afirmación de H. Arregui, afirmación por otra parte central para su
consideración de nuestra literatura, está unida a una valoración
negativa o peyorativa de ese tipo de literatura. En eso coincide con
las afirmaciones que el realismo socialista hace de la llamada
literatura decadente de la burguesía, y con la que en nuestro país
ejecuta J. A. Ramos en sus libros. Resulta singular y digno de un
análisis psicoanalítico que este ensayista político acuse a los
mejores escritores argentinos de estar influidos por los europeos, de
no mirar a nuestra América, de inspirarse en la cultura literaria de
judíos como Kafka, franceses como Sartre, alemanes como Nietzsche o
Hölderlin. ¿Hace su acusación utilizando el instrumental
filosófico de los querandíes, o al menos de los aztecas? No, señor:
mediante una teoría elaborada por el judío Marx, el francés
Saint-Simon, el alemán Hegel. Y escribe todo eso en venerable y
longevo español, en lugar de hacerlo en charrúa o idioma pampa.
¿No es hora
que con lucidez y sin sentimientos de inferioridad empecemos a
discutir en serio, sin demagogia ni insultos, sobre la naturaleza de
la literatura argentina y sobre la herencia europea con que nació y
se desenvolvió? Cualquiera sea la opinión que estos críticos
tengan de artistas como Poe, Melville o Faulkner, es ya aceptado que
son poderosos creadores; y sin embargo descienden de conocidos
escritores europeos, ya que con eminentes dificultades podría
demostrarse la paternidad de Pocahontas o de otros pieles rojas.
Acaso nuestros críticos lleguen a admitir que esos escritores son
importantes, no obstante su ascendencia europea, a pesar de su manía
de subjetivismo y de su morbosidad. Y quizá nos digan que ellos son
realmente grandes y nosotros no. Momento en que debemos replicarles
que entonces los escritores argentinos incriminados no son
desdeñables porque tengan esos vicios, sino, simplemente, porque no
son grandes. Pero entonces su doctrina se viene abajo y hay que
escribir otro libro.
Esa
critica, que podríamos denominar de «la izquierda nacional»,
reiteradamente sostiene la inexistencia de una literatura nacional.
¿Es así?
Cada cierto
tiempo resurge en nuestro país esta pregunta y la tentativa de dar
una respuesta negativa, un poco por esa proclividad, precisamente
nacional, a negar todos nuestros valores, a esa tendencia que parece
acentuarse de día en día a revolearnos en nuestro propio estiércol.
Es cierto que la mayor parte de ésos negadores está formada por los
que jamás han hecho o han logrado hacer nada de valor, y entonces,
comprensiblemente, se inclinan por la teoría de que aquí nada
existe y nada puede hacerse. Siempre es tentador ocultar la
incapacidad y el resentimiento personal detrás de una teoría
sociológica que afecta a la realidad entera.
Existe una
literatura nacional importante por lo menos desde Sarmiento y
Hernández, y varios de sus creadores, desde aquella época hasta
hoy, pueden figurar honorablemente al lado de grandes escritores
europeos o norteamericanos. Por esa clase de motivos de hecho, creo
que la respuesta debe ser afirmativa. Pero, además, creo en una
literatura nacional por lo mismo que participo del descontento sobre
nuestra realidad. La literatura importante es algo así como el
reverso del mundo cotidiano, pues la creación es en muchos sentidos
un acto antagónico similar al sueño, un intento de crear otra
realidad,
precisamente por el descontento hacia la que nos rodea. Si esto es
cierto, hay que decir que en la Argentina ya no tenemos ningún
pretexto para no tener grandes escritores.
Esa misma
crítica insiste en que nuestra novelística no tiene, por ejemplo,
la representatividad que tiene, digamos, una obra como
Huasipungo.
Los europeos
cometen a menudo la ingenuidad de pedirnos color local, y de creer
que nuestra pintura o nuestra literatura no tiene «carácter»; ese
carácter que en cambio encuentran en la pintura mexicana o en la
novela del indio ecuatoriano. Les pasa con nosotros un poco lo que le
pasa a la gente apresurada que rechaza una música porque no la puede
silbar, porque no halla una melodía nítida, sencilla.
Es fácil
advertir lo representativo en el Ecuador, pero es infinitamente arduo
notarlo en la Argentina. Nuestro hombre es de contornos indecisos,
complejos, variables, caóticos. Esto es como un campamento en medio
de un cataclismo universal. Se necesitarán muchas novelas y muchos
escritores para dar un cuadro completo y profundo de esta realidad
enmarañada y contradictoria: la oligarquía en decadencia, el gaucho
pretérito, el gringo que ascendió, el inmigrante fracasado o pobre,
el hijo y el nieto de ese inmigrante, el habitante cosmopolita de
Buenos Aires (indiferente y apátrida, el hombre que vive aquí como
se vive en un hotel). Y todos los sentimientos cruzados y los mutuos
resentimientos.
Y acaso el
problema psicológica y metafísicamente más complejo es el
descendiente de extranjeros, extraña criatura cuya sangre viene de
Génova o de Toledo, pero cuya vida ha transcurrido en las pampas
argentinas o en las calles de esta ciudad babilónica. ¿Cuál es la
patria de esta criatura? ¿Cuál es mi patria? Crecimos bebiendo la
nostalgia europea de nuestros padres, oyendo de la tierra lejana, de
sus mitos y cuentos, viendo casi sus montañas y sus mares. Lágrimas
de emoción nos han caído cuando por primera vez vimos las piedras
de Florencia y el azul del Mediterráneo, sintiendo de pronto que
centenares de años y oscuros antepasados latían misteriosamente en
el fondo de nuestras almas. Pero también, en momentos de soledad en
aquellas ciudades, sentimos que nuestra patria era ésta, estaba acá
en la pampa y en el vasto río; pues la patria no es sino la
infancia, algunos rostros, algunos recuerdos de la adolescencia, un
árbol o un barrio, una insignificante calle, un viejo tango en un
organito, el silbato de una locomotora de manisero en una tarde de
invierno, el olor (el recuerdo del olor) de nuestro viejo motor en el
molino, un juego de rescate. ¿Y cómo esta novela puede ser simple o
nítida o folklórica o pintoresca?
En suma,
¿usted rechaza a la llamada literatura nacionalista?
A cada rato se
olvida que hay un solo dilema válido: literatura profunda y
literatura superficial. A cada rato se plantean falsos dilemas, sobre
todo en esta época de preocupación social, y así como a una
novelística «psicológica» se opone (como más legítima, como más
sana) una novelística «social», así a una literatura cosmopolita
o bizantina se opone una literatura «nacionalista».
Cada vez que
un film describe la vida del gaucho en el siglo pasado o los
problemas de los indios en un pueblo del noroeste, numerosos críticos
e instituciones se felicitan de que nuestro arte vuelva a sus sanas y
permanentes raíces. Y cada vez que un director describe el drama o
un drama de algún estudiante o contrabandista o borracho de la
ciudad, reaparecen los que reprochan el cosmopolitismo de nuestros
creadores.
El folklore
tiene sus méritos propios, pero no puede ser tomado como fundamento
necesario de un arte nacional. Ni Bach ni Kafka tienen raíz
folklórica. Y, al revés, infinidad de productos surgidos del
folklore demuestran que tampoco es suficiente para la creación de un
arte grande.
Basándose o
no en el folklore, todo gran arte va más allá, penetrando en una
región más profunda y universal. Si Martín
Fierro
tiene importancia no es porque trate de gauchos, ya que también las
novelas de Gutiérrez lo hacen sin que por eso sobrepasen los límites
del folletín pintoresco; tiene importancia porque Hernández no se
quedó en el mero gauchismo, porque en las angustias y
contradicciones de su protagonista, en sus generosidades y
mezquindades, en su soledad y en sus esperanzas, en sus sentimientos
frente al infortunio y a la muerte, encarnó atributos universales
del hombre.
La clave no ha
de ser buscada ni en el folklore ni en el «nacionalismo» de los
temas y vestimentas: hay que buscarla en la profundidad. Si un drama
es profundo, ipso
facto
es nacional, porque los sueños de que están tejidos los seres de
ficción surgen de ese ámbito oscuro que tiene sus cimientos en la
infancia y en la patria; que aunque no se lo proponga, y a veces
porque no se lo propone, expresa de una manera o de otra los
sentimientos y ansiedades, los dilemas raciales, los conflictos
psicológicos que forman el substrato de una nación en un instante
de su historia. De ese modo, Shakespeare fue el más grande escritor
nacional de Inglaterra escribiendo tragedias que a veces ni siquiera
se desarrollan en su patria. A la inversa, si una obra es
superficial, no la salva su «nacionalismo», que entonces no pasa de
ser más que un simulacro, como sucede con tantos novelones nuestros
a base de gauchos apócrifos o de malevos pintorescos.
Es hora de
terminar con esa demagogia que nos recomienda un conventillo de San
Telmo como realidad nacional y que, en cambio, rechaza el gris
departamento de un gris profesor que vive en la calle Charcas. Es una
idea muy singular la que estos críticos tienen de la realidad. Más
que realismo
esa posición estética debería ser denominada suburbanismo;
posición nueva y aniquiladora que anonada la existencia de los
seres, edificios, estatuas, profesiones y lenguajes que no pertenecen
al estricto territorio del arrabal. Para esos ontólogos de nuestra
ficción, un compadrito de Avellaneda es real, mientras el modesto
profesor de geografía del Barrio Norte es un transparente objeto
ideal, apenas digno de figurar en el museo de Meinong. Según ellos,
toda la obra de Kafka debería ser denunciada como falsa, porque no
describe las costumbres de los mataderos de Praga.
Esto que
nos dice lo encontramos vinculado a algo que le hemos oído muchas
veces, sobre el carácter metafísico y problemático de nuestra
literatura. ¿Cómo lo explicaría?
Dice Martín
Buber que la problemática del hombre se replantea cada vez que
parece rescindirse el pacto primero entre el mundo y el ser humano,
en tiempos en que el ser humano parece encontrarse como un extranjero
solitario y desamparado. Son tiempos en que se ha dislocado una
imagen del Universo, desapareciendo con ella la sensación de
seguridad que los mortales tienen en lo familiar. El hombre se siente
entonces a la intemperie, el antiguo hogar destruido. Y se interroga
sobre su destino.
Por añadidura,
y a diferencia de los otros instantes cruciales de la historia, ésta
es la primera vez en que el hombre se ha vuelto completamente
problemático; ya que, como observa Max Scheler, además de no saber
lo que es, ahora
sabe que no sabe.
¿Cómo, en tales circunstancias de catástrofe universal, la
literatura puede no estar impregnada de preocupación metafísica?
Pues es un error imaginar que la metafísica únicamente se encuentra
en los vastos tratados filosóficos, cuando, como advirtió
Nietzsche, la hallamos en la calle, en las tribulaciones del modesto
hombre de la calle.
Pero si la
condición catastrófica rige para Europa, para nuestro país rige
con mayor fuerza: como integrantes de la civilización que sufre ese
cataclismo, tenemos un primer motivo de angustia; pero como
pertenecientes a una de las líneas de fractura espacial de esa
civilización, tenemos un segundo motivo, que es específicamente
nuestro. Estamos en el fin de una civilización, y en uno de sus
confines. Sometidos a una doble quiebra en el tiempo y en el espacio,
estamos destinados a una experiencia doblemente dramática. Perplejos
y angustiados, somos actores de una oscura tragedia, sin tener detrás
el respaldo de una gran cultura indígena (como la azteca o la
incaica) y sin poder tampoco reivindicar de modo cabal la tradición
de Roma o París.
Y como si
todavía eso fuera poco, no habíamos terminado de construir y
definir una patria cuando el mundo que nos había dado origen comenzó
a derrumbarse. Lo que significa que si ese mundo es un caos, nosotros
lo somos a la segunda potencia.
De ahí el
desconcierto de nuestras conciencias, la zozobra que preside nuestras
creaciones, el escepticismo que muchos profesan sobre nuestro destino
nacional. Ansiosamente, nos preguntamos entonces sobre la esencia y
el porvenir de nuestra patria. Desde nuestras instituciones hasta
nuestro arte, todo está siendo enjuiciado, y enjuiciado en una
atmósfera de tormentosa nerviosidad. ¿Qué somos? ¿Adonde vamos?
¿Cuál es nuestra verdad nacional? ¿Somos algo nuevo, se gesta aquí
algo realmente original, en este caos de sangres y culturas?
La literatura,
esa híbrida expresión del espíritu humano que se encuentra entre
el arte y el pensamiento puro, entre la fantasía y la realidad,
puede dejar un profundo testimonio de este trance, y quizá sea la
única creación que pueda hacerlo. Nuestra literatura será la
expresión de esa compleja crisis o no será nada.
Alberto Zum
Felde ha visto bien esta condición de nuestra realidad y ese sentido
problemático que debe tener nuestra literatura. En este desorden, en
este perpetuo reemplazo de jerarquías y valores, de culturas y razas
¿qué es lo argentino? ¿cuál es la realidad que han de develar
nuestros escritores? Al menos, en lo que al Plata se refiere, es
evidente que su misión consiste en la descripción de esa alma
atormentada por el caos, de esa anhelosa búsqueda de un orden y un
porqué. En otras palabras: esa violenta tectónica de nuestra
realidad nos determina hacia una literatura problemática: en lo
social, en lo político y, en última instancia, en lo metafísico.
Y así, contra
los que argumentan que este tipo de literatura es un fenómeno
europeo, que carece de sentido en América, que es propio de pueblos
«Viejos», podemos responder que, por el contrario, esta realidad la
exige más perentoriamente que aquélla. Pues si el problema
metafísico central del hombre es su transitoriedad, aquí somos más
transitorios y efímeros que en París o en Roma, vivimos como en un
campamento en medio de un terremoto y ni siquiera sentimos ese
simulacro de la eternidad que allá está constituido por una
tradición milenaria, y por esa metáfora de la eternidad que son las
piedras ennegrecidas de sus templos y sus monumentos milenarios.
¿Considera
a Borges como a un escritor preciosista?
Es indudable
que buena parte de su obra es bizantina y que en buena medida el
acento está colocado sobre lo puramente estético, lo que nunca
podría decirse de Dante, de Shakespeare, de Tolstoi, de Dickens, de
Kafka; escritores poderosos en que el acento está colocado sobre la
Verdad y en los que la belleza se da como consecuencia, porque esa
Verdad es expresada mediante el gran resplandor poético, con la
belleza a menudo terrible que es característica de estos testigos
trágicos de la condición humana. Sí, en Borges se incurre a veces
en lo precioso, y es por eso que lo admiran ciertas personas. Pero
una de las peores desdichas de un creador es que lo admiren por sus
defectos. De modo que los genuinos defensores de Borges no son esas
personas sino gente como nosotros: los que reconocemos lo que en él
hay de admirable y queremos rescatarlo de entre su preciosismo. Está
de moda en la izquierda argentina repudiar a Borges: escritores que
no le llegan a los tobillos nos dicen que Borges es inexistente. Eso
revela que ni siquiera son buenos revolucionarios, pues el que no
sabe qué de trascendente tiene la cultura de una comunidad no está
maduro para reemplazar a esa comunidad. Los que venimos detrás de
Borges, o somos capaces de reconocer sus valores perdurables o ni
siquiera somos capaces de hacer buena literatura.
Se suele
afirmar que una literatura lúdica y preciosista es el resultado de
una época fácil y de gente sin graves preocupado tres. ¿Cómo se
explicaría, entonces, la existencia de un escritor como Borges en un
período tan terrible del mundo y particularmente de nuestro país?
Hay quien
piensa que a toda época de crisis corresponde necesariamente una
literatura problemática y a cada época fácil una literatura
gratuita o estetizante.
Nada de eso.
Una escuela,
una doctrina, se constituyen de manera compleja y casi siempre
polémica, pu di en do expresar su tiempo en forma directa o inversa.
Así sucede que en periodos difíciles de la histeria, al mismo
tiempo que aparece una literatura problemática (como expresión
directa de la crisis), generalmente hace también su aparición una
literatura lúdica (expresión inversa); tanto por espíritu de
contradicción contra la corriente general, por hastío y cansancio
de esa escuela, por desdén (muchas veces justificado) a sus
expresiones más triviales, como asimismo por evasión de una
realidad demasiado dura para espíritus sensibles o temerosos. En
alguna ocasión, esa antítesis puede ser el trasunto de una
antítesis social, ya que es más fácil que la literatura exquisita
sea expresión de una clase privilegiada y la otra expresión de una
clase revolucionaria o por lo menos inquieta: fue, en buena medida,
el problema Florida-Boedo en Buenos Aires. Pero casi siempre el
problema es más confuso y complicado, pues hay tres elementos en
juego: el proceso social, que de una manera o de otra influye en el
arte; el proceso artístico, que tiene su dinámica propia (cansancio
de escuelas, agotamiento de formas, etc.) y que provoca cambios en la
creación artística por su propia e inmanente naturaleza; y,
finalmente, lo que podríamos llamar una dialéctica de la
contemporaneidad entre esos dos procesos.
Así, un mero
enjuiciamiento «marxista» de nuestra literatura podría llevarnos a
afirmar, como lo hacen algunos de esos teóricos, que el
enriquecimiento y el dominio de una oligarquía ganadera durante el
lapso final del siglo pasado, con el refinamiento consiguiente y su
europeísmo formal, tenían que producir una literatura bizantina. Y
la aparición de escritores como Larreta parecería confirmar esa
tesis.
Pero esa tesis
es desmentida por un examen más profundo y completo de la realidad.
Porque si fatalmente el proceso que da origen a esa clase de arte
fuese el indicado, no se explica por qué surgieron desde los mismos
rangos de la oligarquía escritores tan problemáticos como Hernández
o como Cambaceres. Tampoco se explicaría por qué no surgió una
literatura lúdica tan importante como la nuestra en países como el
Ecuador o Guatemala, donde el abismo entre la oligarquía y el pueblo
trabajador es infinitamente más hondo y más neto.
El proceso es
más complejo y enmarañado de lo que pretenden esos sociólogos. En
el mismo momento en que aparece Borges en Buenos Aires surgen los
escritores sociales o problemáticos del grupo de Boedo, y
particularmente un novelista como Roberto Arlt. El desenvolvimiento
intrínseco de las escuelas, a través de parnasianos y simbolistas,
produce el modernismo, que culminará en escritores como Güiraldes y
Borges; y la contradicción contemporánea (en parte social, en parte
puramente estética) explica las antinomias y la simultaneidad de las
dos corrientes, así como las antítesis internas en cada uno de los
grupos: sería necio, por ejemplo, considerar Don
Segundo Sombra
como literatura lúdica; pues, aunque no ha logrado despojarse
todavía de elementos preciosistas, es fundamentalmente una obra
donde el acento está colocado sobre los problemas del hombre.
Cualquier tentativa de explicar el fenómeno literario en términos
puramente estéticos o puramente sociales está, así, condenada al
fracaso. Más, todavía: el triple juego explica la ambigüedad y
hasta la participación de algunos escritores de aquel tiempo en los
dos grupos.
¿Qué
entiende usted por compromiso?
No hay otra
manera de alcanzar la eternidad que ahondando en el instante, ni otra
forma de llegar a la universalidad que a través de la propia
circunstancia: el hoy y aquí. La tarea del escritor sería la de
entrever los valores eternos que están implicados en el drama social
y político de su tiempo y lugar. Como dice Sartre, «lo que es
absoluto, lo que mil años de historia no pueden destruir, es esta
decisión irreemplazable, incomparable, que el hombre toma en este
momento, a propósito de estas
circunstancias.
Vivir es estar
en el mundo, en un mundo determinado, en una condición histórica,
en una circunstancia que no podemos eludir. Y que no
debemos eludir,
si pretendemos hacer un arte verdadero. Pues, como Dostoievsky
afirmaba, no sólo el arte debe ser siempre fiel a la realidad sino
que no puede ser infiel a la realidad contemporánea: de otra suerte
no sería arte verdadero, dice.
Y en cuanto a
nosotros se refiere, no dudo de que las únicas obras que pasarán a
nuestra historia literaria son aquellas que fueron creadas con
sangre, sufriendo el drama de su época y de sus contemporáneos, sus
situaciones límites frente a la soledad y la muerte. Es así que la
literatura argentina ha señalado con obras esenciales las grandes
crisis de la nación. En sus mismos comienzos, con Facundo,
obra sociológica e históricamente equivocada, pero novelísticamente
genial. En la crisis que sigue a la guerra del Paraguay, en que la
corrupción y la desilusión se apodera de los mejores espíritus,
con el Martín
Fierro
y con algunas novelas de Cambaceres y Payró. En la crisis que señala
el fin del liberalismo, hacia el año 30, con algunas obras de
Roberto Arlt, de Güiraldes, de Mallea y de Discépolo.
En el caso de
Güiraldes, es evidente que lo hace trascendente el acento
problemático y hasta religioso de su obra: el tema de la vuelta a la
tierra, ya ensayado en una obra literariamente mala como Raucho,
alcanza su máxima dimensión en Don
Segundo Sombra.
Y su sentido trascendente lo separa radicalmente de sus amigos del
grupo Martín Fierro, metidos, siquiera por las circunstancias, en
una suerte de juerga artística, en que más contaban las
insurrecciones puramente literarias que los problemas del hombre. Así
se explica que una novela como Adam
Buenosayres,
con los notables méritos que tiene, con capítulos de admirable
poesía y de penetrante sátira, nos da la sensación de pronto, en
otros pasajes, que Maréchal se hubiese propuesto hacer la crónica
final de aquel grupo brillante y talentoso, pero juguetón y un poco
cínico, dedicado a la farra y a la tarea de épater
le bourgeois
con sus dichos y acrósticos, en un momento en que el mundo empezaba
a derrumbarse y en el que el hombre exigía del artista una actitud
más trascendente.
Los muchachos
de Boedo le reprochaban a los de Florida su desinterés por lo
social, su extranjerismo, su espíritu lúdico. Algo de razón
tenían: aunque la literatura no tiene por qué ser «social», sí
tiene que ser humana. Maréchal, con la reserva que (dubitativamente)
hago, es, sin embargo, la superación de aquel dilema que vivió. Y
quedará como su más genial expresión.
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