viernes, 18 de mayo de 2018

ERNESTO SABATO. EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS. CONTINUACIÓN.

¿Cómo se situaría usted en el dilema de Florida y Boedo?
La superposición de una Argentina inmigratoria a la vieja nación semifeudal se manifiesta, después de la primera guerra mundial, en dos grandes corrientes literarias: la aristocrática y la plebeya. De un lado, escritores como Güiraldes y Victoria Ocampo, cuya cultura es a menudo la de un bachiller francés. Del otro, escritores surgidos del pueblo como Roberto Arlt, influidos por grandes narradores rusos del siglo pasado y por los doctrinarios de la revolución, ya que nuestra inmigración fue pobre y proveniente de países con fuerte tradición anarquista y socialista; hijos de obreros extranjeros, esos futuros artistas de la calle aprendieron a escribir leyendo traducciones baratas de Gorki y Emilio Zola, de Marx y Bakunin; en lugar de los textos de Baudelaire o de Henry James que paralelamente leían sus compatriotas privilegiados.
Esta división se manifestaría, literariamente, hacia 1920, en los grupos de Florida y Boedo. Y darían dos arquetipos: Jorge Luis Borges y Roberto Arlt.
Al producirse la crisis universal de 1930, terminó aquí la era del liberalismo y, como consecuencia, empezó el derrumbe de una serie de mitos, instituciones e ideas. En esa atmósfera crítica se formó la nueva generación de escritores a la que pertenezco, y la estructura literaria se complicó radicalmente: en algunos representantes de la literatura «pura» se acentuó poco a poco el encierro en su torre o la evasión; en los herederos de Boedo se agudizaba el acento social o se hacía más duro, a causa del auge del marxismo leninista; en otros, en fin, desgarrados por una y otra tendencia, oscilando de un extremo al otro, terminó por realizarse una síntesis que es, a mi juicio, la auténtica superación del falso dilema corporizado por los partidarios de la literatura gratuita y de la literatura social. Estos últimos, sin desdeñar las enseñanzas estrictamente literarias de Florida, trataron y tratan de expresar su dura experiencia espiritual en una creación que forzosamente los aleja de la gratuidad y del esteticismo que caracterizaba a ese grupo, sin incurrir, empero, en la simplista doctrina de la literatura social que informaba al grupo de Boedo.
A esta promoción de síntesis creo yo pertenecer.
Hace poco, uno de los escritores que en la Argentina practican esa crónica periodística de la realidad que ellos consideran como «denuncia» y «compromiso», afirmó que hay dos maneras de hacer novelas: como Larreta o como Payró, lo malo y lo bueno. El, modestamente, confesó estar en la buena senda de Payró, mientras que a mí me coloca en la maldita y preciosa herencia de Larreta. Creo inútil advertir, después de haber escrito dos novelas bastante conocidas, que no pertenezco a ninguna de esas dos tendencias; y además pienso que esa oposición es grotesca. El famoso tertio excluso, como lo sabe cualquier muchacho que haya entendido el ABC de la filosofía, sólo es válido para los entes de razón, no para la realidad y mucho menos para la literatura. Si dejamos de lado casos discutibles como el mío, el dictamen de este señor condenaría a la inexistencia a escritores como Faulkner, Kafka, Joyce y Proust, que notoriamente no escriben ni como Larreta ni como Payró. Y que, dicho sea de paso, son un poco más considerables que el inventor del poderoso dilema.
Entendemos muy bien el sentido lato y profundo que usted da a esa remanida palabra: compromiso. Y, sin embargo, resulta curioso que tan frecuentemente usted sea atacada por la izquierda y por la derecha en relación a sus actitudes políticas. ¿A qué se debe esta singular característica de su actuación?
Ha dicho usted «y sin embargo». Pero, como decía Proust, buena parte de los «sin embargo» son «por que» desconocidos. Es precisamente porque sostengo que el escritor tiene un solo compromiso, el de la verdad total, que alternativamente me atacan desde uno y otro lado por mis actitudes políticas y hasta por la literatura que escribo. Y de este modo soy considerado como comunista por los reaccionarios y reaccionario por los comunistas. No es, como puede usted imaginarse, una situación confortable ni provechosa. Los comunistas me califican de contradictorio, de pequeño-burgués vacilante, cuando no de individuo que con una literatura irracionalista sirvo, como dicen ellos en su jerga, a los intereses de la reacción; no es casualidad que mis libros, con la sola excepción de Polonia, no hayan sido traducidos en ningún país comunista. Los reaccionarios, por su lado, que al parecer deberían estar alegres de esos calificativos, me acusan de bolchevique porque estoy por la justicia social y por la liberación de los pueblos miserables. En suma, no encajo ni en un esquema ni en el opuesto. Por otra parte, es verdad que soy una persona llena de contradicciones y dudas; y creo que es por esa causa que soy ante todo un novelista y no un pensador ni un sociólogo. Los filósofos, los pensadores tienen la obligación de sostener un sistema coherente de ideas, un esquema unívoco y claro. El novelista, en cambio, expresa en sus ficciones todos sus desgarramientos interiores, la suma de todas sus ambigüedades y contradicciones espirituales. En esa dialéctica existencial que es la novela expresa el tumulto de su alma, y por eso mismo la ficción da un testimonio tan rico, tan verdadero y tan profundo de la realidad. Si en lugar de abstractos ensayos en favor y en contra de Rosas nos hubiesen quedado tres o cuatro grandes novelas de aquel tiempo, hoy «sabríamos» (y uso comillas porque es más y menos que saber: es sentir, es comprender, es intuir, es palpar) lo que fue Rosas y lo que fue su época. Hoy lo ignoramos casi totalmente y tendemos a reemplazar mediante esquemas lo que fue rico y carnal, humano y desgarrado.
¿Qué es para usted, fundamentalmente, un novelista en relación con su época?
Sobre todo, un testigo, ya que crítico puede serlo también un pensador. El testimonio de la novela es más completo e integral. Es la gran ventaja de la literatura sobre las otras artes, pues su misma hibridez (a caballo entre la ficción y la realidad, entre la intuición y el concepto), su misma ambigüedad contradictoria, le permite dar un cuadro más cabal que, por ejemplo, la pintura. Para mí, un gran novelista como Kafka es el más poderoso testigo de su época, es decir un mártir, si atendemos al sentido etimológico de la palabra. Y si no es así, no es un gran escritor. Es otro de los motivos por los que desasosiega, inquieta. Después de leer El Proceso quedamos angustiados, no somos más la misma persona que éramos al comienzo. Creo que fue Nadeau quien dijo que las grandes novelas son aquellas que transforman al escritor (al hacerlas) y al lector (al leerlas). Por eso la palabra «agrado» o la palabra «placer» nada tienen que hacer con esta clase de literatura. No se escribe para agradar sino para sacudir, para despertar.
En diferentes lugares usted anunció libros que luego no han sido publicados. ¿No los terminó, no los quiso editar o no encontró quien quisiera publicarlos?
Soy muy auto destructivo y la mayor parte de los bocetos y proyectos quedan finalmente en los cajones o van a parar al canasto, quizá con toda razón. La fuente muda es una novela que efectivamente anuncié y que comencé a escribir en 1938, cuando trabajaba en el Laboratorio Curie de París; recién en 1947 publiqué algunos capítulos en Sur, pero luego la novela no me satisfizo y destruí casi todo, dejando en los cajones algunos fragmentos que, reelaborados, aparecen en Héroes y Tumbas. El libro sobre Leonardo, que también anuncié alguna vez, está terminado y probablemente algún día lo publique, cuando me haya descargado de cosas más urgentes y vitales. Memorias de un Desconocido fue el boceto del Informe sobre Ciegos, en cierta forma y hasta cierto punto; pues los libros cambian, a veces sorprendentemente, a medida que los escribimos. Heterodoxia II no lo quise publicar. El libro sobre Facundo quedará seguramente en la nada.
En cuanto a editores, sólo una vez tuve dificultades, y lo digo para que los muchachos que comienzan no se desanimen. Los originales de El Túnel fueron llevados a todas las editoriales importantes y en todas fueron rechazados con enorme entusiasmo. Finalmente lo publicó Sur. Ese libro, que según los astutos directores de editorial no era negocio (supongo que al rechazarlo no lo harían por razones de calidad literaria, ya que eso no es cosa de gerentes), tuvo muchas ediciones sucesivas hasta totalizar en estos momentos cincuenta mil ejemplares. A raíz de su publicación en Gallimard y en otras importantes casas extranjeras, los mismos editores que lo habían repudiado me lo solicitaron con fervor para reediciones en mayor escala. Así verifiqué que los gerentes de las casas de edición son, por lo general, buenos profetas del pasado.
Se sabe que usted pasó por el surrealismo. ¿Lo considera como un movimiento terminado?
No es casualidad que me acercara al surrealismo cuando, en 1938, culminó mi cansancio y hasta mi asco por el espíritu de la ciencia. Y así, mientras de día trabajaba en el Laboratorio Curie, de noche me reunía con Domínguez, aquel auténtico surrealista que terminó suicidándose después de ingresar en un manicomio. Pero entonces pude advertir todo lo que el movimiento tenía de grandeza y de miseria.
En 1916, en esa Suiza que es la quintaesencia del espíritu burgués, Tristán Tzará lanzó el movimiento Dadá. Con verdadera furia, esos espíritus moralizadores se echaron contra los lugares comunes y la hipocresía de una sociedad caduca. La razón burguesa aparecía como el enemigo principal y contra ella dirigieron sus ataques, primero Dadá y luego el surrealismo que es su heredero. La gran época de esta insurrección se extiende hasta la aparición, en 1930, del segundo manifiesto. Allí se inicia la paulatina decadencia y cuando conocí a Domínguez, y luego a Bretón, era evidente que aquello estaba en sus estertores.
Los románticos ya habían opuesto la poesía a la razón, del mismo modo que se opone la noche al día. Pero los surrealistas llevaron esta actitud hasta sus últimas instancias. Para Bretón, la imagen vale tanto más cuanto más absurda es: de ahí la invocación al automatismo, a la imaginación liberada de todas sus trabas racionales. De ahí, también, su desdén por las normas, los clásicos y las bibliotecas. El surrealismo se ponía fuera de la estética y hasta del arte: era más bien una actitud general ante la vida, una búsqueda del hombre profundo por debajo de las convenciones decrépitas. ¿Cómo podía no admirar a Freud y a Sade, a los primitivos y a los salvajes?
Pero, paradójicamente, se convirtió en un método para la obtención de un nuevo género de belleza, de una suerte de belleza al estado salvaje. Así como de una nueva moral, la moral que queda cuando se arrancan todas las caretas impuestas por una sociedad cobarde e hipócrita: una moral de los instintos y el sueño.
Se lo deseara o no, se producen una estética y una ética surrealista.
Pero al cristalizarse en manifiestos y recetas, comienza la decadencia. Pues, en general, no hay peor conservatismo que el de los revolucionarios triunfantes. De la búsqueda de una autenticidad salvaje se desembocó en un nuevo academismo, cuyo paradigma lo constituyó Salvador Dalí: farsante que, después de todo, fue producido por el surrealismo y que, de alguna manera, mostró de modo ejemplar sus peores atributos. Y si no es lícito juzgar el movimiento, como muchos lo hacen, exclusivamente por productos como Dalí, tampoco es lícita la pretensión de ciertos surrealistas que piden se juzgue el movimiento con exclusión de ese payaso. Ya que no es por azar que un hombre como Dalí haya surgido en el surrealismo, y al fin y al cabo gozó de la bendición de su pontífice con atributos que eran ni más ni menos que los actuales.
La verdad es que demasiado a menudo, el movimiento fue propenso a la mistificación, y auténticos desesperados como mi amigo Bretón fueron escasos. Y muy pocos fueron los que, como el gran Artaud, concluyeron en el manicomio.
Tampoco se debe a un mero azar la grandilocuencia que suele caracterizar a sus partidarios, ya que la falsificación de fondo viene casi siempre acompañada de pomposidad en la forma. Esa retórica fue ya una de las peores calamidades que afectaron al romanticismo, reapareció en surrealistas que así creían espantar al burgués y terminó por asquear a sus auténticos poetas, del mismo modo que un genuino romántico como Stendhal se propuso escribir en la seca lengua de las matemáticas y el derecho: es el asco de un verdadero espíritu religioso por los beatos y aprovechados de la religión.
Pero hay algo auténtico en el surrealismo, que sigue manteniendo su validez y que, en cierto modo, se prolonga y profundiza en el movimiento existencialista: la convicción de que ha concluido el dominio de la mera literatura y del mero arte, de que ha llegado el momento de colocarse más allá de las puras preocupaciones estéticas para enfrentar los problemas del hombre y su destino. La empresa de liberación iniciada por el romanticismo y llevada hasta un grado heroico por el surrealismo, el ataque frontal contra una sociedad hipócrita y convencional, sigue siendo la condición previa para el replanteo de la condición humana en nuestro tiempo, y particularmente para la colocación del arte y la literatura en sus verdaderos términos. Era necesario el terrorismo de los surrealistas para emprender cualquier empresa de reconstrucción. Había que acabar de una vez con los pequeños dioses de la sociedad burguesa, con su moral hipócrita, con su filisteísmo, con su acomodo y su optimismo superficial, para abrir las puertas de una existencia más profunda. Nuestro tiempo es el de la desesperación y la angustia, pero sólo así puede iniciarse una nueva y auténtica esperanza. El error consiste en creer que basta con esa primera fase, de pura destrucción y de puro irracionalismo, ya que el hombre es también, y fundamentalmente, superación del yo y de sus instintos hacia el nosotros, la comunidad y el diálogo. Era inevitable que realizada la tarea destructiva, el surrealismo decayese y se convirtiera en una academia paradojal. Ya que una academia del surrealismo es algo así como una junta de buenas costumbres en el infierno.
En 1938, cuando conviví con ellos, se vivía ya de recuerdos y al impulso anarquista de los tiempos heroicos había sucedido una ortodoxia escolar. Al terminar la primera guerra era necesario acabar con muchos siniestros mitos de la civilización mercantil. Pero al terminar la segunda guerra, esos mitos ya estaban hechos añicos. Y los hombres habían visto demasiadas catástrofes y ruinas para no sentir la necesidad de construir. Ya había la bastante desolación como para poder entrever, a través de las gigantescas grietas de un mundo devastado, cuáles podían ser las nuevas obligaciones de la criatura humana. Como alguien ha dicho, ya no bastaba con emitir alaridos para asustar al burgués, con volver a los fetiches del África Central, ni siquiera con volverse locos: era necesario acometer la dura tarea de una nueva construcción, aunque fuera en medio de las tinieblas y la desesperanza. No bastaba con preconizar la simple irracionalidad, que después de todo la Gestapo la había practicado mejor que ellos: era menester darse cuenta de que si el hombre no era pura racionalidad, como pretendió una civilización maquinista, tampoco era pura irracionalidad; y que si el hombre era irreductible a la simple razón también era irreductible al puro instinto.
Había llegado, en fin, el momento de una nueva síntesis. El que no comprenda esta necesidad no comprenderá tampoco cuáles son los grandes problemas del hombre de hoy. Y, en consecuencia, cuáles son los dilemas centrales de una gran literatura de nuestro tiempo.
Fuente.

El escritor y sus fantasmas.

ERNESTO SABATO.
Editorial: Emecé Editores,, Buenos Aires,, 1976

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