¿Cómo se situaría usted en
el dilema de Florida y Boedo?
La
superposición de una Argentina inmigratoria a la vieja nación
semifeudal se manifiesta, después de la primera guerra mundial, en
dos grandes corrientes literarias: la aristocrática y la plebeya. De
un lado, escritores como Güiraldes y Victoria Ocampo, cuya cultura
es a menudo la de un bachiller francés. Del otro, escritores
surgidos del pueblo como Roberto Arlt, influidos por grandes
narradores rusos del siglo pasado y por los doctrinarios de la
revolución, ya que nuestra inmigración fue pobre y proveniente de
países con fuerte tradición anarquista y socialista; hijos de
obreros extranjeros, esos futuros artistas de la calle aprendieron a
escribir leyendo traducciones baratas de Gorki y Emilio Zola, de Marx
y Bakunin; en lugar de los textos de Baudelaire o de Henry James que
paralelamente leían sus compatriotas privilegiados.
Esta división se manifestaría,
literariamente, hacia 1920, en los grupos de Florida y Boedo. Y
darían dos arquetipos: Jorge Luis Borges y Roberto Arlt.
Al producirse la crisis universal
de 1930, terminó aquí la era del liberalismo y, como consecuencia,
empezó el derrumbe de una serie de mitos, instituciones e ideas. En
esa atmósfera crítica se formó la nueva generación de escritores
a la que pertenezco, y la estructura literaria se complicó
radicalmente: en algunos representantes de la literatura «pura» se
acentuó poco a poco el encierro en su torre o la evasión; en los
herederos de Boedo se agudizaba el acento social o se hacía más
duro, a causa del auge del marxismo leninista; en otros, en fin,
desgarrados por una y otra tendencia, oscilando de un extremo al
otro, terminó por realizarse una síntesis que es, a mi juicio, la
auténtica superación del falso dilema corporizado por los
partidarios de la literatura gratuita y de la literatura social.
Estos últimos, sin desdeñar las enseñanzas estrictamente
literarias de Florida, trataron y tratan de expresar su dura
experiencia espiritual en una creación que forzosamente los aleja de
la gratuidad y del esteticismo que caracterizaba a ese grupo, sin
incurrir, empero, en la simplista doctrina de la literatura social
que informaba al grupo de Boedo.
A esta promoción de síntesis
creo yo pertenecer.
Hace poco, uno
de los escritores que en la Argentina practican esa crónica
periodística de la realidad que ellos consideran como «denuncia» y
«compromiso», afirmó que hay dos maneras de hacer novelas: como
Larreta o como Payró, lo malo y lo bueno. El, modestamente, confesó
estar en la buena senda de Payró, mientras que a mí me coloca en la
maldita y preciosa herencia de Larreta. Creo inútil advertir,
después de haber escrito dos novelas bastante conocidas, que no
pertenezco a ninguna de esas dos tendencias; y además pienso que esa
oposición es grotesca. El famoso tertio
excluso,
como lo sabe cualquier muchacho que haya entendido el ABC de la
filosofía, sólo es válido para los entes de razón, no para la
realidad y mucho menos para la literatura. Si dejamos de lado casos
discutibles como el mío, el dictamen de este señor condenaría a la
inexistencia a escritores como Faulkner, Kafka, Joyce y Proust, que
notoriamente no escriben ni como Larreta ni como Payró. Y que, dicho
sea de paso, son un poco más considerables que el inventor del
poderoso dilema.
Entendemos
muy bien el sentido lato y profundo que usted da a esa remanida
palabra:
compromiso.
Y, sin embargo, resulta curioso que tan frecuentemente usted sea
atacada por la izquierda y por la derecha en relación a sus
actitudes políticas. ¿A qué se debe esta singular característica
de su actuación?
Ha dicho usted
«y sin embargo». Pero, como decía Proust, buena parte de los «sin
embargo» son «por que» desconocidos. Es precisamente porque
sostengo que el escritor tiene un solo compromiso, el de la verdad
total, que alternativamente me atacan desde uno y otro lado por mis
actitudes políticas y hasta por la literatura que escribo. Y de este
modo soy considerado como comunista por los reaccionarios y
reaccionario por los comunistas. No es, como puede usted imaginarse,
una situación confortable ni provechosa. Los comunistas me califican
de contradictorio, de pequeño-burgués vacilante, cuando no de
individuo que con una literatura irracionalista sirvo, como dicen
ellos en su jerga, a los intereses de la reacción; no es casualidad
que mis libros, con la sola excepción de Polonia, no hayan sido
traducidos en ningún país comunista. Los reaccionarios, por su
lado, que al parecer deberían estar alegres de esos calificativos,
me acusan de bolchevique porque estoy por la justicia social y por la
liberación de los pueblos miserables. En suma, no encajo ni en un
esquema ni en el opuesto. Por otra parte, es verdad que soy una
persona llena de contradicciones y dudas; y creo que es por esa causa
que soy ante todo un novelista y no un pensador ni un sociólogo. Los
filósofos, los pensadores tienen la obligación de sostener un
sistema coherente de ideas, un esquema unívoco y claro. El
novelista, en cambio, expresa en sus ficciones todos sus
desgarramientos interiores, la suma de todas sus ambigüedades y
contradicciones espirituales. En esa dialéctica existencial que es
la novela expresa el tumulto de su alma, y por eso mismo la ficción
da un testimonio tan rico, tan verdadero y tan profundo de la
realidad. Si en lugar de abstractos ensayos en favor y en contra de
Rosas nos hubiesen quedado tres o cuatro grandes novelas de aquel
tiempo, hoy «sabríamos» (y uso comillas porque es más y menos que
saber:
es sentir, es comprender, es intuir, es palpar) lo que fue Rosas y lo
que fue su época. Hoy lo ignoramos casi totalmente y tendemos a
reemplazar mediante esquemas lo que fue rico y carnal, humano y
desgarrado.
¿Qué es para usted,
fundamentalmente, un novelista en relación con su época?
Sobre todo, un
testigo, ya que crítico puede serlo también un pensador. El
testimonio de la novela es más completo e integral. Es la gran
ventaja de la literatura sobre las otras artes, pues su misma
hibridez (a caballo entre la ficción y la realidad, entre la
intuición y el concepto), su misma ambigüedad contradictoria, le
permite dar un cuadro más cabal que, por ejemplo, la pintura. Para
mí, un gran novelista como Kafka es el más poderoso testigo de su
época, es decir un mártir,
si atendemos al sentido etimológico de la palabra. Y si no es así,
no es un gran escritor. Es otro de los motivos por los que
desasosiega, inquieta. Después de leer El
Proceso
quedamos angustiados, no somos más la misma persona que éramos al
comienzo. Creo que fue Nadeau quien dijo que las grandes novelas son
aquellas que transforman al escritor (al hacerlas) y al lector (al
leerlas). Por eso la palabra «agrado» o la palabra «placer» nada
tienen que hacer con esta clase de literatura. No se escribe para
agradar sino para sacudir, para despertar.
En diferentes lugares usted
anunció libros que luego no han sido publicados. ¿No los terminó,
no los quiso editar o no encontró quien quisiera publicarlos?
Soy muy auto
destructivo y la mayor parte de los bocetos y proyectos quedan
finalmente en los cajones o van a parar al canasto, quizá con toda
razón. La
fuente muda
es una novela que efectivamente anuncié y que comencé a escribir en
1938, cuando trabajaba en el Laboratorio Curie de París; recién en
1947 publiqué algunos capítulos en Sur,
pero luego la novela no me satisfizo y destruí casi todo, dejando en
los cajones algunos fragmentos que, reelaborados, aparecen en Héroes
y Tumbas.
El libro sobre Leonardo, que también anuncié alguna vez, está
terminado y probablemente algún día lo publique, cuando me haya
descargado de cosas más urgentes y vitales. Memorias
de un Desconocido
fue el boceto del Informe sobre Ciegos, en cierta forma y hasta
cierto punto; pues los libros cambian, a veces sorprendentemente, a
medida que los escribimos. Heterodoxia
II no lo quise publicar. El libro sobre Facundo quedará seguramente
en la nada.
En cuanto a
editores, sólo una vez tuve dificultades, y lo digo para que los
muchachos que comienzan no se desanimen. Los originales de El
Túnel
fueron llevados a todas las editoriales importantes y en todas fueron
rechazados con enorme entusiasmo. Finalmente lo publicó Sur.
Ese libro, que según los astutos directores de editorial no era
negocio (supongo que al rechazarlo no lo harían por razones de
calidad literaria, ya que eso no es cosa de gerentes), tuvo muchas
ediciones sucesivas hasta totalizar en estos momentos cincuenta mil
ejemplares. A raíz de su publicación en Gallimard y en otras
importantes casas extranjeras, los mismos editores que lo habían
repudiado me lo solicitaron con fervor para reediciones en mayor
escala. Así verifiqué que los gerentes de las casas de edición
son, por lo general, buenos profetas del pasado.
Se sabe que usted pasó por el
surrealismo. ¿Lo considera como un movimiento terminado?
No es casualidad que me acercara
al surrealismo cuando, en 1938, culminó mi cansancio y hasta mi asco
por el espíritu de la ciencia. Y así, mientras de día trabajaba en
el Laboratorio Curie, de noche me reunía con Domínguez, aquel
auténtico surrealista que terminó suicidándose después de
ingresar en un manicomio. Pero entonces pude advertir todo lo que el
movimiento tenía de grandeza y de miseria.
En 1916, en esa Suiza que es la
quintaesencia del espíritu burgués, Tristán Tzará lanzó el
movimiento Dadá. Con verdadera furia, esos espíritus moralizadores
se echaron contra los lugares comunes y la hipocresía de una
sociedad caduca. La razón burguesa aparecía como el enemigo
principal y contra ella dirigieron sus ataques, primero Dadá y luego
el surrealismo que es su heredero. La gran época de esta
insurrección se extiende hasta la aparición, en 1930, del segundo
manifiesto. Allí se inicia la paulatina decadencia y cuando conocí
a Domínguez, y luego a Bretón, era evidente que aquello estaba en
sus estertores.
Los románticos ya habían
opuesto la poesía a la razón, del mismo modo que se opone la noche
al día. Pero los surrealistas llevaron esta actitud hasta sus
últimas instancias. Para Bretón, la imagen vale tanto más cuanto
más absurda es: de ahí la invocación al automatismo, a la
imaginación liberada de todas sus trabas racionales. De ahí,
también, su desdén por las normas, los clásicos y las bibliotecas.
El surrealismo se ponía fuera de la estética y hasta del arte: era
más bien una actitud general ante la vida, una búsqueda del hombre
profundo por debajo de las convenciones decrépitas. ¿Cómo podía
no admirar a Freud y a Sade, a los primitivos y a los salvajes?
Pero, paradójicamente, se
convirtió en un método para la obtención de un nuevo género de
belleza, de una suerte de belleza al estado salvaje. Así como de una
nueva moral, la moral que queda cuando se arrancan todas las caretas
impuestas por una sociedad cobarde e hipócrita: una moral de los
instintos y el sueño.
Se lo deseara o no, se producen
una estética y una ética surrealista.
Pero al cristalizarse en
manifiestos y recetas, comienza la decadencia. Pues, en general, no
hay peor conservatismo que el de los revolucionarios triunfantes. De
la búsqueda de una autenticidad salvaje se desembocó en un nuevo
academismo, cuyo paradigma lo constituyó Salvador Dalí: farsante
que, después de todo, fue producido por el surrealismo y que, de
alguna manera, mostró de modo ejemplar sus peores atributos. Y si no
es lícito juzgar el movimiento, como muchos lo hacen, exclusivamente
por productos como Dalí, tampoco es lícita la pretensión de
ciertos surrealistas que piden se juzgue el movimiento con exclusión
de ese payaso. Ya que no es por azar que un hombre como Dalí haya
surgido en el surrealismo, y al fin y al cabo gozó de la bendición
de su pontífice con atributos que eran ni más ni menos que los
actuales.
La verdad es que demasiado a
menudo, el movimiento fue propenso a la mistificación, y auténticos
desesperados como mi amigo Bretón fueron escasos. Y muy pocos fueron
los que, como el gran Artaud, concluyeron en el manicomio.
Tampoco se debe a un mero azar la
grandilocuencia que suele caracterizar a sus partidarios, ya que la
falsificación de fondo viene casi siempre acompañada de pomposidad
en la forma. Esa retórica fue ya una de las peores calamidades que
afectaron al romanticismo, reapareció en surrealistas que así
creían espantar al burgués y terminó por asquear a sus auténticos
poetas, del mismo modo que un genuino romántico como Stendhal se
propuso escribir en la seca lengua de las matemáticas y el derecho:
es el asco de un verdadero espíritu religioso por los beatos y
aprovechados de la religión.
Pero hay algo
auténtico en el surrealismo, que sigue manteniendo su validez y que,
en cierto modo, se prolonga y profundiza en el movimiento
existencialista: la convicción de que ha concluido el dominio de la
mera literatura y del mero arte, de que ha llegado el momento de
colocarse más allá de las puras preocupaciones estéticas para
enfrentar los problemas del hombre y su destino. La empresa de
liberación iniciada por el romanticismo y llevada hasta un grado
heroico por el surrealismo, el ataque frontal contra una sociedad
hipócrita y convencional, sigue siendo la condición previa para el
replanteo de la condición humana en nuestro tiempo, y
particularmente para la colocación del arte y la literatura en sus
verdaderos términos. Era necesario el terrorismo de los surrealistas
para emprender cualquier empresa de reconstrucción. Había que
acabar de una vez con los pequeños dioses de la sociedad burguesa,
con su moral hipócrita, con su filisteísmo, con su acomodo y su
optimismo superficial, para abrir las puertas de una existencia más
profunda. Nuestro tiempo es el de la desesperación y la angustia,
pero sólo así puede iniciarse una nueva y auténtica esperanza. El
error consiste en creer que basta con esa primera fase, de pura
destrucción y de puro irracionalismo, ya que el hombre es también,
y fundamentalmente, superación del yo y de sus instintos hacia el
nosotros, la comunidad y el diálogo. Era inevitable que realizada la
tarea destructiva, el surrealismo decayese y se convirtiera en una
academia paradojal. Ya que una academia del surrealismo es algo así
como una junta de buenas costumbres en el infierno.
En 1938, cuando conviví con
ellos, se vivía ya de recuerdos y al impulso anarquista de los
tiempos heroicos había sucedido una ortodoxia escolar. Al terminar
la primera guerra era necesario acabar con muchos siniestros mitos de
la civilización mercantil. Pero al terminar la segunda guerra, esos
mitos ya estaban hechos añicos. Y los hombres habían visto
demasiadas catástrofes y ruinas para no sentir la necesidad de
construir. Ya había la bastante desolación como para poder
entrever, a través de las gigantescas grietas de un mundo devastado,
cuáles podían ser las nuevas obligaciones de la criatura humana.
Como alguien ha dicho, ya no bastaba con emitir alaridos para asustar
al burgués, con volver a los fetiches del África Central, ni
siquiera con volverse locos: era necesario acometer la dura tarea de
una nueva construcción, aunque fuera en medio de las tinieblas y la
desesperanza. No bastaba con preconizar la simple irracionalidad, que
después de todo la Gestapo la había practicado mejor que ellos: era
menester darse cuenta de que si el hombre no era pura racionalidad,
como pretendió una civilización maquinista, tampoco era pura
irracionalidad; y que si el hombre era irreductible a la simple razón
también era irreductible al puro instinto.
Había llegado, en fin, el
momento de una nueva síntesis. El que no comprenda esta necesidad no
comprenderá tampoco cuáles son los grandes problemas del hombre de
hoy. Y, en consecuencia, cuáles son los dilemas centrales de una
gran literatura de nuestro tiempo.
Fuente.
El escritor y sus fantasmas.
ERNESTO SABATO.
Editorial: Emecé Editores,, Buenos Aires,, 1976
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