sábado, 19 de mayo de 2018

Ernesto Sabato. I. LA COSIFICACIÓN DEL HOMBRE. (Fragmento).

 

I. LA COSIFICACIÓN DEL HOMBRE

En la época en que estudié las ciencias físico-matemáticas me interesó particularmente la figura enigmática de Leonardo, por parecerme que en ese genio se daba con curiosa ambigüedad el desgarramiento del hombre que decide pasar de las tinieblas a la luz, del mundo nocturnal de los sueños al universo de las ideas claras, de la metafísica a la física. Su drama me llevó a indagar los orígenes de la ciencia positiva en Italia, y así encontré que coincidían con la aparición de la clase mercantil en las comunas: el dinero y la razón habían surgido con la misma simultánea potencia, echando las bases de lo que con el tiempo sería este mundo cuantificado que se derrumba ahora ante nuestros ojos.

Durante los años que viví el mundo matemático pude llegar hasta sus más admirables construcciones mentales: la teoría de la relatividad, la teoría de los cuantos; encontrando al fin que esas construcciones eran tan admirables como abstractas, y completamente inútiles para la solución de las inquietudes existenciales más profundas. Y así comencé a ver que el hombre debía volver a ese género de concreten que el arte daba de manera ejemplar. Es superfluo advertir que no pretendía yo encontrar la clave del magno problema de nuestra época: sufría en carne propia la vivencia de ese mundo cosificado y abstracto producido por la ciencia moderna y que tiene en esa misma ciencia su más alto (pero también su más pérfido) paradigma.
Culminó este proceso personal por el tiempo en que me hallaba trabajando en el Laboratorio Curie. Al volver a la Argentina comencé a escribir una especie de balance de mis experiencias espirituales y lo publiqué en 1945 con el título de Uno y el Universo; librito que ahora considero con tierna ironía, pues advierto cuánto todavía quedaba en mi conciencia del universo que estaba queriendo repudiar. Pero como las energías que se mueven por debajo de la conciencia son las más visionarias, al mismo tiempo que escribía estos ensayos en buena parte equivocados, la auténtica rebelión comenzaba en una novela titulada La Fuente Muda. Esa ficción quedó, sin embargo, inconclusa, y sólo publiqué algunos capítulos muchos años más tarde; pero sus gérmenes iban a desarrollarse en El Túnel y finalmente en Sobre Héroes y Tumbas. No obstante, el embate de mis obsesiones interiores contra la conciencia prosiguió también en el plano más lúcido y adquirió más cabal expresión en Hombres y Engranajes, En este ensayo intenté explicarme por primera vez el drama del hombre que se debate en el universo abstracto, y el porqué del arte como rebelión y expresión. Era, una vez más, un intento de explicitarme yo mismo cuestiones que me angustiaban; un intento de investigar mi propia incursión en la ciencia y, por último, mi propia fuga o deserción hacia el continente (oscuro y dudoso) de la literatura novelística. Al releer ahora aquel libro, que después de la segunda edición me negué a reeditar por creerlo demasiado imperfecto, confirmo que contenía algo de verdad y mucho de exageración; quizá por esa irremediable tendencia pasional que me lleva mucho más allá de lo que razonablemente debería hacer si me limitase a las escuetas ideas puras. Ahora intento rescatar lo que en aquel ensayo había de justo, la idea central del arte contemporáneo como rebelión del hombre contra un universo abstracto. Despojándola de todo lo que allí era adventicio, es lo que ahora expongo en esta especie de esquema o mapa, sobre el cual luego haré una serie de variaciones.
De la palabra romanticismo pueden considerarse muchos significados, algunos hasta contradictorios. Pero en este ensayo le daremos su sentido primigenio, porque es el más profundo y el de mayor alcance. Su origen es la palabra romance, que designaba la novela en que se enaltecía a los hidalgos arrollados por la civilización mercantil.
Desde este punto de vista, el «romanticismo» es la primera rebelión contra la mentalidad utilitaria de la razón, el dinero y la máquina; es el rechazo de una sociedad vulgar y sórdida; una especie de misticismo profano que defiende los derechos de la emoción, la fe, la fantasía. Así, desde sus mismos orígenes, la novela es la expresión por antonomasia del espíritu romántico; y no es exagerado buscar en ella los fundamentos y la expresión más vital de este levantamiento del hombre contemporáneo. Si el fenómeno no siempre resulta nítido es porque también la novelística llegó a presentarse con los atributos prestigiosos de la mentalidad combatida (Balzac, Zola), porque no se puede combatir contra un enemigo poderoso y pertinaz sin terminar de parecerse a él; hasta que el triunfo del nuevo espíritu permitió liberarse de ese caballo de Troya, para dar por fin el gran testimonio de la condición humana en la crisis final de la civilización tecnolátrica. Motivo por el cual, y al revés de lo que piensan algunos ensayistas y filósofos, no sólo la novela del siglo XX no está en decadencia sino que representa la época más fértil, compleja, profunda y trascendente de la novelística entera.
El Renacimiento produjo tres paradojas: fue un movimiento individualista que condujo a la masificación; fue un movimiento naturalista que terminó en la máquina; y, en fin, fue un humanismo que desembocó en la deshumanización.
Y ese proceso fue promovido por dos potencias dinámicas y amorales: el dinero y la razón. Con su ayuda, el hombre conquistó el poder secular, pero (y ahí está la raíz de esa triple paradoja) la conquista se hizo a costa de la abstracción, desde la palanca hasta el logaritmo, desde el lingote de oro hasta el clearing, la historia del creciente dominio sobre el universo ha sido la historia de sucesivas y cada vez más vastas abstracciones. La economía moderna y la ciencia positiva son las dos caras de una misma realidad desposeída de atributos concretos, de una fantasmagoría matemática de la que también, y esto es lo más terrible, forma parte el hombre; pero no el hombre concreto sino el hombre-masa, ese extraño ser que aún mantiene su aspecto humano pero que en rigor es el engranaje de una gigantesca maquinaria anónima.
Este es el final contradictorio de aquel semidiós que proclamó su individualidad en los albores del Renacimiento, de aquel ser que se lanzó a la conquista de las cosas: ignoraba que él mismo sería convertido en cosa.
Penetrantes espíritus como Dostoievsky, Kierkegaard y Nietzsche intuyeron que algo trágico se estaba gestando en medio del optimismo universal, pero la Gran Maquinaria era ya demasiado poderosa para que pudiera ser detenida. Hasta que en nuestros días ya el mismo hombre de la calle siente que vive en un mundo incomprensible, cuyos objetivos desconoce y cuyos Amos, invisibles y crueles, lo manejan. Mejor que nadie, Franz Kafka expresó este desconcierto y este desamparo del hombre contemporáneo en un universo duro y enigmático.
No es mi propósito examinar las causas que produjeron hacia el siglo XII el despertar del hombre medieval. Lo que aquí me interesa es señalar cómo ese despertar a un mundo externo dominado por el dinero y la razón llevaría hasta esta realidad abstracta de nuestro tiempo. La primera Cruzada, la Cruzada por antono-masía, fue la obra de la fe cristiana y del espíritu aventurero de un mundo caballeresco, un hecho romántico ajeno a la idea de lucro. Pero la historia es tortuosa y era el destino de este ejército señorial servir casi exclusivamente al resurgimiento mercantil de Europa: no se conservaron ni el Santo Sepulcro ni Constantinopla, pero se reabrieron las rutas comerciales con el Oriente, se promovió el lujo y la riqueza, se crearon las condiciones para el ocio y la meditación profana. Así comenzó el poderío de las comunas italianas y de la nueva clase. Durante los siglos XII y XIII esa clase triunfa por todos lados. Sus luchas y su ascenso provocaron transformaciones de tan largo alcance que todavía hoy sufrimos sus últimas consecuencias. Ya que nuestra crisis es la reducción al absurdo de la irrupción de aquella mentalidad mercantil.
Al despertar del largo ensueño medieval, el hombre redescubre el mundo externo: su concepto de la realidad va a cambiar radicalmente. Los artistas redescubren el paisaje y el cuerpo del hombre, y en el redescubrimiento del desnudo influyen por igual el nuevo espíritu naturalista y el sentimiento igualitario de la nueva clase; porque el desnudo, como la muerte, es democrático.
La primera actitud del hombre hacia la naturaleza es de candoroso amor, tal como en San Francisco. Pero observa Max Scheler que amar y dominar son dos actitudes concomitantes, y a ese amor desinteresado y panteísta sigue muy pronto el deseo de dominación que caracterizará al hombre moderno. De este deseo nace la ciencia positiva, que ya no es mero conocimiento contemplativo sino el instrumento que la nueva y utilitaria clase crea para la dominación del mundo. Actitud arrogante que termina con la hegemonía teológica, libera a la filosofía y enfrenta a la ciencia con el libro sagrado.
El hombre secularizado —animal instrumentificum— lanza finalmente la máquina contra la naturaleza, para conquistarla. Pero la máquina terminará dominando a su creador.
El fundamento del mundo feudal era la tierra, y eso corresponde a una sociedad estática y conservadora. El fundamento del mundo moderno es la dudad, que caracteriza a una sociedad dinámica y liberal, porque la ciudad está regida por el dinero y la razón, fuerzas móviles e inquietas por excelencia.
Y así como el mundo feudal era cualitativo, éste es cuantitativo. Allá el tiempo no se medía, se vivía en términos de eternidad y en el transcurso natural del despertar y el descanso, del apetito y el comer, del amor y el crecimiento de los hijos: el pulso de la eternidad. Tampoco se medía el espacio, y las dimensiones de los iconos eran expresión de jerarquía, no de distancia ni de perspectiva.
Pero cuando irrumpe la mentalidad utilitaria, todo se cuantifica. En una sociedad en que el transcurso del tiempo multiplica los ducados, en que «el tiempo es oro», es inevitable que se lo mida, y que se lo mida cuidadosamente: desde el siglo XIV los relojes mecánicos invaden Europa y el tiempo empieza a convertirse en una entidad abstracta y objetiva, numéricamente divisible. Y habrá que llegar hasta la novela actual para que el viejo tiempo existencial sea recuperado por el hombre.
El espacio también se cuantifica. La empresa que fleta un barco cargado de valiosas mercancías no puede confiar en esos dibujos de una ecumene adornada por grifos y sirenas: necesita cartógrafos, no soñadores. El artillero que debe atacar una plaza fuerte necesita que el matemático le calcule exactamente el ángulo de tiro. El ingeniero que construye canales y diques, máquinas de hilar y de tejer, bombas para las minas; el constructor de barcos, el cambista, todos tienen necesidad de matemáticas. Como el artista de aquella época es también el artesano y a veces el ingeniero, es inevitable que lleve al arte sus preocupaciones y descubrimientos técnicos. Piero della Francesca, inventor de la geometría descriptiva, introduce la perspectiva en la pintura.
Así también aparece la proporción. El intercambio comercial con el Oriente facilita el retorno de las ideas pitagóricas, y el misticismo numerológico celebra un matrimonio de conveniencia con el de los florines. Nada muestra mejor el espíritu de aquel tiempo que la obra de Luca Pacioli, donde encontramos desde consideraciones místicas sobre las proporciones del cuerpo humano hasta las leyes de la contabilidad por partida doble.
He aquí, pues, al hombre moderno. Conoce las fuerzas que gobiernan el mundo, las pone a su servicio, es el dios de la tierra. Sus armas son el oro y la inteligencia, su procedimiento es el cálculo, su realidad la del mundo objetivo. A estos ingenieros no les interesa la Causa Primera: el saber técnico toma el lugar de la metafísica, la eficacia y la precisión reemplazan la angustia religiosa. Y esta mentalidad se extiende en todas direcciones: empieza por dominar la navegación, la arquitectura y la industria; con las armas de fuego invade el arte de la guerra, desvalorizando la lanza y la espada del caballero; a la bravura individual del señor a caballo sucede la eficacia del ejército mercenario; y finalmente entra en la política con Maquiavelo, ese ingeniero del poder estatal. Se impone una concepción que no reconoce el honor, ni los derechos de la sangre, ni la tradición. El poder es el ídolo máximo y no hay fuerzas que puedan impedir el dominio del hombre. El ingeniero Leonardo, inclinado sobre el pecho abierto de un cadáver, busca el secreto de la vida, quiere saber cómo funciona ese misterioso mecanismo y escribe en su diario: Voglio far miracoli!
A partir del descubrimiento de América, la acción combinada del capital y la ciencia abarcará al mundo entero. Con vértigo creciente, al cabo de cuatro siglos, el planeta es convertido por las buenas o por las malas a la nueva concepción del mundo. No a pesar de su abstracción sino precisamente por ella. La idea de que el poder está unido a la fuerza física y a la materia es la creencia de las personas sin imaginación. Para ellos, una cachiporra es más eficaz que un logaritmo, un lingote de oro más valioso que una letra de cambio; cuando en verdad el imperio del hombre se multiplicó desde que los astutos italianos empezaron a reemplazar las cachiporras por los logaritmos y los lingotes por las letras de cambio. Una ley científica aumenta su dominio al abarcar más hechos, pero al generalizarse se vuelve más abstracta, porque lo concreto se pierde con lo particular: la teoría de Einstein es más poderosa que la de Newton porque rige sobre un territorio más vasto, pero por eso mismo es más abstracta; sobre el hallazgo de Newton todavía se pueden referir anécdotas populares con manzanas, aunque sean apócrifas; sobre la de Einstein ya nada puede comentar el pueblo, pues sus geodésicas están demasiado lejos de sus intuiciones cotidianas y carnales. Del mismo modo, la potencia de un bolsista que especula con un trigo que jamás ha visto es infinitamente más grande que la del campesino que lo cultiva y que puede reconocerlo en la oscuridad hasta por el olor.

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