III.
NO CRISIS DEL ARTE, SINO ARTE DE LA CRISIS
En este momento crucial de la historia se produce uno de los fenómenos más curiosos; se acusa al arte de estar en crisis, de haberse deshumanizado, de haber volado todos los puentes que lo unían al continente del hombre. Cuando es exactamente al revés, tomando por un arte en crisis lo que en rigor es el arte de la crisis.
Hay, por
supuesto, un arte deshumanizado, pero es precisamente el que culmina
y lleva hasta sus últimas consecuencias el espíritu peculiar de la
sociedad que termina; todos podemos reconocerlo en la helada
geometría de ciertos pintores y escultores. En tanto que ese arte
que proviene en línea directa del romanticismo y que, a través de
los fauves,
de Gauguin y Van Gogh, de los expresionistas y surrealistas desemboca
en el expresionismo no figurativo y finalmente en el arte
neo-figurativo, ése no sólo es arte deshumanizado sino que es el
baluarte levantado por los hombres más sensibles y más lúcidos
(junto a la novela actual) contra una sociedad deshumanizadora.
Lo que sucede es que se partió
de una falacia. Para Ortega, por ejemplo, la deshumanización del
arte está probada por el divorcio existente entre el artista y su
público. No advirtiendo que pudiera ser exactamente al revés, que
no fuera el artista el deshumanizado, sino el público. ¿O es que
para Ortega es cuestión de número? Es obvio que una cosa es la
humanidad y otra bien distinta el público-masa, ese conjunto de
seres que han dejado de ser hombres para convertirse en objetos
fabricados en serie, moldeados por una educación estandardizada,
embutidos en fábricas y oficinas, sacudidos diariamente al unísono
por las noticias lanzadas por centrales electrónicas, pervertidos y
cosificados por un «arte» de historietas y novelones radiales, de
cromos periodísticos y de estatuillas de bazar. Mientras que el
artista es el Único por excelencia, es el que gracias a su
incapacidad de adaptación, a su rebeldía, a su locura, ha
conservado paradojalmente los atributos más preciosos del ser
humano. ¿Qué importa que a veces exagere y se corte una oreja? Aun
así estará más cerca del hombre concreto que un razonable
amanuense en el fondo de un ministerio. Es cierto que el artista,
acorralado y desesperado, termina por huir al África o a las selvas
de Misiones, a los paraísos del alcohol o la morfina, a la propia
muerte. ¿Indica todo eso, por ventura, que es él quien está
deshumanizado?
«Si nuestra vida está enferma
—escribe Gauguin a Strindberg— también ha de estarlo nuestro
arte; y sólo podemos devolverle la salud empezando de nuevo, como
niños o como salvajes… Vuestra civilización es vuestra
enfermedad.» Toda la joven generación de 1900, las «fieras» que
escandalizan los salones, provienen de Gauguin y particularmente del
torturado espíritu de Van Gogh. Son discípulos de ese Gustave
Moreau que decía: «¿Qué importa la naturaleza en sí? El arte es
la persecución encarnizada de la expresión, del sentimiento
interior».
Lo que hace crisis no es el arte
sino el caduco concepto burgués de la «realidad», la ingenua
creencia en la realidad externa. Y es absurdo juzgar un cuadro de Van
Gogh desde ese punto de vista. Cuando a pesar de todo se lo hace —¡y
con qué frecuencia!— no puede concluirse sino lo que se concluye:
que describen una especie de irrealidad, figuras y objetos de un
territorio fantasmal, productos de un hombre enloquecido por la
angustia y la soledad. ¿Cómo no creer que ha volado todos los
puentes que lo unen al mundo comunal?
El arte de
cada época trasunta una visión del mundo y el concepto que esa
época tiene de la verdadera
realidad;
y esa concepción, esa visión, está asentada en una metafísica y
en un ethos
que le son propios. Para los egipcios, por ejemplo, preocupados por
la vida eterna, este universo transitorio no podía constituir lo
verdaderamente
real: de ahí el hieratismo de sus grandes estatuas, el geometrismo
que es como un indicio de la eternidad, despojados al máximo de los
elementos naturalistas y terrenos; geometrismo que obedece a un
concepto profundo y no es, como algunos candorosamente creyeron,
incapacidad plástica, ya que podían ser minuciosamente naturalistas
cuando esculpían o pintaban desdeñables esclavos. Cuando se pasa a
una civilización mundana como la de Pericles, las artes hacen
naturalismo y hasta los mismos dioses se representan en forma
«realista», pues para ese tipo efe cultura profana, interesada
fundamentalmente en esta vida, la realidad por excelencia, la
«verdadera» realidad es la del mundo terrenal. Con el cristianismo
reaparece, y por los mismos motivos, un arte hierático, ajeno al
espacio que nos rodea y al tiempo que vivimos. Al irrumpir la
civilización burguesa, con una clase utilitaria que sólo cree en
este mundo y sus valores materiales, nuevamente el arte vuelve al
naturalismo. Ahora, en su crepúsculo, asistimos a la reacción
violenta de los artistas contra la civilización burguesa y su
Weltanschaung.
Convulsivamente, incoherentemente muchas veces, revela que aquel
concepto de la realidad ha llegado a su término y no representa ya
las más profundas ansiedades de la criatura humana.
Ya dijimos que el objetivismo y
el naturalismo de la novela fueron una manifestación más (y en el
caso de la novela, paradojal) de ese espíritu burgués. Con Flaubert
y con Balzac, pero sobre todo con Zola, culmina esa estética y esa
filosofía de la narración, hasta el punto que por su intermedio
estamos en condiciones no sólo de conocer las ideas y vicios de la
época sino hasta el tipo de tapizados que se acostumbraba. Zola, que
hizo la reducción al absurdo de esta modalidad, llegó hasta a
levantar prontuarios de sus personajes, y en ellos anotaba desde el
color de sus ojos hasta la forma de vestir de acuerdo con las
estaciones. Gorki malogró en buena parte sus excelentes dotes de
narrador por el acatamiento a esa estética burguesa (que él creía
proletaria), y afirmaba que para describir un almacenero era
necesario estudiar a ciento para entresacar los rasgos comunes;
método que notoriamente es el de la ciencia, que permite obtener lo
universal eliminando los particulares: camino de la esencia, no de la
existencia. Y si Gorki se salva casi siempre de la calamidad de poner
en escena prototipos abstractos en lugar de tipos vivos es a pesar de
su estética, no por ella; es por su instinto narrativo, no por su
desatinada filosofía.
Aduchas
décadas antes que Gorki se entregara a esta concepción, en su
propia patria, un genio poderoso terminaba de destruirla y abría las
compuertas de toda la literatura de hoy. Porque el tiempo existencial
no marcha a la par para todo el mundo ni para cualquier clase de
personas; los siglos que terminan al unísono, a almanaque y silbatos
de sirena, son los siglos de los astrónomos, no los de los seres
humanos. Y mucho menos los de los genios. Y así como todavía hoy
tropezamos con escritores que viven en el siglo XIX, Dostoievsky
abría en ese siglo las compuertas del siglo XX. En las Notas
desde el subterráneo,
su héroe nos dice: «¿De qué puede hablar con el máximo placer un
hombre honrado? Respuesta: de sí mismo. Voy a hablar, pues, de mí.»
Y en las pocas páginas de esa narración revolucionaria no sólo se
rebela contra la trivial realidad objetiva del burgués sino que, al
ahondar en los tenebrosos abismos del yo encuentra que la intimidad
del hombre nada tiene que ver con la razón, ni con la lógica, ni
con la ciencia, ni con la prestigiosa técnica.
Ese
desplazamiento hacia el yo profundo, ahondamiento de una actitud
romántica, se hace luego general en toda la gran literatura que
sobreviene: tanto en ese vasto ejercicio solipsista que es la obra de
Marcel Proust como en la obra aparentemente objetiva de Franz Kafka.
Un personaje de Julien Green comenta: «Escribir una novela es en sí
mismo una novela, de la que el autor es el héroe. El cuenta su
propia historia, y si se representa a sí mismo la farsa de la
objetividad es porque es muy novicio o muy tonto, puesto que no
alcanzamos a salir jamás de nosotros mismos.» Una novela de
Faulkner se llama Mientras
yo agonizo.
Y, en general, sus ficciones son narradas desde la perspectiva de
cada uno de sus personajes-yos; y no ya esos yos omniscientes y
divinos sino seres defectuosos o simples idiotas. Pues la novela
puede ser lo que Shakespeare dice que es la vida:
… a tale
told by an idiot, full of
sound and fury.
Pero no todos lo entienden así.
Y Wladimir Weidlé, en su conocido ensayo afirma que asistimos al
«ocaso de la novela», porque el artista de hoy «es impotente para
entregarse por completo a la imaginación creadora», obsesionado
como está por su propio ego; y frente a los grandes novelistas del
siglo XIX, dice, «a esos escritores que, como Balzac, creaban un
mundo y mostraban criaturas vivientes desde fuera; a esos novelistas
que, como Tolstoi, daban la impresión de ser el propio Dios, los
escritores del siglo XX son incapaces de trascender su propio yo,
hipnotizados por sus desventuras y ansiedades, eternamente
monologando en un mundo de fantasmas.»
El ensayo de Weidlé se refiere
«al porvenir de las letras y las artes». Pero más bien debería
considerarse como una profecía de su pasado
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