domingo, 20 de mayo de 2018

Ernesto Sabato.III. NO CRISIS DEL ARTE, SINO ARTE DE LA CRISIS.

 

III. NO CRISIS DEL ARTE, SINO ARTE DE LA CRISIS

En este momento crucial de la historia se produce uno de los fenómenos más curiosos; se acusa al arte de estar en crisis, de haberse deshumanizado, de haber volado todos los puentes que lo unían al continente del hombre. Cuando es exactamente al revés, tomando por un arte en crisis lo que en rigor es el arte de la crisis.

Hay, por supuesto, un arte deshumanizado, pero es precisamente el que culmina y lleva hasta sus últimas consecuencias el espíritu peculiar de la sociedad que termina; todos podemos reconocerlo en la helada geometría de ciertos pintores y escultores. En tanto que ese arte que proviene en línea directa del romanticismo y que, a través de los fauves, de Gauguin y Van Gogh, de los expresionistas y surrealistas desemboca en el expresionismo no figurativo y finalmente en el arte neo-figurativo, ése no sólo es arte deshumanizado sino que es el baluarte levantado por los hombres más sensibles y más lúcidos (junto a la novela actual) contra una sociedad deshumanizadora.
Lo que sucede es que se partió de una falacia. Para Ortega, por ejemplo, la deshumanización del arte está probada por el divorcio existente entre el artista y su público. No advirtiendo que pudiera ser exactamente al revés, que no fuera el artista el deshumanizado, sino el público. ¿O es que para Ortega es cuestión de número? Es obvio que una cosa es la humanidad y otra bien distinta el público-masa, ese conjunto de seres que han dejado de ser hombres para convertirse en objetos fabricados en serie, moldeados por una educación estandardizada, embutidos en fábricas y oficinas, sacudidos diariamente al unísono por las noticias lanzadas por centrales electrónicas, pervertidos y cosificados por un «arte» de historietas y novelones radiales, de cromos periodísticos y de estatuillas de bazar. Mientras que el artista es el Único por excelencia, es el que gracias a su incapacidad de adaptación, a su rebeldía, a su locura, ha conservado paradojalmente los atributos más preciosos del ser humano. ¿Qué importa que a veces exagere y se corte una oreja? Aun así estará más cerca del hombre concreto que un razonable amanuense en el fondo de un ministerio. Es cierto que el artista, acorralado y desesperado, termina por huir al África o a las selvas de Misiones, a los paraísos del alcohol o la morfina, a la propia muerte. ¿Indica todo eso, por ventura, que es él quien está deshumanizado?
«Si nuestra vida está enferma —escribe Gauguin a Strindberg— también ha de estarlo nuestro arte; y sólo podemos devolverle la salud empezando de nuevo, como niños o como salvajes… Vuestra civilización es vuestra enfermedad.» Toda la joven generación de 1900, las «fieras» que escandalizan los salones, provienen de Gauguin y particularmente del torturado espíritu de Van Gogh. Son discípulos de ese Gustave Moreau que decía: «¿Qué importa la naturaleza en sí? El arte es la persecución encarnizada de la expresión, del sentimiento interior».
Lo que hace crisis no es el arte sino el caduco concepto burgués de la «realidad», la ingenua creencia en la realidad externa. Y es absurdo juzgar un cuadro de Van Gogh desde ese punto de vista. Cuando a pesar de todo se lo hace —¡y con qué frecuencia!— no puede concluirse sino lo que se concluye: que describen una especie de irrealidad, figuras y objetos de un territorio fantasmal, productos de un hombre enloquecido por la angustia y la soledad. ¿Cómo no creer que ha volado todos los puentes que lo unen al mundo comunal?
El arte de cada época trasunta una visión del mundo y el concepto que esa época tiene de la verdadera realidad; y esa concepción, esa visión, está asentada en una metafísica y en un ethos que le son propios. Para los egipcios, por ejemplo, preocupados por la vida eterna, este universo transitorio no podía constituir lo verdaderamente real: de ahí el hieratismo de sus grandes estatuas, el geometrismo que es como un indicio de la eternidad, despojados al máximo de los elementos naturalistas y terrenos; geometrismo que obedece a un concepto profundo y no es, como algunos candorosamente creyeron, incapacidad plástica, ya que podían ser minuciosamente naturalistas cuando esculpían o pintaban desdeñables esclavos. Cuando se pasa a una civilización mundana como la de Pericles, las artes hacen naturalismo y hasta los mismos dioses se representan en forma «realista», pues para ese tipo efe cultura profana, interesada fundamentalmente en esta vida, la realidad por excelencia, la «verdadera» realidad es la del mundo terrenal. Con el cristianismo reaparece, y por los mismos motivos, un arte hierático, ajeno al espacio que nos rodea y al tiempo que vivimos. Al irrumpir la civilización burguesa, con una clase utilitaria que sólo cree en este mundo y sus valores materiales, nuevamente el arte vuelve al naturalismo. Ahora, en su crepúsculo, asistimos a la reacción violenta de los artistas contra la civilización burguesa y su Weltanschaung. Convulsivamente, incoherentemente muchas veces, revela que aquel concepto de la realidad ha llegado a su término y no representa ya las más profundas ansiedades de la criatura humana.
Ya dijimos que el objetivismo y el naturalismo de la novela fueron una manifestación más (y en el caso de la novela, paradojal) de ese espíritu burgués. Con Flaubert y con Balzac, pero sobre todo con Zola, culmina esa estética y esa filosofía de la narración, hasta el punto que por su intermedio estamos en condiciones no sólo de conocer las ideas y vicios de la época sino hasta el tipo de tapizados que se acostumbraba. Zola, que hizo la reducción al absurdo de esta modalidad, llegó hasta a levantar prontuarios de sus personajes, y en ellos anotaba desde el color de sus ojos hasta la forma de vestir de acuerdo con las estaciones. Gorki malogró en buena parte sus excelentes dotes de narrador por el acatamiento a esa estética burguesa (que él creía proletaria), y afirmaba que para describir un almacenero era necesario estudiar a ciento para entresacar los rasgos comunes; método que notoriamente es el de la ciencia, que permite obtener lo universal eliminando los particulares: camino de la esencia, no de la existencia. Y si Gorki se salva casi siempre de la calamidad de poner en escena prototipos abstractos en lugar de tipos vivos es a pesar de su estética, no por ella; es por su instinto narrativo, no por su desatinada filosofía.
Aduchas décadas antes que Gorki se entregara a esta concepción, en su propia patria, un genio poderoso terminaba de destruirla y abría las compuertas de toda la literatura de hoy. Porque el tiempo existencial no marcha a la par para todo el mundo ni para cualquier clase de personas; los siglos que terminan al unísono, a almanaque y silbatos de sirena, son los siglos de los astrónomos, no los de los seres humanos. Y mucho menos los de los genios. Y así como todavía hoy tropezamos con escritores que viven en el siglo XIX, Dostoievsky abría en ese siglo las compuertas del siglo XX. En las Notas desde el subterráneo, su héroe nos dice: «¿De qué puede hablar con el máximo placer un hombre honrado? Respuesta: de sí mismo. Voy a hablar, pues, de mí.» Y en las pocas páginas de esa narración revolucionaria no sólo se rebela contra la trivial realidad objetiva del burgués sino que, al ahondar en los tenebrosos abismos del yo encuentra que la intimidad del hombre nada tiene que ver con la razón, ni con la lógica, ni con la ciencia, ni con la prestigiosa técnica.
Ese desplazamiento hacia el yo profundo, ahondamiento de una actitud romántica, se hace luego general en toda la gran literatura que sobreviene: tanto en ese vasto ejercicio solipsista que es la obra de Marcel Proust como en la obra aparentemente objetiva de Franz Kafka. Un personaje de Julien Green comenta: «Escribir una novela es en sí mismo una novela, de la que el autor es el héroe. El cuenta su propia historia, y si se representa a sí mismo la farsa de la objetividad es porque es muy novicio o muy tonto, puesto que no alcanzamos a salir jamás de nosotros mismos.» Una novela de Faulkner se llama Mientras yo agonizo. Y, en general, sus ficciones son narradas desde la perspectiva de cada uno de sus personajes-yos; y no ya esos yos omniscientes y divinos sino seres defectuosos o simples idiotas. Pues la novela puede ser lo que Shakespeare dice que es la vida:
a tale
told by an idiot, full of sound and fury.
Pero no todos lo entienden así. Y Wladimir Weidlé, en su conocido ensayo afirma que asistimos al «ocaso de la novela», porque el artista de hoy «es impotente para entregarse por completo a la imaginación creadora», obsesionado como está por su propio ego; y frente a los grandes novelistas del siglo XIX, dice, «a esos escritores que, como Balzac, creaban un mundo y mostraban criaturas vivientes desde fuera; a esos novelistas que, como Tolstoi, daban la impresión de ser el propio Dios, los escritores del siglo XX son incapaces de trascender su propio yo, hipnotizados por sus desventuras y ansiedades, eternamente monologando en un mundo de fantasmas.»
El ensayo de Weidlé se refiere «al porvenir de las letras y las artes». Pero más bien debería considerarse como una profecía de su pasado

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

Un cuervo llamado Bertolino Fragmento Novela EL HACEDOR DE SOMBRAS

  Un cuervo llamado Bertolino A la semana exacta de heredar el anillo con la piedra púrpura, me dirigí a la Torre de los Cuervos. No lo hací...

Páginas