II. LA REBELIÓN DEL HOMBRE CONCRETO
Lo que en germen había hecho su aparición en el romance cobra toda su fuerza en las artes al finalizar el siglo XVIII, cuando el racionalismo dominaba por todas partes. El romanticismo surge como siempre el espíritu dionisíaco, cada vez que la sociedad está segura de haberlo liquidado. Así, en medio de aquel mundo que había hecho un mito de las ideas claras y distintas, aparecen esos artistas solitarios que son para la comunidad lo que los sueños para el individuo, los que ejecutan, en sus obras los secretos e infinitamente deseados actos de esa comunidad. En medio de una sociedad refinada y convencional, del mismo modo como en los sueños reaparecen los enigmas primitivos, ese arte vuelve su mirada hacia las selvas Áfricanas, hacia el mundo de los niños y los locos, •hacia el inexplicable universo nocturno. El sueño, la videncia y la locura son los instrumentos que estos románticos utilizarán para ese descenso a los infiernos que más tarde, y más despiadadamente, llevará a cabo el alma sombría de Rimbaud.
El artista romántico es el
desajustado, el extranjero en una patria que no le corresponde, el
anarquista que asume en su propio espíritu o en el espíritu de sus
personajes novelescos la defensa del hombre concreto.
Lewis Mumford
muestra cómo esa tentativa tenía que resultar históricamente un
fracaso. Profetas prematuros del desastre, pagaron con el
alcoholismo, el manicomio o el suicidio su levantamiento contra una
sociedad aún lo bastante potente y prestigiosa como para
aniquilarlos con el desprecio, el silencio o la ironía. Sus mensajes
flotaron en el vasto océano del siglo XIX, hasta que pudieron ser
hallados y justicieramente interpretados: por fin había llegado la
hora de su arte. No del arte como un lujo sino como un instrumento
de la verdad.
La rebelión instintiva de los
artistas románticos tuvo de pronto la ayuda de una fuerza que venía
del campo mismo de la mentalidad combatida. Una fuerza que se
segregaba violenta y contradictoriamente del seno mismo de la
filosofía racionalista.
Desde el
Renacimiento la ciencia se lanzó a la conquista del mundo
externo,
su objeto era develar las leyes que rigen su funcionamiento para
ponerlas al servicio del hombre: la electricidad, que con el rayo
provocaba el pavor y la destrucción, era así canalizada por la raza
humana, con virtiéndola en esclava de sus deseos.
Para ello
había que prescindir
del yo,
había que indagar el orden universal tal como es, no como lo
imaginamos en medio del pavor o la pasión. Había que indagarlo
fríamente,
mediante la pura razón (esa razón cuyas leyes también son
independientes de nuestros deseos) y merced a la implacable y
objetiva
observación de los hechos.
El resultado
lo conocemos: fue el dominio del universo, pero al precio de un total
sacrificio del yo, de una total humillación de sus atributos más
entrañables. La preocupación esencial de la ciencia consistió en
quitar al hombre del centro, en des-antropomorfizar el mundo. Y desde
Copérnico para adelante no sólo lo logró sino que se jactó de
lograrlo. Y hasta qué punto esta filosofía o, más bien, este
espíritu general del tiempo llegó a dominar tiránicamente sobre la
realidad entera lo prueba el hecho de que terminara por imponerse en
aquello que por su misma esencia es nada
más
que humano: la novela; llegándose a proclamar como su ideal supremo
la prescindencia del autor, la absoluta objetividad. Lo que,
naturalmente, y por suerte, no pasó de ser una candorosa ilusión de
nuevo rico.
Pero las cosas habían llegado
demasiado hasta el extremo para que no tuvieran que empezar a
retroceder. Al adolescente entusiasmo de los técnicos empezó a
oponerse, por fin, la creciente sospecha de que ese tipo de
mentalidad podía ser funesto para el ser humano. Y lo que los
artistas románticos habían intuido oscuramente fue enunciado en
forma cabal por el filósofo Sören Kierkegaard. Frente al frígido
museo de símbolos algebraicos sobrevivía el hombre carnal que se
preguntaba para qué servía todo el gigantesco aparato de dominio
universal si no era capaz de mitigar su angustia, ante los dilemas de
la vida y de la muerte. Frente al problema de la esencia de las cosas
se planteó el problema de la existencia del hombre. Y frente al
conocimiento objetivo se reivindicó el conocimiento del hombre
mismo, conocimiento trágico por su misma naturaleza, un conocimiento
que no podía adquirirse con el auxilio de la sola razón sino además
—y sobre todo— con la ayuda de la vida misma y de las propias
pasiones que la razón descarta.
Nietzsche se
preguntó: «¿Debe dominar la vida sobre la ciencia o la ciencia
sobre la vida?», y ante este interrogante característico de su
tiempo, afirmó la preeminencia de la vida. Respuesta típica de todo
el vasto insurgimiento que comenzaba. Para él, como para
Kierkegaard, como para Dostoievsky, la vida del hombre no puede ser
regida por las abstractas razones de la cabeza sino por aquellas que
Pascal había denominado les
raisons du coeur.
La vida desborda los esquemas rígidos, es contradictoria y parado;
al, no se rige por lo razonable sino por lo insensato. ¿Y no
significa esto proclamar la superioridad del arte sobre la ciencia
para el conocimiento del hombre? Ya que precisamente el arte es la
indagación y la expresión de lo individual y concreto.
Kierkegaard,
ese anarquista de la filosofía, colocó sus bombas en los cimientos
de la catedral hegeliana, culminación y gloria de la racionalidad
occidental. Pero al atacar a Hegel en rigor ataca al racionalismo
entero, con la santa injusticia de los revolucionarios, pasando por
alto sus matices y variedades, hasta alcanzar finalmente a la
conducta simplemente razonable. Ya habría tiempo (como lo hubo) para
indemnizar los daños laterales. Contra el Sistema, defiende la
radical incomprensibilidad de la criatura humana: el existente es
irreductible a las leyes de la razón, es el loco dostoievskiano que
escandaliza con sus tenebrosas verdades; ese endemoniado (pero ¿qué
hombre no lo es?) que nos convence que para el ser humano el desorden
es muchas veces preferido al orden, la guerra a la paz, el pecado a
la virtud, la destrucción a la construcción. Ese extraño animal es
contradictorio, no puede ser estudiado como un triángulo o una
cadena de silogismos; es subjetivo, y sus sentimientos son únicos y
personales; es contingente, un hecho absurdo que no puede ser
explicado. Ya Pascal había expresado patéticamente: «Cuando
considero la corta duración de mi vida, absorbida en la eternidad
precedente y en la que me sucederá, el pequeño espacio que ocupo y
hasta que veo, sumergido en la infinita inmensidad de los espacios
que ignoro y que me ignoran, me asombro de verme aquí y no allá,
porque no hay razón para encontrarme aquí más bien que allá,
ahora y no antes. ¿Quién me ha puesto aquí? ¿Por orden y
mediación de quién me han sido destinados este lugar y este
tiempo?»
No hay respuesta genuina para
estos interrogantes en el Sistema, que al querer comprender al hombre
con minúscula lo aniquila. Pues el Sistema se funda en esencias
universales, y aquí se trata de existencias concretas.
Así, del Universo abstracto se
desembocó de nuevo y brutalmente en el Uno Concreto.
Pero, en
realidad, en el propio Hegel existían ya los elementos de su
negación, ya que el hombre no era para él aquella entelequia de los
iluministas, ajeno a la tierra y a la sangre, ajeno a la sociedad
misma y a la historia de sus vicisitudes; sino un ser histórico, que
va haciéndose a sí mismo, realizando lo universal a través de lo
individual. Este sentido histórico del hombre, sin embargo, se hará
una genuina reacción contra el racionalismo extremo en su discípulo
Karl Marx, al convertir la criatura humana no sólo en proceso
histórico sino en fenómeno social: «El hombre no es un abstracto,
agazapado fuera del mundo. El hombre es el mundo de los hombres, el
estado, la sociedad». Y la conciencia del hombre es una conciencia
social: el hombre de la ratio
era una abstracción, pero también es una abstracción el hombre
solitario. Convertido en una entelequia por los racionalistas del
género de Voltaire, alienado por una estructura social que lo ha
convertido en simple productor de bienes materiales, Marx enuncia los
principios de un nuevo humanismo: el hombre puede conquistar su
condición de «hombre total» levantándose contra la sociedad
mercantil que lo utiliza.
Resulta
superfluo llamar la atención sobre las semejanzas que esta doctrina
manifiesta con relación al nuevo existencialismo, que, después de
Husserl, logrará superar el subjetivismo de Kierkegaard: su interés
por el hombre concreto, su rebelión contra la razón abstracta, su
idea de la alienación, su reivindicación de la praxis
sobre la ratio.
Así nos encontramos que de la
doble vertiente que proviene de Hegel, la del extremo subjetivismo de
Kierkegaard y la del socialismo de Marx, se llegará a una síntesis
que darán en nuestro siglo los filósofos de la existencia;
cualesquiera sean las consideraciones despectivas que sobre estos
pensadores hagan los que en nombre de Marx establecieron una nueva
Escolástica en la Rusia de Stalin.
EMECÉ EDITORES. 1976.
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