V. CARACTERÍSTICAS DE LA NOVELA CONTEMPORÁNEA
Ahora estamos en condiciones de apreciar debidamente el sentido y la trascendencia de la novela actual, y de juzgar hasta qué punto se equivocan algunos de sus críticos. Hace unos treinta años, T. S. Eliot afirmó que el género había terminado con Flaubert y Henry James. En una forma o en otra, diferentes ensayistas reiteraron ese juicio funerario. Fenómenos tan considerables como Proust, Joyce y Kafka no los arredran, pues raramente los autores de esquemas racionales se dejan apabullar por los simples hechos: si velocísimos caballos no le impidieron a Parménides demostrar que la realidad es inmóvil ¿cómo Kafka le va a estorbar la tesis a Eliot?
Ocurre que con frecuencia se
confunde transformación con decadencia, porque se enjuicia lo nuevo
con los criterios que sirvieron para lo viejo. Así, cuando algunos
sostienen que «el siglo XIX es el gran siglo de la novela», habría
que agregar «de la novela novecentista»; con lo que su aforismo se
haría rigurosamente exacto, pero también completamente tautológico.
Es bastante
singular que se pretenda valorar la ficción del siglo XX con los
cánones del siglo XIX, un siglo en que el tipo de realidad que el
novelista describía era tan diferente a la nuestra como un tratado
de frenología a un ensayo de Jung (y por motivos muy análogos). Y
si siempre constituyó una tarea más bien destinada al fracaso la
clasificación de la obra literaria en géneros estrictos, en lo que
a la novela se refiere ese intento es radicalmente inútil, pues es
un género cuya única característica es la de haber tenido todas
las características, y en haber sufrido todas las violaciones. Un
género al que, como Valéry murmuró con evidente asco, tous
les écarts l’appartiennent.
No obstante, a esos teóricos les parece sano establecerse en el
siglo pasado y negar el presente, como aquellos que se consideraban
cabeza para arriba en Europa y no podían comprender la existencia de
caballeros cabeza abajo en Nueva Zelandia, Tendencia natural y
psicológicamente muy explicable ésta de convertir en absoluto la
propia relatividad, pero filosóficamente de escaso valor, para no
decir que apenas alcanza para la ironía.
Abandonemos, pues, de una buena
vez el espíritu del pasado y, de acuerdo con el examen realizado,
sinteticemos los atributos centrales de nuestra novelística:
1. Descenso
al yo.
A la inversa de los escritores del siglo pasado, que se proponían
fundamentalmente la descripción objetiva del mundo externo, el
novelista de hoy se vuelve en un primer movimiento hacia el misterio
primordial de su propia existencia (subjetivismo) y en un segundo
movimiento hacia la visión de la totalidad sujeto-objeto desde su
conciencia (fenomenología). Ya veremos en su oportunidad cuál es la
situación y el valor de los llamados «objetivistas» actuales.
2. El
tiempo interior.
La ficción que añoran esos críticos era espacial y su tiempo era
el cosmológico, el de los relojes y almanaques. Al sumergirse en el
yo, el escritor debe abandonarlo, pues el yo no está en el espacio
sino que se despliega en el tiempo anímico que corre por sus venas y
que no se mide en horas ni minutos sino en esperas angustiosas, en
lapsos de felicidad o de dolor, en éxtasis.
Adviértase
que este hecho no es gratuito ni bizantino, como podría inferirse de
algunas de las críticas superficiales a la actual novelística. Es
consecuencia de la rigurosa necesidad de verdad
que acosa al novelista de hoy: el hombre y sólo el hombre es el
centro de su creación, y el examen y descripción de su realidad no
pueden ser hechos sin grave falsificación, en un tiempo que no es
humano sino astronómico.
3. El
subconsciente.
En el descenso al yo no sólo tenía que enfrentarse el novelista con
la subjetividad a que ya nos tenía acostumbrados el romanticismo
(Werther,
Adolphe)
sino con las regiones profundas del subconsciente y del inconsciente.
Esa sumersión en zonas tenebrosas produce muy a menudo una tonalidad
fantasmal, esa tonalidad nocturna que recuerda al sueño o la
pesadilla y que revela la común raíz de novelas como El
Proceso
y cuadros como los de Van Gogh, Chirico o Rouait. ¿Cómo pedirle a
estas novelas aquellas figuras bien delineadas, precisas y «reales»
a que nos tenía acostumbrados la vieja novelística? En ese subsuelo
no rige la ley del día y la razón sino la ley de las tinieblas.
4. La
ilogicidad.
En este mundo nocturno no es válido el determinismo del mundo de los
objetos, ni su lógica. Al explorar y describir esos abismos, el
novelista de hoy se ve obligado así a abandonar el viejo
instrumental de la razón y de las ciencias naturales, tan caro al
espíritu del siglo XIX, Y debe «perder» los atributos de
coherencia y claridad que aquella mentalidad consideraba como
supremos.
5. El
mundo desde el yo.
Desaparece la vieja y abstracta división entre el sujeto y el
objeto. Y con ella el concepto de mundo y de paisaje tal como lo
concebía el novelista de antes. Ese mundo y ese paisaje que, como el
escenario en las obras de teatro, existía independientemente de los
personajes y era algo así como la escenografía en que iban a
representarse sus acciones y sentimientos. En la novela actual, o al
menos en sus manifestaciones más representativas, la escena va
surgiendo desde el sujeto, junto con sus estados de alma, con sus
visiones, con sus sentimientos e ideas.
6. El
Otro.
Acaso porque, como decía Kierkegaard, alcanzamos la universalidad
indagando nuestro propio yo, en virtud de esa dialéctica
existencial, se empezó a advertir la existencia del Otro en la
medida en que más el hombre parecía hundirse en sus propios
abismos. Sea por lo que sea, nuestra época ha sido la del
descubrimiento del Otro. Descubrimiento de trascendencia para el
pensamiento, pero de mucho más importancia para la novela, ya que su
misión es la de ocuparse del yo en su relación con las otras
conciencias que lo rodean. De este modo, a la objetividad naturalista
de un Balzac, o de la pura subjetividad de los románticos, también
de estirpe naturalista, la ficción avanzó hacía la
intersubjetividad,
hacia una descripción de la realidad total desde los diferentes yos.
7. Leí
comunión.
Al prescindir de un punto de vista supra-humano, al reducir la novela
(como es la vida) a un conjunto de seres que viven la realidad desde
su propia alma, el novelista tenía que enfrentarse con uno de los
más profundos y angustiosos problemas del hombre: el de su soledad y
su comunicación.
8. Sentido
sagrado del cuerpo.
Como el yo no existe al estado puro sino fatalmente encarnado, la
comunión entre las almas es intento híbrido y por lo general
catastrófico entre espíritus encarnados. Con lo que el sexo, por
primera vez en la historia de las letras, adquiere una dimensión
metafísica. El derrumbe del orden establecido y la consecuente
crisis del optimismo, ese famoso optimismo de la Locomotora y la
Electricidad, agudiza este problema y convierte al tema de la soledad
en el más tremendo de la literatura contemporánea, El amor, supremo
y desgarrado intento de comunión, se lleva a cabo mediante la carne;
y así, a diferencia de lo que ocurría en la vieja novela, en que el
amor era sentimental, mundano o pornográfico, ahora asume un
carácter sagrado.
Y si, como dijo Unamuno, mediante
el amor sabemos cuánto de espiritual tiene la carne, también por su
mediación comprendemos cuánto de carnal tiene el espíritu. De tal
modo que el siglo que vivimos es el tiempo en que el espíritu puro
ha sido reemplazado, en lo que a la problemática del hombre se
refiere, por el espíritu encarnado.
9. El
conocimiento.
Como consecuencia de todo esto, la literatura ha adquirido una nueva
dignidad, a la que no estaba acostumbrada: la del conocimiento. Pues
mientras se creyó que la realidad debía ser aprehendida por la sola
razón, la literatura parecía relegada a una tarea inferior,
heredera vergonzante de la mitología y de la fábula, actividad tan
adecuada a la mentira como la filosofía y la ciencia a la verdad;
pasatiempo, artificio, o, en el mejor de los casos, creadora de
belleza: jamás justificable ante las instancias del conocimiento y
de la verdad. Pero cuando se comprendió que no toda la realidad era
la del mundo físico, ni siquiera la de las especulaciones sobre la
historia o las categorías; cuando se advirtió que también formaban
parte de la realidad (y en lo atinente al hombre, de manera capital)
los sentimientos y emociones, entonces se concluyó que las letras
eran también un instrumento de conocimiento, y acaso el único capaz
de penetrar en el misterioso territorio del hombre con minúscula.
Hasta el punto que cuando los nuevos filósofos quieren cumplir con
las exigencias rigurosas del existencialismo, deben renunciar a sus
tratados abstractos para humildemente escribir ficciones.
En suma, la novela del siglo XX
no sólo da cuenta de una realidad más compleja y verdadera que la
del siglo pasado, sino que ha adquirido una dimensión metafísica
que no tenía. La soledad, el absurdo y la muerte, la esperanza y la
desesperación, son temas perennes de toda gran literatura. Pero es
evidente que se ha necesitado esta crisis general de la civilización
para que adquirieran su terrible y desnuda vigencia; del mismo modo
que cuando un barco se hunde los pasajeros dejan sus juegos y sus
frivolidades para enfrentar con los grandes problemas finales de la
existencia, que sin embargo estaban latentes en su vida normal.
La novela de
hoy, por ser la novela del hombre en crisis, es la novela de esos
grandes temas pascalianos. Y, en consecuencia, no sólo se ha lanzado
a la exploración de territorios que aquellos novelistas ni
sospechaban, sino que ha adquirido una grande dignidad filosófica y
cognoscitiva. ¿Cómo con semejantes descubrimientos, con dominios
tan vastos y misteriosos por recorrer, con el consiguiente
enriquecimiento técnico, con su trascendencia metafísica y con lo
que representa para el angustiado hombre de hoy, que ve en la novela
no sólo su drama sino que busca su orientación, cómo puede
suponerse que es un género en decadencia? Por el contrario, pienso
que es la actividad más compleja del espíritu de hoy, la más
integral y la más promisoria en ese intento de indagar y expresar el
tremendo drama que nos ha tocado en suerte vivir.
EMECÉ EDITORES. AÑO 1976.
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