martes, 22 de mayo de 2018

ERNESTO SABATO. EL ESCRITOR Y SUS FANTASMAS. V. CARACTERÍSTICAS DE LA NOVELA CONTEMPORÁNEA.

 

V. CARACTERÍSTICAS DE LA NOVELA CONTEMPORÁNEA

Ahora estamos en condiciones de apreciar debidamente el sentido y la trascendencia de la novela actual, y de juzgar hasta qué punto se equivocan algunos de sus críticos. Hace unos treinta años, T. S. Eliot afirmó que el género había terminado con Flaubert y Henry James. En una forma o en otra, diferentes ensayistas reiteraron ese juicio funerario. Fenómenos tan considerables como Proust, Joyce y Kafka no los arredran, pues raramente los autores de esquemas racionales se dejan apabullar por los simples hechos: si velocísimos caballos no le impidieron a Parménides demostrar que la realidad es inmóvil ¿cómo Kafka le va a estorbar la tesis a Eliot?
Ocurre que con frecuencia se confunde transformación con decadencia, porque se enjuicia lo nuevo con los criterios que sirvieron para lo viejo. Así, cuando algunos sostienen que «el siglo XIX es el gran siglo de la novela», habría que agregar «de la novela novecentista»; con lo que su aforismo se haría rigurosamente exacto, pero también completamente tautológico.
Es bastante singular que se pretenda valorar la ficción del siglo XX con los cánones del siglo XIX, un siglo en que el tipo de realidad que el novelista describía era tan diferente a la nuestra como un tratado de frenología a un ensayo de Jung (y por motivos muy análogos). Y si siempre constituyó una tarea más bien destinada al fracaso la clasificación de la obra literaria en géneros estrictos, en lo que a la novela se refiere ese intento es radicalmente inútil, pues es un género cuya única característica es la de haber tenido todas las características, y en haber sufrido todas las violaciones. Un género al que, como Valéry murmuró con evidente asco, tous les écarts l’appartiennent. No obstante, a esos teóricos les parece sano establecerse en el siglo pasado y negar el presente, como aquellos que se consideraban cabeza para arriba en Europa y no podían comprender la existencia de caballeros cabeza abajo en Nueva Zelandia, Tendencia natural y psicológicamente muy explicable ésta de convertir en absoluto la propia relatividad, pero filosóficamente de escaso valor, para no decir que apenas alcanza para la ironía.
Abandonemos, pues, de una buena vez el espíritu del pasado y, de acuerdo con el examen realizado, sinteticemos los atributos centrales de nuestra novelística:
1. Descenso al yo. A la inversa de los escritores del siglo pasado, que se proponían fundamentalmente la descripción objetiva del mundo externo, el novelista de hoy se vuelve en un primer movimiento hacia el misterio primordial de su propia existencia (subjetivismo) y en un segundo movimiento hacia la visión de la totalidad sujeto-objeto desde su conciencia (fenomenología). Ya veremos en su oportunidad cuál es la situación y el valor de los llamados «objetivistas» actuales.
2. El tiempo interior. La ficción que añoran esos críticos era espacial y su tiempo era el cosmológico, el de los relojes y almanaques. Al sumergirse en el yo, el escritor debe abandonarlo, pues el yo no está en el espacio sino que se despliega en el tiempo anímico que corre por sus venas y que no se mide en horas ni minutos sino en esperas angustiosas, en lapsos de felicidad o de dolor, en éxtasis.
Adviértase que este hecho no es gratuito ni bizantino, como podría inferirse de algunas de las críticas superficiales a la actual novelística. Es consecuencia de la rigurosa necesidad de verdad que acosa al novelista de hoy: el hombre y sólo el hombre es el centro de su creación, y el examen y descripción de su realidad no pueden ser hechos sin grave falsificación, en un tiempo que no es humano sino astronómico.
3. El subconsciente. En el descenso al yo no sólo tenía que enfrentarse el novelista con la subjetividad a que ya nos tenía acostumbrados el romanticismo (Werther, Adolphe) sino con las regiones profundas del subconsciente y del inconsciente. Esa sumersión en zonas tenebrosas produce muy a menudo una tonalidad fantasmal, esa tonalidad nocturna que recuerda al sueño o la pesadilla y que revela la común raíz de novelas como El Proceso y cuadros como los de Van Gogh, Chirico o Rouait. ¿Cómo pedirle a estas novelas aquellas figuras bien delineadas, precisas y «reales» a que nos tenía acostumbrados la vieja novelística? En ese subsuelo no rige la ley del día y la razón sino la ley de las tinieblas.
4. La ilogicidad. En este mundo nocturno no es válido el determinismo del mundo de los objetos, ni su lógica. Al explorar y describir esos abismos, el novelista de hoy se ve obligado así a abandonar el viejo instrumental de la razón y de las ciencias naturales, tan caro al espíritu del siglo XIX, Y debe «perder» los atributos de coherencia y claridad que aquella mentalidad consideraba como supremos.
5. El mundo desde el yo. Desaparece la vieja y abstracta división entre el sujeto y el objeto. Y con ella el concepto de mundo y de paisaje tal como lo concebía el novelista de antes. Ese mundo y ese paisaje que, como el escenario en las obras de teatro, existía independientemente de los personajes y era algo así como la escenografía en que iban a representarse sus acciones y sentimientos. En la novela actual, o al menos en sus manifestaciones más representativas, la escena va surgiendo desde el sujeto, junto con sus estados de alma, con sus visiones, con sus sentimientos e ideas.
6. El Otro. Acaso porque, como decía Kierkegaard, alcanzamos la universalidad indagando nuestro propio yo, en virtud de esa dialéctica existencial, se empezó a advertir la existencia del Otro en la medida en que más el hombre parecía hundirse en sus propios abismos. Sea por lo que sea, nuestra época ha sido la del descubrimiento del Otro. Descubrimiento de trascendencia para el pensamiento, pero de mucho más importancia para la novela, ya que su misión es la de ocuparse del yo en su relación con las otras conciencias que lo rodean. De este modo, a la objetividad naturalista de un Balzac, o de la pura subjetividad de los románticos, también de estirpe naturalista, la ficción avanzó hacía la intersubjetividad, hacia una descripción de la realidad total desde los diferentes yos.
7. Leí comunión. Al prescindir de un punto de vista supra-humano, al reducir la novela (como es la vida) a un conjunto de seres que viven la realidad desde su propia alma, el novelista tenía que enfrentarse con uno de los más profundos y angustiosos problemas del hombre: el de su soledad y su comunicación.
8. Sentido sagrado del cuerpo. Como el yo no existe al estado puro sino fatalmente encarnado, la comunión entre las almas es intento híbrido y por lo general catastrófico entre espíritus encarnados. Con lo que el sexo, por primera vez en la historia de las letras, adquiere una dimensión metafísica. El derrumbe del orden establecido y la consecuente crisis del optimismo, ese famoso optimismo de la Locomotora y la Electricidad, agudiza este problema y convierte al tema de la soledad en el más tremendo de la literatura contemporánea, El amor, supremo y desgarrado intento de comunión, se lleva a cabo mediante la carne; y así, a diferencia de lo que ocurría en la vieja novela, en que el amor era sentimental, mundano o pornográfico, ahora asume un carácter sagrado.
Y si, como dijo Unamuno, mediante el amor sabemos cuánto de espiritual tiene la carne, también por su mediación comprendemos cuánto de carnal tiene el espíritu. De tal modo que el siglo que vivimos es el tiempo en que el espíritu puro ha sido reemplazado, en lo que a la problemática del hombre se refiere, por el espíritu encarnado.
9. El conocimiento. Como consecuencia de todo esto, la literatura ha adquirido una nueva dignidad, a la que no estaba acostumbrada: la del conocimiento. Pues mientras se creyó que la realidad debía ser aprehendida por la sola razón, la literatura parecía relegada a una tarea inferior, heredera vergonzante de la mitología y de la fábula, actividad tan adecuada a la mentira como la filosofía y la ciencia a la verdad; pasatiempo, artificio, o, en el mejor de los casos, creadora de belleza: jamás justificable ante las instancias del conocimiento y de la verdad. Pero cuando se comprendió que no toda la realidad era la del mundo físico, ni siquiera la de las especulaciones sobre la historia o las categorías; cuando se advirtió que también formaban parte de la realidad (y en lo atinente al hombre, de manera capital) los sentimientos y emociones, entonces se concluyó que las letras eran también un instrumento de conocimiento, y acaso el único capaz de penetrar en el misterioso territorio del hombre con minúscula. Hasta el punto que cuando los nuevos filósofos quieren cumplir con las exigencias rigurosas del existencialismo, deben renunciar a sus tratados abstractos para humildemente escribir ficciones.
En suma, la novela del siglo XX no sólo da cuenta de una realidad más compleja y verdadera que la del siglo pasado, sino que ha adquirido una dimensión metafísica que no tenía. La soledad, el absurdo y la muerte, la esperanza y la desesperación, son temas perennes de toda gran literatura. Pero es evidente que se ha necesitado esta crisis general de la civilización para que adquirieran su terrible y desnuda vigencia; del mismo modo que cuando un barco se hunde los pasajeros dejan sus juegos y sus frivolidades para enfrentar con los grandes problemas finales de la existencia, que sin embargo estaban latentes en su vida normal.
La novela de hoy, por ser la novela del hombre en crisis, es la novela de esos grandes temas pascalianos. Y, en consecuencia, no sólo se ha lanzado a la exploración de territorios que aquellos novelistas ni sospechaban, sino que ha adquirido una grande dignidad filosófica y cognoscitiva. ¿Cómo con semejantes descubrimientos, con dominios tan vastos y misteriosos por recorrer, con el consiguiente enriquecimiento técnico, con su trascendencia metafísica y con lo que representa para el angustiado hombre de hoy, que ve en la novela no sólo su drama sino que busca su orientación, cómo puede suponerse que es un género en decadencia? Por el contrario, pienso que es la actividad más compleja del espíritu de hoy, la más integral y la más promisoria en ese intento de indagar y expresar el tremendo drama que nos ha tocado en suerte vivir.
EMECÉ EDITORES. AÑO 1976.

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