LA
CAÍDA DE MR. READER
Edgar Wallace
«E
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L Orador» era un hombre
de gustos sencillos y poco aficionado a las novedades. Si tenía un aparato de
radio era porque se lo había regalado un admirador suyo, pues de no ser así
jamás se le habría ocurrido comprar uno. Lo tuvo en el salón de su casa sin
utilizarlo ni una sola vez, durante seis meses, y cuando, por fin, se decidió,
se dio cuenta de que no funcionaban las baterías, dejando pasar otros seis
meses hasta mandarlo arreglar.
Evitaba los
programas musicales, sobre todo los clásicos, y prefería las conferencias y
charlas, tal vez porque encontraba agradable oír hablar sin tener que dar una
respuesta. No obstante, a veces, escuchaba a las orquestas de baile,
recreándose en atrapar al vuelo los distintos trozos de conversación que llegan
desde las parejas hasta el micrófono:
En una ocasión
pudo oír la voz de un hombre, algo cansado, mencionado algo relativo a sus
negocios, con tanta claridad como si el que hablara se hallase ante él.
—… opino que
las cuentas atrasadas nunca deben cancelarse. Yo sé que nos escribió a Glasgow…
Después sintió
algo confuso, al mismo tiempo que se oía una risa femenina.
—…
precisamente hoy me di de cara con él en la calle y le dije: «¡Oiga! ¡Todavía
nos debe usted aquello!…» Es formidable la memoria que tengo; no lo había visto
más que una vez… No, únicamente facilitamos el arsénico a los agentes de
ventas…
«El Orador»
creía ciegamente en la ley de las coincidencias, y por ello no quedó muy
sorprendido al leer la palabra «arsénico», la mañana siguiente, en el primer
informe redactado por el Jefe de Policía de Wessex, referente al caso «Fainer».
Este informe
fue recibido en Scotland Yard con bastante retraso, cuando Mrs. Fainer estaba
ya en la cárcel esperando la vista de la causa. «El Orador» leyó la carta con
su tranquilidad habitual.
«No estoy
convencido de que esa mujer sea la culpable (escribía el jefe de Policía, que,
además de buen amigo del «Orador», era el más inteligente de los que ostentaban
el cargo), y tampoco creo que mis hombres hayan hecho en esta investigación un
papel tan lucido como hubiera sido de desear. Fui algo torpe no llamando a
Scotland Yard desde el primer momento, pero si no es demasiado tarde, le
agradecería que viniese usted por aquí a fin de esclarecer varios extremos
dudosos.»
Después de
consultar con el comisario, Mr. Reader tomó el tren para Burntown donde el jefe
de Policía le esperaba en la estación.
—La causa se
verá la semana próxima, y me parece difícil obtener más pruebas de las que ya
poseemos; hay bastante para colgar a esa infeliz —dijo—. Una chica muy guapa,
Reader… Valía mucho más que su esposo, un semi-inválido regañón, que no hacía
más que quejarse desde la mañana hasta la noche. ¡Le aseguro que, a veces, le
doy la razón a ella por haberse desembarazado de ese hombre!
Fainer, el
muerto, había sido un comerciante que se retiró de los negocios poco después de
cumplir los treinta años, cuando había ya redondeado una fortuna regular, y
diez años más tarde contrajo matrimonio con la joven que ahora se hallaba en la
cárcel. Para, ella, la vida matrimonial no había resultado precisamente
agradable; sin embargo, la soportó con resignación. Tenían uno o dos amigos, el
principal de los cuales era un tal míster Alejandro Brait, representante de
varios fabricantes de loza y quincalla en la región, al mismo tiempo que agente
de negocios.
Mr. Brait era
muy respetado en Burntown. Figuraba como uno de los iniciadores de la Junta
local para la reforma de menores, había pronunciado varias conferencias,
cantaba en el coro de la iglesia y, en general, se le tenía por una de las
personas más formales y bondadosas de la localidad.
—No cabe duda
—decía el Jefe— que Fainer confiaba en Brait más que en cualquier otro. No
tiene nada de extraño, porque Brait es campechano y optimista, y con su charla
le hacía olvidar sus padecimientos, contribuyendo de paso a hacer la vida más
soportable a Mrs. Fainer. Lo trágico es que va a figurar como testigo principal
de la acusación.
—¿Por qué
precisamente como testigo principal? ¿Vio a la culpable envenenar a su víctima?
—inquirió «El Orador».
Con gran
sorpresa por su parte, el jefe asintió.
—Es evidente
que el veneno fue administrado en el momento de tomar el té. En la instancia
estaban Mr. Fainer, su esposa y Brait, que la vio pasar a su esposo un plato
con dulces. Fainer murió a la mañana siguiente, y según el dictamen médico la
muerte fue debida a envenenamiento con arsénico. Cuando Brait se enteró se vio
en un apuro, porque una tarde se había encontrado en la calle con Mrs. Fainer
que le había pedido algo extraordinario: que le procurase un poco de arsénico
en la farmacia. El pobre no supo qué contestar, y temiendo decir algo
imprudente, la informó de que únicamente podía conseguir arsénico firmando en
el libro que las farmacias tiene para controlar las ventas de venenos, y que
tendría que declarar el fin a que se destinaba el producto. Mrs. Fainer pareció
algo turbada al oír aquello y desistió de su idea. Aquella tarde se vieron de
nuevo a la hora del té, pero ella no volvió a hablar del asunto.
—¿Han
encontrado arsénico en su domicilio? —preguntó Reader.
El jefe de
Policía movió la cabeza negativamente.
—No. Hemos registrado
por todas partes, sin encontrar nada; y tampoco sabemos de dónde lo sacó. Ella,
naturalmente, niega haber envenenado a su esposo; confirma que encontró a Brait
en la calle, cerca de Broadway, pero niega haber hablado de arsénico. Brait no
se ha disgustado por esto; es hombre comprensivo y se da cuenta de que esa
desgraciada tiene que mentir para que no la condenen.
—¿Cuánto
tiempo lleva Brait en esta ciudad?
—Pues… unos
cinco años. Es persona muy estimada…
—¿Tenía ella
algún amante? —interrumpió «El Orador».
—¿Amante?
¡No!… ¡Válgame Dios!… No, de ningún modo. Hemos hecho pesquisas, y no hemos
descubierto nada reprobable.
«El Orador»
removió el té con su cucharilla en actitud pensativa.
—No creo que
por ahora pueda hacer otra cosa que averiguar de dónde obtuvo el arsénico esa
desgraciada.
A su regreso a
Londres recordó su costumbre de no despreciar las coincidencias, y lo primero
que hizo fue dirigirse al hotel cuya orquesta se oía en el programa de radio
del que le llegaron las ya conocidas frases sueltas. Fue recibido por el
«maître», que era bastante amigo suyo.
—¿Dice usted
que hablaban de arsénico? ¡Hum!… Sería míster Langfort, un señor de Glasgow.
Tiene una fábrica de productos químicos. Estuvo aquí anoche y marcha a Glasgow
en uno de los trenes de esta mañana. ¿Quiere usted hablar con él?
«El Orador»
tuvo que esperar cinco minutos mientras se buscaba a Mr. Langfort; finalmente
le condujeron al teléfono, por el cual habló con dicho señor, que,
evidentemente, se hallaba preparando el equipaje en sus habitaciones.
Reconociendo inmediatamente la voz que había oído por radio, Mr. Reader explicó
en pocas palabras el motivo de su llamada.
—¡Hombre, es
curioso! —exclamó Mr. Langfort, con marcado acento escocés—. ¡De modo que me
oyó por la radio! A mi esposa le parecerá muy gracioso cuando se lo diga. Sí,
en efecto; estaba hablando de arsénico. A propósito: le ruego no divulgue que
mi acompañante era una señora…
«El Orador»
acogió aquello con una mueca y le aseguró que podía contar con su silencio.
—Hablaba de un
individuo a quien encontré ayer en la calle —continuó Mr. Langfort—. Es
viajante o agente de compras de una casa importante, y vino a Glasgow en una
ocasión; yo acerté a verlo por causalidad. Nos compró una libra de arsénico. Se
llamaba… verá… se llamaba Grinnet. Recuerdo que dijo que tenía su oficina en
Bristol. Pero se llevó el arsénico sin pagarlo, y ahora, al cabo de los años,
le reconocí al verlo por la calle…
—¿Y le pagó?
—¡No faltaba
más! —exclamó Mr. Langfort, con acento triunfal.
Mr Reader
continuó tomando nota de la declaración del fabricante. Más tarde, cuando se
hallaba cenando con el comisario, se atrevió a hacerle un ruego.
—Sí, desde
luego —asintió su interlocutor—. Puede usted visitar la cárcel; dando mi
nombre, le dejarán entrar. Me imagino que Mrs. Fainer no sentirá deseo alguno
de hablar más de su desgracia, pero tal vez usted pueda convencerla de que nos
ayudaría a esclarecer los hechos si nos dijese todo lo que sabe.
A las nueve en
punto de la mañana siguiente, «El Orador» entraba en la prisión de Wilsey, y
era conducido al departamento de mujeres, donde se le introdujo en un salón de
espera. Al poco rato abrióse una puerta al otro extremo y entró una mujer
pálida y de expresión asustada, aunque se adivinaba en su porte cierta distinción
y dignidad. Además, poseía una belleza nada corriente.
«El Orador»
era hombre poco sentimental. Había visto en muchas ocasiones a mujeres de gran
atractivo, pero lo cierto es que ésta le causó una profunda impresión, tanto
por su belleza como por la terrible situación en que se hallaba.
—Buenos días,
Mrs. Fainer; soy el inspector Reader, de Scotland Yard —dijo, plácidamente—. He
venido a hablar un poco con usted.
Ella cerró los
ojos y movió negativamente la cabeza con aire de cansancio.
—No creo que
pueda decirle a usted algo que no haya dicho ya a los demás, inspector.
«El Orador»
dio la vuelta a la mesa y tomó asiento junto a la detenida, haciendo un gesto
para indicar al vigilante que podía retirarse al otro extremo del amplio salón.
—Le diré lo que
me interesa saber… —comenzó.
—¿De dónde
saqué el veneno, tal vez? —adivinó ella—. No fui yo quien lo puso. Ni sé de
dónde procedía. Estoy cansada de repetirlo y nadie me cree. Usted tampoco,
seguramente.
—El juicio
tendrá lugar la semana próxima. ¿Insiste usted en lo que ya declaró respecto a
Mr Brait?
Al oír esto
Mrs. Fainer elevó hacia él su mirada.
—Jamás dije a
Mr. Brait nada acerca de ese ni otro veneno. Lo juraré ante el Tribunal, aunque
no creo que me sirva.
—Entonces,
¿por qué miente ese hombre? —inquirió Reader.
La joven miró
al suelo y se encogió de hombros.
—Eso sí que no
lo sé —contestó con voz que casi era un susurro.
«El Orador»
era un hombre dotado de instinto prodigioso y aquella actitud le reveló algo
que ella no quería decirle.
—¿Es usted muy
amiga de Mr. Brait?
—No, no
—contestó ella, titubeando—. No muy amiga.
—¿Le dijo él
alguna vez que estaba enamorado de usted?
Ahora la joven
le miró con ojos asustados.
—¿Quién se lo
ha dicho? Sí, en efecto; así es.
—Bien… ¿Qué
aspecto tiene ese Mr. Brait?
La acusada le
miró con expresión de asombro.
—¿No le conoce
usted? ¿No le ha visto nunca?
—El único a
quien he visto es al jefe de Policía. No sé si me creerá, Mrs. Fainer; pero
tenga por seguro que mi intención es ayudarla en lo que pueda, y que no trato
de hacerle decir nada que la comprometa.
Ella se quedó
mirándole fijamente durante unos momentos.
—Le creo
—dijo, finalmente—. Ya había oído hablar de usted antes, Mr. Reader. Sé que le
llaman «El Orador» —añadió, mientras su pálido rostro se iluminaba con una leve
sonrisa—, aunque ahora está usted hablando más de lo que dice la gente.
Por muchos
esfuerzos que hizo, «El Orador» no pudo disimular su turbación, ni evitar un
marcado sonrojo.
—Es posible
que tenga razón —dijo—. Y ahora, ¿quiere decirme lo que sabe de Mr. Brait?
La joven no
tenía mucho que contar. Mr. Brait la había galanteado atrevidamente en dos o
tres ocasiones, y le había escrito algunas cartas.
«El Orador»
adivinó que la joven no lo decía todo; que aquellas dos o tres ocasiones habían
sido bastante penosas para ella. Y en cuanto a las cartas…
—¿Conserva
usted alguna? —inquirió.
Nuevamente
titubeó la joven.
—Le diré. Las
guardé, porque aunque representaban un motivo de preocupación, tenía interés en
conservarlas, por si acaso…, comprenda lo que quiero decirle: ¡Mi marido tenía
en Mr. Brait una confianza sin límites! Hasta que un día tuve un susto
horroroso. Las había guardado en un cofrecito que cerré con llave, y
seguramente, un día que salí de casa, mi marido debió de abrirlo, y apoderarse
de las cartas. Lo cierto es que desaparecieron de allí. No comprendo por qué se
le ocurrió abrir el cofre. No había guardado nunca en él más que papel de
cartas y sobres.
—¿No le habló
nunca de esas cartas su marido?
Mrs. Fainer
negó con la cabeza.
—Tal vez fuera
alguna de las criadas —rumió el detective—. ¿Está usted segura de que se las
robaron, de que no las tiene en el cofre?
—Completamente.
Creo que el cofre está ahora en poder de la Policía.
—¿Qué aspecto
tiene ese Brait? —inquirió «El Orador».
—Como amigo es
bastante simpático; aparte, naturalmente, de sus
atrevimientos conmigo, Y, después de todo, tampoco se le puede reprochar a un
hombre que se enamore de una mujer… si verdaderamente era amor lo que sentía
por mí. No es mal parecido, rubio, con ojos azules. Ya le verá usted por ahí.
—Me propongo
verle esta noche —anunció Reader, levantándose de su asiento—. Creo que ya no
tengo más que preguntarle; únicamente algo acerca de ese cofre. ¿Tenía una
cerradura corriente?
Su
interlocutora sacudió la cabeza en señal negativa.
—No; eso es lo
más curioso. Tenía una cerradura «Yale», muy difícil de abrir. Fue uno de mis
regalos de boda, y yo tenía la única llave. Guardaba allí varias cosas además
de las cartas; y sin embargo, éstas habían desaparecido.
—¿Por qué
guardaba usted en él los papeles de cartas y los sobres? —preguntó «El Orador».
La presunta
envenenadora se puso roja como una amapola.
—A mi esposo
le desagradaba verme escribir cartas —confesó—, y decía que era un gasto
inútil. Tenía costumbre de contar las hojas de papel y los sobres en su
escritorio, y si veía que faltaba alguna pedía explicaciones. Parece ridículo,
¿verdad? A causa de esa rareza suya me veía obligada a comprar papel y sobres
sin que lo supiese. Mi esposo también se sentía celoso de todo lo que recordase
mis antiguas amistades, y yo insistía en seguir escribiendo a las amigas con
quienes estuve en colegio. Usted mismo podrá comprobar la verdad de lo que le
digo.
—¿Por qué no
informó a la Policía respecto a las insinuaciones amorosas de Mr. Brait tan
pronto como la detuvieron?
La joven viuda
se estremeció visiblemente.
—¿De qué me
habría servido? —dijo.
Cuando salió
de la prisión, «El Orador» era otro hombre. No era la primera vez que defendía
a un acusado; pero jamás se había sentido tan convencido de la inocencia de una
persona a quien todos creían culpable.
Aquella noche
se vio con Mr. Brait y le contó parte de lo hablado con Mrs. Fainer. Su
interlocutor le escuchó atentamente, con expresión de indefinible tristeza.
—Ojalá no la hubiese
encontrado aquel día —dijo—. Fue la maldita casualidad la que me hizo pasar por
las calles del centro y ver a esa infeliz cerca de la farmacia. Aprecio mucho a
esa pobre señora.
—¿Qué quiere
usted decir con eso de aprecio? ¿Qué está enamorado de ella? —preguntó Reader,
sin andarse por las ramas.
Mr. Brait se
sonrojó como una colegiala.
—No sé por qué
me pregunta eso —dijo con acento altivo—. La aprecio, simplemente; es
simpática. Apreciaba aún más a su esposo… Eso es todo.
—¿Le ha
escrito usted alguna vez?
—¿Se lo ha
dicho ella? —preguntó Brait sonriendo—. Si es así, no serviría de nada que yo
lo negase. Le he escrito esquelitas alguna que otra ocasión para avisarle que
iría a pasar la tarde jugando a las cartas con su esposo, pero nada más. ¿Va
usted a insinuar que escribí otra clase de cartas?
—No insinúo
nada; estoy interrogándole —dijo «El Orador» con el tono más brusco que era
capaz de emplear.
La entrevista
tenía lugar en la oficina del jefe de Policía a altas horas de la noche, y,
cuando Brait se hubo marchado, el jefe se dirigió a Reader con aire de
reproche:
—No debe usted
tratar así a Brait; es una bellísima persona, incapaz de hacerle daño a nadie.
¿Qué opina usted de ella?
—¿De Mrs
Fainer? ¡Que es una mujer admirable!
El jefe pensó
que un hombre que ya había cumplido los cincuenta y dos, y que aún estaba
soltero, no debía considerar a una persona acusada de asesinato como «El
Orador» consideraba a aquella mujer.
A la mañana
siguiente, el detective seguía atareado con sus investigaciones. Pronto
surgieron los resultados: el joven que le servía de ayudante llegó con algunas
noticias de interés.
—El muchacho
que trabajaba como ordenanza en la oficina de Brait ha sido despedido. He
estado hablando con él y parece un chico inteligente.
—Odio a los chicos
inteligentes; prefiero a los que no sobresalen en nada —gruñó «El Orador».
No obstante,
la inteligencia de aquel chico quedó demostrada sin lugar a dudas cuando, a las
diez de la noche, fue al domicilio del ayudante de Mr. Reader con un libro de
apuntes bajo el brazo. Al día siguiente «El Orador» hizo tres visitas al pueblo
vecino, desde donde podía telefonear sin despertar la curiosidad de las
telefonistas. Celebró varias conferencias con la localidad de St. Helens, en
Lancashire, habló también con el cura de un pueblo en Somerset, y cuando llegó
la noche sólo quedaba por descifrar el problema del cofre.
—Carece de
interés —dijo el jefe de Policía, que lo tenía en su poder—. Su dueña nos dio
la llave; dentro no hay nada que valga la pena.
—¿Contiene todavía
el papel de cartas?
—Supongo que
sí —contestó el jefe, algo sorprendido.
Dos minutos
más tarde, «El Orador» tenía ante él, sobre la mesa, el cofre de referencia,
que abrió acto seguido.
En el fondo se
veían hojas de papel de cartas de diferentes colores y tamaños, con media
docena de sobres.
—¿Por qué
compraría tantas clases diferentes de papel? —murmuró «El Orador».
Sacó las hojas
y las distribuyó sobre la mesa, clasificándolas según el tamaño.
—¿Y por qué
guardaba un papel tan descolorido? —preguntose otra vez—. Mire, jefe: si no le
importa, me llevaré todo esto a Londres mañana. Pienso regresar el domingo. Y
ahora, antes de irme, quisiera ver otra vez a la detenida.
Su entrevista
con ella fue algo curiosa. Cuando la viuda entró en la estancia, lo hizo con
paso firme y mirada brillante; notábase en su porte cierto aire decidido del
que había carecido en la anterior ocasión. No obstante, el motivo estaba lejos
de ser lo que Reader imaginaba.
—Me he
resignado —dijo la joven—, y estoy preparada para morir si es que me condenan.
—¿Por qué dice
esas tonterías? —gruñó «El Orador» con acento malhumorado.
—Mire, Mr.
Reader: figúrese que, por un milagro, el jurado me absolviese. No lo creo
posible, pero supongamos que se dejan convencer por mi abogado. Yo no tengo
medios para vivir. Desde ahora me señalaría todo el mundo con el dedo y me
vería obligada a irme lejos de aquí. Mi esposo me dejó sin un céntimo. Como en
sus últimos momentos creyó que era yo quien le había envenenado, se apresuró a
hacer un nuevo testamento en el que no me dejaba nada. Como usted comprenderá,
no me seduce la idea de volver al mundo para soportar tan pesada carga.
—Podría
casarse otra vez —gruñó «El Orador» sin atreverse a mirarla.
Ella, en
cambio, le contempló con gran curiosidad.
—¡Qué hombre
tan extraño es usted, Mr. Reader! No se parece nada a las descripciones que me
habían hecho. Resulta que habla mucho más de lo que dice la gente.
«El Orador» se
levantó del asiento y carraspeó alzo azorado.
—Le diré algo
en confianza, Mrs. Fainer —dijo—. Tiene usted que prepararse para hacer frente
a la vida.
La viuda
escrutó ansiosamente el rostro del detective.
—¿Quiere decir
que me absolverán?
—Pues,
naturalmente —afirmó Mr. Reader, con acento firme—. Estoy seguro de ello; ya
sabemos que la mujer del basurero cogió unos trozos de chaqueta para remendar
los pantalones de su pequeñuelo.
Mrs. Fainer
creyó que Reader estaba borracho, muda calumnia que el inspector pudo leer en
sus ojos.
—No me tome
por borracho o por loco —dijo, y se despidió de ella, partiendo
precipitadamente.
Lo de la mujer
del basurero había sido un descubrimiento del joven ayudante, para cuyo ascenso
en Scotland Yard habían cursado ya una recomendación a la superioridad.
«El Orador»
pasó dos días en la ciudad, principalmente en Whitehall.
Regresó a Burntown en el tren de las seis, y el jefe de Policía le esperaba en
la estación.
—Hemos pedido
a Mr. Brait que venga a mi oficina —anunció a Reader con cierta sequedad en el
tono.
Era evidente
que comenzaba a arrepentirse de haber solicitado la ayuda de Scotland Yard.
—Y no olvide,
Mr. Reader, que debe usted procurar no ofender a ese caballero. Nos ha prestado
su colaboración, facilitándonos toda la información que ha podido.
—No sé si
tendré que ofenderle o no —dijo «El Orador»—; pero, en cambio, he descubierto
lo que le interesaba a usted, jefe, y debía usted estar satisfecho.
—¿Cómo?
¿Descubrió usted la procedencia del veneno?
«El Orador»
asintió, pero negose a revelar más hasta que entraron en la amplia oficina que
el jefe de Policía tenía en el Edificio del Ayuntamiento. Cuando llegaron,
vieron allí a otros dos detectives en compañía de Mr. Brait, el cual se levantó
de su asiento, saludando a Reader con aire sonriente; pero el inspector no hizo
caso alguno de la mano que se le ofrecía.
—¿Cuánto
tiempo hace que vive usted en esta ciudad, míster Brait? —le preguntó,
apoyándose en la repisa de la chimenea.
—Cinco años
—contestó el interpelado, un poco sorprendido.
—¿Dónde había
vivido usted antes?
Mr. Brait pasó
a informarle sobre aquel extremo.
—¿Era usted
también agente de negocios allí?
Su
interlocutor se limitó a asentir inclinando la cabeza.
—¿Le
sorprendió a usted mucho el que Mrs. Fainer le pidiese que le procurase
arsénico?
—Naturalmente
—contestó Mr. Brait.
—No ha
traficado nunca con arsénico, ¿verdad?
—No, desde
luego —afirmó Brait secamente.
—¿Nunca compró
usted arsénico a un almacenista? Le pregunto eso porque sé que el mismo día en
que Mr. Fainer se sintió indispuesto por haber tomado el veneno recibió usted
un paquete por correo certificado. En sus libros lo anotó como si se tratase de
productos químicos, pero yo conozco la Casa de St. Helen, que se lo envió.
Brait asintió
con gran sangre fría.
—Sí, ahora
recuerdo. Compré una libra… o media libra, no estoy seguro… y lo remití el
mismo día a un cliente de Shanghai.
—¿Recuerda
usted el nombre de ese cliente?
—No; ahora
mismo no me acuerdo.
—¿Conserva el
recibo del envío certificado a Shanghai?
Advirtióse en
Mr. Brait una breve vacilación.
—No lo envié
por correo certificado —dijo.
—¿Y por qué
no? —saltó «El Orador» vivamente—. Usted pidió que se lo enviasen certificado
desde St. Helens, que no está lejos. ¿Cómo es que luego lo remitió sin
certificar nada menos que a la China?
A esto no hubo
respuesta alguna del interrogado.
—¿A qué hora
lo depositó en Correos?
—Alrededor de
la una —fue la incauta respuesta, que casi hizo al «Orador» abalanzarse
impacientemente hacia Brait.
—¿Diez minutos
antes de separarse de Mrs. Fainer en la calle? ¿Lo llevaba usted entonces en el
bolsillo?
Brait pasó de
rojo escarlata a una palidez cadavérica.
—Le advierto
que no tengo por qué contestar a preguntas…
—¡Contestará
usted a todas las que yo quiera hacerle! —le cortó «El Orador»—. No fue usted a
Correos inmediatamente, ¿verdad?
—No; lo
deposité aquella noche —dijo Brait agriamente.
—Y, por lo
tanto, lo llevaba en el bolsillo cuando estuvo en casa de los Fainer tomando el
té, ¿no? Yo le diré lo que pasó: cuando usted volvió a su casa, ya llevaba el
paquete roto dentro del bolsillo —roto por haber sacado arsénico de él— y el
día siguiente quemó usted su chaqueta para evitar sospechas. Pero no tuvo
suerte: el basurero de su distrito guardó varios trozos del bolsillo que no
habían ardido, y que están impregnados de arsénico. ¿No lo sabía?
El acusado se
dejó caer en un sillón, como abrumado por el peso de los argumentos del
inspector.
—Y ahora le
diré algo más; hace cinco años compró usted arsénico a una casa de Glasgow, y
no lo pagó hasta hace unos días, cuando el director de la casa vendedora le vio
en la calle. Ese señor está dispuesto a venir a identificarlo. En aquella
ocasión, el arsénico le fue remitido a la ciudad donde vivía usted entonces.
También tenía usted allí una agencia de negocios. ¿Lo envió también a China?
El acusado no
contestó a nada de aquello.
—Y tres días
después, murió su primera esposa.
Ahora Brait se
levantó, lanzando un rugido de cólera.
—¿Qué trata
usted de insinuar? —barbotó—. ¿Por qué iba yo a querer matar a Fainer… mi mejor
amigo?
—Porque estaba
enamorado de su mujer, a quien le escribía cartas proponiéndole que se fugase
con usted.
—¡Tendrá que
probarlo enseñándonos esas cartas!
—Naturalmente.
Las enseñaré; no se apure. Mrs. Fainer guardaba tres en un cofrecito, y creyó
que habían desaparecido, cuando, en realidad, lo que había ocurrido era que la
tinta se había descolorido. El hombre que escribe cartas de amor con tinta
invisible, merece todavía más que la horca que le espera a usted… ¡No le dejen
escapar!
El jefe de
Policía se precipitó hacia la puerta, a fin de interceptar el paso al fugitivo.
Por un momento, Brait se quedó en actitud indecisa, y luego, antes de que «El
Orador» pudiese evitarlo, metió una mano en el bolsillo… Brilló un fogonazo y
retumbó un disparo, y el criminal cayó inerte al suelo.
La vista de la
causa de Mrs. Fainer por la muerte de su esposo tuvo muy poca duración. Una vez
terminada, «El Orador» condujo a la viuda a Londres en su automóvil de dos
plazas, y en todo el trayecto no habló más que una sola vez. Ello ocurrió
cuando detuvo el coche en una curva del camino desde donde se dominaba el
paisaje maravilloso de un valle por el que un río deslizaba sus plácidas aguas.
En aquel lugar fue donde el inspector, contra su costumbre, habló por los
codos.
Su esposa, la
ex acusada de asesinato, complacíase a menudo en recordarle aquel comienzo de
su «caída».
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