PISADAS
EXTRAÑAS
G. K. Chesterton
S
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I usted logra ver a
algún miembro del selecto círculo «Los Doce Auténticos Pescadores» en el
momento de entrar en el Hotel Vernon para asistir a la comida anual del grupo,
advertirá que ese caballero al quitarse el gabán, aparece vestido con un traje
de etiqueta, no negro, sino verde. Suponiendo que tenga usted la astronómica
audacia de interpelar a un ser semejante, y llegara a preguntarle la causa que
le hace llevar tal atavío, es muy probable que él le conteste que lo hace para
no ser confundido con un camarero. Y usted tendrá que retirarse anonadado,
dejando a sus espaldas un misterio irresoluble y una historia digna de ser
relatada.
Si,
continuando por el mismo camino de las improbables conjeturas, llega usted a
conocer a un bondadoso, activo y menudo sacerdote que responde al nombre de
Padre Brown y le pregunta qué considera más notable de lo que ha sucedido en su
vida, es muy probable que le responda que su mayor proeza tuvo lugar en el
Hotel Vernon, en donde evitó un delito y acaso salvó
un alma, gracias solamente a haber oído ciertas pisadas en un pasillo. El Padre
Brown se siente bastante orgulloso de esa insólita y maravillosa hazaña, y es
posible que la narre, lector. Pero como resulta inmensamente inverosímil que
usted ascienda tanto en el plano social como para poder encontrar a los «Doce
Auténticos Pescadores», y no menos increíble que llegue tan bajo como para hundirse
entre la gentuza y los criminales donde suele encontrarse al Padre Brown, temo
que nunca llegue a saber esa historia, si yo no me decido a contársela.
El Hotel
Vernon, donde «Los Doce Auténticos Pescadores» celebran sus comidas anuales, es
una institución oligárquica que llega hasta la locura en su afán de extremar
las buenas maneras. Se trata de una empresa comercial «exclusivista», de una
organización económica concebida al revés de todas las demás. Es decir, que
consiste, en algo que tiende, no a atraer a la gente, sino a alejarla. En el
corazón de una plutocracia, los comerciantes acaban siendo lo bastante sagaces
para volverse más exigentes que la clientela misma, O sea, que inventan
dificultades para que sus ricos y aburridos clientes gasten tiempo y dinero en
superarlas. Si hubiera en Londres un hotel elegante, al que sólo pudieran
concurrir hombres de seis pies de estatura como mínimo, la sociedad elegante se
apresuraría a suministrar grupos de individuos de seis pies para poder comer
allí. Si un restaurante caro, por mero capricho de su propietario, únicamente
abriese las tardes de los jueves, esas tardes se verían atestados de público
sus salones.
El Hotel
Vernon se alzaba, como casualmente, en la esquina de una plaza de Belgravia.
Era un hotel pequeño y con muchos inconvenientes. Pero esos inconvenientes eran
considerados como una muralla protectora por la concurrencia, toda ella
perteneciente a una clase determinada. Existía, de modo especial, una
incomodidad de vital importancia: sólo podían comer allí, literalmente,
veinticuatro personas a la vez. La única, mesa de banquetes —mesa célebre por
cierto— se abría al aire libre, en una especie de galería, sobre una terraza
que miraba a uno de los más exquisitos jardines antiguos de Londres. De manera
que, para complicar más las cosas, los únicos veinticuatro asientos de la mesa
sólo podían ser ocupados en tiempo caluroso, lo que hacía que su disfrute fuese
tan difícil como deseado. El propietario del hotel era un hebreo llamado Lever
que había ganado algo más de un millón con su negocio, a base de dificultar el
acceso a él. A esta limitación, en la amplitud de su empresa, añadía, como es
lógico, la más cuidadosa maestría en su dirección. Los vinos y la cocina eran
indiscutiblemente tan buenos como los mejores de Europa, y el trato de la
servidumbre reflejaba exactamente el tono marcado por la alta sociedad inglesa.
El propietario conocía a sus camareros como a los propios dedos de la mano.
Aquellos hombres eran quince, en total. Resultaba mucho más fácil llegar a
miembro del Parlamento que a camarero del Hotel Vernon. Todos ellos estaban
adiestrados en un tremendo silencio lleno de amabilidad, como si cada cliente
fuese su señor. Y el hecho es que casi siempre cada cliente disponía allí por
lo menos de un camarero.
El círculo de
«Los Doce Auténticos Pescadores» no hubiese podido comer nunca en un lugar que
no fuese como éste, porque sus miembros deseaban poseer un aislamiento lujoso y
les hubiera enojado el mero pensamiento de que cualquier otro grupo comiese en
la misma casa. Con ocasión de su banquete anual, los Pescadores tenían la
costumbre de exponer todos sus tesoros especiales, como si se hallasen en una
casa particular. Exhibían, en especial, el célebre servicio de cuchillos y
tenedores para pescado que era como el distintivo de la organización. Cada
cuchillo o tenedor era de plata labrada, y tenía la forma de pez, y una gran
perla en el mango. Estos cubiertos se sacaban siempre para el plato de pescado,
el más importante de aquella importante comida. La agrupación tenía gran número
de ceremonias y ritos, pero no historia alguna ni objeto de alguna clase, por
lo cual resultaba muy aristocrática. Es inútil que haga usted, lector, ningún
intento para ser miembro de «Los Doce Auténticos Pescadores» y a menos que
pertenezca usted a cierta clase de personas, ni siquiera conseguirá jamás oír
hablar de ellos. El círculo contaba con doce años de existencia. Su presidente
era el señor Audley; su vicepresidente, el duque de Chester.
Si he logrado
expresar hasta cierto punto el ambiente de aquel asombroso hotel, el lector
sentirá la natural extrañeza sobre los medios que me han hecho saber algo
concerniente a tal establecimiento, y asimismo se preguntará cómo una persona
tan llana y vulgar como el Padre Brown consiguió bogar en tan dorada galera.
Hay en el mundo cierta anciana, muy revolucionaria y demagoga, que cuando le
parece irrumpe en los más refinados rincones y da la tremenda noticia de que
todos los hombres son hermanos; y siempre que esa universal niveladora llega a
cualquier lugar, a horcajadas sobre su esquelético corcel, es obligación del
Padre Brown seguirla. Ocurrió que cierto camarero del Vernon, un italiano,
padeció un ataque de apoplejía una tarde, y su judaico patrón, aunque
ligeramente asombrado de las supersticiones del prójimo, consintió en mandar a
buscar al más próximo sacerdote católico romano. Lo que el camarero confesara
al Padre Brown no nos interesa; pero, al parecer implicaba escribir una nota o
declaración que transmitiese algún mensaje o enderezase algún entuerto. Por lo
cual el Padre Brown, con su amable desenvoltura que igual hubiese manifestado
en el mismísimo Palacio de Buckingham, solicitó útiles para escribir y lugar
adecuado donde poder hacerlo. El señor Lever quedó literalmente deshecho. Era
un hombre amable, y además, practicaba esa triste imitación de la cortesía que
consiste en detestar toda complicación o escándalo. De otra parte, la presencia
de aquel inesperado personaje en su hotel, precisamente aquella noche, resultaba
algo así como echar una mancha sobre una cosa recién lavada. En el Vernon no
había ningún cuarto lateral, ni clase alguna de antesala, ya que nadie tenía
que esperar a nadie, ni nunca penetraban allí parroquianos circunstanciales. A
la sazón había quince camareros. A la sazón había doce clientes. Encontrar un
nuevo huésped en el hotel aquella noche, habría resultado tan desconcertante
como encontrar un nuevo hermano, durante el almuerzo o la cena, en la propia
familia de uno. Para colmo, el aspecto del sacerdote era bastante mediocre y
sus ropas estaban algo sucias, lo cual suponía que una simple mirada desde
lejos echada sobre el Padre Brown, podría ocasionar una crisis en el círculo.
Finalmente el señor Lever concibió un plan para encubrir la desgracia, ya que
le era imposible evitarla. Según entra usted —cosa que no hará nunca— en el
Hotel Vernon, encuentra un corto pasillo, decorado con unas cuantas, borrosas,
pero importantes pinturas, y llega al vestíbulo principal, del que arranca a la
derecha un pasillo que lleva a los comedores, mientras que otro pasillo a la
izquierda conduce a las cocinas y a la administración del hotel. Al entrar en
ese segundo pasillo se ve, a la izquierda, un despacho encristalado, que parece
una casa dentro de otra y que, en otros tiempos, debió de ser el bar del
establecimiento.
Tras los
cristales de esta oficina se sienta el representante del propietario (porque en
casa nadie comparece en persona mientras lo pueda evitar). Después de la
oficina, camino de las dependencias de la servidumbre, está el guardarropa,
límite extremo de los dominios de los clientes. Pero entre la oficina y el
ropero se encuentra un cuartito privado, que no tiene salida al pasillo, y que
es utilizado a veces por el propietario para graves e importantes asuntos,
tales como prestar mil libras a un duque o negarle seis peniques a otro. Y es
una muestra de la magnífica tolerancia del señor Lever el que permitiera que
aquel lugar sagrado fuese profanado durante media hora por un simple sacerdote
que garabateaba en un pliego de papel. Probablemente la historia que el Padre
Brown relataba en aquellas líneas era más interesante que la presente, pero
nunca será conocida. Por mi parte sólo puedo afirmar que no era menos larga que
ésta, y que sus dos o tres párrafos finales resultaban los menos emotivos y
atrayentes. Porque fue al llegar a ellos cuando el sacerdote empezó a dejar
vagar un tanto sus pensamientos y permitió despertar a sus sentidos físicos,
que eran de una penetración normal. Llegaba la hora de la oscuridad y de la
cena; el cuartito donde trabajaba el clérigo no tenía luz aún y acaso la
penumbra, al concentrarse, produjera, como a veces sucede, una agudización del
sentido auditivo. Mientras el Padre Brown redactaba la última y menos esencial
parte de su documento, advirtió que estaba escribiendo al compás de un ruido
exterior, igual que en ocasiones solemos pensar al ritmo del rodar de un tren.
Cuando reparó en tal cosa, descubrió lo que era: un rumor de pisadas al otro
lado del tabique, cosa nada insólita en el pasillo de un hotel. No obstante,
miró al penumbroso techo y escuchó. Tras atender unos segundos, se incorporó y,
ladeando la cabeza, púsose a escuchar más atentamente. Después se sentó de
nuevo y, hundiendo la cabeza entre las manos, consagróse, no sólo a escuchar,
sino a reflexionar también.
Las pisadas
que sonaban fuera eran iguales a las que pueden oírse usualmente en un hotel y,
sin embargo, en conjunto, había algo muy extraño en ellas. No se percibían
otras pisadas. Aquel establecimiento era siempre muy silencioso, porque los
pocos clientes conocidos iban directamente a su mesa y los bien adiestrados
camareros tenían la orden de mantenerse invisibles mientras no se les
necesitara. Era imposible concebir otro sitio donde hubiera menos razón para
sospechar nada irregular. Sólo que aquellas pisadas eran tan notables que no se
sabía si calificarlas de regulares o de lo contrario. El Padre Brown siguió el
compás del ruido golpeando con el dedo el borde de la mesa, como el que se
esfuerza en aprender una melodía al piano.
Primero fueron
una serie de rápidos y leves pasos cortos, semejantes a los de un hombre
empeñado en ganar una marcha al paso. En un instante dado se detuvieron,
convirtiéndose en una especie de andar lento e indolente que duraba aproximadamente
el mismo rato que las otras pisadas. Apenas muerto el último golpe de esta
clase, se reanudó el rumor de pisadas rápidas y ligeras, volviendo después el
otro andar, más recio. Todo procedía del mismo calzado, lo que se evidenciaba
en parte porque, según se ha dicho, allí no debía haber verosímilmente otro par
de zapatos en movimiento, dadas las discretas costumbres de la casa; y en parte
porque aquel calzado tenía un inconfundible crujido.
El Padre Brown
poseía esa clase de mente que no sabe estar sin inquirir las cosas, y aquel
caso, tan trivial en apariencia, incrustóse profundamente en su cerebro. Había
visto hombres correr para saltar. Había visto hombres correr para patinar. Pero
¿a santo de qué podía un hombre correr para concluir por andar? También, ¿para
qué empezaba por andar para concluir por correr? Sin embargo, ninguna otra cosa
podía explicar las extravagancias de aquellas piernas invisibles. El hombre
aquel, o andaba muy deprisa la mitad del corredor para andar muy despacio la
otra mitad, o andaba muy despacio hasta un extremo para gozar del placer de
andar muy deprisa hasta el otro. Ninguna de las dos posibilidades parecía tener
mucho sentido. El cerebro del Padre Brown se obscurecía cada vez más, como el
cuarto que ocupaba.
Pero, en
cuanto empezó a pensar concentradamente, la misma oscuridad de su celda pareció
tornar sus pensamientos más vívidos, y empezó a divisar, como en una especie de
visión fantástica, los estrafalarios pies recorriendo el pasillo en actitudes
antinaturales o simbólicas. ¿Sería una danza religiosa pagana? ¿O alguna clase,
nueva en absoluto, de ejercicio científico? El Padre Brown dióse a reflexionar
con más precisión en lo que los pasos sugerían. Primero estudió el paso lento:
aquellas no eran las pisadas del dueño del hotel. Los hombres de ese tipo andan
con un rápido contoneo o están parados. Ni podían ser los pasos de un botones
esperando órdenes. Los pasos de la gente humilde (en una oligarquía) no suenan
así, sino que, o vacilan en caso de ligera embriaguez, o (y esto es más
general, especialmente en lugares fastuosos) permanecen inmóviles en actitudes
reprimidas. No. Aquel paso era pesado y a la vez elástico, con un algo de
negligente imperio; no muy ruidoso y, sin embargo, indiferente al ruido que
pudiera producir, y sólo podía pertenecer a un determinado animal terreno.
Aquel paso correspondía a un caballero del occidente de Europa, y probablemente
a un caballero que nunca había trabajado.
En el instante
en que el Padre Brown alcanzaba esta firme certeza, el paso adquirió un veloz
ritmo cruzando tras la pared, febrilmente, como una rata. El oyente notó que,
aun cuando el paso era más ligero, era también mucho menos ruidoso, casi como
si el desconocido anduviese de puntillas. Esto, empero, no se asociaba en la
mente del Padre Brown con misterio alguno, y sí con otra cosa, una cosa que no
lograba recordar. Sentíase atormentado por uno de esos recuerdos inconcretos
que llevan al hombre al borde de la locura. Era seguro que él había oído aquel
extraño y rápido modo de andar en alguna parte. De pronto incorporóse,
esclarecido su cerebro por una nueva idea. Su cuarto no daba directamente al
pasillo, sino por un lado al despacho de cristales y por
otro al guardarropa. Empujó la puerta del despacho y la encontró cerrada.
Se asomó a la ventana, ahora mero rectángulo transparente sobre un fondo de
nubes purpúreas hendidas por un crepúsculo lívido, y por un instante olfateó el
mal, como un perro olfatea las ratas.
Su parte
racional —ya fuese la más prudente o no— recobró su supremacía. Recordó que el
propietario le había dicho que iba a cerrar la puerta y que acudiría más tarde
a libertarle. Díjose que una veintena de cosas en cuya cuenta no había caído
podían explicar los raros ruidos exteriores y pensó que le quedaba suficiente
luz vespertina para terminar su escrito. Aproximó, pues, su papel a la ventana,
a fin de aprovechar la postrera y tormentosa claridad diurna, y se sumió en el
trabajo. Escribió durante veinte minutos, inclinándose cada vez más hacia el
papel según iba faltando la luz. Y luego, súbitamente, se incorporó. Había
vuelto a oír las extrañas pisadas. Esta vez presentaban una tercera
peculiaridad. Hasta entonces el hombre había andado, con ligereza a lo largo
del pasillo las pisadas suaves, veloces, a saltos, tal como las de una pantera
que brinca y corre. El ente invisible era un hombre fuerte y activo sin duda,
lleno de intensa, aunque dominada, excitación. Y cuando los pasos se alejaron
de la oficina encristalada, convirtiéndose, para el oído, en una especie de
susurrante remolino, otra vez que se trocaron en el mismo pisar anterior, más
pesado y lento.
El Padre Brown
soltó su papel, y prescindiendo de la cerrada puerta de la oficina, se
precipitó por la del guardarropa. El encargado de este lugar se hallaba ausente
en aquel momento, quizá porque los escasos clientes estaban cenando. El oficio
de dicho empleado debía ser una sinecura. Abriéndose camino entre un bosque de
gabanes el Padre descubrió que el cuartito guardarropa se abría al iluminado
pasillo por una especie de mostrador o media puerta semejante a la mayoría de
esos pequeños mostradores donde todos dejamos nuestros paraguas y recibimos a
cambio un numerito. Sobre el arco semicircular de aquella abertura en el
corredor, brillaba una luz. Esta luz proyectaba muy poca claridad sobre el
Padre, quien parecía una mera silueta obscura recortándose sobre el fondo
crepuscular de la ventana que había a sus espaldas. En cambio, la misma lámpara
iluminaba con un efecto casi teatral al hombre que se hallaba en el pasillo,
fuera del guardarropa.
Era un hombre
elegante, con un traje de etiqueta muy corriente. Aunque alto, era una persona
de aquellas que no parecen ocupar nunca mucho sitio. Daba la impresión de poder
deslizarse como una sombra allí donde hombres más bajos hubieran estorbado y
ocupado lugar. Su rostro moreno y vivo, ahora con la nuca hacia la luz, era el
rostro de un extranjero. Tenía buena figura y maneras cordiales y confiadas. Un
crítico pudiera haber dicho que el traje estaba un tanto por debajo del tipo y
modales del desconocido y que incluso le abultaba por el pecho más de lo
conveniente.
Cuando el
hombre divisó la negra silueta del Padre Brown recortándose sobre el
crepúsculo, tendió al Padre un trozo de papel con un número y pidió con afable
autoridad:
—Haga el favor
de mi sombrero y abrigo; tengo que irme.
El Padre
Brown, sin una réplica, tomó el papel y emprendió la búsqueda del gabán. No era
la primera vez que ejecutaba una faena manual. Hallólo al fin y lo puso sobre
el mostrador. El desconocido, que había estado buceando en su chaleco, dijo,
riendo:
—No encuentro
plata: quédese con esto.
Alargó a Brown
medio soberano y cogió su abrigo.
La figura del
Padre Brown continuaba tranquila en la oscuridad, pero de hecho el Padre Brown
había perdido la cabeza. Y su cabeza valía siempre mucho más cuando la perdía.
Si en tales momentos sumaba dos y dos le resultaban cuatro millones. A menudo
la Iglesia Católica (que es inseparable del sentido común) no aprobaba aquello.
Y a menudo ni él mismo lo aprobaba. Pero en verdad era una auténtica
inspiración, cosa importante en ciertas raras crisis, en las cuales, muchas
veces, el que pierde la cabeza logra salvarla merced a haberla perdido.
—Creo, señor
—dijo cortésmente—, que debe usted tener plata en el bolsillo.
El hombre alto
le miró extrañado.
—¡Al diablo!
—exclamó—. Puesto que le doy oro, ¿por qué reclama?
—Porque —dijo
el sacerdote blandamente— la plata es en ocasiones más valiosa que el oro, si
se trata de grandes cantidades.
El extranjero
le contempló, con curiosidad. Luego miró, con más curiosidad aún, hacia la
entrada principal del pasillo. Después escrutó a Brown de nuevo y examinó
minuciosamente la ventana que se abría a espaldas del sacerdote y tras la cual
brillaba todavía un último vapor de tormenta. En seguida se volvió. Apoyó una
mano en el mostrador, saltó por encima, ágil como un acróbata, y dirigió una
tremenda mano al cuello de Brown.
—No se mueva
—dijo en un tajante murmullo—. No quiero amenazarle, pero…
—Yo sí le
amenazo —contestó el Padre Brown con voz que sonaba como un redoble de tambor—.
Le amenazo con el gusano que no muere jamás y con el fuego que nunca se
extingue.
—Es usted un
raro encargado de guardarropa.
—Soy un
sacerdote, Monsieur Flambeau —contestó el Padre Brown—, y estoy dispuesto a
oírle en confesión.
El hombre
miróle boquiabierto, por unos instantes y después se dejó caer en una silla.
Los primeros platos de la
comida de «Los Doce Auténticos Pescadores» habían transcurrido con plácida
normalidad. No poseo un ejemplar de la minuta, y si lo poseyera tampoco
serviría de indicación alguna a nadie. Estaba escrita en esa especie de
superfrancés empleado por los cocineros y completamente ininteligible para los
franceses. Era tradición en el Círculo que los «hors
d’oeuvres» fuesen varios y diferentes hasta lo absurdo. Se ingerían con
gravedad, porque eran suplementos desaforadamente inútiles, como toda la comida
y todo el círculo. Existía también la tradición de que la sopa fuese ligera y
sin pretensiones, por vía de vigilia y preparación del festín de pescado que
venía después. La conversación consistía en esa charla extraña y ligera que
gobierna en secreto el Imperio Británico y que, sin embargo, no entendería un
inglés corriente, en el supuesto de que pudiera oírla. Los ministros de ambos
partidos eran aludidos por sus nombres de pila con una especie de cansada
benevolencia. El radical ministro de Hacienda, a quien se creía odiado por todo
el partido tory gracias a los impuestos que
establecía, fue alabado por sus trabajos de poesía menor y por su habilidad
como jinete en materia cinegética. El jefe tory, a
quien se juzgaba aborrecido por todos los liberales como un tirano, fue
discutido —y en conjunto alabado— como liberal. Dijérase que allí los políticos
eran muy importantes. Y, sin embargo, todo en tales políticos parecía de mucha
importancia, salvo su política. Audley, el presidente, era un amable viejo, que
aún llevaba cuellos a lo Gladstone y simbolizaba toda una sociedad fantasmal y
no obstante sólida. Nunca había hecho nada, ni siquiera nada malo. No era
inteligente, ni rico en exceso. Pero estaba «metido en la cosa» y nada más.
Ningún partido podía incluirle en él gobierno. El duque de Chester,
vicepresidente del Círculo, era un político joven y en camino de hacer carrera.
Es decir, que era un muchacho simpático, con el cabello rubio muy aplastado, la
cara pecosa, moderada inteligencia y enormes propiedades inmuebles. Sus
apariciones en público eran siempre felices y sus principios sencillísimos.
Cuando se le ocurría una broma la exponía y por esto se le juzgaba brillante.
Cuando no se le ocurría ninguna, afirmaba que no era momento de chanzas, y se
le creía talentoso. En privado, esto es, entre grandes de su misma clase, era
tan agradablemente franco e ingenuo como un escolar. El señor Audley, que no
había intervenido nunca en política, trataba a ésta más seriamente. A veces
llegaba incluso, a turbar a los reunidos sugiriéndoles que había alguna
diferencia entre un liberal y un conservador. El por su parte era conservador,
incluso en la vida privada. Peinaba gran cantidad de cabello gris, casi a guisa
de melena, sobre la nuca, como ciertos estadistas a la antigua, y visto por
detrás parecía uno de estos hombres que necesita el Imperio. Visto por delante
parecía, en cambio, un suave solterón, condescendiente consigo mismo, poseedor
de un piso en Albany; y así era.
Como ya se
observó, había veinticuatro asientos en la mesa de la terraza, y sólo doce
miembros del Círculo. De modo que ocupaban la galería con la máxima comodidad,
todos alineados en el lado interior de la mesa, y por tanto dominando una
ininterrumpida perspectiva del jardín, aún vívido de colores, si bien ya
cerraba la noche con unos tonos sombríos para aquella estación del año. El
presidente se sentaba en el centro y el vicepresidente al extremo derecho. Por
alguna razón desconocida, cuando los doce miembros del Círculo irrumpían,
camino de sus asientos, en la terraza, era costumbre que los quince camareros
formaran a lo largo de las paredes, como soldados presentando armas al rey,
mientras el grueso propietario se inclinaba ante el Círculo con radiante
sorpresa, cual si nunca hasta entonces hubiera tenido noticia de la existencia
de aquellos señores. Pero antes del primer movimiento de cuchillo y tenedor, el
ejército de sirvientes había desaparecido, quedando sólo en torno uno o dos
hombres encargados de recoger y distribuir los platos, lo que hacían en mortal
silencio. Por supuesto, Lever el dueño, había desaparecido el último, entre
convulsiones de exagerada cortesía. Sería exagerado, y también superfluo, decir
que Lever reaparecía positivamente otra vez. Pero cuando se servía el plato
importante, el de pescado, sentíase allí una —¿cómo lo diré?—, una vívida
sombra, una proyección de la personalidad del propietario, y aquella proyección
advertía que él no andaba muy lejos. El sacro plato de pescado consistía, a los
ojos del vulgo, en una especie de tarta monstruosa, del tamaño aproximado de un
pastel de boda, en cuyo interior cierto considerable número de interesantes peces
habían perdido la forma primitiva que Dios les diera. «Los Doce Auténticos
Pescadores» empuñaban sus celebérrimos cubiertos y los acercaban al sacrosanto
manjar tan gravemente cuál si cada pulgada de él costase tanto como devorar a
la vez el cuchillo y tenedor de plata. Y por cuanto sé, venía a costar lo
mismo. Aquel plato se despachaba en un silenció ávido e intenso, y cuando su
propio plato estaba casi vacío, el joven duque formulaba el comentario de
ritual: «Esto no lo hacen en ningún sitio más que aquí».
—En ninguno
—convino el señor Audley, con profunda voz de bajo, volviéndose hacia el duque
y moviendo repetidas veces su venerable cabeza—. En ninguno, con seguridad,
excepto aquí. Me habían asegurado que en el Café Anglais…
Se interrumpió
e incluso apartó la mano por un instante mientras le retiraban el plato, pero
en seguida reanudó el hilo de sus valiosos pensamientos:
—Me habían
asegurado que en el Café Anglais servían lo mismo. Pero nada de eso señores,
nada de eso —concluyó, denegando con la cabeza, implacable como un juez al
dictar una sentencia de horca.
—A ese sitio
lo ensalzan demasiado —dijo un tal coronel Pound, hablando, a juzgar por su
traza, por primera vez desde hacía varios meses.
—No sé, no sé
—alegó el duque de Chester, que era un optimista—. Es sitio muy bueno para
ciertas cosas. No hay quien prepare mejor el…
Un camarero
llegó ligeramente al comedor y allí se detuvo en seco. Su parada fue tan
silenciosa como sus pasos, pero todos aquellos difusos y amables caballeros
estaban tan hechos a la absoluta suavidad del mecanismo invisible que les
rodeaba y en el que se fundaban sus vidas, que ver a un camarero ejecutar una
cosa inesperada les produjo un estremecimiento y un sobresalto. Sintieron algo
semejante a lo que usted y yo sentiríamos si el mundo inanimado nos
desobedeciese, si una silla, por ejemplo, corriera alejándose de nosotros.
El camarero
estuvo inmóvil algunos segundos, mientras en todos los rostros de la mesa se
ahondaba una extraña vergüenza completamente característica de nuestro tiempo y
que se compone de una mezcla de humanitarismo moderno con el horrible abismo
moderno que existe entre las almas del rico y del pobre. Un auténtico
aristócrata histórico hubiese arrojado cosas a la cabeza del camarero,
empezando por botellas vacías y terminando probablemente por monedas. Un
auténtico demócrata le hubiese preguntado con claras palabras, y tono de
compañerismo, qué diablos hacía allí. Pero los modernos plutócratas no pueden
tolerar a un pobre en su proximidad, ni como esclavo ni como amigo. Que entre
los sirvientes sucediese algo anómalo era meramente un indignante embarazo. No
querían mostrarse brutales y temían verse en la necesidad de ser benévolos.
Sólo deseaban que lo que ocurría, fuese lo que fuera, terminara. Y terminó. El
camarero, tras permanecer rígido unos segundos, como un cataléptico, giró en
redondo y salió, corriendo, de la estancia.
Cuando
reapareció en la galería, o más bien en el umbral, iba acompañado de otro
camarero con quien cuchicheaban y gesticulaba con meridional energía. Después
el primer camarero se alejó, dejando allí al segundo y volvió en seguida con un
tercero. Cuando un camarero número cuatro se hubo reunido a aquel agitado
sínodo, el señor Audley juzgó preciso romper el silencio. Sustituyó el campanillazo
presidencial por una tos recia y dijo:
—El joven
Moocher está desarrollando una labor espléndida, ¿eh? Ninguna otra nación del
mundo hubiera…
Un quinto
camarero precipitóse hacia él como una flecha y murmuró a su oído:
—Perdone,
señor. Pero es muy importante. ¿Puede el propietario hablarle un momento?
El presidente,
desconcertado, volvióse y vio al señor Lever acercarse a él con su habitual y
contoneante viveza. El paso del patrón podría ser usual, pero su expresión no
lo era. Su rostro siempre jovial y de un tinte cobrizo oscuro, aparecía ahora
enfermizo y amarillento.
—Perdóneme,
señor Audley —dijo, jadeando como un asmático—. Tengo una gran inquietud. ¡Se
han llevado los platos del pescado y los cubiertos también!
—Es muy
natural —dijo el presidente con cierta irritación.
—¿Y vio usted
al hombre? —jadeó el dueño del hotel—. ¿Vio al camarero que se los llevó? ¿Le
conoce?
—¡Conocer al
camarero! —exclamó Audley, indignado—. ¡Claro que no!
Lever abrió
los brazos en un torturado ademán.
—Yo no he
enviado a ninguno —dijo—. No sé cuando o cómo pudo venir. Mandé a mi camarero a
llevarse los platos y él descubrió que habían desaparecido ya.
Audley quedó
harto confuso y dejó de tener el aspecto de una de esos hombres que necesita el
Imperio. Ningún otro acertó tampoco a decir nada, salvo el hombre de palo —el
coronel Pound—, quien pareció galvanizado de pronto. Como si súbitamente le
dotaran de una vida sobrenatural, se levantó, rígido, de su silla, aplicóse un
monóculo al ojo y habló en tono bronco, difícil como si hubiese olvidado el uso
de la palabra:
—¿Quiere usted
dar a entender —preguntó— que han robado nuestros cubiertos de plata?
El propietario
repitió su ademán de desesperación, aún más amplio ahora. Con fulminante
celeridad, los comensales se pusieron en pie.
—¿Están aquí
todos sus camareros? —preguntó el coronel con su acento bajo y bronco.
—Sí; están
todos. Los conté yo mismo —dijo el duque, adelantando su rostro juvenil—.
Siempre los cuento cuando entro; ¡tienen un aspecto tan gracioso ahí apoyados contra
la pared!
—Pero no podrá
recordar su número justo —opinó Audley excitado.
—¡Le digo que
lo recuerdo con exactitud! —insistió el duque. En este hotel no hay nunca más
de quince camareros, y quince había esta noche, ni menos ni más. ¡Puedo
jurarlo!
El propietario
del Vernon volvióse, casi paralizado de sorpresa.
—¿Dice usted…
dice usted —tartamudeó— que vio a mis quince camareros? ¿A todos?
—Como siempre
—aseguró el duque—. ¿Qué ocurre?
—Nada —dijo
Lever, gravemente—, salvo que no pudo usted ver a los quince, porque uno de
ellos ha muerto esta noche.
Una frialdad
impresionante descendió sobre la estancia. Acaso (que tan sobrenatural es la
palabra «muerte») cada uno de aquellos ociosos pensase en su alma por un
segundo y viese que equivalía a poco más que un diminuto guisante seco. Uno de
ellos —creo que el duque— dijo, incluso, con la estúpida gentileza de los
ricos.
—¿Podemos
hacer algo por él?
—Ya le he
enviado un sacerdote —repuso, indiferente el judío.
De repente,
como una llamada del destino, los comensales despertaron a la realidad de su
situación. Durante unos cuantos segundos habían sentido la impresión absurda de
que el décimo-quinto camarero podía ser el fantasma del difunto. Y se habían
encontrado molestos, porque para ellos los fantasmas eran un embarazo, como los
mendigos. Pero el recuerdo de la plata rompió el hechizo de lo milagroso, y
rompiólo bruscamente y con una reacción brutal. El coronel derribó su silla y
corrió hacia la puerta.
—Si había
quince hombres —dijo— el decimoquinto, amigos, era un ladrón. Corramos a todas
las puertas: las fronteras y las posteriores; asegurémoslo todo y luego
hablaremos. Las veinticuatro perlas tienen que ser recobradas.
Audley pareció
al principio titubear sobre si era distinguido tomar una cosa con tanta prisa,
pero, viendo que el duque galopaba escaleras abajo, le siguió con más reposados
movimientos.
En el mismo
instante un sexto camarero entró anunciando que había encontrado los platos del
pescado sobre un aparador, sin huella alguna de la plata.
El tropel de
comensales y sirvientes que corría en confusión por los pasillos, se dividió en
dos grupos. Los más de los Doce Pescadores siguieron al propietario para
pedirle noticia sobre las salidas que había en la casa. Pound, con el
presidente, el vicepresidente y uno o dos hombres más, se lanzó por el pasillo
que conducía a la zona de la servidumbre, juzgando aquel lugar el más apropiado
para una fuga. Al cruzar ante el cubil o caverna del guardarropa vieron tras el
mostrador, en la sombra, una vaga figura, baja, vestida de negro. Debía ser un
criado.
—¡Eh, usted!
—gritó el duque—. ¿Ha visto pasar a alguien?
El hombre bajo
sólo se limitó a decir:
—Acaso yo
tenga lo que ustedes buscan, señores.
Se detuvieron,
maravillados y confusos, mientras el hombre bajo se dirigía a la parte más
oculta del guardarropa, volviendo con las manos llenas de reluciente plata, que
puso sobre el mostrador con tanta calma como un tendero. Había doce cuchillos
de pescado y doce tenedores de curiosa forma.
—¡Usted…
usted! —empezó el coronel, perdido su equilibrio al fin.
Miró luego al
interior del cuartito y vio dos cosas: una, que el hombre bajo y vestido de
negro era un sacerdote, y otra que la ventana del cuarto estaba rota, como si
alguien hubiese pasado por ella con violencia.
—Es natural
que los objetos de valor se depositen en el guardarropa, ¿no? —indicó el
clérigo con jovial mesura.
—¿Ha… robado
usted estas cosas? —preguntó Audley con los ojos muy abiertos.
—Si tal hice
—dijo, humorístico, el sacerdote— al menos las devuelvo, ¿verdad?
—Pero no lo
hizo —adujo Pound, mirando todavía la ventana rota.
—Para ser
claros, debo decir que no lo hice —manifestó, no sin cierta ironía, el Padre,
sentándose con gravedad en un taburete.
—Pero sabe
quien fue —replicó el coronel Pound.
—No conozco su
nombre real —contestó plácidamente el sacerdote—, aunque sé algo de su vigor y
mucho de sus conturbaciones espirituales. Aprecié su energía física cuando
quiso ahogarme y estimé su moral cuando se arrepintió.
—¡Arrepentirse!
—exclamó el joven Chester, en una especie de cacareo risueño.
El Padre Brown
se levantó y cruzó las manos a la espalda.
—Es curioso,
¿verdad? —dijo—, que un ladrón y vagabundo pueda arrepentirse cuando tantos
hombres ricos y asentados se mantiene frívolos y duros, sin fruto para Dios ni
para los hombres. De todos modos, perdónenme si les digo que en esto invaden
ustedes mi jurisdicción. Si dudan de la penitencia como hecho práctico, ahí
tienen sus cuchillos y tenedores. Ustedes son «Los Doce Auténticos Pescadores»
y han recogido sus peces de plata. Pero el Señor me ha hecho a mí pescador de
hombres.
—¿Atrapo usted
a ese sujeto? —preguntó el coronel, arrugando el entrecejo.
El Padre Brown
miró fijamente el rostro adusto del coronel.
—Sí —repuso—.
Le atrapé con una caña invisible y un invisible anzuelo, y con un invisible
hilo capaz de permitirle llegar al extremo del mundo y luego hacerle volver con
un solo tirón.
Hízose un
largo silencio. Todos los presentes, menos Pound, fueronse a mostrar a sus
compañeros los objetos recuperados o, a consultar a Lever sobre las singulares
circunstancias del asunto. Sólo el torvo coronel quedóse allí, sentado al borde
del mostrador, balanceando sus largas piernas y mordiéndose su negro bigote.
Al fin dijo al
sacerdote:
—Ese sujeto
debe ser inteligente, pero creo conocer a otro que lo es más.
—Es, en
efecto, un sujeto inteligente —convino el Padre Brown—. En cuanto a lo otro, no
sé qué quiere usted decir.
—Quiero decir
—contestó el coronel, con una risa breve— que no tengo deseo alguno de ver
preso a ese tipo, Sobre esto, tranquilícese. Pero daría muchos tenedores de
plata con tal de saber exactamente como recuperó usted los cubiertos. Porque
creo que de todos nosotros es usted el tipo más astuto y más al corriente de
las cosas.
El Padre Brown
pareció simpatizar con la sinceridad del taciturno soldado.
—Escuche
—repuso sonriendo—, no le diré a usted la identidad del hombre ni su historia;
pero no hay motivo particular que me impida exponerle los hechos anteriores que
yo he averiguado.
Saltó sobre el
mostrador con inesperada viveza y se sentó junto al coronel, balanceando en el
aire sus cortas piernas, como un niño subido a una verja. Y comenzó a contar el
relato con tanta naturalidad como si, estuviese al lado de un antiguo amigo,
junto a un fuego navideño.
—Verá —dijo—:
yo me hallaba encerrado en el cuarto contiguo escribiendo unas cosas, cuando,
percibí en el corredor el ruido de unos pies ejecutando un baile tan raro como
la misma danza macabra. Primero eran rápidos y ligeros como los de un hombre
andando de puntillas por una apuesta; luego lentos, crujientes, descuidados
como los de un hombre corpulento que pasea fumando un cigarrillo. Pero yo
hubiese jurado que procedían de los mismos pies, y se movían en rotación;
primero carrera, luego el paseo con intensidad, por qué un hombre había de
ejecutar a la vez dos pasos tan diferentes. Uno de los andares me era conocido:
se asemejaba al de usted coronel. Era el andar de un caballero bien alimentado
esperando algo y paseando entretanto, más por natural actividad física que por
impaciencia mental. Y me constaba conocer también el otro andar, pero no
acertaba con lo que era. ¿Qué ser había yo conocido en mis viajes que anduviese
de un modo tan extraordinario? Luego oí el entrechocar de unos platos y la
respuesta se me apareció clara como el agua: era el andar de un camarero. Un
andar con el busto inclinado hacia adelante, los ojos mirando hacia abajo, las
puntas de los pies pegadas al suelo, colgantes los faldones de la levita y la
servilleta al brazo. Pensé otro minuto y medio y creo que vi la comisión del
delito tan claramente como si yo mismo lo hiciera.
Pound miró a
Brown intensamente. Los benignos ojos pardos del sacerdote estaban fijos en el
techo.
—Un delito
—añadió Brown con lentitud— es un trabajo artístico como otro cualquiera. No se
extrañe: los crímenes no son las únicas obras de arte que proceden de un taller
infernal. Pero toda obra de arte, divina o diabólica, tiene una característica
indispensable: que su centro o foco sea sencillo, por complicada que fuere la
ejecución. Así, en «Hamlet», por ejemplo, lo grotesco del sepulturero, las
flores de la loca, el fantástico primor de Osrico, la lividez del fantasma y
las muecas de las calaveras son todo ello añadiduras que rodean, como una
guirnalda, la figura trágicamente sencilla, de un hombre vestido de negro.
El Padre Brown
deslizóse suavemente al suelo y sonrió, mientras proseguía:
—También este
caso nuestro es la mera tragedia de un hombre vestido de negro. Sí —explicó,
notando que el coronel le miraba con cierto asombro—. Todo este asunto gira en
torno a un hombre vestido de negro. Aquí, como en «Hamlet», hay unos cuantos
elementos barrocos que son, y perdonen, ustedes. Existe luego el camarero
muerto que estuvo donde no podía estar. Y la mano invisible que robó la plata
de ustedes, haciéndola evaporarse. Todo delito inteligente reposa, en última
instancia, en un hecho básico muy sencillo. La ocultación consiste en cubrirlo,
desviando los pensamientos ajenos fuera de él. Este amplio y sutil y, dentro del
curso ordinario de las cosas, provechoso delito, se funda en el mero hecho de
que un caballero vista el mismo traje de etiqueta que un camarero. Todo lo
demás fue ejecución, y muy buena, por cierto.
—Con todo
—repuso el coronel, frunciendo el entrecejo y mirándose los pies—, me parece
que no le comprendo bien todavía.
—Coronel —dijo
el Padre Brown—, ese arcángel de desenvoltura que les robó los cubiertos anduvo
una veintena de veces por este pasillo a plena luz de las lámparas. No se
escondió en rincones oscuros, donde hubiese podido producir sospechas. Se movió
sin cesar en pasillos iluminados y lugares donde parecía lógico que estuviese.
No me pregunte que aspecto tenía: le ha visto usted seis o siete veces lo menos
esta noche. Usted estaba, con todos los demás magnates sus amigos, en la
terraza que se abre a la derecha del final del corredor. Siempre que el ladrón
aparecía entre ustedes lo hacía con el talante de un camarero, con la cabeza
inclinada, la servilleta al brazo y los pies ligeros y silenciosos. Llegaba a
la terraza, se ocupaba de la mesa y volvía después hacia las habitaciones de la
servidumbre. Y cuando venía hacia aquí, a la vista de los camareros y el
empleado del despacho, se convertía en otro hombre. Sí, era otro en todos los
detalles de su cuerpo, en todos sus ademanes instintivos. Circulaba entre los
sirvientes con la indiferente insolencia que los humildes están acostumbrados a
ver en superiores. A ninguno le extraño que un miembro de una reunión
distinguida paseara de un lado a otro como un animal en su jaula, porque saben
que nada caracteriza tanto a un privilegiado como moverse por donde se antoje.
Cuando se había cansado de vagabundear, magnífico, por aquí, dirigíase hacia el
salón y, bajo el arco que se abre después de la oficina, pasaba a ser, como por
hechizo, un obsequioso camarero de «Los Doce Pescadores». ¿Por qué unas
personas como ustedes habían de fijarse en un camarero? ¿Por qué los camareros
habían de sospechar de los más distinguidos? Una o dos veces hizo cosas que
exigían inmensa serenidad. En la habitación privada del propietario del hotel
pidió un sifón, asegurando que estaba sediento. Afirmó, campechano, que el
mismo se lo llevaría a la mesa y así lo hizo. Apareció con el sifón entre
ustedes que le creyeron un sirviente ocupado en un servicio obvio. Por
supuesto, no le hubiera sido posible mantener largo rato el juego, pero le
bastaba mantenerlo hasta que concluyera el plato de pescado.
»Su momento
más difícil fue cuando los camareros se alinearon junto a la pared, al entrar
ustedes; pero aún así acertó a recortarse en el muro con tal destreza, que los
camareros le creyeron un señor, mientras los señores le creían un camarero. Lo
demás fue todo sobre ruedas. Si un camarero le veía fuera de la mesa, el
camarero le creía un lánguido aristócrata. Dos minutos antes de que los
servidores retirasen el pescado, él, convertido en rápido camarero, lo retiró
personalmente. Depositó los platos en un aparador, guardóse los cubiertos en
los bolsillos (lo que daba a su traje un aspecto de rara hinchazón) y corrió
como una liebre hacia el guardarropa. Entonces volvía a ser un plutócrata, un
plutócrata que ha de salir de pronto a causa de una inesperada prisa. Le
bastaba dar su boleto al encargado del guardarropa, recoger su gabán y salir tan
elegantemente como había, entrado. Sólo…, sólo que sucedió que quien le atendió
en el guardarropa, fui yo mismo.
—¿Qué le hizo
usted? —exclamó el coronel con desusada energía—. ¿Y qué le dijo él?
—Perdón
—repuso el sacerdote—. La historia termina aquí.
—Termina donde
empieza a ser interesante —murmuró Pound—. Comprendo la habilidad profesional
del ladrón. Pero no la de usted.
—He de irme ya
—contestó el Padre Brown.
Ambos se
dirigieron al vestíbulo, donde vieron la faz juvenil y pecosa del duque de
Chester, que se lanzó alegremente hacia ellos.
—¡Venga Pound!
—exclamó, casi sin aliento—. Le estaba buscando. La comida se ha reanudado
magníficamente y el buen Audley va a pronunciar un discurso en honor de la
recuperación de los tenedores. Debemos establecer alguna ceremonia para
conmemorar esta ocasión. ¿Qué idea se le ocurre a usted, que en realidad es
quien ha recobrado los cubiertos?
—Sugiero —dijo
el coronel, mirando al joven con irónica aprobación— que de aquí en adelante
nuestros trajes de etiqueta, en vez de ser negros, sean verdes. Si no, cabe que
surjan ciertos equívocos del hecho de poder confundirnos con un camarero.
—¡Al diablo
con eso! —atajó el joven—. Un caballero no puede confundirse con un camarero
jamás.
—Ni un
camarero con un caballero, probablemente —repuso Pound—. Opino, reverendo, que
su amigo debía ser un hombre muy inteligente para saber portarse como un
caballero.
El Padre Brown
abotonose hasta el cuello su vulgar sobretodo, juzgando que la noche amenazaba
tormenta, y tomó del paragüero su vulgar paraguas.
—Sí —dijo—. Es
duro trabajo el de ser caballero, pero, ¿sabe?, yo pienso a veces que debe
resultar casi tan complicado ser camarero.
Y, diciendo
«Buenas noches», empujó las pesadas puertas de aquel palacio de placeres. Las
doradas verjas se cerraron tras él y el sacerdote emprendió una rápida marcha
por las calles oscuras y húmedas, en busca de un autobús.
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