miércoles, 27 de marzo de 2019

PISADAS EXTRAÑAS G. K. Chesterton


PISADAS EXTRAÑAS

G. K. Chesterton
S
I usted logra ver a algún miembro del selecto círculo «Los Doce Auténticos Pescadores» en el momento de entrar en el Hotel Vernon para asistir a la comida anual del grupo, advertirá que ese caballero al quitarse el gabán, aparece vestido con un traje de etiqueta, no negro, sino verde. Suponiendo que tenga usted la astronómica audacia de interpelar a un ser semejante, y llegara a preguntarle la causa que le hace llevar tal atavío, es muy probable que él le conteste que lo hace para no ser confundido con un camarero. Y usted tendrá que retirarse anonadado, dejando a sus espaldas un misterio irresoluble y una historia digna de ser relatada.
Si, continuando por el mismo camino de las improbables conjeturas, llega usted a conocer a un bondadoso, activo y menudo sacerdote que responde al nombre de Padre Brown y le pregunta qué considera más notable de lo que ha sucedido en su vida, es muy probable que le responda que su mayor proeza tuvo lugar en el Hotel Vernon, en donde evitó un delito y acaso salvó un alma, gracias solamente a haber oído ciertas pisadas en un pasillo. El Padre Brown se siente bastante orgulloso de esa insólita y maravillosa hazaña, y es posible que la narre, lector. Pero como resulta inmensamente inverosímil que usted ascienda tanto en el plano social como para poder encontrar a los «Doce Auténticos Pescadores», y no menos increíble que llegue tan bajo como para hundirse entre la gentuza y los criminales donde suele encontrarse al Padre Brown, temo que nunca llegue a saber esa historia, si yo no me decido a contársela.
El Hotel Vernon, donde «Los Doce Auténticos Pescadores» celebran sus comidas anuales, es una institución oligárquica que llega hasta la locura en su afán de extremar las buenas maneras. Se trata de una empresa comercial «exclusivista», de una organización económica concebida al revés de todas las demás. Es decir, que consiste, en algo que tiende, no a atraer a la gente, sino a alejarla. En el corazón de una plutocracia, los comerciantes acaban siendo lo bastante sagaces para volverse más exigentes que la clientela misma, O sea, que inventan dificultades para que sus ricos y aburridos clientes gasten tiempo y dinero en superarlas. Si hubiera en Londres un hotel elegante, al que sólo pudieran concurrir hombres de seis pies de estatura como mínimo, la sociedad elegante se apresuraría a suministrar grupos de individuos de seis pies para poder comer allí. Si un restaurante caro, por mero capricho de su propietario, únicamente abriese las tardes de los jueves, esas tardes se verían atestados de público sus salones.
El Hotel Vernon se alzaba, como casualmente, en la esquina de una plaza de Belgravia. Era un hotel pequeño y con muchos inconvenientes. Pero esos inconvenientes eran considerados como una muralla protectora por la concurrencia, toda ella perteneciente a una clase determinada. Existía, de modo especial, una incomodidad de vital importancia: sólo podían comer allí, literalmente, veinticuatro personas a la vez. La única, mesa de banquetes —mesa célebre por cierto— se abría al aire libre, en una especie de galería, sobre una terraza que miraba a uno de los más exquisitos jardines antiguos de Londres. De manera que, para complicar más las cosas, los únicos veinticuatro asientos de la mesa sólo podían ser ocupados en tiempo caluroso, lo que hacía que su disfrute fuese tan difícil como deseado. El propietario del hotel era un hebreo llamado Lever que había ganado algo más de un millón con su negocio, a base de dificultar el acceso a él. A esta limitación, en la amplitud de su empresa, añadía, como es lógico, la más cuidadosa maestría en su dirección. Los vinos y la cocina eran indiscutiblemente tan buenos como los mejores de Europa, y el trato de la servidumbre reflejaba exactamente el tono marcado por la alta sociedad inglesa. El propietario conocía a sus camareros como a los propios dedos de la mano. Aquellos hombres eran quince, en total. Resultaba mucho más fácil llegar a miembro del Parlamento que a camarero del Hotel Vernon. Todos ellos estaban adiestrados en un tremendo silencio lleno de amabilidad, como si cada cliente fuese su señor. Y el hecho es que casi siempre cada cliente disponía allí por lo menos de un camarero.
El círculo de «Los Doce Auténticos Pescadores» no hubiese podido comer nunca en un lugar que no fuese como éste, porque sus miembros deseaban poseer un aislamiento lujoso y les hubiera enojado el mero pensamiento de que cualquier otro grupo comiese en la misma casa. Con ocasión de su banquete anual, los Pescadores tenían la costumbre de exponer todos sus tesoros especiales, como si se hallasen en una casa particular. Exhibían, en especial, el célebre servicio de cuchillos y tenedores para pescado que era como el distintivo de la organización. Cada cuchillo o tenedor era de plata labrada, y tenía la forma de pez, y una gran perla en el mango. Estos cubiertos se sacaban siempre para el plato de pescado, el más importante de aquella importante comida. La agrupación tenía gran número de ceremonias y ritos, pero no historia alguna ni objeto de alguna clase, por lo cual resultaba muy aristocrática. Es inútil que haga usted, lector, ningún intento para ser miembro de «Los Doce Auténticos Pescadores» y a menos que pertenezca usted a cierta clase de personas, ni siquiera conseguirá jamás oír hablar de ellos. El círculo contaba con doce años de existencia. Su presidente era el señor Audley; su vicepresidente, el duque de Chester.
Si he logrado expresar hasta cierto punto el ambiente de aquel asombroso hotel, el lector sentirá la natural extrañeza sobre los medios que me han hecho saber algo concerniente a tal establecimiento, y asimismo se preguntará cómo una persona tan llana y vulgar como el Padre Brown consiguió bogar en tan dorada galera. Hay en el mundo cierta anciana, muy revolucionaria y demagoga, que cuando le parece irrumpe en los más refinados rincones y da la tremenda noticia de que todos los hombres son hermanos; y siempre que esa universal niveladora llega a cualquier lugar, a horcajadas sobre su esquelético corcel, es obligación del Padre Brown seguirla. Ocurrió que cierto camarero del Vernon, un italiano, padeció un ataque de apoplejía una tarde, y su judaico patrón, aunque ligeramente asombrado de las supersticiones del prójimo, consintió en mandar a buscar al más próximo sacerdote católico romano. Lo que el camarero confesara al Padre Brown no nos interesa; pero, al parecer implicaba escribir una nota o declaración que transmitiese algún mensaje o enderezase algún entuerto. Por lo cual el Padre Brown, con su amable desenvoltura que igual hubiese manifestado en el mismísimo Palacio de Buckingham, solicitó útiles para escribir y lugar adecuado donde poder hacerlo. El señor Lever quedó literalmente deshecho. Era un hombre amable, y además, practicaba esa triste imitación de la cortesía que consiste en detestar toda complicación o escándalo. De otra parte, la presencia de aquel inesperado personaje en su hotel, precisamente aquella noche, resultaba algo así como echar una mancha sobre una cosa recién lavada. En el Vernon no había ningún cuarto lateral, ni clase alguna de antesala, ya que nadie tenía que esperar a nadie, ni nunca penetraban allí parroquianos circunstanciales. A la sazón había quince camareros. A la sazón había doce clientes. Encontrar un nuevo huésped en el hotel aquella noche, habría resultado tan desconcertante como encontrar un nuevo hermano, durante el almuerzo o la cena, en la propia familia de uno. Para colmo, el aspecto del sacerdote era bastante mediocre y sus ropas estaban algo sucias, lo cual suponía que una simple mirada desde lejos echada sobre el Padre Brown, podría ocasionar una crisis en el círculo. Finalmente el señor Lever concibió un plan para encubrir la desgracia, ya que le era imposible evitarla. Según entra usted —cosa que no hará nunca— en el Hotel Vernon, encuentra un corto pasillo, decorado con unas cuantas, borrosas, pero importantes pinturas, y llega al vestíbulo principal, del que arranca a la derecha un pasillo que lleva a los comedores, mientras que otro pasillo a la izquierda conduce a las cocinas y a la administración del hotel. Al entrar en ese segundo pasillo se ve, a la izquierda, un despacho encristalado, que parece una casa dentro de otra y que, en otros tiempos, debió de ser el bar del establecimiento.
Tras los cristales de esta oficina se sienta el representante del propietario (porque en casa nadie comparece en persona mientras lo pueda evitar). Después de la oficina, camino de las dependencias de la servidumbre, está el guardarropa, límite extremo de los dominios de los clientes. Pero entre la oficina y el ropero se encuentra un cuartito privado, que no tiene salida al pasillo, y que es utilizado a veces por el propietario para graves e importantes asuntos, tales como prestar mil libras a un duque o negarle seis peniques a otro. Y es una muestra de la magnífica tolerancia del señor Lever el que permitiera que aquel lugar sagrado fuese profanado durante media hora por un simple sacerdote que garabateaba en un pliego de papel. Probablemente la historia que el Padre Brown relataba en aquellas líneas era más interesante que la presente, pero nunca será conocida. Por mi parte sólo puedo afirmar que no era menos larga que ésta, y que sus dos o tres párrafos finales resultaban los menos emotivos y atrayentes. Porque fue al llegar a ellos cuando el sacerdote empezó a dejar vagar un tanto sus pensamientos y permitió despertar a sus sentidos físicos, que eran de una penetración normal. Llegaba la hora de la oscuridad y de la cena; el cuartito donde trabajaba el clérigo no tenía luz aún y acaso la penumbra, al concentrarse, produjera, como a veces sucede, una agudización del sentido auditivo. Mientras el Padre Brown redactaba la última y menos esencial parte de su documento, advirtió que estaba escribiendo al compás de un ruido exterior, igual que en ocasiones solemos pensar al ritmo del rodar de un tren. Cuando reparó en tal cosa, descubrió lo que era: un rumor de pisadas al otro lado del tabique, cosa nada insólita en el pasillo de un hotel. No obstante, miró al penumbroso techo y escuchó. Tras atender unos segundos, se incorporó y, ladeando la cabeza, púsose a escuchar más atentamente. Después se sentó de nuevo y, hundiendo la cabeza entre las manos, consagróse, no sólo a escuchar, sino a reflexionar también.
Las pisadas que sonaban fuera eran iguales a las que pueden oírse usualmente en un hotel y, sin embargo, en conjunto, había algo muy extraño en ellas. No se percibían otras pisadas. Aquel establecimiento era siempre muy silencioso, porque los pocos clientes conocidos iban directamente a su mesa y los bien adiestrados camareros tenían la orden de mantenerse invisibles mientras no se les necesitara. Era imposible concebir otro sitio donde hubiera menos razón para sospechar nada irregular. Sólo que aquellas pisadas eran tan notables que no se sabía si calificarlas de regulares o de lo contrario. El Padre Brown siguió el compás del ruido golpeando con el dedo el borde de la mesa, como el que se esfuerza en aprender una melodía al piano.
Primero fueron una serie de rápidos y leves pasos cortos, semejantes a los de un hombre empeñado en ganar una marcha al paso. En un instante dado se detuvieron, convirtiéndose en una especie de andar lento e indolente que duraba aproximadamente el mismo rato que las otras pisadas. Apenas muerto el último golpe de esta clase, se reanudó el rumor de pisadas rápidas y ligeras, volviendo después el otro andar, más recio. Todo procedía del mismo calzado, lo que se evidenciaba en parte porque, según se ha dicho, allí no debía haber verosímilmente otro par de zapatos en movimiento, dadas las discretas costumbres de la casa; y en parte porque aquel calzado tenía un inconfundible crujido.
El Padre Brown poseía esa clase de mente que no sabe estar sin inquirir las cosas, y aquel caso, tan trivial en apariencia, incrustóse profundamente en su cerebro. Había visto hombres correr para saltar. Había visto hombres correr para patinar. Pero ¿a santo de qué podía un hombre correr para concluir por andar? También, ¿para qué empezaba por andar para concluir por correr? Sin embargo, ninguna otra cosa podía explicar las extravagancias de aquellas piernas invisibles. El hombre aquel, o andaba muy deprisa la mitad del corredor para andar muy despacio la otra mitad, o andaba muy despacio hasta un extremo para gozar del placer de andar muy deprisa hasta el otro. Ninguna de las dos posibilidades parecía tener mucho sentido. El cerebro del Padre Brown se obscurecía cada vez más, como el cuarto que ocupaba.
Pero, en cuanto empezó a pensar concentradamente, la misma oscuridad de su celda pareció tornar sus pensamientos más vívidos, y empezó a divisar, como en una especie de visión fantástica, los estrafalarios pies recorriendo el pasillo en actitudes antinaturales o simbólicas. ¿Sería una danza religiosa pagana? ¿O alguna clase, nueva en absoluto, de ejercicio científico? El Padre Brown dióse a reflexionar con más precisión en lo que los pasos sugerían. Primero estudió el paso lento: aquellas no eran las pisadas del dueño del hotel. Los hombres de ese tipo andan con un rápido contoneo o están parados. Ni podían ser los pasos de un botones esperando órdenes. Los pasos de la gente humilde (en una oligarquía) no suenan así, sino que, o vacilan en caso de ligera embriaguez, o (y esto es más general, especialmente en lugares fastuosos) permanecen inmóviles en actitudes reprimidas. No. Aquel paso era pesado y a la vez elástico, con un algo de negligente imperio; no muy ruidoso y, sin embargo, indiferente al ruido que pudiera producir, y sólo podía pertenecer a un determinado animal terreno. Aquel paso correspondía a un caballero del occidente de Europa, y probablemente a un caballero que nunca había trabajado.
En el instante en que el Padre Brown alcanzaba esta firme certeza, el paso adquirió un veloz ritmo cruzando tras la pared, febrilmente, como una rata. El oyente notó que, aun cuando el paso era más ligero, era también mucho menos ruidoso, casi como si el desconocido anduviese de puntillas. Esto, empero, no se asociaba en la mente del Padre Brown con misterio alguno, y sí con otra cosa, una cosa que no lograba recordar. Sentíase atormentado por uno de esos recuerdos inconcretos que llevan al hombre al borde de la locura. Era seguro que él había oído aquel extraño y rápido modo de andar en alguna parte. De pronto incorporóse, esclarecido su cerebro por una nueva idea. Su cuarto no daba directamente al pasillo, sino por un lado al despacho de cristales y por otro al guardarropa. Empujó la puerta del despacho y la encontró cerrada. Se asomó a la ventana, ahora mero rectángulo transparente sobre un fondo de nubes purpúreas hendidas por un crepúsculo lívido, y por un instante olfateó el mal, como un perro olfatea las ratas.
Su parte racional —ya fuese la más prudente o no— recobró su supremacía. Recordó que el propietario le había dicho que iba a cerrar la puerta y que acudiría más tarde a libertarle. Díjose que una veintena de cosas en cuya cuenta no había caído podían explicar los raros ruidos exteriores y pensó que le quedaba suficiente luz vespertina para terminar su escrito. Aproximó, pues, su papel a la ventana, a fin de aprovechar la postrera y tormentosa claridad diurna, y se sumió en el trabajo. Escribió durante veinte minutos, inclinándose cada vez más hacia el papel según iba faltando la luz. Y luego, súbitamente, se incorporó. Había vuelto a oír las extrañas pisadas. Esta vez presentaban una tercera peculiaridad. Hasta entonces el hombre había andado, con ligereza a lo largo del pasillo las pisadas suaves, veloces, a saltos, tal como las de una pantera que brinca y corre. El ente invisible era un hombre fuerte y activo sin duda, lleno de intensa, aunque dominada, excitación. Y cuando los pasos se alejaron de la oficina encristalada, convirtiéndose, para el oído, en una especie de susurrante remolino, otra vez que se trocaron en el mismo pisar anterior, más pesado y lento.
El Padre Brown soltó su papel, y prescindiendo de la cerrada puerta de la oficina, se precipitó por la del guardarropa. El encargado de este lugar se hallaba ausente en aquel momento, quizá porque los escasos clientes estaban cenando. El oficio de dicho empleado debía ser una sinecura. Abriéndose camino entre un bosque de gabanes el Padre descubrió que el cuartito guardarropa se abría al iluminado pasillo por una especie de mostrador o media puerta semejante a la mayoría de esos pequeños mostradores donde todos dejamos nuestros paraguas y recibimos a cambio un numerito. Sobre el arco semicircular de aquella abertura en el corredor, brillaba una luz. Esta luz proyectaba muy poca claridad sobre el Padre, quien parecía una mera silueta obscura recortándose sobre el fondo crepuscular de la ventana que había a sus espaldas. En cambio, la misma lámpara iluminaba con un efecto casi teatral al hombre que se hallaba en el pasillo, fuera del guardarropa.
Era un hombre elegante, con un traje de etiqueta muy corriente. Aunque alto, era una persona de aquellas que no parecen ocupar nunca mucho sitio. Daba la impresión de poder deslizarse como una sombra allí donde hombres más bajos hubieran estorbado y ocupado lugar. Su rostro moreno y vivo, ahora con la nuca hacia la luz, era el rostro de un extranjero. Tenía buena figura y maneras cordiales y confiadas. Un crítico pudiera haber dicho que el traje estaba un tanto por debajo del tipo y modales del desconocido y que incluso le abultaba por el pecho más de lo conveniente.
Cuando el hombre divisó la negra silueta del Padre Brown recortándose sobre el crepúsculo, tendió al Padre un trozo de papel con un número y pidió con afable autoridad:
—Haga el favor de mi sombrero y abrigo; tengo que irme.
El Padre Brown, sin una réplica, tomó el papel y emprendió la búsqueda del gabán. No era la primera vez que ejecutaba una faena manual. Hallólo al fin y lo puso sobre el mostrador. El desconocido, que había estado buceando en su chaleco, dijo, riendo:
—No encuentro plata: quédese con esto.
Alargó a Brown medio soberano y cogió su abrigo.
La figura del Padre Brown continuaba tranquila en la oscuridad, pero de hecho el Padre Brown había perdido la cabeza. Y su cabeza valía siempre mucho más cuando la perdía. Si en tales momentos sumaba dos y dos le resultaban cuatro millones. A menudo la Iglesia Católica (que es inseparable del sentido común) no aprobaba aquello. Y a menudo ni él mismo lo aprobaba. Pero en verdad era una auténtica inspiración, cosa importante en ciertas raras crisis, en las cuales, muchas veces, el que pierde la cabeza logra salvarla merced a haberla perdido.
—Creo, señor —dijo cortésmente—, que debe usted tener plata en el bolsillo.
El hombre alto le miró extrañado.
—¡Al diablo! —exclamó—. Puesto que le doy oro, ¿por qué reclama?
—Porque —dijo el sacerdote blandamente— la plata es en ocasiones más valiosa que el oro, si se trata de grandes cantidades.
El extranjero le contempló, con curiosidad. Luego miró, con más curiosidad aún, hacia la entrada principal del pasillo. Después escrutó a Brown de nuevo y examinó minuciosamente la ventana que se abría a espaldas del sacerdote y tras la cual brillaba todavía un último vapor de tormenta. En seguida se volvió. Apoyó una mano en el mostrador, saltó por encima, ágil como un acróbata, y dirigió una tremenda mano al cuello de Brown.
—No se mueva —dijo en un tajante murmullo—. No quiero amenazarle, pero…
—Yo sí le amenazo —contestó el Padre Brown con voz que sonaba como un redoble de tambor—. Le amenazo con el gusano que no muere jamás y con el fuego que nunca se extingue.
—Es usted un raro encargado de guardarropa.
—Soy un sacerdote, Monsieur Flambeau —contestó el Padre Brown—, y estoy dispuesto a oírle en confesión.
El hombre miróle boquiabierto, por unos instantes y después se dejó caer en una silla.

Los primeros platos de la comida de «Los Doce Auténticos Pescadores» habían transcurrido con plácida normalidad. No poseo un ejemplar de la minuta, y si lo poseyera tampoco serviría de indicación alguna a nadie. Estaba escrita en esa especie de superfrancés empleado por los cocineros y completamente ininteligible para los franceses. Era tradición en el Círculo que los «hors d’oeuvres» fuesen varios y diferentes hasta lo absurdo. Se ingerían con gravedad, porque eran suplementos desaforadamente inútiles, como toda la comida y todo el círculo. Existía también la tradición de que la sopa fuese ligera y sin pretensiones, por vía de vigilia y preparación del festín de pescado que venía después. La conversación consistía en esa charla extraña y ligera que gobierna en secreto el Imperio Británico y que, sin embargo, no entendería un inglés corriente, en el supuesto de que pudiera oírla. Los ministros de ambos partidos eran aludidos por sus nombres de pila con una especie de cansada benevolencia. El radical ministro de Hacienda, a quien se creía odiado por todo el partido tory gracias a los impuestos que establecía, fue alabado por sus trabajos de poesía menor y por su habilidad como jinete en materia cinegética. El jefe tory, a quien se juzgaba aborrecido por todos los liberales como un tirano, fue discutido —y en conjunto alabado— como liberal. Dijérase que allí los políticos eran muy importantes. Y, sin embargo, todo en tales políticos parecía de mucha importancia, salvo su política. Audley, el presidente, era un amable viejo, que aún llevaba cuellos a lo Gladstone y simbolizaba toda una sociedad fantasmal y no obstante sólida. Nunca había hecho nada, ni siquiera nada malo. No era inteligente, ni rico en exceso. Pero estaba «metido en la cosa» y nada más. Ningún partido podía incluirle en él gobierno. El duque de Chester, vicepresidente del Círculo, era un político joven y en camino de hacer carrera. Es decir, que era un muchacho simpático, con el cabello rubio muy aplastado, la cara pecosa, moderada inteligencia y enormes propiedades inmuebles. Sus apariciones en público eran siempre felices y sus principios sencillísimos. Cuando se le ocurría una broma la exponía y por esto se le juzgaba brillante. Cuando no se le ocurría ninguna, afirmaba que no era momento de chanzas, y se le creía talentoso. En privado, esto es, entre grandes de su misma clase, era tan agradablemente franco e ingenuo como un escolar. El señor Audley, que no había intervenido nunca en política, trataba a ésta más seriamente. A veces llegaba incluso, a turbar a los reunidos sugiriéndoles que había alguna diferencia entre un liberal y un conservador. El por su parte era conservador, incluso en la vida privada. Peinaba gran cantidad de cabello gris, casi a guisa de melena, sobre la nuca, como ciertos estadistas a la antigua, y visto por detrás parecía uno de estos hombres que necesita el Imperio. Visto por delante parecía, en cambio, un suave solterón, condescendiente consigo mismo, poseedor de un piso en Albany; y así era.
Como ya se observó, había veinticuatro asientos en la mesa de la terraza, y sólo doce miembros del Círculo. De modo que ocupaban la galería con la máxima comodidad, todos alineados en el lado interior de la mesa, y por tanto dominando una ininterrumpida perspectiva del jardín, aún vívido de colores, si bien ya cerraba la noche con unos tonos sombríos para aquella estación del año. El presidente se sentaba en el centro y el vicepresidente al extremo derecho. Por alguna razón desconocida, cuando los doce miembros del Círculo irrumpían, camino de sus asientos, en la terraza, era costumbre que los quince camareros formaran a lo largo de las paredes, como soldados presentando armas al rey, mientras el grueso propietario se inclinaba ante el Círculo con radiante sorpresa, cual si nunca hasta entonces hubiera tenido noticia de la existencia de aquellos señores. Pero antes del primer movimiento de cuchillo y tenedor, el ejército de sirvientes había desaparecido, quedando sólo en torno uno o dos hombres encargados de recoger y distribuir los platos, lo que hacían en mortal silencio. Por supuesto, Lever el dueño, había desaparecido el último, entre convulsiones de exagerada cortesía. Sería exagerado, y también superfluo, decir que Lever reaparecía positivamente otra vez. Pero cuando se servía el plato importante, el de pescado, sentíase allí una —¿cómo lo diré?—, una vívida sombra, una proyección de la personalidad del propietario, y aquella proyección advertía que él no andaba muy lejos. El sacro plato de pescado consistía, a los ojos del vulgo, en una especie de tarta monstruosa, del tamaño aproximado de un pastel de boda, en cuyo interior cierto considerable número de interesantes peces habían perdido la forma primitiva que Dios les diera. «Los Doce Auténticos Pescadores» empuñaban sus celebérrimos cubiertos y los acercaban al sacrosanto manjar tan gravemente cuál si cada pulgada de él costase tanto como devorar a la vez el cuchillo y tenedor de plata. Y por cuanto sé, venía a costar lo mismo. Aquel plato se despachaba en un silenció ávido e intenso, y cuando su propio plato estaba casi vacío, el joven duque formulaba el comentario de ritual: «Esto no lo hacen en ningún sitio más que aquí».
—En ninguno —convino el señor Audley, con profunda voz de bajo, volviéndose hacia el duque y moviendo repetidas veces su venerable cabeza—. En ninguno, con seguridad, excepto aquí. Me habían asegurado que en el Café Anglais…
Se interrumpió e incluso apartó la mano por un instante mientras le retiraban el plato, pero en seguida reanudó el hilo de sus valiosos pensamientos:
—Me habían asegurado que en el Café Anglais servían lo mismo. Pero nada de eso señores, nada de eso —concluyó, denegando con la cabeza, implacable como un juez al dictar una sentencia de horca.
—A ese sitio lo ensalzan demasiado —dijo un tal coronel Pound, hablando, a juzgar por su traza, por primera vez desde hacía varios meses.
—No sé, no sé —alegó el duque de Chester, que era un optimista—. Es sitio muy bueno para ciertas cosas. No hay quien prepare mejor el…
Un camarero llegó ligeramente al comedor y allí se detuvo en seco. Su parada fue tan silenciosa como sus pasos, pero todos aquellos difusos y amables caballeros estaban tan hechos a la absoluta suavidad del mecanismo invisible que les rodeaba y en el que se fundaban sus vidas, que ver a un camarero ejecutar una cosa inesperada les produjo un estremecimiento y un sobresalto. Sintieron algo semejante a lo que usted y yo sentiríamos si el mundo inanimado nos desobedeciese, si una silla, por ejemplo, corriera alejándose de nosotros.
El camarero estuvo inmóvil algunos segundos, mientras en todos los rostros de la mesa se ahondaba una extraña vergüenza completamente característica de nuestro tiempo y que se compone de una mezcla de humanitarismo moderno con el horrible abismo moderno que existe entre las almas del rico y del pobre. Un auténtico aristócrata histórico hubiese arrojado cosas a la cabeza del camarero, empezando por botellas vacías y terminando probablemente por monedas. Un auténtico demócrata le hubiese preguntado con claras palabras, y tono de compañerismo, qué diablos hacía allí. Pero los modernos plutócratas no pueden tolerar a un pobre en su proximidad, ni como esclavo ni como amigo. Que entre los sirvientes sucediese algo anómalo era meramente un indignante embarazo. No querían mostrarse brutales y temían verse en la necesidad de ser benévolos. Sólo deseaban que lo que ocurría, fuese lo que fuera, terminara. Y terminó. El camarero, tras permanecer rígido unos segundos, como un cataléptico, giró en redondo y salió, corriendo, de la estancia.
Cuando reapareció en la galería, o más bien en el umbral, iba acompañado de otro camarero con quien cuchicheaban y gesticulaba con meridional energía. Después el primer camarero se alejó, dejando allí al segundo y volvió en seguida con un tercero. Cuando un camarero número cuatro se hubo reunido a aquel agitado sínodo, el señor Audley juzgó preciso romper el silencio. Sustituyó el campanillazo presidencial por una tos recia y dijo:
—El joven Moocher está desarrollando una labor espléndida, ¿eh? Ninguna otra nación del mundo hubiera…
Un quinto camarero precipitóse hacia él como una flecha y murmuró a su oído:
—Perdone, señor. Pero es muy importante. ¿Puede el propietario hablarle un momento?
El presidente, desconcertado, volvióse y vio al señor Lever acercarse a él con su habitual y contoneante viveza. El paso del patrón podría ser usual, pero su expresión no lo era. Su rostro siempre jovial y de un tinte cobrizo oscuro, aparecía ahora enfermizo y amarillento.
—Perdóneme, señor Audley —dijo, jadeando como un asmático—. Tengo una gran inquietud. ¡Se han llevado los platos del pescado y los cubiertos también!
—Es muy natural —dijo el presidente con cierta irritación.
—¿Y vio usted al hombre? —jadeó el dueño del hotel—. ¿Vio al camarero que se los llevó? ¿Le conoce?
—¡Conocer al camarero! —exclamó Audley, indignado—. ¡Claro que no!
Lever abrió los brazos en un torturado ademán.
—Yo no he enviado a ninguno —dijo—. No sé cuando o cómo pudo venir. Mandé a mi camarero a llevarse los platos y él descubrió que habían desaparecido ya.
Audley quedó harto confuso y dejó de tener el aspecto de una de esos hombres que necesita el Imperio. Ningún otro acertó tampoco a decir nada, salvo el hombre de palo —el coronel Pound—, quien pareció galvanizado de pronto. Como si súbitamente le dotaran de una vida sobrenatural, se levantó, rígido, de su silla, aplicóse un monóculo al ojo y habló en tono bronco, difícil como si hubiese olvidado el uso de la palabra:
—¿Quiere usted dar a entender —preguntó— que han robado nuestros cubiertos de plata?
El propietario repitió su ademán de desesperación, aún más amplio ahora. Con fulminante celeridad, los comensales se pusieron en pie.
—¿Están aquí todos sus camareros? —preguntó el coronel con su acento bajo y bronco.
—Sí; están todos. Los conté yo mismo —dijo el duque, adelantando su rostro juvenil—. Siempre los cuento cuando entro; ¡tienen un aspecto tan gracioso ahí apoyados contra la pared!
—Pero no podrá recordar su número justo —opinó Audley excitado.
—¡Le digo que lo recuerdo con exactitud! —insistió el duque. En este hotel no hay nunca más de quince camareros, y quince había esta noche, ni menos ni más. ¡Puedo jurarlo!
El propietario del Vernon volvióse, casi paralizado de sorpresa.
—¿Dice usted… dice usted —tartamudeó— que vio a mis quince camareros? ¿A todos?
—Como siempre —aseguró el duque—. ¿Qué ocurre?
—Nada —dijo Lever, gravemente—, salvo que no pudo usted ver a los quince, porque uno de ellos ha muerto esta noche.
Una frialdad impresionante descendió sobre la estancia. Acaso (que tan sobrenatural es la palabra «muerte») cada uno de aquellos ociosos pensase en su alma por un segundo y viese que equivalía a poco más que un diminuto guisante seco. Uno de ellos —creo que el duque— dijo, incluso, con la estúpida gentileza de los ricos.
—¿Podemos hacer algo por él?
—Ya le he enviado un sacerdote —repuso, indiferente el judío.
De repente, como una llamada del destino, los comensales despertaron a la realidad de su situación. Durante unos cuantos segundos habían sentido la impresión absurda de que el décimo-quinto camarero podía ser el fantasma del difunto. Y se habían encontrado molestos, porque para ellos los fantasmas eran un embarazo, como los mendigos. Pero el recuerdo de la plata rompió el hechizo de lo milagroso, y rompiólo bruscamente y con una reacción brutal. El coronel derribó su silla y corrió hacia la puerta.
—Si había quince hombres —dijo— el decimoquinto, amigos, era un ladrón. Corramos a todas las puertas: las fronteras y las posteriores; asegurémoslo todo y luego hablaremos. Las veinticuatro perlas tienen que ser recobradas.
Audley pareció al principio titubear sobre si era distinguido tomar una cosa con tanta prisa, pero, viendo que el duque galopaba escaleras abajo, le siguió con más reposados movimientos.
En el mismo instante un sexto camarero entró anunciando que había encontrado los platos del pescado sobre un aparador, sin huella alguna de la plata.
El tropel de comensales y sirvientes que corría en confusión por los pasillos, se dividió en dos grupos. Los más de los Doce Pescadores siguieron al propietario para pedirle noticia sobre las salidas que había en la casa. Pound, con el presidente, el vicepresidente y uno o dos hombres más, se lanzó por el pasillo que conducía a la zona de la servidumbre, juzgando aquel lugar el más apropiado para una fuga. Al cruzar ante el cubil o caverna del guardarropa vieron tras el mostrador, en la sombra, una vaga figura, baja, vestida de negro. Debía ser un criado.
—¡Eh, usted! —gritó el duque—. ¿Ha visto pasar a alguien?
El hombre bajo sólo se limitó a decir:
—Acaso yo tenga lo que ustedes buscan, señores.
Se detuvieron, maravillados y confusos, mientras el hombre bajo se dirigía a la parte más oculta del guardarropa, volviendo con las manos llenas de reluciente plata, que puso sobre el mostrador con tanta calma como un tendero. Había doce cuchillos de pescado y doce tenedores de curiosa forma.
—¡Usted… usted! —empezó el coronel, perdido su equilibrio al fin.
Miró luego al interior del cuartito y vio dos cosas: una, que el hombre bajo y vestido de negro era un sacerdote, y otra que la ventana del cuarto estaba rota, como si alguien hubiese pasado por ella con violencia.
—Es natural que los objetos de valor se depositen en el guardarropa, ¿no? —indicó el clérigo con jovial mesura.
—¿Ha… robado usted estas cosas? —preguntó Audley con los ojos muy abiertos.
—Si tal hice —dijo, humorístico, el sacerdote— al menos las devuelvo, ¿verdad?
—Pero no lo hizo —adujo Pound, mirando todavía la ventana rota.
—Para ser claros, debo decir que no lo hice —manifestó, no sin cierta ironía, el Padre, sentándose con gravedad en un taburete.
—Pero sabe quien fue —replicó el coronel Pound.
—No conozco su nombre real —contestó plácidamente el sacerdote—, aunque sé algo de su vigor y mucho de sus conturbaciones espirituales. Aprecié su energía física cuando quiso ahogarme y estimé su moral cuando se arrepintió.
—¡Arrepentirse! —exclamó el joven Chester, en una especie de cacareo risueño.
El Padre Brown se levantó y cruzó las manos a la espalda.
—Es curioso, ¿verdad? —dijo—, que un ladrón y vagabundo pueda arrepentirse cuando tantos hombres ricos y asentados se mantiene frívolos y duros, sin fruto para Dios ni para los hombres. De todos modos, perdónenme si les digo que en esto invaden ustedes mi jurisdicción. Si dudan de la penitencia como hecho práctico, ahí tienen sus cuchillos y tenedores. Ustedes son «Los Doce Auténticos Pescadores» y han recogido sus peces de plata. Pero el Señor me ha hecho a mí pescador de hombres.
—¿Atrapo usted a ese sujeto? —preguntó el coronel, arrugando el entrecejo.
El Padre Brown miró fijamente el rostro adusto del coronel.
—Sí —repuso—. Le atrapé con una caña invisible y un invisible anzuelo, y con un invisible hilo capaz de permitirle llegar al extremo del mundo y luego hacerle volver con un solo tirón.
Hízose un largo silencio. Todos los presentes, menos Pound, fueronse a mostrar a sus compañeros los objetos recuperados o, a consultar a Lever sobre las singulares circunstancias del asunto. Sólo el torvo coronel quedóse allí, sentado al borde del mostrador, balanceando sus largas piernas y mordiéndose su negro bigote.
Al fin dijo al sacerdote:
—Ese sujeto debe ser inteligente, pero creo conocer a otro que lo es más.
—Es, en efecto, un sujeto inteligente —convino el Padre Brown—. En cuanto a lo otro, no sé qué quiere usted decir.
—Quiero decir —contestó el coronel, con una risa breve— que no tengo deseo alguno de ver preso a ese tipo, Sobre esto, tranquilícese. Pero daría muchos tenedores de plata con tal de saber exactamente como recuperó usted los cubiertos. Porque creo que de todos nosotros es usted el tipo más astuto y más al corriente de las cosas.
El Padre Brown pareció simpatizar con la sinceridad del taciturno soldado.
—Escuche —repuso sonriendo—, no le diré a usted la identidad del hombre ni su historia; pero no hay motivo particular que me impida exponerle los hechos anteriores que yo he averiguado.
Saltó sobre el mostrador con inesperada viveza y se sentó junto al coronel, balanceando en el aire sus cortas piernas, como un niño subido a una verja. Y comenzó a contar el relato con tanta naturalidad como si, estuviese al lado de un antiguo amigo, junto a un fuego navideño.
—Verá —dijo—: yo me hallaba encerrado en el cuarto contiguo escribiendo unas cosas, cuando, percibí en el corredor el ruido de unos pies ejecutando un baile tan raro como la misma danza macabra. Primero eran rápidos y ligeros como los de un hombre andando de puntillas por una apuesta; luego lentos, crujientes, descuidados como los de un hombre corpulento que pasea fumando un cigarrillo. Pero yo hubiese jurado que procedían de los mismos pies, y se movían en rotación; primero carrera, luego el paseo con intensidad, por qué un hombre había de ejecutar a la vez dos pasos tan diferentes. Uno de los andares me era conocido: se asemejaba al de usted coronel. Era el andar de un caballero bien alimentado esperando algo y paseando entretanto, más por natural actividad física que por impaciencia mental. Y me constaba conocer también el otro andar, pero no acertaba con lo que era. ¿Qué ser había yo conocido en mis viajes que anduviese de un modo tan extraordinario? Luego oí el entrechocar de unos platos y la respuesta se me apareció clara como el agua: era el andar de un camarero. Un andar con el busto inclinado hacia adelante, los ojos mirando hacia abajo, las puntas de los pies pegadas al suelo, colgantes los faldones de la levita y la servilleta al brazo. Pensé otro minuto y medio y creo que vi la comisión del delito tan claramente como si yo mismo lo hiciera.
Pound miró a Brown intensamente. Los benignos ojos pardos del sacerdote estaban fijos en el techo.
—Un delito —añadió Brown con lentitud— es un trabajo artístico como otro cualquiera. No se extrañe: los crímenes no son las únicas obras de arte que proceden de un taller infernal. Pero toda obra de arte, divina o diabólica, tiene una característica indispensable: que su centro o foco sea sencillo, por complicada que fuere la ejecución. Así, en «Hamlet», por ejemplo, lo grotesco del sepulturero, las flores de la loca, el fantástico primor de Osrico, la lividez del fantasma y las muecas de las calaveras son todo ello añadiduras que rodean, como una guirnalda, la figura trágicamente sencilla, de un hombre vestido de negro.
El Padre Brown deslizóse suavemente al suelo y sonrió, mientras proseguía:
—También este caso nuestro es la mera tragedia de un hombre vestido de negro. Sí —explicó, notando que el coronel le miraba con cierto asombro—. Todo este asunto gira en torno a un hombre vestido de negro. Aquí, como en «Hamlet», hay unos cuantos elementos barrocos que son, y perdonen, ustedes. Existe luego el camarero muerto que estuvo donde no podía estar. Y la mano invisible que robó la plata de ustedes, haciéndola evaporarse. Todo delito inteligente reposa, en última instancia, en un hecho básico muy sencillo. La ocultación consiste en cubrirlo, desviando los pensamientos ajenos fuera de él. Este amplio y sutil y, dentro del curso ordinario de las cosas, provechoso delito, se funda en el mero hecho de que un caballero vista el mismo traje de etiqueta que un camarero. Todo lo demás fue ejecución, y muy buena, por cierto.
—Con todo —repuso el coronel, frunciendo el entrecejo y mirándose los pies—, me parece que no le comprendo bien todavía.
—Coronel —dijo el Padre Brown—, ese arcángel de desenvoltura que les robó los cubiertos anduvo una veintena de veces por este pasillo a plena luz de las lámparas. No se escondió en rincones oscuros, donde hubiese podido producir sospechas. Se movió sin cesar en pasillos iluminados y lugares donde parecía lógico que estuviese. No me pregunte que aspecto tenía: le ha visto usted seis o siete veces lo menos esta noche. Usted estaba, con todos los demás magnates sus amigos, en la terraza que se abre a la derecha del final del corredor. Siempre que el ladrón aparecía entre ustedes lo hacía con el talante de un camarero, con la cabeza inclinada, la servilleta al brazo y los pies ligeros y silenciosos. Llegaba a la terraza, se ocupaba de la mesa y volvía después hacia las habitaciones de la servidumbre. Y cuando venía hacia aquí, a la vista de los camareros y el empleado del despacho, se convertía en otro hombre. Sí, era otro en todos los detalles de su cuerpo, en todos sus ademanes instintivos. Circulaba entre los sirvientes con la indiferente insolencia que los humildes están acostumbrados a ver en superiores. A ninguno le extraño que un miembro de una reunión distinguida paseara de un lado a otro como un animal en su jaula, porque saben que nada caracteriza tanto a un privilegiado como moverse por donde se antoje. Cuando se había cansado de vagabundear, magnífico, por aquí, dirigíase hacia el salón y, bajo el arco que se abre después de la oficina, pasaba a ser, como por hechizo, un obsequioso camarero de «Los Doce Pescadores». ¿Por qué unas personas como ustedes habían de fijarse en un camarero? ¿Por qué los camareros habían de sospechar de los más distinguidos? Una o dos veces hizo cosas que exigían inmensa serenidad. En la habitación privada del propietario del hotel pidió un sifón, asegurando que estaba sediento. Afirmó, campechano, que el mismo se lo llevaría a la mesa y así lo hizo. Apareció con el sifón entre ustedes que le creyeron un sirviente ocupado en un servicio obvio. Por supuesto, no le hubiera sido posible mantener largo rato el juego, pero le bastaba mantenerlo hasta que concluyera el plato de pescado.
»Su momento más difícil fue cuando los camareros se alinearon junto a la pared, al entrar ustedes; pero aún así acertó a recortarse en el muro con tal destreza, que los camareros le creyeron un señor, mientras los señores le creían un camarero. Lo demás fue todo sobre ruedas. Si un camarero le veía fuera de la mesa, el camarero le creía un lánguido aristócrata. Dos minutos antes de que los servidores retirasen el pescado, él, convertido en rápido camarero, lo retiró personalmente. Depositó los platos en un aparador, guardóse los cubiertos en los bolsillos (lo que daba a su traje un aspecto de rara hinchazón) y corrió como una liebre hacia el guardarropa. Entonces volvía a ser un plutócrata, un plutócrata que ha de salir de pronto a causa de una inesperada prisa. Le bastaba dar su boleto al encargado del guardarropa, recoger su gabán y salir tan elegantemente como había, entrado. Sólo…, sólo que sucedió que quien le atendió en el guardarropa, fui yo mismo.
—¿Qué le hizo usted? —exclamó el coronel con desusada energía—. ¿Y qué le dijo él?
—Perdón —repuso el sacerdote—. La historia termina aquí.
—Termina donde empieza a ser interesante —murmuró Pound—. Comprendo la habilidad profesional del ladrón. Pero no la de usted.
—He de irme ya —contestó el Padre Brown.
Ambos se dirigieron al vestíbulo, donde vieron la faz juvenil y pecosa del duque de Chester, que se lanzó alegremente hacia ellos.
—¡Venga Pound! —exclamó, casi sin aliento—. Le estaba buscando. La comida se ha reanudado magníficamente y el buen Audley va a pronunciar un discurso en honor de la recuperación de los tenedores. Debemos establecer alguna ceremonia para conmemorar esta ocasión. ¿Qué idea se le ocurre a usted, que en realidad es quien ha recobrado los cubiertos?
—Sugiero —dijo el coronel, mirando al joven con irónica aprobación— que de aquí en adelante nuestros trajes de etiqueta, en vez de ser negros, sean verdes. Si no, cabe que surjan ciertos equívocos del hecho de poder confundirnos con un camarero.
—¡Al diablo con eso! —atajó el joven—. Un caballero no puede confundirse con un camarero jamás.
—Ni un camarero con un caballero, probablemente —repuso Pound—. Opino, reverendo, que su amigo debía ser un hombre muy inteligente para saber portarse como un caballero.
El Padre Brown abotonose hasta el cuello su vulgar sobretodo, juzgando que la noche amenazaba tormenta, y tomó del paragüero su vulgar paraguas.
—Sí —dijo—. Es duro trabajo el de ser caballero, pero, ¿sabe?, yo pienso a veces que debe resultar casi tan complicado ser camarero.

Y, diciendo «Buenas noches», empujó las pesadas puertas de aquel palacio de placeres. Las doradas verjas se cerraron tras él y el sacerdote emprendió una rápida marcha por las calles oscuras y húmedas, en busca de un autobús.

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