martes, 26 de marzo de 2019

LAS MANOS DEL SR. OTTERMOLE Thomas Burke. Literatura de rescate.


thomas Burke (el 29 de noviembre de 1886 – el 22 de septiembre de 1945) era un autor británico. Nació en Eltham, Londres.
Su primera publicación acertada era Noches Limehouse (1916), una colección de historias centradas alrededor de la vida en el distrito necesitado de Limehouse de Londres. Muchos de los libros de Burke presentan el carácter chino Quong Lee como el narrador.
"La Hora Lamplit", un poema secundario a partir de Noches Limehouse, era la música puesta en los Estados Unidos por Arthur Penn en 1919. Que mismo año, el director de cine americano D. W. Griffith usara otro cuento de la colección, "La Grieta y el Niño" como la base de su guión para la película Broken Blossoms. Griffith basado su película Dream Street (1921) en "Gina de Burke de Barrio chino" y "Canción de la Lámpara".

Vida

Thomas Burke era Sydney Thomas Burke nacido el 29 de noviembre de 1886 en Clapham, un barrio residencial del sur de Londres que para los finales del siglo se había caído del favor con las clases medias. El padre de Burke murió cuando tenía apenas unos meses y le enviaron finalmente para vivir con su tío en el Álamo. A la edad de diez años se quitó a una casa para muchachos de la clase media que eran“ [r] espectably bajados pero sin el adecuado significa para su apoyo.” Cuando Burke dio vuelta dieciséis comenzó a trabajar como un mandadero, un trabajo que profundamente detestó. En 1901, publicó su primer escrito profesional titulado “Los Diamantes de Bellamy” en la revista Spare Moments. También corrigió algunas antologías de la poesía de niños que se publicaron en 1910-1913.
En 1915, Burke publicó a Nights en la Ciudad: Una Autobiografía de Londres, que presentó sus descripciones de la clase obrera vida nocturna de Londres incluso el ensayo, ‘Una Noche china, Limehouse' sin Embargo, sólo en la publicación de Limehouse Nights en 1916 obtuvo cualquier aclamación sustancial como un autor. Esta colección de cuentos melodramáticos, puestos en un ambiente de la clase baja poblado por inmigrantes chinos, se publicó en tres revistas británicas, La Revisión inglesaColor y El Nuevo Testigo, y recibió la atención marcada de revisores literarios. Limehouse Nights ayudó a ganar a Burke una reputación como “el laureado del Barrio chino de Londres.” La escritura de Burke también influyó en formas populares contemporáneas del entretenimiento, como la industria cinematográfica naciente. En efecto, D. W. Griffith usó el cuento “La Grieta y el Niño” de Limehouse Nights como la base para su película silenciosa popular Flores Rotas (1919).
Deshágase seguido para desarrollar sus descripciones de la vida de Londres durante sus trabajos literarios posteriores. Gradualmente amplió su grupo con novelas como El Sol en el Esplendor, que se publicó en 1926. También siguió publicando ensayos sobre el ambiente de Londres, incluso piezas como "El Verdadero East End" y "Londres en Mis Tiempos." Deshágase murió en el Hospital Homeopático en el Cuadrado de Queens, Bloomsbury el 22 de septiembre de 1945. Su cuento “Las Manos de Ottermole” fue votado más tarde el mejor misterio de todo el tiempo por críticos en 1949.

Inexactitudes biográficas

Cualquier tentativa de describir exactamente la vida de Thomas Burke es con severidad complicada por muchas cuentas fictionalized de su juventud que circuló extensamente durante su vida. Propio Burke era principalmente responsable de fabricar y diseminar estas historias autobiográficas, que solía sostener su reclamación de authorial de un conocimiento íntimo de la vida entre las clases bajas. Como la crítica literaria Anne Witchard nota, la mayor parte de lo que sabemos sobre la vida de Burke está basado en trabajos que “pretenden ser autobiográficos [y] aún contener mucho más invención que la verdad.” Por ejemplo, aunque creciera en los barrios residenciales, Thomas Burke reclama en su novela autobiográfica El Viento y la Lluvia: Un Libro de Confesiones (1924) para haber nacido y haber levantado en el East End, un área de la clase obrera inferior de Londres. Además, con este trabajo declara que creciendo como un huérfano en el East End ofreció amistad a un comerciante chino llamado a Quong Lee de quien aprendió sobre la vida china en Londres. Burke también dijo a periodistas que se había “sentado en los pies de filósofos chinos que guardaron guaridas de opio para aprender de los labios que podrían enmarcar inglés sólo roto, los secretos, bien y el mal, del Este misterioso.”
Estos cuentos idealizados de los años mozos de Burke a menudo eran aceptados por los críticos literarios del día y fueron en gran parte incontestados por sus contemporáneos. Aunque la escritura posterior de Burke, incluso el Hijo del libro de Londres más exactamente describa a su juventud en los barrios residenciales, la mayoría de su autobiogaphies dan testimonio a su conocimiento supuestamente íntimo de la vida de la clase baja. Estas autobiografías fabricadas permitieron a Burke establecer su autoridad como un experto en los chinos en Londres, permitiéndole crear a un personaje que solía vender sus trabajos ficticios de Limehouse. Como Witchard nota, Burke, a través de su escritura, se colocó como un "vidente" en un “proceso oculto” de representar 'a los Otros' subculturales de Londres.

Recepción

Público

A pesar de una lista larga de trabajos, el reconocimiento de Burke en gran parte concierne Noches Limehouse, su segundo libro de historias de Londres. Publicado en 1917, los cuentos arenosos de Burke del Barrio chino de Londres encendieron la controversia inmediata. El libro fue al principio prohibido por bibliotecas circulantes, no sólo por motivos de la inmoralidad general, sino también para las relaciones interraciales escandalosas retratadas entre hombres chinos y mujeres blancas. Juego durante la Primera guerra mundial en un Imperio británico que disminuye, las Noches de Limehouse agravaron ansiedades ya presentes. Como la crítica Anne Witchard nota, el siglo veinte Gran Bretaña de la vida de Burke propagó la idea de perilism Amarillo, que vio la presencia de los chinos en Londres como una causa de "plaga metropolitana degenerativa y decadencia imperial y racial”. En ningún pedazo gracias a Burke y su Saxofón, contemporáneo Rohmer, lo que había sido una población inmigrante china en gran parte desapercibida ahora se encontró bajo el escrutinio público. La culminación de esta atención negativa era una histeria a finales de los años 1920, centrados alrededor de reclamaciones “del hipnotismo de muchachas blancas por hombres amarillos”. En América, ayudada por la adaptación de D.W. Griffith de “La Grieta y el Niño,” 1919 película silenciosa Flores Rotas, la recepción de Burke era mucho más positiva. Tener tan estrechamente ató su literatura a Limehouse, iluminando una comunidad por otra parte sombreada, es algo absurdo que la popularidad de Burke guardó correlación con la decadencia de la concentración china en el distrito, abandonándole todos excepto el olvidado hoy.

Crítico

La recepción crítica de Burke tan se concentra durante Noches Limehouse como su recepción pública. El consenso es en gran parte positivo, alabanza que viene de tales autores notables como H.G. Wells y Arnold Bennett. Incluso las revisiones negativas tienden a ser atenuadas por el reconocimiento para el arte de Burke. El crítico Gilbert Seldes, por ejemplo, escribió:
“Posiblemente los libros del Sr. Burke, inmediatamente vigorosos y disolutos, se pueden respetar después; uno sólo teme que se encuentren un poco sin sentido, poca carencia en la dirección social. Es esa carencia, por supuesto, que los hace tan atractivos. Puesto que se puede mencionar, éstas son cosas maravillosamente buenas de leer.”
Más revisores extasiados repiten la comparación favorable del crítico Milton Bronner: “No ya que los días cuando Kipling se reventó sobre la palabra inglesa tienen el poder más escarpado mostrado de cualquier escritor y la fuerza impulsora”. A diferencia de Kipling, que escribió a la altura del Imperio en India distante, sin embargo, la interpretación reciente sugiere que Burke encontró el éxito crítico por traer la casa exótica, proporcionando la fuga a un público agarrado en la brutalidad sin precedentes de la Primera guerra mundial.
Las revisiones de muchos otros trabajos de Burke más se mezclan, y siempre se eclipsan por las Noches Limehouse polémicas y acertadas. Twinkletoes, publicado un año más tarde en 1918, montó a caballo en la misma onda de la aprobación. Más Noches Limehouse en 1921 también eran generalmente bien acogidas, pero Burke cada vez más se criticó por la repetición. Como el crítico John Gunther comentó, “puede ser verdad que Londres es bastante grande para poner nueve libros sobre ella de una mano. Pero esa mano debería ser uno más grande que Thomas Burke”. Mientras el interés crítico a Burke es típicamente escaso ahora, cuando reconocido todavía se considera favorablemente como un autor del Modernista.

Trabajos literarios

Thomas Burke pensó que se era Londoner verdadero tanto de nacimiento como en el espíritu, y la gran mayoría de sus escrituras se preocupa por la vida cotidiana en Londres. Los ajustes y los pueblos de clase obrera Londres se hizo un elemento importante con trabajo de Burke, y ajuste de la clase baja y carácter 'tipos' repetidamente se usan tanto en sus ensayos ficticios como en documentales. La escritura de Burke sigue en la tradición de James Greenwood y Jack London con su no ficción, representación periodística de calles de Londres y la gente en ellos. Burke ganó el reconocimiento con su primer libro, Noches En la Ciudad, en 1915. Las Noches de Limehouse eran su primer éxito popular, aunque fuera en gran parte una repetición del mismo material en Noches en la Ciudad, sólo en la forma de la ficción.
Burke ha usado de hecho el mismo material para producir géneros diferentes de la escritura — como ensayos en la Ciudad de Noches: Una Autobiografía de Londres, como cuentos ficticios en Noches Limehouse, como una novela en Twinkletoes, y como poesía en El Cancionero de Quong Lee de Limehouse. Aunque la mayoría de escritura de Burke se preocupara por Londres, y más expresamente el East End y el distrito de Limehouse, Burke también publicó varias piezas eclécticas y "inusitadas". Con Piezas de noche (1935) y Asesinato en Elstree o el Sr. Thurtell y Su Calesa, Burke intentó su mano en la ficción de horror. En contraste con esto, Burke también publicó La Belleza de Inglaterra (1933) y English Inn (1930), que representan el campo de Inglaterra y El Círculo Externo, que contiene una serie de ramblings sobre los barrios residenciales de Londres. En 1901 “Los Diamantes de Bellamy” se publicó en Momentos de Repuesto “que cada semana ofrecía una Guinea para el mejor cuento hecho pasar” (169).

Noches de Limehouse y estilo literario

La escritura de Burke mezcla varios estilos a fin de crear un retrato dramático de Londres. Las Noches de Limehouse y sus varias secuelas clasificaron a Burke como un “abastecedor de historias melodramáticas de lujuria y asesinato entre las clases bajas de Londres”. Tanto sus ensayos como ficción, concentrándose en particular durante Noches Limehouse, se caracterizan, aparentemente paradójicamente, con realidad áspera y perspectivas más idealizadas, poéticas. Por último, el estilo de Burke es el de una mezcla de realismo y romanticismo. El conocimiento de primera mano de Burke (aunque exagerado en sus autobiografías ficticias) y amor por la City de Londres permitió a Burke escribir íntimamente sobre la vida de Londres. Burke también era bajo la influencia del trabajo de Thomas de Quincy, y muchas de sus escrituras que se concentran en el distrito de Limehouse se parecen con las Confesiones de Quincy de un Comedor de Opio inglés.

D. W. Griffith y la influencia de Burke en película

El cineasta americano D. W. Griffith usó el cuento de Burke "La Grieta y el Niño" a partir de Noches Limehouse como la base para su película silenciosa Flores Rotas(1919). La película era equivalente en talla, estilo y prominencia a un éxito de ventas contemporáneo. Griffith pagó mil libras por derechos a la historia, que era una suma enorme entonces. Esto levantó la conciencia del público del distrito de Limehouse y la pobreza en Londres. La película se rehizo en 1936.
Otras adaptaciones de la película han estado basadas en las historias de Burke también. Charlie Chaplin sacó Una Vida de perro (1918) a partir de Noches Limehouse y libro de Burke que Twinkletoes (1926) se hizo en una película del mismo nombre, Colleen Moore protagonizada, Tully Marshall, Gladys Brockwell, Lucien Littlefield y Warner Oland, dirigido por Charles Brabin. Curlytop de Maurice Elvey (1924) combina varias escenas de Limehouse y otras historias de Burke también se usaron como el material para Regalos de Alfred Hitchcock. El británico de 1949 spiv película Ningún Camino detrás está basado en el Berilo de Burke y Croucher.

Trabajos de la no ficción

Además de sus Noches autobiográficas en la Ciudad, Thomas Burke escribió una cuenta documental del Barrio chino en su libro y Sobre. En el capítulo titulado "Barrio chino" Burke Visitado de nuevo se explica una visita en 1919 al distrito de Limehouse. Mientras allí con un amigo, Coburn, Burke descubre que Limehouse sobre el cual escribió en Noches Limehouse ha desaparecido. Explica que el delito, el sexo y la característica de violencia de Limehouse han sido regulados por la policía local. Ya no presente era la vida del distrito chino que Burke había creado. Como nota, "la vergüenza encantadora del Barrio chino se ha marchado".
Los trabajos documentales posteriores de Thomas Burke, como analizado por Matt Houlbrook en Londres Extraño, examinan, si sólo de un modo indirecto, las comunidades homosexuales de Londres. En 1922, Burke publicó al Espía de Londres: Un Libro de Viajes de la Ciudad, la parte de los cuales describe la relación homosexual masculina como la existencia dentro de los lugares públicos de la ciudad: "Sólo en las esquinas nebulosas de las calles que se espesan el … puede [las parejas homosexuales] alcanzan la soledad buscan … Para el amante joven … la calle es más privada que la casa.”
En 1937, Burke publicó Para Su Conveniencia: Un Diálogo Culto Instructivo a todo Londoners e Invitados de Londres. La cuenta documental de Burke, según Houlbrook, “ofrece un irónico — de pesadamente ser velado — la acusación de costumbres sexuales contemporáneas", y otra vez establece público, más bien que espacios privados, en particular urinarios, como los sitios del deseo homosexual. Proporcionando un mapa verbal y visual de Londres con las posiciones de urinarios claramente marcados, Burke“ [formaliza] el conocimiento masculino de estas posibilidades sexuales” y“ [codifica] su conocimiento de la táctica tenía que usar estos sitios sin peligro”. El trabajo de Burke como un observador urbano así permite que él trace un mapa del mundo público de Londres extraño y reflexione sobre el grado al cual la interacción con los puntos de referencia públicos de Londres envolvió comunidades homosexuales en una narrativa histórica de la formación de identidad.

Bibliografía

Bibliografía secundaria

  • R. Thurston Hopkins, "En los Pasos de Thomas Burke", el Capítulo XIII de Peregrinaciones de Londres (Londres: Brentano, 1928), pps 193-210.
  • Barry Milligan, Placeres y Dolores: Opio y el Oriente en Cultura británica del Siglo diecinueve (Charlottesville & London: de Virginia, 1995).
  • George A. Wade, "La cockney John Chinaman", La Revista Ilustrada inglesa (julio de 1900): 301-07.
  • Anne Witchard, "Aspectos de Limehouse Literario: Thomas Burke y la ‘Vergüenza encantadora de Barrio chino", Londres Literario: Estudios Interdisciplinarios en la Representación de Londres, 2, 2 (septiembre de 2004): 7 pps.

LAS MANOS DEL SR. OTTERMOLE

Thomas Burke
A
 las seis de un anochecer de enero, el señor Whybrow regresaba a su casa por las calles que, como hilos de tela de araña, se entrecruzan al este de Londres. Había abandonado el áureo refulgir de la Calle Mayor a que le llevara el tranvía, de regreso del trabajo cotidiano, y seguía ahora ese tablero de ajedrez de calles secundarias al que se da el nombre de Mallon End. En estos lugares no quedaba resto alguno del bullicio de la Calle Mayor. Pocos pasos al sur hallábase una ruidosa marea de vida; aquí, sólo vagas figuras y sofocadas vibraciones. Whybrow estaba en el rincón de Londres que constituye el último refugio de los vagabundos de Europa.
Como acompasando su marcha al tono de la calle, Whybrow andaba despacio y con la cabeza baja. Diríase que meditaba en una grave dificultad, pero no sucedía así. No le turbaba cosa alguna. Andaba despacio porque había estado en pie todo el día y si bajaba la cabeza, caviloso, era tratando de adivinar si su mujer le habría preparado, para tomar con el té, arenques o róbalo, y esforzándose en decirse cuál de ambas cosas resultaría más agradable en una noche como aquélla. Noche mala, en verdad, toda humedad y bruma. La niebla le acometía ojos y garganta, y la humedad, densa sobre el pavimento, arrancaba a los dispersos faroles un reflejo grasoso que daba escalofríos. Todo esto hacía más gratas, por contraste, las meditaciones de Whybrow, muy dispuesto a honrar la colación, fuese de róbalo o de arenques. Su pensamiento, salvando el horizonte de ladrillos, adelantábase a su marcha en media milla. Veía una cocina iluminada por el gas, un chispeante fuego y una mesa servida. En el fogón había tostadas, cantaba a un lado la tetera y se difundía un picante olor de arenques, si no de róbalos o salchichas, Esta visión dio a los doloridos pies del viandante un impulso de energía. Con un movimiento de hombros pareció alejar la humedad de sí, mientras aceleraba el paso camino de lo positivo y real.
Pero el señor Whybrow no estaba llamado a tomar el té aquella noche, ni ninguna otra. El señor Whybrow iba a morir. A cosa de cien pasos tras él caminaba otro hombre, un hombre semejante a Whybrow o a otro cualquiera, pero exento de las cualidades que permiten a la humanidad vivir en paz y no como locos en una selva. Un hombre con el corazón muerto, que hacía nacer de su putrefacción las deletéreas materias propias de la tumba. Y aquel ser en forma humana, presa de un capricho o de una idea fija —¿quién podría saberlo?— había resuelto que Whybrow no volviera a probar un arenque en su vida. No era que tuviese resentimientos contra Whybrow. No era que éste despertase su antipatía. De hecho, nada sabía de Whybrow, salvo que le veía con frecuencia en las calles. Pero movido por una fuerza que había tomado posesión de su ánimo, aquel hombre escogió por víctima a Whybrow con esa misma elección ciega que nos hace preferir una mesa determinada en un restaurante donde hay otras cuatro o cinco vacías, o coger una manzana de un frutero donde se juntan media docena de manzanas iguales. Era la misma opción ir razonada que lleva a la Naturaleza a desencadenar un ciclón en un lugar cualquier del planeta, matando a quinientas personas y dejando ilesas a otras quinientas. De idéntico modo aquel hombre había designado a Whybrow para víctima suya como pudiera habernos designado a usted o a mí, de haber estado aquel día dentro de su radio visual. Y a la sazón el hombre se deslizaba por las calles azulosas, frotándose las manos, grandes y blancas, y acercándose cada vez más a la casa del señor Whybrow y al señor Whybrow mismo.
Aquel hombre, sin embargo, no era un mal sujeto. Tenía muchas buenas cualidades y una gran simpatía, y pasaba por persona respetable, como les sucede a la mayoría de los criminales afortunados. No obstante, habíasele ocurrido el pensamiento de que le gustaría asesinar a alguien aquella noche y, como no temía a Dios ni a los hombres, iba a ejecutar su antojo y marcharse después a tomar el té. No digo esto por decir, sino como un hecho, Por raro que pueda parecer, los asesinos se sientan a la mesa después de cometer un asesinato. No hay razón alguna que lo dificulte, y sí muchas que lo abonan. En primer término el asesino necesita mantener su vitalidad física y mental si aspira a encubrir su crimen. Además, la tensión de lo realizado le despierta el apetito, y la satisfacción de haber realizado una cosa deseada le produce cierta indulgente tendencia a refocilarse con los placeres humanos. Suele darse por hecho entre los no asesinos que el que mata se siente siempre dominado por el horror de su acto y el temor a lo que pueda ocurrirle; mas el tipo que padece tales sentimientos es raro. Desde luego, a todo criminal le interesa su seguridad ante todo, pero la vanidad es cualidad típica de la mayoría de los asesinos, y ello, unido al contento del triunfo, les da la confianza de quedar impunes. En consecuencia, una vez restauradas las fuerzas con una buena comida, el asesino se aplica a pensar en su seguridad con cierta leve inquietud —semejante, por ejemplo, a la de una casada joven cuando organiza su primera comida de invitados—, pero nada más. Criminólogos y policías aseguran que todo delincuente comete siempre un desliz que a la larga le delata; pero ésta sólo es una verdad a medias. Es cierto respecto a los criminales que son apresados. Pero muchos criminales no lo son, y, por tanto, no deben haber incurrido en desliz alguno. Este hombre no incurrió tampoco.
En cuanto al horror del remordimiento, numerosos capellanes de prisiones, médicos y abogados, nos aseguran que entre todos los asesinos a quienes han hablado poco antes de la ejecución, sólo algunos aisladamente demuestran cierto arrepentimiento de su acto y cierta tortura mental. La mayoría siente únicamente la exasperación de verse cogidos cuando tantos otros quedan en libertad, o la indignación de verse condenados por la comisión de un acto tan razonable como el suyo. Por normales y humanos que fuesen antes del asesinato, parecen absolutamente faltos de conciencia después del mismo. Porque, ¿qué es la conciencia? Un sobrenombre cortés de la superstición, la cual es a su vez otro sobrenombre cortés del miedo. Los que asocian el remordimiento con el asesinato están, sin duda, influidos por la historia de Caín, o bien pretenden incorporar sus propias frágiles mentalidades a la del asesino, con lo que obtienen reacciones falsas. Las gentes pacíficas no pueden coincidir con el ánimo de un asesino porque no sólo difieren de él en tipo mental, sino también en la composición y estructura química de sus cuerpos. Hay ciertos hombres capaces de matar, no sólo a una sino a dos o tres personas, y luego marchar tranquilamente a sus ocupaciones, mientras otros no osarían siquiera herir a alguien, aunque mediase la más terrible provocación. Y gentes así son las que imaginan al asesino presa de remordimientos y de temor de la ley cuando, de hecho, está sentado tranquilamente ante su cena.
El hombre de las manos blancas y grandes sentía tantas ganas de comer como Whybrow, pero antes tenía que ejecutar una cosa. Y, una vez esta cosa ejecutada y tomadas todas las precauciones sobre su seguridad personal, el hombre se iría a comer tan tranquilamente como el día antes, cuando sus manos aún estaban puras.
Camina, Whybrow, camina, y mientras lo haces mira por última vez las conocidas características de tu diario trayecto nocturno. Piensa en la mesa servida de tu cocina. Advierte su calidez, su atractiva y belleza. Complácete en sus gratos olores domésticos, pues nunca más te sentarás a ella. Porque hace diez minutos que la sombra que te persigue ha hablado en su corazón, dictando tu sentencia. Ahí vais, tú y esa sombra, moviéndoos a través de un ambiente verdoso, sobre aceras de un azulado polvoriento, ahí vais, uno para matar y otro para morir. Camina. No te apresures, que cuando más despacio andes más tiempo aspirarás el aire verdoso de esta noche de enero, y verás las luces mortecinas de las tiendecitas, y oirás el agradable rumor de la multitud londinense y la música dulzona de los organillos callejeros. Todas estas cosas te son muy caras, Whybrow. Ahora no lo sabes, pero dentro de quince minutos tendrás dos segundos para pensar en lo indeciblemente querido que todo esto te era.
Camina, camina por este enloquecedor tablero de ajedrez de las calles. Estás ahora en Lagos Street, donde acampan todos los errabundos del oriente de Europa. Un minuto más y habrás llegado a Loyal Lane, entre los míseros alojamientos que albergan a los aspeados y los inválidos de este gran campamento de Londres. La calle huele a esos seres y la blanda oscuridad parece cargada del llanto de lo inútil. Pero tú no eres sensible a esas cosas impalpables y, sin reparar en ellas, como todas las noches, alcanzas Blean Street y sigues andando. Del suelo al cielo se levantan los cobijos de una colonia extranjera. En los muros de ébano se abren ventanas color de limón. Tras ellas se desarrolla una vida ajena, con formas que no son de Londres ni del país, y, sin embargo, igual en esencia a la que tú, Whybrow, llevas y esta noche dejarás de llevar. Llega desde lo alto una voz que entona el «Cantar de Katta». Por una ventana se ve a una familia ejecutando un rito religioso. Tras otra, una mujer sirve té a su marido. Divisas, a un hombre recomponiendo un par de botas y a una madre bañando a su hijo. Ya has visto todo eso antes y nunca te has fijado en ello. Tampoco te fijas ahora. Pero te fijarías si supusieses que no vas a volverlo a ver. Y no volverás a verlo, no porque tu vida haya llegado a su término natural, sino porque un hombre con quien a menudo te cruzas en la calle ha sentido el capricho de usurpar la autoridad a la naturaleza y destruirte. Y acaso convenga que no repares en nada terrestre, porque tu vida en la tierra ha terminado. Unos minutos más, un momento de terror y luego…
La sombra asesina se mueve cada vez más cerca de ti. Ya sólo os separan veinte pasos. Oyes sus pisadas, pero no vuelves la cabeza. Son pisadas familiares, estás en Londres, en la seguridad de tu propio barrio, y tu instinto te dice que un rumor de pasos no son sino un mensaje de humana compañía.
Pero ¿no notas en esos pasos un algo que suena con especial latido? ¿Un algo que dice «Cui-da-do, cui-da-do. A-se-si-no. A-se-si-no?» No; nada oyes en esos pasos. Son pasos corrientes. Los pies del malvado tienen el mismo compás que los del hombre bueno. Pero esos pies, Whybrow, acercan a ti dos manos y esas manos engarfian ahora sus músculos, preparando tu fin. Toda tu vida has estado viendo manos humanas. ¿Has adivinado nunca el horror que pueden encerrar esos apéndices, símbolo usual de nuestros instantes de afecto, confianza y saludo? ¿Has imaginado las posibilidades siniestras que radican en ese miembro de cinco tentáculos? No, no las has imaginado, porque todas las manos que has vistos se tendían hacia ti con amabilidad o camaradería. Y, sin embargo, aunque los ojos pueden odiar y los labios verter ponzoña, sólo ese miembro puede recibir las acumuladas esencias del mal y transformarlas en corrientes de destrucción. Satán entra en el hombre por muchos caminos, pero sólo en sus manos humanas halla un instrumento de su voluntad.
Un minuto más, Whybrow, y conocerás cuánto horror pueden encerrar unas manos humanas.
Estás ya muy cerca de casa. Has doblado la esquina de tu calle —Gaspar Street— y te hallas en el centro del tablero de ajedrez. Ves la ventanita frontera de tu casa, de cuatro habitaciones. En la calle oscura tres espaciados faroles crean una penumbra más desconcertadora que las mismas tinieblas. Además de sombra, en esta calle hay soledad. En torno, nadie; en las salas fronteras ninguna luz, porque todas las familias comen en la cocina; y sólo en algún cuarto superior, subarrendado, se divisa una claridad débil. Nadie hay en la calle, salvo tú y el que te sigue, en quien no has reparado. Tantas veces le has visto que es como si no le vieras ninguna. De volver la cabeza, le dirías «Buenas noches» y continuarás andando. La idea de que es un probable asesino te haría reír. Imposible hallar ocurrencia más sandia.
Ya estás en tu puerta. Sacas tu llave. Cuelgas en el recibidor tu sombrero y tu abrigo. Tu mujer te ha llamado desde la cocina, y tú aspiras un perfume que es como un eco de esa llamada —¡perfume de arenques!—, cuando suena en la puerta un golpe seco.
Huye, Whybrow, huye de esa puerta. No la toques. Aléjate de ella y de la casa. Sal, con tu mujer, por la puerta trasera, salta el vallado y llama a los vecinos. Pero no abras la puerta. Whybrow, no la abras… Pero el señor Whybrow abrió la puerta.
Tal fue el principio de lo que luego fue llamado la serie de Horrores del Estrangulador. Se llamó horrores a aquella serie de crímenes porque eran más que asesinatos. Nunca respondían a un móvil y parecía flotar sobre ellos una aureola de magia negra. Todos los asesinatos se cometían a una hora en que la calle donde los cadáveres eran encontrados estaba desierta de todo posible y perceptible asesino. Era siempre una calle solitaria, y con un policía a su extremo. El policía no había vuelto la espalda a la calle del crimen por mucho más de un minuto.
Y al examinarla otra vez debía lanzarse, a la carrera, con noticias de un nuevo estrangulamiento. Pero en cualquier dirección que se mirase, nada se veía ni se tenían informes de haber visto a nadie. Otras veces el guardia de servicio en una calle larga y silenciosa, era llamado a una casa donde aparecían muertas personas que pocos segundos antes estaban vivas. Y tampoco entonces se veía a nadie, y aunque los silbatos de la policía crearan en el acto un cordón de vigilancia alrededor del lugar del suceso, y aunque se registrasen las casas, no se encontraba ningún posible asesino.
La primera noticia del asesinato de los esposos Whybrow la transmitió el sargento de la comisaría del distrito. Dirigíase a su casa, de vuelta de su servicio, cuando, al pasar por Gaspar Street, vio abierta la puerta del número 98. Mirando, divisó, a la luz de gas del pasillo, un cuerpo inmóvil en el suelo. Tras una segunda ojeada tocó su silbato y cuando los guardias acudieron, hizo que uno lo acompañase a registrar el edificio, mientras enviaba a otros a hacer averiguaciones en las cercanías. Pero ni en aquella casa, ni en las contiguas, ni en la calle, se hallaron vestigios del asesino. Un vecino había, percibido el ruido de la llave del señor Whybrow en la puerta, que era tan regular y tan cotidiano, que oyéndolo se sabía con certidumbre que eran las seis y media. Y desde aquel momento, el primer ruido notado en la calle fue el del silbato del sargento. Nadie había visto entrar o salir de la casa a persona alguna y las gargantas de los estrangulados no tenían huellas digitales, ni ninguna otra. Un sobrino de Whybrow, llamado a la casa, no encontró en ella falta de nada, aparte de que Whybrow no poseía cosas de valor. El escaso dinero existente en la morada se hallaba intacto, y no había signos de lucha ni de alteración en los objetos. De hecho no había signos de nada, sino de un doble, brutal e inútil asesinato.
Whybrow era conocido de los vecinos y compañeros de trabajo como un hombre pacífico, tranquilo, hogareño, incapaz de tener enemigos. Pero los asesinados rara vez los tienen. Quien odia a un hombre hasta el punto de anhelar dañarle, sólo excepcionalmente le mata, ya que se sospecharía en seguida de él. Por tanto, la policía se encontraba sin pista para buscar al asesino, sin móviles del asesinato. Sólo existía el hecho escueto del crimen.
Las primeras noticias de éste estremecieron a Londres e hicieron correr un sobresalto por todo Mallon End. Dos personas inofensivas habían sido asesinadas, sin propósito de venganza ni robo, y el criminal, que al parecer había seguido un impulso momentáneo, estaba libre. No habiendo dejado huellas y en el supuesto de que no tuviera cómplices era verosímil que continuase libre indefinidamente. Un hombre solo, de cabeza despejada, no temeroso de Dios ni de los hombres, puede, si quiere, esclavizar a una ciudad y hasta un país entero. Pero el criminal ordinario no es por lo general hombre despejado ni le gusta la soledad. Necesita, si no el apoyo de sus cómplices, al menos alguien con quien hablar de sus crímenes, porque su vanidad exige la satisfacción de contemplar el efecto que sus hechos causan. Por eso el criminal corriente suele frecuentar tabernas, cafés y otros sitios públicos. Así, más pronto o más tarde, en una efusión de camaradería, cuenta la verdad y el confidente, que abunda en todas partes, tiene fácil tarea.
Pero, en esta ocasión, aunque se poblaron de confidentes y policías los bares y toda clase de tugurios públicos, y aun cuando se hizo correr la voz de que quien delatase al criminal recibiría ayuda y recompensa, no se encontró dato alguno sobre el asesinato. Era evidente que el asesino no tenía amigos ni buscaba compañías. Todos los delincuentes conocidos como hombres de este tipo, fueron citados e interrogados, pero también pudieron dar clara explicación de sus andanzas en el momento del crimen y la policía se vio paralizada. La general acusación de que la cosa había sucedido en las propias narices de los agentes, hizo sentirse a éstos desasosegados y culpables, y tal sentimiento de inquietud, tras persistir durante cuatro días, aumentó al quinto.
Era la época del año en que suelen organizarse tés y diversiones para los niños de las escuelas dominicales, y una tarde de niebla, cuando Londres era un mundo de tanteantes fantasmas, una niñita, vistiendo sus zapatos y ropa de los domingos, brillante la cara y recién lavado el cabello, salió del Pasaje Logan camino de la parroquia de St. Michael. Nunca llegó allí. No murió hasta las seis y media, pero en rigor estaba muerta desde que abandonó la puerta de su madre. Porque un hombre que pasaba por la calle a donde el Pasaje conducía, vio salir a la muchacha, y desde ese momento ella estuvo virtualmente muerta. A través de la bruma unas manos grandes y blancas emprendieron la busca de la chiquilla, y a los quince minutos la estrangularon.
A las seis y media sonó un pito policíaco y los que acudieron a la llamada encontraron el cuerpo de la pequeña Nellie Vrinoff en la puerta de un almacén de Minnow Street. El sargento fue de los primeros en presentarse. Con reprimida rabia, apostó a sus hombres en los lugares más indicados y apostrofó al guardia en cuyo radio entraba la calle:
—Le he visto al extremo de la avenida, Magson. ¿A dónde se fue? Estuvo ausente lo menos diez minutos.
Magson inició la declaración de que había creído oportuno seguir a un tipo sospechoso, pero el sargento le interrumpió:
—¡Al diablo los tipos sospechosos! Déjese de tipos sospechosos. Lo que debe usted buscar son asesinos. ¡Diez minuto fuera de supuesto… y luego la cosa ocurre al lado del sitio donde usted tenía que estar! ¡Imagine lo que van a decir de nosotros!
Atraída con la rapidez siempre subsiguiente a una mala noticia, apareció una multitud pálida y turbada, y al saber que el monstruo desconocido había aparecido de nuevo, esta vez asesinando a una niña, los rostros de todos dibujaron entre la bruma muecas de horror y odio. Llegaron una ambulancia y más policías, y mientras se dispersaba la gente, el pensamiento del sargento se condensó en palabras. No había quien no dijera: «¡En las mismas narices de los guardias!» Posteriores pesquisas demostraron que cuatro vecinos del barrio, los cuatro por encima de toda sospecha, habían pasado por aquel lugar, con un intervalo de segundos, antes del asesinato, sin ver ni oír nada. Ninguno se cruzó con la niña viva ni la encontró muerta. No habían encontrado a nadie. Y otra vez la policía se halló con un crimen sin huellas del asesinato y sin móviles.
Entonces el distrito, como recordará el lector, se entregó, no al pánico, cosa insólita en Londres, pero sí a la inquietud y al desaliento. Si en sus mismas calles podían ocurrir tales cosas, no había cosa alguna que no pudiera acontecer. En tiendas, calles y mercados, doquiera que la gente se reunía, el tópico de las conversaciones era idéntico. Las mujeres cerraban herméticamente puertas y ventanas en cuanto anochecía y velaban por sus hijos con el mayor cuidado. Hacían sus compras antes del atardecer y, fingiendo no sentir desasosiego alguno, esperaban con ansiedad temerosa la vuelta de sus maridos del trabajo. Bajo la semihumorística resignación al desastre, característica del pueblo bajo de Londres, latía una hosca premonición de tragedia. La manía de un hombre conmovía la estructura de las vidas cotidianas de mucha gente, vidas siempre fácilmente transtornables para un hombre despreciador de la humanidad y no temeroso de sus leyes. Se comenzaba a notar que las columnas sustentadoras de la sociedad pacífica en que se vivía eran simples pajas, aventadas al antojo de cualquiera. Por el poder de sus manos, un solo hombre obligaba a toda la comunidad a hacer una cosa nueva: pensar y mirar, con la boca abierta, lo incomprensible.
Mientras la gente se pasmaba ante los dos primeros golpes, el hombre asestó el tercero. Consciente de la sensación que sus hechos creaban, y ávido de intensidad como un actor que gusta de producir en los espectadores el escalofrío de la emoción, dio nuevo anuncio de su presencia. En la mañana del miércoles, tres días después del asesinato de la niña, los periódicos llevaron a todas las mesas de desayuno de Inglaterra la noticia de un crimen todavía más audaz.
A las 9,32 de la noche del martes, un guardia de servicio en Jarnigan Road, habló con su compañero Petersen, junto a Clemming Street. El primero de ambos guardias vio al segundo alejarse por dicha calle. Podía jurar que ésta se hallaba vacía. Sólo pasaba un limpiabotas cojo, a quien el guardia conocía de vista y que penetró en una casa de la acera opuesta a aquella por donde se alejó Petersen. El guardia, como todos los de su profesión, tenía la costumbre de mirar detrás de sí y en torno mientras andaba, y estaba seguro de que la calle se hallaba vacía. Se cruzó con el sargento de la comisaría del barrio a las 9,33, respondió a la pregunta de su superior diciéndole que no había novedad, y continuó su servicio, el cual lo conducía a muy corta distancia de Clemming Street llegando al límite de su radio, volvióse y a las 9,34 estaba ya en la esquina de la precitada calle. Apenas se encontró allí, oyó la bronca voz del sargento:
—¡Gregory! ¿Está usted ahí? ¡Pronto! ¡Otro más, Dios mío! Y es Petersen. ¡Estrangulado! ¡Llame a los compañeros!
Tal fue la tercera de las hazañas del estrangulador; pero aún siguieron una cuarta y una quinta, que pasaron también a lo desconocido e incognoscible. Esto en cuanto afectaba a autoridades y público, porque la identidad del asesino llegó a ser conocida, aunque sólo por dos hombres: uno el asesino mismo; otro un joven periodista.
Este joven, reportero del «Daily Torch», no era más inteligente que otros muchos celosos periodistas que flotaban por los distritos donde sucedían los crímenes, esperando descubrir algo. Pero tenía mucha paciencia, se ocupaba del caso más que los otros y, a fuerza de pensar en él, logró al fin hacer surgir la figura del asesino, como un genio, de los mismos cimientos en que aquel hombre había fundado la impunidad de sus crímenes.
Tras unos cuantos días, los periodistas tuvieron que abandonar sus hipótesis, porque nada podían conseguir. Se reunían regularmente en la comisaría del barrio, donde se les daba la poca información que había. Los agentes eran muy amables, pero nada más. El sargento discutía con los reporteros los detalles de cada asesinato; sugería posibles explicaciones de los métodos del asesino; recordaba casos pasados que tenían alguna similitud con los presentes, y en cuanto a ausencia de móviles evocaba las muertes, sin motivo, de Neil Cream y Juan Williams, terminando por insinuar que se estaban haciendo trabajos que pondrían fin a tales crímenes. Mas sobre la naturaleza de aquellos trabajos guardaba silencio. Por su parte, el inspector charlaba mucho también acerca del asesino, pero en cuanto algún periodista le pedía detalles sobre la marcha de las pesquisas policíacas, el afable inspector enmudecía. Si algo práctico estaban haciendo los agentes, no lo transmitían a la prensa. El asunto dañaba mucho al prestigio de la comisaría, y los agregados a ella sentían la necesidad de conseguir una captura mediante sus propios recursos, para rehabilitarse ante la superioridad y la opinión. Scotland Yard, desde luego, actuaba también, disponiendo de todos los datos acumulados por la comisaría, pero ésta confiaba en tener el honor de arreglar el asunto sola. Por tanto, aunque la cooperación de la prensa fuese de utilidad en otros casos, en este no deseaban arriesgarse una derrota revelando prematuramente los planes y teorías a seguir.
Por esto el sargento hablaba en abundancia, exponiendo, una tras otra, hipótesis en todas las cuales ya habían pensado antes los periodistas.
El joven que dijimos prescindió pronto de aquellas conferencias mañaneras sobre la Filosofía del Crimen y diose a errar por las calles del barrio, componiendo brillantes crónicas sobre el efecto de los asesinatos en la vida normal de la gente. La tarea, melancólica de por sí, resultaba aún más melancólica en aquel distrito. Las calles sucias, las casas ruinosas, las ventanas desvencijadas, todo contribuía a crear esa miseria que no despierta simpatía en nadie: la miseria del poeta fracasado. Tal miseria era creación de los extranjeros, que vivían como Dios les daba a entender, ya que no tenían hogares organizados y ni siquiera se tomaban la molestia de crearse un hogar en los lugares donde se instalaban, ni se decidían a suspender sus vagabundeos sempiternos.
Pocos datos podían salir de allí. Todo lo que el joven veía y oía eran rostros indignados y disparatadas conjeturas sobre la identidad del asesino y la facilidad con que aparecía y desaparecía sin que le localizasen. Al ser asesinado un policía, las acusaciones contra la fuerza pública se acallaron y el desconocido empezó a ser aureolado de leyenda. Los hombres se miraban unos a otros, como pensando: «Este puede ser; éste puede ser». Ya no buscaban a un sujeto con aire de asesino del museo de madame Tussaud, sino que se esforzaban en descubrir un hombre concreto, o acaso una pervertida mujer. Las opiniones tendían todas a culpar a los extranjeros. Un ensañamiento semejante no parecía propio de Inglaterra, ni tampoco lo parecía la mucha destreza con que se cometían los crímenes. Se pensaba, pues, en las gitanas egipcias y en los vendedores turcos de alfombras. Por allí debía de andar la cosa. Esas gentes orientales, que conocen toda clase de tretas y no tienen verdadera religión, ni nada que los refrene… Marineros venidos de las regiones de Oriente cuentan relatos de nigromantes capaces de tornarse invisibles, y también hablan de drogas egipcias y árabes con las que se pueden lograr cosas verdaderamente singulares. Acaso fuese posible… ¿Quién sabe? Los orientales son tan ágiles, tan flexibles… No habría un inglés que supiera evadirse como ellos en un caso difícil. Casi con certeza se decía que el asesino debía de estar entre aquellos extranjeros y poseer algún tenebroso hechizo sobrenatural. Era, pues, inútil buscarle. Aquel hombre constituía una potencia, capaz de subyugar a todos y mantenerse oculto. La superstición, que quiebra con tanta facilidad la frágil cáscara de la razón, descendía sobre el distrito. El asesino podía, hacer lo que quisiese sin ser descubierto nunca. Estos dos puntos dábanse por admitidos y se extendía por las calles un amargo fatalismo.
La gente hablaba de sus ideas al periodista sin dejar de mirar a derecha e izquierda, como si el criminal pudiera aparecérseles de pronto. Y, si bien todo el distrito sólo pensaba en el criminal y estaba pronto a saltarle a la garganta, tan fuertemente les había impresionado los crímenes que cabía dudar de que, si alguien gritase en la vía pública «¡Yo soy el Monstruo!» la furia contenida desbordara en un ataque violento. Bien podía, suceder que la gente viera en aquel hombre —un hombre bajo, por ejemplo, de tipo y cara comunes— algo de extraterreno y sobrenatural, algo fuera de lo humano a pesar de sus vulgares botas y de su vulgar sombrero, algo que le librara de los golpes y las armas de sus agresores. ¿No podría ocurrir que todos retrocedieran momentáneamente ante aquel demonio, como el demonio mismo huyó ante la cruz de la espada de Fausto, dejándole así tiempo para escapar? No sé, pero tan firme era la creencia de todos en la invencibilidad del asesino, que acaso se hubiera producido algún titubeo si se presentase semejante ocasión. Sólo, que no se presentó nunca. Hoy, aquel hombre corriente, saciado su afán homicida, sigue viviendo entre todos, visto y observado por ellos, como era entonces visto y observado, sin que nadie soñara siquiera, como no sueña ahora, que él fuese quien era en realidad, ya que todos estaban acostumbrados a mirarle como quien mira un poste del alumbrado público.
La creencia popular en la invencibilidad de aquel asesino casi llegó a parecer justificada cuando, a los cinco días del asesinato del guardia Petersen, mientras la experiencia y sagacidad de toda la policía de Londres se consagraba a la búsqueda del asesino, este descargó los que fueron sus golpes cuarto y quinto.
A las nueve de aquella noche, el citado periodista, que solía errar por las calles hasta la hora de salida de su periódico, caminaba por Richards Lane. Richards Lane es una calle estrecha, de aceras ocupadas en parte por un mercado y en parte por casitas de obreros. El joven seguía a la sazón la hilera de estas casitas. Al otro lado de la calle corría el muro de un apartadero ferroviario. La tapia proyectaba sobre la calle una sombra, y entre esta y el espectral armazón del contiguo mercado, ahora desierto, dijérase todo el lugar quedaba súbitamente helado por el soplo de la muerte. Hasta las luces públicas, que en otras partes eran nimbos de oro, tenían allí rigidez de gemas. El periodista, sintiendo aquel toque de gélida eternidad, se dijo que ya estaba harto de aquel asunto. Y en el mismo momento la impresión de cosa congelada que pendía en el ambiente, se quebró. En el intervalo de un paso a otro paso, la soledad y el silencio fueron interrumpidos por gritos terribles, entre los que se distinguía una voz:
—¡Socorro, socorro! ¡El asesino está aquí!
Antes de que el reportero pensase qué debía hacer, la calle volvió a la vida. Como si la multitud invisible estuviera esperando aquel grito, las puertas de todas las casas se abrieron y de ellas y de las esquinas surgieron figuras inclinadas como en signo de interrogación. Por un momento permanecieron rígidas como faroles, y en seguida, oyendo el silbato de un policía, corrieron en la dirección donde sonaba. El periodista siguió a la gente, mientras otras personas le seguían a él. De la calle principal y las laterales salían hombres, ora jadeando sobre sus miembros enfermos, ora armados con hurgones o herramientas profesionales. Aquí y acullá, entre la nube de cabezas, campeaba el casco prominente de algún policía. En confusa masa, todos se acercaron a una casa pequeña, en cuyo umbral estaban el sargento y dos guardias. La gente que iba detrás comenzó a clamar: «¡A por él! ¡A cogerle! ¡Rodead la casa! ¡Saltad la verja!» Mientras los que iban al frente respondían: «¡Haceos atrás, haceos atrás!»
Y de pronto, la furia de la turba, unos momentos frenada por el temor de un peligro desconocido, estalló. El asesino estaba allí. No podía escapar. Todos los ánimos convergían en la casa, todas las energías se centraban en hacer saltar puertas y ventanas, todos los pensamientos se limitaban a la búsqueda y exterminio del criminal desconocido. Así que nadie miraba a nadie. Nadie reparaba en la estrecha callejuela ni en la masa de forcejeantes figuras, y todos olvidaron buscar entre ellos mismos al asesino que nunca era encontrado junto a sus víctimas. Sí, todos olvidaban que en su compacta cruzada de venganza daban al criminal el más seguro asilo. No veían sino la casa; no oían sino el crujir de puertas y cristales rotos; no atendían sino a las voces de los agentes, y todos empujaban.
Pero no hallaron al asesino. Sólo divisaron una ambulancia, sólo supieron noticias de lo ocurrido, y la furia general sólo pudo desahogarse contra los policías, que trataban de abrirse camino entre la multitud.
El periodista logró alcanzar la puerta y obtener informes del guardia que vigilaba allí. En la casa habitaba un marinero retirado, con su esposa e hija. Estaban cenando. La primera impresión era que un gas tóxico les había sorprendido en la mesa. La hija yacía muerta en una escalerilla, con un trozo de pan con manteca en la mano. El padre había caído de lado desde su silla, dejando en el plato una cuchara llena de morcilla de arroz. La madre estaba medio hundida bajo la mesa, teniendo sobre la falda pedazos de una taza rota y manchas de cacao. Pero a los pocos segundos se prescindió de la posibilidad del gas. Una mirada a las gargantas de los muertos indicó la presencia del estrangulador. Los policías miraban el cuarto, compartiendo momentáneamente el fatalismo del público. Se sentían impotentes.
Era aquella la cuarta hazaña del asesino, y con ésta sus asesinatos se elevaban a siete. Como sabe el lector, debía cometer otro más aquella noche y luego pasar a la historia de la delincuencia con el sobrenombre de “El Asesino Desconocido”, volviendo a la vida correcta que siempre había llevado, recordando muy poco lo que había hecho y apenas inquieto cuando lo evocaba. ¿Por qué interrumpió sus crímenes? Imposible decirlo. ¿Por qué los comenzó? Imposible también. Las cosas pasaron así, y nada más. Presumo que si él recuerda ahora aquellos días y noches, lo hace como nosotros al recordar las tonterías y pecadillos de nuestra infancia. Aseguramos, al hablar de ellos, que no fueron realmente pecados, puesto que no éramos conscientes de nuestras culpas. Pensamos en la criaturita que éramos entonces y sentimos indulgencia para con sus actos, suponiendo que no sabía lo que hacía. Así juzgo que debe ocurrirle a ese hombre.
Hay muchos como él. Eugenio Aram, tras el asesinato de Daniel Clark, vivió una existencia tranquila y dichosa durante catorce años, sin que el crimen le produjera remordimiento de conciencia ni disminuyera su propia estimación. El doctor Crippen mató a su mujer y vivió después, satisfecho, con su amante, en la casa bajo cuyo pavimento yacía el cadáver de su víctima. Constancia Kent, absuelta del asesinato de su hermano menor, dejó transcurrir cinco años antes de confesarse culpable. Jorge Smith y Guillermo Palmer vivían plácidamente entre sus semejantes sin que les turbaran el temor ni el remordimiento al pensar en las personas a quienes habían envenenado o ahogado. Carlos Peace, cuando realizó su intento desafortunado, habíase convertido en un ciudadano respetable, muy interesado en las antigüedades. Cierto que, pasado algún tiempo, los susodichos criminales fueron descubiertos, pero muchos asesinos, sin que nadie los desenmascare ni sospeche de ellos, de los que pensamos viven respetados hoy y lo mismo morirán. Tal será el caso de nuestro estrangulador.
Sin embargo, libróse por muy poco, y acaso lo apuradamente que escapó le indujera a suspender sus crímenes. El que quedara libre debióse a un error de apreciación por parte del periodista.
Tan pronto como éste supo todo lo ocurrido, lo que le costó algún rato, pasó quince minutos al teléfono, transmitiendo la información a su periódico. Al cabo de aquel cuarto de hora se sintió físicamente cansado y mentalmente destruido. Aún no podía marcharse a su casa, puesto que el periódico no cerraría hasta pasada una hora, y en consecuencia resolvió entrar en un bar y pedir cerveza y unos bocadillos.
Y allí, mientras admiraba el gusto del tabernero en materia de cadenas de reloj y de su imponente aire de autoridad, reflexionaba en cuanto más grata es la vida del dueño de una bien administrada taberna que la vida de un periodista. No pensaba en los asesinatos del estrangulador, sino que concentraba su mente en el bocadillo, el cual para bocadillo de taberna, era cosa extraordinaria. El pan estaba cortado en rebanadas finas y untado de manteca y el jamón no estaba rancio, sino debidamente curado. Luego, las ideas del periodista se dirigieron al conde de Sandwich, inventor de los bocadillos, y luego a Jorge IV, y después a los Jorges en general y finalmente a aquel Jorge que, según la leyenda, se había devanado los sesos pensando cómo podría entrar la manzana en la tarta de manzanas. Meditó el periodista si el Jorge del cuento no habría preguntado también cómo había podido entrar el jamón en el bocadillo, y quiso calcular cuanto tiempo verosímilmente hubiese tardado el susodicho Jorge en descubrir que el jamón no podía entrar en el pan si alguien no lo colocaba allí. El reportero entonces encargó otro bocadillo y en este justo momento un activo rincón de su mente resolvió el asunto. Si había jamón en el bocadillo, alguien había metido el jamón en el pan. Si habían muerto asesinadas siete personas, alguien tuvo que asesinarlas. No hay hombre que pueda llevar en el bolsillo un automóvil o un aeroplano, y por tanto el asesino, una vez cometidos sus crímenes, había de huir o de quedarse en el lugar del hecho, y en consecuencia…
Ya veía con la imaginación la primera página de su diario proclamando su descubrimiento si la teoría concebida resultaba correcta y si —lo que se prestaba a conjeturas— el director tenía la audacia de publicarla, cuando resonó en su oído la frase: «Tengan la bondad, señores. ¡Hora de cerrar!» Levantóse y salió a un mundo de bruma sólo interrumpido por charcos cenagosos y por el huracán de los autobuses. Estaba seguro de haber dado con la solución, pero, aun así, era dudoso que la política de su periódico permitiese publicar tan sensacional hipótesis. Porque ésta tenía un gran defecto: que era la verdad, pero una verdad inverosímil. Una verdad con la que se minaban los cimientos de cuanto los lectores del periódico creían y los editores del periódico ayudaban a creer. Gente así podría admitir que los vendedores turcos de alfombras poseían el don de volverse invisibles, pero este otro no lo admitirían.
De todos modos, nada pudo comprobarse, porque el joven no escribió nunca su información. Como su periódico había salido ya y él se sentía fortalecido por el reciente refrigerio, juzgó que podía dedicar otra media hora a la ratificación de su teoría. Así, empezó a buscar al hombre en quien pensaba: un hombre de cabello canoso y manos blancas y grandes, una figura tan familiar que nadie la miraría dos veces. Deseaba transmitir su idea por sorpresa a aquel hombre, y para ello no vacilaba en ponerse al alcance de un asesino acorazado tras una leyenda de cruel temibilidad. Podía parecer un acto de supremo valor que un hombre inerme, sin ayuda de otros, se situara a merced del asesino que tenía atemorizado a un barrio entero; pero no se trataba de valor. El joven no pensaba en el riesgo, ni tampoco en la lealtad debida a su periódico y a sus patronos. No, actuaba movido meramente por la curiosidad de conocer la historia hasta el fin.
Saliendo lentamente de la taberna cruzó Fingal Street, camino de Deever Market, donde esperaba encontrar a su hombre. Pero el trayecto quedó abreviado, porque en la esquina de Lotus Street, halló a quien buscaba, o a un sujeto muy parecido. En la calle, mal iluminada, el joven no podía ver apenas al otro individuo, pero sí divisaba sus manos blancas. Le siguió durante cosa de veinte pasos, después se acercó más y al pasar por donde un puente de ferrocarril cruzaba la calle, se cercioró de que aquel era su hombre. Interpelole, pues, con la expresión ya usual en el distrito:
—¿Qué? ¿Hay algo del asesino?
El otro se inclinó para escudriñar al periodista y, convencido de que éste no era el criminal, dijo:
—¡No, maldita sea! Yo dudo de que se le eche mano.
—No sé. He estado pensando mucho en ello y tengo una idea. —¿Sí?
—Sí. Se me ocurrió de pronto, hace un cuarto de hora. Y he comprendido que todos estábamos ciegos. Porque teníamos la verdad ante los mismos ojos.
El hombre miró de nuevo, con expresión de recelo a aquel joven que parecía saber tanto.
—¿Sí? —repitió—. Pues, si está tan seguro, ¿por qué no me dice lo que sabe?
—Iba a hacerlo.
Andando juntos, llegaban ya al lugar donde la calle desemboca en Deever Market. El periodista volvióse al hombre con toda naturalidad y le apoyó un dedo en el brazo.
—Sí, ahora me parece sencillísimo todo. Pero hay un extremo que no comprendo. Una cosa que quisiera aclarar: los móviles. En confianza, de hombre a hombre, dígame, sargento Ottermole: ¿por qué mata usted a esas gentes inofensivas?
El sargento se detuvo y el periodista también. La luz del cielo, unida a la luz refleja del mundo londinense, proyectaba suficiente claridad sobre el rostro del sargento, y el rostro del sargento se volvía al joven con una ancha sonrisa, tan cortés y jovial, que el periodista sintióse helado viéndola. Aquella sonrisa duró unos segundos. Luego el sargento dijo:

—Si he de hablarle con franqueza, señor periodista, no lo sé. No lo sé en realidad. Yo me he preguntado lo mismo que usted. Pero tengo una idea… como usted la tiene. Todos sabemos que el hombre no puede dominar el trabajo de su mente. Las ideas acuden a nuestros cerebros sin que las llamemos nosotros. En cambio, se da por hecho que todos podemos dominar nuestro cuerpo. ¿Por qué? Nosotros heredamos nuestras almas de personas muertas hace cientos de años, y recibimos nuestra inteligencia Dios sabe cómo. ¿No podemos recibir nuestros cuerpos igual? Nuestras caras, nuestras piernas, nuestras cabezas, no son nuestras del todo. Nosotros no las hacemos. Nos son dadas. ¿No podrían acudir ideas a nuestros miembros como acuden a nuestras mentes? ¿No podrían habitar las ideas en los nervios y los músculos tanto como en el cerebro? ¿No podrían ciertas partes de nuestro cuerpo no ser realmente nuestras y no podrían las ideas acudir a esas partes de un modo repentino como acuden las ideas a… a… —y el sargento alargó los brazos, de muñecas peludas y manos enguantadas de blanco, hasta la garganta del periodista, con tanta ligereza que el joven ni siquiera lo pudo advertir… a mis manos?

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