EL
RITUAL DE LOS MUSGRAVE
Sir Arthur Conan Doyle
U
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NA de las anomalías del
carácter de mi amigo Sherlock Holmes era que, aunque en sus métodos analíticos
empleaba el mayor orden, y aunque también se cuidaba mucho en el vestir, en sus
hábitos personales, podía considerarlo como uno de los hombres más descuidados
que he conocido. No es que yo sea, en ese sentido, intachable. Mis años de
servicio en Afganistán agregados a mi natural tendencia hacia la vida bohemia,
me han hecho más descuidado de lo que corresponde a un hombre que ejerce la
medicina. Pero en mi caso hay ciertos límites que jamás son rebasados, y
comienzo a darme aires de persona muy virtuosa cuando me veo frente a un hombre
que guarda sus cigarros en el cubo del carbón, su tabaco en el interior de una
zapatilla persa, y su correspondencia pendiente clavada con un cortaplumas en
medio de la repisa de la chimenea. Además, siempre he mantenido que la práctica
del tiro es un pasatiempo que ha de ser practicado al aire libre; y cuando
Holmes se sentaba en su sillón provisto de una pistola y de cien cartuchos
Boxer, para adornar a tiros la pared opuesta, con las patrióticas letras V. R.,
me veía obligado a declarar que, ni la atmósfera ni el aspecto de nuestra
habitación, mejoraría nunca con tales prácticas.
Nuestro
departamento estaba siempre lleno de productos químicos y reliquias criminales,
que solían aparecer en los lugares menos indicados. Pero los papeles eran mi
mayor preocupación. Holmes no se decidía nunca a destruir documentos,
especialmente aquéllos relacionados con los casos en que había intervenido. Sin
embargo, una vez al año, reunía el valor suficiente para ponerlos en orden y
guardarlos, porque, como he mencionado en alguna parte de estas memorias algo
incoherentes, las explosiones de extraordinaria energía con que realizaba las
notables hazañas a las que está asociado su nombre, eran seguidas por períodos
de extraño letargo, durante los cuales se pasaba las horas con su violín y sus
libros, moviéndose únicamente para trasladarse del sofá hasta la mesa. De este
modo, al cabo de varios meses, se acumulaban de tal manera sus papeles, que
todos los rincones de la habitación estaban llenos de manuscritos apilados que
no debían tocarse bajo ningún concepto, que sólo su dueño podía guardar.
Una noche de
invierno, mientras nos hallábamos sentados junto al fuego, me atreví a
sugerirle que, ya que había terminado de pegar recortes en su álbum, bien
podría dedicar un par de horas a poner en orden nuestro departamento. No pudo
discutir lo justo de mi petición, y, haciendo una mueca, marchó hacia su
dormitorio, regresando en seguida con una enorme caja de hojadelata que llevaba
a rastras. La colocó en el centro del cuarto, e instalándose frente a ella,
levantó su tapa. Vi que estaba llena de paquetes de papeles atados con cintas
rojas.
—Aquí dentro
hay bastantes casos, Watson —dijo, lanzándome una mirada traviesa—. Creo que si
supiera todo lo que tengo en esta caja, me pediría que sacara los papeles en
lugar de hacerme guardar otros en ella.
—¿Son los
documentos de sus primeras investigaciones? —le pregunté—. Muchas veces he
querido tener las notas correspondientes a ellos…
—Sí, amigo
mío. Todos estos casos fueron solucionados mucho tiempo antes de que mi biógrafo
comenzara a glorificarme. —Comenzó a sacar paquete tras paquete, con extremo
cuidado—. No todos ellos fueron triunfos, Watson. Pero hay muchos problemas
interesantes en estos papeles. Aquí están los datos del asesinato de Tarleton;
éste es el caso de Vamberry, el vendedor de vinos, y la aventura de la anciana
rusa; este otro el extraño asunto de la muleta de aluminio, y éste el relato de
lo que les ocurrió a Ricoletti y a su abominable esposa. Y aquí… ¡Ah, esto sí
que fue algo extraordinario!
Introdujo la
mano en el fondo del arca y sacó una cajita de madera con una tapa corrediza,
como las que suelen usarse para guardar juguetes. De su interior extrajo un
papel, arrugado, una antigua llave de bronce, una clavija de madera con un
ovillo de hilo atado alrededor, y tres viejos discos de metal herrumbroso.
—Bien,
muchacho, ¿qué opina de estos objetos? —preguntó, sonriendo, al ver la
expresión que se pintaba en mi rostro.
—Es una
colección muy curiosa.
—Muy curiosa,
y la historia que corresponde a ella le resultará mucho más extraña.
—¿De modo que
estas reliquias tienen una historia?
—Tanto, que
son verdaderamente históricas.
—¿Qué quiere
usted decir?
Sherlock
Holmes levantó los objetos uno por uno y los puso sobre la mesa. Luego, volvió
a sentarse en su sillón y los contempló con gran complacencia.
—Estos son
todos los recuerdos que me quedan de la aventura del Ritual de los Musgrave.
Yo le había
oído mencionar el caso más de una vez, aunque nunca conseguí que me diera
detalles del mismo.
—Me encantaría
que me lo relatara —le dije.
—¿Y que deje
todo esto como está? —exclamó, con su traviesa sonrisa—. Veo que su amor al
orden no es insobornable, amigo Watson. Pero tendré mucho gusto en que agregue
este caso a sus memorias, pues hay en él muchos puntos que lo distinguirán
entre los casos criminales de todo el mundo. No hay duda de que quedaría
incompleta la colección de mis modestas hazañas si no se incluyera en la misma
el relato de este misterio tan singular.
Y a
continuación procedió a contarme la historia que transcribo más abajo con sus
propias palabras.
—Recordará usted cómo el caso
del “Gloria Scott” y aquella conversación con el juez Trevor despertaron en mí
la tendencia a estudiar la profesión a que he dedicado mi vida. Ahora mi nombre
es famoso, y tanto el público como la policía me reconocen como un experto a
quien deben confiar los casos más complicados. Cuando nos conocimos, en la
época en que participamos en aquel caso que tituló usted «Un estudio en rojo»,
ya tenía yo una clientela si no muy lucrativa, al menos bastante numerosa. Por
tanto le resultará difícil comprender cuánto trabajo me costaron los primeros
pasos y cuánto tuve que esperar para iniciar el ascenso hacia la fama.
Cuando me
establecí en Londres, tenía mi departamento en la calle Montague, a la vuelta
del Museo Británico, y allí me pasaba las horas esperando, dedicado, en el
largo tiempo que disponía para ello, a estudiar todos los aspectos de la
ciencia que pudieran resultar útiles para mi profesión. De cuando en cuando, me
llegaba un cliente, casi siempre por intermedio de algún ex-condiscípulo, pues
durante los últimos años que pasé en la universidad se habló mucho en ella
sobre mis métodos. El tercero de estos casos que le menciono fue el del Ritual
de los Musgrave, y debo la iniciación de mi prosperidad al gran interés que
despertó aquel acontecimiento y a los notables resultados del mismo.
Reginald
Musgrave había estado en el mismo curso que yo, por lo que teníamos cierta
amistad. El joven no era muy popular entre los estudiantes, aunque siempre me
pareció que lo que todos consideraban desmedido orgullo no era más que una
tentativa para ocultar su extraordinaria timidez. Su aspecto era aristocrático:
nariz delgada y con alto puente, ojos muy grandes y modales propios de un
cortesano. Era en verdad el heredero único de una de las familias más antiguas
del reino, aunque su rama era la menor y se había separado de los Musgrave del
norte durante el siglo XVI, estableciéndose en el
oeste de Sussex. Su mansión de Hurlstone es acaso el más antiguo edificio del
condado. Una o dos veces habíamos conversado, y recuerdo que demostró un gran
interés por mis métodos de observación y deducción.
Hacía cuatro
años que no le veía cuando se presentó aquella mañana en mi departamento de la
calle Montague. Había cambiado poco, vestía a la última moda, pues siempre fue
todo un «dandy», y conservaba esos modales suaves y agradables que le
distinguían en su época de estudiante.
—¿Cómo estás,
Musgrave? —le pregunté, después de habernos estrechado las manos cordialmente.
—Probablemente
estarás enterado de que mi padre falleció hace dos años —me contestó—. Desde
entonces he tenido que administrar nuestra propiedad de Hurlstone, y como
también soy magistrado de mi distrito, he estado ocupadísimo. Pero tengo
entendido que has puesto en práctica aquellas facultades tan extraordinarias
con que solías asombrarnos en la Universidad.
¿Es verdad
eso?
—Sí —repuse—.
Ahora me dedico a vivir de mi ingenio.
—Me alegro,
porque me será muy útil tu consejo en estos momentos. Han ocurrido cosas muy
raras en Hurlstone, y la policía no ha podido aclarar el asunto en lo más
mínimo. Te aseguro que se trata de algo extraordinario.
Podrá imaginar
con que interés escuché estas palabras. Parecía habérseme presentado la
oportunidad que tan ansiosamente esperaba desde hacía varios meses. En lo
íntimo de mi corazón supe que podría triunfar donde otros habían fracasado, y
entonces se me presentaba la ocasión de probar mi habilidad.
—Te ruego que
me des detalles —le pedí.
Reginald
Musgrave se sentó frente a mí y encendió el cigarrillo que acababa de
ofrecerle.
—Sabrás que,
aunque soy soltero, tengo que mantener en Hurlstone una servidumbre bastante
numerosa —me dijo—. La casa es muy amplia y exige mucha atención. Tengo también
un extenso coto de caza, y durante la temporada de los faisanes recibo muchos
invitados, de manera que no me conviene quedarme con poco servicio. En total,
ocho doncellas, una cocinera, el mayordomo, dos lacayos y un muchacho. Por
supuesto que para el jardín y los establos tengo personal aparte.
»De todos
estos criados, el que ha estado más tiempo a nuestro servicio era Brunton, el
mayordomo, un maestro de escuela que estaba sin trabajo cuando lo tomó mi
padre. Tratábase de un hombre de mucho carácter y pronto se hizo insustituible
en la casa. Era un individuo de buena figura, bien parecido y de frente
despejada, y aunque hacía veinte años que trabajaba en casa, no creo que
contara más de cuarenta de edad. Con todas esas ventajas personales y sus
extraordinarias dotes, pues hablaba varios idiomas y sabía tocar varios
instrumentos musicales, resultaba asombroso que hubiera soportado tanto tiempo
un empleo de mayordomo, pero supongo que se sentiría a gusto y que le faltaría
valor para cambiar de vida. El mayordomo de Hurlstone era recordado siempre por
todos los que nos visitaban.
»Pero aquel
dechado de perfecciones tenía un defecto: era muy mujeriego, y ya podrás
imaginar que para un hombre como él no sería difícil representar el papel de
Don Juan en un pacífico distrito campesino. Mientras estuvo casado no hubo
preocupaciones de ninguna especie; pero desde que enviudó, no podíamos estar
tranquilos con él. Hace unos meses abrigábamos la esperanza de que se calmara
de nuevo, porque se comprometió para casarse con Rachel Howells, una de
nuestras doncellas; pero después la abandonó, para hacerle la corte a Janet
Tragellis, la hija del guardabosques. Rachel, que es una buena chica, aunque
con un temperamento galés muy excitable, sufrió un ataque cerebral, del que se
repuso después. Hasta ayer andaba por la casa como una sombra de lo que antes
había sido. Este fue nuestro primer drama en Hurlstone. Pero el segundo que
ocurrió nos lo hizo olvidar por completo, y fue precedido por la deshonra y el
despido de Brunton.
»Te contaré
cómo sucedió todo. Ya te he dicho que el hombre era inteligente, y precisamente
su inteligencia fue lo que causó su ruina. Parece que despertó en él una
curiosidad insaciable hacia las cosas que no le concernían en absoluto. No supe
hasta qué extremo podía llevarle este defecto, hasta que la casualidad me hizo
descubrirlo.
»La casa se
extiende sobre un terreno bastante amplio, como ya te he explicado. El jueves
de la semana pasada no podía conciliar el sueño, por culpa de una taza de café
muy cargado que había bebido después de la cena. Cuando me cansé de revolverme
en la cama, eran las dos de la mañana, y, comprendiendo que me sería imposible
dormir, me levanté y encendí una vela con la intención de continuar una novela
que había estado leyendo. Pero había dejado el libro en el salón de billares.
De modo que me puse la bata y salí a buscarlo.
»Para llegar
al salón de billares tenía que descender un tramo de escalones que cruzan
frente a la entrada de un pasillo que conduce hacia la biblioteca y la sala de
armas. Imagínate cuál no sería mi sorpresa cuando miré al otro extremo del
corredor y vi que salía luz por la puerta de la biblioteca. Naturalmente, lo
primero que se me ocurrió fue que habían entrado ladrones. Los pasillos de
Hurlstone tiene paredes adornadas con gran número de armas antiguas. Tomé un
hacha de guerra y, dejando la vela en la escalera, avancé de puntillas por el
corredor y me asomé por la puerta de la biblioteca.
»Allí estaba
Brunton, sentado en un sillón. Sobre las rodillas tenía un trozo de papel que
me pareció un mapa. Al parecer estaba sumido en un mar de reflexiones. La vela
encendida que descansaba sobre la mesa le iluminaba lo suficiente como para que
yo viera que estaba completamente vestido. De pronto, mientras le contemplaba,
se puso en pie, abrió un escritorio próximo y tiró de uno de los cajones. De
allí sacó un papel, volviendo luego a su asiento. Lo puso sobre la mesa para
estudiarlo con profunda atención. Me indigné tanto de verle examinar nuestros
documentos familiares, que di un paso hacia adelante, y Brunton, al levantar la
cabeza, me vio de pie en el umbral. Se levantó de un salto y escondió al
instante el mapa en el bolsillo.
»—¡Vaya! —le
dije—. De modo que así paga la confianza que le hemos dado, ¿eh? Mañana, se irá
de esta casa.
»Él se inclinó
como si hubiera recibido un terrible golpe y salió de la habitación sin decir
palabra. La vela seguía sobre la mesa, y aproveché su luz para ver qué era lo
que había sacado Brunton del secreter. Para sorpresa mía, descubrí que no se
trataba de nada de importancia, sino de una copia de las preguntas y respuestas
correspondientes a una antigua costumbre muy singular que llamamos el Ritual de
los Musgrave. Es una especie de ceremonia en nuestra familia, que cada Musgrave
ha debido cumplir al llegar a la mayoría de edad; algo de interés privado que
quizás hubiera podido ser importante para un arqueólogo, como nuestros escudos
de armas y blasones, pero que no tiene ninguna utilidad práctica.
—Después
hablaremos de ese papel —le dije.
—Lo haremos si
lo crees necesario —me contestó, tras ligera vacilación—. Pero continuando con
mi relato, te diré que eché la llave al secreter y me dispuse a retirarme,
cuando vi al mayordomo que había regresado y se hallaba parado en la entrada.
»—Señor
Musgrave —exclamó, con voz enronquecida por la emoción—. No podría soportar la
deshonra. Siempre he sido más orgulloso de lo que me corresponde a mi
categoría, y el deshonor me mataría. Mi sangre caerá sobre su cabeza si me
arroja de esta casa. Si no puede tenerme a su servicio después de lo ocurrido,
le ruego al menos que me permita renunciar y que me retire pasado el mes
acostumbrado en estos casos, como si lo hiciera por propia voluntad. Eso podría
soportarlo, señor; pero no que me despidan y que lo sepan todos los que me conocen.
»—No se merece
ninguna contemplación, Brunton —le dije—. Su conducta ha sido infame. Sin
embargo, como ha servido a la familia durante tanto tiempo, no quiero traer el
deshonor sobre usted. Pero un mes es demasiado tiempo. Váyase dentro de una
semana y dé la explicación que quiera.
»—¿Sólo una
semana, señor? —replicó, con desesperado tono—. Una quincena… ¡Por lo menos una
quincena!
»—Una semana
—repetí—. Y podrá considerar que he sido demasiado benévolo con usted.
»Se alejó con
la cabeza gacha, como si se sintiera muy abatido. Apagué la luz y regresé a mi
cuarto.
»Los dos días
siguientes, Brunton se mostró muy cuidadoso en sus deberes. No hice alusión
alguna a lo sucedido, y esperé con cierta curiosidad ver cómo ocultaría su
caso. Pero la tercera mañana no apareció después del desayuno, como era su
costumbre, para pedirme las instrucciones del día. Al salir del comedor me
encontré con Rachel Howells. Ya te dije que hacía poco que se había recobrado
de su ataque. Estaba tan pálida y temblorosa que tuve que reñirle por
levantarse a trabajar tan temprano.
»—Deberías
estar en la cama —le dije—. Vuelve al trabajo cuando te encuentres mejor.
»Ella me miró
con una expresión tan extraña que comencé a temer que hubiera perdido la razón.
»—Ya estoy
bien, señor Musgrave —respondió.
»—Ya veremos
lo que dice el doctor —manifesté—. Ahora deja de trabajar, y cuando bajes, dile
a Brunton que quiero verle.
»—El mayordomo
se ha ido —contestó.
»—¿Se ha ido?
¿Adonde?
»—Se ha ido.
Nadie lo ha visto. No está en su cuarto. ¡Oh, sí, se ha ido! ¡Se ha ido!
»Al terminar
de decir estas palabras, se recostó contra la pared y comenzó a reír
histéricamente, mientras yo, horrorizado al verla así, hacía sonar la
campanilla para pedir ayuda. Se llevaron a la muchacha a su habitación sin que
dejase de gritar y sollozar. Mientras tanto, me ocupé de averiguar lo que había
sido de Brunton, llegando a la conclusión de que había desaparecido. Su cama
estaba intacta; nadie le vio desde que se retirara la noche anterior a
descansar; y, sin embargo, era imposible entender cómo había salido de la casa,
ya que las puertas y ventanas se encontraron cerradas por dentro. Sus ropas, su
reloj y hasta su dinero, estaban en su cuarto. Sólo, faltaba el traje negro que
solía vestir. También faltaban sus zapatillas, pero sus botines estaban a los
pies de la cama. ¿Dónde podría haber ido Brunton durante la noche y que habría
sido de él?
»Como es
lógico, registramos la casa desde el sótano hasta los áticos, pero sin
encontrar rastros de su persona. Como he dicho, la casa es un verdadero
laberinto, especialmente en el ala primitiva, que ahora está desocupada;
registramos todas las habitaciones sin poder hallar al desaparecido. Era
increíble que se hubiera ido dejando tras de sí todas sus cosas personales. Di
conocimiento a la policía local, pero tampoco tuvieron éxito. La noche anterior
había llovido, y examinaron en vano el prado y todos los senderos que se abren
alrededor de la casa. Así estaban las cosas cuando un nuevo suceso apartó
nuestra atención del primer misterio.
»Durante dos
días estuvo Rachel Howells tan enferma que tomamos una enfermera para que le
hiciera compañía durante la noche. Tres días después de la desaparición de
Brunton, la enfermera, al ver que su paciente descansaba tranquila, decidió
dormir un rato en su sillón. A la madrugada, cuando despertó, vio que la cama
estaba desocupada y la ventana abierta, mientras que no se veía por ninguna
parte a la enferma. Me llamaron en seguida, y yo, acompañado por los dos
lacayos, salí en busca de la joven. No nos resultó difícil descubrir la
dirección que había tomado, pues desde el pie de la ventana pudimos seguir sus
huellas a través del prado hasta el límite de la propiedad, donde desaparecían
muy cerca del sendero de grava que lleva hasta el camino real. Hay por allí un
lago de unos dos metros y medio de profundidad, y ya imaginarás nuestra
reacción cuando vimos que las huellas de la pobre muchacha llegaban hasta cerca
de la orilla.
»Naturalmente,
pedimos las rastras y nos pusimos en acción para recobrar los restos, pero no
pudimos hallar su cuerpo; en cambio, sacamos del fondo del lago un objeto que
no esperábamos encontrar allí. Era una bolsa de lienzo que contenía una masa de
metal herrumbroso y varios trozos de guijarros o vidrios deslustrados de diversos
colores. Este extraño hallazgo fue todo el fruto que obtuvimos de nuestro
trabajo y, aunque ayer hicimos todas las indagaciones posibles, nada sabemos de
la suerte corrida por Rachel Howells y Richard Brunton. La policía del condado
no sabe qué hacer, y como último recurso he venido a pedir tu ayuda.
—Podrá
imaginar, amigo Watson, con cuánto interés escuché este extraordinario relato,
esforzándome por ir relacionando los acontecimientos a fin de ver cuál era el
resultado final de mis suposiciones. La doncella y el mayordomo habían
desaparecido. La doncella estaba enamorada del mayordomo. Esta era una galesa
tan vehemente y apasionada como todas las de su raza. Poco después de la
desaparición de Brunton se había mostrado muy excitada. Además, se había escapado
de su habitación para arrojar al lago una bolsa que contenía objetos muy
curiosos. Estos eran los factores que debía tener en cuenta y, sin embargo,
ninguno de ellos llegaba al fondo del misterio. ¿Cuál era el punto de partida
de esa serie de acontecimientos raros? Allí encontraría la clave del enigma.
—Necesito ver
ese papel que consultó tu mayordomo a riesgo de perder su puesto, Musgrave
—dije a mi amigo.
—Ese Ritual
nuestro es algo absurdo —respondió él—. Pero tiene la excusa de ser muy
antiguo. Aquí tengo una copia de las preguntas y respuestas que lo constituyen.
Toma y léelas, si quieres.
Me entregó
este mismo papel que tengo aquí, Watson, y en él figura el extraño ceremonial
que cada Musgrave debía cumplir al llegar a la mayoría de edad. Las preguntas y
respuestas son las siguientes:
«¿De quién
era?
Del que se ha
ido.
¿Quién la
tendrá?
El que vendrá.
¿Dónde estaba
el sol?
Sobre el
roble.
¿Dónde estaba
la sombra?
Debajo del
olmo.
¿Cómo se
midieron los pasos?
Hacia el norte
por diez,
hacia el este por
cinco,
hacia el sur
por dos
hacia el oeste
por uno,
y luego
debajo.
¿Qué daremos
por ella?
Todo lo que es
nuestro.
¿Por qué hemos
de darlo?
Por la fe que
nos tuvieron.»
—El original no tiene fecha,
pero el estilo y la ortografía son del siglo XVII :—observó Musgrave—. Sin
embargo, temo que te sea muy poco útil para aclarar este misterio.
—Al menos nos
presenta otro misterio que es aún más interesante que el primero —repuse—.
Quizá la solución del uno lleve a aclarar la solución del otro. Perdóname, Musgrave,
pero me parece que tu mayordomo era un hombre muy inteligente y que tuvo más
sagacidad que diez generaciones de caballeros pertenecientes a tu familia.
—No comprendo
—repuso él—. Para mí este papel no tiene la menor importancia práctica.
—Sin embargo,
yo opino todo lo contrario; y me figuro que Brunton habrá pensado como yo.
Probablemente ya lo había visto otras veces antes de la noche que lo
sorprendiste.
—Es muy
posible. Nunca nos molestamos en ocultarlo.
—Supongo que
sólo trató de refrescar su memoria, en aquella ocasión. Según me has dicho,
tenía también una especie de mapa que comparaba con las notas del manuscrito y
que guardó en su bolsillo al aparecer tú.
—Es verdad.
¿Pero qué podría tener que hacer él con esta antigua costumbre de nuestra familia,
y qué significa este jeroglífico?
—No creo que
resulte muy difícil contestar a esa pregunta —manifesté—. Si te parece bien,
tomaremos el primer tren que vaya a Sussex, para continuar la investigación en
tu propiedad.
Esa misma
tarde estábamos ambos en Hurlstone. Posiblemente haya visto usted fotografías y
descripciones del famoso edificio; pero eso me limitaré a decirle que está
construido en forma de L, cuya parte más larga es la moderna, mientras que el
pie, o ala más corta, es el antiguo núcleo del cual nació la otra. Sobre el
dintel de la puerta, en el centro del edificio primitivo, está esculpida una
fecha: «1607». Pero los expertos concuerdan en que los tirantes y las piedras
se remontan a fecha anterior. Los gruesos muros y las pequeñas ventanas de esta
parte obligaron a la familia a construir una nueva ala durante el transcurso
del siglo pasado, y la antigua sólo se usó ahora como almacén. Rodea la casa un
espléndido parque con añosos árboles, y el lago al que se había referido mi
cliente se extendía muy cerca de la avenida y a unos doscientos metros del
edificio.
Yo estaba
convencido de que no tenía que resolver tres misterios diferentes, sino uno
solo, y que si sabía interpretar correctamente el Ritual de los Musgrave,
tendría en mis manos el indicio que me serviría para descubrir la verdad de lo
ocurrido a Brunton y a la doncella. Así, pues, a ese fin dediqué todas mis
energías. ¿Por qué se interesó tanto el criado en la antigua fórmula? Era
evidente que lo hizo porque veía en ella algo que había escapado a la atención
de todas las anteriores generaciones de caballeros; algo de lo que esperaba
aprovecharse personalmente. ¿De qué se trataba, entonces, y cómo había afectado
su vida?
Al leer el
Ritual me hice cargo de que las medidas debían referirse a algún sitio al cual
aludía el resto del documento, y que si podíamos hallar ese sitio, habríamos
adelantado mucho en la solución del secreto que los antiguos Musgrave creyeron
necesario ocultar de manera tan curiosa. Para comenzar, disponía de dos guías:
un roble y un olmo. En cuanto al roble, no dudé ni un momento. Frente a la
casa, sobre el lado izquierdo del camino de coches, se elevaba un viejo
patriarca que era uno de los árboles más hermosos que he visto en mi vida.
—Ese árbol
existía cuando se escribió vuestro Ritual —dije a mi amigo cuando pasamos
frente al roble.
—Es fácil que
existiera cuando la conquista normanda. Tiene una circunferencia de siete
metros.
Comprendí que
ya tenía asegurado uno de los puntos de partida.
—¿Hay algún
olmo antiguo? —pregunté.
—Había uno muy
viejo un poco más allá; pero, hace diez años, le hirió un rayo y lo cortamos,
dejando sólo el tocón.
—¿Se puede ver
ese sitio?
—Sí.
—¿No hay otros
olmos?
—Tan viejos,
no. Aunque tenemos muchísimas hayas.
—Me gustaría
ver el sitio donde estaba el olmo.
Habíamos
llegado en un «sulky», y sin detenernos frente a la casa, mi cliente me condujo
hasta el lugar donde en otro tiempo se elevara el olmo. Estaba el sitio a mitad
de camino entre el roble y la casa. Mi investigación parecía prosperar.
—Supongo que
será imposible averiguar la altura que tenía.
—Te la puedo
decir en seguida. Tenía diecinueve metros.
—¿Cómo lo
sabes?
—Cuando mi
tutor me daba lecciones de trigonometría, siempre me hacía calcular alturas.
Así supe la medida de todos los árboles y edificios de la propiedad.
Me acompañaba
la suerte más de lo que hubiera esperado.
—Dime —le
pregunté—, ¿alguna vez te hizo el mayordomo esa pregunta?
Musgrave me
miró asombrado.
—Ahora que me
lo recuerdas —respondió—, Brunton me preguntó hace unos meses la altura del
árbol. Dijo que quería aclarar una discusión que había tenido con uno de los
lacayos.
La noticia era
excelente, Watson, porque me indicó que me encontraba sobre la pista. Miré el
sol, vi que descendía ya hacia el horizonte y calculé que en menos de una hora
estaría justamente encima de las ramas más altas del viejo roble. Así se
cumpliría una de las condiciones mencionadas en el ceremonial. Y la sombra debajo del olmo debía de referirse al extremo más
lejano de la sombra, ya que de otro modo se hubiera elegido al tronco como
guía. Así, pues, yo tenía que averiguar dónde caería el extremo más lejano de
la sombra cuando el sol estuviera a punto de tocar la parte más alta del roble.
Este trabajo
me sería muy difícil, no estando ya el olmo en pie; pero me dije que yo era
capaz de hacer cualquier cosa que hubiera hecho Brunton. Además, la dificultad
no era tan grave. Entré con Musgrave en su estudio y preparé esta clavija; en
ella aseguré este hilo largo, con un nudo a cada extremo. Luego elegí una caña
de pescar con una longitud de dos metros y regresé con mi cliente hasta el
tocón del olmo. El sol tocaba ya la parte superior del roble. Hice que Musgrave
sostuviera la caña apoyada en el suelo, tomé nota de la dirección de la sombra
y la medí, comprobando que tenía tres metros de longitud.
Naturalmente,
el cálculo siguiente me resultó más sencillo. Si una caña de dos metros
proyectaba una sombra de tres, un árbol de veinte metros de altura tendría que
proyectar una sombra de treinta metros, y la línea seguida por una, debía de
ser la línea de la otra. Medí la distancia, llegando así casi hasta la pared de
la casa, y allí clavé una clavija. Ya imaginará usted mi alegría, cuando a dos
centímetros de allí descubrí un hoyito en el suelo. Era la marca que dejara
Brunton al tomar sus medidas, lo cual indicaba que me hallaba sobre la pista.
Desde ese
punto de partida medí los pasos indicados, después de consultar la brújula para
ver donde estaban los cuatro puntos cardinales. Diez pasos hacia el norte, me
hicieron avanzar a lo largo de la pared. Una vez dados, marqué el sitio con
otra clavija. Luego medí cinco pasos hacia el este y dos hacia el sur, llegando
al umbral de la antigua puerta. Dos pasos hacia el oeste indicaban que debía
entrar esa distancia por el pasillo, cuyo pavimento era de enormes losas de
piedra. Y tal sería el sitio indicado por el Ritual.
Jamás he
sentido, Watson, tanta desilusión como en aquel momento. En efecto, me pareció
que debía haber cometido un error en mis cálculos. El sol poniente iluminaba
con toda claridad el piso del pasillo, y vi que las viejas piedras grises del
suelo estaban firmemente unidas y que no habían sido tocadas desde hacía por lo
menos cien años. Brunton no pudo haber hecho nada allí. Golpeé el piso, pero el
sonido era igual por todos lados, y no vi señal alguna de abertura o
intersticio entre las losas. Afortunadamente, Musgrave, que ya se había dado
cuenta de lo que yo hacía y que estaba tan entusiasmado como yo, sacó del
bolsillo el manuscrito para cotejarlo con mis cálculos.
—Y luego,
debajo —gritó—. Has omitido esa última parte.
Pensé que esas
palabras indicaban que debíamos cavar, pero al instante comprendí en qué
residía mi error.
—¿Hay un
sótano debajo del pasillo?
—Sí, y es tan
antiguo como la casa. Se entra por esta puerta.
Descendimos
por una escalera en espiral y mi compañero encendió un farol que descansaba
sobre un barril, en un rincón. Sin dudar, me hice cargo de que estábamos en el
lugar indicado, y de que no habíamos sido los únicos en visitar aquel sitio en
los últimos días. El sótano se usaba como almacén de leña; pero los troncos que
habían estado diseminados por el suelo, se hallaban ahora apilados a los
costados, dejando un espacio libre en medio del piso. En ese espacio había una
enorme losa de piedra con un herrumbroso anillo en el centro; y en él vimos
atada una bufanda a cuadros.
—¡Cielos!
—exclamó Musgrave—. Es la bufanda de Brunton. Se la he visto infinidad de
veces. ¿Qué habrá venido a hacer aquí ese villano?
A petición mía
se avisó a un par de policías del condado para que estuvieran presentes, y
luego me esforcé por levantar la piedra tirando de la bufanda. No pude moverla
ni un milímetro, y sólo con la ayuda de uno de los policías conseguí finalmente
apartarla hacia un lado. Quedó entonces al descubierto un oscuro orificio, al
que nos asomamos todos, mientras que Musgrave, arrodillándose a mi lado,
alumbraba con el farol.
Allí abajo
había una pequeña cámara de dos metros de profundidad y uno veinte por uno
veinte. A un lado de la misma se veía un arca con refuerzos de bronce. La tapa
estaba levantada, y en la cerradura veía puesta esta antigua llave. Tenía la
parte exterior cubierta de polvo, y los gusanos se habían abierto paso en la
madera, de modo que en el interior había una masa de materia blanca y movediza.
En el fondo del arca vimos varios discos de metal que parecían monedas
antiguas, tales como las que aquí tengo; pero eso era todo.
Sin embargo,
en ese momento no nos ocupamos del arca, porque teníamos los ojos fijos en lo que
se hallaba a su lado. Era el cuerpo de un hombre vestido de negro y sentado en
cuclillas, con la frente apoyada sobre el arca y un brazo a cada lado de la
misma. La postura había hecho retirarse toda la sangre de su rostro, y nadie
podría haber reconocido aquel semblante pálido y desfigurado; sólo cuando
extrajimos el cuerpo, su estatura, su ropa y su cabello, bastaron para que mi
cliente viera que se trataba del mayordomo desaparecido. La muerte se había
producido varios días atrás; pero no encontramos en su cuerpo herida alguna que
nos indicara cómo había fallecida. Una vez que se retiró el cadáver del sótano,
seguíamos abocados a un problema casi tan misterioso como el que teníamos al
principio.
Confieso que
hasta ese momento me sentí muy decepcionado por la investigación. Había contado
con resolver el asunto una vez encontrado el sitio que se indicaba en el
Ritual; pero todavía estaba muy lejos de saber qué era lo que la familia había
ocultado con tantas precauciones. Es verdad que había logrado descubrir el
paradero de Brunton, pero tenía que descubrir también cómo había muerto y qué
relación tenía con su fallecimiento la mujer desaparecida.
Usted conoce
mis métodos, Watson. Me puse en el lugar del hombre, y, una vez que hube,
calculado su inteligencia, traté de imaginar cómo habría procedido yo en
circunstancias similares. Brunton sabía que algo de mucho valor estaba oculto
en el lugar que pudo descubrir gracias a su astucia. Vio luego que la piedra
que cubría el hueco era demasiado pesada para poderla retirar por sus propios
medios. ¿Qué hacer entonces? No podía pedir ayuda, sin correr el riesgo de que
le descubriesen. Era mejor, si fuese posible, conseguir que le ayudase alguien
del interior de la casa. Pero ¿a quién podía pedírselo? La joven Howell había
estado enamorada de él. A un hombre le resulta difícil comprender que puede
haber perdido el amor de una mujer, por muy mal que la haya tratado.
Seguramente se esforzó por hacer las paces con ella y consiguió que fuese su
cómplice. Juntos descenderían por la noche al sótano y la fuerza de ambos sería
suficiente para alzar la piedra. Hasta este punto, pude seguir sus movimientos
como si los hubiera visto con mis propios ojos.
Pero para un
hombre y una mujer, el trabajo de levantar la piedra tuvo que ser muy arduo. Un
fornido policía y yo tuvimos, que esforzarnos enormemente para hacerlo. ¿De qué
modo habrían resuelto el problema? Acaso apelaron al sistema que yo mismo
habría empleado. Me puse de pie y examiné cuidadosamente los trozos de madera
que estaban diseminados por el suelo. Casi en seguida descubrí lo que buscaba.
Un trozo, de unos noventa centímetros de longitud, tenía en un extremo una
depresión muy marcada, mientras que otros varios estaban aplastados como si
hubiesen soportado un peso considerable. Evidentemente, al levantar la piedra
habían metido los trozos de madera en el intersticio, hasta que al fin, cuando
la abertura fue lo bastante amplia para dar paso a un cuerpo, sostuvieron la
piedra levantada por medio de un tronco que apoyaron por un extremo en el borde
de la abertura y por el otro en la losa. Así lo indicaba la marcada depresión
que se veía en uno de ellos. Hasta ahí, todo marchaba bien.
¿Cómo
reconstruir el drama ocurrido después? Era evidente que sólo uno de ellos podía
descender al fondo del orificio, y era Brunton el que lo había hecho. La joven
se quedó esperándole afuera. El mayordomo abrió entonces el arca, le entregó su
contenido, pues éste no se había encontrado, y luego… ¿Qué sucedió luego?
¿Qué fuego
destructor ardió de pronto en el alma de la apasionada galesa, cuando vio que
el hombre que la había engañado estaba a su merced? ¿O acaso, y por casualidad,
se había escapado la madera, dejando a Brunton encerrado en lo que iba a ser su
tumba? ¿Era la joven culpable sólo de guardar silencio respecto a su suerte?
Sea como fuere, me pareció ver a esa mujer con el tesoro entre las manos, huir
escaleras arriba, acaso oyendo los gritos ahogados y los golpes que daba su
infiel amante contra la piedra que le impedía la salida.
A eso se debía
su palidez extrema, sus nervios destrozados y su histerismo de la mañana
siguiente. Pero, ¿cuál era el contenido del arca? ¿Qué fue de ese contenido?
Naturalmente, tenía que ser esa masa de metal retorcido y los guijarros que mi
cliente había hecho sacar del lago. Ella aprovechó la primera oportunidad para
arrojarlos al agua y hacer desaparecer los rastros de su crimen.
Durante veinte
minutos estuve allí dentro, pensando en el problema. Musgrave seguía en pie
junto al agujero, iluminándome con su farol.
—Esos discos
de metal son monedas de la época de Carlos I —dijo de pronto, mostrándome
algunas de las que encontrábamos en el arca—. Ya ves que estuvimos acertados al
fijar la fecha del ritual.
—Es posible
que encontremos alguna otra cosa relacionada con Carlos I —exclamé al hacerme
cargo súbitamente del probable significado de las dos primeras preguntas del
ceremonial—. Enséñame el contenido de la bolsa que sacaste del lago.
Subimos a su
estudio, y él me enseñó lo que le pedía. Comprendí en seguida por qué no le
había dado importancia, pues el metal estaba casi negro y las piedras carecían
por completo de brillo. Restregué una de ellas contra mi manga, y vi que
relucía como una chispa en la palma de mi mano. El metal era un doble anillo,
pero estaba completamente retorcido y a duras penas se notaba su forma
original.
—Has de tener
en cuenta —expliqué— que el partido realista siguió progresando en Inglaterra
aún después de la muerte de Carlos I, y que, cuando al fin huyeron todos,
debieron dejar muchas de sus cosas enterradas en el país, porque tenían la
intención de volver por ellas en cuanto reinase de nuevo la paz.
—Sir Ralph
Musgrave, uno de mis antepasados, fue de los principales acompañantes de Carlos
II durante su exilio —dijo mi amigo.
—¡Eso es! —exclamé—.
Bueno, creo que eso nos da el último indicio que necesitábamos. Te felicito por
haber entrado en posesión de una reliquia que es de gran valor intrínseco, pero
que tiene mucho más valor como recuerdo histórico.
—¿De qué me
hablas? —exclamó asombrado.
—Esto que aquí
ves, es nada menos que la antigua corona de los reyes de Inglaterra.
—¿La corona?
—Exactamente.
Piensa en lo que dice el Ritual. ¿Cómo empezaba?: «¿De quién
era? Del que se ha ido.» Eso fue después de la ejecución de Carlos I.
Luego dice: «¿Quién la tendrá? El que vendrá» Con
esto se referían a Carlos II, cuyo regreso se esperaba. No me cabe la menor
duda de que esta diadema retorcida y maltratada ciñó en otro tiempo la frente
de los Estuardos.
—¿Y cómo fue a
parar al lago?
—¡Ah! Se requiere
cierto tiempo para contestar a esa pregunta…
Y así
diciendo, le expliqué la serie de conjeturas que había hecho en los últimos
veinte minutos. Cayó la noche y se elevó la luna en el cielo antes de que
terminase mi relato.
—¿Y cómo,
entonces, no recibió Carlos II su corona al regresar? —preguntó Musgrave,
guardando la reliquia en la bolsa.
—Acabas de
tocar un punto que probablemente no aclararemos nunca —le contesté—. Acaso el
Musgrave que supo el secreto muriera sin dejar al sucesor otro indicio que este
ceremonial sin explicarle su clave. Desde entonces hasta nuestros días, ha ido
pasando de padres a hijos hasta que al fin cayó en manos de un hombre que le
arrancó su secreto y perdió la vida en la aventura.
—Y esa es la
historia del Ritual de los Musgrave, amigo Watson. Ahora tienen la corona en
Hurlstone, aunque hubieron que cumplir numerosos trámites legales y abonar una
suma considerable para que el Gobierno, les permitiese retenerla. Estoy seguro
de que si menciona usted mi nombre, se la enseñarán. De la mujer, nunca se supo
nada. Es muy probable que se haya ido de Inglaterra llevándose consigo el
recuerdo de su crimen a algún lejano país de allende el mar.
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