lunes, 25 de marzo de 2019

Sir Arthur Conan Doyle. EL RITUAL DE LOS MUSGRAVE



EL RITUAL DE LOS MUSGRAVE

Sir Arthur Conan Doyle
U
NA de las anomalías del carácter de mi amigo Sherlock Holmes era que, aunque en sus métodos analíticos empleaba el mayor orden, y aunque también se cuidaba mucho en el vestir, en sus hábitos personales, podía considerarlo como uno de los hombres más descuidados que he conocido. No es que yo sea, en ese sentido, intachable. Mis años de servicio en Afganistán agregados a mi natural tendencia hacia la vida bohemia, me han hecho más descuidado de lo que corresponde a un hombre que ejerce la medicina. Pero en mi caso hay ciertos límites que jamás son rebasados, y comienzo a darme aires de persona muy virtuosa cuando me veo frente a un hombre que guarda sus cigarros en el cubo del carbón, su tabaco en el interior de una zapatilla persa, y su correspondencia pendiente clavada con un cortaplumas en medio de la repisa de la chimenea. Además, siempre he mantenido que la práctica del tiro es un pasatiempo que ha de ser practicado al aire libre; y cuando Holmes se sentaba en su sillón provisto de una pistola y de cien cartuchos Boxer, para adornar a tiros la pared opuesta, con las patrióticas letras V. R., me veía obligado a declarar que, ni la atmósfera ni el aspecto de nuestra habitación, mejoraría nunca con tales prácticas.
Nuestro departamento estaba siempre lleno de productos químicos y reliquias criminales, que solían aparecer en los lugares menos indicados. Pero los papeles eran mi mayor preocupación. Holmes no se decidía nunca a destruir documentos, especialmente aquéllos relacionados con los casos en que había intervenido. Sin embargo, una vez al año, reunía el valor suficiente para ponerlos en orden y guardarlos, porque, como he mencionado en alguna parte de estas memorias algo incoherentes, las explosiones de extraordinaria energía con que realizaba las notables hazañas a las que está asociado su nombre, eran seguidas por períodos de extraño letargo, durante los cuales se pasaba las horas con su violín y sus libros, moviéndose únicamente para trasladarse del sofá hasta la mesa. De este modo, al cabo de varios meses, se acumulaban de tal manera sus papeles, que todos los rincones de la habitación estaban llenos de manuscritos apilados que no debían tocarse bajo ningún concepto, que sólo su dueño podía guardar.
Una noche de invierno, mientras nos hallábamos sentados junto al fuego, me atreví a sugerirle que, ya que había terminado de pegar recortes en su álbum, bien podría dedicar un par de horas a poner en orden nuestro departamento. No pudo discutir lo justo de mi petición, y, haciendo una mueca, marchó hacia su dormitorio, regresando en seguida con una enorme caja de hojadelata que llevaba a rastras. La colocó en el centro del cuarto, e instalándose frente a ella, levantó su tapa. Vi que estaba llena de paquetes de papeles atados con cintas rojas.
—Aquí dentro hay bastantes casos, Watson —dijo, lanzándome una mirada traviesa—. Creo que si supiera todo lo que tengo en esta caja, me pediría que sacara los papeles en lugar de hacerme guardar otros en ella.
—¿Son los documentos de sus primeras investigaciones? —le pregunté—. Muchas veces he querido tener las notas correspondientes a ellos…
—Sí, amigo mío. Todos estos casos fueron solucionados mucho tiempo antes de que mi biógrafo comenzara a glorificarme. —Comenzó a sacar paquete tras paquete, con extremo cuidado—. No todos ellos fueron triunfos, Watson. Pero hay muchos problemas interesantes en estos papeles. Aquí están los datos del asesinato de Tarleton; éste es el caso de Vamberry, el vendedor de vinos, y la aventura de la anciana rusa; este otro el extraño asunto de la muleta de aluminio, y éste el relato de lo que les ocurrió a Ricoletti y a su abominable esposa. Y aquí… ¡Ah, esto sí que fue algo extraordinario!
Introdujo la mano en el fondo del arca y sacó una cajita de madera con una tapa corrediza, como las que suelen usarse para guardar juguetes. De su interior extrajo un papel, arrugado, una antigua llave de bronce, una clavija de madera con un ovillo de hilo atado alrededor, y tres viejos discos de metal herrumbroso.
—Bien, muchacho, ¿qué opina de estos objetos? —preguntó, sonriendo, al ver la expresión que se pintaba en mi rostro.
—Es una colección muy curiosa.
—Muy curiosa, y la historia que corresponde a ella le resultará mucho más extraña.
—¿De modo que estas reliquias tienen una historia?
—Tanto, que son verdaderamente históricas.
—¿Qué quiere usted decir?
Sherlock Holmes levantó los objetos uno por uno y los puso sobre la mesa. Luego, volvió a sentarse en su sillón y los contempló con gran complacencia.
—Estos son todos los recuerdos que me quedan de la aventura del Ritual de los Musgrave.
Yo le había oído mencionar el caso más de una vez, aunque nunca conseguí que me diera detalles del mismo.
—Me encantaría que me lo relatara —le dije.
—¿Y que deje todo esto como está? —exclamó, con su traviesa sonrisa—. Veo que su amor al orden no es insobornable, amigo Watson. Pero tendré mucho gusto en que agregue este caso a sus memorias, pues hay en él muchos puntos que lo distinguirán entre los casos criminales de todo el mundo. No hay duda de que quedaría incompleta la colección de mis modestas hazañas si no se incluyera en la misma el relato de este misterio tan singular.
Y a continuación procedió a contarme la historia que transcribo más abajo con sus propias palabras.

—Recordará usted cómo el caso del “Gloria Scott” y aquella conversación con el juez Trevor despertaron en mí la tendencia a estudiar la profesión a que he dedicado mi vida. Ahora mi nombre es famoso, y tanto el público como la policía me reconocen como un experto a quien deben confiar los casos más complicados. Cuando nos conocimos, en la época en que participamos en aquel caso que tituló usted «Un estudio en rojo», ya tenía yo una clientela si no muy lucrativa, al menos bastante numerosa. Por tanto le resultará difícil comprender cuánto trabajo me costaron los primeros pasos y cuánto tuve que esperar para iniciar el ascenso hacia la fama.
Cuando me establecí en Londres, tenía mi departamento en la calle Montague, a la vuelta del Museo Británico, y allí me pasaba las horas esperando, dedicado, en el largo tiempo que disponía para ello, a estudiar todos los aspectos de la ciencia que pudieran resultar útiles para mi profesión. De cuando en cuando, me llegaba un cliente, casi siempre por intermedio de algún ex-condiscípulo, pues durante los últimos años que pasé en la universidad se habló mucho en ella sobre mis métodos. El tercero de estos casos que le menciono fue el del Ritual de los Musgrave, y debo la iniciación de mi prosperidad al gran interés que despertó aquel acontecimiento y a los notables resultados del mismo.
Reginald Musgrave había estado en el mismo curso que yo, por lo que teníamos cierta amistad. El joven no era muy popular entre los estudiantes, aunque siempre me pareció que lo que todos consideraban desmedido orgullo no era más que una tentativa para ocultar su extraordinaria timidez. Su aspecto era aristocrático: nariz delgada y con alto puente, ojos muy grandes y modales propios de un cortesano. Era en verdad el heredero único de una de las familias más antiguas del reino, aunque su rama era la menor y se había separado de los Musgrave del norte durante el siglo XVI, estableciéndose en el oeste de Sussex. Su mansión de Hurlstone es acaso el más antiguo edificio del condado. Una o dos veces habíamos conversado, y recuerdo que demostró un gran interés por mis métodos de observación y deducción.
Hacía cuatro años que no le veía cuando se presentó aquella mañana en mi departamento de la calle Montague. Había cambiado poco, vestía a la última moda, pues siempre fue todo un «dandy», y conservaba esos modales suaves y agradables que le distinguían en su época de estudiante.
—¿Cómo estás, Musgrave? —le pregunté, después de habernos estrechado las manos cordialmente.
—Probablemente estarás enterado de que mi padre falleció hace dos años —me contestó—. Desde entonces he tenido que administrar nuestra propiedad de Hurlstone, y como también soy magistrado de mi distrito, he estado ocupadísimo. Pero tengo entendido que has puesto en práctica aquellas facultades tan extraordinarias con que solías asombrarnos en la Universidad.
¿Es verdad eso?
—Sí —repuse—. Ahora me dedico a vivir de mi ingenio.
—Me alegro, porque me será muy útil tu consejo en estos momentos. Han ocurrido cosas muy raras en Hurlstone, y la policía no ha podido aclarar el asunto en lo más mínimo. Te aseguro que se trata de algo extraordinario.
Podrá imaginar con que interés escuché estas palabras. Parecía habérseme presentado la oportunidad que tan ansiosamente esperaba desde hacía varios meses. En lo íntimo de mi corazón supe que podría triunfar donde otros habían fracasado, y entonces se me presentaba la ocasión de probar mi habilidad.
—Te ruego que me des detalles —le pedí.
Reginald Musgrave se sentó frente a mí y encendió el cigarrillo que acababa de ofrecerle.
—Sabrás que, aunque soy soltero, tengo que mantener en Hurlstone una servidumbre bastante numerosa —me dijo—. La casa es muy amplia y exige mucha atención. Tengo también un extenso coto de caza, y durante la temporada de los faisanes recibo muchos invitados, de manera que no me conviene quedarme con poco servicio. En total, ocho doncellas, una cocinera, el mayordomo, dos lacayos y un muchacho. Por supuesto que para el jardín y los establos tengo personal aparte.
»De todos estos criados, el que ha estado más tiempo a nuestro servicio era Brunton, el mayordomo, un maestro de escuela que estaba sin trabajo cuando lo tomó mi padre. Tratábase de un hombre de mucho carácter y pronto se hizo insustituible en la casa. Era un individuo de buena figura, bien parecido y de frente despejada, y aunque hacía veinte años que trabajaba en casa, no creo que contara más de cuarenta de edad. Con todas esas ventajas personales y sus extraordinarias dotes, pues hablaba varios idiomas y sabía tocar varios instrumentos musicales, resultaba asombroso que hubiera soportado tanto tiempo un empleo de mayordomo, pero supongo que se sentiría a gusto y que le faltaría valor para cambiar de vida. El mayordomo de Hurlstone era recordado siempre por todos los que nos visitaban.
»Pero aquel dechado de perfecciones tenía un defecto: era muy mujeriego, y ya podrás imaginar que para un hombre como él no sería difícil representar el papel de Don Juan en un pacífico distrito campesino. Mientras estuvo casado no hubo preocupaciones de ninguna especie; pero desde que enviudó, no podíamos estar tranquilos con él. Hace unos meses abrigábamos la esperanza de que se calmara de nuevo, porque se comprometió para casarse con Rachel Howells, una de nuestras doncellas; pero después la abandonó, para hacerle la corte a Janet Tragellis, la hija del guardabosques. Rachel, que es una buena chica, aunque con un temperamento galés muy excitable, sufrió un ataque cerebral, del que se repuso después. Hasta ayer andaba por la casa como una sombra de lo que antes había sido. Este fue nuestro primer drama en Hurlstone. Pero el segundo que ocurrió nos lo hizo olvidar por completo, y fue precedido por la deshonra y el despido de Brunton.
»Te contaré cómo sucedió todo. Ya te he dicho que el hombre era inteligente, y precisamente su inteligencia fue lo que causó su ruina. Parece que despertó en él una curiosidad insaciable hacia las cosas que no le concernían en absoluto. No supe hasta qué extremo podía llevarle este defecto, hasta que la casualidad me hizo descubrirlo.
»La casa se extiende sobre un terreno bastante amplio, como ya te he explicado. El jueves de la semana pasada no podía conciliar el sueño, por culpa de una taza de café muy cargado que había bebido después de la cena. Cuando me cansé de revolverme en la cama, eran las dos de la mañana, y, comprendiendo que me sería imposible dormir, me levanté y encendí una vela con la intención de continuar una novela que había estado leyendo. Pero había dejado el libro en el salón de billares. De modo que me puse la bata y salí a buscarlo.
»Para llegar al salón de billares tenía que descender un tramo de escalones que cruzan frente a la entrada de un pasillo que conduce hacia la biblioteca y la sala de armas. Imagínate cuál no sería mi sorpresa cuando miré al otro extremo del corredor y vi que salía luz por la puerta de la biblioteca. Naturalmente, lo primero que se me ocurrió fue que habían entrado ladrones. Los pasillos de Hurlstone tiene paredes adornadas con gran número de armas antiguas. Tomé un hacha de guerra y, dejando la vela en la escalera, avancé de puntillas por el corredor y me asomé por la puerta de la biblioteca.
»Allí estaba Brunton, sentado en un sillón. Sobre las rodillas tenía un trozo de papel que me pareció un mapa. Al parecer estaba sumido en un mar de reflexiones. La vela encendida que descansaba sobre la mesa le iluminaba lo suficiente como para que yo viera que estaba completamente vestido. De pronto, mientras le contemplaba, se puso en pie, abrió un escritorio próximo y tiró de uno de los cajones. De allí sacó un papel, volviendo luego a su asiento. Lo puso sobre la mesa para estudiarlo con profunda atención. Me indigné tanto de verle examinar nuestros documentos familiares, que di un paso hacia adelante, y Brunton, al levantar la cabeza, me vio de pie en el umbral. Se levantó de un salto y escondió al instante el mapa en el bolsillo.
»—¡Vaya! —le dije—. De modo que así paga la confianza que le hemos dado, ¿eh? Mañana, se irá de esta casa.
»Él se inclinó como si hubiera recibido un terrible golpe y salió de la habitación sin decir palabra. La vela seguía sobre la mesa, y aproveché su luz para ver qué era lo que había sacado Brunton del secreter. Para sorpresa mía, descubrí que no se trataba de nada de importancia, sino de una copia de las preguntas y respuestas correspondientes a una antigua costumbre muy singular que llamamos el Ritual de los Musgrave. Es una especie de ceremonia en nuestra familia, que cada Musgrave ha debido cumplir al llegar a la mayoría de edad; algo de interés privado que quizás hubiera podido ser importante para un arqueólogo, como nuestros escudos de armas y blasones, pero que no tiene ninguna utilidad práctica.
—Después hablaremos de ese papel —le dije.
—Lo haremos si lo crees necesario —me contestó, tras ligera vacilación—. Pero continuando con mi relato, te diré que eché la llave al secreter y me dispuse a retirarme, cuando vi al mayordomo que había regresado y se hallaba parado en la entrada.
»—Señor Musgrave —exclamó, con voz enronquecida por la emoción—. No podría soportar la deshonra. Siempre he sido más orgulloso de lo que me corresponde a mi categoría, y el deshonor me mataría. Mi sangre caerá sobre su cabeza si me arroja de esta casa. Si no puede tenerme a su servicio después de lo ocurrido, le ruego al menos que me permita renunciar y que me retire pasado el mes acostumbrado en estos casos, como si lo hiciera por propia voluntad. Eso podría soportarlo, señor; pero no que me despidan y que lo sepan todos los que me conocen.
»—No se merece ninguna contemplación, Brunton —le dije—. Su conducta ha sido infame. Sin embargo, como ha servido a la familia durante tanto tiempo, no quiero traer el deshonor sobre usted. Pero un mes es demasiado tiempo. Váyase dentro de una semana y dé la explicación que quiera.
»—¿Sólo una semana, señor? —replicó, con desesperado tono—. Una quincena… ¡Por lo menos una quincena!
»—Una semana —repetí—. Y podrá considerar que he sido demasiado benévolo con usted.
»Se alejó con la cabeza gacha, como si se sintiera muy abatido. Apagué la luz y regresé a mi cuarto.
»Los dos días siguientes, Brunton se mostró muy cuidadoso en sus deberes. No hice alusión alguna a lo sucedido, y esperé con cierta curiosidad ver cómo ocultaría su caso. Pero la tercera mañana no apareció después del desayuno, como era su costumbre, para pedirme las instrucciones del día. Al salir del comedor me encontré con Rachel Howells. Ya te dije que hacía poco que se había recobrado de su ataque. Estaba tan pálida y temblorosa que tuve que reñirle por levantarse a trabajar tan temprano.
»—Deberías estar en la cama —le dije—. Vuelve al trabajo cuando te encuentres mejor.
»Ella me miró con una expresión tan extraña que comencé a temer que hubiera perdido la razón.
»—Ya estoy bien, señor Musgrave —respondió.
»—Ya veremos lo que dice el doctor —manifesté—. Ahora deja de trabajar, y cuando bajes, dile a Brunton que quiero verle.
»—El mayordomo se ha ido —contestó.
»—¿Se ha ido? ¿Adonde?
»—Se ha ido. Nadie lo ha visto. No está en su cuarto. ¡Oh, sí, se ha ido! ¡Se ha ido!
»Al terminar de decir estas palabras, se recostó contra la pared y comenzó a reír histéricamente, mientras yo, horrorizado al verla así, hacía sonar la campanilla para pedir ayuda. Se llevaron a la muchacha a su habitación sin que dejase de gritar y sollozar. Mientras tanto, me ocupé de averiguar lo que había sido de Brunton, llegando a la conclusión de que había desaparecido. Su cama estaba intacta; nadie le vio desde que se retirara la noche anterior a descansar; y, sin embargo, era imposible entender cómo había salido de la casa, ya que las puertas y ventanas se encontraron cerradas por dentro. Sus ropas, su reloj y hasta su dinero, estaban en su cuarto. Sólo, faltaba el traje negro que solía vestir. También faltaban sus zapatillas, pero sus botines estaban a los pies de la cama. ¿Dónde podría haber ido Brunton durante la noche y que habría sido de él?
»Como es lógico, registramos la casa desde el sótano hasta los áticos, pero sin encontrar rastros de su persona. Como he dicho, la casa es un verdadero laberinto, especialmente en el ala primitiva, que ahora está desocupada; registramos todas las habitaciones sin poder hallar al desaparecido. Era increíble que se hubiera ido dejando tras de sí todas sus cosas personales. Di conocimiento a la policía local, pero tampoco tuvieron éxito. La noche anterior había llovido, y examinaron en vano el prado y todos los senderos que se abren alrededor de la casa. Así estaban las cosas cuando un nuevo suceso apartó nuestra atención del primer misterio.
»Durante dos días estuvo Rachel Howells tan enferma que tomamos una enfermera para que le hiciera compañía durante la noche. Tres días después de la desaparición de Brunton, la enfermera, al ver que su paciente descansaba tranquila, decidió dormir un rato en su sillón. A la madrugada, cuando despertó, vio que la cama estaba desocupada y la ventana abierta, mientras que no se veía por ninguna parte a la enferma. Me llamaron en seguida, y yo, acompañado por los dos lacayos, salí en busca de la joven. No nos resultó difícil descubrir la dirección que había tomado, pues desde el pie de la ventana pudimos seguir sus huellas a través del prado hasta el límite de la propiedad, donde desaparecían muy cerca del sendero de grava que lleva hasta el camino real. Hay por allí un lago de unos dos metros y medio de profundidad, y ya imaginarás nuestra reacción cuando vimos que las huellas de la pobre muchacha llegaban hasta cerca de la orilla.
»Naturalmente, pedimos las rastras y nos pusimos en acción para recobrar los restos, pero no pudimos hallar su cuerpo; en cambio, sacamos del fondo del lago un objeto que no esperábamos encontrar allí. Era una bolsa de lienzo que contenía una masa de metal herrumbroso y varios trozos de guijarros o vidrios deslustrados de diversos colores. Este extraño hallazgo fue todo el fruto que obtuvimos de nuestro trabajo y, aunque ayer hicimos todas las indagaciones posibles, nada sabemos de la suerte corrida por Rachel Howells y Richard Brunton. La policía del condado no sabe qué hacer, y como último recurso he venido a pedir tu ayuda.
—Podrá imaginar, amigo Watson, con cuánto interés escuché este extraordinario relato, esforzándome por ir relacionando los acontecimientos a fin de ver cuál era el resultado final de mis suposiciones. La doncella y el mayordomo habían desaparecido. La doncella estaba enamorada del mayordomo. Esta era una galesa tan vehemente y apasionada como todas las de su raza. Poco después de la desaparición de Brunton se había mostrado muy excitada. Además, se había escapado de su habitación para arrojar al lago una bolsa que contenía objetos muy curiosos. Estos eran los factores que debía tener en cuenta y, sin embargo, ninguno de ellos llegaba al fondo del misterio. ¿Cuál era el punto de partida de esa serie de acontecimientos raros? Allí encontraría la clave del enigma.
—Necesito ver ese papel que consultó tu mayordomo a riesgo de perder su puesto, Musgrave —dije a mi amigo.
—Ese Ritual nuestro es algo absurdo —respondió él—. Pero tiene la excusa de ser muy antiguo. Aquí tengo una copia de las preguntas y respuestas que lo constituyen. Toma y léelas, si quieres.
Me entregó este mismo papel que tengo aquí, Watson, y en él figura el extraño ceremonial que cada Musgrave debía cumplir al llegar a la mayoría de edad. Las preguntas y respuestas son las siguientes:
«¿De quién era?
Del que se ha ido.
¿Quién la tendrá?
El que vendrá.
¿Dónde estaba el sol?
Sobre el roble.
¿Dónde estaba la sombra?
Debajo del olmo.
¿Cómo se midieron los pasos?
Hacia el norte por diez,
hacia el este por cinco,
hacia el sur por dos
hacia el oeste por uno,
y luego debajo.
¿Qué daremos por ella?
Todo lo que es nuestro.
¿Por qué hemos de darlo?
Por la fe que nos tuvieron.»
—El original no tiene fecha, pero el estilo y la ortografía son del siglo XVII :—observó Musgrave—. Sin embargo, temo que te sea muy poco útil para aclarar este misterio.
—Al menos nos presenta otro misterio que es aún más interesante que el primero —repuse—. Quizá la solución del uno lleve a aclarar la solución del otro. Perdóname, Musgrave, pero me parece que tu mayordomo era un hombre muy inteligente y que tuvo más sagacidad que diez generaciones de caballeros pertenecientes a tu familia.
—No comprendo —repuso él—. Para mí este papel no tiene la menor importancia práctica.
—Sin embargo, yo opino todo lo contrario; y me figuro que Brunton habrá pensado como yo. Probablemente ya lo había visto otras veces antes de la noche que lo sorprendiste.
—Es muy posible. Nunca nos molestamos en ocultarlo.
—Supongo que sólo trató de refrescar su memoria, en aquella ocasión. Según me has dicho, tenía también una especie de mapa que comparaba con las notas del manuscrito y que guardó en su bolsillo al aparecer tú.
—Es verdad. ¿Pero qué podría tener que hacer él con esta antigua costumbre de nuestra familia, y qué significa este jeroglífico?
—No creo que resulte muy difícil contestar a esa pregunta —manifesté—. Si te parece bien, tomaremos el primer tren que vaya a Sussex, para continuar la investigación en tu propiedad.
Esa misma tarde estábamos ambos en Hurlstone. Posiblemente haya visto usted fotografías y descripciones del famoso edificio; pero eso me limitaré a decirle que está construido en forma de L, cuya parte más larga es la moderna, mientras que el pie, o ala más corta, es el antiguo núcleo del cual nació la otra. Sobre el dintel de la puerta, en el centro del edificio primitivo, está esculpida una fecha: «1607». Pero los expertos concuerdan en que los tirantes y las piedras se remontan a fecha anterior. Los gruesos muros y las pequeñas ventanas de esta parte obligaron a la familia a construir una nueva ala durante el transcurso del siglo pasado, y la antigua sólo se usó ahora como almacén. Rodea la casa un espléndido parque con añosos árboles, y el lago al que se había referido mi cliente se extendía muy cerca de la avenida y a unos doscientos metros del edificio.
Yo estaba convencido de que no tenía que resolver tres misterios diferentes, sino uno solo, y que si sabía interpretar correctamente el Ritual de los Musgrave, tendría en mis manos el indicio que me serviría para descubrir la verdad de lo ocurrido a Brunton y a la doncella. Así, pues, a ese fin dediqué todas mis energías. ¿Por qué se interesó tanto el criado en la antigua fórmula? Era evidente que lo hizo porque veía en ella algo que había escapado a la atención de todas las anteriores generaciones de caballeros; algo de lo que esperaba aprovecharse personalmente. ¿De qué se trataba, entonces, y cómo había afectado su vida?
Al leer el Ritual me hice cargo de que las medidas debían referirse a algún sitio al cual aludía el resto del documento, y que si podíamos hallar ese sitio, habríamos adelantado mucho en la solución del secreto que los antiguos Musgrave creyeron necesario ocultar de manera tan curiosa. Para comenzar, disponía de dos guías: un roble y un olmo. En cuanto al roble, no dudé ni un momento. Frente a la casa, sobre el lado izquierdo del camino de coches, se elevaba un viejo patriarca que era uno de los árboles más hermosos que he visto en mi vida.
—Ese árbol existía cuando se escribió vuestro Ritual —dije a mi amigo cuando pasamos frente al roble.
—Es fácil que existiera cuando la conquista normanda. Tiene una circunferencia de siete metros.
Comprendí que ya tenía asegurado uno de los puntos de partida.
—¿Hay algún olmo antiguo? —pregunté.
—Había uno muy viejo un poco más allá; pero, hace diez años, le hirió un rayo y lo cortamos, dejando sólo el tocón.
—¿Se puede ver ese sitio?
—Sí.
—¿No hay otros olmos?
—Tan viejos, no. Aunque tenemos muchísimas hayas.
—Me gustaría ver el sitio donde estaba el olmo.
Habíamos llegado en un «sulky», y sin detenernos frente a la casa, mi cliente me condujo hasta el lugar donde en otro tiempo se elevara el olmo. Estaba el sitio a mitad de camino entre el roble y la casa. Mi investigación parecía prosperar.
—Supongo que será imposible averiguar la altura que tenía.
—Te la puedo decir en seguida. Tenía diecinueve metros.
—¿Cómo lo sabes?
—Cuando mi tutor me daba lecciones de trigonometría, siempre me hacía calcular alturas. Así supe la medida de todos los árboles y edificios de la propiedad.
Me acompañaba la suerte más de lo que hubiera esperado.
—Dime —le pregunté—, ¿alguna vez te hizo el mayordomo esa pregunta?
Musgrave me miró asombrado.
—Ahora que me lo recuerdas —respondió—, Brunton me preguntó hace unos meses la altura del árbol. Dijo que quería aclarar una discusión que había tenido con uno de los lacayos.
La noticia era excelente, Watson, porque me indicó que me encontraba sobre la pista. Miré el sol, vi que descendía ya hacia el horizonte y calculé que en menos de una hora estaría justamente encima de las ramas más altas del viejo roble. Así se cumpliría una de las condiciones mencionadas en el ceremonial. Y la sombra debajo del olmo debía de referirse al extremo más lejano de la sombra, ya que de otro modo se hubiera elegido al tronco como guía. Así, pues, yo tenía que averiguar dónde caería el extremo más lejano de la sombra cuando el sol estuviera a punto de tocar la parte más alta del roble.
Este trabajo me sería muy difícil, no estando ya el olmo en pie; pero me dije que yo era capaz de hacer cualquier cosa que hubiera hecho Brunton. Además, la dificultad no era tan grave. Entré con Musgrave en su estudio y preparé esta clavija; en ella aseguré este hilo largo, con un nudo a cada extremo. Luego elegí una caña de pescar con una longitud de dos metros y regresé con mi cliente hasta el tocón del olmo. El sol tocaba ya la parte superior del roble. Hice que Musgrave sostuviera la caña apoyada en el suelo, tomé nota de la dirección de la sombra y la medí, comprobando que tenía tres metros de longitud.
Naturalmente, el cálculo siguiente me resultó más sencillo. Si una caña de dos metros proyectaba una sombra de tres, un árbol de veinte metros de altura tendría que proyectar una sombra de treinta metros, y la línea seguida por una, debía de ser la línea de la otra. Medí la distancia, llegando así casi hasta la pared de la casa, y allí clavé una clavija. Ya imaginará usted mi alegría, cuando a dos centímetros de allí descubrí un hoyito en el suelo. Era la marca que dejara Brunton al tomar sus medidas, lo cual indicaba que me hallaba sobre la pista.
Desde ese punto de partida medí los pasos indicados, después de consultar la brújula para ver donde estaban los cuatro puntos cardinales. Diez pasos hacia el norte, me hicieron avanzar a lo largo de la pared. Una vez dados, marqué el sitio con otra clavija. Luego medí cinco pasos hacia el este y dos hacia el sur, llegando al umbral de la antigua puerta. Dos pasos hacia el oeste indicaban que debía entrar esa distancia por el pasillo, cuyo pavimento era de enormes losas de piedra. Y tal sería el sitio indicado por el Ritual.
Jamás he sentido, Watson, tanta desilusión como en aquel momento. En efecto, me pareció que debía haber cometido un error en mis cálculos. El sol poniente iluminaba con toda claridad el piso del pasillo, y vi que las viejas piedras grises del suelo estaban firmemente unidas y que no habían sido tocadas desde hacía por lo menos cien años. Brunton no pudo haber hecho nada allí. Golpeé el piso, pero el sonido era igual por todos lados, y no vi señal alguna de abertura o intersticio entre las losas. Afortunadamente, Musgrave, que ya se había dado cuenta de lo que yo hacía y que estaba tan entusiasmado como yo, sacó del bolsillo el manuscrito para cotejarlo con mis cálculos.
—Y luego, debajo —gritó—. Has omitido esa última parte.
Pensé que esas palabras indicaban que debíamos cavar, pero al instante comprendí en qué residía mi error.
—¿Hay un sótano debajo del pasillo?
—Sí, y es tan antiguo como la casa. Se entra por esta puerta.
Descendimos por una escalera en espiral y mi compañero encendió un farol que descansaba sobre un barril, en un rincón. Sin dudar, me hice cargo de que estábamos en el lugar indicado, y de que no habíamos sido los únicos en visitar aquel sitio en los últimos días. El sótano se usaba como almacén de leña; pero los troncos que habían estado diseminados por el suelo, se hallaban ahora apilados a los costados, dejando un espacio libre en medio del piso. En ese espacio había una enorme losa de piedra con un herrumbroso anillo en el centro; y en él vimos atada una bufanda a cuadros.
—¡Cielos! —exclamó Musgrave—. Es la bufanda de Brunton. Se la he visto infinidad de veces. ¿Qué habrá venido a hacer aquí ese villano?
A petición mía se avisó a un par de policías del condado para que estuvieran presentes, y luego me esforcé por levantar la piedra tirando de la bufanda. No pude moverla ni un milímetro, y sólo con la ayuda de uno de los policías conseguí finalmente apartarla hacia un lado. Quedó entonces al descubierto un oscuro orificio, al que nos asomamos todos, mientras que Musgrave, arrodillándose a mi lado, alumbraba con el farol.
Allí abajo había una pequeña cámara de dos metros de profundidad y uno veinte por uno veinte. A un lado de la misma se veía un arca con refuerzos de bronce. La tapa estaba levantada, y en la cerradura veía puesta esta antigua llave. Tenía la parte exterior cubierta de polvo, y los gusanos se habían abierto paso en la madera, de modo que en el interior había una masa de materia blanca y movediza. En el fondo del arca vimos varios discos de metal que parecían monedas antiguas, tales como las que aquí tengo; pero eso era todo.
Sin embargo, en ese momento no nos ocupamos del arca, porque teníamos los ojos fijos en lo que se hallaba a su lado. Era el cuerpo de un hombre vestido de negro y sentado en cuclillas, con la frente apoyada sobre el arca y un brazo a cada lado de la misma. La postura había hecho retirarse toda la sangre de su rostro, y nadie podría haber reconocido aquel semblante pálido y desfigurado; sólo cuando extrajimos el cuerpo, su estatura, su ropa y su cabello, bastaron para que mi cliente viera que se trataba del mayordomo desaparecido. La muerte se había producido varios días atrás; pero no encontramos en su cuerpo herida alguna que nos indicara cómo había fallecida. Una vez que se retiró el cadáver del sótano, seguíamos abocados a un problema casi tan misterioso como el que teníamos al principio.
Confieso que hasta ese momento me sentí muy decepcionado por la investigación. Había contado con resolver el asunto una vez encontrado el sitio que se indicaba en el Ritual; pero todavía estaba muy lejos de saber qué era lo que la familia había ocultado con tantas precauciones. Es verdad que había logrado descubrir el paradero de Brunton, pero tenía que descubrir también cómo había muerto y qué relación tenía con su fallecimiento la mujer desaparecida.
Usted conoce mis métodos, Watson. Me puse en el lugar del hombre, y, una vez que hube, calculado su inteligencia, traté de imaginar cómo habría procedido yo en circunstancias similares. Brunton sabía que algo de mucho valor estaba oculto en el lugar que pudo descubrir gracias a su astucia. Vio luego que la piedra que cubría el hueco era demasiado pesada para poderla retirar por sus propios medios. ¿Qué hacer entonces? No podía pedir ayuda, sin correr el riesgo de que le descubriesen. Era mejor, si fuese posible, conseguir que le ayudase alguien del interior de la casa. Pero ¿a quién podía pedírselo? La joven Howell había estado enamorada de él. A un hombre le resulta difícil comprender que puede haber perdido el amor de una mujer, por muy mal que la haya tratado. Seguramente se esforzó por hacer las paces con ella y consiguió que fuese su cómplice. Juntos descenderían por la noche al sótano y la fuerza de ambos sería suficiente para alzar la piedra. Hasta este punto, pude seguir sus movimientos como si los hubiera visto con mis propios ojos.
Pero para un hombre y una mujer, el trabajo de levantar la piedra tuvo que ser muy arduo. Un fornido policía y yo tuvimos, que esforzarnos enormemente para hacerlo. ¿De qué modo habrían resuelto el problema? Acaso apelaron al sistema que yo mismo habría empleado. Me puse de pie y examiné cuidadosamente los trozos de madera que estaban diseminados por el suelo. Casi en seguida descubrí lo que buscaba. Un trozo, de unos noventa centímetros de longitud, tenía en un extremo una depresión muy marcada, mientras que otros varios estaban aplastados como si hubiesen soportado un peso considerable. Evidentemente, al levantar la piedra habían metido los trozos de madera en el intersticio, hasta que al fin, cuando la abertura fue lo bastante amplia para dar paso a un cuerpo, sostuvieron la piedra levantada por medio de un tronco que apoyaron por un extremo en el borde de la abertura y por el otro en la losa. Así lo indicaba la marcada depresión que se veía en uno de ellos. Hasta ahí, todo marchaba bien.
¿Cómo reconstruir el drama ocurrido después? Era evidente que sólo uno de ellos podía descender al fondo del orificio, y era Brunton el que lo había hecho. La joven se quedó esperándole afuera. El mayordomo abrió entonces el arca, le entregó su contenido, pues éste no se había encontrado, y luego… ¿Qué sucedió luego?
¿Qué fuego destructor ardió de pronto en el alma de la apasionada galesa, cuando vio que el hombre que la había engañado estaba a su merced? ¿O acaso, y por casualidad, se había escapado la madera, dejando a Brunton encerrado en lo que iba a ser su tumba? ¿Era la joven culpable sólo de guardar silencio respecto a su suerte? Sea como fuere, me pareció ver a esa mujer con el tesoro entre las manos, huir escaleras arriba, acaso oyendo los gritos ahogados y los golpes que daba su infiel amante contra la piedra que le impedía la salida.
A eso se debía su palidez extrema, sus nervios destrozados y su histerismo de la mañana siguiente. Pero, ¿cuál era el contenido del arca? ¿Qué fue de ese contenido? Naturalmente, tenía que ser esa masa de metal retorcido y los guijarros que mi cliente había hecho sacar del lago. Ella aprovechó la primera oportunidad para arrojarlos al agua y hacer desaparecer los rastros de su crimen.
Durante veinte minutos estuve allí dentro, pensando en el problema. Musgrave seguía en pie junto al agujero, iluminándome con su farol.
—Esos discos de metal son monedas de la época de Carlos I —dijo de pronto, mostrándome algunas de las que encontrábamos en el arca—. Ya ves que estuvimos acertados al fijar la fecha del ritual.
—Es posible que encontremos alguna otra cosa relacionada con Carlos I —exclamé al hacerme cargo súbitamente del probable significado de las dos primeras preguntas del ceremonial—. Enséñame el contenido de la bolsa que sacaste del lago.
Subimos a su estudio, y él me enseñó lo que le pedía. Comprendí en seguida por qué no le había dado importancia, pues el metal estaba casi negro y las piedras carecían por completo de brillo. Restregué una de ellas contra mi manga, y vi que relucía como una chispa en la palma de mi mano. El metal era un doble anillo, pero estaba completamente retorcido y a duras penas se notaba su forma original.
—Has de tener en cuenta —expliqué— que el partido realista siguió progresando en Inglaterra aún después de la muerte de Carlos I, y que, cuando al fin huyeron todos, debieron dejar muchas de sus cosas enterradas en el país, porque tenían la intención de volver por ellas en cuanto reinase de nuevo la paz.
—Sir Ralph Musgrave, uno de mis antepasados, fue de los principales acompañantes de Carlos II durante su exilio —dijo mi amigo.
—¡Eso es! —exclamé—. Bueno, creo que eso nos da el último indicio que necesitábamos. Te felicito por haber entrado en posesión de una reliquia que es de gran valor intrínseco, pero que tiene mucho más valor como recuerdo histórico.
—¿De qué me hablas? —exclamó asombrado.
—Esto que aquí ves, es nada menos que la antigua corona de los reyes de Inglaterra.
—¿La corona?
—Exactamente. Piensa en lo que dice el Ritual. ¿Cómo empezaba?: «¿De quién era? Del que se ha ido.» Eso fue después de la ejecución de Carlos I. Luego dice: «¿Quién la tendrá? El que vendrá» Con esto se referían a Carlos II, cuyo regreso se esperaba. No me cabe la menor duda de que esta diadema retorcida y maltratada ciñó en otro tiempo la frente de los Estuardos.
—¿Y cómo fue a parar al lago?
—¡Ah! Se requiere cierto tiempo para contestar a esa pregunta…
Y así diciendo, le expliqué la serie de conjeturas que había hecho en los últimos veinte minutos. Cayó la noche y se elevó la luna en el cielo antes de que terminase mi relato.
—¿Y cómo, entonces, no recibió Carlos II su corona al regresar? —preguntó Musgrave, guardando la reliquia en la bolsa.
—Acabas de tocar un punto que probablemente no aclararemos nunca —le contesté—. Acaso el Musgrave que supo el secreto muriera sin dejar al sucesor otro indicio que este ceremonial sin explicarle su clave. Desde entonces hasta nuestros días, ha ido pasando de padres a hijos hasta que al fin cayó en manos de un hombre que le arrancó su secreto y perdió la vida en la aventura.

—Y esa es la historia del Ritual de los Musgrave, amigo Watson. Ahora tienen la corona en Hurlstone, aunque hubieron que cumplir numerosos trámites legales y abonar una suma considerable para que el Gobierno, les permitiese retenerla. Estoy seguro de que si menciona usted mi nombre, se la enseñarán. De la mujer, nunca se supo nada. Es muy probable que se haya ido de Inglaterra llevándose consigo el recuerdo de su crimen a algún lejano país de allende el mar.

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