Collage
de escenas sobre los habituales de un café madrileño de los años cuarenta, a
través de cuyas historias conocemos sus preocupaciones, el hambre, el peso de
la reciente guerra civil sobre sus vidas, las costumbres…
Un
joven de provincias viaja a Madrid dispuesto a triunfar, pero a su llegada
entra en un café frecuentando por artistas, literatos y gente de la bohemia,
donde nadie le hace caso.
Allí
conoce finalmente a Rosaura, joven de la que se enamora perdidamente.
Camilo José Cela
Café
de artistas
La
puerta giratoria da vueltas sobre su eje. La puerta giratoria, al dar vueltas
sobre su eje, tiene un ruido mimoso, casi amoroso. En la puerta giratoria hay
cuatro reservados, cuatro departamentos; si los poetas son flacos y
espirituales, hasta pueden caber dos en cada porción. Los departamentos de la
puerta giratoria tienen la forma de las porciones del queso fresco, del blando
y albo queso reconstituyente, un queso para madres lactantes. La puerta
giratoria tiene un cepillito a los bordes, de arriba a abajo, para que no se
cuele el frío de la calle. La puerta giratoria es un bonito símil, algo así
como una metáfora a la que se le puede sacar mucho partido. El Café de Artistas
está lleno de bonitos símiles.
—Se
han convocado unos Juegos Florales en Huesca. Flor natural y tres mil pesetas.
Tema libre.
La
poesía también está llena de bonitos símiles. Lo del blanco sudario de la nieve
ya se lleva poco. Ahora se estila más hacer juegos de palabras y decir
«víspera» y «costado». «Víspera» es muy frutal, muy frutal; es casi como
«níspero». «Costado» es muy hondo y muy religioso, muy hondo y muy religioso;
es casi como «jaculatoria».
Las
señoras engordan, pero no importa. Las señoras escriben sus versos y sus
prosas, pero tampoco importa. Se trata de un problema de glándulas de secreción
interna.
Los
poetas toman café con leche, que siempre alimenta. Algún poeta, de vez en
cuando, pasa, y se ahorra catorce reales. Las señoras, en cambio, no pasan
jamás. Las señoras son insaciables.
—Deme
un café con leche.
Un
joven de provincias se siente galante.
—¿Quiere
usted una copita de anisete? Yo la invito, si no le parece mal.
—¡Gracias,
amor!
El
joven de provincias se pone colorado y, sin querer, fija la vista en la pechuga
de la señora. En su provincia no pasan estas cosas. En su provincia, las
señoras están gordas, sí, pero no hacen versos: hacen calceta y filtiré. En su
provincia, las señoras también hieden a vaca, sí, pero no toman anisete: toman
chocolate, y no siempre.
El
joven de provincias se sobrepone. ¡Animo, muchacho!
—De
nada, no se merecen.
La
señora de la pechuga palpitante exhala un suspiro profundo.
—Brrrr…
La
señora de la pechuga esplendorosa tiene propensión a la calvicie. Eso se
corrige con una loción de azufre, frotando bien, todas las mañanas, al
levantarse.
—Conque
por Madrid, ¿eh?
—Pues,
sí, ya lo ve…
—¡Vaya,
vaya!
Algunos
días, en lugar de decir esto, se dice esto otro: —Lo que yo le digo a usted,
pero que muy en serio, es que Balzac… Bueno, ¡para qué hablar!
Entonces,
el joven de provincias se pone a pensar en Balzac y lo confunde con Stendhal.
«No, no; el de Madame Bovary, el de Madame Bovary».
La
señora de la amplia pechuga tiene unos días mejores que otros.
—¿Qué
te pasa, Rosaurita?
El
joven de provincias encuentra un poco excesivo que a aquella señora, con lo
grande que es, la llamen Rosaurita.
—Nada,
no me pasa nada. ¡Oh, querido mío! ¡Mil gracias!
—No
hay que darlas, no hay que darlas.
Con
la señora de pechuga de pavo la conversación no languidece jamás.
—Se
conoce que me ha caído mal el alimento, porque me está repitiendo toda la
tarde.
—Eso
es mismo de la digestión; toma bicarbonato.
El
joven de provincias no se atreve a tutear a Rosaurita. El joven de provincias
es un chico muy respetuoso con la edad.
En
la mesa de al lado, unos señores regular de trajeados hablan de poesía.
—¿Me
puedes dejar tres duros? Mañana te los doy.
Al
señor que pide los tres duros le deben un dineral, un verdadero dineral, de
premios en los Juegos Florales. El señor que pide los tres duros tiene mucho
crédito.
—¿Habéis
cobrado en La Coruña?
El
señor que pide los tres duros pone un gesto elegiaco.
—¡La
Coruña!
Rueda
sobre las mesas, rebotando en el techo y escapando por la puertecilla del
teléfono, un grave ángel de silencio, un ángel instantáneo.
Rosaurita
baja el cocido con anisete.
—¡Está
bueno!
El
joven de provincias piensa: «¡Ya puede!».
Rosaurita
se mete la mano por la pechuga y saca unas cuartillas, en las que apunta tres o
cuatro palabras con un lápiz que le ha prestado el camarero. Después se las
vuelve a guardar, arrugadas, tibias, animales.
—¿Qué
va a ser?
—Solo.
En
la tertulia, que es algo así como la estación del Metro de Antón Martín, se
acaba de sentar un viejo temblequeante, que tiene dentadura postiza,
incontinencia de orina y una hija monja en Albacete.
—Lo
que le pasa a estos poetas de ahora, ya lo sé yo pero que muy bien. ¡Vaya si lo
sé!
Los
contertulios no le preguntan a don Mamed qué es lo que les pasa a estos poetas
de ahora. ¡Qué mala uva!
La
encargada del teléfono grita:
—¡Señor
García Pérez!
La
señora del teléfono gritando «¡Señor García Pérez!» es algo así como el
contrapunto de todas las conversaciones del café.
—Pepe,
te llaman.
—Voy.
Don
Mamed parece un pájaro frito; dan ganas de cogerlo por las patas y comérselo,
con cabeza y todo.
—Chico:
¡un blanco, para pasar mejor a don Mamed!
Don
Mamed cuenta chistecitos costumbristas, chistecitos que huelen a alcanfor, a
casa cerrada, a velatorio de niña que cascó en la flor de la edad, a maestro
jubilado, a tocino húmedo, a pensión de dieciocho pesetas, a retrete de casino
de pueblo, a pescadilla cocida, a alcoba de criada de servir, todo revuelto.
—¡Je,
je! ¿Conocen ustedes el del guardia?
—Sí,
sí; ése ya lo conocemos.
A
don Mamed no le importa nada prodigarse.
—¡Je,
je!
Don
Mamed es incansable, es un pardillo muy resistente. Don Mamed rompe a contar el
chiste del guardia: —¡Je, je! Un guardia le dijo a una niñera, ¡je, je! «Oiga
usted, prenda, ¿qué tal la trata el señorito?». ¡Je, je! Y la niñera fué y le
dijo, ¡je, je! «Oiga usted, guardia, ¿y a usted…?».
Don
Mamed sigue con su bonita historia, ¡je, je! durante un largo rato. Nadie le
escucha. Al joven de provincias le hubiera gustado saber en qué iba a parar
aquello del guardia y la niñera.
—¿Quiere
usted traer una jarra de agua fresquita?
Los
poetas, cuando piden agua, dicen siempre «fresquita». Así, en diminutivo, queda
más íntimo, más cariñoso, y hay más probabilidades de que, por lo menos por
compasión, le hagan caso a uno.
El
joven de provincias bebe agua y vuelve a mirar la pechuga de Rosaurita.
—¡Pues
no es tan vieja! ¡Yo no sé esta gente!
Rosaurita,
que hace ya cerca de treinta años que ha perdido el hábito de ser mirada, ni se
da cuenta.
—Los
papeles no le han podido llegar muy abajo —piensa el joven de provincias—; la
Rosaurita está más bien cumplida.
El
joven de provincias se decidió a llamarla Rosaurita, aunque no fuese más que en
el pensamiento.
—Oiga
usted, señora.
La
señora con formas de paloma buchona, le interrumpió: —Llámeme usted Rosaura,
joven; Rosaura, como me llaman todos mis amigos, todos mis buenos compañeros de
letras.
—Bueno,
muy agradecido. Oiga usted, Rosaura.
—Dígame,
amigo mío.
El
joven de provincias se cortó, igual que la mayonesa cuando la señorita se mete
en la cocina.
—Pues…
No sé… Se me fué el santo al cielo… No sé lo que iba a decirla… En fin, ¡ya me
acordaré!
A
la Rosaura le ofrecieron un «buby» y la Rosaura empezó a echar humo por la
nariz; el joven de provincias hubiera jurado que incluso antes de encenderlo.
—¡Qué
tía! ¡Qué ganas tenía de echarse un «pito»!
La
Rosaura, fumándose su «buby», se sentía el ombligo del mundo. Lo bueno que
tienen estas gordas literarias es que son fáciles de conformar; con cualquier
cosa se contentan.
—Así
da gusto.
—Ya,
ya.
El
joven de provincias había hablado consigo mismo.
II
En
el bar, delante de un café con leche, un editor le explica a un novelista
flaquito, con cara de padecer del hígado y quién sabe también si de
hemorroides.
—Mire
usted, Cirilo, dejémonos de zarandajas y de modernismos. La novela, ¿me escucha
usted?
Cirilo
se sobresaltó por dentro y puso un gesto casi ruin de estar atendiendo mucho.
—Sí
señor, sí. La novela…
El
editor siguió.
—Pues
eso. La novela, dejémonos de monsergas y de modernismos, debe constar de los
tres elementos tradicionales, clásicos, esenciales. ¿Me entiende usted?
El
novelista, por poco, le responde: —Sí, señor, le entiendo la mar de bien: fe,
esperanza y caridad.
Pero
pudo contenerse a tiempo.
—Sí,
señor. ¡Ya lo creo! ¡Los tres elementos tradicionales, clásicos, esenciales!
¡Je, je!
El
editor respiró hondo y continuó.
—¿Quiere
usted un cafetito?
—Bueno…
—¡Oiga,
un cafetito para este señor!
El
editor miró para Cirilo y Cirilo se compuso unos ojitos de oveja, unos ojitos
que querían significar todo su mucho agradecimiento.
—Y
esos tres elementos de que le hablo, amigo mío, esos tres elementos
tradicionales, clásicos, esenciales, dejémonos de gaitas y de modernismos, son,
¿sabe usted cuáles son?
—Siga,
siga…
—Pues
son: planteamiento, nudo y desenlace. Sin planteamiento, nudo y desenlace por
más vueltas que usted quiera darle, no hay novela; hay, ¿quiere usted que se lo
diga?
—Sí,
señor, sí.
—Pues
no hay nada, para que lo sepa. Hay, ¡fraude y modernismos!
El
pobre Cirilo estaba hundido, anonadado. El editor usaba unos argumentos muy
sólidos.
—Y
si usted quiere que le encargue una novela, ya sabe: planteamiento, nudo y
desenlace. Verbigracia: una joven huérfana trabaja como una negra para poder
sacar adelante a sus once hermanitos, que también son huérfanos y están algo
delicados. Para darle mayores visos de realidad, podemos decir que trabaja en
el Instituto Nacional de Previsión, en la sección de seguros para Madres
Lactantes. Bueno. La joven, que se llama, por ejemplo, Esmeralda de Valle
Florido, o Graciella de Prado-Tierno, o algún otro nombre cualquiera, el caso
es que sea bello y simbólico, conoce un día, en una cafetería americana, ¡hay
que ser modernos!, a un joven apuesto, de mirar profundo, que se llama, por
ejemplo, Carlos o Alberto. No se le ocurra ponerle Estanislao; comprenda que no
hace bien.
—Claro;
sí, señor.
—Pues
eso. ¡Ya casi tenemos el planteamiento! Carlos, que es muy desgraciado, corteja
a Esmeralda, que tampoco es feliz, pero Esmeralda le pone una condición.
«¡Carlos!» «Dime, amor». «¡Quítate del vermú!» Carlos se aparta de la bebida y
la joven pareja pasa por instantes muy dichosos. ¿Eh, qué tal?
Cirilo
estaba entusiasmado.
—¡Extraordinario!
El
editor sonrió, satisfecho.
—Pues
nada, ¡para que vea mi afán de colaboración!, si le gusta, ¡se lo regalo!
—Gracias,
don Serafín, machas gracias. ¡Nunca podré agradecerle bastante todo lo que
usted hace por mí!
Don
Serafín se esponjó.
—¡No
hay que darlas! Bueno, vayamos ahora al nudo. Esmeralda, rebosante de dicha,
esperó a que su prometido cumpliera años y le regaló un parchís. Carlos, al
desempaquetar el parchís, no pudo disimular un hondo gesto de contrariedad.
¿Qué sucedía? ¿Por qué no le había agradado el presente de su amada? ¿Qué
misterio encerraba el parchís? ¡Ah! ¡Ahí, precisamente ahí, estaba el misterio!
¿Le gusta a usted cómo va el argumento?
—¡Un
horror! Siga usted.
—Pues
ya tenemos el nudo. Pasemos ahora al tercero de los elementos tradicionales,
clásicos, esenciales: al desenlace. Todo gira alrededor del parchís. ¿Estaba
envenenado el parchís? ¿Traía a su mente recuerdos de su mala vida pasada, que
hubiera preferido alejar de sí como una horrorífica visión? ¡Ah! Lo que sucedía
era que Carlos, al ver cómo Esmeralda desenvolvía el parchís, se percató de que
era cierto y bien cierto lo que siempre se había temido: que ambos eran
hermanos de padre. ¡Maldición! ¡Ese gesto de ir enrollando el cordelito en un
dedo le descifró todo el misterio! «¡Esmeralda!» «¡Diga! Digo, ¡dí!» «¡Nuestro
amor es imposible!» «¿Y eso?» «Sí, Esmeralda, ¡una misma sangre late en
nuestras venas!» «¡Caray!» «Sí, Esmeralda, ¡apartémonos el uno del otro!»
Esmeralda se apartó y, ¡zas!, se desmayó. Carlos, cabizbajo, se hizo
benedictino. ¿Eh? ¿Qué tal?
Cirilo
no pudo menos de responder: —¡Magnífico, magnífico!
El
editor siguió explicando su teoría de la novela y después se marchó. El joven
de provincias se acercó a Cirilo.
—¡Hola,
buenas!
Cirilo,
que acababa de recibir un encargo en firme, ni le miró. ¡Estaría bueno!
—¿Le
molesto?
—No,
no…
El
joven de provincias se acercó aún más a Cirilo a ver si se le pegaba algo.
III
En
tres o cuatro mesas en fila, los pintores guardan silencio. El joven de
provincias, que también es un poco pintor, procura meter baza; con poca suerte,
esa es la verdad. El joven de provincias no sabe bien lo que es, o lo que
quiere ser, o lo que va a ser. El joven de provincias se quedó huérfano de
padre y madre siendo aún muy niño. Entonces, sus tías le decían:
—Oye,
Julito, hay que ir pensando en tu porvenir. ¿Qué vas a ser cuando seas mayor?
Y
Julito se quedaba un poco desorientado y contestaba:
—¡Pues!
¡No sé! La verdad es que no sé…
A
sus tías, aquella indecisión del Julito las sacaba de quicio.
—Pues
paseante en Cortes no vas a ser, descuida. Para eso hay que tener bienes de
fortuna.
—Bueno,
ya saldrá algo…
El
Julito, cuando sus tías se fueron para el otro mundo, malvendió lo poco que le
dejaron y se vino para Madrid, a conquistar la ciudad.
—Y
a invitar a copitas de anisete a la Rosaura.
—Bueno,
¡eso fué una vez!
El
joven de provincias, en la tertulia de los pintores, procura meter baza:
—No,
por ahora no hago más que dibujos…
—Bueno.
—Ya
me meteré más tarde con el color…
—Bueno.
—Lo
que quiero es preparar una exposición con cuidado…
—Bueno.
El
joven de provincias guardó silencio porque adivinó que, de un momento a otro,
ya no le iban a decir ni «bueno».
Los
pintores aplastan las colillas contra el mármol de la mesa.
—¡Qué
calidades! —pensó el joven de provincias.
El
joven de provincias no se llama Julito. El joven de provincias se llama
Cándido, Cándido Calzado Bustos. Cándido Calzado Bustos es flaquito, feuchín,
paliducho. Cándido Calzado Bustos no va bien del vientre.
—¡Cándido!
—¡Qué!
—¿Qué
tal vas?
—Mal…
Cándido
Calzado Bustos hace poesías y dibujos. Si le dieran un destino en algún lado,
también lo cogería. Cándido Calzado Bustos hubiera querido ser un nietzscheano.
Pero no pudo. Cándido Calzado Bustos era, más bien, una monja de la caridad y
hacía versitos a los niños pequeños y a los perros callejeros. Los versitos le
salían muy grandilocuentes, pero quedaban bastante bien, aunque, según le
habían dicho, con algunas «reminiscencias».
¡Oh, tú! Perrillo incierto,
o bien corazón que pende de nube,
o álamo,
etcétera.
Los
pintores entienden poco de poesía. Como compensación, los poetas no entienden
una palabra de pintura. Cándido Calzado Bustos era un poco poeta y otro poco
pintor, y, claro, no distinguía; era como un negado, pero un negado de buena
voluntad e incluso de principios.
—Las
calidades, las calidades…
—¿Eh?
—Pues
eso, las calidades.
—¡Ah!
—La
pintura de Asterio se caracteriza por sus finas calidades: calidad de pez,
calidad de jarra, calidad de coliflor…
—¿Quién
es Asterio?
—Mi
maestro.
Los
camareros del Café de Artistas distinguen a los pintores buenos de los pintores
malos por la cara. Con los poetas les pasa lo mismo; no fallan jamás.
—¿Ése?
Ése es un ganapán que deja a deber el café.
Los
camareros del Café de Artistas no se equivocan nunca.
—¿Ése?
Ése es un pardillo que deja a deber el café.
Los
camareros del Café de Artistas tienen una gran seguridad en sí mismos.
—¿Ése?
Ése es un muerto de hambre que ni deja a deber el café.
—¿Y
qué hace?
—¿Ése?
Ése, pues nada; aguanta. Por no pedir, no pide ni bicarbonato.
El
joven de provincias pide café, lo toma y lo paga. Conviene irse haciendo un
prestigio, poco a poco. Si no, no le pedirán a uno, cuando llegue el momento,
colaboraciones bien retribuidas, a veinticinco duros con descuento, poesías,
artículos, cuentos. Las poesías, hasta las daría gratis. Salvo los ya muy
consagrados, que cobran quince y hasta veinte duros por una poesía, los demás
poetas las regalan. A los poetas, a pesar de que son agarrados, no se les
suelen presentar más que ocasiones de desprendimiento. Claro que los poetas
tienen, por regla general, otro oficio —delineante, maestro, confidente de la
Policía—; si no, no podrían vivir.
—La
pintura de mi maestro se caracteriza por sus finas calidades.
—Bueno.
En
el Café de Artistas se masca un aire denso y manual, un aire que parece hecho
de la misma pegajosa y estirable materia de la vejiga de la orina.
—Hace
calor.
—No.
Los
pintores son de variadas especies: pintores altos y delgados, pintores bajos y
delgados, pintores delgados y de media estatura. Los sabios deberían determinar
las escuelas de los pintores por su alzada y por sus carnes. Cándido, cuando
piensa en eso, sonríe por dentro. Cándido tiene las ideas a destiempo, no lo
puede evitar.
—Poesía,
poesía, hada de…, bueno, hada de ambiguos ropajes. ¡Qué estupidez!
—¿Qué?
—Nada,
hablaba solo.
Cándido
se sorprende.
—¡Caray,
para una vez que me hacen caso!
Cándido
Calzado Bustos no encuentra un nombre de guerra que le acabe de llenar, un
nombre de guerra que suene a nombre de gran poeta, a nombre de gran pintor, y
que, de paso, no hieda a seudónimo. «Cancalbús» no le sirve; como descubrimiento,
es peor que «Azorín».
El
joven de provincias, con las manos en el bolsillo del pantalón, mira para el
techo y procura acostumbrarse a «Cancalbús». Lo malo es que, a fuerza de
repetirlo, cada vez lo encuentra más sin sentido, más vacío y extraño.
—Ahí
va «Cancalbús». No; dicho así, parece el nombre de un tonto de pueblo.
«Cancalbús», ¿quieres un higo? «Cancalbús», pareces un estornino sarnoso, te
voy a dar un bastonazo.
La
barriga del joven de provincias, a través del forro del bolsillo del pantalón,
está tibia y latidora, y se mueve, para arriba y para abajo, al compás de la
respiración. A la Rosaurita le acontece el mismo fenómeno en la pechuga.
Al
joven de provincias no le desagrada la Rosaurita.
—Rosaurita
maternal. Rosaurita de quita y pon. Rosaurita, más vale tener que desear, di
que sí.
Si
se pudiera leer el grasiento y blando corazón de la Rosaurita como se puede
leer el colgado bofe de las vacas en las sosegadas, en las remordedoras
casquerías, se hubieran aclarado muchas cosas. Pero la Rosaurita llevaba el
corazón tapado con esa flor de cretona que se arranca del almohadón de la sala
cuando muere el dueño de la casa y se lleva para el otro mundo —infierno,
gloria, purgatorio y limbo— la llave de la despensa, la llave de hierro que
guarda el aceite y el pan. Y ahora, ¿qué va a ser de la viuda? Nada, fregar
despachos. O bien: y ahora, ¿qué va a ser de la viuda? Nada; se pegará la flor
de cretona en la pechuga para taparse el corazón. El muerto, al hoyo; y el
vivo, al bollo.
—¿Con
leche, como siempre?
—Sí;
tráigame también un bollo.
Rosaurita,
cuando puede, mira de reojo al joven de provincias.
—¡Hijo!
Al
joven de provincias se le reseca la garganta.
—Sí,
sí, no está tan mal, no está tan mal… ¡Si tuviera un momento de decisión!
Rosaurita, escuche. Rosaurita, atiéndame. Rosaurita, acépteme como su humilde
servidor. ¡Rosaurita! ¡Qué!
El
joven de provincias, de golpe, vuelve a la realidad. Cuando se tranquiliza,
deja a los pintores y se acerca a Rosaurita. Si tuviera valor se le declararía.
Rosaurita está hermosa como nunca. Rosaurita habla con una señora de la mesa de
al lado, con una señora vagamente bigotuda que tiene todo el aire de haber sido
muy desgraciada, primero con su marido, que era un barbián, y después con sus
hijos, que eran un hato de golfos descastados.
—Yo
tengo un vecino que es propietario de un «taxi» de los nuevos, de esos que les
han bajado un poquito el piso y que sobre la puerta tienen un letrero que dice
«Fácil entrada», que le puede poner un parche a su faja sin cobrarle mucho; es
un hombre muy considerado. A mí me puso ya tres: uno aquí, otro aquí y otro
aquí. Si no hubiese tanta gente, íbamos al tocador y se los enseñaba.
El
joven de provincias procuró vencerse.
—Buenas
tardes, Rosaura.
—¡Hola,
amor!
La
Rosaurita dirigió una mirada de hondo desprecio a la señora de la faja rota y
el alma llena de sinsabores.
—¡Hola,
amorcito!
—Buenas
tardes, ¿está usted bien?
La
Rosaurita se inclinó, sumisa y grandilocuente, como una pava a la que van a
hacer el amor.
—A
la vista está, amigo mío.
El
joven de provincias pensó en su madre, muerta en la flor de la edad. El joven
de provincias, en los momentos cumbres, pensaba siempre en su madre, muerta de
tifus en la flor de la edad.
Ahora
podríamos divagar: las letras de los boleros pueblan de amargos posos, de
deleitosos sedimentos, los híbridos corazones de los jóvenes de provincias, de
los jóvenes aficionados a las bellas artes. Hay quien cultiva, como la más rara
flor, el acné juvenil, y hay, en cambio, quien se muere en la noche, igual que
una lombriz desmemoriada, para después presumir delante de los amigos. En el
fondo, es lo mismo: a la gente no se le quitan las ganas de comer ni el afán de
pasarse la vida dando consejos al prójimo.
Rosaurita
guarda en su casa, en un cajón de la cómoda, una faja llena de parches y de
recuerdos.
—¡Qué
gracioso, aquella tarde en la plaza de toros de Colmenar Viejo!
Rosaurita
guarda entre algodones, en una caja de supositorios, el albo rosario de su
primera comunión.
—¡Qué
emocionante, aquella mañana en las sillas de hierro del paseo de Recoletos!
Rosaurita
guarda en la vesícula las arenillas que el tiempo, ese hijo pródigo, se obstinó
en no filtrar.
—¡Qué
chistoso, aquel día que me cogió la mano y me dijo: «Rosaurita, dame un beso en
la sien»!
Rosaurita
supo que le iban a hablar.
—Oiga,
Rosaura…
—Tutéame,
tutéame.
—Oye,
Rosaura…
—Llámame
más dulcemente, dime Rosaurita.
—Oye,
Rosaurita…
—¿Qué?
—Nada,
se me olvidó.
El
Café de Artistas está poblado de palomas torcaces que vuelan y vuelan haciendo
un ruido infernal.
—Ya
me acuerdo. Oye, Rosaurita.
—¿Qué?
—Pues
que me gustaría tener alas como las aves y como los querubines y los serafines.
—¿Para
remontarte y volar?
—No;
para quedarme y abanicarte…
El
joven de provincias hizo un esfuerzo inaudito, un esfuerzo tremendo.
—Para
abanicarte igual que un fiel esclavo chino de oblicua mirada, sumisa trenza y
tez de porcelana.
Rosaurita
suspiró hondamente, como si estuviera haciendo gimnasia sueca.
Uno, inspiración.
—Calzado…
Dos, expiración.
—Llámame
Cándido.
Uno, inspiración.
—Perdona.
Dos, expiración.
—Estás
perdonada.
Uno, inspiración.
—Cándido.
Dos, expiración.
—¿Qué?
Uno, inspiración.
—¡Eres
un ser superior!
Dos, expiración.
—No,
mujer.
Rosaurita,
ya más en calma, pudo continuar hablando al ritmo normal de sus pulmones.
—Sí.
Cándido, te lo aseguro. ¡Eres un gigante!
Cándido
Calzado Bustos vió claro por primera vez desde que llegó a Madrid. Pero su
visión fué como un rápido fogonazo que pronto se borró. ¡Vaya por Dios!
—Yo
soy más partidario de la poesía antigua, de la poesía eterna. A mí, estas
poesías que es igual empezarlas por arriba que por abajo, no me dicen nada. A
veces, esa es la verdad, me he permitido alguna licencia, pero donde esté un
soneto, un buen soneto…
—Claro,
lo mismo digo: ¡donde esté un buen soneto! El soneto está hecho para el amor,
¿verdad, Cándido?
—Verdad,
Rosaurita, ¡una gran verdad! ¡El endecasílabo, como decía don Marcelino
Menéndez y Pelayo!
—Ya,
ya…
Rosaurita,
que no era más tonta de lo corriente, ya había notado que el joven de
provincias bizqueaba un poco.
—¡Bah,
hasta le hace gracia!
El
joven de provincias, más que bizco, lo que se dice bizco, era autónomo, y cada
ojo se le iba para un lado, a discreción, como los cuernos de los caracoles.
No hay comentarios:
Publicar un comentario