jueves, 8 de febrero de 2024

EL TALON DE HIERRO JACK LONDON CAPÍTULO I





EL TALON DE HIERRO

JACK LONDON

2

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CAPÍTULO I

MI AGUILA

La brisa de verano agita las gigantescas sequoias y las ondas de la

Wild Water cabrillean cadenciosamente sobre las piedras musgosas.

Danzan al sol las mariposas y en todas partes zumba el bordoneo mecedor

de las abejas. Sola, en medio de una paz tan profunda, estoy

sentada, pensativa e inquieta. Hasta el exceso de esta serenidad me

turba y la torna irreal. El vasto mundo está en calma, pero es la calma

que precede a las tempestades. Escucho y espío con todos mis sentidos

el menor indicio del cataclismo inminente. ¡Con tal que no sea prematuro!

¡Oh, si no estallara demasiado pronto!1

Es explicable mi inquietud. Pienso y pienso, sin descanso, y no

puedo evitar el pensar. He vivido tanto tiempo en el corazón de la

refriega, que la tranquilidad me oprime v mi imaginación vuelve, a

pesar mío, a ese torbellino de devastación y de muerte que va a desencadenarse

dentro de poco. Me parece oír los alaridos de las víctimas,

ver, como ya lo he visto en el pasado2, a toda esa tierna y preciosa

carne martirizada y mutilada, a todas esas almas arrancadas violentamente

de sus nobles cuerpos y arrojadas a la cara de Dios. ¡Pobres

mortales como somos, obligados a recurrir a la matanza y a la destrucción

para alcanzar nuestro fin, para imponer en la tierra una paz y una

felicidad durables!

1 La segunda revuelta fue en gran parte la obra de Ernesto Everhard, aunque,

naturalmente, en cooperación con los líderes europeos. El arresto y la ejecución

de Everhard constituyeron el acontecimiento más notable de la primavera

de 1932. Pero había preparado tan minuciosamente ese levantamiento, que sus

camaradas pudieron realizar igualmente sus planes sin demasiada confusión ni

retardo. Después de la ejecución de Everhard, su viuda se retiró a Wake Robin

Lodge, una casita en las montañas de la Sonoma, en California.

2 Alusión evidente a la primera revuelta, la de la Comuna de Chicago.

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4

¡Y, además, estoy completamente sola! Cuando no sueño con lo

que debe ser, sueño con lo que ha sido, con lo que ya no existe. Pienso

en mi águila, que batía el vacío con sus alas infatigables y que emprendió

vuelo hacia su sol, hacia el ideal resplandeciente de la libertad

humana. Yo no podría quedarme cruzada de brazos para esperar el

gran acontecimiento que es obra suya, a pesar de que él no esté ya más

aquí para contemplar su ejecución. Esto es el trabajo de sus manos, la

creación de su espíritu3. Sacrificó a eso sus más bellos años y ofreció

su vida misma.

He aquí por qué quiero consagrar este período de espera y de ansiedad

al recuerdo de mi marido. Soy la única persona del mundo que

puede, proyectar cierta luz sobre esta personalidad, tan noble que es

muy difícil darle su verdadero y vivo relieve. Era un alma inmensa.

Cuando mi amor se purifica de todo egoísmo, lamento sobre todo que

ya no esté más aquí para ver la aurora cercana. No podemos fracasar,

porque construyó demasiado sólidamente, demasiado seguramente.

¡Del pecho de la humanidad abatí ida arrancaremos el Talón de Hierro

maldito! A una señal convenida, por todas partes se levantarán legiones

de trabajadores, y jamás se habrá visto nada semejante en la historia.

La solidaridad de las masas trabajadoras está asegurada, y por primera

vez estallará una revolución internacional tan vasta como el vasto

mundo4.

3 Sin que esto implique contradecir a Avis Everhard, puede hacerse notar que

Everhard fue simplemente uno de los muchos y hábiles jefes que proyectaron

la segunda revuelta. Hay, con el curso de los siglos, estamos en condiciones de

afirmar que, aunque Ernesto hubiese sobrevivido, el movimiento no habría por

eso fracasado menos desastrosamente.

4 La segunda revuelta fue verdaderamente internacional. Era un plan demasiado

colosal para que hubiera podido ser elaborado por el genio de un solo hombre.

En todas las oligarquías del mundo los trabajadores estaban listos para

levantarse a una señal convenida. Alemania, Italia, Francia y toda Australia

eran países de trabajadores, Estados socialistas dispuestos a ayudar a la revolución

de los demás países. Lo hicieron valientemente; y fue por eso que, cuando

la segunda revuelta fue aplastada, fueron aplastados ellos también por la alianza

mundial de las oligarquías y sus gobiernos socialistas fueron a su vez reemplazarlos

por gobiernos oligárquicos.

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5

Ya lo veis; estoy obsesionada por este acontecimiento que desde

hace tanto tiempo he vivido día y noche en sus menores detalles. No

puedo alejar el recuerdo de aquel que era el alma de todo esto. Todos

saben que trabajó rudamente y sufrió cruelmente por la libertad; pero

nadie lo sabe mejor que yo, que durante estos veinte años de conmociones

he compartido su vida y he podido apreciar su paciencia, su

esfuerzo incesante, su abnegación absoluta a la causa por la cual murió

hace sólo dos meses.

Quiero intentar el relato simple de cómo Ernesto Everhard entró

en mi vida, cómo su influencia sobre mí creció hasta el punto de convertirme

parte de él mismo y qué cambios prodigiosos obró en mi

destino; de esta manera podréis verlo con mis ojos y conocerlo como lo

he conocido yo misma; sólo callaré algunos secretos demasiado dulces

para ser revelados.

Lo vi por primera vez en febrero de 1912, cuando invitado a cenar

por mi padre5, entró en nuestra casa de Berkeley6; no puedo decir

que mi primera impresión haya sido favorable. Teníamos muchos invitados,

y en el salón, en donde esperábamos que todos nuestros huéspedes

hubieran llegado, hizo una entrada bastante desdichada. Era la

noche de los predicantes, como papá decía entre nosotros, y verdaderamente

Ernesto no parecía en su sitio en medio de esa gente de iglesia.

En primer lugar, su ropa no le quedaba bien. Vestía un traje de

paño oscuro, y él nunca pudo encontrar un traje de confección que le

quedase bien. Esa noche, como siempre, sus músculos levantaban el

5 John Cunningham, padre de Avis Everhard, era profesor de la Universidad

del Estado en Berkeley, California. Su especialidad eran las ciencias físicas,

pero se dedicaba a muchas otras investigaciones originales y estaba considerado

como un sabio muy distinguido. Sus principales contribuciones a la ciencia

fueron sus estudios sobre el electrón y, sobre todo, su obra monumental titulada

“Identidad, de la Materia y de la Energía”, en la cual estableció sin refutación

posible que la unidad última de la materia y la unidad última de la fuerza

son una sola y misma cosa. Antes de él, esta idea había sido entrevista, pero no

demostrada, por Sir Oliver Lodge y otros exploradores del nuevo campo de la

radioactividad.

6 Las ciudades de Berkeley, de Oakland y algunas otras situadas en la bahía de

San Francisco están ligadas a esta última capital por abarcas que hacen la

travesía en algunos minutos; virtualmente, forman una aglomeración única.

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6

género y, a consecuencia de la anchura de su pecho, la americana le

hacía muchos pliegues entre los hombros. Tenía un cuello de campeón

de boxeo7, espeso y sólido. He aquí, pues, me decía, a este filósofo

social, ex maestro herrero, que papá ha descubierto; y la verdad era que

con esos bíceps y ese pescuezo tenía un físico adecuado al papel. Lo

clasifiqué inmediatamente como una especie de prodigio, un Blind

Tom8 de la clase obrera.

Enseguida me dio la mano. El apretón era firme y fuerte, pero sobre

todo me miraba atrevidamente con sus ojos negros... demasiado

atrevidamente a mi parecer. Comprended: yo era una criatura del ambiente,

y para esa época mis instintos de clase eran poderosos. Este

atrevimiento me hubiese parecido casi imperdonable en un hombre de

mi propio mundo. Sé que no pude remediarlo y baje los ojos, y cuando

se adelantó y me dejó atrás, fue con verdadero alivio que me volví para

saludar al obispo Morehouse, uno de mis favoritos: era un hombre de

edad media, dulce y grave, con el aspecto v la bondad de un Cristo y,

por sobre todas las cosas, un sabio.

Mas esta osadía que yo tomaba por presunción era en realidad el

hilo conductor que debería permitirme desenmarañar el carácter de

Ernesto Everhard. Era simple y recto, no tenía miedo a nada y se negaba

a perder el tiempo en usos sociales convencionales. "Si tú me gustaste

enseguida, me explicó mucho tiempo después, ¿por qué no habría

llenado mis ojos con lo que me gustaba?" Acabo de decir que no temía

a nada. Era un aristócrata de naturaleza, a pesar de que estuviese en un

campo enemigo de la aristocracia. Era un superhombre. Era la bestia

rubia descrita por Nietzsche9, mas a pesar de ello era un ardiente demócrata.

7 En ese tiempo los hombres tenían la costumbre de combatir a puñetazos para

llevarse el premio. Cuando uno de ellos caía sin conocimiento o era muerto, el

otro se llevaba el dinero.

8 Músico negro que tuvo un instante de popularidad en los Estados Unidos.

9 Federico Nietzsche, el filósofo loco del siglo XIX de la era cristiana, que

entrevió fantásticos resplandores de verdad, pero cuya razón, a fuerza de dar

vueltas en el gran circulo del pensamiento humano, se escapó por la tangente.

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7

Atareada como estaba recibiendo a los demás invitados, y quizás

como consecuencia de mi mala impresión, olvidé casi completamente

al filósofo obrero. Una o dos veces en el transcurso de la comida atrajo

mi atención. Escuchaba la conversación de diversos pastores; vi brillar

en sus ojos un fulgor divertido. Deduje que estaba de humor alegre, y

casi le perdoné su indumentaria. El tiempo entretanto pasaba, la cena

tocaba a su fin y todavía no había abierto una sola vez la boca, mientras

los reverendos discurrían hasta el desvarío sobre la clase obrera,

sus relaciones con el clero y todo lo que la Iglesia había hecho y hacia

todavía por ella. Advertí que a mi padre le contrariaba ese mutismo.

Aproveché un instante de calma para alentarlo a dar su opinión. Ernesto

se limitó a alzarse de hombros, y después de un breve "No tengo

nada que decir", se puso de nuevo a comer almendras saladas.

Pero mi padre no se daba fácilmente por vencido; al cabo de algunos

instantes declaró:

–Tenemos entre nosotros a un miembro de la clase obrera. Estoy

seguro de que podría presentarnos los hechos desde un punto de vista

nuevo, interesante y remozado. Hablo del señor Everhard.

Los demás manifestaron un interés cortés y urgieron a Ernesto a

exponer sus ideas. Su actitud hacia él era tan amplia, tan tolerante y

benigna que equivalía lisa y llanamente a condescendencia. Vi que

Ernesto lo entendía así y se divertía.

Paseó lentamente sus ojos alrededor de la mesa y sorprendí en

ellos una chispa maliciosa.

–No soy versado en la cortesía de las controversias eclesiásticas –

comenzó con aire modesto; luego pareció dudar.

Se escucharon voces de aliento: "¡Continúe, continúe!" Y el doctor

Hammerfield agregó:

–No tememos la verdad que pueda traernos un hombre cualquiera...

siempre que esa verdad sea sincera.

–¿De modo que usted separa la sinceridad de la verdad? –preguntó

vivamente Ernesto, riendo.

El doctor Hammerfield permaneció un momento boquiabierto y

terminó por balbucir:

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8

–Cualquiera puede equivocarse, joven, cualquiera, el mejor hombre

entre nosotros.

Un cambio prodigioso se operó en Ernesto. En un instante se trocó

en otro hombre.

–Pues bien, entonces permítame que comience diciéndole que se

equivoca, que os equivocáis vosotros todos. No sabéis nada, y menos

que nada, de la clase obrera. Vuestra sociología es tan errónea y desprovista

de valor como vuestro método de razonamiento.

No fue tanto por lo que decía como por el tono conque lo decía

que me sentí sacudida al primer sonido de su voz. Era un llamado de

clarín que me hizo vibrar entera. Y toda la mesa fue zarandeada, despertada

de su runrún monótono; y enervante.

–¿Qué es lo que hay tan terriblemente erróneo y desprovisto de

valor en nuestro método de razonamiento, joven? –preguntó el doctor

Hammerfield, y su entonación traicionaba ya un timbre desapacible.

Vosotros sois metafísicos. Por la metafísica podéis probar cualquier

cosa, y una vez hecho eso, cualquier otro metafísico puede probar,

con satisfacción de su parte, que estabais en un error. Sois

anarquistas en el dominio del pensamiento. Y tenéis la vesánica pasión

de las construcciones cósmicas. Cada uno de vosotros habita un universo

su manera, creado con sus propias fantasías y sus propios deseos.

No conocéis nada del verdadero mundo en que vivís, y vuestro pensamiento

no tiene ningún sitio en la realidad, salvo como fenómeno de

aberración mental... ¿Sabéis en qué pensaba cuando os oía hablar hace

un instante a tontas y a locas? Me recordabais a esos escolásticos de la

Edad Media que discutían grave y sabiamente cuántos ángeles podían

bailar en la punta de un alfiler. Señores, estáis tan lejos de la vida intelectual

del siglo veinte como podía estarlo, hace una decena de miles

de años, algún brujo piel roja cuando hacía sus sortilegios en la selva

virgen.

Al lanzar este apóstrofe, Ernesto parecía verdaderamente encolerizado.

Su faz enrojecida, su ceño arrugado, el fulgor de sus ojos, los

movimientos del mentón y de la mandíbula, todo denunciaba un humor

agresivo. Era, empero, una de sus maneras de obrar. Una manera que

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excitaba siempre a la gente: su ataque fulminante la ponía fuera de sí.

Ya nuestros convidados olvidaban su compostura. El obispo Morehouse,

inclinado hacia delante, escuchaba atentamente. El rostro del

doctor Hammerfield estaba rojo de indignación y de despecho. Los

otros estaban también exasperados y algunos sonreían con aire de divertida

superioridad. En cuanto a mí, encontraba la escena muy alegre.

Miré a papá y me pareció que iba a estallar de risa al comprobar el

efecto de esta bomba humana que había tenido la audacia de introducir

en nuestro medio.

–Sus palabras son un poco vagas –le interrumpió el doctor Hammerfield–.

¿Qué quiere usted decir exactamente cuando nos llama

metafísicos?

–Os llamo metafísicos –replicó Ernesto– porque razonáis metafísicamente.

Vuestro método es opuesto al de la ciencia y vuestras conclusiones

carecen de toda validez. Probáis todo y no probáis nada; no

hay entre vosotros dos que puedan ponerse de acuerdo sobre un punto

cualquiera. Cada uno de vosotros se recoge en su propia conciencia

para explicarse el universo y él mismo. Intentar explicar la conciencia

por sí misma es igual que tratar de levantarse del suelo tirando de la

lengüeta de sus propias botas.

–No comprendo –intervino el obispo Morehouse–.

Me parece que todas las cosas del espíritu son metafísicas.

Las matemáticas, las más exactas y profundas de todas las ciencias,

son puramente metafísicas. El menor proceso mental del sabio

que razona es una operación metafísica. Usted, sin duda, estará de

acuerdo con esto.

–Como usted mismo lo dice –sostuvo Ernesto –, usted no comprende.

El metafísico razona por deducción, tomando como punto de

partida su propia subjetividad; el sabio razona por inducción, basándose

en los hechos proporcionados por la experiencia. El metafísico procede

de la teoría a los hechos; el sabio va de los hechos a la teoría. El

metafísico explica el universo según él mismo; el sabio se explica a sí

mismo según el universo.

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–Alabado sea Dios porque no somos sabios –murmuró el doctor

Hammerfield con aire de satisfacción beata.

–¿Qué sois vosotros, entonces?

–Somos filósofos.

–Ya alzasteis el vuelo –dijo Ernesto riendo –. Os salís del terreno

real y sólido y os lanzáis a las nubes con una palabra a manera de máquina

voladora. Por favor, vuelva a bajar usted y dígame a su vez qué

entiende exactamente por filosofía.

–La filosofía es... –el doctor Hammerfield se compuso la garganta–

algo que no se puede definir de manera comprensiva sino a los

espíritus y a los temperamentos filosóficos. El sabio que se limita a

meter la nariz en sus probetas no podría comprender la filosofía.

Ernesto pareció insensible a esta pulla. Pero como tenía la costumbre

de derivar hacia el adversario el ataque que 1e dirigían, lo hizo

sin tardanza. Su cara y su voz desbordaban fraternidad benigna.

–En tal caso, usted va a comprender ciertamente la definición que

voy a proponerle de la filosofía. Sin embargo, antes de comenzar, lo

intimo, sea a hacer notar los errores, sea a observar un silencio metafísico.

La filosofía ea simplemente la más vasta de todas las ciencias. Su

método de razonamiento es el mismo que el de una ciencia particular o

el de todas. Es por este método de razonamiento, método inductivo,

que la filosofía fusiona todas las ciencias particulares en una sola y

gran ciencia. Como dice Spencer, los datos de toda ciencia particular

no son más que conocimientos parcialmente unificados, en tanto que la

filosofía sintetiza los conocimientos suministrados por todas las ciencias.

La filosofía es la ciencia de las ciencias, la ciencia maestra, si

usted prefiere. ¿Qué piensa usted de esta definición?

–Muy honorable... muy digna de crédito –murmuró torpemente el

doctor Hammerfield.

Pero Ernesto era implacable.

–¡Cuidado! –le advirtió–. Mire que mi definición es fatal para la

metafísica: Si desde ahora usted no puede señalar una grieta en mi

definición, usted será inmediatamente descalificado por adelantar arwww.

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gumentos metafísicos. Y tendrá que pasarse toda la vida buscando esa

paja y permanecer mudo hasta que la haya encontrado.

Ernesto esperó. El silencio se prolongaba y se volvía penoso. El

doctor Hammerfield estaba tan mortificado como embarazado. Este

ataque a mazazos de herrero lo desconcertaba completamente. Su mirada

implorante recorrió toda la mesa, pero nadie respondió por él.

Sorprendí a papá resoplando de risa tras su servilleta.

–Hay otra manera de descalificar a los metafísicos –continuó Ernesto,

cuando la derrota del doctor fue probada –, y es juzgarlos por

sus obras. ¿Qué hacen ellos por la humanidad sino tejer fantasías etéreas

y tomar por dioses a sus propias sombras? Convengo en que han

agregado algo a las alegrías del género humano, pero ¿qué bien tangible

han inventado para él? Los metafísicos han filosofado, perdóneme

esta palabra de mala ley, sobre el corazón como sitio de las emociones,

en tanto que los sabios formulaban ya la teoría de la circulación de la

sangre. Han declamado contra el hambre y la peste como azotes de

Dios, mientras los sabios construían depósitos de provisiones y saneaban

las aglomeraciones urbanas. Describían a la tierra corno centro del

universo, y para ese tiempo los sabios descubrían América y sondeaban

el espacio para encontrar en él estrellas y las leyes de los astros. En

resumen, los metafísicos no han hecho nada, absolutamente nada, por

la humanidad. Han tenido que retroceder paso a paso ante las conquistas

de la ciencia. Y apenas los hechos científicamente comprobados

habían destruido sus explicaciones subjetivas, ya fabricaban otras nuevas

en una escala más vasta para hacer entrar en ellas la explicación de

los últimos hechos comprobados. He aquí, no lo dudo, todo lo que

continuarán haciendo hasta la consumación, de los siglos. Señores, los

metafísicos son hechiceros. Entre vosotros y el esquimal que imaginaba

un dios comedor de grasa y vestido de pieles, no hay otra distancia

que algunos miles de años de comprobaciones de hechos.

–Sin embargo, el pensamiento de Aristóteles ha gobernado a Europa

durante doce siglos enunció pomposamente el doctor Ballingford;

y Aristóteles era un metafísico.

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El doctor Ballingford paseó sus ojos alrededor de la mesa y fue

recompensado con signos y sonrisas de aprobación.

–Su ejemplo no es afortunado –respondió Ernesto –. Usted evoca

precisamente uno de los períodos más sombríos de la historia humana,

lo que llamamos siglos de oscurantismo: una época en que la ciencia

era cautiva de la metafísica, en que la física estaba reducida a la búsqueda

de la piedra filosofal, en que la química era reemplazada por la

alquimia y la astronomía por la astrología. ¡Triste dominio el del pensamiento

de Aristóteles!

El doctor Ballingford pareció vejado, pero pronto su cara se iluminó

y replicó:

–Aunque admitamos el negro cuadro que usted acaba de pintarnos,

usted no puede menos de reconocerle a la metafísica un valor

intrínseco, puesto que ella ha podido hacer salir a la humanidad de esta

fase sombría y hacerla entrar exila claridad de los siglos posteriores.

–La metafísica no tiene nada que ver en todo eso –contestó Ernesto.

–¡Cómo! –exclamó el doctor Hammerfield –. ¿No fue, acaso, el

pensamiento especulativo el que condujo a los viajes de los descubridores?

–¡Ah, estimado señor! –dijo Ernesto sonriendo –, lo creía descalificado.

Usted no ha encontrado todavía ninguna pajita en mi definición

de la filosofía, de modo que usted está colgado en el aire. Sin embargo,

como sé que es una costumbre entre los metafísicos, lo perdono. No,

vuelvo a decirlo, la metafísica no tiene nada que ver con los viajes y

descubrimientos. Problemas de pan y de manteca, de seda y de joyas,

de moneda de oro y de vellón e, incidentalmente, el cierre de las vías

terrestres comerciales hacia la India, he aquí lo que provocó los viajes

de descubrimiento. A la caída de Constantinopla, en mil cuatrocientos

cincuenta y tres, los turcos bloquearon el camino de las caravanas de

hindúes, obligando a los traficantes de Europa a buscar otro. Tal fue la

causa original de esas exploraciones. Colón navegaba para encontrar

un nuevo camino a las Indias; se lo dirán a usted todos los manuales de

historia. Por mera incidencia se descubrieron nuevos hechos sobre la

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naturaleza, magnitud y forma de la tierra, con lo que el sistema de

Ptolomeo lanzó sus últimos resplandores.

El doctor Hammerfield emitió una especie de gruñido.

–¿No está de acuerdo conmigo? –preguntó Ernesto. Diga entonces

en dónde erré.

–No puedo sino mantener mi punto de vista –replicó ásperamente

el doctor Hammerfield –. Es una historia demasiado larga para que la

discutamos aquí.

–No hay historia demasiado larga para el sabio –dijo Ernesto con

dulzura –. Por eso el sabio llega a cualquier parte; por eso llegó a América.

No tengo intenciones de describir la velada entera, aunque no me

faltan deseos, pues siempre me es grato recordar cada detalle de este

primer encuentro, de estas primeras horas pasadas con Ernesto

Everhard.

La disputa era ardiente y los prelados se volvían escarlata, sobre

todo cuando Ernesto les lanzaba los epítetos de filósofos románticos,

de manipuladores de linterna mágica y otros del mismo estilo. A cada

momento los detenía para traerlos a los hechos: "Al hecho, camarada,

al hecho insobornable", proclamaba triunfalmente cada vez que asestaba

un golpe decisivo. Estaba erizado de hechos. Les lanzaba hecho

contra las piernas para hacerlos tambalear, preparaba hechos en emboscadas,

los bombardeaba con hechos al vuelo.

–Toda su devoción se reserva al altar del hecho –dijo el doctor

Hammerfield.

–Sólo el hecho es Dios y el señor Everhard su profeta parafraseó

el doctor Ballingford.

Ernesto, sonriendo, hizo una señal de asentimiento.

–Soy como el tejano –dijo; y como lo apremiasen para que lo explicara,

agregó –: Sí, el hombre de Missouri dice siempre: "Tiene que

mostrarme eso"; pero el hombre de Tejas dice: "Tengo que ponerlo en

la mano". De donde se desprende que no es metafísico.

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14

En cierto momento, como Ernesto afirmase que los filósofos metafísicos

no podrían soportar la prueba de la verdad, el doctor Hammerfield

tronó de repente:

–¿Cuál es la prueba de la verdad, joven? ¿Quiere usted tener la

bondad de explicarnos lo que durante tanto tiempo ha embarazado a

cabezas más sabias que la suya?

–Ciertamente –respondió Ernesto con esa seguridad que los ponía

frenéticos –. Las cabezas sabias han estado mucho tiempo y lastimosamente

embarazadas por encontrar la verdad, porque iban a buscarla

en el aire, allá arriba. Si se hubiesen quedado en tierra firme la habrían

encontrado fácilmente. Sí, esos sabios habrían descubierto que ellos

mismos experimentaban precisamente la verdad en cada una de las

acciones y pensamientos prácticos de su vida.

–¡La prueba! ¡El criterio! –repitió impacientemente– el doctor

Hammerfield. Deje a un lado los preámbulos. Dénoslos y seremos

como dioses.

Había en esas palabras y en la manera en que eran dichas un escepticismo

agresivo e irónico que paladeaban en secreto la mayor parte

de los convidados, aunque parecía apenar al obispo Morehouse.

–El doctor Jordan10 lo ha establecido muy claramente –respondió

Ernesto –. He aquí su medio de controlar una verdad: "¿Funciona?

¿Confiaría usted su vida a ella?

–¡Bah! En sus cálculos se olvida usted del obispo Berkeley11 –

ironizó el doctor Hammerfield –. La verdad es que nunca lo refutaron.

–El más noble metafísico de la cofradía –afirmó Ernesto sonriendo

–, pero bastante mal elegido como ejemplo. Al mismo Berkeley se

lo puede tomar como ejemplo de que su metafísica no funcionaba.

10 Profesor célebre, presidente de la Universidad de Standford, fundada por

donación.

11 Monista idealista que durante mucho tiempo confundió a los filósofos de su

época, negando la existencia de la materia, pero cuyos sutiles razonamientos

acabaron por desmoronarse cuando los nuevos datos empíricos de la ciencia

fueron generalizados en filosofía.

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15

Al punto el doctor Hammerfield se encendió de cólera, ni más ni

menos que si hubiese sorprendido a Ernesto robando o mintiendo.

–Joven –exclamó con voz vibrante –, esta declaración corre pareja

con todo lo que ha dicho esta noche. Es una afirmación indigna y

desprovista de todo fundamento.

–Heme aquí aplastado –murmuró Ernesto con compunción –.

Desgraciadamente, ignoro qué fue lo que me derribó. Hay que "ponérmelo

en la mano", doctor.

–Perfectamente, perfectamente –balbuceó el doctor Hammerfield

–. Usted no puede afirmar que el obispo Berkeley hubiese testimoniado

que su metafísica no fuese práctica. Usted no tiene pruebas, joven,

usted no sabe nada de su metafísica. Esta ha funcionado siempre.

–La mejor prueba a mis ojos de que la metafísica de Berkeley no

ha funcionado es que Berkeley mismo –Ernesto tomó aliento tranquilamente–

tenía la costumbre de pasar por las puertas y no por las paredes,

que confiaba su vida al pan, a la manteca y a los asados sólidos,

que se afeitaba con una navaja que funcionaba bien.

–Pero ésas son cosas actuales y la metafísica es algo del espíritu –

gritó el doctor.

–¿Y no es en espíritu que funciona? –preguntó suavemente Ernesto.

El otro asintió con la cabeza.

–Pues bien, en espíritu una multitud de ángeles pueden balar en la

punta de una aguja –continuó Ernesto con aire pensativo –. Y puede

existir un dios peludo y bebedor de aceite, en espíritu. Y yo supongo,

doctor, que usted vive igualmente en espíritu, ¿no?

–Sí, mi espíritu es mi reino –respondió el interpelado.

–Lo que es una manera de confesar que usted vive en el vacío.

Pero usted regresa a la tierra, estoy seguro, a la hora de la comida o

cuando sobreviene un terremoto.

–¿Sería usted capaz de decirme que no tiene ninguna aprensión

durante un cataclismo de esa clase, convencido de que su cuerpo insubstancial

no puede ser alcanzado por un ladrillo inmaterial?

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16

Instantáneamente, y de una manera puramente inconsciente, el

doctor Hammerfield se llevó la mano a la cabeza en donde tenía una

cicatriz oculta bajo sus cabellos. Ernesto había caído por mera casualidad

en un ejemplo de circunstancia, pues durante el gran terremoto12 el

doctor había estado a punto de ser muerto por la caída de una chimenea.

Todos soltaron la risa.

–Pues bien, –hizo saber Ernesto cuando cesó la risa –, estoy esperando

siempre las pruebas en contrario– y en el medio del silencio

general, agregó: –No está del todo mal el último de sus argumentos,

pero no es el que le hace falta.

El doctor Hammerfield estaba temporariamente fuera de combate,

pero la batalla continuó en otras direcciones. De a uno en uno, Ernesto

desafiaba a los prelados. Cuando pretendían conocer a la clase obrera,

les exponía a propósito verdades fundamentales que ellos no conocían,

desafiándolos a que lo contradijeran. Les ofrecía hechos y más hechos

y reprimía sus impulsos hacia la luna trayéndolos al terreno firme.

¡Cómo vive en mi memoria esta escena! Me parece oírlo, con su

entonación de guerra: los azotaba con un haz de hechos, cada uno de

los cuales era una vara cimbreante.

Era implacable. No pedía ni daba cuartel. Nunca olvidaré la tunda

final que les infligió.

–Esta noche habéis reconocido en varias ocasiones, por confesión

espontánea o por vuestras declaraciones ignorantes, que desconocéis a

la clase obrera. No os censuro, pues ¿cómo podríais conocerla? Vosotros

no vivís en las mismas localidades, pastáis en otras praderas con la

clase capitalista. ¿Y por qué obraríais en otra forma? Es la clase capitalista

la que os paga, la que os alimenta, la que os pone sobre los

hombros los hábitos que lleváis esta noche. A cambio de eso, predicáis

a vuestros patrones las migajas de metafísica que les son particularmente

agradables y que ellos encuentran aceptables porque no amenazan

el orden social establecido.

12 El terremoto que destruyó a San Francisco en 1906.

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17

A estas palabras siguió un murmullo de protesta alrededor de la

mesa.

–¡Oh!, no pongo en duda vuestra sinceridad prosiguió Ernesto.

Sois sinceros: creéis lo que predicáis. En eso consiste vuestra fuerza y

vuestro valor a los ojos de la clase capitalista. Si pensaseis en modificar

el orden establecido, vuestra prédica tornaríase inaceptable a vuestros

patrones y os echarían a la calle. De tanto en tanto, algunos de

vosotros han sido así despedidos. ¿No tengo razón?13.

Esta vez no hubo disentimiento. Todos guardaron un mutismo

significativo, a excepción del doctor Hammerfield, que declaró:

–Cuando su manera de pensar es errónea, se les pide la renuncia.

–Lo cual es lo mismo que decir cuando su manera de pensar es

inaceptable. Así, pues, yo os digo sinceramente: continuad predicando

y ganando vuestro dinero, pero, por el amor del cielo, dejad en paz a la

clase obrera. No tenéis nada de común con ella, pertenecéis al campo

enemigo. Vuestras manos están blancas porque otros trabajan para

vosotros. Vuestros estómagos están cebados y vuestros vientres son

redondos. –Aquí el doctor Ballingford hizo una ligera mueca y todos

miraron su corpulencia prodigiosa. Se decía que desde hacia muchos

años no podía veme los pies –. Y vuestros espíritus están atiborrados

de una amalgama de doctrinas que sirve para cimentar los fundamentos

del orden establecido. Sois mercenarios, sinceros, os concedo, pero con

el mismo título que lo eran los hombres de la Guardia Suiza14. Sed

fieles a los que os dan el pan y la sal, y la paga; sostened con vuestras

prédicas los intereses de vuestros empleadores. Pero no descendáis

hasta la clase obrera para ofreceros en calidad de falsos guías, pues no

sabríais vivir honradamente en los dos campos a la vez. La clase obrera

ha prescindido de vosotros. Y creédmelo, continuará prescindiendo.

Finalmente, se libertará mejor sin vosotros que con vosotros.

13 Durante este período, varios prelados fueron expulsados de la Iglesia por

haber predicado doctrinas inaceptables, sobre todo cuando su prédica recordaba

en algo al socialismo.

14 La guardia extranjera del palacio de Luis XVI, rey de Francia, que fuera

guillotinado por su pueblo.

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