jueves, 24 de septiembre de 2015

Ludovico Ariosto Orlando furioso.



 PRÓLOGO


 Parece ser que cuando el emperador franco Carlomagno, cuyos dominios se extendían por media Europa, intentó sin éxito allá por los fines del siglo VIII conquistar Zaragoza, una parte de su ejército fue atacada y destruida durante la retirada en el valle pirenaico de Roncesvalles por los montañeses vascos. Entre los caballeros francos que allí murieron se contaba un tal Hruodlandus o Rotholandus, que estaba destinado, por razones que nos son desconocidas, a convertirse en uno de los héroes más relevantes de la literatura europea.
En efecto, tres siglos más tarde un poeta quizá llamado Turoldo compone en Francia el poema épico de argumento pseudohistórico que conocemos como La Chanson de Roland, en el cual se nos cuenta como Carlomagno, tras conquistar toda España, pretende tomar Zaragoza, último reducto sarraceno: el rey Marsilio pide la paz a condición de que los francos abandonen España, a lo que se opone el caballero Roland, pero el emperador cristiano, haciendo caso al traidor Ganelón, se inclina por la paz. Durante la retirada del ejército de Carlomagno, la retaguardia franca es atacada y deshecha por los sarracenos —y no por los vascos—, que, de acuerdo con Ganelón, rompen el pacto. Roland combate heroicamente y con su espada envía al otro mundo a cientos de moros. Herido de muerte, logra todavía soplar el cuerno mágico para llamar en auxilio de los suyos a Carlomagno.
Es muy posible que el autor de la Chanson no se inventara el argumento, sino que recogiera y refundiera una serie de leyendas ya existentes, nacidas a partir del desastre de Roncesvalles y cantadas por los «juglares» o poetas vagabundos en las fiestas y veladas de los castillos. El éxito de la Chanson es grande y el personaje de Roland se populariza no solo en Francia, sino, sobre todo, en España e Italia, en donde se le conoce como don Roldán y Orlando, respectivamente. La imaginación del pueblo y de sus poetas inventará sin cesar nuevas aventuras en las que Roland-Roldán-Orlando es el héroe y le otorgará un ilustre linaje, haciéndolo hijo de un hermano de Carlomagno.
Todo este amasijo de leyendas que giran en torno a Orlando y sus amigos de la corte de Carlomagno recibe el nombre de «ciclo carolingio» y contrasta con el otro gran repertorio de leyendas heroicas de la literatura medieval europea, el llamado «ciclo bretón», por ser mucho más realista y austero. En el ciclo de Bretaña —que nos cuenta sobre el rey Arturo y su Tabla Redonda, la búsqueda del Santo Grial, los tormentosos amores de las reinas Ginebra e Isolda y las hechicerías de Merlín—, la magia, las hadas, los dragones y todo lo fabuloso en general ocupan un lugar mucho más importante.
Tal vez sea interesante recordar cómo se imaginaba a Orlando la fantasía popular: lo pintaba como un caballero de fuerza y valor prodigiosos, leal a su señor Carlomagno como ninguno, bizco y de una castidad tan fuera de serie que ni siquiera llegó a tocar jamás a su propia esposa.
En Italia, las historias de Orlando y de sus compañeros fueron, hasta el siglo XV, únicamente tema de la literatura popular: se contaban y cantaban en plazas y mesones para un público que, en su mayoría, no sabía leer. A partir del siglo XV, una serie de poetas cultos toman estas historias y, combinándolas con motivos precedentes del «ciclo bretón», componen poemas mucho más complicados, destinados a ser leídos —y no escuchados— por un público muy distinto, integrado por nobles, clérigos y burgueses, es decir, por las capas más altas de la sociedad de entonces, únicos que sabían leer.
En la segunda mitad del siglo XV y en la corte de Ferrara, un aristócrata poeta, Boiardo, empieza a componer un poema —el Orlando enamorado—, que la temprana muerte de su autor interrumpió. En él se nos cuenta, sobre el fondo de una Francia invadida por sucesivas expediciones sarracenas, cómo el rey de Catay —es decir, de China— ha enviado a París a su bellísima hija Angélica para capturar a los dos mejores caballeros de la cristiandad, los primos Orlando y Rinaldo. La hermosura de la princesa es tan extraordinaria que cuantos la ven sucumben a su hechizo, y también, lógicamente, Orlando y Rinaldo. Siempre tras las huellas de su amada, los dos heroicos primos viven una serie de aventuras maravillosas en tierras de Oriente. Vueltos todos a Francia, Orlando y Rinaldo no cesan en su rivalidad, desatendiendo la guerra contra los moros. Para poner fin a esta situación, el emperador Carlomagno entrega a Angélica en custodia al duque de Baviera y proclama que su mano pertenecerá a aquel de los dos rivales que más valientemente combata contra los infieles. Tiene lugar entonces la batalla de Montalbano, importantísima porque en ella aparecen por primera vez dos personajes que serán esenciales en el posterior poema de Ariosto: Rugiero, noble caballero sarraceno descendiente de Héctor de Troya, y Bradamante de Claromonte, hermana de Rinaldo, valerosísima doncella guerrera. Ambos, obedeciendo a un destino prefijado y a pesar de que luchan en bandos opuestos, se enamoran locamente el uno del otro. De ellos habrá de nacer la dinastía de los Este, señores de la ciudad de Ferrara y, por tanto, de Boiardo.
Ya en el siglo XVI, otro poeta —a la vez que diplomático—, Ludovico Ariosto, volvió sobre el tema de Boiardo, retomándolo en la batalla de Montalbano o, mejor, inmediatamente después: Angélica ha logrado escapar de su guardián; Rugiero y Bradamante se han separado perdidamente enamorados. Por esta razón el poema no nos cuenta el inicio de la pasión de Orlando y Rinaldo por Angélica: se supone que el lector lo conoce a través de la obra anterior de Boiardo.
Treinta años de su vida consagró Ariosto a la composición de su Orlando Furioso, es decir, Orlando Loco, consiguiendo una de las obras más bellas y divertidas de la literatura de todos los tiempos. A lo largo de sus cuarenta mil versos, el poema nos narra, de un lado, el amor de Orlando por Angélica, nunca correspondido, que se convertirá en locura cuando la princesa toma por esposo a Medoro, y, de otro, las intrincadas peripecias de Rugiero y Bradamante hasta que en el último canto consiguen contraer el anhelado matrimonio. Con esta segunda historia —que en el poema ocupa más espacio que la primera— rinde tributo Ariosto, como ya lo hiciera Boiardo, a sus señores, los Este, «inventándoles» un ilustre linaje que se remonta, a través de Rugiero, al famosísimo Héctor de Troya, héroe de la antigüedad y de la Ilíada homérica.
Pero alrededor de estas dos líneas conductoras se entreteje un sinfín de historias secundarias, trágicas unas, cómicas o fantásticas otras, apasionantes todas, en las que cientos de personajes entran y salen de las páginas del poema como piezas de un gigantesco ajedrez controlado por un jugador de inagotable imaginación, buscándose, perdiéndose, persiguiéndose, amándose o matándose.
A pesar de su longitud, el Orlando se lee aún hoy con un deleite extraordinario, gracias, sobre todo, a la infinita variedad de temas y tonos del poema, que lleva al lector de sorpresa en sorpresa; a su arquitectura perfecta; a la constante ironía de Ariosto, que, distanciándonos de las gestas heroicas relatadas, nos las hace mucho más aceptables, y, por último, a su prodigiosa versificación, que dota a la historia de un ritmo casi musical único.
El poema está escrito en «octavas»; estrofas de ocho versos endecasílabos —es decir, de once sílabas—, de los cuales los seis primeros riman en forma alternada, y los dos últimos, el uno con el otro.
Como sea que la versión que os ofrezco está en prosa y para que tengáis una idea acerca de «cómo suena» una octava, transcribo la que abre el poema en una traducción española del siglo pasado que respeta el metro original:
Las damas, los guerreros, los amores,
Y las proezas, canto y cortesía
Del tiempo en que los moros, los rigores
De la mar arrostrando, ruina impía
Trajeron al francés por los furores
De Agramante, su joven rey, que ansía
Vengar feroz la muerte de Troyano
En el rey Cario, Emperador romano.





 Capítulo uno


LA HUIDA DE ANGÉLICA

Gentiles damas, esforzados caballeros, crueles batallas y corteses gestas: estos serán los temas de mi canto. Trata esta historia de los gloriosos días en que Agramante, joven rey de África, para vengar la muerte de su padre Troyano, invadió con sus aliados de España y Asia las tierras de Francia y puso sitio a la ciudad de París, defendida por los ejércitos de Carlomagno.
También me oiréis hablar de Orlando, el mejor de los paladines del emperador cristiano: sobre él he de contar cosas que hasta hoy nadie puso en prosa ni en verso y, sobre todo, de cómo enloqueció por culpa del amor.
   
Mi relato comienza mediada ya la contienda, mientras los ejércitos de Agramante ponían sitio a París. Lejos de la ciudad, por algún tupido bosque de Francia, galopa una hermosísima doncella sobre un corcel airoso. Es Angélica, princesa de Catay, lejano reino de Asia, a la que su padre, aliado de los moros, envió a la corte de Carlomagno para que, con su incomparable belleza, siembre la discordia entre los paladines del emperador, contribuyendo decisivamente a su derrota. De ella se prendaron, entre otros caballeros menos famosos, el valentísimo Orlando y su primo Rinaldo de Claromonte, y por ella llevaron a cabo innumerables hazañas en las tierras más remotas. Vueltos a suelo francés, el buen Carlomagno entregó a la doncella en custodia al viejo duque de Baviera, prometiendo su mano a aquel de los dos rivales que más enemigos matara en la primera batalla. Sin embargo, el azar había dispuesto las cosas de muy distinta manera: derrotados los cristianos y prisionero el duque, logra Angélica huir del campamento a uña de caballo. Y es precisamente en esta huida cuando la encontramos por primera vez.
Se cruza con un caballero que, espada en mano, trata de recuperar a su caballo fugitivo. Es Rinaldo, que la ama locamente sin que ella le corresponda. Al verlo, huye a rienda suelta. Es ahora un sarraceno, el temible Ferraú, al que encuentra junto a un río. Está el caballero tratando de pescar su yelmo, que se la ha caído al agua cuando intentaba refrescarse.
Angélica, sin pensárselo dos veces, se dirige a él y le suplica la proteja contra el odiado Rinaldo, que no tarda en aparecer. Mientras los dos caballeros se lanzan el uno contra el otro con gran estrépito de armas y dan principio a un inacabable combate, el caballo de Angélica se la lleva de nuevo, veloz como el viento, a través del enmarañado bosque.
Cansados al fin de tanto pelear y viendo que, por lo igualado de sus fuerzas, ninguno de ellos se destacaba como vencedor, cesaron los contendientes de golpearse. Aprovechó Rinaldo la pausa y con persuasivo tono habló así a su contrincante:
—¿A qué proseguir este inútil combate, cuando el premio del mismo, nuestra adorada Angélica, ha desaparecido y quién sabe si volveremos a dar con ella? Nada ganaremos con proseguir nuestro duelo. Busquémosla y, cuando la hayamos encontrado, su voluntad o nuestras fuerzas decidirán cuál de nosotros ha de ser su dueño.
Pareció bien este discurso a Ferraú, el cual no solo consintió la tregua de buen grado sino que, cortésmente, invitó a Rinaldo a compartir su montura para buscar juntos a la esquiva doncella. Llegados a un punto en que el camino se dividía en dos, acordaron separarse y seguir cada cual la senda que en suertes le tocara. Así fue como Ferraú se alejó por la senda de la derecha y Rinaldo por la de la izquierda.
¿Y la pobre Angélica? Galopa sin parar un día entero con su noche y aun toda la mañana siguiente, hasta que alcanza un fresco prado entre dos arroyuelos. Allí, sintiéndose segura y libre de sus perseguidores, se apea de su caballo y lo suelta para que descanse y paste. Medio oculta entre matas de jazmines y rosas, la doncella se duerme, rendida por la fatigosa cabalgada.
Al poco rato la despertó un suspiro que partía de un cercano arbusto. Angélica se incorporó, alarmada, y descubrió entre el follaje a un descomunal guerrero de largos bigotes que, tendido cuan largo era sobre el césped, suspiraba y se plañía como un tierno enamorado. No tardó Angélica en reconocerlo: era Sacripante, rey de Circasia, uno más de los que por ella habían enloquecido. Lloraba Sacripante porque daba por perdida a la doncella de sus sueños, creyendo que Orlando la había hecho suya durante su ausencia.
Angélica no le amaba —Angélica no amaba entonces a ningún caballero—, pero pensó que el fuerte guerrero podía resultarle de mucha utilidad en aquellas circunstancias, para ahuyentar los peligros que suelen acechar a las bellezas solitarias. Por ello se dirigió a él y en términos muy vivos le imploró fuera su paladín, acompañante y defensor, con una sola condición: no debía intentar rozarle ni siquiera un dedo de la mano.
Sacripante era fogoso y no estaba dispuesto a esperar: la ocasión era inmejorable y no iba a ser tan necio como para dejarla escapar.
De grado o por la fuerza, la doncella iba a ser suya. Pero para su desgracia hizo su aparición un caballero vestido de blanco. Sobre su yelmo ondeaba un penacho que parecía de nieve. Sus armas de plata despedían luminosos destellos bajo el sol del mediodía.
Ante la inesperada aparición, Sacripante no tuvo más remedio que abandonar su poco honrosa empresa; con torva mirada, se puso el yelmo y montó en su caballo. Dirigiéndose altaneramente al intruso, lo desafió a singular combate, confiando en descabalgarlo. El otro, sin decir palabra, permaneció inmóvil, mas, ante las insistentes amenazas del sarraceno, acabó por disponerse también al combate.
El salvaje encontronazo hizo temblar el valle y, de no haber sido sus armaduras de insuperable dureza, allí hubieran muerto ambos con los pechos traspasados. Los caballos, aguijados sin piedad, saltaban como cameros enloquecidos, hasta que el del circasiano cayó muerto, arrastrando en su caída al caballero.
El jinete desconocido, al ver a su rival en el suelo y con el caballo encima, no quiso proseguir el combate. Irguiéndose en la silla, se dispuso a partir, pero antes proclamó con fuerte voz:
—Debes saber, Sacripante altanero, que ha sido el valor de una doncella el que te descabalgó. Tampoco voy a esconderte mi famoso nombre: Bradamante de Claromonte te ha arrebatado los honores que hasta hoy ganado habías.
Y se lanzó al galope, perdiéndose en la espesura.
De pronto, un súbito fragor que recorre el lugar viene a distraer de sus confusos pensamientos al avergonzado sarraceno y a la atónita Angélica. Un maravilloso corcel, suntuosamente engalanado, hace su entrada en aquel claro. La doncella lo reconoce enseguida.
—¡Es Bayardo —exclamó—, el caballo de Rinaldo!
No se equivocaba: era el mismísimo Bayardo, que, tras escapar de su dueño, galopaba a rienda suelta por la selva en busca de Angélica, la adorada de su señor, pues era un animal tan soberanamente inteligente que adivinaba los más recónditos deseos de su amo y se anticipaba a ellos. Trata Sacripante de atraerlo por el freno, pero el corcel lo rechaza a coces, terribles coces capaces de partir en dos un monte de bronce.
Se le acerca también la doncella y Bayardo se vuelve dócil como un corderillo. Aprovechando el cambio de actitud del animal, lo monta Sacripante, que, como hemos dicho, se había quedado sin caballo, pero poco dura la tranquilidad, porque al punto se presenta Rinaldo siguiendo el rastro de Bayardo. Al verlo montado por el de Circasia, increpa duramente a su nuevo rival:
—Apéate ladrón, de mi corcel, que no soy de los que ceden fácilmente lo suyo. También a esta dama hermosa arrebatarte pienso, que no seria justo dejarla en tu poder.
No quiere Bayardo combatir contra su propio amo; de un bote descabalga a Sacripante que, espada en mano, se lanza sobre Rinaldo, enzarzándose ambos en un nuevo combate. Angélica, temerosa por un igual de ambos contendientes porque ambos la amaban y ella no amaba a ninguno de ellos, montó en su caballo y desapareció a toda prisa del lugar.
Fuente:
Ludovico Ariosto
Orlando furioso
Versión de Javier Roca
Título original: Orlando Furioso
Ludovico Ariosto, 1532
Versión de Javier Roca, 1986
Ilustraciones: Gustave Doré
Diseño de cubierta: Readman
Editor digital: Readman
ePub base r1.2

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