Fernando Vallespín es catedrático de Ciencia Política en la Universidad
Autónoma de Madrid. Sus últimos libros son La mentira os hará libres
(Galaxia Gutenberg, 2012), con Máriam Martínez-Bascuñán, Populismos
(Alianza, 2017), y Política y verdad en el Leviatán de Thomas Hobbes
(Tecnos, 2021). Ha publicado también más de un centenar largo de
artículos académicos y capítulos de libros de Ciencia y Teoría política en
revistas españolas y extranjeras, con especial predilección por la teoría
política contemporánea. Colabora habitualmente en el diario El País y la
Cadena Ser. Ha sido presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas,
director del Instituto de Investigación Ortega y Gasset, y es académico de
número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.
De las dimensiones de crisis de la democracia liberal, hay una
particularmente aguda: la creciente falta de respeto por la opinión de
quienes no forman parte de nuestro grupo de referencia. Esto lo vemos
continuamente en las redes sociales, en artículos de opinión de la prensa,
incluso en reuniones de amigos. Lo que debería ser un hecho en una
sociedad plural, la serena convivencia de opiniones divergentes sobre la
política u otros aspectos de la vida social, ha dado paso a una
sorprendente animadversión hacia quienes se manifiestan públicamente
sobre algo que no nos gusta o no coincide con nuestra propia posición. Y
no estamos hablando solo del ya habitual «troleo» o los intentos por
denigrar al disidente; lo preocupante comienza a ser la voluntad de señalar
y contribuir a perjudicar a quienes pensamos que sostienen opiniones
«desviadas», como ocurre en lo que ya se conoce como la «cultura de la
cancelación».
El objetivo del libro es tratar de levantar acta de este fenómeno, dónde y
cómo se manifiesta, cuáles pueden ser las causas de esta transformación
en la cultura pública de las sociedades democráticas, y cuáles son sus
consecuencias. El núcleo del análisis gira en torno al significado último de
la virtud de la tolerancia y advierte de los peligros de su progresivo
debilitamiento.
FERNANDO VALLESPÍN
La sociedad
de la intolerancia
Para Sofía,
la recién llegada
Lo nuevo siempre aparece en forma de milagro.
HANNAH ARENDT
Introducción: La erosión de la cultura política liberal
Cuando el delegado del Gobierno en Madrid no autorizó la manifestación
del pasado 8-M, la ministra de Igualdad, Irene Montero, proclamó que se
estaba «criminalizando al feminismo». Quien dictó la prohibición lo hizo,
como es obvio, porque lo exigía la situación sanitaria. Además, era del
mismo partido con el que dicha ministra compartía gobierno. Eso no obstó
para que declarara que quienes denegaron el permiso tenían una «agenda
reaccionaria convenientemente engrasada». Recordemos que en ese
momento Podemos se hallaba en plena disputa sobre el feminismo dentro
de la propia coalición de gobierno, así que cuando hablaba de feminismo,
del «criminalizado», debía de referirse al suyo propio, al que ella deseaba
implantar, visto como el «auténtico», el que «debe ser»: el de los nuestros.
Poco después, en cuestión de días, la Comunidad de Madrid prohibió
que dicha ministra diera una conferencia sobre esos mismos temas en un
instituto. La razón que se dio es que había que evitar que los jóvenes fueran
adoctrinados. En este caso nos encontramos con el reverso de la misma
patología, el presuponer que quien se desvía de lo que para los gobernantes
conservadores de Madrid es la verdadera posición ante el problema debe ser
silenciado. El disidente no opina, «adoctrina». Desde una perspectiva liberal
clásica, lo lógico hubiera sido que a los bachilleres de Madrid se les ofreciera
una muestra de las diferentes posiciones existentes sobre estas cuestiones de
género y el problema de los trans, y que a partir de ahí ellos se construyeran
la suya propia.
No es preciso decir que algo así no se les pasa por la imaginación a
quienes ya poseen un posicionamiento sobre algo que está endurecido, que
es fijo e inalterable. Lo malo es que este mismo síndrome está presente en
casi todo lo que nos encontramos en los debates públicos. Los ejemplos
abundan, y a lo largo de este libro iremos presentando alguno más. Quienes,
para bien o para mal, nos dedicamos a la actividad de estar en los medios de
comunicación lo tenemos ya bien interiorizado, el machaque en las redes
cada vez que se emite alguna opinión que no complace a alguien. Si por un
casual se le ocurre a uno adoptar una actitud «equidistante» o no ajustada a
la tendencia actual de reducir cualquier discusión a una disputa binaria, te
agredirán por los dos lados. No hay salvación posible, te muevas hacia
donde te muevas, siempre habrá alguien que se sienta agraviado por tu
opinión y así te lo hará saber. Algunos con mayor o menor educación; otros,
con total agresividad, con escarnio e incluso insultos. Lo que te pide el
cuerpo al final es quedarte calladito, justo lo que no puedes hacer cuando te
llaman para, precisamente, opinar.
La otra opción, seguida por muchos como mecanismo de defensa o
estrategia de supervivencia, es entrar tú mismo en ese juego y opinar
siempre en contra de alguien. Ya que, diga lo que diga, lo que me espera es la
ducha fría de la descalificación, el mal menor es tomar partido, así al menos
se adquiere el beneplácito de una de las partes. Porque las reacciones no van
solo en una dirección, la de la reprobación pública, también hay verdaderas
olas de aplauso o encomio. Unos te machacan y otros te jalean. Y dentro de
las condiciones en las que opera nuestra economía de la atención, lo
importante es gozar de impacto, aun a costa de tener que renunciar a las
matizaciones o incluso a lo que de verdad se piensa. Lo tengo más que
comprobado: la rentabilidad directa de una columna, por ejemplo, depende
de cuán radical sea el pronunciamiento a favor de alguna de las opciones
enfrentadas, de la visceralidad de la crítica a algún actor político, de la
descripción en blanco y negro. Como el autor se ande con matices, tome
distancia de las partes o zurre a unos y otros, o entre en una exposición más
o menos sofisticada y técnica, la repercusión sobre las redes disminuye
considerablemente.
Desde luego, muchos hacemos caso omiso a esas dinámicas y decimos lo
que nos place, pero si algún día nos dejamos llevar por la pasión o
consideramos que alguien merece algún correctivo serio, en ese caso
enseguida nos sorprende el favorable efecto que encuentra. Y es difícil
sustraerse al chute que proporciona el ser llevado en volandas por los
entusiastas, e incluso el morbo de la reacción destemplada de los críticos.
«Ladran, Sancho, señal que cabalgamos.» Eso, el ladrido, es la condición casi
natural de nuestro nuevo espacio público. El caso es que los incentivos caen
del lado de buscar la bronca, que favorece que lo escrito adquiera una mayor
difusión, y en una cultura tan subordinada a lo cuantitativo y donde la
precariedad es casi el estado natural de cualquier escribidor, hace que las
firmas más leídas se aseguren la permanencia en sus respectivos medios. El
beneficiario de este incentivo perverso es la polarización, la contundencia en
las opiniones, la descalificación visceral de las que no encajan en lo exigido
por el otro bando, la pérdida del matiz. Y, como aquí trataremos de justificar,
el desvanecimiento de la tolerancia, la pérdida paulatina de la capacidad
para aceptar lo que no nos gusta, el quebranto del respeto por el que
discrepa.
Frente a esta queja pueden elevarse algunas objeciones que no son
menores. La fundamental es que va de suyo que emitir una opinión en
público presupone someterse a la crítica. En eso consiste precisamente el
juego democrático. Sin crítica, por muy hiperbólica o destemplada que esta
sea, no hay democracia digna de tal nombre. Esas son las reglas, y si no le
gustan, tiene la piel demasiado fina o carece de espaldas lo suficientemente
anchas para encajarla, más vale que se dedique a otra cosa. ¡Desde luego!
Mas esa no es la cuestión principal. Como aquí trataremos de explicar, el
problema no es que unas posiciones se enfrenten a otras. Todo lo contrario,
es ahí donde las sociedades abiertas encuentran su chispa, en permitir que
florezca una cultura de la discrepancia, y en hacer de esta el impulso
principal para poder ilustrarnos conjuntamente. Uno aprende de quienes
discrepan, de quienes transgreden, no de los afines. Por otro lado, se dirá,
tanto en los medios como en las redes sociales abundan las descalificaciones
mutuas, las agresiones verbales, inclusos los discursos del odio, pero ¿a qué
vienen tantos aspavientos? En definitiva, ¿acaso no es lo que ha ocurrido
siempre? La única diferencia es que hoy, gracias a las redes sociales y a
internet, en general podemos enterarnos de lo que la gente realmente piensa;
antes, sus opiniones estaban siempre distorsionadas por los medios de
comunicación, por los formalismos técnicos de las encuestas de opinión, por
su incapacidad para eludir las mediaciones para acceder al espacio público.
Además, ¿por qué deberían ir estas nuevas prácticas en contra del concepto
de tolerancia? Total, el enfrentamiento de opiniones solo es posible en
realidad bajo las condiciones que ella ampara.
Todo esto es cierto, sin duda, pero con muchos matices importantes.
Afirmar que no existen restricciones a la hora de manifestarse sobre lo
divino o lo humano no tiene que ver necesariamente con la tolerancia, sino
con la libertad de expresión, algo que está garantizado en todos los sistemas
democráticos, aunque este es un campo al que también habremos de aludir.
Y la crítica constante y mordaz tampoco es el problema, ya hemos dicho que
va pegada como una lapa a la democracia. La tolerancia tiene que ver más
bien con cuáles son las reacciones o las actitudes ante lo que se dice o critica
–o lo que alguien es–, al reconocimiento y el respeto del interlocutor, no a
que las opiniones puedan emitirse o no. La tolerancia presupone además que
se está en desacuerdo, muchas veces profundo, con lo emitido –o el ser de
alguien– y que aun así estas diferencias se aceptan y coexisten sin grandes
problemas. De no incorporar dicho elemento del rechazo, el concepto
carecería de sentido, no hace falta tolerar lo que nos deja indiferentes. Luego
lo veremos con calma. A donde quiero llegar ahora es a que hemos ido
perdiendo de vista las implicaciones de dicha virtud, y esto ya es en sí
mismo un síntoma grave. O sea, que cada vez somos más intolerantes sin
saberlo. Y esto está empezando a tener importantes efectos.
Unas palabras sobre el título. Hay todo un género ensayístico que se vale
de títulos como «La sociedad de...». Los ejemplos abundan: La sociedad del
espectáculo (C. Débord), La sociedad del cansancio (Byung-Chul Han), La
sociedad del miedo (H. Bude) o, más recientemente, La sociedad decadente
(R. Douthat) o La sociedad de las singularidades (A. Reckwitz). Y podríamos
mencionar una buena decena más, por referirnos solo a autores conocidos.
La idea central detrás de estos títulos es poner el foco sobre un aspecto de la
vida social o política que no suele merecer la atención que debiera, aportar
un diagnóstico sobre nuestro mundo a partir de alguna tendencia tan
relevante como novedosa. Dada la actual imposibilidad de dar cuenta del
todo, se elige un elemento que se considera relevante para, a partir de ahí,
ofrecer algo así como un destello reflexivo que nos pueda ilustrar sobre
alguna pauta del cambio social y político.
Esto y no otra cosa es a lo que aquí aspiramos, sacar a la luz una
tendencia –quizá no del todo percibida en toda su profundidad– para
enhebrar un análisis que inevitablemente nos debería conducir más allá de
lo que anticipa el título. Porque el análisis que aquí emprendemos desea
darle vueltas a una hipótesis; a saber, que el aspecto quizá más notable de la
tan cacareada crisis de la democracia tiene que ver sobre todo con la
progresiva erosión de la cultura política liberal. La amenaza no viene, como
siempre tendemos a decir, de los «hombres fuertes» populistas; su más
formidable enemigo es mucho más sutil y casi inapreciable porque se arraiga
en comportamientos y actitudes que poco a poco van erosionando ese tejido
imprescindible que sostenía las instituciones y prácticas democráticas y
permitía presentarnos como «sociedades abiertas». El debilitamiento y el
abandono progresivo de algunos elementos de dicha cultura es lo que
precisamente favorece la caída en actitudes populistas. No es el único factor,
desde luego, pero su importancia no debe subestimarse.
El principal elemento de la cultura liberal que se halla en peligro es, por
reconducirlo a una única palabra, la tolerancia. Consideramos que este
concepto ofrece un magnífico marco de discusión sobre nuestras actuales
diferencias políticas, morales e identitarias, porque su principal función
consistía, en efecto, en permitir que pudieran ser arbitradas y resueltas sin
generar fisuras en la convivencia. Su doble cara de dispositivo a la vez
pragmático y normativo lo hacían idóneo como mecanismo integrador de
sociedades cada vez más plurales y diversas. Aludir a que algo en este
intangible podría no estar funcionando debería alertarnos porque
presupone que podríamos estar perdiendo uno de los principales
instrumentos que nos cohesionan, un magnífico diluyente de los conflictos e
incluso una forma de vida, aquella que nos permite vivir en libertad dentro
de nuestras discrepancias.
Ocurre, sin embargo, que no basta con afirmarlo, habrá que aportar
alguna evidencia, algo difícil dado que carecemos de estudios empíricos que
den cuenta de todas y cada una de las dimensiones que abarca el concepto.
Hay algunos que lo tocan de forma indirecta, como el nivel de polarización
política existente en algunas sociedades, pero la polarización puede ser un
síntoma, aunque no explica toda la enfermedad. Es uno de tantos aspectos
que correlacionan con la intolerancia, pero tampoco nos lleva demasiado
lejos. En otros estudios se pregunta sobre cuestiones tales como hasta qué
punto el entrevistado se siente libre de opinar sobre determinados temas,
que muestran también resultados inquietantes. Siempre cabe la duda,
empero, de qué valor exacto otorgar a esos u otros datos similares. Aquí nos
aventuramos, pues, por territorio minado. Y es también la causa de que
hayamos elegido la forma del ensayo, no la del tratado de ciencia política. Su
destinatario es el ciudadano común, no el colega académico. Y a él o ella nos
dirigimos en aplicación de una de las funciones que John Rawls atribuía a la
teoría política, ayudar a que los ciudadanos puedan orientarse en su propio
mundo social y político. Judith Shklar lo presenta con más contundencia: no
se trata de decirles lo que deben pensar o dejar de pensar, sino de asistirles a
la hora de «acceder a una noción más clara sobre lo que ya saben y lo que
dirían si consiguieran encontrar las palabras adecuadas». Es decir,
acompañar al ciudadano en esa siempre difícil tarea de desentrañar nuestro
mundo político.
A parte de recurrir a un lenguaje llano y libre de la jerga especializada, lo
que nos ha resultado más difícil en un objeto como este es la multiplicidad
de interrelaciones e interconexiones temáticas; todo está conectado con todo
lo demás, casi en cada epígrafe habría que haber hecho referencia a lo que se
contiene en los otros. Cartografiar los datos del presente siempre es
complicado, nos falta perspectiva. Aun así, algún orden había que
introducir, aunque pueda ser discutible el que al final hemos elegido. Como
ya tienen el índice, el hilo escogido preferimos presentarlo ahora a partir de
las preguntas principales que nos han ido guiando a lo largo de este viaje.
Recuerden que la primera y fundamental giraba en torno a la posible
erosión de la cultura política liberal y, en particular, de la tolerancia. Por eso
era importante comenzar por preguntarnos cuándo y por qué hemos dejado
de entendernos, ¿qué pasa con nuestra conversación pública, por qué es tan
patológica? Y aquí es inevitable recurrir a las transformaciones sufridas en
nuestro espacio público, a las nuevas condiciones de la comunicación
introducidas por la incorporación del medio digital, donde se percibe una
preocupante incapacidad para ofrecer una descripción del mundo
mínimamente objetiva y compartida para, a partir de ella, negociar nuestras
muchas discrepancias.
El segundo grupo de preguntas aborda otro aspecto decisivo: ¿dónde se
percibe de forma más nítida la erosión de la que hablamos? Esto hemos
creído encontrarlo en la actual dinámica caracterizada por el tránsito del
pluralismo al tribalismo, cuando las opiniones se endurecen y «moralizan» y
se hacen inmunes a la crítica, o se entra en una encarnizada polarización
entre bloques. El resultado es que todo ello deriva en una belicosidad que
desemboca en eso que se ha dado en llamar la «cultura de la cancelación»,
uno de los más extraños y preocupantes fenómenos políticos a los que
estamos asistiendo en nuestros días, pero que afecta a uno de los principales
dogmas liberales, la libertad de expresión. Todo esto no sería comprensible
si no accedemos, aunque sea de forma esquemática, a otra de las señas de
nuestro tiempo: la cuestión de las identidades. En efecto, si el pluralismo
deviene en tribalismo y el individualismo se disuelve en identitarismo,
podemos haber entrado ya en el comienzo del final de las sociedades
liberales.
El tercer bloque se ocupa de desarrollar lo que estaba implícito en los
anteriores, pero era preciso especificar: el concepto de tolerancia. No
podremos hacerlo en toda la complejidad que posee, pero esperamos que,
sobre el trasfondo de lo anterior, sirva para sostener la tesis central de este
trabajo, nuestro tránsito hacia la sociedad de la intolerancia. Ahí veremos
cómo el debilitamiento de estas prácticas apunta hacia una grave puesta en
cuestión de nuestros fundamentos normativos, los propios de la filosofía
política liberal, que parecen haber perdido su anterior solidez y eficacia. No
en vano, ellos se encargaban de definir los límites de lo tolerable e
intolerable. Quizá fuera excesivo decir que las otrora sólidas distinciones
que dotaban de armazón a nuestros sistemas liberal-democráticos estén
siendo deslegitimadas, pero es innegable que gran parte de la actual
contenciosidad política gira en torno a su redefinición y contestación, en
todo o en parte.
En un trabajo de estas características, no hemos podido entrar en cuáles
son las causas de este proceso, aunque todo apunta a que esta nueva
sociedad tecnológica, globalizada y sujeta a las contradicciones provocadas
por la economía neoliberal –desigualdad, emigraciones, refugiados– han
contribuido a tensionar a los sistemas políticos de la democracia liberal, que
ya desde antes venían mostrando señales de fatiga y una cierta incapacidad
para adaptarse a los nuevos tiempos. Y aquí el rebrote de los populismos
puede entenderse como uno de sus principales signos. Si, como trataremos
de argumentar, se nos resquebraja dicho consenso normativo, ¿qué es lo que
nos unifica, qué nos cohesiona? Porque las sociedades plurales y diversas
precisan de algún cemento normativo, algún terreno común, algunos
principios que permitan la convivencia de tanta diversidad y consigan sumar
voluntades para hacer frente a los formidables desafíos del futuro.
La cuestión final reside en indagar hasta qué punto estaremos entrando
en una sociedad posliberal. Aunque no hay apenas diferencias semánticas,
preferimos este término al de iliberal porque consideramos que ha sido muy
contaminado por la disputa en torno a los populismos. Un sistema iliberal
sería aquel en el que se han producido ya de hecho recortes en cuestiones
tales como la independencia judicial o el control de los medios de
comunicación; en el posliberal estos presupuestos institucionales subsisten,
pero las bases sobre las que se asentaban, esa cultura política de la que antes
hablábamos, comienzan a ponerse en cuestión. Es una distinción artificiosa,
desde luego, pero puede contribuir a llamar la atención sobre algo de lo que
solo se toma conciencia cuando ya es demasiado tarde.
Y esto nos conduce a un último punto en el que no he tenido tiempo de
entrar, pero que dejamos apuntado: si la tesis es correcta y caminamos hacia
sociedades posliberales, ¿no será todo esto síntoma de un cierto «cansancio
civilizatorio»? En su libro La sociedad decadente, el agudo periodista y
escritor conservador Ross Douthat plantea la tesis de que podríamos estar
entrando en una decadencia «débil», sin grandes transformaciones o
ambiciones civilizatorias, pero sin que tampoco se produzca una caída
brusca, un dulce «más de lo mismo» carente de épica y con un continuo
arrastre de los mismos problemas a lo largo del tiempo; eso que otros han
preferido llamar la «sociedad del estancamiento» o del fin de la modernidad
lineal. Casi sin percibirlo, habríamos dado ya el salto hacia un nuevo
paradigma. Confiemos que uno de los rasgos de este nuevo ciclo no sea el
que aquí hemos tratado de detectar.
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