lunes, 15 de mayo de 2023

FERNANDO VALLESPÍN La sociedad de la intolerancia




 Fernando Vallespín es catedrático de Ciencia Política en la Universidad

Autónoma de Madrid. Sus últimos libros son La mentira os hará libres

(Galaxia Gutenberg, 2012), con Máriam Martínez-Bascuñán, Populismos

(Alianza, 2017), y Política y verdad en el Leviatán de Thomas Hobbes

(Tecnos, 2021). Ha publicado también más de un centenar largo de

artículos académicos y capítulos de libros de Ciencia y Teoría política en

revistas españolas y extranjeras, con especial predilección por la teoría

política contemporánea. Colabora habitualmente en el diario El País y la

Cadena Ser. Ha sido presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas,

director del Instituto de Investigación Ortega y Gasset, y es académico de

número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

De las dimensiones de crisis de la democracia liberal, hay una

particularmente aguda: la creciente falta de respeto por la opinión de

quienes no forman parte de nuestro grupo de referencia. Esto lo vemos

continuamente en las redes sociales, en artículos de opinión de la prensa,

incluso en reuniones de amigos. Lo que debería ser un hecho en una

sociedad plural, la serena convivencia de opiniones divergentes sobre la

política u otros aspectos de la vida social, ha dado paso a una

sorprendente animadversión hacia quienes se manifiestan públicamente

sobre algo que no nos gusta o no coincide con nuestra propia posición. Y

no estamos hablando solo del ya habitual «troleo» o los intentos por

denigrar al disidente; lo preocupante comienza a ser la voluntad de señalar

y contribuir a perjudicar a quienes pensamos que sostienen opiniones

«desviadas», como ocurre en lo que ya se conoce como la «cultura de la

cancelación».

El objetivo del libro es tratar de levantar acta de este fenómeno, dónde y

cómo se manifiesta, cuáles pueden ser las causas de esta transformación

en la cultura pública de las sociedades democráticas, y cuáles son sus

consecuencias. El núcleo del análisis gira en torno al significado último de

la virtud de la tolerancia y advierte de los peligros de su progresivo

debilitamiento.


FERNANDO VALLESPÍN

La sociedad

de la intolerancia

Para Sofía,

la recién llegada

Lo nuevo siempre aparece en forma de milagro.

HANNAH ARENDT

Introducción: La erosión de la cultura política liberal

Cuando el delegado del Gobierno en Madrid no autorizó la manifestación

del pasado 8-M, la ministra de Igualdad, Irene Montero, proclamó que se

estaba «criminalizando al feminismo». Quien dictó la prohibición lo hizo,

como es obvio, porque lo exigía la situación sanitaria. Además, era del

mismo partido con el que dicha ministra compartía gobierno. Eso no obstó

para que declarara que quienes denegaron el permiso tenían una «agenda

reaccionaria convenientemente engrasada». Recordemos que en ese

momento Podemos se hallaba en plena disputa sobre el feminismo dentro

de la propia coalición de gobierno, así que cuando hablaba de feminismo,

del «criminalizado», debía de referirse al suyo propio, al que ella deseaba

implantar, visto como el «auténtico», el que «debe ser»: el de los nuestros.

Poco después, en cuestión de días, la Comunidad de Madrid prohibió

que dicha ministra diera una conferencia sobre esos mismos temas en un

instituto. La razón que se dio es que había que evitar que los jóvenes fueran

adoctrinados. En este caso nos encontramos con el reverso de la misma

patología, el presuponer que quien se desvía de lo que para los gobernantes

conservadores de Madrid es la verdadera posición ante el problema debe ser

silenciado. El disidente no opina, «adoctrina». Desde una perspectiva liberal

clásica, lo lógico hubiera sido que a los bachilleres de Madrid se les ofreciera

una muestra de las diferentes posiciones existentes sobre estas cuestiones de

género y el problema de los trans, y que a partir de ahí ellos se construyeran

la suya propia.

No es preciso decir que algo así no se les pasa por la imaginación a

quienes ya poseen un posicionamiento sobre algo que está endurecido, que

es fijo e inalterable. Lo malo es que este mismo síndrome está presente en

casi todo lo que nos encontramos en los debates públicos. Los ejemplos

abundan, y a lo largo de este libro iremos presentando alguno más. Quienes,

para bien o para mal, nos dedicamos a la actividad de estar en los medios de

comunicación lo tenemos ya bien interiorizado, el machaque en las redes

cada vez que se emite alguna opinión que no complace a alguien. Si por un

casual se le ocurre a uno adoptar una actitud «equidistante» o no ajustada a

la tendencia actual de reducir cualquier discusión a una disputa binaria, te

agredirán por los dos lados. No hay salvación posible, te muevas hacia

donde te muevas, siempre habrá alguien que se sienta agraviado por tu

opinión y así te lo hará saber. Algunos con mayor o menor educación; otros,

con total agresividad, con escarnio e incluso insultos. Lo que te pide el

cuerpo al final es quedarte calladito, justo lo que no puedes hacer cuando te

llaman para, precisamente, opinar.

La otra opción, seguida por muchos como mecanismo de defensa o

estrategia de supervivencia, es entrar tú mismo en ese juego y opinar

siempre en contra de alguien. Ya que, diga lo que diga, lo que me espera es la

ducha fría de la descalificación, el mal menor es tomar partido, así al menos

se adquiere el beneplácito de una de las partes. Porque las reacciones no van

solo en una dirección, la de la reprobación pública, también hay verdaderas

olas de aplauso o encomio. Unos te machacan y otros te jalean. Y dentro de

las condiciones en las que opera nuestra economía de la atención, lo

importante es gozar de impacto, aun a costa de tener que renunciar a las

matizaciones o incluso a lo que de verdad se piensa. Lo tengo más que

comprobado: la rentabilidad directa de una columna, por ejemplo, depende

de cuán radical sea el pronunciamiento a favor de alguna de las opciones

enfrentadas, de la visceralidad de la crítica a algún actor político, de la

descripción en blanco y negro. Como el autor se ande con matices, tome

distancia de las partes o zurre a unos y otros, o entre en una exposición más

o menos sofisticada y técnica, la repercusión sobre las redes disminuye

considerablemente.

Desde luego, muchos hacemos caso omiso a esas dinámicas y decimos lo

que nos place, pero si algún día nos dejamos llevar por la pasión o

consideramos que alguien merece algún correctivo serio, en ese caso

enseguida nos sorprende el favorable efecto que encuentra. Y es difícil

sustraerse al chute que proporciona el ser llevado en volandas por los

entusiastas, e incluso el morbo de la reacción destemplada de los críticos.

«Ladran, Sancho, señal que cabalgamos.» Eso, el ladrido, es la condición casi

natural de nuestro nuevo espacio público. El caso es que los incentivos caen

del lado de buscar la bronca, que favorece que lo escrito adquiera una mayor

difusión, y en una cultura tan subordinada a lo cuantitativo y donde la

precariedad es casi el estado natural de cualquier escribidor, hace que las

firmas más leídas se aseguren la permanencia en sus respectivos medios. El

beneficiario de este incentivo perverso es la polarización, la contundencia en

las opiniones, la descalificación visceral de las que no encajan en lo exigido

por el otro bando, la pérdida del matiz. Y, como aquí trataremos de justificar,

el desvanecimiento de la tolerancia, la pérdida paulatina de la capacidad

para aceptar lo que no nos gusta, el quebranto del respeto por el que

discrepa.

Frente a esta queja pueden elevarse algunas objeciones que no son

menores. La fundamental es que va de suyo que emitir una opinión en

público presupone someterse a la crítica. En eso consiste precisamente el

juego democrático. Sin crítica, por muy hiperbólica o destemplada que esta

sea, no hay democracia digna de tal nombre. Esas son las reglas, y si no le

gustan, tiene la piel demasiado fina o carece de espaldas lo suficientemente

anchas para encajarla, más vale que se dedique a otra cosa. ¡Desde luego!

Mas esa no es la cuestión principal. Como aquí trataremos de explicar, el

problema no es que unas posiciones se enfrenten a otras. Todo lo contrario,

es ahí donde las sociedades abiertas encuentran su chispa, en permitir que

florezca una cultura de la discrepancia, y en hacer de esta el impulso

principal para poder ilustrarnos conjuntamente. Uno aprende de quienes

discrepan, de quienes transgreden, no de los afines. Por otro lado, se dirá,

tanto en los medios como en las redes sociales abundan las descalificaciones

mutuas, las agresiones verbales, inclusos los discursos del odio, pero ¿a qué

vienen tantos aspavientos? En definitiva, ¿acaso no es lo que ha ocurrido

siempre? La única diferencia es que hoy, gracias a las redes sociales y a

internet, en general podemos enterarnos de lo que la gente realmente piensa;

antes, sus opiniones estaban siempre distorsionadas por los medios de

comunicación, por los formalismos técnicos de las encuestas de opinión, por

su incapacidad para eludir las mediaciones para acceder al espacio público.

Además, ¿por qué deberían ir estas nuevas prácticas en contra del concepto

de tolerancia? Total, el enfrentamiento de opiniones solo es posible en

realidad bajo las condiciones que ella ampara.

Todo esto es cierto, sin duda, pero con muchos matices importantes.

Afirmar que no existen restricciones a la hora de manifestarse sobre lo

divino o lo humano no tiene que ver necesariamente con la tolerancia, sino

con la libertad de expresión, algo que está garantizado en todos los sistemas

democráticos, aunque este es un campo al que también habremos de aludir.

Y la crítica constante y mordaz tampoco es el problema, ya hemos dicho que

va pegada como una lapa a la democracia. La tolerancia tiene que ver más

bien con cuáles son las reacciones o las actitudes ante lo que se dice o critica

–o lo que alguien es–, al reconocimiento y el respeto del interlocutor, no a

que las opiniones puedan emitirse o no. La tolerancia presupone además que

se está en desacuerdo, muchas veces profundo, con lo emitido –o el ser de

alguien– y que aun así estas diferencias se aceptan y coexisten sin grandes

problemas. De no incorporar dicho elemento del rechazo, el concepto

carecería de sentido, no hace falta tolerar lo que nos deja indiferentes. Luego

lo veremos con calma. A donde quiero llegar ahora es a que hemos ido

perdiendo de vista las implicaciones de dicha virtud, y esto ya es en sí

mismo un síntoma grave. O sea, que cada vez somos más intolerantes sin

saberlo. Y esto está empezando a tener importantes efectos.

Unas palabras sobre el título. Hay todo un género ensayístico que se vale

de títulos como «La sociedad de...». Los ejemplos abundan: La sociedad del

espectáculo (C. Débord), La sociedad del cansancio (Byung-Chul Han), La

sociedad del miedo (H. Bude) o, más recientemente, La sociedad decadente

(R. Douthat) o La sociedad de las singularidades (A. Reckwitz). Y podríamos

mencionar una buena decena más, por referirnos solo a autores conocidos.

La idea central detrás de estos títulos es poner el foco sobre un aspecto de la

vida social o política que no suele merecer la atención que debiera, aportar

un diagnóstico sobre nuestro mundo a partir de alguna tendencia tan

relevante como novedosa. Dada la actual imposibilidad de dar cuenta del

todo, se elige un elemento que se considera relevante para, a partir de ahí,

ofrecer algo así como un destello reflexivo que nos pueda ilustrar sobre

alguna pauta del cambio social y político.

Esto y no otra cosa es a lo que aquí aspiramos, sacar a la luz una

tendencia –quizá no del todo percibida en toda su profundidad– para

enhebrar un análisis que inevitablemente nos debería conducir más allá de

lo que anticipa el título. Porque el análisis que aquí emprendemos desea

darle vueltas a una hipótesis; a saber, que el aspecto quizá más notable de la

tan cacareada crisis de la democracia tiene que ver sobre todo con la

progresiva erosión de la cultura política liberal. La amenaza no viene, como

siempre tendemos a decir, de los «hombres fuertes» populistas; su más

formidable enemigo es mucho más sutil y casi inapreciable porque se arraiga

en comportamientos y actitudes que poco a poco van erosionando ese tejido

imprescindible que sostenía las instituciones y prácticas democráticas y

permitía presentarnos como «sociedades abiertas». El debilitamiento y el

abandono progresivo de algunos elementos de dicha cultura es lo que

precisamente favorece la caída en actitudes populistas. No es el único factor,

desde luego, pero su importancia no debe subestimarse.

El principal elemento de la cultura liberal que se halla en peligro es, por

reconducirlo a una única palabra, la tolerancia. Consideramos que este

concepto ofrece un magnífico marco de discusión sobre nuestras actuales

diferencias políticas, morales e identitarias, porque su principal función

consistía, en efecto, en permitir que pudieran ser arbitradas y resueltas sin

generar fisuras en la convivencia. Su doble cara de dispositivo a la vez

pragmático y normativo lo hacían idóneo como mecanismo integrador de

sociedades cada vez más plurales y diversas. Aludir a que algo en este

intangible podría no estar funcionando debería alertarnos porque

presupone que podríamos estar perdiendo uno de los principales

instrumentos que nos cohesionan, un magnífico diluyente de los conflictos e

incluso una forma de vida, aquella que nos permite vivir en libertad dentro

de nuestras discrepancias.

Ocurre, sin embargo, que no basta con afirmarlo, habrá que aportar

alguna evidencia, algo difícil dado que carecemos de estudios empíricos que

den cuenta de todas y cada una de las dimensiones que abarca el concepto.

Hay algunos que lo tocan de forma indirecta, como el nivel de polarización

política existente en algunas sociedades, pero la polarización puede ser un

síntoma, aunque no explica toda la enfermedad. Es uno de tantos aspectos

que correlacionan con la intolerancia, pero tampoco nos lleva demasiado

lejos. En otros estudios se pregunta sobre cuestiones tales como hasta qué

punto el entrevistado se siente libre de opinar sobre determinados temas,

que muestran también resultados inquietantes. Siempre cabe la duda,

empero, de qué valor exacto otorgar a esos u otros datos similares. Aquí nos

aventuramos, pues, por territorio minado. Y es también la causa de que

hayamos elegido la forma del ensayo, no la del tratado de ciencia política. Su

destinatario es el ciudadano común, no el colega académico. Y a él o ella nos

dirigimos en aplicación de una de las funciones que John Rawls atribuía a la

teoría política, ayudar a que los ciudadanos puedan orientarse en su propio

mundo social y político. Judith Shklar lo presenta con más contundencia: no

se trata de decirles lo que deben pensar o dejar de pensar, sino de asistirles a

la hora de «acceder a una noción más clara sobre lo que ya saben y lo que

dirían si consiguieran encontrar las palabras adecuadas». Es decir,

acompañar al ciudadano en esa siempre difícil tarea de desentrañar nuestro

mundo político.

A parte de recurrir a un lenguaje llano y libre de la jerga especializada, lo

que nos ha resultado más difícil en un objeto como este es la multiplicidad

de interrelaciones e interconexiones temáticas; todo está conectado con todo

lo demás, casi en cada epígrafe habría que haber hecho referencia a lo que se

contiene en los otros. Cartografiar los datos del presente siempre es

complicado, nos falta perspectiva. Aun así, algún orden había que

introducir, aunque pueda ser discutible el que al final hemos elegido. Como

ya tienen el índice, el hilo escogido preferimos presentarlo ahora a partir de

las preguntas principales que nos han ido guiando a lo largo de este viaje.

Recuerden que la primera y fundamental giraba en torno a la posible

erosión de la cultura política liberal y, en particular, de la tolerancia. Por eso

era importante comenzar por preguntarnos cuándo y por qué hemos dejado

de entendernos, ¿qué pasa con nuestra conversación pública, por qué es tan

patológica? Y aquí es inevitable recurrir a las transformaciones sufridas en

nuestro espacio público, a las nuevas condiciones de la comunicación

introducidas por la incorporación del medio digital, donde se percibe una

preocupante incapacidad para ofrecer una descripción del mundo

mínimamente objetiva y compartida para, a partir de ella, negociar nuestras

muchas discrepancias.

El segundo grupo de preguntas aborda otro aspecto decisivo: ¿dónde se

percibe de forma más nítida la erosión de la que hablamos? Esto hemos

creído encontrarlo en la actual dinámica caracterizada por el tránsito del

pluralismo al tribalismo, cuando las opiniones se endurecen y «moralizan» y

se hacen inmunes a la crítica, o se entra en una encarnizada polarización

entre bloques. El resultado es que todo ello deriva en una belicosidad que

desemboca en eso que se ha dado en llamar la «cultura de la cancelación»,

uno de los más extraños y preocupantes fenómenos políticos a los que

estamos asistiendo en nuestros días, pero que afecta a uno de los principales

dogmas liberales, la libertad de expresión. Todo esto no sería comprensible

si no accedemos, aunque sea de forma esquemática, a otra de las señas de

nuestro tiempo: la cuestión de las identidades. En efecto, si el pluralismo

deviene en tribalismo y el individualismo se disuelve en identitarismo,

podemos haber entrado ya en el comienzo del final de las sociedades

liberales.

El tercer bloque se ocupa de desarrollar lo que estaba implícito en los

anteriores, pero era preciso especificar: el concepto de tolerancia. No

podremos hacerlo en toda la complejidad que posee, pero esperamos que,

sobre el trasfondo de lo anterior, sirva para sostener la tesis central de este

trabajo, nuestro tránsito hacia la sociedad de la intolerancia. Ahí veremos

cómo el debilitamiento de estas prácticas apunta hacia una grave puesta en

cuestión de nuestros fundamentos normativos, los propios de la filosofía

política liberal, que parecen haber perdido su anterior solidez y eficacia. No

en vano, ellos se encargaban de definir los límites de lo tolerable e

intolerable. Quizá fuera excesivo decir que las otrora sólidas distinciones

que dotaban de armazón a nuestros sistemas liberal-democráticos estén

siendo deslegitimadas, pero es innegable que gran parte de la actual

contenciosidad política gira en torno a su redefinición y contestación, en

todo o en parte.

En un trabajo de estas características, no hemos podido entrar en cuáles

son las causas de este proceso, aunque todo apunta a que esta nueva

sociedad tecnológica, globalizada y sujeta a las contradicciones provocadas

por la economía neoliberal –desigualdad, emigraciones, refugiados– han

contribuido a tensionar a los sistemas políticos de la democracia liberal, que

ya desde antes venían mostrando señales de fatiga y una cierta incapacidad

para adaptarse a los nuevos tiempos. Y aquí el rebrote de los populismos

puede entenderse como uno de sus principales signos. Si, como trataremos

de argumentar, se nos resquebraja dicho consenso normativo, ¿qué es lo que

nos unifica, qué nos cohesiona? Porque las sociedades plurales y diversas

precisan de algún cemento normativo, algún terreno común, algunos

principios que permitan la convivencia de tanta diversidad y consigan sumar

voluntades para hacer frente a los formidables desafíos del futuro.

La cuestión final reside en indagar hasta qué punto estaremos entrando

en una sociedad posliberal. Aunque no hay apenas diferencias semánticas,

preferimos este término al de iliberal porque consideramos que ha sido muy

contaminado por la disputa en torno a los populismos. Un sistema iliberal

sería aquel en el que se han producido ya de hecho recortes en cuestiones

tales como la independencia judicial o el control de los medios de

comunicación; en el posliberal estos presupuestos institucionales subsisten,

pero las bases sobre las que se asentaban, esa cultura política de la que antes

hablábamos, comienzan a ponerse en cuestión. Es una distinción artificiosa,

desde luego, pero puede contribuir a llamar la atención sobre algo de lo que

solo se toma conciencia cuando ya es demasiado tarde.

Y esto nos conduce a un último punto en el que no he tenido tiempo de

entrar, pero que dejamos apuntado: si la tesis es correcta y caminamos hacia

sociedades posliberales, ¿no será todo esto síntoma de un cierto «cansancio

civilizatorio»? En su libro La sociedad decadente, el agudo periodista y

escritor conservador Ross Douthat plantea la tesis de que podríamos estar

entrando en una decadencia «débil», sin grandes transformaciones o

ambiciones civilizatorias, pero sin que tampoco se produzca una caída

brusca, un dulce «más de lo mismo» carente de épica y con un continuo

arrastre de los mismos problemas a lo largo del tiempo; eso que otros han

preferido llamar la «sociedad del estancamiento» o del fin de la modernidad

lineal. Casi sin percibirlo, habríamos dado ya el salto hacia un nuevo

paradigma. Confiemos que uno de los rasgos de este nuevo ciclo no sea el

que aquí hemos tratado de detectar.

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