lunes, 21 de septiembre de 2020

Colette, la reina de la casa. 44 ESCRITORES DE LA LITERATURA UNIVERSAL.

 

 


Colette, la reina de la casa

 Hasta que cumplió treinta años tuvo una trenza que casi le llegaba a los tobillos. Una trenza que deshacía durante horas por la noche después de lavarla con huevo y ron, como si estuviera permanentemente constipada. Una trenza que era a veces látigo, a veces rienda o escala, a veces un perrito travieso y revoltoso que correteaba distraído a sus pies y con el que a menudo se enredaba, se liaba, tropezaba, como aquella vez que, viendo una exposición, acabó en el suelo después de trastabillar con la coleta.

Hija de una joven inteligente, encantadora y rubia, y de un padre, inválido de guerra al que le faltaba la pierna izquierda, Sidonie Gabrielle, a quien todo el mundo conocería por su apellido, Colette, creció en un ambiente de mimos y cojines de crepé color burdeos, donde la llamaban gatita querida, y joya de oro, en días alternos.

Tuvo tres maridos —el primero, que le robó sus primeros libros; y el último, al que llevaba casi veinte años—, una escandalosa aventura lésbica que aireó sin complejos, un amante a tiempo parcial, decenas de aventuras de una noche, y un coro de aduladores y partidarios incondicionales que mariposeaban, como polillas, a la luz de sus ojos miopes, casi transparentes, su mirada seductora y su boca japonesa, un poco triangular, siempre pintada de rouge.

Provocadora. Sensual. Lo mismo libertina. Durante cuatro años salió a diario al escenario enseñando su pecho izquierdo, convertido en auténtica leyenda, mientras se fotografiaba para los periódicos disfrazada de hombre, o vestida —iba a decir desnuda— de odalisca.

Tuvo un salón de belleza, y una línea de productos que llevaba su nombre. Viajaba, vivía en hoteles, acudía a fiestas… Y un día se encerró, con su corte de animales, perras y gatas, en una habitación forrada de seda roja: paredes rojas, techo rojo, roja la cama y las sábanas, los cojines y las fundas para los almohadones. Las lámparas envueltas, también, en fulares de color rojo.

Estaba enferma, una artrosis reumatoide, y aquella cama se convirtió en su trampa de ratones, una balsa, como ella la llamaba, en la que permanecía recostada todo el día, trabajando, con su pelo convertido en una mata de algodón dulce, pescando con su par de bastones todo lo que necesitaba. Allí la visitó un joven de exquisitas maneras, manos blancas, y cigarrillos con filtro dorado. Truman Capote. Se sentó en un sillón, a su lado, y hablaron de literatura y pisapapeles de cristal. Colette también los coleccionaba y le regaló uno, que él rechazó, educado, apelando a su alto valor. ¿Qué sentido tiene regalar algo que no se aprecia? Le dijo, a medias indolente y seductora.

Y allí siguió leyendo con una lupa y escribiendo, a mano, sobre papel azul, con su pluma Parker y su gata. Se llamaba Cléopâtre o Sémiramis.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Archivo del blog

ORTEGA Y GASSET MUSAS LEJANAS PRÓLOGO

  NOTAS SOBRE EL <ALMA EGIPCIA Estas notas kan sido premeditadas como in  troducción a esta antología de cantos y cuen  tos del Antiguo E...

Páginas