Colette,
la reina de la casa
Hija de una joven inteligente, encantadora y rubia, y
de un padre, inválido de guerra al que le faltaba la pierna izquierda, Sidonie
Gabrielle, a quien todo el mundo conocería por su apellido, Colette, creció en
un ambiente de mimos y cojines de crepé color burdeos, donde la llamaban gatita
querida, y joya de oro, en días alternos.
Tuvo tres maridos —el primero, que le robó sus primeros
libros; y el último, al que llevaba casi veinte años—, una escandalosa aventura
lésbica que aireó sin complejos, un amante a tiempo parcial, decenas de
aventuras de una noche, y un coro de aduladores y partidarios incondicionales
que mariposeaban, como polillas, a la luz de sus ojos miopes, casi
transparentes, su mirada seductora y su boca japonesa, un poco triangular,
siempre pintada de rouge.
Provocadora. Sensual. Lo mismo libertina. Durante
cuatro años salió a diario al escenario enseñando su pecho izquierdo,
convertido en auténtica leyenda, mientras se fotografiaba para los periódicos
disfrazada de hombre, o vestida —iba a decir desnuda— de odalisca.
Tuvo un salón de belleza, y una línea de productos que
llevaba su nombre. Viajaba, vivía en hoteles, acudía a fiestas… Y un día se
encerró, con su corte de animales, perras y gatas, en una habitación forrada de
seda roja: paredes rojas, techo rojo, roja la cama y las sábanas, los cojines y
las fundas para los almohadones. Las lámparas envueltas, también, en fulares de
color rojo.
Estaba enferma, una artrosis reumatoide, y aquella cama
se convirtió en su trampa de ratones, una balsa, como ella la llamaba, en la
que permanecía recostada todo el día, trabajando, con su pelo convertido en una
mata de algodón dulce, pescando con su par de bastones todo lo que necesitaba.
Allí la visitó un joven de exquisitas maneras, manos blancas, y cigarrillos con
filtro dorado. Truman Capote. Se sentó en un sillón, a su lado, y hablaron de
literatura y pisapapeles de cristal. Colette también los coleccionaba y le
regaló uno, que él rechazó, educado, apelando a su alto valor. ¿Qué sentido
tiene regalar algo que no se aprecia? Le dijo, a medias indolente y seductora.
Y allí siguió leyendo con una lupa y escribiendo, a
mano, sobre papel azul, con su pluma Parker y su gata. Se llamaba Cléopâtre o Sémiramis.
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