Chesterton,
mapa del disparate
No diremos que estaba gordo —dios nos libre— aunque consta que con apenas treinta años pesaba ya 280 libras. Una gordura un poco fofa, blandengue, espesa, de alguien que se desayunaba huevos con bacon, a diario, y que jamás se preocupó del ejercicio físico más allá de pasar las páginas del Times.
Tenía grandes manos, pies pequeños, casi de juguete, y
una cabeza que alguien calificó de magnífica: espesa melena, un poco leonina,
pelo rizado o enmarañado, ojos pequeños, risueños, y unos labios carnosos —al
menos el de abajo, el otro nunca se le vio bajo el bigote—, brillantes y en
apariencia húmedos, de esos por los que siempre parece gotear un hilillo de
sopa.
Uno de sus primeros recuerdos fue un teatrillo con
personajes de cartón, y una doncella rubia, con trenzas, que cuidaba de él en
el jardín. Un ángel, decía su madre, y él estaba de acuerdo. Y siempre recordó,
con nostalgia o feliz glotonería, la vaquería en la que, cada mañana, bebía un
vaso de leche. Una infancia feliz y acomodada, cómoda y nutritiva en la que la única
sombra fue la muerte de su hermana Beatrice: su retrato se volvió en la pared,
y su nombre no fue pronunciado nunca más.
El resto pertenece al capítulo de la leyenda. La
pistola que compró la mañana de su boda —y las balas— por si tenía que defender
a su mujer de lo que fuera; el teléfono que instaló su padre en casa, y que
conectaba la buhardilla, arriba, con la caseta del jardín (siete metros y medio
de distancia); y las discusiones interminables con su hermano Cecil que se
prolongaban a veces durante horas.
Hubo una que se suscitó a media mañana, nadie recordaba
con exactitud el motivo, y que continuó a lo largo del día. Se gritaron a la
hora de comer, siguieron durante el té, y en la cena. Y a las dos de la
madrugada —hora local— se oyó cómo uno de los hermanos, nunca se supo cuál,
bajaba las escaleras y se iba, ofendido, cerrando la puerta con firmeza pero
con cuidado. Un portazo sordo, por así decirlo, o mudo. Muy inglés.
Toda su vida tuvo problemas con el dinero. Desconfiaba
de los bancos (el tiempo acabaría dándole la razón) y lo llevaba encima; por
los bolsillos del pantalón, en el chaleco: calderilla, billetes y talones que
se arrugaban como bolas, y que se destrozaban y había que tirar.
Vivió aquel mundo del periodismo en el que los reporteros
llegaban antes que la misma policía y los diarios cerraban a medianoche. Y se
cuenta que un día, durante la guerra, en casa, siguió hablando con unos amigos
sin darse cuenta de que había un bombardeo. «Es cierto que empecé a percibir
ruidos en el exterior», dijo más tarde. Salió a la calle a pasear todavía con
el eco de las últimas explosiones e incendios, y casi llegando a casa escuchó
la sirena que, triunfante, anunciaba el final del peligro.
Lo mató su hígado. Se vengaba de tanta discusión y
tanto beicon.
FUENTE:
Fuente: Marchalamo Jesús y
Flores Damián
Editores: Siruela 2010. Editorial : Siruela; 2nd
Edición (9 Febrero 2010)
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