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Cuestiones de poesía[2]
Desde
hace unos cuarenta y cinco años he visto a la Poesía pasar por muchas
tentativas, someterse a experiencias sumamente diversas, ensayar vías
desconocidas, volver en ocasiones a ciertas tradiciones; participar, en suma,
en las bruscas fluctuaciones y en el régimen de frecuente novedad que parecen
característicos del mundo actual. La riqueza y la fragilidad de las
combinaciones, la inestabilidad de los gustos y las transmutaciones rápidas de
valores, en fin, la creencia en los extremos y la desaparición de lo duradero son
los rasgos de esta época, que serían todavía más sensibles si no respondieran
muy exactamente a nuestra propia sensibilidad, que se hace cada vez más obtusa.
Durante
este último medio siglo se han pronunciado una sucesión de fórmulas o de modas
poéticas, desde el tipo estricto y fácilmente definible del Parnaso, hasta las
producciones más disolutas y las tentativas más auténticamente libres. Es
conveniente, y es importante, añadir a este conjunto de invenciones, ciertas
recuperaciones, a menudo muy afortunadas: imitaciones, en los siglos XVI, XVII
y XVIII, de formas puras o cultas, cuya elegancia es quizás imprescriptible.
Todas
esas investigaciones se han instituido en Francia, lo que es bastante notable,
al tener fama este país de poco poético, a pesar de haber dado más de un poeta
de renombre. Es cierto que, desde hace aproximadamente trescientos años, se ha
enseñado a los franceses a desconocer la verdadera naturaleza de la poesía y a
tomar por caminos que conducen en dirección contraria a su morada. Enseguida lo
demostraré fácilmente. Lo cual explica porqué los accesos de poesía que, de vez
en cuando, se han dado entre nosotros, han debido producirse en forma de
revuelta o de rebelión, o bien, por el contrario, se han concentrado en un
pequeño número de cabezas fervientes, celosas de sus secretas certidumbres.
Pero,
en esta misma nación poco melodiosa, se ha manifestado, durante el último
cuarto de siglo pasado, una sorprendente riqueza de invenciones líricas. Hacia
1875, vivo todavía Victor Hugo, accediendo a la gloria Leconte de Lisle y los
suyos, hemos visto nacer los nombres de Verlaine, de Stéphane Mallarmé, de
Arthur Rimbaud, esos tres Reyes Magos de la poética moderna, portadores de
presentes tan preciosos y de aromas tan raros que el tiempo transcurrido desde
entonces no ha alterado ni el brillo ni la potencia de esos dones
extraordinarios.
La
extrema diversidad de sus obras añadida a la variedad de los modelos ofrecidos
por los poetas de la generación precedente ha permitido y permite concebir, sentir
y practicar la poesía en una formidable cantidad de maneras muy diferentes. Hoy
los hay que siguen sin duda a Lamartine, otros prolongan a Rimbaud. La misma
persona puede cambiar de gusto y estilo, quemar a los veinte años lo que
adoraba a los diez y seis, no sé qué íntima trasmutación permite deslizar de un
maestro a otro el poder de encantar. El aficionado a Musset se afina y lo
abandona por Verlaine. Alguien, precozmente alimentado de Hugo, se dedica por
entero a Mallarmé.
Tales
pasajes intelectuales se hacen, en general, en un cierto sentido antes que en el otro, que es mucho menos probable: debe ser
rarísimo que el Bateau ivre
transporte a la larga a Le Lac. En
revancha, no puede perderse por amor a la pura y dura Hérodiade el gusto por la Priere
d’Esther.
Esos
desafectos, esos flechazos del amor o de la gracia, esas conversiones y
sustituciones, esa posibilidad de estar sucesivamente sensibilizados por la acción de los poetas incompatibles son
fenómenos literarios de primera importancia. Nunca se habla de ello.
Pero
¿de qué hablamos al hablar de «Poética»?
Admiro
que no exista aspecto de nuestra curiosidad en el cual la observación de las cosas mismas esté más descuidada.
Sé
que es así en toda disciplina en la que se puede temer que la mirada completamente
pura distraiga o desencante su objeto. He visto, no sin interés, el excitado
descontento por lo que no hace mucho he escrito sobre la Historia, que se
reducía a simples constataciones que todo el mundo puede hacer. Esa pequeña
ebullición era muy natural y fácil de prever, ya que es más fácil reaccionar
que reflexionar, y que ese mínimum debe necesariamente triunfar en la mayor
parte de los espíritus. En cuanto a mí, me cuido siempre de seguir ese arrebato
de las ideas que huye al objeto
observable, y, de signo en signo, vuela a enardecer el sentimiento particular…
Considero que hay que desaprender a sólo considerar lo que la costumbre y,
sobre todo, la más poderosa de todas, el lenguaje, nos hacen considerar. Hay
que intentar detenerse en otros puntos que los indicados por las palabras, es decir, por los otros.
Así
pues voy a intentar mostrar cómo la costumbre trata a la Poesía, y cómo hace de
ella lo que no es, a expensas de lo que es.
No
podemos decir casi nada sobre la «Poesía» que no sea directamente inútil para
todas las personas en cuya vida íntima esta singular potencia que la hace
desear o darse a conocer se pronuncia como una pregunta inexplicable de su ser,
o bien como su respuesta más pura.
Esas
personas sienten la necesidad de lo que comúnmente no sirve para nada, y
perciben una especie de rigor en ciertas combinaciones de palabras completamente arbitrarias para otros ojos.
Las
mismas no se dejan con facilidad enseñar a amar lo que no aman, ni a no amar lo
que aman: algo que fue, antes y ahora, el esfuerzo principal de la crítica.
En
cuanto a aquellos que de la Poesía no sienten fuertemente ni la presencia ni la
ausencia, no es, sin duda, para ellos más que algo abstracto y misteriosamente
admitido: algo tan vano como se quiera —aunque una tradición que es conveniente
respetar atribuye a esta entidad uno de esos valores indeterminados, como
algunos que fluctúan en el espíritu público—. La consideración que se le otorga
a un título de nobleza en una nación democrática puede servir aquí dé ejemplo.
Valoro
de la esencia de la Poesía que sea, según las diversas naturalezas de los
espíritus, o de valor nulo o de importancia infinita: lo que la asimila al
mismo Dios.
Entre
esos hombres sin gran apetito de Poesía, que no sienten la necesidad y que no la
habrían inventado, la desgracia quiere que figuren un buen número de aquellos
cuyo cargo o destino es juzgar, discurrir, excitar y cultivar el gusto; y, en
suma, dispensar lo que no tienen. Con frecuencia le dedican toda su
inteligencia y todo su celo: cuyas consecuencias hay que temer.
Se
ven inevitablemente o conducidos u obligados a considerar bajo el nombre
magnífico y discreto de «Poesía» objetos muy diferentes de aquel del que
piensan que se ocupan. Todo les es válido, sin ellos saberlo, para esquivar o
eludir inocentemente lo esencial. Les es válido todo lo que no lo es.
Se
enumeran, por ejemplo, los medios aparentes de los que se sirven los poetas; se
marcan las frecuencias y las ausencias en su vocabulario; se denuncian sus
imágenes favoritas; se señalan las semejanzas de una y otra, y las imitaciones.
Algunos intentan restituir sus secretos designios, y leer, en una engañosa
transparencia, las intenciones o las alusiones en sus obras. Escrutan
gustosamente, con una complacencia que deja ver cómo se extravían, lo que se
sabe (o que se cree saber) de la vida de los autores, como si de ésta se
pudiera conocer la verdadera deducción íntima y por otra parte como si las
bellezas de la expresión, el acorde delicioso, siempre… providencial, de los términos y de los sonidos, fueran los efectos
bastante naturales de las vicisitudes encantadoras o patéticas de una
existencia. Pero todo el mundo ha sido feliz o desgraciado; y los extremos de
la alegría lo mismo que aquellos del dolor no les han sido negados a las más
toscas y menos melodiosas de las almas. Sentir
no supone hacer sensible —y todavía
menos: bellamente sensible…
¿No
es admirable que se busquen y se encuentren tantas maneras de tratar un tema
sin tan siquiera rozar el principio, y demostrando por los métodos que se
emplean, por los modos de la atención que se aplican, e incluso por el trabajo
que se infligen, un desconocimiento pleno y perfecto de la verdadera cuestión?
Más
aún: en la cantidad de eruditos trabajos que, desde hace siglos, se han consagrado
a la Poesía, vemos maravillosamente pocos (y digo «pocos» para no ser absoluto)
que no impliquen una negación de su existencia. Los caracteres más sensibles,
los problemas más reales de este arte tan compuesto están así exactamente
ofuscados por la clase de miradas que se fijan en él.
¿Qué
se hace? Se trata al poema como si fuera divisible (y debiera serlo) en un discurso
de prosa que se basta a sí mismo y consiste por sí mismo, o bien en un fragmento de una música particular, más
o menos próxima a la música propiamente dicha, como la que puede producir la
voz humana. Pero la nuestra no se eleva hasta el canto, el cual, por lo demás,
no conserva las palabras, no se
dedica más que a las sílabas.
En
cuanto al discurso de prosa —es
decir: discurso que puesto en otros términos desempeñaría la misma función—, a
su vez es dividido. Se considera que se descompone, por una parte, en un
pequeño texto (que puede reducirse en ocasiones a una sola palabra o al título
de la obra) y, por otra parte, en una cantidad cualquiera de palabra accesoria: ornamentos, imágenes,
figuras, epítetos, «detalles bellos», cuya característica común es poder ser
introducidos, multiplicados, suprimidos ad
libitum…
Y
en cuanto a la música de poesía, esa música particular de la que hablaba,
para unos es imperceptible, para la mayoría, desdeñable, para algunos, objeto
de investigaciones abstractas, en ocasiones sabias, generalmente estériles. Sé
que se han dedicado honorables esfuerzos contra las dificultades de esta
materia; pero me temo que las fuerzas hayan sido mal aplicadas. Nada más
engañoso que los métodos llamados «científicos» (y las medidas o en particular
los registros) que permiten siempre responder con un «hecho» a una pregunta
incluso absurda o mal planteada. Su valor (como el de la lógica) depende de la
manera de utilizarlos. Las estadísticas, los trazados sobre la cera, las
observaciones cronométricas que se invocan para resolver preguntas de origen o
de tendencia completamente «subjetivos», expresan algo —pero en este caso sus oráculos, lejos de sacarnos del apuro y
de cerrar toda discusión, no hacen sino introducir, bajo las apariencias y el
aparato del material de la física, toda una metafísica ingenuamente encubierta.
Por
más que contemos los pasos de la diosa, anotemos la frecuencia y la longitud media, no extraemos el secreto de su
gracia instantánea. No hemos visto, hasta ahora, que la loable curiosidad que
se ha prodigado para escrutar los misterios de la música propia del lenguaje
«articulado» nos haya aportado producciones de nueva y capital importancia.
Pero ahí reside todo. La única prueba del saber real es el poder: poder de
hacer o poder de predecir. Todo el resto es Literatura…
Sin
embargo he de reconocer que esas investigaciones que encuentro poco fructuosas
al menos tienen el mérito de perseguir la precisión. La intención es excelente…
El aproximadamente contenta con
facilidad a nuestra época, siempre que la materia
no está en juego. Nuestra época se siente a la vez más precisa y más
superficial que ninguna otra: más precisa a su pesar, más superficial por sí
sola. El accidente le resulta más precioso que la sustancia. Las personas le
divierten y el hombre le aburre; y teme por encima de todo ese bienaventurado
tedio, que en tiempos más tranquilos, y más vacíos, nos engendraba profundos,
difíciles y deseables lectores. ¿Quién, y para quién, sopesaría hoy sus menores
palabras? Qué Racine interrogaría a su Boileau familiar para obtener la
licencia de sustituir por la palabra miserable
la palabra infortunado, en un verso,
lo cual no le fue concedido.
Puesto
que me propongo separar un poco la Poesía de tanta prosa y espíritu de prosa
que la abruma y la vela de conocimientos inútiles para el conocimiento y
posesión de su naturaleza, bien puedo observar el efecto que esos trabajos
producen sobre más de un espíritu de nuestra época. Sucede que el hábito de la
exactitud extrema alcanzada en ciertos campos (convertida en familiar para la
mayoría debido a la mucha aplicación en la vida práctica), tiende a convertir
en vanas, si no insoportables, muchas especulaciones tradicionales, muchas
tesis y teorías, que, sin duda, pueden todavía entretenernos, irritarnos un
poco el intelecto, hacer escribir, e incluso hojear, más de un libro excelente,
pero de los que sentimos, por otra parte, que nos bastaría una mirada un poco
más activa, o algunas preguntas imprevistas, para ver cómo se resuelven en
simples posibilidades verbales las ilusiones abstractas, los sistemas
arbitrarios y las vagas perspectivas. En lo sucesivo todas las ciencias que cuentan únicamente con lo que dicen se encuentran
«virtualmente» depreciadas por el desarrollo de aquellas en las que se
comprueban y utilizan a cada instante los resultados.
Imaginemos
pues los juicios que pueden surgir en una inteligencia acostumbrada a cierto
rigor cuando se le proponen ciertas «definiciones» y ciertos «desarrollos» que
pretenden introducirla en la comprensión de las Letras y en particular de la
Poesía. ¿Qué valor conceder a los razonamientos que se hacen sobre el
«Clasicismo», el «Romanticismo», el «Simbolismo», etc., cuando tanto nos
costaría unir los caracteres singulares y las cualidades de ejecución, que son
el premio y asegurarían la conservación de determinada obra en estado vivo, a las pretendidas ideas
generales y a las tendencias «estéticas» que se presume designan esos bellos
nombres? Son términos abstractos y aceptados: pero convenciones que no son otra
cosa que «cómodas», ya que el desacuerdo de los autores sobre sus significados
es, de alguna manera, un requisito indispensable, y parecen hechos para
provocarlo y dar pretexto a infinitas disensiones.
Es
demasiado evidente que todas esas clasificaciones y esas opiniones ligeras nada
añaden al goce de un lector capaz de amor, ni acrecientan en un hombre enterado
la inteligencia de los medios que los maestros han empleado: no enseñan ni a
leer ni a escribir. Además, apartan y eximen al espíritu de los problemas
reales del arte; y sin embargo permiten a muchos ciegos discurrir
admirablemente sobre el color. ¡Cuántas facilidades se escribieron por la
gracia de la palabra «Humanismo», y qué de necedades para hacer creer a la
gente en la invención de la «Naturaleza» por Rousseau!… Claro es que una vez
adoptadas y absorbidas por el público, entre mil fantasmas que le ocupan vanamente,
esas apariencias de pensamientos adquieren un modo de existencia y dan pretexto
y materia a una multitud de combinaciones de cierta originalidad escolar. Se
descubre ingeniosamente un Boileau.
En Víctor Hugo, un romántico en Corneille, un «psicólogo» o un realista
en Racine… Todas ellas cosas que no
son ni verdaderas ni falsas —y que por lo demás no pueden serlo.
Admito
que no se haga ningún caso de la literatura en general, y de la poesía en
particular. La belleza es una cuestión privada; la impresión de reconocerla y
sentirla en un instante determinado es un accidente más o menos frecuente en
una existencia, como sucede con el dolor y la voluptuosidad, pero más casual
aún. Nunca es seguro que un objeto concreto nos seduzca, ni que habiendo
agradado (o desagradado) en tal ocasión, nos guste (o disguste) en otra. Esta
incertidumbre que desbarata todos los cálculos y todos los cuidados y que
permite todas las combinaciones de las obras con los individuos, todos los
desalientos y todas las idolatrías, hace que la suerte de los escritos
participe de los caprichos, de las pasiones y variaciones de cualquier persona.
Si alguien realmente aprecia determinado poema, se le admite que hable de ello
como de un afecto personal —si es que habla—. He conocido a hombres tan celosos
de aquello que admiraban tan perdidamente que soportaban mal el que otros
estuvieran prendados e incluso que lo conocieran, considerando que el reparto
deterioraba su amor. Preferían ocultar que difundir sus libros preferidos,
tratándolos (en detrimento de la gloria general de los autores, y en provecho
de su culto), como los sabios maridos de Oriente a sus esposas, a las que
rodean de secreto.
Pero
si se quiere, como requiere la costumbre, hacer de las Letras una especie de
institución de utilidad pública, asociar al renombre de una nación —que es, en
resumen, un valor de Estado— los
títulos de «obras maestras», que deben inscribirse al lado de los nombres de
sus victorias, y si, convirtiendo en medios de educación los instrumentos de
placer espiritual, se asigna a esas creaciones una función de importancia en la
formación y clase de los jóvenes, además hay que tener cuidado de no corromper
con ello el exacto y verdadero sentido del arte. Esa corrupción consiste en
sustituir por precisiones vanas y exteriores o por opiniones convencionales la
precisión absoluta del placer o del
interés directo que provoca una obra, para hacer de esta obra un reactivo al servicio del control
pedagógico, una materia de desarrollos parásitos, un pretexto para problemas
absurdos…
Todas
esas intenciones concurren al mismo efecto: esquivar las cuestiones reales,
organizar un error…
Cuando
contemplo lo que se hace con la Poesía, lo que se le pide, lo que se contesta a
su respecto, la idea que de ella se da en los estudios (y un poco en general),
mi espíritu, que se considera (sin duda como consecuencia de la naturaleza
íntima de los espíritus) el más simple de los espíritus posibles, se asombra
«hasta el límite del asombro».
Se
dice: no veo nada en todo esto que me permita leer mejor este poema, aplicarlo mejor para mi goce; ni
concebir más distintamente la estructura. Se me incita a algo muy distinto, y
se busca todo para apartarme de lo divino.
Se me enseñan fechas, biografía, se me entretiene con querellas, con doctrinas
que poco me importan, cuando del canto y del arte sutil de la voz portadora de
ideas se trata… ¿Dónde se encuentra lo esencial en esas palabras y en esas
tesis? ¿Qué se hace con lo que se observa inmediatamente en un texto, con las
sensaciones que se las ha arreglado para producir? Llegará el momento de tratar
de la vida, de los amores y de las opiniones del poeta, de sus amigos y de sus
enemigos, de su nacimiento y de su muerte, cuando hayamos avanzado lo bastante
en el conocimiento poético de su
poema, es decir, cuando nos hayamos hecho instrumento de la cosa escrita, de
manera que nuestra voz, nuestra inteligencia y todos los resortes de nuestra
sensibilidad se hayan adaptado para dar vida y poderosa presencia al acto de
creación del autor.
A
la menor pregunta concreta surge el carácter superficial y vano de los estudios
y de las enseñanzas sobre los que acabo de asombrarme. Mientras escucho esas
disertaciones en las que no faltan ni los «documentos» ni las sutilezas, no
puedo menos de pensar que ni siquiera sé qué es una Frase… Varío en lo que entiendo por un Verso. He leído o forjado veinte «definiciones» del Ritmo, de las que no apruebo ninguna…
¡Qué digo!… Si solamente me detengo a pensar qué es una Consonante, me pregunto, consulto, y no recojo sino apariencias de
conocimiento nítido, distribuido en veinte pareceres contradictorios…
Si
se me ocurre ahora informarme de esas funciones, o mejor de esos abusos del
lenguaje, que se agrupan bajo el nombre vago y general de «figuras», sólo
encuentro los vestigios abandonados del muy imperfecto análisis que intentaron
los Antiguos de esos fenómenos «retóricos». Ahora bien, esas figuras, tan
descuidadas por la crítica de los modernos, desempeñan un papel de primera
importancia, no solamente en la poesía declarada y organizada, sino también en
ésa poesía perpetuamente activa y organizada que atormenta el vocabulario fijo,
dilata o restringe el sentido de las palabras, opera sobre ellas por simetrías
o por conversiones, altera a cada instante los valores de esa moneda
fiduciaria; y unas veces por las bocas del pueblo, otras veces por las
necesidades imprevistas de la expresión técnica, o bien bajo la pluma vacilante
del escritor, engendra esa variación de la lengua que la convierte
insensiblemente en otra. Nadie parece haberse ni siquiera propuesto reanudar
ese análisis. Nadie busca en el examen en profundidad de esas sustituciones, de
esas contraídas notaciones, de esos pensados menosprecios y de esos
expedientes, hasta ahora tan vagamente definidos por los gramáticos, las
propiedades que suponen y que no pueden ser muy diferentes de aquellas que en
ocasiones evidencia el genio geométrico y su arte para crearse instrumentos de
pensamiento cada vez más ágiles y penetrantes. El Poeta, sin saberlo, se mueve
en un orden de relaciones y de transformaciones posibles, de las que no percibe o no persigue más que los efectos
momentáneos y particulares que tienen importancia en determinado estado de su
operación interior.
Admito
que las investigaciones de esta clase son terriblemente difíciles y que su
utilidad sólo puede manifestarse a pocos espíritus; y concedo que es menos
abstracto, más fácil, más «humano», más «vivo», desarrollar consideraciones
sobre las «fuentes», las «influencias», la «psicología», los «medios» y las «inspiraciones»
poéticas que consagrarse a los problemas orgánicos de la expresión y de sus
efectos. No niego el valor ni pongo en duda el interés de una literatura que
tiene a la Literatura misma como decorado y a los autores mismos como sus
personajes, pero he de constatar que no he encontrado gran cosa que pueda
servirme positivamente. Eso está bien para conversaciones, discusiones,
conferencias, exámenes o tesis, y todos los temas exteriores de ese género
—cuyas exigencias son bien distintas de las del mano a mano despiadado entre el
querer y el poder de alguien—. La Poesía se forma o se comunica en el abandono
más puro o en la espera más profunda: si se toma por objeto de estudio es ahí
donde hay que mirar: en el ser, y muy poco en sus alrededores.
¡Qué
sorprendente es —me dice todavía mi espíritu de simplicidad— que una época que
impulsa hasta un punto increíble, en la fábrica, en la construcción, en la
palestra, en el laboratorio o en las oficinas, la disección del trabajo, la
economía y eficacia de los actos, la pureza y limpieza de las operaciones,
rechace en las artes las ventajas de la experiencia adquirida, rehúse invocar
otra cosa que la improvisación, el fuego del cielo, el recurso al azar bajo
diversos nombres halagüeños!… En ninguna época se ha marcado, expresado,
afirmado e incluso proclamado con más fuerza, el desprecio de lo que garantiza
la perfección propia de las obras, les da mediante las relaciones de sus partes
la unidad y la consistencia de la forma, y todas las cualidades que los golpes
más acertados no pueden conferirles. Pero somos instantáneos. Demasiadas
metamorfosis, y revoluciones de todas clases, demasiadas transmutaciones
rápidas de gustos en disgustos y de cosas en mofa en cosas que no tienen
precio, demasiados valores demasiado diversos simultáneamente dados nos
acostumbran a contentarnos con los primeros términos de nuestras impresiones.
¿Y cómo soñar en nuestros días con la duración, especular sobre el porvenir,
querer legar? Nos parece bastante
vano tratar de resistir al «tiempo» y ofrecer a desconocidos que vivirán dentro
de doscientos años modelos que puedan conmoverlos.
Encontramos
casi inexplicable que tantos grandes hombres hayan pensado en nosotros y que
quizás se hayan convertido en grandes hombres por haberlo hecho. En fin, todo
nos parece tan precario y tan inestable en todas las cosas, tan necesariamente
accidental, que hemos llegado a hacer de los accidentes de la sensación y de la
consciencia menos consistente, la sustancia de muchas obras.
En
resumen, la superstición de la posteridad, abolida; la preocupación del mañana,
disipada; la composición, la economía de medios, la elegancia y la perfección,
imperceptibles para un público menos sensible y más ingenuo que en otro tiempo.
Es bastante natural que el arte de la poesía y la inteligencia de ese arte se
vean (como tantas otras cosas) afectados hasta el punto de impedir toda
previsión, e incluso toda imaginación, de su destino incluso próximo. La suerte
de un arte está vinculada, por una parte, a la de sus medios naturales, por
otra, a la de los espíritus que se pueden interesar, y que encuentran en él la
satisfacción de una verdadera necesidad. Hasta ahora, y desde la más lejana
antigüedad, la lectura y la escritura eran las únicas formas de intercambio así
como los únicos procedimientos de trabajo y de conservación de la expresión
mediante el lenguaje. Ya no podemos responder de su futuro. En cuanto a los
espíritus, vemos que están solicitados y seducidos por tantos prestigios
inmediatos, tantos excitantes directos que les aportan sin esfuerzo las
sensaciones más intensas, y les representan la vida misma y la naturaleza en
todo, que podemos poner en duda si nuestros nietos encontrarán el menor sabor a
las gracias caducas de nuestros más extraordinarios poetas, y a toda la poesía
en general.
Siendo
mi intención demostrar por la manera en que la Poesía está generalmente
considerada hasta qué punto es generalmente desconocida —víctima lamentable en
ocasiones de las más poderosas inteligencias, aunque carecen de discernimiento
en cuanto a ella—, debo proseguir y dejarme llevar a algunas precisiones.
Citaré en primer lugar al gran d’Alembert: «Esta es, me parece, escribe, la ley rigurosa, pero justa, que nuestro siglo impone a
los poetas: ya sólo reconoce como bueno en verso lo que encontraría excelente
en prosa».
Esta
sentencia es de aquellas en las que lo contrario es exactamente aquello que
pensamos que hay que pensar. A un lector de 1760 le habría bastado formular lo
contrario para encontrar lo que debía
buscarse y disfrutarse en el curso bastante cercano de los tiempos. No digo que
d’Alembert se equivocó, ni su siglo. Digo que él creía hablar de Poesía,
mientras que bajo ese nombre pensaba en una cosa muy distinta.
¡Bien
sabe Dios si desde el enunciado de ese «Teorema
de d’Alembert», los poetas se han desvivido para contradecirlo!…
Unos,
impulsados por el instinto, han huido, en sus obras, muy lejos de la prosa. Se
han deshecho, acertadamente incluso, de la elocuencia, de la moral, de la
historia, de la filosofía y de todo aquello que no se desarrolla en el
intelecto sino a expensas de las especies
de la palabra.
Otros,
un poco más exigentes, han intentado, mediante un análisis cada vez más fino y
preciso del deseo y del goce poéticos y de sus resortes, construir una poesía
que nunca pudiera reducirse a la expresión de un pensamiento, ni traducirse,
sin perecer, a otros términos. Supieron que la transmisión de un estado poético
que compromete a todo el ser sintiente es una cosa distinta que la de una idea.
Comprendieron que el sentido literal de un poema no es, y no cumple, todo su
fin; que no es por lo tanto necesariamente único.
Sin
embargo, pese a investigaciones y creaciones admirables, el hábito adquirido de
juzgar los versos según la prosa y su función, de evaluarlos, en cierto
sentido, según la cantidad de prosa que
contienen; el temperamento nacional más y más prosaico a partir del siglo XVI; los sorprendentes errores de la
enseñanza literaria; la influencia del teatro y de la poesía dramática (es
decir, de la acción, que es
esencialmente prosa) perpetúan muchos
absurdos y muchas prácticas que testimonian la ignorancia más manifiesta de las
condiciones de la poesía.
Sería
fácil redactar una tabla de los «criterios» del espíritu antipoético. Sería la
lista de las maneras de tratar un poema, de juzgarlo y de hablar de él,
maniobras directamente opuestas a los esfuerzos del poeta. Trasladadas a la
enseñanza, en la que son imperativas, esas vanas y bárbaras operaciones tienden
a arruinar desde la infancia el sentido poético, y hasta la noción del placer
que podría dar.
Distinguir
en el verso el fondo y la forma, un tema y un desarrollo, el sonido y el
sentido; considerar la rítmica, la métrica y la prosodia como naturalmente y
fácilmente separables de la expresión verbal
misma, de las palabras mismas y
de la sintaxis, he ahí otros tantos
síntomas de no comprensión o de insensibilidad en materia poética. Poner o hacer poner en prosa un poema; hacer de un poema un material de
instrucción o de exámenes, no son menores actos de herejía. Es una
verdadera perversión ingeniárselas así para tomar en sentido contrario los
principios de un arte, cuando se trataría, por el contrario, de introducir a
los espíritus en un universo de lenguaje que no es el sistema común de los
intercambios de signos por actos o ideas. El poeta dispone de las palabras muy
diferentemente de lo que lo hacen la costumbre y la necesidad. Son sin duda las
mismas palabras, pero en absoluto los mismos valores. Es el no-uso, el no decir «que llueve» es su quehacer, y
todo lo que afirma, todo lo que demuestra que no habla en prosa es bueno para
él. Las rimas, la inversión, las figuras desarrolladas, las simetrías y las
imágenes, todo ello, hallazgos o convenciones, son otros tantos medios de
oponerse a la vertiente prosaica del lector (lo mismo que las famosas «reglas»
del arte poético producen el efecto de recordar incesantemente al poeta el universo complejo de este arte). La
imposibilidad de reducir a prosa su obra, de decirla, o de comprenderla en
tanto que prosa son condiciones imperiosas de existencia, fuera de las
cuales esta obra no tiene poéticamente
ningún sentido.
Después
de tantas proposiciones negativas, debería ahora entrar en lo positivo del
tema, pero me parecería poco apropiado hacer preceder una recopilación de
poemas, en donde aparecen las tendencias y las formas de ejecución más
diferentes, de una exposición de ideas muy personales, pese a mis esfuerzos por
mantener y componer observaciones y razonamientos que todo el mundo puede
rehacer. Nada más difícil que no ser uno mismo o que no serlo más que hasta
donde se quiere.
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