miércoles, 26 de agosto de 2020

2 Cuestiones de poesía[2]. PAUL VALÉRY. TEORÍA POÉTICA Y ESTÉTICA.



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Cuestiones de poesía[2]

Desde hace unos cuarenta y cinco años he visto a la Poesía pasar por muchas tentativas, someterse a experiencias sumamente diversas, ensayar vías desconocidas, volver en ocasiones a ciertas tradiciones; participar, en suma, en las bruscas fluctuaciones y en el régimen de frecuente novedad que parecen característicos del mundo actual. La riqueza y la fragilidad de las combinaciones, la inestabilidad de los gustos y las transmutaciones rápidas de valores, en fin, la creencia en los extremos y la desaparición de lo duradero son los rasgos de esta época, que serían todavía más sensibles si no respondieran muy exactamente a nuestra propia sensibilidad, que se hace cada vez más obtusa.
Durante este último medio siglo se han pronunciado una sucesión de fórmulas o de modas poéticas, desde el tipo estricto y fácilmente definible del Parnaso, hasta las producciones más disolutas y las tentativas más auténticamente libres. Es conveniente, y es importante, añadir a este conjunto de invenciones, ciertas recuperaciones, a menudo muy afortunadas: imitaciones, en los siglos XVI, XVII y XVIII, de formas puras o cultas, cuya elegancia es quizás imprescriptible.
Todas esas investigaciones se han instituido en Francia, lo que es bastante notable, al tener fama este país de poco poético, a pesar de haber dado más de un poeta de renombre. Es cierto que, desde hace aproximadamente trescientos años, se ha enseñado a los franceses a desconocer la verdadera naturaleza de la poesía y a tomar por caminos que conducen en dirección contraria a su morada. Enseguida lo demostraré fácilmente. Lo cual explica porqué los accesos de poesía que, de vez en cuando, se han dado entre nosotros, han debido producirse en forma de revuelta o de rebelión, o bien, por el contrario, se han concentrado en un pequeño número de cabezas fervientes, celosas de sus secretas certidumbres.
Pero, en esta misma nación poco melodiosa, se ha manifestado, durante el último cuarto de siglo pasado, una sorprendente riqueza de invenciones líricas. Hacia 1875, vivo todavía Victor Hugo, accediendo a la gloria Leconte de Lisle y los suyos, hemos visto nacer los nombres de Verlaine, de Stéphane Mallarmé, de Arthur Rimbaud, esos tres Reyes Magos de la poética moderna, portadores de presentes tan preciosos y de aromas tan raros que el tiempo transcurrido desde entonces no ha alterado ni el brillo ni la potencia de esos dones extraordinarios.
La extrema diversidad de sus obras añadida a la variedad de los modelos ofrecidos por los poetas de la generación precedente ha permitido y permite concebir, sentir y practicar la poesía en una formidable cantidad de maneras muy diferentes. Hoy los hay que siguen sin duda a Lamartine, otros prolongan a Rimbaud. La misma persona puede cambiar de gusto y estilo, quemar a los veinte años lo que adoraba a los diez y seis, no sé qué íntima trasmutación permite deslizar de un maestro a otro el poder de encantar. El aficionado a Musset se afina y lo abandona por Verlaine. Alguien, precozmente alimentado de Hugo, se dedica por entero a Mallarmé.
Tales pasajes intelectuales se hacen, en general, en un cierto sentido antes que en el otro, que es mucho menos probable: debe ser rarísimo que el Bateau ivre transporte a la larga a Le Lac. En revancha, no puede perderse por amor a la pura y dura Hérodiade el gusto por la Priere d’Esther.
Esos desafectos, esos flechazos del amor o de la gracia, esas conversiones y sustituciones, esa posibilidad de estar sucesivamente sensibilizados por la acción de los poetas incompatibles son fenómenos literarios de primera importancia. Nunca se habla de ello.
Pero ¿de qué hablamos al hablar de «Poética»?
Admiro que no exista aspecto de nuestra curiosidad en el cual la observación de las cosas mismas esté más descuidada.
Sé que es así en toda disciplina en la que se puede temer que la mirada completamente pura distraiga o desencante su objeto. He visto, no sin interés, el excitado descontento por lo que no hace mucho he escrito sobre la Historia, que se reducía a simples constataciones que todo el mundo puede hacer. Esa pequeña ebullición era muy natural y fácil de prever, ya que es más fácil reaccionar que reflexionar, y que ese mínimum debe necesariamente triunfar en la mayor parte de los espíritus. En cuanto a mí, me cuido siempre de seguir ese arrebato de las ideas que huye al objeto observable, y, de signo en signo, vuela a enardecer el sentimiento particular… Considero que hay que desaprender a sólo considerar lo que la costumbre y, sobre todo, la más poderosa de todas, el lenguaje, nos hacen considerar. Hay que intentar detenerse en otros puntos que los indicados por las palabras, es decir, por los otros.
Así pues voy a intentar mostrar cómo la costumbre trata a la Poesía, y cómo hace de ella lo que no es, a expensas de lo que es.
No podemos decir casi nada sobre la «Poesía» que no sea directamente inútil para todas las personas en cuya vida íntima esta singular potencia que la hace desear o darse a conocer se pronuncia como una pregunta inexplicable de su ser, o bien como su respuesta más pura.
Esas personas sienten la necesidad de lo que comúnmente no sirve para nada, y perciben una especie de rigor en ciertas combinaciones de palabras completamente arbitrarias para otros ojos.
Las mismas no se dejan con facilidad enseñar a amar lo que no aman, ni a no amar lo que aman: algo que fue, antes y ahora, el esfuerzo principal de la crítica.
En cuanto a aquellos que de la Poesía no sienten fuertemente ni la presencia ni la ausencia, no es, sin duda, para ellos más que algo abstracto y misteriosamente admitido: algo tan vano como se quiera —aunque una tradición que es conveniente respetar atribuye a esta entidad uno de esos valores indeterminados, como algunos que fluctúan en el espíritu público—. La consideración que se le otorga a un título de nobleza en una nación democrática puede servir aquí dé ejemplo.
Valoro de la esencia de la Poesía que sea, según las diversas naturalezas de los espíritus, o de valor nulo o de importancia infinita: lo que la asimila al mismo Dios.
Entre esos hombres sin gran apetito de Poesía, que no sienten la necesidad y que no la habrían inventado, la desgracia quiere que figuren un buen número de aquellos cuyo cargo o destino es juzgar, discurrir, excitar y cultivar el gusto; y, en suma, dispensar lo que no tienen. Con frecuencia le dedican toda su inteligencia y todo su celo: cuyas consecuencias hay que temer.
Se ven inevitablemente o conducidos u obligados a considerar bajo el nombre magnífico y discreto de «Poesía» objetos muy diferentes de aquel del que piensan que se ocupan. Todo les es válido, sin ellos saberlo, para esquivar o eludir inocentemente lo esencial. Les es válido todo lo que no lo es.
Se enumeran, por ejemplo, los medios aparentes de los que se sirven los poetas; se marcan las frecuencias y las ausencias en su vocabulario; se denuncian sus imágenes favoritas; se señalan las semejanzas de una y otra, y las imitaciones. Algunos intentan restituir sus secretos designios, y leer, en una engañosa transparencia, las intenciones o las alusiones en sus obras. Escrutan gustosamente, con una complacencia que deja ver cómo se extravían, lo que se sabe (o que se cree saber) de la vida de los autores, como si de ésta se pudiera conocer la verdadera deducción íntima y por otra parte como si las bellezas de la expresión, el acorde delicioso, siempre… providencial, de los términos y de los sonidos, fueran los efectos bastante naturales de las vicisitudes encantadoras o patéticas de una existencia. Pero todo el mundo ha sido feliz o desgraciado; y los extremos de la alegría lo mismo que aquellos del dolor no les han sido negados a las más toscas y menos melodiosas de las almas. Sentir no supone hacer sensible —y todavía menos: bellamente sensible…
¿No es admirable que se busquen y se encuentren tantas maneras de tratar un tema sin tan siquiera rozar el principio, y demostrando por los métodos que se emplean, por los modos de la atención que se aplican, e incluso por el trabajo que se infligen, un desconocimiento pleno y perfecto de la verdadera cuestión?
Más aún: en la cantidad de eruditos trabajos que, desde hace siglos, se han consagrado a la Poesía, vemos maravillosamente pocos (y digo «pocos» para no ser absoluto) que no impliquen una negación de su existencia. Los caracteres más sensibles, los problemas más reales de este arte tan compuesto están así exactamente ofuscados por la clase de miradas que se fijan en él.
¿Qué se hace? Se trata al poema como si fuera divisible (y debiera serlo) en un discurso de prosa que se basta a sí mismo y consiste por sí mismo, o bien en un fragmento de una música particular, más o menos próxima a la música propiamente dicha, como la que puede producir la voz humana. Pero la nuestra no se eleva hasta el canto, el cual, por lo demás, no conserva las palabras, no se dedica más que a las sílabas.
En cuanto al discurso de prosa —es decir: discurso que puesto en otros términos desempeñaría la misma función—, a su vez es dividido. Se considera que se descompone, por una parte, en un pequeño texto (que puede reducirse en ocasiones a una sola palabra o al título de la obra) y, por otra parte, en una cantidad cualquiera de palabra accesoria: ornamentos, imágenes, figuras, epítetos, «detalles bellos», cuya característica común es poder ser introducidos, multiplicados, suprimidos ad libitum…
Y en cuanto a la música de poesía, esa música particular de la que hablaba, para unos es imperceptible, para la mayoría, desdeñable, para algunos, objeto de investigaciones abstractas, en ocasiones sabias, generalmente estériles. Sé que se han dedicado honorables esfuerzos contra las dificultades de esta materia; pero me temo que las fuerzas hayan sido mal aplicadas. Nada más engañoso que los métodos llamados «científicos» (y las medidas o en particular los registros) que permiten siempre responder con un «hecho» a una pregunta incluso absurda o mal planteada. Su valor (como el de la lógica) depende de la manera de utilizarlos. Las estadísticas, los trazados sobre la cera, las observaciones cronométricas que se invocan para resolver preguntas de origen o de tendencia completamente «subjetivos», expresan algo —pero en este caso sus oráculos, lejos de sacarnos del apuro y de cerrar toda discusión, no hacen sino introducir, bajo las apariencias y el aparato del material de la física, toda una metafísica ingenuamente encubierta.
Por más que contemos los pasos de la diosa, anotemos la frecuencia y la longitud media, no extraemos el secreto de su gracia instantánea. No hemos visto, hasta ahora, que la loable curiosidad que se ha prodigado para escrutar los misterios de la música propia del lenguaje «articulado» nos haya aportado producciones de nueva y capital importancia. Pero ahí reside todo. La única prueba del saber real es el poder: poder de hacer o poder de predecir. Todo el resto es Literatura…
Sin embargo he de reconocer que esas investigaciones que encuentro poco fructuosas al menos tienen el mérito de perseguir la precisión. La intención es excelente… El aproximadamente contenta con facilidad a nuestra época, siempre que la materia no está en juego. Nuestra época se siente a la vez más precisa y más superficial que ninguna otra: más precisa a su pesar, más superficial por sí sola. El accidente le resulta más precioso que la sustancia. Las personas le divierten y el hombre le aburre; y teme por encima de todo ese bienaventurado tedio, que en tiempos más tranquilos, y más vacíos, nos engendraba profundos, difíciles y deseables lectores. ¿Quién, y para quién, sopesaría hoy sus menores palabras? Qué Racine interrogaría a su Boileau familiar para obtener la licencia de sustituir por la palabra miserable la palabra infortunado, en un verso, lo cual no le fue concedido.
Puesto que me propongo separar un poco la Poesía de tanta prosa y espíritu de prosa que la abruma y la vela de conocimientos inútiles para el conocimiento y posesión de su naturaleza, bien puedo observar el efecto que esos trabajos producen sobre más de un espíritu de nuestra época. Sucede que el hábito de la exactitud extrema alcanzada en ciertos campos (convertida en familiar para la mayoría debido a la mucha aplicación en la vida práctica), tiende a convertir en vanas, si no insoportables, muchas especulaciones tradicionales, muchas tesis y teorías, que, sin duda, pueden todavía entretenernos, irritarnos un poco el intelecto, hacer escribir, e incluso hojear, más de un libro excelente, pero de los que sentimos, por otra parte, que nos bastaría una mirada un poco más activa, o algunas preguntas imprevistas, para ver cómo se resuelven en simples posibilidades verbales las ilusiones abstractas, los sistemas arbitrarios y las vagas perspectivas. En lo sucesivo todas las ciencias que cuentan únicamente con lo que dicen se encuentran «virtualmente» depreciadas por el desarrollo de aquellas en las que se comprueban y utilizan a cada instante los resultados.
Imaginemos pues los juicios que pueden surgir en una inteligencia acostumbrada a cierto rigor cuando se le proponen ciertas «definiciones» y ciertos «desarrollos» que pretenden introducirla en la comprensión de las Letras y en particular de la Poesía. ¿Qué valor conceder a los razonamientos que se hacen sobre el «Clasicismo», el «Romanticismo», el «Simbolismo», etc., cuando tanto nos costaría unir los caracteres singulares y las cualidades de ejecución, que son el premio y asegurarían la conservación de determinada obra en estado vivo, a las pretendidas ideas generales y a las tendencias «estéticas» que se presume designan esos bellos nombres? Son términos abstractos y aceptados: pero convenciones que no son otra cosa que «cómodas», ya que el desacuerdo de los autores sobre sus significados es, de alguna manera, un requisito indispensable, y parecen hechos para provocarlo y dar pretexto a infinitas disensiones.
Es demasiado evidente que todas esas clasificaciones y esas opiniones ligeras nada añaden al goce de un lector capaz de amor, ni acrecientan en un hombre enterado la inteligencia de los medios que los maestros han empleado: no enseñan ni a leer ni a escribir. Además, apartan y eximen al espíritu de los problemas reales del arte; y sin embargo permiten a muchos ciegos discurrir admirablemente sobre el color. ¡Cuántas facilidades se escribieron por la gracia de la palabra «Humanismo», y qué de necedades para hacer creer a la gente en la invención de la «Naturaleza» por Rousseau!… Claro es que una vez adoptadas y absorbidas por el público, entre mil fantasmas que le ocupan vanamente, esas apariencias de pensamientos adquieren un modo de existencia y dan pretexto y materia a una multitud de combinaciones de cierta originalidad escolar. Se descubre ingeniosamente un Boileau. En Víctor Hugo, un romántico en Corneille, un «psicólogo» o un realista en Racine… Todas ellas cosas que no son ni verdaderas ni falsas —y que por lo demás no pueden serlo.
Admito que no se haga ningún caso de la literatura en general, y de la poesía en particular. La belleza es una cuestión privada; la impresión de reconocerla y sentirla en un instante determinado es un accidente más o menos frecuente en una existencia, como sucede con el dolor y la voluptuosidad, pero más casual aún. Nunca es seguro que un objeto concreto nos seduzca, ni que habiendo agradado (o desagradado) en tal ocasión, nos guste (o disguste) en otra. Esta incertidumbre que desbarata todos los cálculos y todos los cuidados y que permite todas las combinaciones de las obras con los individuos, todos los desalientos y todas las idolatrías, hace que la suerte de los escritos participe de los caprichos, de las pasiones y variaciones de cualquier persona. Si alguien realmente aprecia determinado poema, se le admite que hable de ello como de un afecto personal —si es que habla—. He conocido a hombres tan celosos de aquello que admiraban tan perdidamente que soportaban mal el que otros estuvieran prendados e incluso que lo conocieran, considerando que el reparto deterioraba su amor. Preferían ocultar que difundir sus libros preferidos, tratándolos (en detrimento de la gloria general de los autores, y en provecho de su culto), como los sabios maridos de Oriente a sus esposas, a las que rodean de secreto.
Pero si se quiere, como requiere la costumbre, hacer de las Letras una especie de institución de utilidad pública, asociar al renombre de una nación —que es, en resumen, un valor de Estado— los títulos de «obras maestras», que deben inscribirse al lado de los nombres de sus victorias, y si, convirtiendo en medios de educación los instrumentos de placer espiritual, se asigna a esas creaciones una función de importancia en la formación y clase de los jóvenes, además hay que tener cuidado de no corromper con ello el exacto y verdadero sentido del arte. Esa corrupción consiste en sustituir por precisiones vanas y exteriores o por opiniones convencionales la precisión absoluta del placer o del interés directo que provoca una obra, para hacer de esta obra un reactivo al servicio del control pedagógico, una materia de desarrollos parásitos, un pretexto para problemas absurdos…
Todas esas intenciones concurren al mismo efecto: esquivar las cuestiones reales, organizar un error…
Cuando contemplo lo que se hace con la Poesía, lo que se le pide, lo que se contesta a su respecto, la idea que de ella se da en los estudios (y un poco en general), mi espíritu, que se considera (sin duda como consecuencia de la naturaleza íntima de los espíritus) el más simple de los espíritus posibles, se asombra «hasta el límite del asombro».
Se dice: no veo nada en todo esto que me permita leer mejor este poema, aplicarlo mejor para mi goce; ni concebir más distintamente la estructura. Se me incita a algo muy distinto, y se busca todo para apartarme de lo divino. Se me enseñan fechas, biografía, se me entretiene con querellas, con doctrinas que poco me importan, cuando del canto y del arte sutil de la voz portadora de ideas se trata… ¿Dónde se encuentra lo esencial en esas palabras y en esas tesis? ¿Qué se hace con lo que se observa inmediatamente en un texto, con las sensaciones que se las ha arreglado para producir? Llegará el momento de tratar de la vida, de los amores y de las opiniones del poeta, de sus amigos y de sus enemigos, de su nacimiento y de su muerte, cuando hayamos avanzado lo bastante en el conocimiento poético de su poema, es decir, cuando nos hayamos hecho instrumento de la cosa escrita, de manera que nuestra voz, nuestra inteligencia y todos los resortes de nuestra sensibilidad se hayan adaptado para dar vida y poderosa presencia al acto de creación del autor.
A la menor pregunta concreta surge el carácter superficial y vano de los estudios y de las enseñanzas sobre los que acabo de asombrarme. Mientras escucho esas disertaciones en las que no faltan ni los «documentos» ni las sutilezas, no puedo menos de pensar que ni siquiera sé qué es una Frase… Varío en lo que entiendo por un Verso. He leído o forjado veinte «definiciones» del Ritmo, de las que no apruebo ninguna… ¡Qué digo!… Si solamente me detengo a pensar qué es una Consonante, me pregunto, consulto, y no recojo sino apariencias de conocimiento nítido, distribuido en veinte pareceres contradictorios…
Si se me ocurre ahora informarme de esas funciones, o mejor de esos abusos del lenguaje, que se agrupan bajo el nombre vago y general de «figuras», sólo encuentro los vestigios abandonados del muy imperfecto análisis que intentaron los Antiguos de esos fenómenos «retóricos». Ahora bien, esas figuras, tan descuidadas por la crítica de los modernos, desempeñan un papel de primera importancia, no solamente en la poesía declarada y organizada, sino también en ésa poesía perpetuamente activa y organizada que atormenta el vocabulario fijo, dilata o restringe el sentido de las palabras, opera sobre ellas por simetrías o por conversiones, altera a cada instante los valores de esa moneda fiduciaria; y unas veces por las bocas del pueblo, otras veces por las necesidades imprevistas de la expresión técnica, o bien bajo la pluma vacilante del escritor, engendra esa variación de la lengua que la convierte insensiblemente en otra. Nadie parece haberse ni siquiera propuesto reanudar ese análisis. Nadie busca en el examen en profundidad de esas sustituciones, de esas contraídas notaciones, de esos pensados menosprecios y de esos expedientes, hasta ahora tan vagamente definidos por los gramáticos, las propiedades que suponen y que no pueden ser muy diferentes de aquellas que en ocasiones evidencia el genio geométrico y su arte para crearse instrumentos de pensamiento cada vez más ágiles y penetrantes. El Poeta, sin saberlo, se mueve en un orden de relaciones y de transformaciones posibles, de las que no percibe o no persigue más que los efectos momentáneos y particulares que tienen importancia en determinado estado de su operación interior.
Admito que las investigaciones de esta clase son terriblemente difíciles y que su utilidad sólo puede manifestarse a pocos espíritus; y concedo que es menos abstracto, más fácil, más «humano», más «vivo», desarrollar consideraciones sobre las «fuentes», las «influencias», la «psicología», los «medios» y las «inspiraciones» poéticas que consagrarse a los problemas orgánicos de la expresión y de sus efectos. No niego el valor ni pongo en duda el interés de una literatura que tiene a la Literatura misma como decorado y a los autores mismos como sus personajes, pero he de constatar que no he encontrado gran cosa que pueda servirme positivamente. Eso está bien para conversaciones, discusiones, conferencias, exámenes o tesis, y todos los temas exteriores de ese género —cuyas exigencias son bien distintas de las del mano a mano despiadado entre el querer y el poder de alguien—. La Poesía se forma o se comunica en el abandono más puro o en la espera más profunda: si se toma por objeto de estudio es ahí donde hay que mirar: en el ser, y muy poco en sus alrededores.
¡Qué sorprendente es —me dice todavía mi espíritu de simplicidad— que una época que impulsa hasta un punto increíble, en la fábrica, en la construcción, en la palestra, en el laboratorio o en las oficinas, la disección del trabajo, la economía y eficacia de los actos, la pureza y limpieza de las operaciones, rechace en las artes las ventajas de la experiencia adquirida, rehúse invocar otra cosa que la improvisación, el fuego del cielo, el recurso al azar bajo diversos nombres halagüeños!… En ninguna época se ha marcado, expresado, afirmado e incluso proclamado con más fuerza, el desprecio de lo que garantiza la perfección propia de las obras, les da mediante las relaciones de sus partes la unidad y la consistencia de la forma, y todas las cualidades que los golpes más acertados no pueden conferirles. Pero somos instantáneos. Demasiadas metamorfosis, y revoluciones de todas clases, demasiadas transmutaciones rápidas de gustos en disgustos y de cosas en mofa en cosas que no tienen precio, demasiados valores demasiado diversos simultáneamente dados nos acostumbran a contentarnos con los primeros términos de nuestras impresiones. ¿Y cómo soñar en nuestros días con la duración, especular sobre el porvenir, querer legar? Nos parece bastante vano tratar de resistir al «tiempo» y ofrecer a desconocidos que vivirán dentro de doscientos años modelos que puedan conmoverlos.
Encontramos casi inexplicable que tantos grandes hombres hayan pensado en nosotros y que quizás se hayan convertido en grandes hombres por haberlo hecho. En fin, todo nos parece tan precario y tan inestable en todas las cosas, tan necesariamente accidental, que hemos llegado a hacer de los accidentes de la sensación y de la consciencia menos consistente, la sustancia de muchas obras.
En resumen, la superstición de la posteridad, abolida; la preocupación del mañana, disipada; la composición, la economía de medios, la elegancia y la perfección, imperceptibles para un público menos sensible y más ingenuo que en otro tiempo. Es bastante natural que el arte de la poesía y la inteligencia de ese arte se vean (como tantas otras cosas) afectados hasta el punto de impedir toda previsión, e incluso toda imaginación, de su destino incluso próximo. La suerte de un arte está vinculada, por una parte, a la de sus medios naturales, por otra, a la de los espíritus que se pueden interesar, y que encuentran en él la satisfacción de una verdadera necesidad. Hasta ahora, y desde la más lejana antigüedad, la lectura y la escritura eran las únicas formas de intercambio así como los únicos procedimientos de trabajo y de conservación de la expresión mediante el lenguaje. Ya no podemos responder de su futuro. En cuanto a los espíritus, vemos que están solicitados y seducidos por tantos prestigios inmediatos, tantos excitantes directos que les aportan sin esfuerzo las sensaciones más intensas, y les representan la vida misma y la naturaleza en todo, que podemos poner en duda si nuestros nietos encontrarán el menor sabor a las gracias caducas de nuestros más extraordinarios poetas, y a toda la poesía en general.
Siendo mi intención demostrar por la manera en que la Poesía está generalmente considerada hasta qué punto es generalmente desconocida —víctima lamentable en ocasiones de las más poderosas inteligencias, aunque carecen de discernimiento en cuanto a ella—, debo proseguir y dejarme llevar a algunas precisiones.
Citaré en primer lugar al gran d’Alembert: «Esta es, me parece, escribe, la ley rigurosa, pero justa, que nuestro siglo impone a los poetas: ya sólo reconoce como bueno en verso lo que encontraría excelente en prosa».
Esta sentencia es de aquellas en las que lo contrario es exactamente aquello que pensamos que hay que pensar. A un lector de 1760 le habría bastado formular lo contrario para encontrar lo que debía buscarse y disfrutarse en el curso bastante cercano de los tiempos. No digo que d’Alembert se equivocó, ni su siglo. Digo que él creía hablar de Poesía, mientras que bajo ese nombre pensaba en una cosa muy distinta.
¡Bien sabe Dios si desde el enunciado de ese «Teorema de d’Alembert», los poetas se han desvivido para contradecirlo!…
Unos, impulsados por el instinto, han huido, en sus obras, muy lejos de la prosa. Se han deshecho, acertadamente incluso, de la elocuencia, de la moral, de la historia, de la filosofía y de todo aquello que no se desarrolla en el intelecto sino a expensas de las especies de la palabra.
Otros, un poco más exigentes, han intentado, mediante un análisis cada vez más fino y preciso del deseo y del goce poéticos y de sus resortes, construir una poesía que nunca pudiera reducirse a la expresión de un pensamiento, ni traducirse, sin perecer, a otros términos. Supieron que la transmisión de un estado poético que compromete a todo el ser sintiente es una cosa distinta que la de una idea. Comprendieron que el sentido literal de un poema no es, y no cumple, todo su fin; que no es por lo tanto necesariamente único.
Sin embargo, pese a investigaciones y creaciones admirables, el hábito adquirido de juzgar los versos según la prosa y su función, de evaluarlos, en cierto sentido, según la cantidad de prosa que contienen; el temperamento nacional más y más prosaico a partir del siglo XVI; los sorprendentes errores de la enseñanza literaria; la influencia del teatro y de la poesía dramática (es decir, de la acción, que es esencialmente prosa) perpetúan muchos absurdos y muchas prácticas que testimonian la ignorancia más manifiesta de las condiciones de la poesía.
Sería fácil redactar una tabla de los «criterios» del espíritu antipoético. Sería la lista de las maneras de tratar un poema, de juzgarlo y de hablar de él, maniobras directamente opuestas a los esfuerzos del poeta. Trasladadas a la enseñanza, en la que son imperativas, esas vanas y bárbaras operaciones tienden a arruinar desde la infancia el sentido poético, y hasta la noción del placer que podría dar.
Distinguir en el verso el fondo y la forma, un tema y un desarrollo, el sonido y el sentido; considerar la rítmica, la métrica y la prosodia como naturalmente y fácilmente separables de la expresión verbal misma, de las palabras mismas y de la sintaxis, he ahí otros tantos síntomas de no comprensión o de insensibilidad en materia poética. Poner o hacer poner en prosa un poema; hacer de un poema un material de instrucción o de exámenes, no son menores actos de herejía. Es una verdadera perversión ingeniárselas así para tomar en sentido contrario los principios de un arte, cuando se trataría, por el contrario, de introducir a los espíritus en un universo de lenguaje que no es el sistema común de los intercambios de signos por actos o ideas. El poeta dispone de las palabras muy diferentemente de lo que lo hacen la costumbre y la necesidad. Son sin duda las mismas palabras, pero en absoluto los mismos valores. Es el no-uso, el no decir «que llueve» es su quehacer, y todo lo que afirma, todo lo que demuestra que no habla en prosa es bueno para él. Las rimas, la inversión, las figuras desarrolladas, las simetrías y las imágenes, todo ello, hallazgos o convenciones, son otros tantos medios de oponerse a la vertiente prosaica del lector (lo mismo que las famosas «reglas» del arte poético producen el efecto de recordar incesantemente al poeta el universo complejo de este arte). La imposibilidad de reducir a prosa su obra, de decirla, o de comprenderla en tanto que prosa son condiciones imperiosas de existencia, fuera de las cuales esta obra no tiene poéticamente ningún sentido.
Después de tantas proposiciones negativas, debería ahora entrar en lo positivo del tema, pero me parecería poco apropiado hacer preceder una recopilación de poemas, en donde aparecen las tendencias y las formas de ejecución más diferentes, de una exposición de ideas muy personales, pese a mis esfuerzos por mantener y componer observaciones y razonamientos que todo el mundo puede rehacer. Nada más difícil que no ser uno mismo o que no serlo más que hasta donde se quiere.

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