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Discurso sobre la estética[3]
Señores,
Su
Comité no teme la paradoja, puesto que ha decidido que hable aquí —como se
colocaría una obertura de música fantástica al comienzo de una gran ópera— un
simple aficionado muy azorado ante los representantes más eminentes de la
Estética, delegados de todas las naciones.
Pero,
quizá, este acto soberano, y ante todo bastante sorprendente, de sus
organizadores, se explica por una consideración que les expongo, que permitiría
transformar la paradoja de mi presencia parlante en este lugar, en el momento
solemne de la apertura de los debates de este Congreso, en una medida de
significado y de alcance bastante profundos.
Con
frecuencia he pensado que en el desarrollo de toda ciencia constituida y ya
bastante alejada de sus orígenes, podía ser en ocasiones útil, y casi siempre
interesante, interpelar a un mortal entre los mortales, invocar a un hombre
suficientemente profano en esta ciencia, y preguntarle si tiene alguna idea del
objeto, de los medios, de los resultados, de las aplicaciones posibles de una
disciplina, de la que admito que conoce el nombre. Lo que respondería no
tendría por lo general ninguna importancia, pero garantizo que esas preguntas
dirigidas a un individuo que sólo cuenta con su simplicidad y su buena fe, se
reflejarían de algún modo en su ingenuidad y volverían a los sabios hombres que
le preguntan para reavivar en ellos ciertas dificultades elementales o ciertas
convenciones iniciales, de aquellas que se olvidan, y que se borran con tanta
facilidad del espíritu, cuando se avanza en las delicadezas y en la fina
estructura de una investigación apasionadamente perseguida e intensificada.
Una
persona que le dijera a otra (con la cual represento una ciencia): ¿Qué hace? ¿Qué busca? ¿Qué quiere? ¿Dónde
piensa llegar? En resumen, ¿quién es usted?, sin duda obligaría al espíritu
interrogado a un fructuoso examen retrospectivo sobre sus intenciones primeras
y sus fines últimos, sobre las raíces y el principio motor de su curiosidad, y
por último, sobre la sustancia misma de su saber. Y esto puede no carecer de
interés.
Si
es ese, Señores, el papel de ingenuo al que el Comité me destina, me
tranquilizo de inmediato, y sé lo que vengo a hacer: vengo a ignorar en voz
alta.
Declaro
en primer lugar que el solo nombre de la Estética siempre me ha realmente
maravillado, y que sigue produciendo en mí un efecto de turbación, si no de
intimidación. Hace vacilar mi espíritu entre la idea extrañamente seductora de
una «Ciencia de lo Bello», que, por una parte, nos haría discernir sin duda
alguna lo que hay que amar, lo que hay que odiar, lo que hay que aclarar, lo
que hay que destruir; y que, por otra parte, nos enseñaría a producir, sin duda alguna, obras de arte de un
incontestable valor; y enfrente de esa primera idea, la idea de una «Ciencia de
las Sensaciones», no menos seductora, y tal vez aún más seductora que la
primera. Si tuviera que elegir entre el destino de ser un hombre que sabe cómo
y porqué una cosa es eso que llamamos «bella», y el de saber lo que es sentir, creo que elegiría la última, con
la reserva mental de que este conocimiento, si fuera posible (y me temo que no
sea ni tan siquiera concebible), me revelaría enseguida todos los secretos del
arte.
Pero,
en esta confusión, me ayuda el pensamiento de un método muy cartesiano (ya que
hay que honrar y seguir a Descartes, este año) que, basándose en la observación
pura, me dará una noción precisa e irreprochable de la Estética.
Me
esforzaré por hacer una «enumeración muy completa» y una revisión de las más
generales, como se aconseja en el Discurso.
Me coloco (pero ya estoy colocado) fuera del recinto donde se elabora la
Estética, y observo lo que sale. Me ocupo de tomar nota de los temas; intento
clasificarlos, y consideraré que el número de mis observaciones basta para mi
propósito cuando vea que ya no necesito formar una nueva clase. Entonces
decretaré ante mí mismo que la Estética, en esa fecha, es el conjunto así
reunido y ordenado. En verdad, ¿puede ser otra cosa o puedo yo hacer algo más
seguro y sensato? Pero lo que es seguro y sensato no siempre es lo más
conveniente ni lo más claro, y pienso que ahora debo, para construir una noción
de la Estética que me sirva para algo, intentar resumir en pocas palabras el
objeto común de todos esos productos del espíritu. Mi tarea es consumir esta
inmensa materia… Compulso; hojeo… ¿Qué es lo que encuentro? El azar me ofrece
primero una página de Geometría pura, otra que es de la jurisdicción de la Morfología
biológica. He aquí un gran número de libros de Historia. Y ni la Anatomía, ni
la Fisiología, ni la Cristalografía, ni la Acústica faltan en la colección;
ésta con un capítulo, aquélla con un párrafo, casi no hay ciencia que no pague
tributo.
¡Y
todavía estoy muy lejos de la verdad!… Abordo el infinito innumerable de las
técnicas. De la talla de las piedras a la gimnástica de las bailarinas, de los
secretos de la vidriera al misterio de los barnices de los violines, de los
cánones de la fuga a la fundición de la cera perdida, de la dicción de los
versos a la pintura al encauste, al corte de los trajes, a la marquetería, al
trazado de los jardines, ¡qué de tratados, de álbumes, de tesis, de trabajos de
toda dimensión, de toda edad, de todo formato!… La enumeración cartesiana se
hace irrisoria ante esta prodigiosa diversidad en la que la habilidad manual avecinda con la sección aúrea. Parece no haber límites a
esta proliferación de investigaciones, de procedimientos, de contribuciones,
que sin embargo tienen, todos, alguna relación con el objeto que pienso, y del
que pido la idea clara. Medio desalentado abandono la explicación de la
cantidad de las técnicas… ¿Qué me queda por consultar? Dos montones de desigual
importancia: uno me parece formado por obras en las que la moral interpreta un
gran papel. Entreveo que se trata de las relaciones intermitentes del Arte y
del Bien, y me aparto de inmediato de esa pila, atraído como estoy por un bien
más importante. Algo me dice que mi última esperanza de fraguar en unas
palabras alguna definición de la Estética se encuentra en éste…
Vuelvo
en mí y ataco ese lote reservado, que es una pirámide de producciones
metafísicas.
Ahí
es, Señores, donde creo que encontraré el germen y la primera palabra de su
ciencia. Todas sus investigaciones, en tanto que pueden agruparse, se refieren
a un acto inicial de la curiosidad filosófica. La Estética nació un día de una
observación y de un apetito de filósofo. Sin duda este acontecimiento no fue
del todo accidental. Era casi inevitable que en su empresa de ataque general de
las cosas y de transformación sistemática de todo aquello que sucede en el
espíritu, el filósofo, procediendo de pregunta en respuesta, esforzándose por
asimilar y reducir a un tipo de expresión coherente que está en él la variedad
del conocimiento, encontrara ciertas cuestiones que no se alineaban ni entre
las de la Inteligencia pura, ni en la esfera de la simple sensibilidad, ni
tampoco en los campos de la acción ordinaria de los hombres; pero que provienen
de esas modas diversas y las combinan tan estrechamente que hubo que
considerarlas aparte de todos los otros temas de estudio, atribuirles un valor
y una significación irreductibles, buscarles un destino, encontrarles una
justificación ante la razón, un fin como una necesidad, en el plan de un buen
sistema del mundo.
La
Estética así decretada, primeramente y durante mucho tiempo, se desarrolló in abstracto en el espacio del
pensamiento puro, y fue construida en hiladas, a partir de los materiales
brutos del lenguaje común, por el curioso e industrioso animal dialéctico que
los disgrega lo mejor que puede, aísla los elementos que cree simples,
emparejando y contrastando los inteligibles, y se desvive para edificar la
morada de la vida especulativa.
En
la base de los problemas que había tomado por suyos, la naciente Estética
consideraba una cierta clase de placer.
El
placer, como el dolor (a los que no aproximo, entre sí si no es para adaptarme
a la costumbre retórica, pero cuyas relaciones, si existen, deben ser bastante más sutiles que la de «hacer
pareja») son elementos siempre bastante molestos en una construcción
intelectual. De todos modos son indefinibles, inconmensurables, incomparables.
Ofrecen el carácter mismo de esta confusión, o de esta dependencia recíproca
del observador y de la cosa observada, que está a punto de convertirse en la
desesperación de la física teórica.
No
obstante el placer de especie común, el hecho puramente sensorial, había
recibido con bastante facilidad un papel funcional honorable y limitado: se le
había asignado una función generalmente útil en el mecanismo de la conservación
del individuo, y de toda confianza en el de la propagación de la raza; y no
contradigo. En resumen, el fenómeno Placer
estaba salvado a los ojos de la razón,
por argumentos de finalidad bastante sólidos, antaño…
Pero
hay placer y placer. Todo placer no se deja reconducir tan fácilmente a un
lugar bien determinado en un buen orden de las cosas. Los hay que no sirven
para nada en la economía de la vida y que, por otra parte, no pueden ser
mirados como simples aberraciones de una facultad de sentirse necesario al ser
viviente. Ni la utilidad ni el abuso los explican. Eso no es todo. Esa clase de
placer es indivisible de desarrollos que exceden el ámbito de la sensibilidad,
y la vinculan siempre a la producción de modificaciones afectivas, de aquellas
que se prolongan y se enriquecen en las vías del intelecto y que conducen en
ocasiones a emprender acciones exteriores sobre la materia, sobre el sentido o
sobre el espíritu de otro, exigiendo el ejercicio combinado de todas las
potencias humanas.
Ese
es el punto. Un placer que se ahonda a veces hasta comunicar una ilusión de
comprensión íntima del objeto que la causa; un placer que excita la
inteligencia, la desafía, y le hace amar su derrota; aún más, un placer que
puede exacerbar la extraña necesidad de producir, o de reproducir la cosa, el
acontecimiento o el objeto o el estado, al que parece vinculado, y que se
convierte con ello en una fuente de actividad sin término cierto, capaz de imponer una disciplina, un celo,
tormentos a toda una vida, y de llenarla, si no desbordarla, propone al
pensamiento un enigma singularmente especioso que no podía escapar al deseo y
al abrazo de la hidra metafísica. Nada más digno de la voluntad de poder del
Filósofo que este orden de hechos en el que encontraba el sentir, el coger, el querer y el hacer enlazados por una relación esencial, que acusaba una
reciprocidad notable entre esos términos, y se oponía al esfuerzo escolástico,
si no cartesiano, de división de la dificultad. La alianza de una forma, de una
materia, de un pensamiento, de una acción y de una pasión; la ausencia de un
fin determinado y de ningún acabamiento que pueda expresarse en nociones
finitas; un deseo y su recompensa regenerándose el uno por el otro; ese deseo
convirtiéndose en creador y por ello, causa de sí; y apartándose a veces de
toda creación particular y de toda satisfacción última, para revelarse deseo de
crear por crear, todo ello animó el
espíritu de metafísica: aplicó la misma atención que aplica a todos los demás
problemas que acostumbra a forjarse para ejercer su función de reconstructor
del conocimiento en forma universal.
Pero
un espíritu que aspira a ese grado sublime, donde espera establecerse en estado
de supremacía, da forma al mundo que sólo cree representar. Es demasiado
poderoso para no ver lo que se ve. Se le induce a apartarse insensiblemente de
su modelo del que rechaza el verdadero rostro, que le propone solamente el
caos, el desorden instantáneo de las cosas observables: se siente tentado a
descuidar las singularidades e irregularidades que se expresan penosamente y
que atormentan la uniformidad distributiva de los métodos. Analiza lógicamente
lo que se dice. Aplica la cuestión y extrae, del adversario mismo, lo que éste
no sospechaba que pensaba. Le muestra una invisible sustancia bajo lo visible, que es accidente; le cambia lo real en apariencia;
se complace creando los nombres que faltan al lenguaje para satisfacer los
equilibrios formales de las proposiciones: si falta algún sujeto, lo hace engendrar por un atributo; si la contradicción amenaza, la distinción se desliza en
el juego, y salva la partida…
Y
todo marcha bien —hasta un cierto punto.
Así,
ante el misterio del placer del que hablo, el Filósofo justamente preocupado
por encontrarle un lugar categórico, un sentido universal, una función
inteligible; seducido, pero intrigado, por la combinación de voluptuosidad, de
fecundidad, y de una energía bastante comparable a la que se desprende del
amor, que estaba descubriendo; no pudiendo separar en ese nuevo objeto de su
mirada la necesidad de lo arbitrario, la contemplación de la acción, ni la
materia del espíritu, no dejó sin embargo de querer reducir con sus medios
ordinarios de agotamiento y de división progresiva, a ese monstruo de la Fábula
Intelectual, esfinge o grifón, sirena o centauro, en quien la sensación, la
acción, el sueño, el instinto, las reflexiones, el ritmo y la desmesura se
componen tan íntimamente como los elementos químicos en los cuerpos vivientes;
que en ocasiones nos es ofrecido por la naturaleza, pero como al azar, y otras
veces está formado, al precio de inmensos esfuerzos del hombre, que de hecho lo
produce con todo lo que puede gastar de espíritu, de tiempo, de obstinación y,
en suma, de vida.
La
Dialéctica, persiguiendo apasionadamente esa presa maravillosa, la acosó, la
acorraló, la acució en el bosque de las Nociones Puras.
Allí
es donde capturó la Idea de lo Bello.
Pero
la caza dialéctica es una caza mágica. Al bosque encantado del Lenguaje, los
poetas van expresamente a perderse, a embriagarse de extravío, buscando las
encrucijadas de significado, los ecos imprevistos, los encuentros extraños, no
temen ni los rodeos, ni las sorpresas, ni las tinieblas. Pero el montero que se
excita yendo a la caza de la «verdad», siguiendo una vía única y continua, en
la que cada elemento sea el único que debe tomar para no perder ni la pista, ni
la victoria del camino recorrido, se expone a no capturar por último más que su
sombra. Gigantesca, en ocasiones; pero sombra al fin y al cabo.
Sin
duda la aplicación del análisis dialéctico a problemas que no se encierran en
un campo bien determinado, que no se expresan en términos exactos, fatalmente
habían de producir «verdades» interiores al recinto convencional de una
doctrina, y bellas realidades insumisas habían de venir siempre a perturbar la
soberanía del Bello Ideal y la serenidad de su definición.
No
digo que el descubrimiento de la Idea de
lo Bello no haya sido un acontecimiento extraordinario y que no haya
engendrado consecuencias positivas de importancia considerable. Toda la
historia del Arte occidental pone de manifiesto todo lo que se le debió,
durante más de veinte siglos, en materia de estilos y de obras de primer orden.
El pensamiento abstracto se ha mostrado en este caso no menos fecundo de lo que
lo fue en la edificación de la ciencia. Pero, con todo, esta idea llevaba en sí
el vicio original e inevitable al que acabo de hacer alusión.
Pureza,
generalidad, rigor, lógica eran en esta disciplina virtudes generadoras de
paradojas, y ésta es la más admirable: ¡la Estética de los metafísicos exigía
que se separase lo Bello de las cosas bellas!…
Ahora
bien, si es cierto que no existe la ciencia de lo particular, no hay acción ni
producción que no sea, por el contrario, esencialmente particular, y no hay
sensación que subsista en lo universal. Lo real rechaza el orden y la unidad
que el pensamiento quiere infligirle. La unidad de la naturaleza sólo aparece
en los sistemas de signos expresamente hechos para este fin, y el universo no
es más que una invención más o menos cómoda.
El
placer, por último, no existe más que en el instante, nada más individual, más
incierto, más incomunicable. Los juicios que hacemos no permiten ningún
razonamiento, pues lejos de analizar su sujeto, por el contrario, y en verdad,
añaden un atributo de indeterminación:
decir de un objeto que es bello es
darle valor de enigma.
Pero
ya ni siquiera habrá ocasión de hablar de un bello objeto, puesto que hemos
aislado lo Bello de las cosas bellas. No sé si se ha observado
lo bastante esta sorprendente consecuencia: que la deducción de una Estética
Metafísica, que tiende a sustituir un conocimiento intelectual por el efecto
inmediato y singular de los fenómenos y por su resonancia específica, tiende a
dispensarnos de la experiencia de lo Bello, en tanto que se encuentra en el
mundo sensible. Una vez alcanzada la esencia de la belleza, escritas sus
fórmulas generales, consumidos la naturaleza junto con el arte, superados,
sustituidos por la posesión del principio y por la certidumbre de sus
desarrollos, todas las obras y todos los aspectos que nos encantaban pueden
desaparecer, o sólo servir de ejemplos, de medios didácticos, provisionalmente
exhibidos.
Esta
consecuencia no está reconocida —no lo dudo—, tampoco es confesable. Ninguno de
los didácticos de la Estética aceptará no necesitar de sus ojos y de sus oídos
más allá de las ocasiones de la vida práctica. Y aún más, ninguno de ellos
pretenderá que podría, gracias a sus fórmulas, entretenerse en ejecutar —o al
menos en definir con toda precisión— incontestables obras maestras, sin poner
de sí mismos otra cosa que la aplicación de su espíritu a una especie de
cálculo.
Por
lo demás, no todo es imaginario en esta suposición. Sabemos que algún sueño de
ese género ha atormentado a más de una cabeza, y no de las menos poderosas; y
sabemos, por otra parte, cómo la crítica, antaño, sentando preceptos
infalibles, ha usado y abusado, en la estimación de las obras, de la autoridad
que consideraba tener de sus principios. Y es que no existe tentación más
grande que la de decidir soberanamente en materias inciertas.
La
simple proposición de una «Ciencia de lo Bello» debía ser fatalmente invalidada
por la diversidad de las bellezas producidas en el mundo y en la duración.
Tratándose de placer no hay más que cuestiones de hecho. Los individuos gozan
como pueden y de lo que pueden; y la malicia de la sensibilidad es infinita.
Los consejos más fundados fracasan por ella, aun cuando sean el fruto de las
observaciones más sagaces y de los razonamientos más sutiles.
¿Hay
algo más justo, por ejemplo, y más satisfactorio para el espíritu que la famosa
regla de las unidades, tan conforme a las exigencias de la atención y tan
favorable a la solidez, a la densidad de la acción dramática?
Pero
un Shakespeare, entre otros, lo ignora y triunfa. Aquí me permitiría, de paso,
manifestar una idea que me viene y que doy, como me viene, en el estado frágil
de fantasía: Shakespeare, tan libre en el teatro, ha compuesto, por otra parte,
ilustres sonetos, conforme a todas las reglas y visiblemente cuidados; ¿quién
sabe si ese gran hombre no concedía mucho más valor a esos estudiados poemas
que a las tragedias y a las comedias que improvisaba y modificaba en el mismo
escenario, y para un público casual?
Pero
el desprecio o el abandono que acabaron por extenuar la Regla de los Antiguos,
no significa que los preceptos que la componen estén desprovistos de valor,
sólo que se les atribuía un valor que era únicamente imaginario, el de las
condiciones absolutas del efecto más
deseable de una obra. Entiendo por «efecto más deseable» (es una definición
de circunstancia) el que produciría una obra de la que la impresión inmediata
que se recibe, el choque inicial, y el juicio que se hace con tranquilidad, la
reflexión, el examen de su estructura y de su forma, se opusieran lo menos
posible entre ellos. En la que, por el contrario, concordasen, confirmando el
análisis y el estudio la satisfacción del primer contacto.
A
muchas obras les sucede (y es también el objeto restringido de ciertas artes)
que no pueden dar otra cosa que los efectos de primera intención. Si nos
detenemos en ellos, encontramos que sólo existen al precio de alguna
inconsecuencia, o de alguna imposibilidad o de algún prestigio, que pondrían en
peligro una mirada prolongada, preguntas indiscretas o una curiosidad excesiva.
Hay monumentos de arquitectura que proceden exclusivamente del deseo de
levantar un decorado impresionante que sea visto desde un punto elegido, y esta
tentación conduce con frecuencia al constructor a sacrificar determinadas
cualidades, cuya ausencia y carencia aparecen si uno se aparta un poco del
lugar favorable previsto. El público confunde demasiado a menudo el arte
restringido del decorado, en el que las condiciones se establecen con relación
a un lugar bien definido y limitado, y requieren una perspectiva única y una
determinada iluminación, con el arte completo en el que la estructura, las
relaciones, hechas sensibles, de la materia, de las formas y de las fuerzas son
dominantes, reconocibles desde todos los puntos de vista del espacio, e
introducen, de alguna manera, como una presencia del sentimiento de la masa, de
la potencia estática, del esfuerzo y de los antagonismos musculares que nos
identifican con el edificio por una cierta consciencia de todo nuestro cuerpo.
Pido
disculpas por esta digresión. Vuelvo a esa Estética de la que decía que ha
recibido de los hechos casi tantos desmentidos como ocasiones en las que ha
creído poder dominar el gusto, juzgar definitivamente el mérito de las obras,
imponerse a los artistas y al público, y obligar a la gente a amar lo que no
amaban y aborrecer lo que amaban.
Pero
únicamente echó por tierra su pretensión. Era mejor que su sueño. Su error, a
mi entender, sólo se refería a ella misma y a su verdadera naturaleza, a su
verdadero valor y a su función. Se creía universal, por el contrario, era
maravillosamente ella misma, es decir, original. ¿Hay algo más original que
oponerse a la mayoría de las tendencias, de los gustos y de las producciones
existentes o posibles, que condenar la India y China, lo «gótico» y también lo
morisco, y repudiar casi toda la riqueza del mundo por requerir y producir otra cosa: un objeto sensible de deleite
que estuviera en un acuerdo perfecto con los recovecos y los juicios de la
razón, y una armonía del instante con aquello que descubre con tiempo la
duración?
En
la época (que no ha prescrito) en la que surgieron grandes debates entre los
poetas, unos defendiendo los versos llamados «libres», otros los versos de la
tradición, que están sometidos a diversas reglas convencionales, me decía en
ocasiones que la pretendida audacia de los unos, la pretendida servidumbre de
los otros, no eran más que una cuestión de pura cronología, y que si hasta
entonces sólo hubiera existido la libertad prosódica, y hubiéramos visto a
algunas cabezas absurdas inventar de repente la rima y el alejandrino con
cesura, hubiéramos gritado con locura o con la intención de mistificar al lector…
Es bastante fácil, en las artes, concebir la permutación de los antiguos y los
modernos, considerar a Racine como llegado un siglo después de Víctor Hugo…
Nuestra
Estética rigurosamente pura me parece por lo tanto una invención que se ignora
en tanto que tal, y se ha tomado por deducción invencible de algunos principios
evidentes. Boileau creía dejarse guiar por la razón: era insensible a toda la
extravagancia y particularidad de los preceptos. ¿Hay algo más caprichoso que
la proscripción del hiato? ¿Algo más sutil que la justificación de las ventajas
de la rima?
Observemos
que no hay nada más natural y puede que más inevitable que tomar lo que parece
simple, evidente y general por otra cosa que el resultado local de una
reflexión personal. Todo lo que se cree universal es un efecto particular. Todo
universo que formamos, responde a un punto único, y nos encierra.
Pero,
lejos de quitar importancia a la Estética razonada, le reservo, por el
contrario, un papel positivo y de la mayor importancia real. Una Estética
emanada de la reflexión y de una voluntad continua de la comprensión de los
fines del arte, que lleve su pretensión hasta prohibir ciertos medios o a
prescribir condiciones para el goce lo mismo que para la producción de las
obras, puede rendir y ha rendido, de hecho, inmensos servicios a determinado
artista o a determinada familia de artistas, a título de participación, de
formulario de un cierto arte (y no de todo arte). Da las leyes bajo las cuales
es posible alinear las numerosas convenciones y de las cuales pueden derivarse
las decisiones de detalle que una obra reúne y coordina. Tales fórmulas pueden,
además, tener en ciertos casos virtud creadora, sugerir muchas ideas que nunca
se hubieran tenido sin ellas. La restricción es inventiva al menos tantas veces
como la superabundancia de las libertades puede serlo. No llegaré a decir con
Joseph de Maistre que todo lo que incomoda al hombre le fortifica. Tal vez De
Maistre no pensaba que hay zapatos demasiado estrechos. Pero, tratándose de las
artes, me respondería, sin duda bastante bien, que los zapatos demasiado
estrechos nos harían inventar nuevas danzas.
Se
puede observar que considero lo que llamamos el Arte clásico, que es el Arte
armonizado con la Idea de lo Bello, como una singularidad y no como la forma de
Arte más general y más pura. No digo que no sea ese mi sentimiento personal,
pero no doy a esta preferencia otro valor que el de ser mía.
El
término idea previa que he utilizado
significa, en mi pensamiento, que los preceptos elaborados por el teórico, el
trabajo de análisis conceptual que ha realizado para pasar del desorden de los
juicios al orden, del hecho al derecho, de lo relativo a lo absoluto, y de
establecerse en una posesión dogmática, en lo más elevado de la consciencia de
lo Bello, se convierten en utilizables en la práctica del Arte, a título de
convención elegida entre otras igualmente posibles, por un acto no obligatorio,
y no bajo la presión de una necesidad intelectual ineluctable, a la que no
podemos sustraernos una vez que hemos comprendido de qué se trataba.
Pues
lo que obliga a la razón sólo a ella obliga.
La
razón es una diosa que creemos que vigila, pero que más bien duerme en alguna
gruta de nuestro espíritu: algunas veces se nos aparece aconsejándonos calcular
las diversas probabilidades de las consecuencias de nuestros actos. Nos
sugiere, de vez en cuando (pues la ley de esas apariciones de la razón a
nuestra consciencia es del todo irracional), simular una perfecta igualdad de
nuestros juicios, una distribución de previsión exenta de preferencias
secretas, un buen equilibrio de argumentos; y todo esto nos exige lo que más
repugna a nuestra naturaleza: nuestra
ausencia. Esta augusta Razón querría que intentáramos identificarnos con lo
real con el fin de dominarlo, imperare
imperando, pero somos reales nosotros mismos (o nada lo es), y lo somos
especialmente cuando actuamos, lo que exige una tendencia, es decir, una
desigualdad, es decir, una especie de injusticia, cuyo principio, casi
invencible, es nuestra persona, que es singular y diferente de todas las demás,
lo que es contrario a la razón. La razón ignora o asimila a las personas, que,
en ocasiones, le pagan con la misma moneda. Se ocupa solamente de tipos y de
comparaciones sistemáticas, de jerarquías ideales de valores, de enumeración de
hipótesis simétricas, y todo ello, cuya formación la define, sucede en el
pensamiento, y no en otra parte.
Pero
el trabajo del artista, incluso en el espacio exclusivamente mental de ese
trabajo, no puede reducirse a operaciones de pensamiento directriz. Por una
parte, la materia, los medios, el momento mismo, y una multitud de accidentes
(los cuales caracterizan lo real, al menos para el no filósofo) introducen en
la fabricación de la obra una cantidad de condiciones que, no solamente tienen
importancia en lo imprevisto y en lo indeterminado en el drama de la creación,
sino que concurren a hacerla racionalmente inconcebible, pues la inscriben en
el dominio de las cosas, donde se hace cosa;
y de pensable pasa a ser sensible.
Por
otra parte, quiéralo o no, el artista no puede en absoluto distanciarse del
sentimiento de lo arbitrario. Procede de lo arbitrario hacia una cierta
necesidad, y de un cierto desorden hacia un cierto orden; y no puede prescindir
de la sensación constante de esa arbitrariedad y de ese desorden, que se oponen
a lo que nace bajo sus manos y que se le aparece como necesario y ordenado. Es
ese contraste el que le hace sentir que crea, puesto que no puede deducir lo
que le llega de lo que tiene.
Su
necesidad es por ello muy diferente de la del lógico. Está toda en el instante
mismo de ese contraste, y obtiene su fuerza de las propiedades de ese instante
de resolución, que se tratará de recuperar a continuación, o de transponer o de
prolongar, secundum artem.
La
necesidad del lógico proviene de una cierta imposibilidad de pensar, que no
permite la contradicción: tiene por fundamento la conservación rigurosa de las
convenciones de notación —definiciones
y postulados—. Pero esto excluye del dominio dialéctico todo aquello que es
indefinible o mal definible, todo aquello que no es esencialmente lenguaje, ni reductible a expresiones
mediante el lenguaje. No existe contradicción sin dicción, es decir, fuera del
discurso. El discurso es por consiguiente un fin para el metafísico, y no
es más que un medio para el hombre que aspira a los actos. El metafísico,
habiéndose preocupado en primer lugar de lo Verdadero,
en lo cual ha puesto todas sus complacencias y al cual reconoce por su ausencia
de contradicciones, cuando luego descubre la Idea de lo Bello, cuya naturaleza y consecuencias quiere
desarrollar, no puede dejar de recordar la búsqueda de su Verdad; y he aquí que persigue bajo el nombre de lo Bello, algo Verdadero de segunda especie: inventa, sin percatarse, una Verdad de lo Bello; y de ese modo, como
ya he dicho, separa lo Bello de los
momentos y de las cosas, entre ellos los bellos momentos y las bellas cosas…
Cuando
vuelve a las obras de arte, se siente tentado a juzgarlas según principios,
pues su espíritu está domesticado para buscar la conformidad. Ante todo tiene
que traducir su impresión en palabras, y enjuiciará con palabras, especulará
sobre la unidad, la variedad y otros conceptos. Plantea la existencia de una
Verdad en el orden del placer, conocible y reconocible por toda persona:
decreta la igualdad de los hombres ante el placer, dictamina que hay verdaderos
placeres y falsos placeres, y que pueden formarse jueces para decidir el
derecho con toda infalibilidad.
No
exagero. No cabe duda que la firme creencia en la posibilidad de resolver el
problema de la subjetividad de los juicios en materia de arte y de gustos, haya
estado más o menos establecida en el pensamiento de todos aquellos que han
soñado, intentado o llevado a cabo la edificación de una Estética dogmática.
Reconozcamos, Señores, que ninguno de nosotros escapa a esa tentación, y se
desliza lo bastante a menudo de lo singular a lo universal, fascinado por las
promesas del demonio dialéctico. Ese seductor nos hace desear que todo se
reduzca y se acabe en términos categóricos, y que el Verbo se encuentre en el fin dé todas las cosas. Pero hay que
responderle con esta simple observación: que la acción misma de lo Bello sobre
alguien consiste en dejarle mudo.
Mudo, primero. Pero pronto observaremos esta extraordinaria
consecuencia del efecto producido: si, sin la menor intención de juzgar,
intentamos describir nuestras impresiones inmediatas del acontecimiento de
nuestra sensibilidad que acaba de afectarnos, esta descripción exige de
nosotros el empleo de la contradicción. El fenómeno nos obliga a estas
expresiones escandalosas: la necesidad de
lo arbitrario, la necesidad por lo arbitrario.
Situémonos
entonces en el estado preciso: aquel al que nos transporta una obra que sea de
aquellas que nos obligan a desearlas tanto más cuanto más las poseemos (no
tenemos más que consultar nuestra memoria para encontrar, eso espero, un modelo
de semejante estado). Nos encontraremos entonces una curiosa mezcla, o mejor,
una curiosa alternancia de sentimientos nacientes, de los que creo que la
presencia y el contraste son característicos.
Sentimos,
por una parte, que la fuente o el objeto de nuestra voluntad nos viene tan bien
que no podemos concebirla diferente. Incluso en ciertos casos de supremo
contento comprobamos que nos transformamos, de una manera profunda, para
convertimos en aquel cuya sensibilidad general es capaz de tal extremo o
plenitud de delicia.
Pero
no notamos menos, ni menos fuertemente, y como por otro sentido, que el
fenómeno que causa y desarrolla en nosotros ese estado, y que nos inflige su
potencia indivisible, habría podido no
ser, e incluso, hubiera debido no ser,
y se clasifica en lo improbable. Mientras que nuestro goce o nuestra alegría es
fuerte como un hecho, la existencia y la formación del medio, del instrumento
generador de nuestra sensación, nos parecen accidentales:
esta existencia nos parece el efecto de un azar muy afortunado, de una suerte,
de un don gratuito de la Fortuna. Es en aquello en que, observémoslo, se
descubre una analogía particular entre el efecto de una obra de arte y el de un
aspecto de la naturaleza, debido a algún accidente geológico, a una combinación
pasajera de luz y de vapor de agua en el cielo, etc.
A
veces, no podemos imaginar que un hombre como nosotros sea el autor de un bien
tan extraordinario, y la gloria que le concedemos es la expresión de esta
impotencia.
Ahora
bien, ese sentimiento contradictorio existe en el grado más elevado en el
artista: es una condición de toda obra. El artista vive en la intimidad de su arbitrariedad y en la espera de su necesidad. La pide en todo instante;
la obtiene en las circunstancias más imprevistas, las más insignificantes, y no
hay ninguna proporción, ninguna uniformidad de relación entre la grandeza del
efecto y la importancia de la causa. Espera una respuesta absolutamente precisa (puesto que debe engendrar un acto de
ejecución) a una pregunta esencialmente
incompleta: desea el efecto que producirá en él aquello que de él puede
nacer. En ocasiones el don precede a la petición, y sorprende a un hombre que
se encuentra colmado, sin preparación. Ese caso de gracia repentina es el que
manifiesta más fuertemente el contraste del que acabamos de hablar entre las
dos sensaciones que acompañan a un mismo fenómeno; lo que nos parece haber podido no ser se impone a nosotros
con la misma potencia de lo que no podía
no ser, y que debía ser lo que es.
Les
confieso, Señores, que nunca he podido adelantar más en mis reflexiones sobre
estos problemas, a menos de arriesgarme más allá de las observaciones que podía
hacer sobre mí. Si me he extendido sobre la naturaleza de la Estética
propiamente filosófica, es porque nos ofrece el tipo mismo de un desarrollo
abstracto aplicado o infligido a una diversidad infinita de impresiones
concretas y complejas. De ello se deduce que no habla de aquello que cree
hablar y de lo que, además, no está demostrado que se pueda hablar. En todo caso fue
incontestablemente creadora. Trátese de las reglas del teatro, de las de la
poesía, de los cánones de la arquitectura o de la sección áurea, la voluntad de
configurar una Ciencia del arte, o al menos de instituir los métodos, y, de
alguna manera, organizar un terreno conquistado, o que creemos definitivamente
conquistado, ha seducido a los más grandes filósofos. Es por lo que antaño me
sucedió el confundir esas dos razas, y tal desvío no ha dejado de valerme
algunos reproches bastante severos. He creído ver en Leonardo un pensador, en
Spinoza, un estilo de poeta o arquitecto. Sin duda me he equivocado. Sin
embargo me parecía que la forma de expresión exterior de un ser fue a veces
menos importante que la naturaleza de su deseo y el modo de encadenamiento de
sus pensamientos.
Sea
como fuere, no tengo necesidad de añadir que no he encontrado la definición que
buscaba. No odio ese resultado negativo. Si hubiera encontrado esa buena
definición, podría haberme sentido tentado a negar la existencia de un objeto
que le corresponde, y pretender que la Estética no existe. Pero lo que es
indefinible no es necesariamente negable. Nadie, que yo sepa, se ha
vanagloriado de definir las Matemáticas, y nadie duda de su existencia. Algunos
han intentado definir la vida; pero el éxito de su esfuerzo fue siempre
bastante vano: la vida no lo es menos.
La
Estética existe; e incluso hay estetas. Voy, para terminar, a proponerles
algunas ideas o sugestiones, que tendrán a bien considerarlas como las de un
ignorante o de un ingenuo, o una acertada combinación de ambos.
Vuelvo
al montón de libros, de tratados o de memorias que he considerado y explorado
hace poco, y en el que he encontrado la diversidad que ya saben. ¿No podríamos
clasificarlos como voy a decir?
Formaré
un primer grupo que bautizaré: Estésica,
y pondré todo lo que se relaciona con el estudio de las sensaciones; pero más
particularmente se colocarían los trabajos que tienen por objeto las
excitaciones y las reacciones sensibles que
no tienen un papel fisiológico uniforme y bien definido. Estas son, en
efecto, las modificaciones sensoriales de las que el ser viviente puede
prescindir, y de las que el conjunto (que contiene, a título de rarezas, las
sensaciones indispensables o utilizables) es nuestro tesoro. En él reside
nuestra riqueza. Todo el lujo de nuestras artes ha bebido de sus recursos
infinitos.
Otro
montón reuniría todo lo que concierne a la producción de las obras; y una idea
general de la acción humana completa,
desde sus raíces psíquicas y fisiológicas, hasta sus empresas sobre la materia
o sobre los individuos, permitiría subdividir ese segundo grupo, que
denominaría Poética, o mejor Poiética.
En una parte el estudio de la invención y de la composición, el papel del azar,
el de la reflexión, el de la imitación; el de la cultura y del medio; en otra
parte, el examen y el análisis de las técnicas, procedimientos, instrumentos,
materiales, medios y agentes de acción.
Esta
clasificación es bastante burda. Es también insuficiente. Hace falta al menos
un tercer montón en el que se acumularían las obras que tratan de los problemas
en los que mi Estésica y mi Poiética se enredan.
Pero
esta observación que me hago me hace temer que mi propósito sea ilusorio, y
sospecho que cada una de las comunicaciones que se van a producir aquí
demostrará su inanidad.
¿Qué
me queda entonces de haber ensayado durante unos instantes el pensamiento
estético, y puedo yo, a falta de una idea clara y resolutoria, al menos
resumirme la multiplicidad de mis tanteos?
Ese
examen retrospectivo sobre mis reflexiones sólo me aporta proposiciones
negativas, notable resultado en suma. ¿No hay números que el análisis sólo define
por negaciones?
Esto
es lo que me digo:
Existe
una forma de placer que no se explica; que no se circunscribe; que no se
acantona ni en el órgano del sentido en el que nace, ni siquiera en el dominio
de la sensibilidad; que difiere de naturaleza, de intensidad, de importancia y
de consecuencia, según las personas, las circunstancias, las épocas, la
cultura, la edad y el medio; que excita a acciones sin causa universalmente
válida, y ordenadas para fines inciertos, a individuos distribuidos como al
azar en el conjunto de un pueblo; y esas acciones engendran productos de orden
diverso cuyo valor de uso y valor de cambio dependen muy poco de lo que son.
Finalmente, última negativa: todo el trabajo que nos hemos tomado para definir,
regularizar, reglamentar, medir, estabilizar o asegurar ese placer y su
producción ha sido vano e infructuoso hasta el momento; pero como es necesario
que todo, en ese campo, sea imposible de circunscribir, han sido vanas sólo
imperfectamente, y su fracaso no ha dejado de ser en ocasiones curiosamente
creador y fecundo…
No
oso decir que la Estética es el estudio de un sistema de negaciones, si bien
hay alguna brizna de verdad en ello. Si cogemos los problemas de frente, como
en un cuerpo a cuerpo, problemas que son el del goce y el de la potencia para
producir el goce, las soluciones positivas, e incluso los simples enunciados,
nos desafían.
Deseo,
por el contrario, expresar un pensamiento muy distinto. Veo en sus
investigaciones un porvenir maravillosamente vasto y luminoso.
Considérenlo:
todas las ciencias más desarrolladas invocan o reclaman hoy, incluso en su
técnica, la ayuda o la cooperación de consideraciones o de conocimientos cuyo
estudio exacto les pertenece a ustedes. Los matemáticos sólo hablan de la
belleza de estructura de sus razonamientos y de sus demostraciones. Sus
descubrimientos se desarrollan mediante la percepción de analogía de formas. Al
término de una conferencia dada en el Instituto Poincaré, el Sr. Einstein dijo
que para acabar su construcción ideal de símbolos, se había visto obligado a
«introducir algunos puntos de vista de arquitectura»…
La
Física, por otra parte, se encuentra en la actualidad en la crisis de la
imaginería inmemorial que, desde siempre, le ofrecía la materia y el movimiento
bien claros; el lugar y el tiempo, bien discernibles y reparables en cualquier
escala; y disponía de las grandes facilidades que dan lo continuo y la
similitud. Pero sus poderes de acción han superado todas las previsiones, y
desbordan todos nuestros medios de representación figurada, invalidan incluso
nuestra venerables categorías. Con todo la Física tiene nuestras sensaciones y
nuestras percepciones por objeto fundamental. No obstante, las considera como
sustancia de un universo exterior sobre el que tenemos alguna acción, y repudia
o descuida aquellas de nuestras impresiones inmediatas a las que no puede hacer
corresponder una operación que permite reproducirlas en condiciones
«mensurables», es decir, vinculadas a la permanencia que atribuimos a los
cuerpos sólidos. Por ejemplo, el color es solamente una circunstancia accesoria
para el físico, únicamente retiene una indicación burda de frecuencia: en
cuanto a los efectos de contraste, a los complementarios, y otros fenómenos del
mismo orden, los aparta de sus caminos. Y se llega así a esta interesante
constatación: en tanto que para el pensamiento del físico la impresión
coloreada tiene el carácter de un accidente que se produce por tal valor o tal
otro de una sucesión creciente e indefinida de números, el ojo del mismo sabio
le ofrece un ejemplo restringido y cerrado de sensaciones que se corresponden
dos a dos, de tal modo que si una se da con cierta intensidad y cierta
duración, es inmediatamente seguida por la producción de la otra. Si alguien no
hubiera visto nunca el verde, le
bastaría mirar el rojo para
conocerlo.
Me
he preguntado a veces, pensando en las nuevas dificultades de la física, en
todas las creaciones bastante inciertas que se ve obligada a hacer y rehacer
todos los días, medio entidades, medio realidades, si, después de todo, la
retina no tendría, también ella, sus opiniones sobre los fotones y su teoría de
la luz, si los corpúsculos del tacto y las maravillosas propiedades de la fibra
muscular y de su inervación no serían interesados muy importantes en el gran
asunto de la fabricación del tiempo, del espacio y de la materia. La Física
debería volver al estudio de la sensación y de sus órganos.
¿Pero
no es todo esto Estésica? Y si
introdujéramos en la Estésica ciertas
desigualdades y ciertas relaciones, ¿no estaríamos muy próximos a nuestra
indefinible Estética?
Acabo
de invocar ante ustedes el fenómeno de los complementarios que nos muestra, de
la manera más simple y más fácil de observar, una auténtica creación. Un órgano
cansado por una sensación parece huirla al emitir una sensación simétrica.
Encontraríamos, igualmente, cantidad de producciones espontáneas, que se nos
ofrecen a título de complementos de un sistema de impresiones sentido como
insuficiente. No podemos ver una constelación en el cielo sin preveer de
inmediato el trazado que une a los astros, y no podemos oír sonidos bastante
próximos sin establecer una consecuencia y encontrarle un efecto en nuestros
aparatos musculares que sustituya la pluralidad de esos elementos distintos por
un proceso de generación más o menos complicado.
Se
encuentran allí otras tantas obras
elementales. Quizá el Arte esté hecho de la combinación de tales elementos. La necesidad de completar, de
responder, o por lo simétrico o por
lo semejante, la de llenar un tiempo vacío o un espacio desnudo, la de colmar
una laguna, una espera, o la de ocultar el presente desgraciado con imágenes
favorables, tantas manifestaciones de una potencia que, multiplicada por las
transformaciones que sabe operar el intelecto, armado de una multitud de
procedimientos y de medios tomados de la experiencia de la acción práctica, ha
podido elevarse a esas grandes obras de algunos individuos que alcanzan aquí y
allá el grado más alto de necesidad
que pueda obtener la naturaleza humana de la posesión de su arbitrariedad, como en respuesta a la
variedad misma y a la indeterminación de todo lo posible que hay en nosotros.
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