jueves, 27 de agosto de 2020

3 Discurso sobre la estética[3] PAUL VALÉRY.



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Discurso sobre la estética[3]

Señores,
Su Comité no teme la paradoja, puesto que ha decidido que hable aquí —como se colocaría una obertura de música fantástica al comienzo de una gran ópera— un simple aficionado muy azorado ante los representantes más eminentes de la Estética, delegados de todas las naciones.
Pero, quizá, este acto soberano, y ante todo bastante sorprendente, de sus organizadores, se explica por una consideración que les expongo, que permitiría transformar la paradoja de mi presencia parlante en este lugar, en el momento solemne de la apertura de los debates de este Congreso, en una medida de significado y de alcance bastante profundos.
Con frecuencia he pensado que en el desarrollo de toda ciencia constituida y ya bastante alejada de sus orígenes, podía ser en ocasiones útil, y casi siempre interesante, interpelar a un mortal entre los mortales, invocar a un hombre suficientemente profano en esta ciencia, y preguntarle si tiene alguna idea del objeto, de los medios, de los resultados, de las aplicaciones posibles de una disciplina, de la que admito que conoce el nombre. Lo que respondería no tendría por lo general ninguna importancia, pero garantizo que esas preguntas dirigidas a un individuo que sólo cuenta con su simplicidad y su buena fe, se reflejarían de algún modo en su ingenuidad y volverían a los sabios hombres que le preguntan para reavivar en ellos ciertas dificultades elementales o ciertas convenciones iniciales, de aquellas que se olvidan, y que se borran con tanta facilidad del espíritu, cuando se avanza en las delicadezas y en la fina estructura de una investigación apasionadamente perseguida e intensificada.
Una persona que le dijera a otra (con la cual represento una ciencia): ¿Qué hace? ¿Qué busca? ¿Qué quiere? ¿Dónde piensa llegar? En resumen, ¿quién es usted?, sin duda obligaría al espíritu interrogado a un fructuoso examen retrospectivo sobre sus intenciones primeras y sus fines últimos, sobre las raíces y el principio motor de su curiosidad, y por último, sobre la sustancia misma de su saber. Y esto puede no carecer de interés.
Si es ese, Señores, el papel de ingenuo al que el Comité me destina, me tranquilizo de inmediato, y sé lo que vengo a hacer: vengo a ignorar en voz alta.
Declaro en primer lugar que el solo nombre de la Estética siempre me ha realmente maravillado, y que sigue produciendo en mí un efecto de turbación, si no de intimidación. Hace vacilar mi espíritu entre la idea extrañamente seductora de una «Ciencia de lo Bello», que, por una parte, nos haría discernir sin duda alguna lo que hay que amar, lo que hay que odiar, lo que hay que aclarar, lo que hay que destruir; y que, por otra parte, nos enseñaría a producir, sin duda alguna, obras de arte de un incontestable valor; y enfrente de esa primera idea, la idea de una «Ciencia de las Sensaciones», no menos seductora, y tal vez aún más seductora que la primera. Si tuviera que elegir entre el destino de ser un hombre que sabe cómo y porqué una cosa es eso que llamamos «bella», y el de saber lo que es sentir, creo que elegiría la última, con la reserva mental de que este conocimiento, si fuera posible (y me temo que no sea ni tan siquiera concebible), me revelaría enseguida todos los secretos del arte.
Pero, en esta confusión, me ayuda el pensamiento de un método muy cartesiano (ya que hay que honrar y seguir a Descartes, este año) que, basándose en la observación pura, me dará una noción precisa e irreprochable de la Estética.
Me esforzaré por hacer una «enumeración muy completa» y una revisión de las más generales, como se aconseja en el Discurso. Me coloco (pero ya estoy colocado) fuera del recinto donde se elabora la Estética, y observo lo que sale. Me ocupo de tomar nota de los temas; intento clasificarlos, y consideraré que el número de mis observaciones basta para mi propósito cuando vea que ya no necesito formar una nueva clase. Entonces decretaré ante mí mismo que la Estética, en esa fecha, es el conjunto así reunido y ordenado. En verdad, ¿puede ser otra cosa o puedo yo hacer algo más seguro y sensato? Pero lo que es seguro y sensato no siempre es lo más conveniente ni lo más claro, y pienso que ahora debo, para construir una noción de la Estética que me sirva para algo, intentar resumir en pocas palabras el objeto común de todos esos productos del espíritu. Mi tarea es consumir esta inmensa materia… Compulso; hojeo… ¿Qué es lo que encuentro? El azar me ofrece primero una página de Geometría pura, otra que es de la jurisdicción de la Morfología biológica. He aquí un gran número de libros de Historia. Y ni la Anatomía, ni la Fisiología, ni la Cristalografía, ni la Acústica faltan en la colección; ésta con un capítulo, aquélla con un párrafo, casi no hay ciencia que no pague tributo.
¡Y todavía estoy muy lejos de la verdad!… Abordo el infinito innumerable de las técnicas. De la talla de las piedras a la gimnástica de las bailarinas, de los secretos de la vidriera al misterio de los barnices de los violines, de los cánones de la fuga a la fundición de la cera perdida, de la dicción de los versos a la pintura al encauste, al corte de los trajes, a la marquetería, al trazado de los jardines, ¡qué de tratados, de álbumes, de tesis, de trabajos de toda dimensión, de toda edad, de todo formato!… La enumeración cartesiana se hace irrisoria ante esta prodigiosa diversidad en la que la habilidad manual avecinda con la sección aúrea. Parece no haber límites a esta proliferación de investigaciones, de procedimientos, de contribuciones, que sin embargo tienen, todos, alguna relación con el objeto que pienso, y del que pido la idea clara. Medio desalentado abandono la explicación de la cantidad de las técnicas… ¿Qué me queda por consultar? Dos montones de desigual importancia: uno me parece formado por obras en las que la moral interpreta un gran papel. Entreveo que se trata de las relaciones intermitentes del Arte y del Bien, y me aparto de inmediato de esa pila, atraído como estoy por un bien más importante. Algo me dice que mi última esperanza de fraguar en unas palabras alguna definición de la Estética se encuentra en éste…
Vuelvo en mí y ataco ese lote reservado, que es una pirámide de producciones metafísicas.
Ahí es, Señores, donde creo que encontraré el germen y la primera palabra de su ciencia. Todas sus investigaciones, en tanto que pueden agruparse, se refieren a un acto inicial de la curiosidad filosófica. La Estética nació un día de una observación y de un apetito de filósofo. Sin duda este acontecimiento no fue del todo accidental. Era casi inevitable que en su empresa de ataque general de las cosas y de transformación sistemática de todo aquello que sucede en el espíritu, el filósofo, procediendo de pregunta en respuesta, esforzándose por asimilar y reducir a un tipo de expresión coherente que está en él la variedad del conocimiento, encontrara ciertas cuestiones que no se alineaban ni entre las de la Inteligencia pura, ni en la esfera de la simple sensibilidad, ni tampoco en los campos de la acción ordinaria de los hombres; pero que provienen de esas modas diversas y las combinan tan estrechamente que hubo que considerarlas aparte de todos los otros temas de estudio, atribuirles un valor y una significación irreductibles, buscarles un destino, encontrarles una justificación ante la razón, un fin como una necesidad, en el plan de un buen sistema del mundo.
La Estética así decretada, primeramente y durante mucho tiempo, se desarrolló in abstracto en el espacio del pensamiento puro, y fue construida en hiladas, a partir de los materiales brutos del lenguaje común, por el curioso e industrioso animal dialéctico que los disgrega lo mejor que puede, aísla los elementos que cree simples, emparejando y contrastando los inteligibles, y se desvive para edificar la morada de la vida especulativa.
En la base de los problemas que había tomado por suyos, la naciente Estética consideraba una cierta clase de placer.
El placer, como el dolor (a los que no aproximo, entre sí si no es para adaptarme a la costumbre retórica, pero cuyas relaciones, si existen, deben ser bastante más sutiles que la de «hacer pareja») son elementos siempre bastante molestos en una construcción intelectual. De todos modos son indefinibles, inconmensurables, incomparables. Ofrecen el carácter mismo de esta confusión, o de esta dependencia recíproca del observador y de la cosa observada, que está a punto de convertirse en la desesperación de la física teórica.
No obstante el placer de especie común, el hecho puramente sensorial, había recibido con bastante facilidad un papel funcional honorable y limitado: se le había asignado una función generalmente útil en el mecanismo de la conservación del individuo, y de toda confianza en el de la propagación de la raza; y no contradigo. En resumen, el fenómeno Placer estaba salvado a los ojos de la razón, por argumentos de finalidad bastante sólidos, antaño…
Pero hay placer y placer. Todo placer no se deja reconducir tan fácilmente a un lugar bien determinado en un buen orden de las cosas. Los hay que no sirven para nada en la economía de la vida y que, por otra parte, no pueden ser mirados como simples aberraciones de una facultad de sentirse necesario al ser viviente. Ni la utilidad ni el abuso los explican. Eso no es todo. Esa clase de placer es indivisible de desarrollos que exceden el ámbito de la sensibilidad, y la vinculan siempre a la producción de modificaciones afectivas, de aquellas que se prolongan y se enriquecen en las vías del intelecto y que conducen en ocasiones a emprender acciones exteriores sobre la materia, sobre el sentido o sobre el espíritu de otro, exigiendo el ejercicio combinado de todas las potencias humanas.
Ese es el punto. Un placer que se ahonda a veces hasta comunicar una ilusión de comprensión íntima del objeto que la causa; un placer que excita la inteligencia, la desafía, y le hace amar su derrota; aún más, un placer que puede exacerbar la extraña necesidad de producir, o de reproducir la cosa, el acontecimiento o el objeto o el estado, al que parece vinculado, y que se convierte con ello en una fuente de actividad sin término cierto, capaz de imponer una disciplina, un celo, tormentos a toda una vida, y de llenarla, si no desbordarla, propone al pensamiento un enigma singularmente especioso que no podía escapar al deseo y al abrazo de la hidra metafísica. Nada más digno de la voluntad de poder del Filósofo que este orden de hechos en el que encontraba el sentir, el coger, el querer y el hacer enlazados por una relación esencial, que acusaba una reciprocidad notable entre esos términos, y se oponía al esfuerzo escolástico, si no cartesiano, de división de la dificultad. La alianza de una forma, de una materia, de un pensamiento, de una acción y de una pasión; la ausencia de un fin determinado y de ningún acabamiento que pueda expresarse en nociones finitas; un deseo y su recompensa regenerándose el uno por el otro; ese deseo convirtiéndose en creador y por ello, causa de sí; y apartándose a veces de toda creación particular y de toda satisfacción última, para revelarse deseo de crear por crear, todo ello animó el espíritu de metafísica: aplicó la misma atención que aplica a todos los demás problemas que acostumbra a forjarse para ejercer su función de reconstructor del conocimiento en forma universal.
Pero un espíritu que aspira a ese grado sublime, donde espera establecerse en estado de supremacía, da forma al mundo que sólo cree representar. Es demasiado poderoso para no ver lo que se ve. Se le induce a apartarse insensiblemente de su modelo del que rechaza el verdadero rostro, que le propone solamente el caos, el desorden instantáneo de las cosas observables: se siente tentado a descuidar las singularidades e irregularidades que se expresan penosamente y que atormentan la uniformidad distributiva de los métodos. Analiza lógicamente lo que se dice. Aplica la cuestión y extrae, del adversario mismo, lo que éste no sospechaba que pensaba. Le muestra una invisible sustancia bajo lo visible, que es accidente; le cambia lo real en apariencia; se complace creando los nombres que faltan al lenguaje para satisfacer los equilibrios formales de las proposiciones: si falta algún sujeto, lo hace engendrar por un atributo; si la contradicción amenaza, la distinción se desliza en el juego, y salva la partida…
Y todo marcha bien —hasta un cierto punto.
Así, ante el misterio del placer del que hablo, el Filósofo justamente preocupado por encontrarle un lugar categórico, un sentido universal, una función inteligible; seducido, pero intrigado, por la combinación de voluptuosidad, de fecundidad, y de una energía bastante comparable a la que se desprende del amor, que estaba descubriendo; no pudiendo separar en ese nuevo objeto de su mirada la necesidad de lo arbitrario, la contemplación de la acción, ni la materia del espíritu, no dejó sin embargo de querer reducir con sus medios ordinarios de agotamiento y de división progresiva, a ese monstruo de la Fábula Intelectual, esfinge o grifón, sirena o centauro, en quien la sensación, la acción, el sueño, el instinto, las reflexiones, el ritmo y la desmesura se componen tan íntimamente como los elementos químicos en los cuerpos vivientes; que en ocasiones nos es ofrecido por la naturaleza, pero como al azar, y otras veces está formado, al precio de inmensos esfuerzos del hombre, que de hecho lo produce con todo lo que puede gastar de espíritu, de tiempo, de obstinación y, en suma, de vida.
La Dialéctica, persiguiendo apasionadamente esa presa maravillosa, la acosó, la acorraló, la acució en el bosque de las Nociones Puras.
Allí es donde capturó la Idea de lo Bello.
Pero la caza dialéctica es una caza mágica. Al bosque encantado del Lenguaje, los poetas van expresamente a perderse, a embriagarse de extravío, buscando las encrucijadas de significado, los ecos imprevistos, los encuentros extraños, no temen ni los rodeos, ni las sorpresas, ni las tinieblas. Pero el montero que se excita yendo a la caza de la «verdad», siguiendo una vía única y continua, en la que cada elemento sea el único que debe tomar para no perder ni la pista, ni la victoria del camino recorrido, se expone a no capturar por último más que su sombra. Gigantesca, en ocasiones; pero sombra al fin y al cabo.
Sin duda la aplicación del análisis dialéctico a problemas que no se encierran en un campo bien determinado, que no se expresan en términos exactos, fatalmente habían de producir «verdades» interiores al recinto convencional de una doctrina, y bellas realidades insumisas habían de venir siempre a perturbar la soberanía del Bello Ideal y la serenidad de su definición.
No digo que el descubrimiento de la Idea de lo Bello no haya sido un acontecimiento extraordinario y que no haya engendrado consecuencias positivas de importancia considerable. Toda la historia del Arte occidental pone de manifiesto todo lo que se le debió, durante más de veinte siglos, en materia de estilos y de obras de primer orden. El pensamiento abstracto se ha mostrado en este caso no menos fecundo de lo que lo fue en la edificación de la ciencia. Pero, con todo, esta idea llevaba en sí el vicio original e inevitable al que acabo de hacer alusión.
Pureza, generalidad, rigor, lógica eran en esta disciplina virtudes generadoras de paradojas, y ésta es la más admirable: ¡la Estética de los metafísicos exigía que se separase lo Bello de las cosas bellas!…
Ahora bien, si es cierto que no existe la ciencia de lo particular, no hay acción ni producción que no sea, por el contrario, esencialmente particular, y no hay sensación que subsista en lo universal. Lo real rechaza el orden y la unidad que el pensamiento quiere infligirle. La unidad de la naturaleza sólo aparece en los sistemas de signos expresamente hechos para este fin, y el universo no es más que una invención más o menos cómoda.
El placer, por último, no existe más que en el instante, nada más individual, más incierto, más incomunicable. Los juicios que hacemos no permiten ningún razonamiento, pues lejos de analizar su sujeto, por el contrario, y en verdad, añaden un atributo de indeterminación: decir de un objeto que es bello es darle valor de enigma.
Pero ya ni siquiera habrá ocasión de hablar de un bello objeto, puesto que hemos aislado lo Bello de las cosas bellas. No sé si se ha observado lo bastante esta sorprendente consecuencia: que la deducción de una Estética Metafísica, que tiende a sustituir un conocimiento intelectual por el efecto inmediato y singular de los fenómenos y por su resonancia específica, tiende a dispensarnos de la experiencia de lo Bello, en tanto que se encuentra en el mundo sensible. Una vez alcanzada la esencia de la belleza, escritas sus fórmulas generales, consumidos la naturaleza junto con el arte, superados, sustituidos por la posesión del principio y por la certidumbre de sus desarrollos, todas las obras y todos los aspectos que nos encantaban pueden desaparecer, o sólo servir de ejemplos, de medios didácticos, provisionalmente exhibidos.
Esta consecuencia no está reconocida —no lo dudo—, tampoco es confesable. Ninguno de los didácticos de la Estética aceptará no necesitar de sus ojos y de sus oídos más allá de las ocasiones de la vida práctica. Y aún más, ninguno de ellos pretenderá que podría, gracias a sus fórmulas, entretenerse en ejecutar —o al menos en definir con toda precisión— incontestables obras maestras, sin poner de sí mismos otra cosa que la aplicación de su espíritu a una especie de cálculo.
Por lo demás, no todo es imaginario en esta suposición. Sabemos que algún sueño de ese género ha atormentado a más de una cabeza, y no de las menos poderosas; y sabemos, por otra parte, cómo la crítica, antaño, sentando preceptos infalibles, ha usado y abusado, en la estimación de las obras, de la autoridad que consideraba tener de sus principios. Y es que no existe tentación más grande que la de decidir soberanamente en materias inciertas.
La simple proposición de una «Ciencia de lo Bello» debía ser fatalmente invalidada por la diversidad de las bellezas producidas en el mundo y en la duración. Tratándose de placer no hay más que cuestiones de hecho. Los individuos gozan como pueden y de lo que pueden; y la malicia de la sensibilidad es infinita. Los consejos más fundados fracasan por ella, aun cuando sean el fruto de las observaciones más sagaces y de los razonamientos más sutiles.
¿Hay algo más justo, por ejemplo, y más satisfactorio para el espíritu que la famosa regla de las unidades, tan conforme a las exigencias de la atención y tan favorable a la solidez, a la densidad de la acción dramática?
Pero un Shakespeare, entre otros, lo ignora y triunfa. Aquí me permitiría, de paso, manifestar una idea que me viene y que doy, como me viene, en el estado frágil de fantasía: Shakespeare, tan libre en el teatro, ha compuesto, por otra parte, ilustres sonetos, conforme a todas las reglas y visiblemente cuidados; ¿quién sabe si ese gran hombre no concedía mucho más valor a esos estudiados poemas que a las tragedias y a las comedias que improvisaba y modificaba en el mismo escenario, y para un público casual?
Pero el desprecio o el abandono que acabaron por extenuar la Regla de los Antiguos, no significa que los preceptos que la componen estén desprovistos de valor, sólo que se les atribuía un valor que era únicamente imaginario, el de las condiciones absolutas del efecto más deseable de una obra. Entiendo por «efecto más deseable» (es una definición de circunstancia) el que produciría una obra de la que la impresión inmediata que se recibe, el choque inicial, y el juicio que se hace con tranquilidad, la reflexión, el examen de su estructura y de su forma, se opusieran lo menos posible entre ellos. En la que, por el contrario, concordasen, confirmando el análisis y el estudio la satisfacción del primer contacto.
A muchas obras les sucede (y es también el objeto restringido de ciertas artes) que no pueden dar otra cosa que los efectos de primera intención. Si nos detenemos en ellos, encontramos que sólo existen al precio de alguna inconsecuencia, o de alguna imposibilidad o de algún prestigio, que pondrían en peligro una mirada prolongada, preguntas indiscretas o una curiosidad excesiva. Hay monumentos de arquitectura que proceden exclusivamente del deseo de levantar un decorado impresionante que sea visto desde un punto elegido, y esta tentación conduce con frecuencia al constructor a sacrificar determinadas cualidades, cuya ausencia y carencia aparecen si uno se aparta un poco del lugar favorable previsto. El público confunde demasiado a menudo el arte restringido del decorado, en el que las condiciones se establecen con relación a un lugar bien definido y limitado, y requieren una perspectiva única y una determinada iluminación, con el arte completo en el que la estructura, las relaciones, hechas sensibles, de la materia, de las formas y de las fuerzas son dominantes, reconocibles desde todos los puntos de vista del espacio, e introducen, de alguna manera, como una presencia del sentimiento de la masa, de la potencia estática, del esfuerzo y de los antagonismos musculares que nos identifican con el edificio por una cierta consciencia de todo nuestro cuerpo.
Pido disculpas por esta digresión. Vuelvo a esa Estética de la que decía que ha recibido de los hechos casi tantos desmentidos como ocasiones en las que ha creído poder dominar el gusto, juzgar definitivamente el mérito de las obras, imponerse a los artistas y al público, y obligar a la gente a amar lo que no amaban y aborrecer lo que amaban.
Pero únicamente echó por tierra su pretensión. Era mejor que su sueño. Su error, a mi entender, sólo se refería a ella misma y a su verdadera naturaleza, a su verdadero valor y a su función. Se creía universal, por el contrario, era maravillosamente ella misma, es decir, original. ¿Hay algo más original que oponerse a la mayoría de las tendencias, de los gustos y de las producciones existentes o posibles, que condenar la India y China, lo «gótico» y también lo morisco, y repudiar casi toda la riqueza del mundo por requerir y producir otra cosa: un objeto sensible de deleite que estuviera en un acuerdo perfecto con los recovecos y los juicios de la razón, y una armonía del instante con aquello que descubre con tiempo la duración?
En la época (que no ha prescrito) en la que surgieron grandes debates entre los poetas, unos defendiendo los versos llamados «libres», otros los versos de la tradición, que están sometidos a diversas reglas convencionales, me decía en ocasiones que la pretendida audacia de los unos, la pretendida servidumbre de los otros, no eran más que una cuestión de pura cronología, y que si hasta entonces sólo hubiera existido la libertad prosódica, y hubiéramos visto a algunas cabezas absurdas inventar de repente la rima y el alejandrino con cesura, hubiéramos gritado con locura o con la intención de mistificar al lector… Es bastante fácil, en las artes, concebir la permutación de los antiguos y los modernos, considerar a Racine como llegado un siglo después de Víctor Hugo…
Nuestra Estética rigurosamente pura me parece por lo tanto una invención que se ignora en tanto que tal, y se ha tomado por deducción invencible de algunos principios evidentes. Boileau creía dejarse guiar por la razón: era insensible a toda la extravagancia y particularidad de los preceptos. ¿Hay algo más caprichoso que la proscripción del hiato? ¿Algo más sutil que la justificación de las ventajas de la rima?
Observemos que no hay nada más natural y puede que más inevitable que tomar lo que parece simple, evidente y general por otra cosa que el resultado local de una reflexión personal. Todo lo que se cree universal es un efecto particular. Todo universo que formamos, responde a un punto único, y nos encierra.
Pero, lejos de quitar importancia a la Estética razonada, le reservo, por el contrario, un papel positivo y de la mayor importancia real. Una Estética emanada de la reflexión y de una voluntad continua de la comprensión de los fines del arte, que lleve su pretensión hasta prohibir ciertos medios o a prescribir condiciones para el goce lo mismo que para la producción de las obras, puede rendir y ha rendido, de hecho, inmensos servicios a determinado artista o a determinada familia de artistas, a título de participación, de formulario de un cierto arte (y no de todo arte). Da las leyes bajo las cuales es posible alinear las numerosas convenciones y de las cuales pueden derivarse las decisiones de detalle que una obra reúne y coordina. Tales fórmulas pueden, además, tener en ciertos casos virtud creadora, sugerir muchas ideas que nunca se hubieran tenido sin ellas. La restricción es inventiva al menos tantas veces como la superabundancia de las libertades puede serlo. No llegaré a decir con Joseph de Maistre que todo lo que incomoda al hombre le fortifica. Tal vez De Maistre no pensaba que hay zapatos demasiado estrechos. Pero, tratándose de las artes, me respondería, sin duda bastante bien, que los zapatos demasiado estrechos nos harían inventar nuevas danzas.
Se puede observar que considero lo que llamamos el Arte clásico, que es el Arte armonizado con la Idea de lo Bello, como una singularidad y no como la forma de Arte más general y más pura. No digo que no sea ese mi sentimiento personal, pero no doy a esta preferencia otro valor que el de ser mía.
El término idea previa que he utilizado significa, en mi pensamiento, que los preceptos elaborados por el teórico, el trabajo de análisis conceptual que ha realizado para pasar del desorden de los juicios al orden, del hecho al derecho, de lo relativo a lo absoluto, y de establecerse en una posesión dogmática, en lo más elevado de la consciencia de lo Bello, se convierten en utilizables en la práctica del Arte, a título de convención elegida entre otras igualmente posibles, por un acto no obligatorio, y no bajo la presión de una necesidad intelectual ineluctable, a la que no podemos sustraernos una vez que hemos comprendido de qué se trataba.
Pues lo que obliga a la razón sólo a ella obliga.
La razón es una diosa que creemos que vigila, pero que más bien duerme en alguna gruta de nuestro espíritu: algunas veces se nos aparece aconsejándonos calcular las diversas probabilidades de las consecuencias de nuestros actos. Nos sugiere, de vez en cuando (pues la ley de esas apariciones de la razón a nuestra consciencia es del todo irracional), simular una perfecta igualdad de nuestros juicios, una distribución de previsión exenta de preferencias secretas, un buen equilibrio de argumentos; y todo esto nos exige lo que más repugna a nuestra naturaleza: nuestra ausencia. Esta augusta Razón querría que intentáramos identificarnos con lo real con el fin de dominarlo, imperare imperando, pero somos reales nosotros mismos (o nada lo es), y lo somos especialmente cuando actuamos, lo que exige una tendencia, es decir, una desigualdad, es decir, una especie de injusticia, cuyo principio, casi invencible, es nuestra persona, que es singular y diferente de todas las demás, lo que es contrario a la razón. La razón ignora o asimila a las personas, que, en ocasiones, le pagan con la misma moneda. Se ocupa solamente de tipos y de comparaciones sistemáticas, de jerarquías ideales de valores, de enumeración de hipótesis simétricas, y todo ello, cuya formación la define, sucede en el pensamiento, y no en otra parte.
Pero el trabajo del artista, incluso en el espacio exclusivamente mental de ese trabajo, no puede reducirse a operaciones de pensamiento directriz. Por una parte, la materia, los medios, el momento mismo, y una multitud de accidentes (los cuales caracterizan lo real, al menos para el no filósofo) introducen en la fabricación de la obra una cantidad de condiciones que, no solamente tienen importancia en lo imprevisto y en lo indeterminado en el drama de la creación, sino que concurren a hacerla racionalmente inconcebible, pues la inscriben en el dominio de las cosas, donde se hace cosa; y de pensable pasa a ser sensible.
Por otra parte, quiéralo o no, el artista no puede en absoluto distanciarse del sentimiento de lo arbitrario. Procede de lo arbitrario hacia una cierta necesidad, y de un cierto desorden hacia un cierto orden; y no puede prescindir de la sensación constante de esa arbitrariedad y de ese desorden, que se oponen a lo que nace bajo sus manos y que se le aparece como necesario y ordenado. Es ese contraste el que le hace sentir que crea, puesto que no puede deducir lo que le llega de lo que tiene.
Su necesidad es por ello muy diferente de la del lógico. Está toda en el instante mismo de ese contraste, y obtiene su fuerza de las propiedades de ese instante de resolución, que se tratará de recuperar a continuación, o de transponer o de prolongar, secundum artem.
La necesidad del lógico proviene de una cierta imposibilidad de pensar, que no permite la contradicción: tiene por fundamento la conservación rigurosa de las convenciones de notación —definiciones y postulados—. Pero esto excluye del dominio dialéctico todo aquello que es indefinible o mal definible, todo aquello que no es esencialmente lenguaje, ni reductible a expresiones mediante el lenguaje. No existe contradicción sin dicción, es decir, fuera del discurso. El discurso es por consiguiente un fin para el metafísico, y no es más que un medio para el hombre que aspira a los actos. El metafísico, habiéndose preocupado en primer lugar de lo Verdadero, en lo cual ha puesto todas sus complacencias y al cual reconoce por su ausencia de contradicciones, cuando luego descubre la Idea de lo Bello, cuya naturaleza y consecuencias quiere desarrollar, no puede dejar de recordar la búsqueda de su Verdad; y he aquí que persigue bajo el nombre de lo Bello, algo Verdadero de segunda especie: inventa, sin percatarse, una Verdad de lo Bello; y de ese modo, como ya he dicho, separa lo Bello de los momentos y de las cosas, entre ellos los bellos momentos y las bellas cosas…
Cuando vuelve a las obras de arte, se siente tentado a juzgarlas según principios, pues su espíritu está domesticado para buscar la conformidad. Ante todo tiene que traducir su impresión en palabras, y enjuiciará con palabras, especulará sobre la unidad, la variedad y otros conceptos. Plantea la existencia de una Verdad en el orden del placer, conocible y reconocible por toda persona: decreta la igualdad de los hombres ante el placer, dictamina que hay verdaderos placeres y falsos placeres, y que pueden formarse jueces para decidir el derecho con toda infalibilidad.
No exagero. No cabe duda que la firme creencia en la posibilidad de resolver el problema de la subjetividad de los juicios en materia de arte y de gustos, haya estado más o menos establecida en el pensamiento de todos aquellos que han soñado, intentado o llevado a cabo la edificación de una Estética dogmática. Reconozcamos, Señores, que ninguno de nosotros escapa a esa tentación, y se desliza lo bastante a menudo de lo singular a lo universal, fascinado por las promesas del demonio dialéctico. Ese seductor nos hace desear que todo se reduzca y se acabe en términos categóricos, y que el Verbo se encuentre en el fin dé todas las cosas. Pero hay que responderle con esta simple observación: que la acción misma de lo Bello sobre alguien consiste en dejarle mudo.
Mudo, primero. Pero pronto observaremos esta extraordinaria consecuencia del efecto producido: si, sin la menor intención de juzgar, intentamos describir nuestras impresiones inmediatas del acontecimiento de nuestra sensibilidad que acaba de afectarnos, esta descripción exige de nosotros el empleo de la contradicción. El fenómeno nos obliga a estas expresiones escandalosas: la necesidad de lo arbitrario, la necesidad por lo arbitrario.
Situémonos entonces en el estado preciso: aquel al que nos transporta una obra que sea de aquellas que nos obligan a desearlas tanto más cuanto más las poseemos (no tenemos más que consultar nuestra memoria para encontrar, eso espero, un modelo de semejante estado). Nos encontraremos entonces una curiosa mezcla, o mejor, una curiosa alternancia de sentimientos nacientes, de los que creo que la presencia y el contraste son característicos.
Sentimos, por una parte, que la fuente o el objeto de nuestra voluntad nos viene tan bien que no podemos concebirla diferente. Incluso en ciertos casos de supremo contento comprobamos que nos transformamos, de una manera profunda, para convertimos en aquel cuya sensibilidad general es capaz de tal extremo o plenitud de delicia.
Pero no notamos menos, ni menos fuertemente, y como por otro sentido, que el fenómeno que causa y desarrolla en nosotros ese estado, y que nos inflige su potencia indivisible, habría podido no ser, e incluso, hubiera debido no ser, y se clasifica en lo improbable. Mientras que nuestro goce o nuestra alegría es fuerte como un hecho, la existencia y la formación del medio, del instrumento generador de nuestra sensación, nos parecen accidentales: esta existencia nos parece el efecto de un azar muy afortunado, de una suerte, de un don gratuito de la Fortuna. Es en aquello en que, observémoslo, se descubre una analogía particular entre el efecto de una obra de arte y el de un aspecto de la naturaleza, debido a algún accidente geológico, a una combinación pasajera de luz y de vapor de agua en el cielo, etc.
A veces, no podemos imaginar que un hombre como nosotros sea el autor de un bien tan extraordinario, y la gloria que le concedemos es la expresión de esta impotencia.
Ahora bien, ese sentimiento contradictorio existe en el grado más elevado en el artista: es una condición de toda obra. El artista vive en la intimidad de su arbitrariedad y en la espera de su necesidad. La pide en todo instante; la obtiene en las circunstancias más imprevistas, las más insignificantes, y no hay ninguna proporción, ninguna uniformidad de relación entre la grandeza del efecto y la importancia de la causa. Espera una respuesta absolutamente precisa (puesto que debe engendrar un acto de ejecución) a una pregunta esencialmente incompleta: desea el efecto que producirá en él aquello que de él puede nacer. En ocasiones el don precede a la petición, y sorprende a un hombre que se encuentra colmado, sin preparación. Ese caso de gracia repentina es el que manifiesta más fuertemente el contraste del que acabamos de hablar entre las dos sensaciones que acompañan a un mismo fenómeno; lo que nos parece haber podido no ser se impone a nosotros con la misma potencia de lo que no podía no ser, y que debía ser lo que es.
Les confieso, Señores, que nunca he podido adelantar más en mis reflexiones sobre estos problemas, a menos de arriesgarme más allá de las observaciones que podía hacer sobre mí. Si me he extendido sobre la naturaleza de la Estética propiamente filosófica, es porque nos ofrece el tipo mismo de un desarrollo abstracto aplicado o infligido a una diversidad infinita de impresiones concretas y complejas. De ello se deduce que no habla de aquello que cree hablar y de lo que, además, no está demostrado que se pueda hablar. En todo caso fue incontestablemente creadora. Trátese de las reglas del teatro, de las de la poesía, de los cánones de la arquitectura o de la sección áurea, la voluntad de configurar una Ciencia del arte, o al menos de instituir los métodos, y, de alguna manera, organizar un terreno conquistado, o que creemos definitivamente conquistado, ha seducido a los más grandes filósofos. Es por lo que antaño me sucedió el confundir esas dos razas, y tal desvío no ha dejado de valerme algunos reproches bastante severos. He creído ver en Leonardo un pensador, en Spinoza, un estilo de poeta o arquitecto. Sin duda me he equivocado. Sin embargo me parecía que la forma de expresión exterior de un ser fue a veces menos importante que la naturaleza de su deseo y el modo de encadenamiento de sus pensamientos.
Sea como fuere, no tengo necesidad de añadir que no he encontrado la definición que buscaba. No odio ese resultado negativo. Si hubiera encontrado esa buena definición, podría haberme sentido tentado a negar la existencia de un objeto que le corresponde, y pretender que la Estética no existe. Pero lo que es indefinible no es necesariamente negable. Nadie, que yo sepa, se ha vanagloriado de definir las Matemáticas, y nadie duda de su existencia. Algunos han intentado definir la vida; pero el éxito de su esfuerzo fue siempre bastante vano: la vida no lo es menos.
La Estética existe; e incluso hay estetas. Voy, para terminar, a proponerles algunas ideas o sugestiones, que tendrán a bien considerarlas como las de un ignorante o de un ingenuo, o una acertada combinación de ambos.
Vuelvo al montón de libros, de tratados o de memorias que he considerado y explorado hace poco, y en el que he encontrado la diversidad que ya saben. ¿No podríamos clasificarlos como voy a decir?
Formaré un primer grupo que bautizaré: Estésica, y pondré todo lo que se relaciona con el estudio de las sensaciones; pero más particularmente se colocarían los trabajos que tienen por objeto las excitaciones y las reacciones sensibles que no tienen un papel fisiológico uniforme y bien definido. Estas son, en efecto, las modificaciones sensoriales de las que el ser viviente puede prescindir, y de las que el conjunto (que contiene, a título de rarezas, las sensaciones indispensables o utilizables) es nuestro tesoro. En él reside nuestra riqueza. Todo el lujo de nuestras artes ha bebido de sus recursos infinitos.
Otro montón reuniría todo lo que concierne a la producción de las obras; y una idea general de la acción humana completa, desde sus raíces psíquicas y fisiológicas, hasta sus empresas sobre la materia o sobre los individuos, permitiría subdividir ese segundo grupo, que denominaría Poética, o mejor Poiética. En una parte el estudio de la invención y de la composición, el papel del azar, el de la reflexión, el de la imitación; el de la cultura y del medio; en otra parte, el examen y el análisis de las técnicas, procedimientos, instrumentos, materiales, medios y agentes de acción.
Esta clasificación es bastante burda. Es también insuficiente. Hace falta al menos un tercer montón en el que se acumularían las obras que tratan de los problemas en los que mi Estésica y mi Poiética se enredan.
Pero esta observación que me hago me hace temer que mi propósito sea ilusorio, y sospecho que cada una de las comunicaciones que se van a producir aquí demostrará su inanidad.
¿Qué me queda entonces de haber ensayado durante unos instantes el pensamiento estético, y puedo yo, a falta de una idea clara y resolutoria, al menos resumirme la multiplicidad de mis tanteos?
Ese examen retrospectivo sobre mis reflexiones sólo me aporta proposiciones negativas, notable resultado en suma. ¿No hay números que el análisis sólo define por negaciones?
Esto es lo que me digo:
Existe una forma de placer que no se explica; que no se circunscribe; que no se acantona ni en el órgano del sentido en el que nace, ni siquiera en el dominio de la sensibilidad; que difiere de naturaleza, de intensidad, de importancia y de consecuencia, según las personas, las circunstancias, las épocas, la cultura, la edad y el medio; que excita a acciones sin causa universalmente válida, y ordenadas para fines inciertos, a individuos distribuidos como al azar en el conjunto de un pueblo; y esas acciones engendran productos de orden diverso cuyo valor de uso y valor de cambio dependen muy poco de lo que son. Finalmente, última negativa: todo el trabajo que nos hemos tomado para definir, regularizar, reglamentar, medir, estabilizar o asegurar ese placer y su producción ha sido vano e infructuoso hasta el momento; pero como es necesario que todo, en ese campo, sea imposible de circunscribir, han sido vanas sólo imperfectamente, y su fracaso no ha dejado de ser en ocasiones curiosamente creador y fecundo…
No oso decir que la Estética es el estudio de un sistema de negaciones, si bien hay alguna brizna de verdad en ello. Si cogemos los problemas de frente, como en un cuerpo a cuerpo, problemas que son el del goce y el de la potencia para producir el goce, las soluciones positivas, e incluso los simples enunciados, nos desafían.
Deseo, por el contrario, expresar un pensamiento muy distinto. Veo en sus investigaciones un porvenir maravillosamente vasto y luminoso.
Considérenlo: todas las ciencias más desarrolladas invocan o reclaman hoy, incluso en su técnica, la ayuda o la cooperación de consideraciones o de conocimientos cuyo estudio exacto les pertenece a ustedes. Los matemáticos sólo hablan de la belleza de estructura de sus razonamientos y de sus demostraciones. Sus descubrimientos se desarrollan mediante la percepción de analogía de formas. Al término de una conferencia dada en el Instituto Poincaré, el Sr. Einstein dijo que para acabar su construcción ideal de símbolos, se había visto obligado a «introducir algunos puntos de vista de arquitectura»…
La Física, por otra parte, se encuentra en la actualidad en la crisis de la imaginería inmemorial que, desde siempre, le ofrecía la materia y el movimiento bien claros; el lugar y el tiempo, bien discernibles y reparables en cualquier escala; y disponía de las grandes facilidades que dan lo continuo y la similitud. Pero sus poderes de acción han superado todas las previsiones, y desbordan todos nuestros medios de representación figurada, invalidan incluso nuestra venerables categorías. Con todo la Física tiene nuestras sensaciones y nuestras percepciones por objeto fundamental. No obstante, las considera como sustancia de un universo exterior sobre el que tenemos alguna acción, y repudia o descuida aquellas de nuestras impresiones inmediatas a las que no puede hacer corresponder una operación que permite reproducirlas en condiciones «mensurables», es decir, vinculadas a la permanencia que atribuimos a los cuerpos sólidos. Por ejemplo, el color es solamente una circunstancia accesoria para el físico, únicamente retiene una indicación burda de frecuencia: en cuanto a los efectos de contraste, a los complementarios, y otros fenómenos del mismo orden, los aparta de sus caminos. Y se llega así a esta interesante constatación: en tanto que para el pensamiento del físico la impresión coloreada tiene el carácter de un accidente que se produce por tal valor o tal otro de una sucesión creciente e indefinida de números, el ojo del mismo sabio le ofrece un ejemplo restringido y cerrado de sensaciones que se corresponden dos a dos, de tal modo que si una se da con cierta intensidad y cierta duración, es inmediatamente seguida por la producción de la otra. Si alguien no hubiera visto nunca el verde, le bastaría mirar el rojo para conocerlo.
Me he preguntado a veces, pensando en las nuevas dificultades de la física, en todas las creaciones bastante inciertas que se ve obligada a hacer y rehacer todos los días, medio entidades, medio realidades, si, después de todo, la retina no tendría, también ella, sus opiniones sobre los fotones y su teoría de la luz, si los corpúsculos del tacto y las maravillosas propiedades de la fibra muscular y de su inervación no serían interesados muy importantes en el gran asunto de la fabricación del tiempo, del espacio y de la materia. La Física debería volver al estudio de la sensación y de sus órganos.
¿Pero no es todo esto Estésica? Y si introdujéramos en la Estésica ciertas desigualdades y ciertas relaciones, ¿no estaríamos muy próximos a nuestra indefinible Estética?
Acabo de invocar ante ustedes el fenómeno de los complementarios que nos muestra, de la manera más simple y más fácil de observar, una auténtica creación. Un órgano cansado por una sensación parece huirla al emitir una sensación simétrica. Encontraríamos, igualmente, cantidad de producciones espontáneas, que se nos ofrecen a título de complementos de un sistema de impresiones sentido como insuficiente. No podemos ver una constelación en el cielo sin preveer de inmediato el trazado que une a los astros, y no podemos oír sonidos bastante próximos sin establecer una consecuencia y encontrarle un efecto en nuestros aparatos musculares que sustituya la pluralidad de esos elementos distintos por un proceso de generación más o menos complicado.
Se encuentran allí otras tantas obras elementales. Quizá el Arte esté hecho de la combinación de tales elementos. La necesidad de completar, de responder, o por lo simétrico o por lo semejante, la de llenar un tiempo vacío o un espacio desnudo, la de colmar una laguna, una espera, o la de ocultar el presente desgraciado con imágenes favorables, tantas manifestaciones de una potencia que, multiplicada por las transformaciones que sabe operar el intelecto, armado de una multitud de procedimientos y de medios tomados de la experiencia de la acción práctica, ha podido elevarse a esas grandes obras de algunos individuos que alcanzan aquí y allá el grado más alto de necesidad que pueda obtener la naturaleza humana de la posesión de su arbitrariedad, como en respuesta a la variedad misma y a la indeterminación de todo lo posible que hay en nosotros.

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