viernes, 28 de agosto de 2020

Poesía y pensamiento abstracto[4]. PAUL VALÉRY. TEORÍA POÉTICA Y ESTÉTICA.



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Poesía y pensamiento abstracto[4]

Con frecuencia se opone la idea de Poesía a la de Pensamiento, en particular de «Pensamiento abstracto», Se dice «Poesía y Pensamiento abstracto» como se dice el Bien y el Mal, el Vicio y la Virtud, lo Caliente y lo Frío. La mayoría cree, sin otra reflexión, que los análisis y el trabajo del intelecto, los esfuerzos de voluntad y de precisión en los que compromete al espíritu, no concuerdan con esa ingenuidad de origen, esa superabundancia de expresiones, esa gracia y esa fantasía que distinguen a la poesía, y que hacen reconocerla desde sus primeras palabras. Si se encuentra profundidad en un poeta, tal profundidad parece de una naturaleza muy distinta a la de un filósofo o un sabio. Algunos llegan a pensar que incluso la meditación sobre su arte, el rigor del razonamiento aplicado a la cultura de las rosas, sólo pueden perder a un poeta, puesto que el principal y más encantador objeto de su deseo ha de ser el de comunicar la impresión de un estado naciente (y felizmente naciente) de emoción creadora, que, mediante la virtud de la sorpresa y del placer, pueda sustraer indefinidamente el poema a toda reflexión crítica ulterior.
Es posible que esta opinión contenga una parte de verdad, aunque su simplicidad me haga sospechar que es de origen escolar. Tengo la impresión de que hemos aprendido y adoptado esta antítesis antes de toda reflexión, y que la encontramos asentada en nosotros, en el estado de contraste verbal, como si representara una relación neta y real entre dos nociones bien definidas. Hay que reconocer que el personaje siempre acuciado por terminar que llamamos nuestro espíritu siente debilidad por las simplificaciones de esa clase, que le dan todas las facilidades para formar una gran cantidad de combinaciones y de juicios, para desplegar su lógica y para desarrollar sus recursos teóricos, en resumen, para cumplir con su oficio de espíritu tan brillantemente como sea posible.
Sin embargo, ese contraste clásico, y como cristalizado por el lenguaje, siempre me ha parecido demasiado brutal, al mismo tiempo que demasiado cómodo, para no incitarme a examinar más de cerca las cosas mismas.
Poesía, Pensamiento abstracto. Se dice rápido, y enseguida creemos haber dicho algo lo bastante claro y lo suficientemente preciso para avanzar sin reparos, sin necesidad de volver sobre nuestras experiencias, para construir una teoría o establecer una discusión, eh la que esta oposición, tan seductora por su simplicidad, será el pretexto, el argumento y la sustancia. Podremos incluso edificar toda una metafísica —o al menos una «psicología»— sobre esta base y elaborar un sistema de la vida mental, del conocimiento, de la invención y de la producción de las obras del espíritu, que necesariamente deberá encontrar como consecuencia la misma disonancia lógica que le ha servido de germen…
En cuanto a mí, tengo la extraña y peligrosa manía de querer, en cualquier materia, comenzar por el principio (es decir, por mi principio individual), lo que equivale a recomenzar, a rehacer todo un camino, como si tantos otros no lo hubieran trazado y recorrido ya…
Este camino es el que nos ofrece o el que nos impone el lenguaje.
En todo tema, y antes de todo examen de fondo, considero el lenguaje; tengo la costumbre de proceder a la manera de los cirujanos que primero purifican sus manos y preparan el campo operatorio. Es lo que llamo la limpieza de la situación verbal. Perdónenme esta expresión que asimila las palabras y las formas del discurso a las manos y a los instrumentos de un operador.
Pretendo que hay que ponerse en guardia ante los primeros contactos de un problema con nuestro espíritu. Hay que ponerse en guardia ante las primeras palabras que pronuncian una pregunta en nuestro espíritu. Una pregunta nueva primero está en estado de infancia en nosotros; balbucea: no encuentra más que términos extraños, completamente cargados de valores y de asociaciones accidentales; está obligada a tomarlos. Pero con ello altera insensiblemente nuestra verdadera necesidad. Renunciamos sin saberlo a nuestro problema original, y finalmente creeríamos haber elegido una opinión completamente nuestra, olvidando que esa elección sólo se ha ejercido sobre una colección de opiniones que es la obra, más o menos ciega, del resto de los hombres y del azar. Así sucede con los programas de los partidos políticos, en los que ninguno es (ni puede ser) el que respondería exactamente a nuestra sensibilidad y a nuestros intereses. Si elegimos uno, nos convertimos poco a poco en el hombre que hace falta a ese programa y a ese partido.
Las cuestiones de filosofía y de estética están tan ricamente oscurecidas por la cantidad, la diversidad, la antigüedad de las investigaciones, las disputas, las soluciones dadas en el recinto de un vocabulario muy restringido, en el que cada autor explota las palabras según sus tendencias, que el conjunto de esos trabajos me produce la impresión de un barrio, especialmente reservado a los espíritus profundos, en los Infiernos de los antiguos. Allí hay Danaidas, Ixiones, Sísifos que trabajan eternamente para llenar toneles sin fondo, para remontar la roca derrumbada, es decir, para redefinir la misma docena de palabras cuyas combinaciones constituyen el tesoro del Conocimiento Especulativo.
Permítanme añadir una última observación y una imagen a estas consideraciones preliminares. Esta es la observación: habrán observado sin duda este hecho curioso, que determinada palabra, que es perfectamente clara cuando la utilizan en el lenguaje corriente, y que no da lugar a ninguna dificultad cuando está enganchada en el tren rápido de una frase ordinaria, se convierte en mágicamente embarazosa, introduce una resistencia extraña, desbarata todos los esfuerzos de definición tan pronto como la retiran de la circulación para examinarla aparte y le buscan un sentido después de haberla sustraído a su función momentánea. Es casi cómico preguntarse qué significa exactamente un término que se utiliza a cada instante con plena satisfacción. Por ejemplo: cojo al vuelo la palabra Tiempo. Esa palabra era absolutamente límpida, precisa, honesta y fiel en su oficio, mientras representaba su parte en una conversación y era pronunciada por alguien que quería decir algo. Pero aquí está completamente sola, cogida por las alas. Se venga. Nos hace creer que tiene más sentidos que funciones. No era más que un medio, y hela aquí convertida en fin, convertida en el objeto de un horroroso deseo filosófico. Pasa a ser enigma, abismo, tormento del pensamiento…
Lo mismo sucede con la palabra Vida, y con todas las demás.
Este fenómeno fácilmente observable ha adquirido para mí un gran valor crítico. He elaborado además una imagen que me representa bastante bien esta extraña condición de nuestro material verbal.
Cada palabra, cada una de las palabras que nos permiten franquear tan rápidamente el espacio de un pensamiento, y seguir el impulso de la idea que se construye ella misma su expresión, me parece una de esas planchas ligeras que se arrojan sobre una zanja o sobre una grieta de montaña, y que soportan el paso del hombre en rápido movimiento. Pero que pase sin pesar, que pase sin detenerse —y sobre todo, ¡que no se divierta bailando sobre la delgada plancha para probar su resistencia!…—. El frágil puente enseguida bascula o se rompe, y todo se va a las profundidades. Consulten su experiencia, y encontrarán que no comprendemos a los otros, y que no nos comprendemos a nosotros mismos si no es gracias a la velocidad de nuestro paso sobre las palabras. No hay que insistir sobre ellas, a riesgo de ver el discurso más claro descomponerse en enigmas, en ilusiones más o menos cultas.
Pero ¿cómo hacer para pensar —quiero decir: para repensar, para profundizar lo que parece merecer que se profundice— si consideramos el lenguaje esencialmente provisorio, como es provisorio el billete de banco o el cheque, en el que lo que llamamos el «valor» exige el olvido de su verdadera naturaleza, que es la de un trozo de papel generalmente sucio? Ese papel ha pasado por tantas manos… Pero las palabras han pasado por tantas bocas, por tantas frases, por tantos usos y abusos que las precauciones más exquisitas se imponen para evitar una confusión demasiado grande en nuestras mentes, entre lo que pensamos y tratamos de pensar, y lo que el diccionario, los autores y, por lo demás, todo el género humano, desde los orígenes del lenguaje, quieren que pensemos…
Evitaré por lo tanto fiarme de lo que esos términos de Poesía y de Pensamiento abstracto me sugieren, apenas pronunciados. Pero me volveré hacia mí mismo. Buscaré mis auténticas dificultades y mis observaciones reales de mis verdaderos estados; encontraré mi racional y mi irracional; veré si la oposición alegada existe, y cómo existe en estado vivo. Confieso que tengo la costumbre de distinguir en los problemas del espíritu aquellos que yo habría inventado y que expresan una necesidad que realmente siente mi pensamiento, y los otros, que son los problemas de otro. Entre estos hay más de uno (pongamos 40 por ciento) que me parecen no existir, no ser sino apariencias de problemas: yo no los siento. Y en cuanto al resto, hay más de uno que me parece mal enunciado… No digo que tenga razón. Digo que veo en mí lo que pasa cuando intento reemplazar las fórmulas verbales por valores y significaciones no verbales, que sean independientes del lenguaje adoptado. Encuentro impulsiones e imágenes ingenuas, productos brutos de mis necesidades y de mis experiencias personales. Es mi propia vida la que se sorprende, y es ella, si puede, la que debe darme mis respuestas, pues solo en las reacciones de nuestra vida puede residir toda la fuerza, y casi la necesidad, de nuestra verdad. El pensamiento que emana de esta vida no se sirve nunca con ella misma de ciertas palabras, que solamente le parecen buenas para el uso exterior: ni de algunas otras, de las que no ve el fondo, y que solamente pueden engañarla sobre su poder y su valor reales.
Así pues he observado en mí mismo tales estados que puedo llamar Poéticos, puesto que algunos de ellos han acabado finalmente en poemas. Se han producido sin causa aparente, a partir de un accidente cualquiera; se han desarrollado de acuerdo con su naturaleza, y de ese modo, me he encontrado durante algún tiempo separado de mi régimen mental más frecuente. Después he vuelto a ese régimen de intercambios ordinarios entre mi vida y mis pensamientos, una vez concluido mi ciclo. Pero había sucedido que se había hecho un poema, y que el ciclo, en su realización, dejaba algo tras sí. Ese ciclo cerrado es el ciclo de un acto que así ha ocasionado y restituido exteriormente una potencia de poesía…
Otras veces he observado que un incidente no menos insignificante causaba —o parecía causar— una excursión muy diferente, una desviación de naturaleza y de resultado muy distinto. Por ejemplo, una brusca aproximación de ideas, una analogía se apoderaba de mí, como una llamada de cuerno en un bosque hace aguzar el oído, y virtualmente orienta todos nuestros músculos que se sienten coordinados hacia algún punto del espacio y de la profundidad del follaje. Pero, esta vez, en lugar de un poema, se trataba de un análisis de esta súbita sensación intelectual que se apoderaba de mí. No se trataba de versos que se apartaban con mayor o menor facilidad de mi duración en esta fase; sino de alguna proposición que se destinaba a incorporarse a mis hábitos de pensamiento, alguna fórmula que debía en lo sucesivo servir de instrumento a ulteriores investigaciones…
Me disculpo por exponerme de esta manera ante ustedes; pero considero más útil contar lo que uno ha sentido que simular un conocimiento independiente de cualquier persona y una observación sin observador. En realidad, no existe teoría que no sea un fragmento, cuidadosamente preparado, de alguna autobiografía.
No es mi pretensión aquí enseñarles lo que fuere. No les diría nada que no sepan, pero quizá se lo diga en otro orden. No les enteraría de que un poeta no siempre es incapaz de razonar una regla de tres, ni que un lógico no siempre es incapaz de considerar en las palabras otra cosa que los conceptos, las clases y los simples pretextos para silogismos.
Sobre este punto llegaría a añadir esta opinión paradójica: que si el lógico nunca pudiera ser más que lógico, no sería y no podría ser lógico; y que si el otro únicamente fuera poeta, sin la menor esperanza de abstraer y de razonar, no dejaría tras él ninguna huella poética. Pienso con toda sinceridad que si cada hombre no pudiera vivir una cantidad de vidas que no fueran la suya, no podría vivir la suya.
Así pues, mi experiencia me ha demostrado que el mismo yo hace papeles muy diferentes, que se hace abstractor o poeta, mediante sucesivas especializaciones, de la que cada una es una desviación del estado puramente disponible y superficialmente concertado con el medio exterior, que es el estado medio de nuestro ser, el estado de indiferencia de los cambios.
Veamos en primer lugar en qué puede consistir la sacudida inicial y siempre accidental que va a construir en nosotros el instrumento poético, y sobre todo cuáles son sus efectos. Al problema se le puede dar esta forma: la Poesía es un arte del Lenguaje; ciertas combinaciones de palabras pueden producir una emoción que otras no producen, y que llamaremos poética. ¿Cuál es esta especie de emoción?
La conozco en mí por ese carácter de todos los objetos posibles del mundo ordinario, exterior o interior, los seres, los acontecimientos, los sentimientos y los actos que, permaneciendo como son comúnmente en cuanto a sus apariencias, se encuentran repentinamente en una relación indefinible, pero maravillosamente afinada con los modos de nuestra sensibilidad general. Es decir que esas cosas y esos seres conocidos —o mejor las ideas que los representan— cambian en alguna medida de valor. Se llaman los unos a los otros, se asocian muy diferentemente a como lo hacen en las formas ordinarias; se encuentran (permítanme esta expresión) musicalizados, convertidos en resonantes el uno por el otro, y casi armónicamente correspondientes. El universo poético así definido presenta grandes analogías con lo que podemos suponer del universo del sueño.
Puesto que la palabra sueño se ha introducido en este discurso, diré de paso que, en los tiempos modernos, a partir del romanticismo, se ha producido una confusión bastante explicable entre la noción de sueño y la de poesía. Ni el sueño ni la ensoñación son necesariamente poéticos, pueden serlo, pero las figuras formadas al azar sólo por azar son figuras armónicas.
Sin embargo, nuestros recuerdos de sueños nos enseñan, por una experiencia común y frecuente, que nuestra consciencia puede ser invadida, henchida, enteramente saturada por la producción de una existencia en la que los objetos y los seres parecen los mismos que aquellos que están en la vigilia; pero sus significaciones, sus relaciones y sus modos de variación y de sustitución son muy distintos y nos representan, indudablemente, como símbolos o alegorías, las fluctuaciones inmediatas de nuestra sensibilidad general, no controlada por las sensibilidades de nuestros sentidos especializados. Es más o menos así como el estado poético se instala, se desarrolla, y por último se disgrega en nosotros.
Es decir, que este estado de poesía es perfectamente irregular, inconstante, involuntario, frágil, y que lo perdemos, lo mismo que lo obtenemos, por accidente. Pero ese estado no basta para hacer un poeta, como tampoco basta ver un tesoro en sueños para encontrarlo, al despertar, centelleando al pie de la cama.
Un poeta —no les choquen mis palabras— no tiene coma función sentir el estado poético: eso es un asunto privado. Tiene como función crearlo en los otros. Se reconoce al poeta —o al menos cada uno reconoce al suyo— por el simple hecho de que convierte al lector en «inspirado». La inspiración es, positivamente hablando, una graciosa atribución que el lector concede a su poeta: el lector nos ofrece los méritos transcendentes de las potencias y las gracias que se desarrollan en él. Busca y encuentra en nosotros la causa maravillosa de su admiración.
Pero el efecto de la poesía, y la síntesis artificial de este estado por alguna obra, son cosas muy distintas; tan diferentes como puedan serlo una sensación y una acción. Una acción continua es bastante más compleja que una producción instantánea, sobre todo cuando tiene que manifestarse en un dominio tan convencional como el del lenguaje. Aquí ven despuntar en mis explicaciones ese famoso PENSAMIENTO ABSTRACTO que el uso opone a la POESÍA. Volveremos sobre ello. Mientras tanto quiero contarles una historia verdadera, para hacerles sentir como lo he sentido yo, y de la manera más curiosamente nítida, toda la diferencia que existe entre el estado o la emoción poética, incluso creadora y original, y la producción de una obra. Es una observación bastante sorprendente que he hecho sobre mí mismo, hace aproximadamente un año.
Había salido de casa para distraerme, con el paseo y las variadas miradas que genera, de alguna tarea molesta. Mientras seguía la calle en que vivo, me sentí de repente embargado por un ritmo que se me imponía y que pronto me dio la impresión de un funcionamiento extraño. Como si alguien se sirviera de mi máquina para vivir. Otro ritmo vino entonces a doblar el primero y a combinarse con él, y se establecieron no sé qué relaciones transversales entre esas dos leyes (me explico como puedo). Esto combinaba el movimiento de mis piernas andantes y no sé qué canto que yo murmuraba, o mejor que se murmuraba por medio de mí. Esta composición se hizo cada vez más complicada, y pronto superó en complejidad a todo aquello que yo podía razonablemente producir de acuerdo con mis facultades rítmicas ordinarias y utilizables. Entonces, la sensación de extrañeza de la que he hablado se hizo casi penosa, casi inquietante. No soy músico, ignoro enteramente la técnica musical, y he aquí que era presa de un desarrollo en varias partes, de una complicación en la cual nunca pudo soñar un poeta. Me dije entonces que había una equivocación de persona, que esa gracia se equivocaba de cabeza, puesto que yo nada podía hacer de tal don, que en un músico, sin duda, hubiera adquirido valor, forma y duración, mientras que esas partes que se mezclaban y deslizaban me ofrecían vanamente una producción cuya continuación culta y organizada maravillaba y desesperaba mi ignorancia.
Al cabo de una veintena de minutos el prestigio se desvaneció bruscamente dejándome al borde del Sena, tan perplejo como la pata de la Fábula que ve nacer un cisne del huevo que había empollado. El cisne voló y mi sorpresa se convirtió en reflexión. Sabía que pasear me lleva a menudo a una viva emisión de ideas, y que se crea cierta reciprocidad entre mi paso y mis pensamientos, modificando mis pensamientos mi paso; algo notable, pero relativamente comprensible. Se crea, sin duda, una armonización de nuestros diversos «tiempos de reacción», y es bastante interesante tener que admitir que hay una modificación recíproca posible entre un régimen de acción que es puramente muscular y una producción variada de imágenes, de juicios y de razonamientos.
Pero, en el caso del que les hablo, sucedió que mi movimiento de marcha se propagó a mi consciencia por un sistema de ritmos bastante hábil, en vez de provocar en mí ese nacimiento de imágenes, de palabras interiores y de actos virtuales que llamamos ideas. En cuanto a las ideas son cosas de una especie que me es familiar, son cosas que sé notar, provocar, maniobrar… Pero no puedo decir lo mismo de mis ritmos inesperados.
¿Qué pensar? Pensé que la producción mental durante la marcha debía responder a una excitación general que se prodigaba del lado de mi cerebro; esta excitación se satisfacía, se descargaba como podía, y, con tal que derrochara la energía, le importaba poco que fueran ideas, o recuerdos, o ritmos canturreados distraídamente. Ese día se prodigó en intuición rítmica que se desarrolló, antes de despertar, en mi conciencia, a la persona que sabe que no sabe música. Creo que es lo mismo que la persona que sabe que no puede robar todavía no está vigente en aquel que sueña que roba.
Les pido perdón por esta larga historia verdadera —al menos tan verdadera como una historia de este género puede serlo—. Observen que todo lo que he dicho o creído decir sucede entre lo que llamamos el Mundo exterior, lo que llamamos Nuestro Cuerpo y lo que llamamos Nuestro Espíritu, y requiere cierta colaboración confusa de esas tres grandes potencias.
¿Por qué les he contado esto? Para evidenciar la diferencia profunda que existe entre la producción impulsada por el espíritu, o mejor por el conjunto de nuestra sensibilidad, y la fabricación de las obras. En mi historia, la sustancia de una obra musical me fue libremente dada; pero la organización que la hubiera captado, fijado, rehecho, me faltaba. El gran pintor Degas me ha referido a menudo esa frase de Mallarmé tan justa y tan simple. Degas en ocasiones hacía versos y ha dejado algunos deliciosos. Pero con frecuencia encontraba grandes dificultades en ese trabajo accesorio de su pintura. (Por otra parte él era un hombre para introducir en cualquier arte toda la dificultad posible). Dijo un día a Mallarmé: «Su oficio es infernal. No consigo hacer lo que quiero y sin embargo estoy lleno de ideas…». Y Mallarmé le respondió: «No es con las ideas, mi querido Degas, con lo que se hacen los versos. Es con las palabras».
Mallarmé tenía razón. Pero cuando Degas hablaba de ideas, pensaba en los discursos interiores o en las imágenes, que, después de todo, hubieran podido expresarse en palabras. Pero esas palabras, esas frases íntimas que llamaba sus ideas, todas esas intenciones y esas percepciones del espíritu, todo eso hace los versos. Hay entonces otra cosa, una modificación, una transformación, brusca o no, espontánea o no, laboriosa o no, que se interpone necesariamente entre ese pensamiento productor de ideas, esa actividad y esa multiplicidad de preguntas y de resoluciones interiores; y luego, esos discursos tan diferentes de los discursos ordinarios que son los versos, que están extrañamente ordenados, que no responden a ninguna necesidad, si no es la necesidad que deben crear ellos mismos; que nunca hablan más que de cosas ausentes o de cosas profundamente y secretamente sentidas; extraños discursos, que parecen hechos por otro personaje que el que los dice, y dirigirse a otro que el que los escucha. En suma, es un lenguaje dentro de un lenguaje.
Consideremos estos misterios.
La poesía es un arte del lenguaje. El lenguaje, sin embargo, es una creación de la práctica. Observemos primero que toda comunicación entre los hombres sólo tiene alguna certidumbre en la práctica, y mediante la verificación que nos da la práctica. Le pido fuego. Me da fuego: me ha entendido.
Pero, al pedirme fuego, ha pronunciado algunas palabras sin importancia, con un determinado tono, y con un determinado timbre de voz —con una determinada inflexión y una determinada lentitud o una determinada precipitación que yo he podido notar—. He comprendido sus palabras, pues, sin pensarlo, le he tendido lo que me pedía, ese fuego. Pero he aquí que sin embargo la cuestión no ha terminado. Cosa rara: el sonido, y casi la figura de su pequeña frase, vuelve a mí, se repite en mí; como si se complaciera en mí; y a mí, a mí me gusta volver a oírla, esa pequeña frase que casi ha perdido su sentido, que ha dejado de servir, y que sin embargo quiere vivir todavía, pero una vida muy distinta. Ha adquirido un valor, y lo ha adquirido a expensas de su significación finita. Ha creado la necesidad de volver a ser escuchada… Henos aquí al borde mismo del estado de poesía. Esta experiencia minúscula va a bastarnos para descubrir más de una verdad.
Nos ha mostrado que el lenguaje puede producir dos espacios de efectos completamente diferentes. Unos, cuya tendencia es provocar lo necesario para anular enteramente el lenguaje mismo. Les hablo, y si han entendido mis palabras, esas mismas palabras están abolidas. Si han entendido, eso quiere decir que esas palabras han desaparecido de sus mentes, han sido sustituidas por una contrapartida, por imágenes, relaciones, impulsiones, y ustedes poseerán entonces con qué retransmitir esas ideas y esas imágenes a un lenguaje que puede ser muy diferente del que han recibido. Comprender consiste en la sustitución más o menos rápida de un sistema de sonidos, de duraciones y de signos por una cosa muy distinta, que es en suma una modificación o una reorganización interior de la persona a la que se habla. Y he aquí la contraprueba de esta proposición: la persona que no ha comprendido repite, o se hace repetir las palabras.
Por consiguiente, la perfección de un discurso cuyo único objeto es la comprensión consiste evidentemente en la facilidad con la que la palabra que lo constituye se transforma en algo muy distinto, y el lenguaje, ante todo en un no lenguaje; y a continuación, si así lo queremos, en una forma de lenguaje diferente de la forma primitiva.
En otros términos, en los empleos prácticos o abstractos del lenguaje, la forma, es decir, lo físico o lo sensible, y el acto mismo del discurso no se conserva; no sobrevive a la comprehensión; se disuelve en la claridad; ha actuado; ha cumplido su función; ha hecho comprender: ha vivido.
Pero, por el contrario, tan pronto como esta forma sensible adquiere por su propio efecto una importancia tal que se impone, y se hace, de alguna manera, respetar; y no sólo notar y respetar, sino también desear y por lo tanto recuperar —cuando algo nuevo se declara: estamos insensiblemente transformados, y dispuestos a vivir, a respirar, a pensar de acuerdo con un régimen y bajo leyes que ya no son del orden práctico—, es decir que nada de lo que suceda en ese estado se resolverá, acabará o abolirá por un acto determinado. Entramos en el universo poético.
Permítanme fortalecer esta noción de universo poético recurriendo a una noción equivalente, pero todavía mucho más fácil de explicar por ser mucho más simple, la noción de universo musical. Les pido que hagan un pequeño sacrificio: redúzcanse por un instante a su facultad de entender. Un simple sentido, como el del oído, nos ofrecerá todo lo que necesitamos para nuestra definición, y nos dispensará de entrar en todas las dificultades y sutilezas a las que nos conducirían la estructura convencional del lenguaje ordinario y sus complicaciones históricas. Vivimos a través del oído en el mundo de los ruidos. Es un conjunto generalmente incoherente e irregularmente alimentado por todos los incidentes mecánicos que ese oído puede interpretar a su manera. Pero el oído mismo separa de ese caos otro conjunto de ruidos particularmente relevantes y simples, es decir, bien reconocibles por nuestro sentido, y que le sirven de referencia. Son elementos que tienen relaciones entre sí y que nos resultan tan sensibles como esos mismos elementos. El intervalo de dos de esos ruidos privilegiados nos resulta tan nítido como cada uno de ellos. Son los sonidos, y esas unidades sonoras están capacitadas para formar combinaciones claras, implicaciones sucesivas o simultáneas, encadenamientos y crecimientos que podemos llamar inteligibles: es la razón por la que en música existen las posibilidades abstractas. Pero vuelvo a mi propósito.
Me limito a señalar que el contraste entre el ruido y el sonido es el de lo puro y de lo impuro, del orden y del desorden; que ese discernimiento entre las sensaciones puras y las otras ha permitido la constitución de la música; que esa constitución ha podido ser controlada, unificada y codificada gracias a la intervención de la ciencia física, que ha sabido adaptar la medida a la sensación y obtener el resultado capital de enseñarnos a producir esa sensación sonora de manera constante e idéntica por medio de instrumentos que son, en realidad, instrumentos de medida.
De este modo el músico se encuentra en posesión de un sistema perfecto de medios bien definidos que hacen corresponder exactamente las sensaciones a actos. De todo ello resulta que la música se ha hecho un campo propio absolutamente suyo. El mundo del arte musical, mundo de los sonidos, está bien separado del mundo de los ruidos. Mientras un ruido se limita a despertar en nosotros un acontecimiento aislado cualquiera —un perro, una puerta, un coche—, un sonido que se produce evoca, por sí solo, el universo musical. En esta sala en la que les hablo, donde oyen el ruido de mi voz, si un diapasón o un instrumento bien afinado se pusiera a vibrar, de inmediato, apenas afectados por ese ruido excepcional y puro, que no puede mezclarse con los otros, tendrían la sensación de un comienzo, el comienzo del mundo, al instante se crearía una atmósfera muy distinta, se anunciaría un nuevo orden, y ustedes mismos se organizarían inconscientemente para acogerlo. El universo musical estaba en ustedes, con todas sus relaciones y proporciones —como en un líquido saturado de sal, un universo cristalino espera el choque molecular de un pequeñísimo cristal para afirmarse. No oso decir: la idea cristalina de tal sistema…
Y he aquí la contraprueba de nuestra pequeña experiencia: si en una sala de conciertos, mientras resuena y domina la sinfonía, cae una silla, una persona tose o se cierra una puerta, sucede que enseguida tenemos la impresión de una ruptura. Algo indefinible, una especie de hechizo o de cristal de Venecia, se ha roto o resquebrajado…
El Universo poético no se crea tan poderosa y fácilmente. Existe, pero el poeta está privado de las inmensas ventajas que posee el músico. No tiene ante sí, dispuesto para un disfrute de belleza, un conjunto de medios hechos expresamente para su arte. Tiene que tomar el lenguaje: la voz pública, esa colección de términos y de reglas tradicionales e irracionales, caprichosamente creadas y transformadas, caprichosamente codificadas, y muy diversamente entendidas y pronunciadas. Aquí, ni físico que haya determinado las relaciones de esos elementos, ni diapasones, ni metrónomos, ni constructores de gamas o teóricos de la armonía. Por el contrario, las fluctuaciones fonéticas y semánticas del vocabulario. Nada puro, sino una mezcla de excitaciones auditivas y psíquicas perfectamente incoherentes. Cada palabra es una reunión instantánea de un sonido y de un sentido que no tienen relación entre sí. Cada frase es un acto tan complejo que nadie, creo, ha podido hasta ahora dar una definición que resista. En cuanto a la utilización de ese medio, en cuanto a las modalidades de esa acción, ustedes conocen cuál es la diversidad de sus usos, y la confusión resultante en ocasiones. Un discurso puede ser lógico, puede estar cargado de sentido, pero sin ritmo y sin medida alguna. Puede ser agradable al oído, y perfectamente absurdo e insignificante; puede ser claro y vano; vago y delicioso. Pero basta para hacer concebir su extraña multiplicidad, que no es sino la multiplicidad de la vida misma, enumerar todas las ciencias creadas para ocuparse de esta diversidad y estudiar cada una alguno de sus aspectos. Se puede analizar un texto de muchas maneras diferentes, pues está por turno sometido a la jurisdicción de la fonética, de la semántica, de la sintaxis, de la lógica, de la retórica y de la filología, sin omitir la métrica, la prosodia y la etimología…
He ahí al poeta enfrentado con esta materia verbal, obligado a especular a un tiempo sobre el sonido y el sentido, a satisfacer no solamente a la armonía, al período musical, sino también a condiciones intelectuales y estéticas variadas, sin contar las reglas convencionales…
Observen el esfuerzo que exigiría la acción del poeta si tuviera que resolver conscientemente todos esos problemas…
Siempre es de interés intentar reconstituir una de nuestras actividades complejas, una de nuestras acciones complejas que exigen de nosotros una especialización a la vez mental, sensorial y motriz, suponiendo que estemos obligados, para realizar esa acción, a conocer y organizar todas las funciones de las que sabemos que tienen que hacer lo que les toca. Pero aun cuando esta tentativa imaginativa y analítica a un tiempo es burda, siempre nos enseña algo. En cuanto a mí, que estoy, lo confieso, mucho más atento a la formación o a la fabricación de las obras que a las obras mismas, tengo la costumbre o la manía de no apreciar las obras más que como acciones. Un poeta es, a mis ojos, un hombre que, a partir de tal incidente, sufre una oculta transformación. Se aparta de su estado ordinario de disponibilidad general, y veo que se construye en él un agente, un sistema viviente productor de versos. Del mismo modo que en los animales vemos de repente revelarse un cazador hábil, un constructor de nidos, un edificador de puentes, un perforador de túneles y de galerías, vemos declararse en el hombre ésta o aquella organización creada, que aplica sus funciones a alguna obra determinada. Piensen en un niño muy pequeño: ese niño que hemos sido llevaba en sí muchas posibilidades. Al cabo de unos meses de vida, ha aprendido al mismo tiempo, o casi al mismo tiempo, a hablar y a andar. Ha adquirido dos tipos de acción. Lo que equivale a decir que ahora posee dos clases de posibilidades de las que las circunstancias accidentales de cada instante sacarán lo que puedan, en respuesta a sus necesidades o a sus distintas figuraciones.
Habiendo aprendido a servirse de sus piernas, descubrirá no sólo que puede andar, sino también correr, y no solamente andar y correr, sino también bailar. Eso es un gran acontecimiento. Ha inventado y descubierto simultáneamente una especie de utilidad de segundo orden para sus miembros, una generalización de su fórmula de movimiento. En efecto, mientras que el andar es en resumidas cuentas una actividad bastante monótona y poco perfectible, esta nueva forma de acción, la Danza, permite una infinidad de creaciones y de variaciones o de figuras.
Pero, en lo que se refiere a la palabra, ¿encontrará un desarrollo análogo? Progresará en las posibilidades de su facultad de hablar, descubrirá que tiene bastante más que hacer con ella que pedir mermelada o negar los pequeños crímenes que ha cometido. Se apoderará del poder del razonamiento, elaborará ficciones que le divertirán cuando está solo, se repetirá palabras que amará por su extrañeza y misterio.
Así, paralelamente a la Marcha y a la Danza, se instalarán y se distinguirán en él los tipos divergentes de la Prosa y de la Poesía.
Ese paralelismo me ha impresionado y seducido desde hace mucho tiempo, pero alguien lo había visto antes que yo. Malherbe, según Racan, lo utilizaba. Esto, en mi opinión, es más que una simple comparación. Veo una analogía sustancial y tan fecunda como las que se encuentran en la física cuando se señala la identidad de las fórmulas que representan la medida de fenómenos muy diferentes en apariencia. He aquí, en efecto, cómo se desarrolla nuestra comparación.
La marcha, lo mismo que la prosa, apunta a un objeto concreto. Es un acto dirigido hacia algo que es nuestro fin alcanzar. Son circunstancias actuales, como la necesidad de un objeto, el impulso de mi deseo, el estado de mi cuerpo, de mi vista, del terreno, etc., los que ordenan su paso a la marcha, le prescriben su dirección, su velocidad, y le dan un término finito. Todas las características de la marcha se deducen de esas condiciones instantáneas y que se combinan singularmente cada vez. No hay desplazamientos mediante la marcha que no sean adaptaciones especiales, pero que cada vez son abolidas y como absorbidas por la realización del acto, por la meta alcanzada.
La danza es algo muy distinto. Es, sin duda, un sistema de actos; pero que tienen su fin en sí mismos. No va a ninguna parte. Si persigue un objeto, no es más que un objeto ideal, un estado, un encantamiento, un fantasma de flor, un extremo de vida, una sonrisa, que se forma finalmente en el rostro de quien la solicitaba al espacio vacío.
No se trata por lo tanto de efectuar una operación acabada, cuyo fin está situado en alguna parte en el medio que nos rodea; sino de crear, y de entretener exaltándolo, un cierto estado, mediante un movimiento periódico que puede ejecutarse en el lugar; movimiento que se desinteresa casi enteramente de la vista, pero que se excita y se regula por los ritmos auditivos.
Pero, por diferente que sea esta danza de la marcha y de los movimientos utilitarios, tengan a bien observar esta advertencia infinitamente simple, que se sirve de los mismos órganos, de los mismos huesos, de los mismos músculos que ésta, coordinados y excitados de otro modo.
Es aquí donde nos acercamos a la prosa y a la poesía en su contraste. Prosa y poesía se sirven de las mismas palabras, de la misma sintaxis, de las mismas formas y de los mismos sonidos o timbres, pero coordinados y excitados de otro modo. La prosa y la poesía se distinguen entonces por la diferencia de ciertas relaciones y asociaciones que se hacen y se deshacen en nuestro organismo psíquico y nervioso, si bien los elementos de esos modos de funcionamiento son idénticos. Es la razón por la que hay que abstenerse de razonar sobre la poesía como se hace sobre la prosa. Lo que es cierto sobre una deja de tener sentido, en muchos casos, cuando se quiere encontrar en la otra. Pero ésta es la gran y decisiva diferencia. Cuando el hombre que marcha alcanza su meta —se lo he dicho—, cuando alcanza el lugar, el libro, el fruto, el objeto de su deseo y deseo que le ha sacado de su reposo, inmediatamente esta posesión anula definitivamente todo su acto; el efecto devora la causa, el fin ha absorbido el medio; y cualquiera que fuera el acto, sólo queda el resultado. Exactamente lo mismo sucede con el lenguaje útil: el lenguaje que acaba de servirme para expresar mi designio, mi deseo, mi mandato o mi opinión, ese lenguaje que ha cumplido su cometido, se desvanece apenas llega. Lo he emitido para que perezca, para que se transforme radicalmente en otra cosa en la mente de ustedes; y sabré que fui comprendido por el hecho sorprendente de que mi discurso ha dejado de existir: es reemplazado enteramente por su sentido, es decir, por imágenes, impulsos, reacciones o actos que les pertenecen: en suma, por una modificación interior de ustedes.
De ello se deduce que la perfección de esa especie de lenguaje, cuyo único destino es ser comprendido, consiste evidentemente en la facilidad con la que se transforma en otra cosa muy distinta.
Por el contrario, el poema no muere por haber vivido: está hecho expresamente para renacer de sus cenizas y ser de nuevo indefinidamente lo que acaba de ser. La poesía se reconoce en esta propiedad de hacerse reproducir en su forma: nos excita a reconstituirla idénticamente.
Esta es una propiedad admirable y característica entre todas.
Me gustaría darles una imagen simple. Piensen en un péndulo que oscila entre dos puntos simétricos. Supongan que uno de esos puntos extremos representa la forma, los caracteres sensibles del lenguaje, el sonido, el ritmo, los acentos, el timbre, el movimiento; en una palabra, la Voz en acción. Asocien por otra parte, al otro punto, al punto conjugado del primero, todos los valores significativos, las imágenes, las ideas, las excitaciones del sentimiento y de la memoria, las impulsiones virtuales y las formaciones de comprehensión; en una palabra, todo aquello que constituye el fondo, el sentido del discurso. Observen entonces los efectos de la poesía en ustedes mismos. Encontrarán que, en cada verso, el significado que se da a conocer en ustedes, lejos de destruir la forma musical que les ha sido comunicada, pide otra vez esa forma. El péndulo viviente que ha descendido del sonido hacia el sentido tiende a ascender hacia su punto de partida sensible, como si el sentido mismo que se le propone a su espíritu no encontrara otra salida, otra expresión, otra respuesta que esa música misma que le ha dado origen.
Así, entre la forma y el fondo, entre el sonido y el sentido, entre el poema y el estado de poesía, se manifiesta una simetría, una igualdad de importancia, de valor y de poder que no hay en la prosa; que se opone a la ley de la prosa —la cual decreta la desigualdad de los dos constituyentes del lenguaje—. El principio esencial de la mecánica poética —es decir, de las condiciones de producción del estado poético mediante la palabra— es a mis ojos ese intercambio armónico entre la expresión y la impresión.
Introduzcamos aquí una pequeña observación que llamaré «filosófica», lo que simplemente quiere decir que podríamos pasarnos sin ella.
Nuestro péndulo poético va desde nuestra sensación hacia alguna idea o sentimiento, y vuelve hacia algún recuerdo de la sensación y hacia la acción virtual que reproduciría esa sensación. Ahora bien, lo que es sensación es esencialmente presente. No hay otra definición del presente que la sensación misma, quizá completada por el impulso de acción que modificaría esa sensación. Pero por el contrario, lo que es propiamente pensamiento, imagen, sentimiento, es siempre, de alguna manera, producción de cosas ausentes. La memoria es la sustancia de todo pensamiento. La previsión y sus tanteos, el deseo, el proyecto, el esbozo de nuestras esperanzas, de nuestros temores, son la principal actividad interior de nuestros seres.
El pensamiento es, en suma, el trabajo que hace vivir en nosotros lo que no existe, que le presta, lo queramos o no, nuestras fuerzas actuales, que nos hace tomar la parte por el todo, la imagen por la realidad y que nos produce la ilusión de ver, de actuar, de sentir, de poseer independientemente de nuestro querido viejo cuerpo, que dejamos, con su cigarrillo, en su sillón, a la espera de recuperarlo bruscamente, a la llamada del teléfono o a la orden, no menos ajena, de nuestro estómago que reclama algún subsidio…
Entre la Voz y el Pensamiento, entre el Pensamiento y la Voz, entre la Presencia y la Ausencia, oscila el péndulo poético.
Se deduce de ese análisis que el valor de un poema reside en la indisolubilidad del sonido y del sentido. Ahora bien, esta es una condición que parece exigir lo imposible. No hay ninguna relación entre el sonido y el sentido de una palabra. La misma cosa se llama HORSE en inglés, IPPOS en griego, EQUUS en latín y CHEVAL en francés; pero ninguna operación sobre cualquiera de esos términos me dará la idea del animal en cuestión; ninguna operación sobre esa idea me revelará ninguna de esas palabras —sin lo cual sabríamos fácilmente todas las lenguas empezando por la nuestra.
Y sin embargo es quehacer del poeta darnos la sensación de la unión íntima entre la palabra y la mente.
Hay que considerar que el resultado es realmente maravilloso. Digo maravilloso, aunque no sea excesivamente raro. Digo: maravilloso en el sentido que damos a ese término cuando pensamos en los prestigios y en los prodigios de la antigua magia. No hay que olvidar que la forma poética ha estado destinada durante siglos al servicio de los encantamientos. Los que se dedicaban a esas extrañas operaciones debían necesariamente creer en el poder de la palabra, y bastante más en la eficacia del sonido de esta palabra que en su significado. Las fórmulas mágicas están con frecuencia privadas de sentido; pero no se pensaba que su poder dependiera de su contenido intelectual.
Escuchemos ahora versos como estos:
Madre de los Recuerdos, Amante de las amantes…

o bien:
Sé sensato, oh dolor mío, y mantente más tranquilo…

Estas palabras actúan sobre nosotros (al menos sobre algunos de nosotros) sin enseñarnos gran cosa. Nos enseñan quizá que no tienen nada que enseñarnos; que ejercen, con los mismos medios que, en general, nos enseñan algo, una función muy distinta. Actúan sobre nosotros a la manera de un acorde musical. La impresión producida depende ampliamente de la resonancia, del ritmo, del número de las sílabas; pero resulta también de la simple aproximación de los significados. En el segundo de estos versos, el acorde de las vagas ideas de Sensatez y de Dolor, y la tierna solemnidad del tono producen el inestimable valor de un hechizo: el ser momentáneo que ha hecho este verso, no habría podido hacerlo si se hubiera encontrado en un estado en el que la forma y el fondo se hubieran propuesto separadamente a su mente. Se hallaba por el contrario en una fase especial de su campo de existencia psíquica, fase durante la cual el sonido y el sentido de la palabra adquieren o guardan una importancia igual —lo que está excluido de los hábitos del lenguaje práctico lo mismo que de las necesidades del lenguaje abstracto—. El estado en el que la indivisibilidad del sonido y del sentido, el deseo, la espera, la posibilidad de su combinación íntima e indisoluble son requeridos y pedidos y en ocasiones ansiosamente esperados, es un estado relativamente raro. Es raro ante todo porque tiene contra él todas las exigencias de la vida; a continuación, porque se opone a la simplificación burda y a la especialización creciente de las notaciones verbales.
Pero este estado de modificación íntima, en el que todas las propiedades de nuestro lenguaje se encuentran indistintamente pero armónicamente llamadas, no basta para producir ese objeto completo, esa composición de bellezas, esa recopilación de aventuras galantes para el espíritu que nos ofrece un noble poema.
Así solamente obtenemos fragmentos. Todas las cosas preciosas que se encuentran en la tierra, el oro, los diamantes, las piedras que serán talladas, se encuentran diseminadas, sembradas, avaramente ocultas en una porción de roca o de arena, donde a veces las descubre el azar. Esas riquezas no serían nada sin el trabajo humano que las retira de la noche tosca en la que dormían, que las reúne, las modifica y las organiza en aderezos. Esas parcelas de metal retenidas en una materia informe, esos cristales de curioso aspecto, han adquirido todo su esplendor por un trabajo inteligente. Un trabajo de esta clase es el que realiza el auténtico poeta. Notamos ante un bello poema que hay pocas posibilidades para que un hombre, por muy bien dotado que esté, pueda improvisar de una vez, sin otro cansancio que el de escribir o dictar, un sistema continuo y completo de afortunados aciertos. Al igual que los rastros del esfuerzo, las repeticiones, los arrepentimientos, las cantidades de tiempo, los malos días y los disgustos han desaparecido, borrados por el supremo examen del espíritu sobre su obra, algunos, que sólo ven la perfección del resultado, lo contemplarán como una especie de prodigio que llaman INSPIRACIÓN. Hacen del poeta una especie de médium momentáneo. Si uno se complaciera en desarrollar rigurosamente la doctrina de la inspiración pura, se deducirían consecuencias bien extrañas. Se encontraría, por ejemplo, que ese poeta que se limita a transmitir lo que recibe, a entregar a desconocidos lo que posee de lo desconocido, no tiene ninguna necesidad de comprender lo que escribe, dictado por una voz misteriosa. Podría escribir poemas en una lengua que ignorara…
En realidad, en el poeta hay una clase de energía espiritual de naturaleza especial: se manifiesta en él y se le revela en algunos minutos de un infinito valor. Infinito para él… Digo: infinito para él; pues la experiencia, ay, nos enseña que esos instantes que nos parecen de valor universal a veces no tienen porvenir, y por último nos hacen meditar esta sentencia: lo que vale para uno solo no vale nada. Es la ley de bronce de la Literatura.
Pero todo poeta verdadero es necesariamente un crítico de primer orden. Para figurárselo, es necesario no concebir en absoluto lo que es el trabajo de la mente, esa lucha contra la desigualdad de los momentos, el azar de las asociaciones, los desfallecimientos de la atención, los entretenimientos exteriores. La mente es terriblemente variable, engañosa y engañándose, fértil en problemas insolubles y en soluciones ilusorias. ¿Cómo saldría una obra notable de ese caos, si ese caos que contiene todo no contuviera también algunas oportunidades serias de conocerse a sí mismo y de elegir en sí lo que merece ser retirado del instante mismo y cuidadosamente empleado?
No es todo. Todo verdadero poeta es bastante más capaz de lo que en general se sabe, de razonamiento justo y de pensamiento abstracto.
Pero no hay que buscar su filosofía real en aquello que dice más o menos filosófico. En mi opinión, la filosofía más auténtica no se encuentra tanto en los objetos de nuestra reflexión, como en el acto mismo del pensamiento y en su ejercicio. Quiten a la metafísica todos sus términos favoritos o especiales, todo su vocabulario tradicional, y quizá constatarán que no han empobrecido el pensamiento. Quizá lo hayan aligerado, rejuvenecido, y se habrán desembarazado de los problemas de los otros, para no tener otra ocupación que sus propias dificultades, sus asombros que no deben nada a nadie, de los que sienten verdaderamente e inmediatamente el aguijón intelectual.
Sin embargo ha sucedido muchas veces, como la historia literaria nos enseña, que la poesía se ha dedicado a enunciar tesis o hipótesis, y que el lenguaje completo que es el suyo, el lenguaje cuya forma, es decir la acción y la sensación de la Voz, tiene la misma potencia que el fondo, es decir, la modificación final de una mente ha sido utilizada para comunicar ideas «abstractas», que son por el contrario ideas independientes de su forma —o las creíamos tales—. Grandes poetas lo han intentado en ocasiones. Pero, sea cual sea el talento prodigado en estas muy nobles empresas, no puede evitar que la atención dedicada a seguir las ideas no entre en competición con la que sigue el canto. El DE NATVRA RERVM está aquí en conflicto con la naturaleza de las cosas. El estado del lector de poemas no es el estado del lector de puros pensamientos. El estado del hombre que danza no es el mismo que el del hombre que se adentra en una tierra difícil de la que hace el levantamiento topográfico y la prospección geológica.
He dicho sin embargo que el poeta tiene su pensamiento abstracto, y, si se quiere, su filosofía; y he dicho que se manifestaba en su acto mismo de poeta. Lo he dicho porque lo he observado, en mí y en algunos otros. No tengo, ni aquí ni en otra parte, otra referencia, otra pretensión u otra excusa que el recurso a mi propia experiencia, o bien a la observación más común.
Pues bien, he observado, siempre que he trabajado como poeta, que mi trabajo exigía de mí no solamente esa presencia del universo poético de la que les he hablado, sino cantidad de reflexiones, de decisiones, de elecciones y de combinaciones, sin las cuales todos los dones posibles de la Musa o del Azar se mantenían como materiales preciosos en una cantera sin arquitecto. Ahora bien, un arquitecto no está necesariamente construido con materiales preciosos. Un poeta, en tanto que arquitecto de poemas, es bastante diferente de lo que es como productor de esos elementos preciosos de los que toda poesía debe estar compuesta, pero cuya composición se distingue y exige un trabajo mental muy distinto.
Alguien me enseñó un día que el lirismo es entusiasmo, y que las odas de los grandes líricos fueron escritas de una vez a la velocidad de la voz del delirio o del viento del espíritu soplando en tempestad…
Le respondí que estaba en lo cierto; pero que no se trataba de privilegio de la poesía, y que todo el mundo sabía que para construir una locomotora, es indispensable que el constructor coja la marcha de noventa millas por hora para ejecutar su trabajo.
En realidad, un poema es una especie de máquina de producción del estado poético por medio de las palabras. El efecto de esta máquina es incierto, pues nada es seguro, en materia de acción sobre los espíritus. Pero, cualquiera que sea el resultado y su incertidumbre, la construcción de la máquina exige la solución de cantidad de problemas. Si el término máquina les choca, si mi comparación mecánica les parece burda, sírvanse observar que si el tiempo de composición de un poema incluso muy corto puede consumir años, la acción del poema sobre un lector se realizará en unos minutos. En unos minutos recibirá ese lector el choque de hallazgos, comparaciones, vislumbres de expresión acumulados durante meses de investigación, de espera, de paciencia y de impaciencia. Podrá atribuir a la inspiración mucho más de lo que puede dar. Imaginará al personaje que se necesitaría para crear sin interrupciones, sin dudas, sin retoques, esta obra poderosa y perfecta que le transporta a un mundo en el que las cosas y los seres, las pasiones y los pensamientos, los sonidos y las significaciones proceden de la misma energía, se intercambian y se responden de acuerdo con leyes de resonancia excepcionales, pues eso solamente puede ser una forma excepcional de excitación que realiza la exaltación simultánea de nuestra sensibilidad, de nuestro intelecto, de nuestra memoria y de nuestro poder de acción verbal, tan raramente conciliados en el tren ordinario de nuestra vida.
Quizá debiera señalar aquí que la ejecución de una obra poética —si se considera como el ingeniero de antes puede considerar una locomotora, es decir, haciendo explícitos los problemas a resolver— nos parecería imposible. En ningún arte es mayor el número de condiciones y funciones independientes a coordinar. No les infligiré una demostración minuciosa de esta proposición. Me limito a recordarles lo que he dicho respecto al sonido y el sentido, que únicamente tienen entre sí una relación de pura convención, y se trata por tanto de hacerlos colaborar tan eficazmente como sea posible. A menudo las palabras me hacen pensar, debido a su doble naturaleza, en esas cantidades complejas que los geómetras manejan con tanto amor.
Por suerte, no sé cuál es la virtud que reside en ciertos momentos de ciertos seres que simplifica las cosas y reduce las insuperables dificultades a las que me refería a la medida de las fuerzas humanas.
El poeta se despierta en el hombre por un acontecimiento inesperado, un incidente exterior o interior: un árbol, un rostro, un «sujeto», una emoción, una palabra. Y unas veces es una voluntad de expresión la que comienza la partida, una necesidad de traducir lo que se siente; pero otras veces es, por el contrario, un elemento de forma, un esbozo de expresión que busca su causa, que se busca un sentido en el espacio de mi alma… Observen bien esta posible dualidad de entrada en el juego: de vez en cuando una cosa quiere expresarse, de vez en cuando algún medio de expresión quiere servir a alguna cosa.
Mi poema El Cementerio marino se inició en mí por un cierto ritmo, el de los versos franceses de diez sílabas, cortado en cuatro y seis. Yo todavía no tenía ninguna idea que pudiera llenar esta forma. Poco a poco las palabras flotantes se fijaron, determinando progresivamente el tema, y el trabajo (un trabajo muy largo) se impuso. Otro poema, La pitonisa, surgió primeramente por un verso de ocho sílabas cuya sonoridad se compuso por sí misma. Pero ese verso suponía una frase, de la que era una parte, y esa frase suponía, si había existido, muchas otras frases. Un problema de esa clase admite una infinidad de soluciones. Pero en poesía las condiciones métricas y musicales limitan mucho la indeterminación. Esto es lo que sucedió: mi fragmento se condujo como un fragmento vivo, porque, sumergido en el medio (sin duda nutritivo) que le ofrecían el deseo y la espera de mi pensamiento, proliferó y engendró todo aquello que le faltaba; algunos versos por encima de él, y muchos versos por debajo.
Me disculpo por haber elegido mis ejemplos en mi pequeña historia, pero no podía cogerlos en otra parte.
¿Encuentran quizá bastante singular mi concepción del poeta y del poema? Intenten imaginar lo que supone el menor de nuestros actos. Piensen en todo lo que debe suceder en el hombre que emite una pequeña frase inteligible, y evalúen todo lo que hace falta para que un poema de Keats o de Baudelaire llegue a formarse sobre una página vacía, ante el poeta.
Piensen también que entre todas las artes, la nuestra es posiblemente la que coordina la mayor cantidad de partes o de factores independientes: el sonido, el sentido, lo real y lo imaginario, la lógica, la sintaxis y la doble invención del fondo y de la forma… y todo ello por medio de ese medio esencialmente práctico, perpetuamente alterado, mancillado, que realiza todos los oficios, el lenguaje común, del que nosotros tenemos que sacar una Voz pura, ideal, capaz de comunicar sin debilidades, sin esfuerzo aparente, sin herir el oído y sin romper la esfera instantánea del universo poético, una idea de algún yo maravillosamente superior a Mí.

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